Categoría: literatura

Los sitios de Zaragoza

Los sitios de Zaragoza

Aunque en primero de bachillerato no vamos a hacer mención prácticamente a este acontecimiento histórico, en cuarto de ESO sí que lo trabajaremos con mayor profundidad.Estas son algunas páginas interesantes sobre este tema, y sobre el context…

Último número de la revista Iber. Literatura e Historia.

Último número de la revista Iber. Literatura e Historia.

La Revista Iber dedica su último número, correspondiente al 2º trimestre del presente año, a dos temas de mucho interés para la enseñanza de la Geografía y la Historia: por un lado se tratan las fuentes literarias para la enseñanza de la historia y, por otro, se introducen dos artículos que versan sobre Sistemas de información. Además se […]

Caravaggio en Madrid

Caravaggio en Madrid

Una ventaja indiscutible tuvo la visita del Papa a Madrid el verano pasado: gracias a ella puso verse en el Prado el Descendimiento de Caravaggio, que vino en préstamo de los Museos Vaticanos. Y gracias a las buenas relaciones con otro Estado propenso a la teocracia ahora tenemos en Madrid el Tañedor de laúd, que está en el Ermitage de San Petersburgo. Hay que aprovechar la ocasión. Hay que mirar con cien ojos lo que de otro modo nos resultaría inaccesible, lo que a no ser que viajáramos a miles de kilómetros o hiciéramos colas eternas entre multitudes de turistas solo podríamos conocer en reproducciones. No hay pintor al que una reproducción le haga justicia, pero en el caso de Caravaggio la diferencia entre mirar una fotografía y estar delante del cuadro parece aún mayor, porque su originalidad y su maestría son insuperables, en el sentido más literal de la palabra: nadie ha ido más lejos. O, dicho de otro modo, nadie ha acercado más al espectador la presencia de los seres y los objetos pintados.

Tañedor de laúd (1595-1596), de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610), en la exposición del Ermitage de San Petersburgo en el Museo del Prado.- BERNARDO PÉREZ

Para un estudiante de historia del arte, el Descendimiento del Vaticano es una obra familiar, que remite hacia el pasado a la Piedad de Miguel Ángel y se proyecta en el porvenir en la Muerte de Marat, de David. Pero este verano, cuando uno llegaba a la sala del Prado en la que estuvo expuesto, la primera impresión abrumadora era la de su tamaño, la escala agrandada de esas figuras que sin embargo eran también violentamente terrenales. El brazo de Cristo colgaba con el peso definitivo que solo tiene un cuerpo humano muerto. Y el gesto con el que Nicodemo le sujetaba las piernas no era el de un personaje de cuadro religioso, sino el de un trabajador manual que tiene la costumbre de transportar sobre sus espaldas grandes objetos muy pesados. Sus pies desnudos de ganapán o de campesino eran tan ásperos como tocones de árboles y se plantaban así de firmemente en el suelo: esos pies endurecidos y sucios de los pobres de Caravaggio, que ofendían tanto en su tiempo como sus santas o sus vírgenes en cuyas facciones se reconocía a prostitutas habituales de los callejones sórdidos de Roma.

Una de ellas, Fillide Melandroni, aparece retratada en esa mujer joven que levanta los brazos con un énfasis de duelo antiguo en el Descendimiento. En Madrid podemos verla sin dificultad porque es la Santa Catalina que hay en una sala recogida del Museo Thyssen, dispuesta de tal manera que en cuanto cruzamos el umbral nos encontramos con su mirada. Cuando se ha visto la Santa Catalina de Caravaggio, cualquier otro cuadro de santas mártires, incluso los de Ribera o Zurbarán, se vuelve inverosímil. Él no pinta una figura sobrenatural, esa mezcla de irrealidad y sadismo que suele haber en los cuadros de martirios: pinta a una mujer joven a la que ha puesto un vestido lujoso porque ha de representar a una princesa, a la que ha hecho arrodillarse en una postura incómoda sobre un cojín y quedarse inmóvil durante mucho rato, a la que le ha pedido que sostenga de cierta manera una espada y pose los dedos sobre su filo, en alusión directa a una caricia.

Con la misma delicadeza se posan las manos del joven músico del Ermitage en las cuerdas de su laúd. Está tocando y está fingiendo que toca, manteniendo la postura que se le ha indicado, la más adecuada para mantener un equilibrio exacto entre la claridad y la sombra, para observar las gradaciones que van de la una a la otra. El Tañedor de laúd alude a uno de los dos mundos que Caravaggio frecuentaba de joven en Roma, el de los coleccionistas ricos y cultos, eclesiásticos o banqueros, los palacios en los que se interpretaba la música contemporánea y se discutían hallazgos arqueológicos o teorías o inventos científicos. En el palacio del Cardenal del Monte Caravaggio escuchaba a jóvenes cantores castrados interpretar madrigales exquisitos, pero en cuanto salía a la calle se encontraba en mitad de la vida turbulenta y canalla de Roma. La espada oscurecida de sangre que maneja la Santa Catalina del Thyssen la pintó con el mismo empeño meticuloso que las cuerdas, los trastes, la caja estriada del laúd del Ermitage.

