Memoria Histórica: 1808. Así vendieron España a Napoleón los Borbones

Autor: Julio Merino

Fuente: elcorreodeespana.com 25/07/2020

Por seis millones de francos anuales y dos castillos en Francia) Napoleón: “No se puede comprar un Imperio por menos”

La familia de Carlos IV de Goya

Me contaba mi viejo amigo Federico Carlos Sainz de Robles, el máximo conocedor de la obra de Galdós, que Don Benito se murió sin poder llevar a cabo el más grande de sus sueños literarios: escribir una obra de teatro sobre los Borbones, en la que pudiera sintetizar lo que fue la “Familia Borbón española”, desde Felipe V a Don Alfonso XIII… y que no había podido ni empezar , aunque los había estudiado a fondo e incluso lo había hablado con la Reina Isabel II en París, porque no sabía en qué género desarrollarla, si como comedia, como drama, como tragedia, como zarzuela, como vodevil, o como el grandioso “Parsifal” de Wagner, un compendio de bondades y miserias, de envidias y celos de traiciones y corrupciones y hasta de erotismo o pornografía… Y que al final había llegado a una conclusión, como le confesó a su amada Doña Emilia (se refería a la Condesa de Pardo Bazán): “Amor, me rindo, tengo que abandonar mi sueño de hacer la vida de los Borbones… para mi es imposible, esto solo lo podría hacer el loco de Valle-Inclán, ya que si existe un esperpento en el mundo ese es el de los Borbones españoles. ¡Un rotundo esperpento!”.

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Hace muchos años escribí una serie de relatos sobre los Borbones españoles. Hoy me complace reproducir el que le dediqué a Carlos IV y Fernando VII cuando la vergüenza de Bayona y la entrega de la Corona de los Reinos de España a Napoleón. En síntesis los “hechos” que llevaron a la sublevación del “2 de mayo” fueron estos:

  • Entre el 19 y 23 de marzo de 1808 se produjo el “Motín de Aranjuez”, que provocaron y pagaron en oro los nobles serviles al Príncipe de Asturias y en el que Godoy, Príncipe de la Paz, Grande de España y Primer Ministro, fue derrocado, apaleado y hecho prisionero.
  • Ante esta situación de fuerza el Rey Carlos IV abdica en su hijo: “Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del gobierno de mis reinos y me sea preciso para reparar mi salud gozar en un clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi corona en mi heredero y muy caro hijo el Príncipe de Asturias”. Y Fernando es proclamado Rey de España.
  • Enterado de ello el mariscal Murat, que como lugarteniente de Napoleón ya domina militarmente Madrid, rechaza la proclamación del Príncipe como Rey y convence a Carlos IV de que retire su abdicación, cosa que Carlos IV, presionado por la Reina María Luisa, hace en carta dirigida a Napoleón: “Yo fui forzado a renunciar; pero asegurado ahora con plena confianza en la magnanimidad y el genio del grande hombre que siempre ha mostrado ser amigo mío, yo he tomado la resolución de conformarme con todo lo que ese mismo grande hombre quiera disponer de nosotros y de mi suerte, la de la Reina y la del Príncipe de la Paz. Dirigido a V.M.I.  y R (Vuestra Majestad Imperial y Rey): una protesta contra los sucesos de Aranjuez y contra mi abdicación. Me entrego y enteramente confío en el corazón y amistad de V.M., con lo cual ruego a Dios que os conserve en su santa y digna guarda”.
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Castillo de Marracq (Bayona) donde se acordó la venta de España

Aunque al mismo tiempo y como única condición le pide al Mariscal francés que ponga en libertad al “pobre Príncipe de la Paz”. La Reina va más allá, y con una inconsciencia asombrosa, le pide a Murat que consiga de Napoleón la concesión al Rey su esposo, a ella misma y al Príncipe de la Paz de lo necesario para poder vivir los tres juntos en un lugar conveniente para su salud, sin autoridad y sin intrigas.

Lo que plantea una situación curiosa. El Príncipe es Rey por la abdicación de su padre y no es Rey porque su padre, el Rey, se ha retractado y retirado su abdicación… y quien manda y domina Madrid y España es Murat en nombre de Napoleón. Por tanto está claro que será Rey de España quien decida el Emperador francés (que además está amparado por el Tratado de Erfurt con el Emperador Alejandro I de Rusia, que le cede España y por el Tratado de Fontainebleau que unen los destinos de Francia y España).

