¿Qué es el Fascismo?

<p>Benito Mussolini durante una inspección a las tropas, en Etiopía.</p>
Benito Mussolini durante una inspección a las tropas, en Etiopía.

Autor: ROBERT OWEN PAXTON

Fuente: CTXT, 1/05/2019

Límites

No podemos comprender bien el fascismo sin trazar fronteras claras que lo diferencien de formas superficialmente similares. Es una tarea difícil porque el fascismo fue ampliamente imitado, sobre todo durante la década de 1930, cuando Alemania e Italia parecían tener más éxito que las democracias. Aparecieron así préstamos del fascismo tan lejos de sus raíces europeas como en Bolivia y en China.1

La frontera más simple es la que separa el fascismo de la tiranía clásica. El socialista moderado exiliado Gaetano Salvemini, que abandonó su cátedra de Historia en Florencia y se fue a Londres y luego a Harvard porque no podía soportar tener que enseñar sin decir lo que pensaba, indicó la diferencia esencial cuando se preguntó por qué «los italianos sintieron la necesidad de librarse de sus instituciones libres» precisamente en el momento en que deberían enorgullecerse de ellas y en que «deberían dar un paso adelante hacia una democracia más avanzada».2 Para Salvemini el fascismo significó dejar a un lado la democracia y el procedimiento debido en la vida pública en favor de la aclamación de la calle. Es un fenómeno de las democracias fallidas y lo novedoso de él fue que, en vez de simplemente imponer silencio a los ciudadanos como había hecho la tiranía clásica desde los tiempos más remotos, halló una técnica para canalizar sus pasiones en la construcción de una unidad nacional obligatoria en torno a proyectos de limpieza interna y de expansión externa. No deberíamos utilizar el término fascismo para dictaduras predemocráticas. Por muy crueles que sean, carecen del entusiasmo de masas manipulado y de la energía demoníaca del fascismo, así como de la misión que este se plantea de «prescindir de las instituciones libres» en pro de la fuerza, la pureza y la unidad de la nación.

El fascismo se confunde fácilmente con la dictadura militar, porque los dirigentes fascistas militarizaron sus sociedades y situaron las guerras de conquista en el centro mismo de sus objetivos. Armas3 y uniformes fueron para ellos un fetiche. En la década de 1930 las milicias fascistas estaban todas uniformadas —también lo estaban, en realidad, las milicias socialistas en aquella era de la camisa de color—,4 y los fascistas siempre han querido convertir la sociedad en una fraternidad armada. Hitler, recién instalado como canciller de Alemania, cometió el error de vestir una trinchera civil y sombrero cuando fue a Venecia el 14 de junio de 1934 para su primer encuentro con el más maduro Mussolini, «resplandeciente de uniforme y daga».5 A partir de entonces el Führer apareció de uniforme en los actos públicos, unas veces con chaqueta marrón, más tarde a menudo con una guerrera militar sin adornos. Pero mientras todos los fascismos son siempre militaristas, las dictaduras militares no son siempre fascistas. La mayoría de los dictadores militares han actuado simplemente como tiranos, sin atreverse a desencadenar el entusiasmo popular del fascismo. Las dictaduras militares son mucho más comunes que los fascismos, porque no tienen ninguna conexión necesaria con una democracia fallida y han existido desde que ha habido militares.

La frontera que separa al fascismo del autoritarismo es más sutil, pero es una de las más esenciales para la comprensión.6 He utilizado ya el término, o el similar de dictadura tradicional, al analizar España, Portugal, Austria y la Francia de Vichy. La frontera entre fascismo y autoritarismo fue especialmente difícil de trazar en la década de 1930, cuando regímenes que eran, en realidad, autoritarios adoptaron parte de la decoración de los fascismos triunfantes del periodo. Aunque los regímenes autoritarios pisotean a menudo las libertades ciudadanas y son capaces de una brutalidad criminal, no comparten el ansia del fascismo de reducir a la nada la esfera privada. Aceptan espacios mal definidos pero reales de ámbito privado para «órganos de intermediación» tradicionales como notables locales, cárteles económicos y asociaciones, cuerpos de oficiales, familias e Iglesias.

