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Henri Rousseau, el inocente

Henri Rousseau, el inocente

Portrait de femme (1895), de Henri Rousseau (Laval, 1844-París, 1910), se exhibe en en el Museo Guggenheim BilbaoTal vez Henri Rousseau era una de esas personas inocentes y sabias de las que se ríen los demasiado listos. Los demasiado listos se creen excepcionales, pero en realidad abundan tanto que son un aburrimiento. El excepcional de verdad es el sabio inocente, el original que no sabe que lo es, el que aparece y no se sabe de dónde ha podido salir, de qué manantial ha brotado su talento. He tenido la suerte de encontrarme en mi vida con algunos sabios, y en todos ellos he podido advertir un grado de inocencia, no incompatible con la astucia, incluso con la socarronería, pero sí con el cinismo. Sabios cínicos o sabios enterados no he conocido a ninguno. Y cuando digo sabios no quiero decir eruditos, aunque algunos lo son o lo eran, sino gente que hace extraordinariamente algo, un arte o un oficio, que domina un campo del saber. Sabio era Tete Montoliu, que posaba las dos manos sobre el teclado del piano y se quedaba quieto y erguido y antes de emitir una sola nota ya había creado con su serena inmovilidad el silencio necesario para que irrumpiera en él la música; sabios eran los hortelanos junto a los que trabajé de niño, que trazaban sobre la tierra recién arada las líneas exactas y paralelas de los surcos sin más ayuda que una caña y un cordel; sabia la cantaora Carmen Linares, que tiene en el trato la cordialidad llana de un ama de casa de Jaén y cuando rompe a cantar aprieta los párpados y entra en un trance como de desgarro o ritual primitivo; sabio es mi amigo el doctor Emilio Bouza, que cruza el mundo volando en clase turista para asistir a congresos internacionales en los que es una eminencia y cuando vuelve recibe a cada uno de sus pacientes con un afecto de pariente cercano y un poco distraído en su despacho mínimo de un hospital público. Vi trabajar de cerca al fotógrafo Jordi Socías y me bastaron unos minutos para darme cuenta de lo sabio que era, con solo ver el equipo que traía, un maletín pequeño con dos cámaras, y las pocas fotos que tomaba, después de mirar mucho, casi nunca a través del visor. Se me quedó mirando, tranquilo pero con un punto de contrariedad, cuyo motivo era un pliegue de jersey o un puño de camisa que por algún motivo no le gustaba. Me lo corrigió con un gesto rápido y preciso y se quedó más contento. «La fotografía es una cuestión de milímetros».

Entre los recovecos y los lujosos aspavientos del Guggenheim de Bilbao hay unas cuantas salas dedicadas a la sabiduría extravagante de Henri Rousseau, que era en gran medida el resultado de su ignorancia, o más exactamente de un desconocimiento de los saberes formales de la pintura combinado con una capacidad de observar tan poderosa como su inclinación a lo fantástico. De un modo u otro, los pintores modernos, empezando por los impresionistas, vivieron guiados por el empeño de des-aprender. Pesaba tanto las tradiciones de la representación visual heredadas del Renacimiento y fosilizadas en los códigos y las enseñanzas académicas que para mirar de nuevo la realidad con los ojos abiertos hacía falta desprenderse de todas las reglas, esforzarse en lo posible no por saber más sino por borrar lo sabido; pintar un par de zapatos o la colcha roja de una cama o un atardecer púrpura en la orilla del Támesis o un cuerpo desnudo queriendo verlos como si nadie hubiera pintado antes nunca. El pintor tenía que ser un apóstata o un fugitivo, real o imaginario: abjurar de la tradición europea para aprender de los grabados japoneses o de las máscaras africanas; huir literalmente en busca de un edén de las sensaciones verdaderas que podía estar en Provenza o en los mares del Sur.