Así vive España entre el ”Motín de Aranjuez” del mes de marzo y finales del mes de abril: con dos Reyes y sin ningún Rey. En este tiempo el Emperador, que ya tiene en la mente quedarse con la Corona de España para hacer Rey a uno de sus hermanos, envía a Madrid al servir general Savary, duque de Rovigo, para que por las buenas o por las malas les lleve a su presencia al Príncipe de Asturias y Fernando, ante el temor de que Napoleón apoye a su padre y él se quede sin Corona, acepta el “viaje” hacia el encuentro con el Emperador (en tres etapas: Burgos, Vitoria y Bayona).

El 19 de abril el Príncipe llega a Bayona y esa misma noche cena con Napoleón, en el castillo de Marracq, donde se ha instalado con la emperatriz Josefina y su Corte. Fernando se enfada porque es tratado como Príncipe y no como Rey.

Entonces los Reyes, Carlos IV y María Luisa, también temerosos de que Napoleón se incline por su hijo, toman con urgencia el camino de Bayona y se presentan ante el Emperador, acompañados, eso sí, del “querido Manuel” (Godoy), quien algo sorprendido le dice a Josefina:

  • “Yo no sé dónde voy a alojar a toda esta gente”

Y aquí comienza la tragicomedia. Porque nada más llegar a Bayona los Reyes y encontrarse con Napoleón éste, sin poder contener, le dice a Savary:

  • General ¡ y ésta es la Reina de España! ¡Qué barbaridad! Pero si tiene la piel totalmente amarilla y parece una momia… Jamás había visto una mujer con aire tan falso y malo, ni ridículo… ¿Y el Rey? No me extraña que España esté hundida.
  • Sire, ¿y qué me dice del amante?
  • ¿Godoy? Eso se lo diré después, pues ya llega el Príncipe.
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Manuel Godoy, Príncipe de la Paz y amante de la Reina María Luisa

Y ciertamente el Príncipe entró en la estancia acompañado del canónico Escoiquiz, su mentor y hombre de confianza, y tras saludar al Emperador se acercó a besar la mano a su padre. Entonces Carlos IV le dio un empujón y lo apartó de si sin contemplaciones: 

  • ¿Qué, no has ultrajado bastante mis canas? ¡Vete! ¡No quiero verte! ¡Vete!

Y tuvo que ser el propio Napoleón quien separase al padre y al hijo, los dos Reyes de España, y aplacar al Rey. Naturalmente el Príncipe se retiró. Tras esta primera escena el Emperador hizo pasar al comedor a los “invitados” y allí sucedió algo digno de Quevedo.

El protocolo imperial había montado dos mesas separadas: una para el Emperador, la Emperatriz y los Reyes y otras para los mariscales Lannes y Bessiéres, el general Savary y Godoy, el Príncipe de la Paz. Eso no le gustó al Rey y menos a la Reina. Querían que Godoy estuviese a su lado y así se lo hicieron saber a Napoleón, quien sin poder evitar una sonrisa acepta la petición y enseguida acomodan a Godoy en la mesa presidencial, justo a la derecha de la Reina. Los mariscales y Savary se llevan las manos a la cabeza ¡diplomáticamente!

Pero, antes de iniciarse la comida, todavía Napoleón tiene que presenciar el insólito “caso del agua”, ya que era costumbre del Rey de España ponerse ante sí tres jarras de agua con temperaturas distintas. Entonces el Rey, sabia y minuciosamente las mezclaba hasta encontrar el resultado a su gusto. Napoleón, Josefina y los Mariscales abrían los ojos con sorpresa.

Entonces, y solo entonces (o sea, cuando vio a Godoy sentado en su mesa y se había servido y probado el primer vaso de agua) se dirigió a Napoleón en estos términos:

  • Sire, sabe que soy un admirador y servidor de S.M.I. (Su Majestad Imperial) y que haré lo que S.M.I. se digne a decidir sobre mis Reinos. Francia será más grande con España a su lado. Disponga, pues, S.M.I. y R. de la Corona de España como mejor le plazca y mi admiración por el hombre más grande de la Historia será total. 
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Fernando VII, el Rey “felón”

Naturalmente Napoleón se sintió halagado y sobre todo satisfecho, pues veía cumplirse sus planes. Así que tomó la palabra y tras “echarle piropos” al Rey y a la Reina (y hasta al Príncipe de la Paz) les fue explicando y convenciendo de la necesidad que tenía, en bien de Europa, de la Corona de España. Palabras, palabras, palabras… que cuando Napoleón se ponía a hablar de sus sueños y sus proyectos hasta resultaba simpático y arrollador. También sacó a relucir la situación del Príncipe de Asturias y sus temores ante la tozudez que mostraba, “Su hijo está mal aconsejado por esos nobles que tanto le influyen y tanto le perjudican” (especialmente -dijo- ese canónigo que no le deja ni a sol ni a sombra).