Estos órganos, en vez de un partido único oficial, son los principales instrumentos de control social en los regímenes autoritarios. Los autoritarios prefieren dejar a la población desmovilizada y pasiva, mientras que los fascistas tienden a hacer participar al público y a movilizarle.7 Los autoritarios tienen un gobierno fuerte, pero limitado. Vacilan a la hora de intervenir en la economía, algo que los fascistas hacen de muy buena gana, o de embarcarse en programas de seguridad social. En vez de proclamar un nuevo camino, se aferran al statu quo.8

El general Francisco Franco, por ejemplo, que dirigió al Ejército español en la rebelión contra la República en julio de 1936 y que se convirtió en 1939 en el dictador de España, tomó prestados claramente algunos aspectos del régimen de su aliado Mussolini. Se hizo llamar Caudillo y convirtió a la Falange fascista en el único partido. Durante la Segunda Guerra Mundial y después de ella, los aliados trataron a Franco como a un socio del Eje. Fortaleció esa impresión el carácter sanguinario de la represión franquista, en la que pudieron haber muerto hasta 200.000 personas entre 1939 y 1945, y por los esfuerzos del régimen para impedir el contacto cultural y económico con el mundo exterior.9

En abril de 1945, funcionarios españoles asistieron a una misa por la muerte de Hitler. Sin embargo, un mes más tarde el Caudillo explicó a sus seguidores que «era necesario bajar un poco las velas [de Falange]».10 A partir de entonces la España de Franco,11 siempre más católica que fascista, basó su autoridad en pilares tradicionales como la Iglesia, los grandes terratenientes y el Ejército, encargándoles básicamente del control social en vez de la cada vez más débil Falange o el Estado. El Estado franquista intervino poco en la economía y apenas se esforzó en regular la vida diaria de la gente siempre que se mostrase pasiva.

El Estado Novo de Portugal12 difirió aún más profundamente del fascismo que la España de Franco. Salazar fue, sin duda, el dictador de Portugal, pero prefirió un público pasivo y un Estado limitado en el que el poder social se mantuvo en manos de la Iglesia, el Ejército y los grandes terratenientes. En julio de 1934, el doctor Salazar prohibió el movimiento fascista portugués, el Nacionalsindicalismo, acusándolo de «exaltación de la juventud, el culto a la fuerza a través de la llamada acción directa, el principio de la superioridad del poder político del Estado en la vida social, la tendencia a organizar a las masas tras un dirigente político»… No es una mala descripción del fascismo.13

La Francia de Vichy, el régimen que sustituyó a la república parlamentaria tras la derrota de 1940,14 es indudable que no fue fascista en un principio, ya que ni tuvo un partido único ni instituciones paralelas. Un sistema de gobierno en el que el funcionariado selecto tradicional del país regía el Estado, con papeles reforzados para los militares, la Iglesia, los especialistas técnicos y las élites sociales y económicas establecidas, cae claramente dentro de la categoría de autoritario. Después de que la invasión alemana de la Unión Soviética en junio de 1941 llevase al Partido Comunista Francés a la resistencia abierta y obligase a las fuerzas de ocupación alemanas a actuar con mucha mayor dureza en apoyo de la guerra total, Vichy y su política de colaboración con la Alemania nazi se enfrentaron a una oposición creciente. En la lucha contra la Resistencia aparecieron organizaciones paralelas: la Milice, o policía complementaria, «secciones especiales» de los tribunales de justicia para juicios expeditivos de disidentes, la Policía de Asuntos Judíos. Pero, aunque, como vimos en el capítulo 4, se les diesen a unos cuantos fascistas de París puestos importantes en Vichy en los últimos días del régimen, actuaron como individuos más que como jefes de un partido único oficial.

¿Qué es fascismo?

Ha llegado el momento de proporcionar al fascismo una definición breve y práctica, aunque sepamos que no nos mostrará todos sus contenidos, lo mismo que una foto no puede mostrarnos del todo a una persona.

