14 – Jean Echenoz
En la tarde de sábado del 1 de agosto de 1914 un hombre sale a montar en bicicleta. El fuerte viento está a punto de hacerle caer cuando llega a la cima de un pequeño altozano que domina la región donde vive y, desde lo alto de aquel, observa, antes de oírlas, el agitar de campanas en las iglesias de los pueblos. En esa plácida tarde de sábado veraniego acaba de declararse la Gran Guerra. Una guerra que desde la perspectiva de los que viven ese comienzo va a durar menos de un mes y que acabó durando más de cuatro años, hasta noviembre de 1918, y produciendo más de 8 millones de muertos.
«Asunto de quince días, había diagnosticado Charles tres meses atrás bajo el sol de agosto. Lo mismo que dijo luego Monteil, y lo mismo que muchos creían por aquel entonces. Salvo que quince días después, treinta días más tarde, al cabo de más y más semanas, cuando comenzó a llover y los días pasaron a ser más fríos y cortos, las cosas no se desarrollaron como estaba previsto».
En un breve libro de apenas un centenar de páginas, Jean Echenoz es capaz de trasladarnos al corazón de la guerra desde el punto de vista de cinco soldados franceses y la mujer que espera el hijo de uno de ellos. Desde esa mañana ya citada, pasamos por el reclutamiento, encuadramiento y traslado al frente, con la conversión de civiles en soldados que pasan a formar parte del engranaje militar francés.
Nuestro protagonista, porque a pesar de ser una suerte de fresco coral de la tragedia de la que conmemoramos este año el centenario de su comienzo hay un protagonista como hilo conductor, Anthime, contable en una fábrica de la entonces plácida región de la Vendée, se ve arrastrado junto con otros tres de ellos a las Ardenas primero y al frente de Bélgica posteriormente; el otro protagonista, Charles, será trasladado al naciente cuerpo de aviación para escapar a la vida de infantería y trincheras. Acompañamos a Anthime en esa transformación, escuetamente, a su presencia en los combates y las largas esperas, cargadas de actividades, del frente estacionario, a las ofensivas de unos y otros en las que un ingente número de soldados y civiles fueron abatidos, heridos o mutilados en la locura de la primera guerra mundial.
«Y a la mañana siguiente tampoco hubo descanso, todo fue un continuo y polifónico tronar, bajo el intenso frío ya anunciado. Retumbar de los cañones en bajo continuo, lluvia de proyectiles barométricos y de contacto de todos los calibres, balas que silban, restallan, suspiran o gimen según la trayectoria, ametralladoras, granadas y lanzallamas, la amenaza viene de todas partes: de arriba de los aviones y de los disparos de los obuses, de enfrente de la artillería enemiga, y aun de abajo cuando, creyendo disfrutar de un momento de calma en el fondo de la trinchera donde intenta uno dormir, oye al enemigo cavar sordamente debajo de aquella misma trinchera, debajo de uno mismo, abriendo túneles donde colocará minas con el fin de destruirla y a él con ella».
También nos narra el autor como sigue la vida lejos del frente, como solo han quedado apartados de la guerra los mayores, enfermos o mutilados, como mujeres y niños pasan a ocupar la fuerza de trabajo, especialmente en las fábricas de armamento y munición.
Un magnífico ejercicio de concreción el que realiza Echenoz en un relato en el que podemos asistir vivamente a todos los detalles que nos muestra. No sobra ni falta nada en la novela, a pesar de la brutalidad de alguna escena no estamos ante un libro que se quede exclusivamente en lo sangriento del combate y a pesar de su brevedad somos capaces de recorrer los cuatro años que duró la guerra en el corto espacio de tiempo en que se leen sus páginas.
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