Henri Rousseau no tuvo que desprenderse del peso que agobiaba a otros, por la simple razón de que nunca lo había sufrido. Era un primitivo de cuello duro y bigote engomado, un hijo de calderero que no pudo costearse el lujo de estudiar. La mirada limpia que los otros ponían tanto esfuerzo en imitar la poseía él con la perfecta naturalidad de quien no sabe nada y por lo tanto no tiene nada de lo que desprenderse. Para llegar al corazón de la selva no hacía falta extenuarse en viajes a África o a las islas de Oceanía sino pasear tranquilamente un domingo por los invernaderos del Jardín Botánico o junto a las jaulas de tristes animales cautivos del zoo de París. Los poetas malditos habían celebrado el trastorno de la absenta y del opio, el desarreglo sistemático de todos los sentidos para alcanzar una inspiración visionaria pagando el precio del escándalo social y la locura: Henri Rousseau era un modesto funcionario ejemplar y un padre de familia enamorado de su esposa legítima, y sin embargo sus visiones de bosques crepusculares y paisajes de sueños habitados por monstruos apacibles y plantas fantásticas revelan una imaginación mucho más desatada que la de cualquier surrealista. Con su bigote y su perilla, con su blusón y su paleta de pintor de domingo, de caricatura esforzada y algo ridícula de pintor, Henri Rousseau, tan impermeable al escarnio de los entendidos como al desaliento de una vocación sin porvenir, fue inventando en las últimas décadas del siglo XIX una forma de mirar que anticipaba la de algunas vanguardias del XX, y no porque quisiera romper con el arte oficial, sino porque carecía de la formación y de los medios necesarios para imitarlo. Premiosamente pintaba una por una las hojas y las ramas de un árbol y luego los árboles de un bosque y el cielo azul o rosado del fondo y la luna llena: y no sabía que estaba pareciéndose a Friedrich, un pintor del pasado de quien seguramente no había oído hablar, y anticipando a Paul Klee, a Max Ernst, a René Magritte, pintores del porvenir que aprenderían de él cuando ya estuviera muerto.

Como vemos a Rousseau después que a ellos, a través de ellos, no sabemos calibrar la fuerza de su originalidad. Nos sucede algo parecido con Moby-Dick o con Bartleby, invenciones de otro funcionario de Aduanas que nos parecen tan de nuestro tiempo que nos resulta imposible darnos cuenta de lo extrañas que eran en el tiempo en el que se escribieron, lo ininteligibles que resultarían para sus contemporáneos. Herman Melville murió en la oscuridad amarga del fracaso. En 1908, dos años antes de la muerte de Rousseau, Picasso descubrió un cuadro suyo en una chamarilería y lo compró medio en broma por unos pocos francos. Ese cuadro, el retrato misterioso y monumental de una dama que se apoya como en un bastón en un arbolillo invertido, delante de un balcón y de un paisaje imposible de rocas picudas como de piedra pómez, puede verse ahora en el Guggenheim de Bilbao. En cada maceta del balcón las hojas y las flores están pintadas con una minuciosidad de tratado de botánica. Cada pincelada del cielo en el que vuela un solo pájaro revela una sabiduría hecha de asombro y de paciencia. El arte es una cuestión de milímetros.

Henri Rousseau. Museo Guggenheim Bilbao. Hasta el 12 de septiembre. www.guggenheim-bilbao.es.

Antonio Muñoz Molina: Henri Rousseau, el inocente, EL PAÍS / Babelia, 19 de junio de 2010
Henri Rousseau llega al Guggenheim (de Bilbao) un siglo después

Henri Rousseau llega al Guggenheim (de Bilbao) un siglo después

Coincidiendo con el centenario de la muerte de Henri Rousseau (1844-1910), el Museo Guggenheim Bilbao, en colaboración con la Fundación Beyeler de Basilea (Suiza), inaugura hoy una exposición dedicada a este extraordinario pintor francés pionero del modernismo. La obra de Rousseau se caracteriza por una aparente representación realista, casi infantil o naif, de las formas que despertó simpatías entre la vanguardia artística de la época, asentada por entonces en París.
Aproximadamente treinta obras maestras recorren la gran variedad de su carrera artística y subrayan la relevancia de Rousseau como uno de los principales precursores del arte moderno, cuya influencia va más allá de la temprana consideración del artista como «encantador, aunque algo extraño y naif».

Más allá de la jungla

Además de sus conocidas pinturas de la jungla, características de su obra más tardía, Rousseau también pintó vistas de París y sus alrededores, retratos, alegorías y escenas costumbristas en un estilo innovador, que puede considerarse un «collage pintado». Estas yuxtaposiciones visuales –la civilización y la naturaleza, las distribuciones cuasi-simétricas y hieráticas de las figuras y los elementos, y la combinación de espacios vacíos y otros densamente poblados– muestran el sólido y magnífico repertorio de Rousseau.

Destaca su gusto por los temas exóticos o los viajes que, curiosamente, nunca realizó, por los paisajes o la exuberante vegetación, y por el retrato de personajes oriundos de lejanas colonias o los temas costumbristas de la sociedad francesa. Los avances tecnológicos de finales de siglo XIX, como el transporte aéreo (avionetas o zeppelines) o la iluminación eléctrica de calles y casas, también aparecen reflejados en los pequeños detalles de sus obras.