Se puede definir el fascismo como una forma de conducta política caracterizada por una preocupación obsesiva por la decadencia de la comunidad, su humillación o victimización y por cultos compensatorios de unidad, energía y pureza, en la que un partido con una base de masas de militantes nacionalistas comprometidos, trabajando en una colaboración incómoda pero eficaz con élites tradicionales, abandona las libertades democráticas y persigue con violencia redentora y sin limitaciones éticas o legales objetivos de limpieza interna y expansión exterior.

Ciertamente, la actuación política exige elegir entre opciones, y las opciones que se eligen —como mis críticos se apresuran a señalar— nos hacen volver a las ideas subyacentes. Hitler y Mussolini, que despreciaban el «materialismo» del socialismo y del liberalismo, insistían en la importancia básica de las ideas para sus movimientos. Muchos antifascistas, que se niegan a otorgarles esa dignidad, no piensan lo mismo. «La ideología del nacionalsocialismo está cambiando constantemente», comentaba Franz Neumann. «Tiene ciertas creencias mágicas —adoración de la jefatura, supremacía de la raza superior—, pero no está expuesto en una serie de pronunciamientos categóricos y dogmáticos».15 Sobre ese punto, este libro se aproxima a la posición de Neumann, y ya examiné con cierta extensión en el capítulo 1 la relación peculiar del fascismo con su ideología, simultáneamente proclamada como algo básico y, sin embargo, enmendada o violada cuando conviene.16 No obstante, los fascistas sabían lo que querían. No se pueden desterrar las ideas del estudio del fascismo, pero puede uno situarlas adecuadamente entre todos los factores que influyen en este complejo fenómeno. Podemos abrirnos paso entre los extremos: el fascismo no consistió ni en la simple aplicación de su programa ni en un oportunismo descontrolado.

Yo creo que como mejor se deducen las ideas que subyacen a las acciones fascistas es partiendo de esas acciones, pues algunas de ellas no llegan a expresarse y se hallan implícitas en el lenguaje público fascista. Muchas pertenecen más al reino de los sentimientos viscerales que al de las proposiciones razonadas. En el capítulo 2 las llamé «pasiones movilizadoras»:

  •  un sentimiento de crisis abrumadora contra la que nada valen las soluciones tradicionales;
  •  la primacía del grupo, respecto al cual uno tiene deberes superiores a cualquier derecho, sea individual o universal, y la subordinación del individuo a él;
  •  la creencia de que el grupo de uno es una víctima, un sentimiento que justifica cualquier acción, sin límites legales y morales, contra sus enemigos, tanto internos como externos;
  •  el miedo a la decadencia del grupo por los efectos corrosivos del liberalismo individualista, la lucha de clases y las influencias extranjeras;
  •  la necesidad de una integración más estrecha de una comunidad más pura, por el consentimiento si es posible o por la violencia excluyente en caso necesario;
  •  la necesidad de autoridad a través de jefes naturales —siempre varones—, que culmina en un caudillo nacional que es el único capaz de encarnar el destino histórico del grupo;
  •  la superioridad de los instintos del caudillo respecto a la razón abstracta y universal;
  •  la belleza de la violencia y la eficacia de la voluntad, cuando están consagradas al éxito del grupo;
  •  el derecho del pueblo elegido a dominar a otros sin limitaciones de ningún género de ley divina ni humana, derecho que se decide por el exclusivo criterio de la superioridad del grupo dentro de una lucha darwiniana.

