VIAJE A RUSIA – Joseph Roth
En la década de 1920, el experimento soviético suscitaba en el mundo temor, recelo o expectación, tanto más intensamente cuanto más hermética se volvía la realidad en lo que fuera el imperio de los zares. El hecho de que la oleada revolucionaria hubiese remitido en Europa, confinando a la Unión Soviética al aislamiento, no hacía sino reforzar el aura entre sórdida y misteriosa del país. Conforme este escenario, los periódicos occidentales procuraban satisfacer la curiosidad -o confirmar las aprensiones- de sus lectores publicando crónicas de viaje y reportajes de actualidad, a menudo firmadas por prestigiosos hombres de letras. Uno de los más ilustres observadores in situ de la realidad soviética fue Joseph Roth, quien por entonces conjugaba los preliminares de su excepcional carrera literaria con el periodismo, en cuya arena se había forjado un nombre merced a sus artículos sobre la guerra ruso-polaca (publicados en 1920) y a sus reportajes sobre Francia (en 1925). En 1926, el Frankfurter Zeitung, célebre entre los periódicos en lengua alemana, envió a Roth a la URSS en calidad de corresponsal, comisionándole la redacción de una serie de artículos semanales; éstos fueron publicados entre septiembre del mismo año y enero del siguiente (con tanto éxito que merecieron ser recopilados en un libro editado en 1930). En cumplimiento de su misión, Roth recaló en varias ciudades soviéticas, desde Minsk a Astracán y desde Bakú a Leningrado, pasando por Kíev, Tiflis y, entre otras, Moscú. Las crónicas reunidas en Viaje a Rusia –ya se sabe: entonces y después ha sido moneda corriente referirse a la URSS a la usanza imperial-, tales crónicas constituyen un testimonio no sólo de una encrucijada histórica primordial sino, en muy otro sentido, del pensamiento y los dotes de observación de Joseph Roth, escritor cuya sola eminencia confiere un interés inmarcesible a los textos.
Roth era hombre que propendía a la moderación política, en lo que mucho tenía que ver su amor por la civilización occidental y su desconfianza de la violencia revolucionaria; si se manifestaba escéptico de la democracia, era porque ésta parecía a la sazón incapaz de imponerse cabalmente al proceder corrosivo de agitadores, demagogos y extremistas. En los días en que preparaba su gira soviética, profesaba cierta nostalgia de su antigua inclinación a las ideas socialistas, de las que se había ido apartando al mismo tiempo que crecía su sensación de incertidumbre con respecto a la convulsa época que le tocaba vivir. (Nostalgia, incertidumbre ante el presente, conciencia de inestabilidad: imposible no asociar el estado emocional del periodista de 1926 con el del novelista que apenas unos años después concebiría La marcha Radetzky, su melancólico canto al pasado austro-húngaro.) Aunque ya no esperaba tanto de lo que vería una vez traspuesta la frontera polaco-rusa, alentaba de todos modos una vaga ilusión de hallar algo que le proporcionase un cable a tierra, algo que disipase su desconcierto; si lo halló, fue en sentido meramente negativo: por bien dispuesto que hubiese estado, de la Unión Soviética salió con la convicción irrenunciable de que no era allí donde había de buscarse un camino para la sociedad futura. Pero tampoco cabía esperar del extremo opuesto del mundo un modelo de regeneración para la vieja y desnortada Europa: los Estados Unidos de América no eran para Roth -presa de un arraigado prejuicio europeo- más que el paraíso del maquinismo y un desolador páramo espiritual. A pesar del oscuro panorama europeo, con una Austria escuchimizada, una Italia sometida al yugo fascista y una Alemania gobernada por Hindenburg (a quien nuestro autor consideraba «peor que diez Mussolinis»), sin contar el antisemitismo ambiente, Roth extrajo de su viaje a la URSS esta conclusión: «Quizá la luz venga del Este, pero sólo en Occidente es de día».