La muestra incluye gran parte de sus obras más destacadas que proporcionan una descripción sucinta de la evolución y la diversidad de la carrera del popularmente llamado Rousseau “el Aduanero”, un artista que realmente nunca tuvo una formación artística ni formal, sino que se dedicó a pintar, casi por inspiración, en sus ratos libres. De hecho, tuvieron que pasar muchos años para que su arte –en absoluto académico e incluso considerado durante mucho tiempo como ingenuo– fuera reconocido en los salones de París.

Abriendo caminos

Después de que los grandes impresionistas y sus herederos directos desarrollaran una nueva visión del mundo visual, Rousseau aprovechó esas fuentes más allá de la tradición académica, sirviendo de claro ejemplo a los futuros artistas modernos todavía por venir. Nunca asistió a una escuela de arte, pero con su estilo “supuestamente inocente” logró tratar géneros tan sutiles y difíciles como el imaginario, el paisaje de ensueño o esa definitiva culminación inesperada en sus pinturas de la selva.

La exposición ilustrará cómo Rousseau juntó, casi sin ser consciente, aspectos muy diversos de la civilización y la naturaleza que, sin embargo, logró adaptar a su personal concepción visual. No sólo motivos individuales, como hojas y árboles, sino también figuras y todo un completo esquema compositivo fueron transferidos de una imagen a otra.

Del fondo al primer plano

Rousseau define el espacio pictórico escalonando elementos pictóricos del fondo al primer plano, un método que más tarde sería adoptado por los cubistas. Esta estructura pictórica de aditivos, en forma de collage pintado, prevé la autonomía del plano del cuadro que se convertiría en tan característico de la modernidad, fascinando a jóvenes artistas como Pablo Picasso, Fernand Léger, Max Ernst o Magritte.

Con el fin de mostrar estos aspectos tan peculiares de la obra de Rousseau, la exposición cuenta con dos formas de presentación. Por una parte, muestra la temática del artista, sobre la base de grupos de trabajos distribuidos en salas de exposición diferentes: una sala dedicada sólo a documentación introduce otras dedicadas a los retratos y los paisajes de pequeño formato francés, para finalmente acceder a la gran sala, que se dedica básicamente a las imágenes de la selva.

Recorrido por la muestra

Al comienzo de su carrera, la mayoría de pinturas de Rousseau eran de pequeño formato. En ellas se representaban los suburbios de ciudades francesas así como el entorno rural cercano. En los pequeños paisajes, lo salvaje se muestra en forma de densos bosques en el fondo de las pinturas que el artista separa en su mundo visual a través de una cerca o tras el muro de una fortificación, como en el caso de la pintura Casa en las afueras de París (ca. 1905). Gradualmente se alejó de esa civilización, organizada de manera racional, para aproximarse a una representación salvaje y desorganizada de la naturaleza. Esa travesía de lo perfectamente ordenado y familiar a lo desconocido y ajeno definiría su obra posterior, como puede apreciarse en la obra Paisaje (1905-10).

En sus célebres ”pinturas de selva”, el artista logró por fin dejar atrás la esfera de lo familiar y entrar en el imaginario mundo de lo salvaje. Utilizando ahora formatos mayores, Rousseau logró conferir a esos bosques imaginados, que nunca llegó a visitar, una realidad visual convincente.

La exposición en Bilbao acoge un conjunto significativo de sus más conocidas “pinturas de selva”. De especial mención es la monumental El león hambriento se abalanza sobre el antílope (1895/1905), la primera obra que expuso Rousseau en el Salon d’Automne de París en 1905. En marzo de 1906, el marchante de arte y coleccionista Ambroise Vollard adquirió esta sensacional pintura que exhibe el talento de Rousseau para crear un nuevo mundo imaginario compuesto por diferentes figuras situadas en una especie de escenario a modo de decorado, siendo así la primera obra del artista en entrar a formar parte del mercado del arte.

La muestra también ilustra el bien documentado interés de Rousseau por la fotografía como fuente para la realización de sus obras. Está demostrado que algunas de sus composiciones, como El carro del tío Junier (1908), están basadas directamente en este medio. En el proceso de transferir lo fotografiado al lienzo creó un mundo completamente nuevo, ya que ordenó los elementos por capas intentando copiar lo que le mostraba su cámara imaginaria.