El fascismo, de acuerdo con esta definición, así como la conducta correspondiente a estos sentimientos, aún es visible hoy. Existe fascismo al nivel de la Etapa Uno dentro de todos los países democráticos, sin excluir a Estados Unidos. «Prescindir de instituciones libres», especialmente de las libertades de grupos impopulares, resulta periódicamente atractivo a los ciudadanos de las democracias occidentales, incluidos algunos estadounidenses. Sabemos, por haber seguido su rastro, que el fascismo no precisa de una «marcha» espectacular sobre alguna capital para arraigar; basta con decisiones aparentemente anodinas de tolerar un tratamiento ilegal de «enemigos» de la nación. Algo muy próximo al fascismo clásico ha llegado a la Etapa Dos en unas cuantas sociedades profundamente atribuladas. No es inevitable, sin embargo, que siga progresando. Los posteriores avances fascistas hacia el poder dependen en parte de la gravedad de una crisis, pero también en muy alto grado de elecciones humanas, especialmente las de aquellos que detentan poder económico, social y político. Determinar las respuestas adecuadas a los avances fascistas no es fácil, porque no es probable que su ciclo se repita a ciegas. Pero estamos en una posición mucho mejor para reaccionar sabiamente si entendemos cómo triunfó el fascismo en el pasado.

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1. Para Bolivia, véase capítulo 7, nota 69 (en página 331). Para China, véase Payne, History, pp. 337-338; Marcia H. Chang, The Chinese Blue Shirt Society: Fascism and De- velopmental Nationalism, Berkeley y Los Ángeles, University of California Press, 1985, y Fred Wakeman, Jr., «A Revisionist View of the Nanjing Decade: Confucian Fascism», China Quarterly 150, junio de 1997, pp. 395-430. Wakeman no considera a los Camisas Azules auténticamente fascistas. Le agradezco sus consejos sobre este punto.

2. Las lecciones de Harvard de Gaetano Salvemini, publicadas en Opera de Gae- tano Salvemini, vol. VI, Scritti sul fascismo, vol. 1, p. 343.

3. Para las armas como un «objeto de amor» de los militantes fascistas, véase Emilio Gentile, Storia del partito, p. 498. «Mientras tenga una pluma en la mano y un revólver en el bolsillo», dijo Mussolini después de romper con los socialistas en 1914, «no temo a nadie». A principios de la década de 1920, tenía siempre un revólver y un par de granadas en su escritorio. En la década de 1930 el revólver había emigrado a un cajón del escritorio de su grandioso despacho del Palazzo Venezia (Pierre Milza, Mussolini, París, Fayard, 1999, pp. 183, 232, 252, 442). Hitler prefirió las fustas (Kers- haw, Hitler, vol. 1, p. 188), pero el 23 de abril de 1942 les dijo a sus comensales que «llevar armas contribuye al orgullo y el porte de un hombre» (Hitler’s Table Talk, trad. de Norman Cameron y R. H. Stevens, Londres, Weidenfeld y Nicolson, 1953, p. 435).

4. Las camisas de color proceden de la izquierda, probablemente de los «Mil» de Garibaldi, los voluntarios de camisa roja que conquistaron Sicilia y Nápoles para una Italia liberal unida en 1860. También procede de Garibaldi el título de Duce.

5. Alan Bullock, Hitler: A Study in Tyranny, ed. rev., Londres, Harper & Row, 1962, p. 297.

6. Juan J. Linz ha hecho el análisis clásico del autoritarismo como una forma diferenciada de gobierno: «An Authoritarian Regime: Spain», en Erik Allardt y Stein Rokkan (eds.), Mass Politics: Studies in Political Sociology, Nueva York, Free Press, 1970, pp. 251-283; «From Falange to Movimiento-Organización: The Spanish Single Party y the Franco Regime, 19 36-1968», en Samuel P. Huntington y Clement Moore (eds.), Authoritarian Politics in Modern Societies: The Dynamics of Established One- Party Systems, Nueva York, Basic Books, 1970, y «Totalitarian and Authoritarian Regimes», en Fred I. Greenstein y Nelson W. Polsby, Handbook of Political Science, Reading, MA, Addison-Wesley, 1975, vol. III, esp. pp. 264-350.

