El desorbitado precio de construir El Escorial, «la octava maravilla del mundo»
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Pintura de la época de la construcción del Monasterio de El Escorial, desde su fachada principal |
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Pintura de la época de la construcción del Monasterio de El Escorial, desde su fachada principal |
Ésta es la historia de esas cuatro columnas que, esculpidas hace casi dos mil años, siguen cumpliendo su cometido en la plaza de Sant Jaume. Las investigaciones llevadas a cabo durante años por el Institut Català d’Arqueologia Clàssica (ICAC) han permitido reconstruir este largo viaje en el espacio y en el tiempo. «Este es un buen ejemplo de cómo, antiguamente, la reutilización de materiales arquitectónicos era la cosa más habitual del mundo y a nadie se le ocurría mandarse construir una columna si por allí cerca ya las había antiguas y en buen estado», razona Jordi López, investigador del ICAC.
Las columnas de granito de la región de Troya (la Tróade), en la actual Turquía, fueron, durante siglos, algunas de las manufacturas arquitectónicas más conocidas del Mediterráneo. «Se consideraba este granito un material perdurable y de mucha calidad, y no hay que perder de vista que los patricios romanos que aspiraban a un cierto estatus social siempre intentaban utilizar materiales que les sirvieran para poner de relieve su poder», reflexiona Isabel Rodà, directora del ICAC. Como sucede hoy en día, no todos los materiales tenían la misma consideración. No era lo mismo un cotizadísimo porfirio rojo egipcio que cualquier otro mármol. Según qué materiales –y el granito de la Tróade es uno de ellos– eran, pues, una verdadera exhibición de poderío social y económico.
De ahí que los 45 fustes de granito de la Tróade documentados hasta la fecha en Tarragona –todos ellos, además, de dimensiones similares– lleven a suponer a los investigadores que fueron importados para un mismo conjunto arquitectónico de una gran magnitud y relevancia institucional. No todos tenían la capacidad económica de costear el transporte, vía marítima, de una cantidad tan elevada de columnas de grandes dimensiones, que ya llegaban completamente terminadas (prefabricadas, que diríamos hoy).
La principal hipótesis de los investigadores del ICAC, a falta de pruebas concluyentes, es que todo este conjunto de columnas viajeras debió de llegar a Tarraco con motivo de la estancia del emperador Adriano en la ciudad, que tuvo lugar durante el invierno del 122-123 d.C.
El destino de los fustes habría sido el foro provincial y, más concretamente, el templo dedicado al emperador Augusto, restaurado en aquella época. Coronaban las columnas capiteles de mármol del Proconeso, en la actual Turquía.
Sea como fuere, Roma se vino abajo y con el paso del tiempo las columnas imperiales eran un material demasiado valioso como para ser desaprovechado. «Sabemos gracias a algunas noticias antiguas que algunas de ellas fueron utilizadas en la construcción de una iglesia, hoy desaparecida, en la zona de Sant Pere Sescelades, unos kilómetros al norte de Tarragona», cuenta Isabel Rodà.
Fue en el siglo XVI cuando las columnas troyanas de esta primigenia iglesia empezaron a ser reutilizadas y así fue como, en el año 1598, cuatro de ellas fueron trasladadas hasta Barcelona para presidir la fachada del palacio de la Generalitat.
«Es evidente que detrás del traslado a Barcelona se encuentra Pere Blai, que es el arquitecto a quien se encarga el diseño y las obras de la fachada del palacio que da a la plaza de Sant Jaume», asegura Jordi López. Hasta aquella fecha, pese a haber nacido en Barcelona, Pere Blai, considerado el mayor exponente de la arquitectura renacentista en Catalunya, había desarrollado la mayor parte de su carrera en las comarcas de Tarragona. Blai conocía bien la ciudad de Tarragona y la antigua iglesia de Sant Pere Sescelades, de donde, en 1582, ya había sacado dos de sus columnas romanas para colocarlas –y ahí siguen– en la puerta de acceso a la capilla del Santíssim de la catedral de Tarragona.
Así pues, unos años más tarde, lo único que hizo el insigne arquitecto renacentista fue repetir la operación, pero con cuatro de los fustes llegados desde Troya, en lugar de dos, y en esta ocasión, con Barcelona como destino. El traslado de los cuatro fustes gigantescos se hizo por mar tras recibir la correspondiente autorización del Consejo Municipal de Tarragona.