Que Caravaggio fuera al mismo tiempo un gran pintor y un asesino nos atrae irresistiblemente hacia él. Pero no hay leyenda que no esté hecha de malentendidos, y en el caso de Caravaggio es muy fácil además atribuirle anacrónicamente rasgos de la figura del genio solitario y el artista maldito que pertenecen a nuestro tiempo y no al suyo. Su vida es plenamente novelesca sin los añadidos y las exageraciones de la literatura. Su arte es original no porque se adelante a su época -somos tan provincianos de nuestro presente que para admirar a un artista del pasado necesitamos imaginarlo próximo a nosotros-, sino porque pertenece del todo a ella, a lo mejor y a lo peor, a lo más civilizado y a lo más cruel de ella.

Uno de los méritos de la biografía recién publicada entre nosotros de Andrew Graham-Dixon es precisamente mostrar en qué medida Caravaggio es alguien de su tiempo, no del nuestro. De niño vio morir a causa de la peste a todos los hombres de su familia. El realismo de su pintura tiene que ver con una tradición popular de representaciones religiosas muy arraigada en Lombardía durante su infancia, y también con la fe austera la vindicación de la pobreza evangélica de movimientos como el del Oratorio de San Felipe Neri. Y su propensión a los arrebatos de violencia súbita y extrema no es tanto un síntoma de ese descontrol temperamental que a nosotros nos gusta atribuir a los genios como un rasgo de la normalidad de su tiempo. Según una documentación muy abundante que otros biógrafos anteriores a Graham-Dixon ya habían rescatado de los archivos, la Roma de Caravaggio es una ciudad de ajustes de cuentas sanguinarios y guerras territoriales entre bandas de hombres jóvenes provistos de armas letales y códigos de honor: el mundo sin ley de Romeo y Julieta. El choque entre Caravaggio y el adversario al que hirió de muerte no hay que imaginarlo como un duelo ritual de esgrima, sino como una sucia pelea de navajas.

La huida de Roma del pintor condenado a la decapitación que va dejando tras de sí un rastro de obras maestras cada vez más sombrías ha sido contada muchas veces, pero Graham-Dixon la completa rellenando espacios en blanco con impecable erudición y razonables hipótesis y dejándose llevar con gran instinto narrativo por la pura fuerza de los hechos. Caravaggio murió antes de cumplir cuarenta años, pero en su etapa final había logrado un despojamiento expresivo que contenía una amarga meditación sobre los efectos irreparables de la crueldad y la pesadumbre del remordimiento. En Madrid, en una sala del Palacio Real que solo puede visitarse durante menos de un minuto en las visitas guiadas, hay uno de esos cuadros finales, una Salomé que mira de soslayo la cabeza recién cortada de Juan Bautista. No es una escena evangélica, sino una pintura negra de la culpa.

El Hermitage en el Prado. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 25 de marzo de 2012. www.museodelprado.es. Caravaggio. Una vida sagrada y profana. Andrew Graham-Dixon. Traducción de Belén Urrutia. Taurus. Madrid, 2011. 584 páginas. 24 euros. antoniomuñozmolina.es

Antonio Muñoz Molina, Caravaggio en Madrid, EL PAÍS / Babelia, 17 de diciembre de 2011

Libros en pintura

Libros en pintura

Ilustración de Aubrey Beardsley en Salomé, de Óscar Wilde (Libros del Zorro Rojo).-En el principio fue el dibujo y luego las letras, después todo se invirtió. Ahora esta fórmula de los libros clásicos ilustrados vuelve como una de las estrategias para fomentar la lectura y reducir la crisis del sector. A los dibujos de Doré o Beardsley se suman los de artistas actuales que iluminan el ingenio de Hawthorne, Wilde, Brecht, Kipling o Schnitzler.

