UN DÍA EN POMPEYA – Fernando Lillo Redonet

Son muchos los libros sobre Pompeya y en esta casa hemos reseñado algunos: desde los ensayos de Mary Beard, Pompeya. Historia y leyenda de una ciudad romana (Crítica, 2009, reed. 2013), y Mirella Romero Recio, Pompeya: Vida, muerte y resurrección de la ciudad sepultada por el Vesubio (La esfera de los libros, 2010), hasta novelas históricas tan celebérrimas como Pompeya de Robert Harris (Grijalbo y DeBolsillo, diversas ediciones); podríamos echar la vista atrás y recordar la lectura de la novela Los últimos días de Pompeya de Edward Bulwer Lytton (1834), que muchos leímos cuando éramos (muy) jóvenes. Con estos tres (o cuatro) libros, dos buenos (y complementarios entre sí) ensayos y un par de novelas para entretenerse (no lo consiguió conmigo la de Harris, snif), el lector interesado en el tema podría ver colmado su apetito  y, ante la publicación de otro libro más sobre la cuestión, pensar “uf, este me lo ahorro”. A ese lector solamente le diría una cosa: ¡cuánto te equivocarías! Y es que a veces un pensamiento inicial puede hacer que te pierdas un pequeño gran libro; y, lo anticipo, Un día en Pompeya de Fernando Lillo Redonet (Espasa, 2020), cumple de sobra con esa definición.

No es un libro extenso: el texto tiene poco más de doscientas páginas y te las zamparás en una tarde de fin de semana. No te contará a priori (¿o puede que sí?) nada que no hayas leído en otros libros, pero lo que dice lo dice muy bien y, aunando ficción, fuentes clásicas, estudios modernos y evidencias arqueológicas, aprenderás muchas cosas; e incluso si eres lector especializado en el ámbito romano, sabrás algunas cosas que no sabías o quizá tenías olvidadas. Particular y ampliamente  interesante (y hasta revelador) es el capítulo “Realidad y ficción” hacia el final del volumen, en el que Lillo te viene a decir que todo lo que has leído en los capítulos precedentes y te parecía ficción tiene su base histórica o su evidencia arqueológica. Y es que es fácil caer en la idea de que un libro de divulgación no te aportará (en el mejor de los casos) más que una somera panorámica sobre un tema en particular; craso error: la buena divulgación, no esa cosa «divulgarizadora» que a menudo te encuentras en mesas de novedades y estanterías de librerías, y que con mucho brilli brilli que no puede ocultar el mate de un relato pobre y adocenado; la buena divulgación, decía, es aquella que consigue (o parece) hacer fácil lo que es tremendamente difícil de relatar. Pues no es nada fácil hacer divulgación: se requiere casi una vida entera para poder hacer asequible en unos pocos centenares de páginas lo que ocupa toda una biblioteca. Ese capítulo mencionado es una muestra fehaciente de que es posible hacerlo (y sin morir en el intento).

Plano de Pompeya. Fuente: Turitalia

¿De qué va Un día en Pompeya? Pues el título lo dice todo: nos acerca a la ciudad romana de la Campania desde que sale el sol hasta que se pone en una jornada. Un relato que construye «un relato ficticio “basado en hechos reales” situado en un sábado cualquiera de la primavera del 79 d. C., meses antes de la erupción, que nos transportará a una ciudad viva» (p. 11). Un momento… ¿ficción, dices? Sí, ese es el punto de partida del autor: hacerte pasear por la ciudad de la mano de varios personajes de ficción desde primera de la mañana y hasta que la ciudad se acuesta (si es que llega a hacerlo). Pero personajes ficticios que tienen muchas historias «reales» sobre sus espaldas o que «recrean» en sus vidas ficticias muchos aspectos históricos: nos levantaremos e iremos a trabajar con Eufemo, un agricultor que lleva sus productos al mercado; con Cuspio Pansa, un candidato a edil; con Terencio Neón el panadero; con Lucio Cecilio Jucundo el banquero (este sí es un personaje real); con Gayo Julio Heleno (ese nomen denota su condición de liberto) como el profesor de los niños de una familia acomodada; con Estéfano y su lavandería, y con Popidio Natal, adorador de uno de los cultos religiosos foráneos más extendidos por la Italia del siglo I: el culto a Isis.

Grafitis electorales en la Vía de la Abundancia de Pompeya. Fuente: Wikipedia.

Con todos ellos pasaremos las primeras horas del día y luego tomaremos un piscolabis en la caupona de Aselina y sus chicas, o nos distraeremos en las termas, donde deberemos cuidar nuestras propiedades de ladrones como Ladícula (¡qué bien buscado este nombre!). Algunos volverán al trabajo (o a su hogar tras una larga jornada) y otros pasarán la tarde en el anfiteatro para ver luchar a gladiadores como Celado, o en teatro para disfrutar con las pantomimas del actor Actio Aniceto. La noche en Pompeya será joven (o no) si te vas de parranda con unos amigos al local donde te espera la prostituta Fortunata, o quizá lo tuyo sea el juego, como le pasa a Eutiques, todo un obseso por los dados; los habrá que tendrán la suerte de pasar una velada cenando en la Villa de los Misterios. Así terminará el día y probablemente así, con otros personajes quizá, empezará el siguiente.

Para cuando te hayas querido dar cuenta habrás devorado las algo más de ciento cincuenta páginas de este «día», uno cualquiera en una ciudad como Pompeya, que actualmente nos revela (y nos seguirá revelando a medida que se amplíen, si lo hacen, las excavaciones en los distritos por desenterrar) muchísimos datos sobre un municipium tan romano y tan itálico al mismo tiempo. La vida política, a tenor de los eslóganes propagandísticos conservados en forma de grafitis, era tan intensa como en Roma (se elegían dos ediles y dos duoviros, los “cónsules” locales); el tráfico de mercancías era constante en una ciudad que, en vísperas de la erupción del Vesubio (agosto o más probablemente octubre del año 79) se estaba recuperando de los estragos del fuerte terremoto de dos décadas antes; la vida social era intensa y cuesta poco imaginar en sus calles a personajes como los Encolpio, Ascilto, Gitón y Eumolpo del petroniano Satiricón que «pasan la vida» en la zona de la Campania sin hacer gran cosa. Pompeya, en este sentido, es un microcosmos romano que tuvo la desgracia de quedar sepultado por la lava de un volcán… que a su vez ha permitido que tengamos la suerte de tener tantas evidencias arqueológicas sobre su cultura material. Precisamente sobre el último (o los últimos) días de Pompeya dedica Lillo un capítulo en el que, prácticamente hora a hora y de un sitio a otro, conocemos el destino final de una ciudad tan llena de vida… y muerte.

Lavandería (fullonica) de Estéfano. Fuente: Trekearth.com.

Y para cuando hayas terminado el libro, después de ese capítulo sobre lo que hay de real (muchísimo) y de ficción (no tanto y sobre todo muy plausible) en estos personajes, sus vivencias y preocupaciones, te dirás a ti mismo: “vaya, qué bien me lo he pasado y cuánto he aprendido de Pompeya en particular y del mundo romano en general”. Y quizá te asombres, como hice yo, ante el gran trabajo de divulgación (y de la buena) en poco más de doscientas páginas (anexos y bibliografía aparte); y más de una (y de dos) referencias bibliográficas te apuntarás para indagar aún más (hasta el infinito y más allá) sobre un mundo del que, por mucho que leas y por muchos años que le dediques, siempre tiene cosas «nuevas» que contarte. Este libro, sin hipérboles por mi parte, ya es una excelente panorámica sobre el universo pompeyano.

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