Según el relato del historiador local José Sánchez Real (en su libro Obra menor III): «El día 9 de diciembre de 1598 recibieron los cónsules de Tarragona una carta de los diputados en la que se les decía que necesitando cuatro columnas para la portalada y teniendo noticia de la existencia de algunas en Tarragona, pedían que se las cedieran». Según este mismo historiador, las autoridades municipales de Tarragona accedieron a la petición que les llegaba desde Barcelona, siempre y cuando no se tocara ninguna de las columnas que tuvieran alguna utilidad en las construcciones de la antigua iglesia de Sant Pere Sescelades que todavía se mantenían en pie.
«Pere Blai necesitaba columnas bien conservadas y nobles, que le fueran bien para una obra solemne como la que se le había encomendado, y las encontró en Tarragona, algo que además resultaba mucho más barato que construirlas de nuevo», reflexiona la directora del ICAC. Y ahí siguen, en una plaza de Sant Jaume que poco se parece, eso sí, a la de la época, que era mucho más pequeña.
En la Tarragona de hoy en día, columnas troyanas hermanas de las cuatro del palacio de la Generalitat pueden observarse en el Passeig Arqueològic y hasta en algún parterre, como elemento decorativo. Es el caso de los cuatro fragmentos de granito que decoran una gran rotonda frente al hotel Imperial Tarraco y con vistas al Mediterráneo y al anfiteatro. Testimonios todos ellos, ya sea de relleno en una rotonda o en palacios ilustres, de una historia que arrancó hace casi dos mil años en una cantera de la Tróade, cuando los romanos dominaban todo un imperio.
Toni Orensanz: Las cuatro columnas del Palau de la Generalitat, 1.900 años de historia, La Vanguardia, 30 de enero de 2012
Sevilla está llena de monstruos, mejorando lo presente. La Catedral, por ejemplo, con sus gárgolas y sus demonios, sus bichejos de fantasía. Era muy propio salpicar de criaturitas absolutamente impresentables (en lo físico y en lo moral, por no hablar de los modales en la mesa) los templos medievales, para acongojar al feligrés y advertirle de la clase de estopa que lo esperaba si se descantillaba un pelo. Pero, ¿por qué llenar también de motivos aterradores los edificios civiles? ¿Acaso le aguarda algo similar a quien no pague el sello del coche?, podrá preguntarse cualquiera que se dé un garbeo por delante de la fachada plateresca del Ayuntamiento de Sevilla. Una joya de mediados del siglo XVI que ahora mismo debería de estar restaurándose por espacio de dos años (en verano dijeron que empezarían, y ya corre agosto que se las pela) y que de momento sigue como estaba. Quizá sea mejor no quejarse mucho del retraso, porque la cosa dicen que sale por unos 250.000 euros, sino centrarse en la contemplación de sus seres imposibles.
¿Qué hacen, por ejemplo, unas calaveras humanas en un consistorio? ¿Tienen algo que ver con la supresión del Plan Centro? Pues no, para su sorpresa. Es que eso es el Plateresco. De momento, los amantes de lo misterioso van a tener un día de campo. Quédense con un nombre: Diego de Riaño, el que esbozó el edificio. Un tipo singular con toda una historia a sus espaldas y un mar de dudas alrededor de su persona: ¿fue un soberbio arquitecto, tanto como para merecer una calle y el prestigio de firmar ciertas capillas de la Catedral, o apenas pasó de avezado cantero (probabilidad más cercana al parecer del arquitecto y profesor sevillano Ricardo Sierra) y no es obra suya todo lo que se dice? Menudo personaje. Tuvo que huir de Sevilla escopetado cuando descalabró de un mazazo a su colega Pedro de Rozas, y no pudo volver hasta ser perdonado por el hermano del muerto. Pero volvió, y acabó siendo (lo de acabó siendo es literal: murió mientras cumplía con su encargo) director de las obras de este palacio.
Ángeles y dragones, monstruos y calaveras, hombres aterrorizados, atrezzo funerario de civilizaciones antiguas y un bestiario moralizante mezclado con otros adornos más… cortesanos, por así decirlo, se asoman a la Plaza de San Francisco desde esos frisos y esas volutas renacentistas. Alfredo J. Morales, doctor en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla, justifica esta imaginería en la vecindad existente entre el nuevo edificio y el Convento de San Francisco, que estaban pegados (de hecho, el Arquillo era el acceso al compás del convento); ello «explica la presencia de motivos religiosos en la ornamentación de un edificio civil».
No se sabe quién eligió esas esculturas y no otras, pero sí se conjetura que con ello también se quiso ensalzar el origen mítico de la ciudad, como señala Morales, así como la grandeza de sus héroes y el esplendor del presente.
Un constructor homicida, una época de tránsito entre los rescoldos de la Edad Media y los incipientes fulgores del Renacimiento, un entallador desconocido, un convento al lado y una disimulada galería de horrores que contempla al paseante. Ya tiene los mimbres para imaginarse su propia novela la próxima vez que pase por allí.