Pero, el Rey, que parecía estar en otro mundo, en lugar de responder algo al Emperador se limitó a decirle a la Reina:

  • Oye, Luisa, come más de esto que está buenísimo.

Napoleón, una vez más sorprendido, miraba a sus generales y sonreía con toda la pillería que había aprendido del sibilino Talleyrand y pensando que “aquel fantoche solo pensaba en comer mientras le arrebataban su Corona y sus Reinos”.

Lo curioso es que esta comida y esta escena sucedían, precisamente, el día “2 de mayo” de 1808… justo mientras los mamelucos aplastaban a los madrileños en la Puerta del Sol y en el Parque de Monteleón. ¡¡Ironías del destino!!

Sin embargo, lo “gordo” vino tres días después, el 5 de mayo, es decir, cuando las noticias de la masacre y los fusilamientos de Madrid llegaron a Bayona, porque entonces el Emperador “voló” a caballo a la residencia donde había instalado a los Reyes de España y hasta allí hizo llevar al Príncipe Fernando… a quien acusó nada más verle y frontalmente de haber fomentado el motín. Carlos IV aprueba las palabras del Emperador y le grita al hijo:

  • ¡Tú! ¡Tú has sido seguro el incitador de esa carnicería! ¡La sangre de mis vasallos ha corrido y también la de los soldados de mi gran amigo Napoleón por tu culpa! ¡Vete! ¡No quiero verte más!

Y la Reina, “hecha una furia” -según el biógrafo Castelot- insulta ferozmente a su hijo y le grita a la cara:

  • ¡Bastardo! ¡Eres un bastardo! ¡Y maldita la hora que te traje al mundo! ¡Te teníamos que haber fusilado cuando lo de El Escorial!

Y dirigiéndose a Napoleón:

  • Sire, no lo dude ¡mande a este bastardo al cadalso!

Napoleón, sin embargo, aprovecha el momento y la situación para decirle con cara de pocos amigos al Príncipe de Asturias:

  • Si de aquí a media noche no habéis reconocido a vuestro padre como Rey legítimo y lo comunicáis a Madrid, seréis tratado por mí como un rebelde. Se acabaron las contemplaciones.

Y Fernando, cobarde como siempre, espantado y lleno de miedo, no solo cede, abdica y reconoce a su padre como Rey legítimo, sino que se acerca a Carlos IV y se hinca de rodillas llorando y pidiéndole perdón, como hijo y como súbdito.

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Castillo de Valençay, residencia del Ministro Talleyrand

Mariscal Lannes -dice Napoleón- acompañe al Príncipe a su residencia y asegúrese que mañana mismo salga para su nuevo destino en el castillo de Valençay.

Y al quedarse solo con los Reyes, Carlos IV ya no duda y abdica a favor de Napoleón. El Reino de España ya tiene nuevo Rey, porque el Emperador ya había elegido a su hermano José para sustituir a los españoles.

Sin embargo, la Reina, más atrevida o más insensata que el Rey, se dirige a Napoleón y le dice:

  • Sire, al Rey y a la Reina les complace que este asunto tan espinoso se haya resuelto a favor de S.M.I., pero creo que a cambio S.M.I. debería proporcionarnos los medios necesarios para nuestra subsistencia y un lugar decente para retirarnos con nuestro querido Príncipe de la Paz. Los tres queremos vivir apartados y lejos de cualquier intriga.
  • Señora -le responde Napoleón- Francia nunca abandona a sus amigos. Serán siempre atendidos como Reyes.
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Ninguno de los tres volverían a España en vida.

Los Reyes y Godoy recibirían 6 millones de francos anuales y los castillos de Compiègne y Chambord, más la servidumbre necesaria, y de por vida.

Sin embargo, sí volvieron a ver en dos ocasiones a S.M.I. Napoleón Bonaparte, una a la vuelta de su rápida campaña en España y la toma de Madrid y otra poco antes de su marcha a la campaña de Rusia. Entonces supo por el siempre servir general Savary lo siguiente:

  • Sire, lo de esta familia no tiene nombre. ¿Sabe, Sire, que el Rey, la Reina y Godoy viven juntos los tres como si fuesen un solo matrimonio?
  • ¿En la cama también? -pregunta con sorna el Emperador.
  • Según sus servidores, también. Bueno, en realidad tienen tres dormitorios, cada uno el suyo… pero las Damas de Honor de la Reina y las doncellas aseguran que muchas mañanas los han encontrado a los tres en la cama de la Reina.
  • O sea, una cama redonda.
  • Por lo que se dice, sí, Sire.
  • Bueno, general, si ellos son felices así no se inmiscuya en sus vidas privadas. ¡Son pobres gentes! … y no se puede comprar un Imperio por menos.

