Ignacio Escañuela Romana
15 de noviembre de 2024
LA IDEA DEL BIEN.
La moral socrática (platónica) realizaba un análisis elemental de la conducta humana. La acción humana presenta una gran variedad de formas y de fines. “el de la medicina es la salud; el de la construcción naval, el barco; el de la estrategia, la victoria;…” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro 1, 1). Pero esa diversidad puede ser clasificada. Los fines de las diversas actividades resultan estar subordinados unos a los otros (Gourinat, 1973).
Por ello, “Los bienes pueden decirse de dos modos: unos por sí mismos y los otros por éstos» (Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro 1, 6). Es decir, algunas acciones son buenas para alguna otra cosa, mientras otras son bienes en sí mismos. Mantener un ejercicio físico moderado es bueno para la salud. Obrar respetando al otro sería bueno por sí mismo, aunque podría ser planteado como un bien para otros fines más generales. Si fuese posible definir un bien que lo sea absolutamente en sí mismo, ese bien constituiría el fin último de toda posible actividad. Un bien de esa naturaleza sería el bien mismo, lo que Platón denominaba la Idea de Bien o bien en sí mismo (Gourinat, 1973). El platonismo nos proponía la idea de bien como un modelo cuyo conocimiento nos permitiría alcanzar con facilidad los bienes particulares. La ética de Platón, al igual que la socrática, identificaba el bien con el conocimiento, caracterizándose por un marcado intelectualismo.
LA FELICIDAD. ARISTÓTELES.
La crítica a que sometió Aristóteles, y con la que Kant estaba de acuerdo, a la ética fundada en la idea de bien es la siguiente. No hay una definición unívoca del bien (Gourinat, 1973). Algunas cosas son buenas en sí mismas y otras lo son para algo. Hay, pues, al menos, dos posibles definiciones de bien, el bien absoluto y el bien sólo relativo (lo útil). Es posible separar lo bueno en sí de lo útil. Las ciencias definen los bienes particulares, lo útil, sin necesidad de referirse para nada a los bienes en sí mismos últimos. Por ejemplo, no se ve qué utilidad tendría para el zapatero o el albañil conocer el bien en sí mismo. Siendo tan gran número las acciones y las artes y ciencias, muchos serán por consiguiente los fines, como ya se ha mencionado el de la medicina es la salud, el de la construcción naval es el navío, el de la estrategia es la victoria… (Ética a Nicómaco, libro 1, 1).
En el dominio de la acción práctica no hay, así pues, bien en sí mismo, sino sólo bienes diferenciados y particulares, por lo que resulta imposible mostrar si responden a una idea única del bien.
Para Aristóteles, se puede comprender que el bien en sí mismo “nada más que la idea”, en este caso «la especie sería inútil» (Ética a Nicómaco, Libro 1, 6). Luego la idea del bien es una especie vacía, una categoría clasificatoria sin más contenido que ella misma: sin contenido efectivo, sin sentido (Gourinat, 1973). Por lo tanto, no puede ser ni objeto de acción, ni objeto de adquisición. La moral no puede basarse en esa idea sin contenido, un objeto al que no puede llegarse.
En consecuencia, si quiere definirse un bien que pueda ser obtenido a partir de los límites de la acción humana, es preferible referirse a la experiencia común y al acuerdo de los hombres. Todo ellos consideran inequívocamente a la felicidad como fin supremo de toda actividad. La felicidad es universalmente deseada, todos los hombres tratan de ser felices: «la elegimos siempre por ella misma» (Ética a Nicómaco, Libro 1, 7). La felicidad aparece como el bien que, más que cualquier otro, es buscado por sí mismo y respecto del cual todos los otros no son más que medios (“mientras que los honores, el placer, el entendimiento y toda virtud los deseamos ciertamente por sí mismos… pero también los deseamos en vistas de la felicidad, pues creemos que seremos felices por medio de ellos” (Ética a Nicómaco, Libro 1, 7).
Aristóteles sitúa a la felicidad en el lugar que tenía para Platón la idea del bien, fijando con ella el fin supremo de la actividad individual y de la actividad política (Gourinat, 1973). La plenitud del ser humano se halla en el seno de la sociedad, donde el hombre puede ser feliz.
Aristóteles, como Platón, considera que el fin de la sociedad y del Estado es garantizar el bien supremo de los hombres, su vida moral e intelectual; la realización de la vida moral tiene lugar en la sociedad, por lo que el fin de la sociedad, y del Estado por consiguiente, ha de ser garantizarla. De ahí que tanto uno como otro consideren injusto todo Estado que se olvide de este fin supremo y que vele más por sus propios intereses que por los de la sociedad en su conjunto. De ahí también la necesidad de que un Estado sea capaz de establecer leyes justas, es decir, leyes encaminadas a garantizar la consecución de su fin. Las relaciones que se establecen entre los individuos en una sociedad son, pues, relaciones naturales.
DE LA MORAL DE LA FELICIDAD A LA MORAL DEL DEBER.
