LA CÓLERA DE ANÍBAL – Arturo Gonzalo Aizpiri

En los comentarios de una reseña reciente aquí mismo, en la Papri, conversábamos hace unos días respecto a un cierto hartazgo respecto a la figura de Aníbal. La “culpa” se la llevó la novela histórica que desde hace un tiempo usa (y abusa del) personaje hasta el punto de que no hay año que no aparezca una novela (o varias) ubicadas en el período del Bárcida, protagonizadas por él mismo o por personajes (iberos, últimamente) relacionados con él y su ejército; no olvidemos que un núcleo importante de su “plurinacional” ejército lo formaban los soldados de diversos pueblos iberos, que lo acompañarían en sus quince años de periplo por Italia. Sea como fuere, no es descabellado señalar que esa “jartura” por Aníbal como personaje sobre el que siempre se vuelve proviene de la novela histórica, género que no deja de (valga la redundancia) generar miles y miles de páginas sobre un período tan interesante como el de las guerras púnicas, en particular la segunda (218-201 a.C.), sobre la que pivotan muchísimas de esas novelas… y no pocos ensayos y monografías históricas (de lo académico a lo divulgativo y finalmente cayendo en lo divulgarizador), que son los que personalmente mantienen aún vivo mi fuego particular por este período tan interesante. 

Y cómo no hacerlo. Ya mencionamos en el reciente IX Encuentro hislibreño en Madrid, y en el que tuvimos la ocasión de presentar esta novela junto a la de Fernando Lillo Redonet, Los jinetes del mar. El secreto de Cartago (Ediciones Evohé, 2018), que la época en que transcurre La cólera de Aníbal de Arturo Gonzalo Aizpiri, el “período de entreguerras” –es decir, la generación entre el final de la Primera Guerra Púnica en 241 a.C. y el estallido de la Segunda, en 218 a.C.– resulta uno de esos “momentos axiales” que marcan la historia de la antigüedad, sobre todo los años de esa segunda contienda romano-púnica y en los que el mundo mediterráneo estuvo en guerra, tanto en la banda occidental como en la oriental, y como Polibio relatara en sus magistrales aunque incompletas Historias. La pugna entre Roma y Cartago por el predominio en el Mediterráneo central y occidental, como sabemos, se zanjó con la victoria incontestable de la primera sobre la segunda, forzada por una “paz cartaginesa” de la que, no obstante, los púnicos consiguieron sobrevivir (con el sufetato de Aníbal en 196 a.C. como una de las bases de la recuperación púnica). Una lucha secular cuyo primer combate finalizó en el año 241 a.C. (un ensayo de la “paz cartaginesa” que se aplicaría en 201), dejando a Cartago derrotada, pero no postrada, y aún con su “protoimperio” en la península Ibérica, que Amílcar Barca, su yerno Asdrúbal “el Bello” y su hijo Aníbal engrandecerían entre los años 237 y 219 a.C. Un imperio en el patio trasero cartaginés, Iberia/Ispania, que los bárcidas utilizarían como base personal para constituirse como un factor determinante en la política cartaginesa y en determinantes en el camino hacia la reanudación de la guerra contra Roma.

El heredero de Tartessos (Alberto Santos Editor, 2009; primera edición en Ediciones Evohé en 2012; segunda edición en 2018) y El cáliz de Melqart (Ediciones Evohé, 2014) fueron los dos primeros episodios, como bien sabéis, de la Trilogía de Aníbal que Arturo finalmente ha concluido con esta tercera entrega. Dos novelas que centraron su universo argumental en la Iberia de ese “período de entreguerras”, en esos pueblos iberos prerromanos –aunque quizá deberíamos decir “precartagineses”–, y que combinaron a los ambiciosos bárcidas con personajes “locales” como los, ya familiares, Gerión, Orissón, Argantio y Anglea, entre otros. La primera entrega se centró en el asedio bárcida a Hélike, que concluyera con la victoria ibera y una batalla en la que falleció Amílcar. La segunda, en 221 a.C., con Asdrúbal como forjador de un proyecto alternativo al de Amílcar que le permitirían, además, elevarse sobre los intereses de unos y otros y asumir un rol cuasi monárquico de estilo helenístico en la diversa Iberia/Ispania de ese momento. Los lectores de la novela sabéis bien cómo acaba, quedando todo en el aire y en manos del sucesor en el mando púnico: el joven, furioso y en cierto modo enigmático Aníbal.