Bueno, ya lo saben, yo ni quito ni pongo Rey pero ayudo a mi señor…y mi señor será siempre… ¡La verdad y la Historia! (o la Intrahistoria).

Julio MERINO

Periodista y Miembro de la Real Academia de Córdoba

José I, un rey sin súbditos

El reinado de José I fue poco eficaz debido a la guerra de independencia.
 El reinado de José I Bonaparte

Autor: JOAN-MARC FERRANDO

Fuente: lavanguardia.com 23/12/2018

A mediados de 1808, José Bonaparte pisaba España. Primero pasó por San Sebastián y de allí se dirigió a Madrid, con una breve estancia en Vitoria. La capital recibió con hostilidad al nuevo rey. Ello quedó reflejado cuando, a los pocos días, fue proclamado oficialmente monarca de España y las Indias en una ceremonia en la que casi ningún cortesano le dio apoyo.

Contrariamente a la leyenda popular, José I era un hombre inteligente, sumamente culto y con talento para moverse en las turbulentas aguas de la política. Además, era honesto y, a pesar de su rechazo inicial de la corona española, pretendía gobernar con magnanimidad y acento ilustrado.

Pero tenía una debilidad: admiraba a su hermano pequeño. Napoleón Bonaparte quería poner al frente de la débil monarquía española a un familiar suyo. Para ello, llamó a Carlos IV y a su valido, Manuel Godoy, a Bayona. También acudió Fernando VII con la intención de ser legitimado como rey.

Fernando VII también acudió a Bayona para hablar con Napoleón. TERCEROS

Napoleón puso fin a la discusión entre los monarcas sobre quién debía reinar. Primero, forzó a Fernando VII a que devolviera la corona a su padre, Carlos IV, y después, forzó a este último a cedérsela a cambio de una renta de 30 millones anuales. Poco más tarde, el Emperador se la entregó a su hermano José, que en junio de 1808 era proclamado por Napoleón como rey de España.

Un rey intruso

Ya como monarca, antes de asentarse en sus nuevos dominios, José I reunió a una comisión de notables en Bayona, donde redactó una constitución inspirada en el Código Napoleónico. El texto jurídico, que pretendía congraciarse con los súbditos españoles, combinaba elementos del derecho español con los principios ilustrados de la Revolución Francesa.

También formó un gobierno con españoles partidarios del candidato napoleónico. Tan solo un reducido grupo de “afrancesados”, entre los que se contaba Leandro Fernández de Moratín o Francisco Goya, prestaba su apoyo al nuevo rey.

Francisco Goya inicialmente formó parte de los afrancesados. TERCEROS

José I inició un programa de reformas que chocaba constantemente con la oposición de sus súbditos. En las calles, corrían rumores y bulos acerca del alcoholismo del rey y su adicción al juego, lo que le granjeó el apodo de Pepe Botella.

En España la guerra se recrudecía, lo cual obligó a Napoleón a intervenir personalmente en el conflicto para combatir a los españoles. Ello provocó que José se viera supeditado a los designios de su hermano pequeño.

Viñeta que alude al falso alcoholismo de José Bonaparte. TERCEROS

A pesar de la guerra, el año 1810 fue el más estable del reinado de José I gracias a las victorias militares francesas. Sin embargo, el conflicto bélico no cesaba y era una verdadera sangría para el ejército imperial. Para someter a los españoles, el Emperador gobernaba de forma autoritaria y ordenó a sus tropas que emplearan severas medidas para aplastar a la población.

Las injerencias de Napoleón en el reinado de su hermano fueron cada vez más frecuentes a medida que el curso de la guerra se torcía para los Bonaparte, incluso se anexionó virtualmente Cataluña al Imperio francés.

José I reinó apenas cinco años, con escasa efectividad debido a la guerra de Independencia, pero con un ambicioso programa reformista.

En 1812, José I intentó un último gobierno efectivo. Convocó las Cortes generales con la esperanza de contrarrestar la influencia de las Cortes de Cádiz, pero fracasó. En los meses siguientes, las tropas imperiales fueron derrotadas en España así que, a mediados de 1813, José I regresó a Francia, donde abdicó del trono.