A pesar de depender completamente del realismo fotográfico, tenía siempre como objetivo guardar una distancia entre lo representado y el mundo real, que se percibe especialmente en La boda (1904-05), una pintura de gran formato donde la distorsión de la escala y las proporciones respecto al original son inmediatamente evidentes. De hecho, la simultaneidad en sus cuadros de los protagonistas y sus sueños, su planicidad y ausencia de perspectiva, y su particular manera de iluminar el plano pictórico con soles brillantes y figuras que no generan sombra, confieren a sus imágenes una cualidad surrealista.

Bilbao. Henri Rousseau. Museo Guggenheim. Del 25 de mayo al 12 de septiembre de 2010. Comisarios: Philippe Büttner, conservador de la Fondation Beyeler, y Susan Davidson, conservadora senior de Colecciones y Exposiciones del Solomon R. Guggenheim Museum de Nueva York

Henri Rousseau llega al Guggenheim un siglo después, hoyesarte.com, 24 de Mayo de 2010

La mano inocente de Henri Rousseau

La mano inocente de Henri Rousseau

El Museo acoge la primera muestra monográfica dedicada a Rousseau.Humberto Bilbao A Pablo Picasso (1881-1973) le gustaba tanto la pintura de Henri Rousseau (1844-1910) que cuando, hace ya un siglo, compró una de sus obras, Retrato de una mujer, por cinco francos franceses, decidió organizar un banquete para celebrarlo en honor al artista francés, uno de sus principales referentes por aquel entonces. Cien años después de la muerte de Rousseau, el Museo Guggenheim de Bilbao abre sus puertas, hasta el 12 de septiembre, a una muestra monográfica en profundidad sobre la obra de este singular artista francés, hecho a sí mismo al margen de las corrientes académicas de la época y, finalmente, reconocido como precursor de la Modernidad. La exposición de su obra recorre desde sus inicios autodidactas en el anonimato hasta su reconocimiento por la exigente crítica de París de la época.

Este pintor francés ni siquiera parecía estar llamado a serlo. Nació en la pequeña población de Laval, en el seno de una familia cuyo único sustento era el trabajo como hojalatero de su padre, y no comenzó a pintar hasta cumplir los 40 años, gracias a los tiempos muertos de su trabajo como oficial de aduanas. En palabras de Susan Davidson, conservadora senior de las colecciones y exposiciones del Solomon R. Guggenheim Museum de Nueva York, ese inicio tardío en la pintura provocó que durante mucho tiempo la obra de Rousseau fuera considerada por los críticos como «naíf». «Rousseau pintaba de forma infantil. Combinaba esa ingenuidad con una excelente técnica para pintar», explica Davidson.

En cualquier caso, su inquietud con el manejo del pincel le cambió la vida. Totalmente autodidacta, se inspiraba en recursos antiacadémicos como postales, fotografías, revistas populares e, incluso, libros de botánica, para lograr otra realidad en sus lienzos. En la muestra se aprecia cómo con todo ello Rousseau redefinió el espacio pictórico, ordenando los elementos desde el fondo hasta el primer plano, el método de trabajo que adoptarían los cubistas. Esta técnica, en forma de collage, cautivó a artistas jóvenes como Pablo Picasso.

Las obras de Henri Rousseau que se exhiben en el Museo Guggenheim de Bilbao provienen de los préstamos de una veintena de museos y colecciones de Europa y Estados Unidos. En el recorrido destacan Una noche de carnaval (1886), La boda (1904-05), A orillas del Oise (1905), Los alegres comediantes (1906), Los jugadores de fútbol (1908) y Retrato del Señor X (1910). El Guggenheim expone la muy conocida El león hambriento se abalanza sobre el antílope. Fue la primera obra que Rousseau logró exponer en el Salon d’Automne de París, en 1905, y también la primera que introdujo en el mercado del arte. Lo curioso es que este artista tardío no llegó a estar en una selva para poder pintarla. «Digamos», interpretó Susan Davidson, «que Rousseau siempre estaba inventando cosas, bastante parecido a un niño». También se reserva un espacio a su interés en la fotografía y su peculiar estilo para transferir lo fotografiado a un lienzo. De esta nueva técnica resulta la obra titulada El carro del tío Junier. La imagen se resume en un plano, con una iluminación homogénea, sin sombras. Es su aportación surrealista. A pesar de su reconocimiento, Rousseau seguía malviviendo de su pintura, que vendía a los tenderos del barrio parisino donde vivía. Cuando no vendía, tomaba su violín y recorría las calles para sacar algo de dinero.

Guillermo Malaina, Bilbao: La mano inocente de Henri Rousseau, Público, 25 de mayo de 2010

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