Existe un problema en el pensamiento aristotélico. Los hombres están de acuerdo en hacer de la búsqueda de la felicidad el contenido de la moralidad, pero es posible que no todos nos pongamos de acuerdo en la interpretación de la felicidad. Cuando intentamos definir felicidad, no nos ponemos de acuerdo. No sólo hay desacuerdo entre un individuo y otro, sino “incluso una misma persona opina cosas distintas si está enfermo, la salud; si es pobre, la riqueza” (Ética a Nicómaco, Libro 1, 4). Los hombres imaginan que podrían ser felices mediante la posesión de los que les falta, llamando felicidad al disfrute del objeto temporal y accidental de su deseo. Todos los hombres desean ser felices, pero no pueden determinar lo que verdaderamente desean y quieren.
Para Kant, la indeterminación del concepto de felicidad resulta de la contradicción entra la idea de felicidad, un estado absoluto válido para el presente y futuro, y el carácter empírico de nuestros conocimientos en relación con los elementos que producen la felicidad. Sólo la experiencia puede dar un contenido concreto a nuestra idea de felicidad. Enseñamos y aprendemos medios para llegar a la felicidad, pero no se puede determinar con precisión en qué medida son verdaderamente capaces de hacernos felices. “nadie es capaz de determinar, por un principio, con plena certeza, qué sea lo que le haría verdaderamente feliz, porque para tal determinación fuera indispensable tener omnisciencia” (Kant, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, Cap. 2, 4:418).
Las limitaciones de nuestra experiencia y de nuestro conocimiento no nos permiten dar un contenido verdaderamente determinado a nuestra idea de felicidad. No hay reglas para ser feliz, no hay preceptos o normas de la razón que nos lleven hacia ella. Sólo es un ideal, para llegar al cual algunos consejos nos pueden ayudar. Del mismo modo que para hacer una casa me son necesarios ladrillos, o para que el coche funciones preciso de gasolina, debo seguir una serie de consejos para ser feliz (dieta sana, amistad, etc.). Los consejos, la determinación de medios que sólo pueden ser fijados de manera aproximativa y contingente, para lograr un objetivo, son “imperativos hipotéticos”.
“Por eso no es posible con respecto a ella un imperativo que mande en sentido estricto realizar lo que nos haga felices, porque la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación, que descansa en meros fundamentos empíricos, de los cuales en vano se esperará que hayan de determinar una acción por la cual se alcance la totalidad de una serie, en realidad infinita, de consecuencias” (Kant, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, Cap. 2, 4:418).
Los medios no son ni buenos ni malos, sino que su razón de ser es el logro de unos objetivos: “los preceptos que sirven al médico para curar radicalmente a su paciente, y al envenenador para matarlo de modo seguro, son de igual valor en la medida en que sirven a cada uno para realizar perfectamente su intención”. Dar una instrucción técnica e impartir una formación moral son dos cosas diferentes: las reglas técnicas prescriben medios con respecto a fines que son moralmente indeterminados.
EL DEBER EN KANT
La ética dependen de la libertad y la racionalidad: una razón que no esté afectada por preferencias o gustos, impulsos o deseos. La ética consiste en que yo mismo trazo racionalmente mi deber u obligación. Si me viene de otro o de otra cosa, entonces no es propia y no forma parte de la ética. Lo importante es el motivo o intención, la razón, y no el contenido. No mentir puede ser por ética: porque debo. O puede no ser ética si lo hago porque me conviene, por ejemplo porque quiero pedirle después a la otra persona algo.
Por lo tanto:
Imperativo categórico: el deber por sí mismo.
Imperativo hipotético: “si quiero tal o cual fin, entonces debo….”.
Sólo el categórico es ética.
Tres formulaciones o criterios del imperativo categórico:
Primera, haz de tu conducta un modelo de comportamiento universal. Que valga para todas las personas. Así, mentir no puede ser obligación ya que todos mentirían y ninguno escucharía. Asesinar no es un debe, pues todos asesinarían y nadie estaría vivo para poder cumplir con la obligación. Sin embargo, si debo no mentir y nadie miente, entonces se cumple sin problemas. Si debo no asesinar y nadie debe, no hay problemas para cumplir y respetar universalmente el derecho a la vida.
Segunda, trata a los demás como fines en sí mismo. Y a ti. Es decir, que un ser racional no sea nunca un instrumento para tu acción. Para tus fines.
Tercera, sé autónomo (libre) en tu conducta. Lo que implica que seas racional y tus fines sean precisamente universales (y los demás lo sean igualmente). Como se ve, las tres formulaciones significarían lo mismo: tres criterios para una idea igual.
Conclusión: la acción ética en Kant es libre, autónoma, consciente, sin objetivos o preferencias, tomada por uno mismo en función de la propia racionalidad.
Referencias.
Gourinat, M., 1973. Introducción al Pensamiento Filosófico. Editorial Istmo.
Aristóteles, Ética a Nicómaco. Ed. bilingüe y traducción por Maria Araujo y Julián Marías. Introd. y notas de Julián Marías. Español / Castellano; Griego. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
Immanuel Kant, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres. Trad. Manuel García Morente. Edición de Pedro M. Rosario Barbosa.