Atrás quedaron los apenas cinco años de reinado, con escasa efectividad debido a la guerra de Independencia, pero con un ambicioso programa reformista. Estas fueron las medidas más importantes que José I intentó llevar a cabo:

Las cortes de Cádiz de 1812 intentaron ser contrarrestadas por José I. TERCEROS

1. Suprimió los señoríos y el Consejo de Castilla, la institución principal del Antiguo Régimen. También reprimió a los Grandes de España que se opusieron a su gobierno.

2. Hizo varias reformas en el trazado urbano de Madrid, para lo cual derribó viviendas insalubres y abrió nuevas plazas. Por ello los madrileños le bautizaron con el apodo de Pepito Plazuelas.

3. Planteó la idea de crear una pinacoteca pública donde exponer la Colección Real. Su idea no prosperó, pero fue el germen del futuro Museo del Prado.

4. Napoleón decidió en febrero de 1810 poner las provincias vascas, Navarra, Aragón y Cataluña bajo gobiernos militares independientes en detrimento de la autoridad de su hermano José I. Para contrarrestarlo, este intentó reorganizar España en prefecturas, al estilo francés. El emperador se opondría tajantemente.

Los consejos que Napoleón despreció sobre la «locura» de conquistar España: «Se creía invencible y cayó»

Montaje de un detalle del cuadro de Paul Delaroche (1845) representando a Napoleón tras la abdicación en Fontainebleau, sobre una bandera de España utilizada en la Guerra de Indendencia – ABC

Autor: Israel Viana

Fuente: abc.es/historia 05/08/2020

Dicho por sus propios generales pocos años después de ser humillado en la Guerra de Independencia de 1808, a Napoleón Bonaparte le salió muy cara la osadía de intentar conquistar España. No cabe duda de que por aquellos años, el emperador francés se consideraba ya dueño y señor de Europa. En solo tres años se había designado Rey de Italia y colocado a su hermano Luis al frente del Reino de Holanda. Había conquistado el Reino de Nápoles y nombrado monarca a su hermano mayor, José. También había establecido y puesto bajo su protección la Confederación del Rin con casi todo los Estados alemanes. Y, por último, había aniquilado a los Ejércitos de Prusia, Rusia y Austria y conquistado Portugal, el ducado de Varsovia y el Reino de Westfalia.

Sin embargo, la invasión de España en 1808 fue su perdición. Un hecho que Napoleón no reconoció hasta encontrarse en su lecho de muerte en la isla de Santa Elena. «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades y fue una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península», escribió el emperador en las memorias que escribió durante su destierro.

No lo vio a tiempo, no calculó bien sus posibilidades y, sobre todo, no quiso escuchar los consejos de sus lugartenientes más experimentados. De ello había dejado constancia en 1807, cuando zanjó la discusión con sus generales con estas palabras: «Es un juego de niños. Esa gente no sabe lo que es un ejército francés, créanme, será rápido. Cuando mi gran carro político está lanzado, tiene que pasar, y pobre de aquel que caiga bajo sus ruedas».

«La gente sufría»

Con un montón de opositores y la prensa amordazada en Francia, uno de los primeros críticos de Napoleón fue uno de sus capitanes, Fraçois-Casimir, que describió así el sufrimiento de sus compañeros en España, durante los primeros compases de la guerra: «La gente sufría como si estuviera asfixiada entre dos colchones». Algo que experimentó él mismo en sus propias carnes, pues pasó varios años preso de los británicos antes de poder regresar a su país.

Antes del inicio de las hostilidades, Napoleón veía a España como un objetivo fácil. Un país muy dividido y en continua competencia por controlar el poder. Por un lado, los partidarios de Carlos IV y el primer ministro Manuel Godoy y, por otro, la nobleza, ejército y clero, que conspiraban alrededor del hijo del monarca, Fernando. El «Complot de El Escorial», en octubre de 1807, fue un reflejo de dicha crisis y Bonaparte, muy hábil, procuró situarse en medio de ambos bandos para ganarse el favor de todos y, en un futuro próximo, incorporar la Península Ibérica y todas sus riquezas coloniales al imperio francés.

El plan trazado parecía desarrollarse a la perfección. Engañó a Godoy para que firmara el Tratado de Fontainebleau en octubre de 1807. Así obtuvo el permiso de Carlos IV para atraversar España con 110.000 soldados, con el objetivo de, supuestamente, conquistar Portugal. Pero todo era un engaño. A su paso por nuestro país, el ambicioso general empezó a conquistar todas las ciudades que se encontró a su paso. No parecía que algo pudiera salir mal, sobre todo después de que Napoleón consiguiera que toda la Familia Real dejara España, en mayo de 1808, y viajara hasta Bayona para que el Rey y su hijo Fernando VII abdicaran oficialmente en favor de su hermano José.