Viaje a Rusia reúne las crónicas soviéticas de Roth, una conferencia que nunca llegó a pronunciar («Sobre el aburguesamiento de la Revolución Rusa») y apuntes de su diario de viaje a la URSS. Entre las muchas y variadas impresiones que constan en el libro, destacan por su agudeza y recurrencia las relativas a la presencia de lo burgués, insólita en una sociedad que, se suponía, había de barrer con la burguesía en favor del proletariado. Al respecto de este asunto, Roth practica una suerte de sociología intuitiva que hace honor al estudio formal de lo social. Ya en la tercera crónica se refiere él a la decadencia de la burguesía rusa prerrevolucionaria, lo que sobrevive de ella, y a la aparición –efímera, como sabemos- de una burguesía filibustera o bastarda, la de los “hombres NEP” (por la denominada Nueva Política Económica). Roth, que no es precisamente dado a idealizar lo burgués –al contrario, es muy capaz de ridiculizarlo-, lamenta que la erradicación gradual de la antigua burguesía rusa conlleve la de una cultura impregnada de humanismo. La Rusia revolucionaria pretende desterrar a Homero y concentrarse únicamente en lo práctico. Sus artes y su producción intelectual están subordinadas a las exigencias de la propaganda, prodigándose en un simbolismo ramplón. Sería inútil buscar en la literatura soviética un heredero digno de Tolstói, Dostoievki y Turguéniev (esos burgueses, esos reaccionarios). La técnica y la estadística son los ídolos del momento. Mientras tanto, los hombres NEP acaparan el poder adquisitivo que subsiste en la sociedad soviética y copan los teatros y los buenos hoteles, los mismos que años atrás fueran expropiados en nombre del proletariado…
Naturalmente, ya no sufre la URSS el derroche de energía destructiva de la primera hora revolucionaria. «El tiempo de las acciones heroicas ya ha quedado atrás: ahora es tiempo de dedicarse a apurados trabajos burocráticos. El tiempo de las epopeyas pasó: ha llegado el tiempo de las estadísticas». Se impone el ritmo de la cotidianeidad, que en el fondo es el de la mediocridad. Por mucho que el discurso oficial abomine de la capitalista América, es el ejemplo del americanismo lo que obnubila a la Rusia comunista, lo que para Roth –por supuesto- supone tender al vacío espiritual. A los educandos soviéticos se les inculca la creencia del inminente triunfo mundial de la revolución, disfrazándoseles de mil maneras el presente por medio de un adoctrinamiento machacón y embrutecedor. «Para familiarizar completamente al alumno con la “realidad del día”, se le hace leer artículos de periódico cuya ortodoxa falsificación de los hechos aleja a un joven mil veces más de la realidad que la aplicada lectura de los dramas de Esquilo». El individualismo crítico es aborrecido como si de una peste se tratara. Y en cuanto al idealismo, al ardor de la convicción revolucionaria: también aquí se aplica la ley del aburguesamiento. La militancia partidista es el trampolín a la medra social («en Rusia los sentimientos revolucionarios ya no entrañan ningún peligro, sino que, por el contrario, prometen distinciones»), y en más de un sentido es imposible distinguir al pequeñoburgués, tan vilipendiado en las soflamas comunistas, del miembro del partido. No es casualidad que su proyectada conferencia la encabezara Roth con estas palabras: «[…] La burguesía es inmortal. La más cruel de todas las revoluciones, la bolchevique, no ha podido aniquilarla. Pero aún hay más: esta cruel revolución bolchevique ha creado sus propios burgueses». Bien vista, la revolución bolchevique ha surtido menos cambios de los que proclamaran sus adalides, sobre todo en términos de igualación, de supresión de las barreras sociales. Por distinta que sea la nomenclatura imperante, la sociedad soviética es también una sociedad estratificada, con su minoría de privilegiados y sus masas postergadas.
Pero no todo es negativo, en opinión de Roth. Admira éste la solución bolchevique al eterno problema de las minorías étnicas, enfrentado «de forma brillante y modélica». La concesión de autonomías nacionales ha sido un acto de sabiduría política, aunque en regiones como el Cáucaso, un intrincado laberinto de pueblos, siempre habrá roces y resquemores. Por otra parte, advierte el autor, tampoco en la URSS se ha conjurado la amenaza del nacionalismo, en lugar de esto puede habérsela potenciado: la autonomía supone concientización de la propia singularidad étnica, y «una conciencia nacional recién adquirida se convierte fácilmente en nacionalismo». De todos modos, ya es algo poder decir que en Bakú, por ejemplo, no hay pogromos de armenios, ni los hay de judíos en Ucrania o en Bielorrusia. Naturalmente, no podía Roth vaticinar que el régimen sería responsable de calamidades como el Holodomor o las deportaciones masivas de pueblos minoritarios, ni anticipar la oleada antisemita de los años finales de Stalin. En otro orden de cosas, el autor halla un motivo de festejo en la emancipación del campesinado ruso. La progresiva alfabetización de las masas rurales es un logro indiscutible, claro está, lo mismo que el alza de su nivel de vida. Como es lógico, Roth no podía adivinar las consecuencias catastróficas que tendría la colectivización del agro.
Viaje a Rusia es una obra testimonial de indudable valor, impecablemente editada por Minúscula y de lectura gozosa: en punto a estilo, Joseph Roth es prenda de garantía.
– Joseph Roth, Viaje a Rusia. Minúscula, Barcelona, 2008. 235 pp.
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