7. La frontera autoritaria-fascista es imprecisa aquí, pues en la práctica ninguno de los dos logra su deseo. Los autoritarios, lo mismo que los fascistas, enfrentados con públicos exaltados, pueden intentar crear una «solidaridad mecánica» durkhei- miana. Véase Paul Brooker, The Faces of Fraternalism: Nazi Germany, Fascist Italy, and Imperial Japan, Oxford, Clarendon, 1991. Hasta los fascistas pueden no lograr más que un asentimiento «superficial» y «frágil». Victoria de Grazia, The Culture of Consent:’ Mass Organization of Leisure in Fascist Italy, Cambridge, Cambridge Uni- versity Press, 1981, p. 20, y cap. 8, «The Limits of Consent». El estudio más meticu- loso sobre la opinión pública alemana bajo el nazismo, «Bavaria program», de Mar- tin Broszat, llegaba a la conclusión de que estaba descontenta pero atomizada, fragmentada y pasiva. Véase Ian Kershaw, Popular Opinion and Dissent in the Third Reich, Oxford, Clarendon, 1983, pp. 110, 277, 286, 389.

8. Véase la interesante comparación de Javier Tusell Gómez, «Franchismo et fascismo», en Angelo del Boca et al., Il regime fascista, pp. 57-92.

9. Michael Richards, A Time of Silence: Civil War and the Culture of Repression in Franco’s Spain, 1936-1945, Cambridge, Cambridge University Press, 1998, muestra cómo la autarquía económica y cultural se correspondía con la represión interna. El número estimado de muertos que aparece en Paul Preston, Franco, Nueva York, Basic Books, 1994, p. 30, hace la acusación de fascismo de otro modo, destacando las estrechas relaciones de Franco con el Eje al menos hasta 1942.

10. El estudio indispensable sobre la Falange es Stanley G. Payne, Fascism in Spain, 1923-1977, Madison, University of Wisconsin Press, 1999 (cita, en p. 401).

11. Véase capítulo 6, pp. 254-255.

12. Véase capítulo 6, pp. 256-257.

13. Citado en Stanley Payne, History, p. 315. Gregory J. Kasza, «Fascism from Abo- ve? Japan’s Kakushin Right in Comparative Perspective», en Stein Ugelvik Larsen, Fascism Outside Europe, Boulder, CO, Social Science Monographs, 2001, pp. 223-232, trabajando a partir del ejemplo japonés, propone una categoría diferenciada de re- gímenes unipartidistas que reprimen movimientos fascistas adoptando al mismo tiempo algunos instrumentos fascistas, como movimientos juveniles y economía corporativista, situándose así entre el conservadurismo tradicional y el fascismo. Sus ejemplos son Japón, Portugal, Polonia en 1979, Estonia y Lituania. Podría aña- dirse el Brasil de Vargas.

14. Véase pp. 193-194.

15. Franz Neumann, Behemoth: The Structure and Practice of National Socialism, 1933-1944, 2ª ed., Nueva York, Oxford University Press, 1944, p. 39. El escepticismo respecto a la ideología fascista no es algo que esté limitado a la izquierda. Considé- rese, por ejemplo, la famosa denuncia del antiguo presidente nazi del Senado de Danzig, Hermann Rauschning, Revolution of Nihilism, Nueva York, Alliance/ Longman’s Green, 1939. Véanse también los comentarios de Hannah Arendt citados en capítulo 2, p. 74.

16 Véase capítulo 1, pp. 37-44.

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Robert Owen Paxton (1932) es un politólogo e historiador estadounidense que ha dedicado toda su vida al estudio de la Europa de la Segunda Guerra Mundial, la Francia de Vichy y el fascismo, y en esta obra, Anatomía del fascismo, explora qué es el fascismo y cómo ha llegado a tener un impacto tan duradero y continuado en nuestra historia. Paxton ha sido profesor en la Universidad de California, Berkeley y en la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook antes de unirse a la Universidad de Columbia en 1969. Trabajó allí durante el resto de su carrera, y se retiró en 1997. Sigue siendo profesor emerito. Es colabordor habitual del The New York Review of Books.

Autor: José Moraga Campos

Mi nombre es José Moraga Campos y soy asesor del Ámbito Cívico-social en el CEP de Córdoba.

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