La «úlcera» de Napoleón

La trampa estaba hecha, porque el general Joachim Murat, cuñado de Bonaparte y jefe de su Ejército en España, se encontraba ya apostado en Chamartín con 25.000 mil hombres. «Nos cuesta mucho trabajo creer que los propósitos de los franceses no fueran evidentes ante los ojos de nuestros conciudadanos. Los testigos nos hablan insistentemente del malestar creciente de la población madrileña. No sabían qué hacer, porque los galos tenían en la capital a todos aquellos soldados», explicaba el comandante José Manuel Guerrero en su artículo «El ejército francés en Madrid», publicado en la «Revista de Historia Militar» en 2004.

Joachim Murat, en un cuadro de Jean Baptiste Joseph Wicar
Joachim Murat, en un cuadro de Jean Baptiste Joseph Wicar

Cuando alguno de sus ministros intentó demostrarle que la conquista era una tarea muy difícil, los argumentos que le daban eran barridos por Napoleón con respuesta tan insolentes como: «Si esta guerra fuera a costarme 80.000 soldados, no la haría, pero no llegarán a 12.000». No se imaginaba entonces, ni por lo más remoto, que la mayoría de sus 110.000 soldados no regresaría jamás a Francia, ni que empezaba a gestarse la catástrofe que algunos historiadores calificaron como su «úlcera».

En varias ocasiones, el emperador francés expresó también su opinión despectiva hacia nuestro ejército y hacía España en general, asegurando que podría anexionarlo con tropas de segunda categoría, con poco presupuesto y escaso equipo. Y a pesar de las advertencias, se resistió a considerar como peligrosa la fuerza de los patriotas españoles, a los que a menudo calificaba de «brigands» (bandoleros). Nadie pudo hacerle entrar en razón. En palabras de Stendhal, el genial autor de «Rojo y negro», sus propios ministros estaban «se sentían embotados» por la autoridad desmedida que demostraba y por el desquiciado ritmo de trabajo que había impuesto a su Ejército durante los años anteriores.

«Napoleón ya no era el general Bonaparte»

El coronel Charles D’Agoult, que había sido nombrado segundo teniente con solo 17 años y que había participado activamente en la conquista de España, fue también muy crítico con su emperador:«Del genio a la locura no hay tanta distancia. Ya sea enajenación por el poder absoluto, ya sea por un debilitamiento prematuro de sus facultades, no hay duda de que Napoleón ya no era el general Bonaparte».

Al igual que Maximilien Sébastien Foy, el general francés que llegó a Tolosa y acabó retirándose a Irún, huyendo finalmente a Francia: «La naturaleza fija un límite más allá del cual las empresas locas no pueden ser conducidas con prudencia. Ese límite, el emperador lo alcanzó en España y lo rebasó en Rusia. Si entonces hubiese escapado a su ruina, su inflexible fatuidad lo hubiese llevado a encontrarlo en cualquier otra parte distinta a Bailén o Moscú».

No pensó que por el camino se encontraría al general Castaños, al Empecinado y a un pueblo entero dispuesto a hacerle frente aunque fuera con piedras, como demostró desde el mismo 2 de mayo de 1808, cuando Madrid saltó por los aires. «Se oían gritos de “¡armas, armas, armas!”. Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones. Y la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos al principio, después de la aparición de la artillería todos fueron actores», contaba Benito Pérez Galdós en sus «Episodios Nacionales». Los españoles no tardaron en levantarse, convencidos de que podía y debían echar al invasor. El Gobierno llamó a filas a sus ciudadanos y consiguieron reunir a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate.

«España destruyó mi reputación»

La Guerra de Independencia se saldó con 110.000 bajas entre los franceses, según las cifras de Jean Houdaille, a los que habría que sumar otros 60.000 muertos más de las tropas aliadas que les acompañaron. «España, fortuna de los generales, tumba de los soldados», llegaron a escribir con tiza muchos de sus soldados en las casas españoles, en abierta señal de desaprobación con las decisiones de Napoleón. Según François Malye en «Napoleón y la locura española» (Edaf, 2008), estas críticas se debían a que los soldados vivían la guerra como una «locura» y «un infierno», donde «la violencia del conflicto permanecerá en su memoria durante años, con aquellas feroces represalias que sucedían a unas atrocidades espantosas».