Con La cólera de Aníbal entramos en la fase final de un proyecto que nos ha llevado a conocer a ese Aníbal anterior al de la leyenda: el genio militar que causara el terror en suelo itálico en una fulgurante campaña inicial (218-216 a.C.) que a punto estuvo de rodillas a Roma (obviamente, esta es una hipérbole, pues Aníbal fracasó en lo fundamental: quebrar la alianza de los romanos con sus aliados –a la fuerza– itálicos). Nos apartamos, como ya hicimos en las anteriores dos novelas, del Aníbal más conocido, aquel que ha provocado el hartazgo que comentábamos al inicio de esta reseña en la novela histórica reciente. Sin duda, no se trata del personaje que Arturo ha construido en su trilogía, sino de uno enteramente “nuevo” y diferente, y desde luego muy interesante: se trata de algo tan esencial como la forja del líder. Si ya las anteriores novelas despertaron su interés por la frescura y espontaneidad que el autor desplegaba en sus páginas (y, no me cansaré de repetirlo, también hasta el hartazgo, en un género tan sobado como el de la novela histórica), en esta tercera entrega nos deslumbramos (y nos dejamos hacerlo) por el talento que despliega el autor.

Y no es coba la que ponemos de nuestra parte. Pocas novelas recientes (y no tan recientes) consiguen mostrar la fuerza narrativa que presenta ésta en sus primeras cien páginas: puro relato trepidante de una particular campaña a la Blietzkrieg por parte de los púnicos y que deja sin aliento tanto a los personajes iberos como a los propios lectores. Esas primeras páginas muestran músculo y confirman lo mucho que ha evolucionado el autor desde aquella primera novela en cuanto preciso desarrollo de una trama, la descripción de escaramuzas y combates bélicos, y la psicología de unos personajes que son testigos y participantes de un desastre que les afecta de lleno. También un bien trabado juego de tiempos: el del pasado que se evoca por parte de unos personajes que echan la mirada (y la memoria) atrás y reconstruyen lo sucedido, y el de un presente, pasadas décadas desde los magnos acontecimientos de la Segunda Guerra Púnica, que “empieza” con la noticia de la muerte de Aníbal (183 a.C.). El autor utiliza con buen estilo un recurso tan manido como el de “siéntate a mi lado, anciano ibero, y cuéntale a este púnico desmemoriado que pasó hace tantos años y cómo fue tu visión de este Aníbal que acaba de suicidarse, pues trato de conformar un relato lo más completo posible del personaje”. Las versiones contrastadas entre el anciano Argonio y el púnico Bobdal se suceden a modo de interludios en la narración de las campañas de Aníbal en el período inmediatamente posterior al asesinato de Asdrúbal y previas al asedio de Arse/Sagunto, “excusa” del estallido de la Segunda Guerra Púnica.

La “memoria histórica”, pues (y si se me permite la expresión), tiñe un relato que mezcla épica (mucha sangre y mucho fango) con intrigas en la sede del gobierno bárcida, en Cartago Nova, al mismo tiempo que se trasluce la amargura de los pueblos iberos que se ven obligados a emprender un exilio forzoso y a abandonar aquellos que fueran sus hogares. A medio camino entre el escorzo y el esfumado destaca el protagonista in péctore de esta novela: un Aníbal colérico, pero también racional, capaz de aprender de sus errores y de saber que la política es siempre mucho más que el arte de lo (im)posible y que la guerra, como escribiera Tito Livio, se alimenta a sí misma. Un Aníbal que impone y pacta, que se forja como estratega y que también se enamora cuando no esperaba hacerlo. Un Aníbal, pues, muy diferente al que solemos tener idealizado, muy lejos aún de la madurez que otorgan las victorias y, sobre todo, las derrotas finales. Un personaje que Arturo recrea con una notabilísima profundidad, la misma que aplica a los demás personajes de su novela, algunos con más matices y aristas que otros (desde luego).

La batalla final en el Tajo –en un paraje aún por encontrar– y la emotiva despedida de unos personajes que nos han acompañado a lo largo de la Trilogía jalonan una novela que denota (una mayor) madurez y que confirma, claramente, a su autor como uno de los mejores escritores del género en castellano actualmente (y no, no es coba) y de quien esperamos más novelas en el futuro. Quizá el lector pueda sentirse un tanto perdido en algún momento de la novela ante la sucesión de nombres propios y de topónimos: no sufra, el mapa que acompaña el libro le facilitará mucho las cosas, así como las precisas (y, estas sí, necesarias) aclaraciones en notas a pie de página. Lo que no podrá evitar es dejarse llevar por una prosa que le atrapará desde prácticamente la primera página, con brío y viveza. Y eso, amigos míos, no se hace sino evolucionando como escritor, algo que Arturo Gonzalo Aizpiri ha logrado con este magnífico broche a su particular trilogía.

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