Existe la creencia de que en las novelas que van ilustradas los grabados, los dibujos, se basaron siempre en los textos escritos. Y, sin embargo, no siempre fue así. Hubo una época en la que los narradores que escribían novelas por entregas para los periódicos se ponían al servicio de famosos y prestigiosos dibujantes; primero, entregaban éstos sus ilustraciones, y después venían los narradores y se acoplaban a los dibujos de las estrellas de los grabados. Es el caso célebre del periódico londinense Evening Chronicle, que en 1836 le encargó al joven Dickens de 24 años que escribiese una serie de textos de carácter costumbrista para las ilustraciones del famoso dibujante Robert Seymour, gran estrella del momento. O sea que Seymour hacía las ilustraciones y a éstas las acompañaba posteriormente un texto adicional. La trama de las historias, por tanto, se subordinaba al dibujo. En el caso que nos ocupa, pronto surgieron las desavenencias entre la estrella Seymour y el genio -entonces desconocido- de Dickens. La obra concebida por el dibujante proponía, a través de sus grabados, un relato acerca de un club de cazadores llamado Nimrod, una sociedad de perdigueros cómicamente inexpertos…

Pero sucedió que el texto no tardó en imponerse a su ilustración, es decir, que el escritor desconocido se impuso al afamado dibujante. Leer el siguiente capítulo de Los papeles póstumos del Club Pickwick, la brillante y divertidísima historia de Dickens, se convirtió en una pasión tan grande en Londres que en unos meses provocó el aumento de la tirada del periódico desde los 400 ejemplares a los 400.000. Tras la quinta entrega, Seymour se suicidó. Nunca se había ilustrado de esa forma tan trágica la derrota de un ilustrador. A partir de ese momento, fue Hablot Knight Browne, alias Phiz, quien se encargó de los dibujos y quien permitió que Los papeles… se invirtieran y pasara Dickens a escribir el texto y, a partir de lo que dictaba la trama del narrador, se hacía la ilustración.

Ilustración de Carme Solé Vendrell en La cruzada de los niños, de Bertolt Brecht.-Hace unos años, Jordi Llovet cedió por unas semanas los grabados de su ejemplar de 1837 de la edición original de Los papeles póstumos del Club Pickwick para que Mondadori, en su colección de Grandes Clásicos, traducción de José María Valverde (2004), remedara aquella primera edición en la que la unión entre Dickens y Phiz configuró uno de los libros ilustrados más extraordinarios de la literatura inglesa y también de la universal de todos los tiempos.

Esa edición original de Los papeles… es uno de los faros que todavía hoy guían el espíritu de los esforzados impresores y empresarios de vocación literaria que tratan de hacer brillantes libros ilustrados, concentrándose, últimamente más que nunca, en la edición de clásicos de la literatura, lo que de algún modo facilita la lectura de algunos libros que absurdamente imponen respeto cuando en realidad los clásicos son los libros más contemporáneos que existen, quiero decir que son una fiesta de lo moderno, como se ve perfectamente en algunos de los libros que he seleccionado para estas páginas.

Un día tendremos que ocuparnos del divertido tema de los escritores que dibujan. Como es sabido, con el romanticismo, en Francia, los escritores empezaron a dibujar. La pluma corría por la hoja, se detenía, vacilaba, distraída o nerviosamente… A comienzos del XIX, comenzaron a aparecer escritores como Victor Hugo que demostraron ser, encima de grandes narradores, buenos pintores. Pero es que Victor Hugo era excesivo en todo y de hecho fue la excepción en la malévola regla que dice que los malos escritores dibujan bien, y viceversa.

Me acuerdo ahora de los casos de Stendhal o de Balzac, que lo intentaron, pero se vio que eran dibujantes ridículos, infantiles, patéticos. El caso más interesante, que quedó al descubierto ante la nueva moda, fue el de los escritores que sabían dibujar demasiado bien (Mérimée, Alfred de Vigny, Théophile Gautier, los Goncourt, siempre los Goncourt) y que precisamente a causa de esto escribían rematadamente mal.

De esa época llama la atención especialmente Alfred de Musset, precursor de los cómics; componía para diversión suya y de amigos y familiares, historietas con conocidos personajes caricaturizados… Pero para terminar volvamos ya a los inefables hermanos Goncourt, los reyes del dibujo. De ellos son estas sabias palabras: «¡Dichoso oficio el del pintor comparado con el del hombre de letras! A la actividad feliz de la mano y del ojo en el primero, corresponde el suplicio del cerebro en el segundo. Y el trabajo que para uno es un goce para el otro es un completo sufrimiento…».

Ni qué decir tiene que los Goncourt sufrieron toda la vida y todavía hoy su cerebro padece en la eternidad.

Enrique Vila-Matas: Libros en pintura, EL PAÍS, 4 de junio de 2011
Paisaje, Arte y Literatura.

Paisaje, Arte y Literatura.

Comenzamos este segundo trimestre anunciando una nueva actividad sobre el paisaje. Se trata del curso “Paisaje, Arte y Literatura” del que cuelgo el díptico que hemos realizado para el mismo. La actividad pretende analizar las relaciones existentes entre estos tres conceptos y examinar sus posibilidades didácticas. Indudablemente, los intercambios de ideas, pero sobre todo de […]

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