El historiador francés explica que algunos de estos, como es el caso de Junot y Fournier-Sarlovèze, sufrieron enfermedades mentales clínicamente probadas por los reveses sufridos en sus enfrentamientos con los españoles, puesto que eran soldados con el espíritu ya quebrado por las heridas y la furia de quince años de guerras. Otros mostraron su oposición al despotismo del emperador por razones mucho más egoístas. «Nos quitó de cargar la mochila antes de tiempo», reprochó en 1814 el mariscal Lefebvre, al considerar que no les había permitido enriquecerse tanto como él al ordenar la huida de España. Lo dijo precisamente tras la entrevista que los mariscales sostuvieron con él para forzarle a su primera abdicación. Y algunos generales, además, protagonizaron conspiraciones contra Napoleón, como la «de Oporto», en la que intentaron socavar su poder, pero este reaccionó a tiempo y los apartó del Ejército.

«¿Cómo pudo pensar que un conflicto de esta importancia podía dirigirse desde París, cuando sus correos tardaban dos meses en llegarles a sus generales, siempre y cuando los emisarios no fueran masacrados antes por los guerrilleros?», se pregunta Malye. «En 1807, el emperador, en la cima de su gloria, se creía invencible. Esa será la causa de su caída. Embriagado por dos años de victorias, de Austerlitz a Friendland, ahora reinaba sobre un inmenso imperio y distribuía las coronas de la vieja Europa entre los miembros de su familia», responde el historiador francés. Pero, efectivamente, Napoleón subestimó y menospreció el valor y la fuerza del Ejército español.

«Le llevaban las cabezas directo de la guillotina»: la extraordinaria vida de Madame Tussaud

Aunque a duras penas sabía leer o escribir en francés y llegó a Inglaterra sin saber inglés, triunfó.

Fuente: bbc.com 18/05/2017

En 1838, a los 80 años de edad, una extraordinaria mujer se dispuso a dictarle sus memorias a su amiga, contándolas en tercera persona: «Madame Tussaud nació en Berna en 1761».

Sus memorias, cartas y documentos ofrecen una visión única de la creación del mundialmente famoso imperio de museos de cera que lleva su nombre.

Y aunque algunos de los detalles del relato sobre su vida no eran precisamente exactos, hasta estos son fascinantes.

Licencia de autor

En sus manos, la verdad misma era tan moldeable como la cera. Incluso datos tan claros como el lugar de nacimiento y su parentesco no eran ciertos.

«Su padre, que murió antes de su nacimiento, era militar de profesión, y su nombre, Grosholtz, era prestigioso», aseguró.

La historia de Marie Tussaud realmente empezó en Strasburgo, no en la adinerada Berna. Y su familia estaba lejos de ser ilustre.

Manos en cera de dos de los Beatles
Image captionHasta hoy en día Madame Tussauds sigue utilizando las técnicas que Philippe Curtius le enseñó a Marie.

Cuando su padre murió, su madre acudió a su cuñado a pedirle ayuda.

Philippe Curtius era un doctor y anatomista convertido en modelador de cera en Berna.

Empleó a la madre de Marie como ama de llaves y se apegó mucho a la niña, a la que le enseñó su arte.

Primeros pasos

Philippe Curtius era una celebridad en Berna.

Lo consultaban por sus conocimientos mágicos y anatómicos, y había mucha demanda por sus modelos de cera.

Había aprendido a hacerlos solo a mediados del siglo XVIII, cuando se volvió más difícil conseguir cadáveres para disecar, así que se necesitaban modelos para aprender y enseñar anatomía.

Figura de cera de Voltaire
Image captionVoltaire fue uno de los que se pusieron «pacientemente en manos de la hermosa artista», dos meses antes de su muerte.

Cuando su fama aumentó, Curtius decidió abrir otro lugar de exhibición en el Boulevard Du Temple, Paris.

Al lado de los criminales, Curtius expuso bustos de las celebridades de la época, una fórmula que más tarde le daría fama mundial a su sobrina.

Tras descubrir que Marie era muy apta y aprendía rápido, Curtius la tomó de aprendiz y le confió la tarea de hacer los moldes de las cabezas de los personajes principales de ese período, que «pacientemente se ponían en manos de la hermosa artista».

¿Realmente real?

Al convertirse en una fabricante de modelos consumada, Marie empezó a involucrarse completamente en el proceso.

Sus habilidades aumentaron, así como su reputación… al menos según sus memorias.

Versalles
Image captionEn la corte de Versalles, no había mucho chance de que burgueses se codearan con la aristocracia.

«Entre los miembros de la familia real, que a menudo visitan los apartamentos y admiran el trabajo de Curtius y su sobrina… estaba Madame Elisabeth, la hermana del rey».

Cuenta que la princesa le pidió que le enseñara el arte de modelar en cera, y que le gustó tanto estar con ella que le pidió permiso a Monsieur Curtius para llevarla a vivir al Palacio de Versalles para poder disfrutar de su agradable compañía.

Todo lo cual es muy improbable. Marie Grosholtz no aparece en el registro oficial.

Además, en esa estructura jerárquica tan codificada y controlada, alguien que ganaba dinero con una exhibición comercial en París con Curtius nunca habría tenido acceso a ese íntimo círculo.

14 de julio de 1789: la toma de la Bastilla

Después de más recuentos de sus supuestas conversaciones con la realeza, las memorias se tornan dramáticas.

La vida de la joven Marie estaba a punto de recibir un revolcón. Se avecinaba la Revolución Francesa.

Ilustración de la toma de la Bastilla
Image captionLa toma de la Bastilla cambió completamente el enfoque de la exhibición de figuras de cera.

Los registros de este corto pero excitante período están repletos de ejemplos de la ferocidad más diabólica.

Como Marie, Curtius era monárquico pero también un astuto hombre de negocios. Sabía que tenía que cambiar su estilo para sobrevivir.

A partir de ese momento, era demasiado peligroso tener bustos de la familia real a la vista del público.

El primer evento que Madame Tussaud recuerda del «sanguinario comienzo de la Revolución» fue cuando «el público se empezó a congregar en las calles demandando bustos de los ídolos del pueblo».

La exhibición de figuras de cera empezó a cumplir el rol de los noticieros de hoy en día pues la gente la visitaba para enterarse de los últimos acontecimientos.

Por eso tenían que cambiar rápidamente los bustos de lugar, para reflejar los cambios de mando en la Revolución.

Figuras juntas de los ahora separados Angela Jolie y Bratt Pit
Image captionEn la actualidad, también tienen que estar pendientes de cambiar la exposición cuando algo ocurre.

Las cabezas decapitadas eran llevadas inmediatamente a donde Madame Tussaud «cuyos sentimientos pueden ser más fácilmente imaginados que descritos. Temblando de horror, estaba obligada a hacer un molde«.

Marie cuenta que hacía los modelos de cera de los guillotinados sentada en los escalones de la sala de exposición.

Aunque la escena parezca inverosímil, en este caso sí es real: está corroborada por relatos de otras personas y se sabe que efectivamente la exposición incorporó las cabezas de revolucionarios decapitados.

Por desagradable que fuera hacerlas, no hay duda de que los macabros retratos en cera de las víctimas más famosas atrajo aún más multitudes.

Marie con decapitados
Image captionLa horrenda escena descrita por Marie realmente ocurrió: le traían los cuerpos y ella hacía los moldes y las figuras de cera tan pronto como era posible.

En 1794, Robespierre, el principal arquitecto del Reino del Terror fue a la guillotina. El país estaba en guerra, tanto dentro como fuera de sus fronteras.

El caos en Francia empeoraba; al tío de Marie le ordenaron servir como traductor con el ejército francés.

Tras unos meses, retornó, muy enfermo. Murió poco después, dejando a Marie como única heredera de su casa en Versalles y el salón de exposiciones en Boulevard Du Temple.

La señora Tussaud

Marie no se quedó sola por mucho tiempo.

Se casó con François Tussaud, un ingeniero al que le gustaba comprar acciones, invertir en teatros, quien estaba con ella por su dinero y quien, francamente, como esposo, era una carga.

Pero Marie finalmente pudo dejar atrás el nombre de una familia de escasa alcurnia al pasar de ser Mademoiselle Grosholtz a Madame Tussaud.

Madame Tussaud en Baker Street.
Image captionEn ese momento, era difícil imaginarse cuál sería su destino.

Cuando Marie tuvo su primer hijo, Joseph, ella tenía 37 años. Su segunda hija murió al nacer y otro hijo nació el año siguiente: François.

Su vida de casaba era infeliz y la revolución estaba arruinando su negocio. Los turistas ya no venían a París; la gente tenía menos dinero y los ricos que sobrevivieron la guillotina, se habían ido de Francia.

Ese podría haber sido el final de la historia, pero una mañana de octubre de 1802, un encuentro con un amigo de la familia le cambió el curso de la vida.

«Phantasmagoria»

Paul de Philipsthal era un artista itinerante alemán que decía que podía conectarse con el más allá.

Cuando se reveló que era un charlatán, dejó su país y se fue a París en busca de una audiencia más susceptible.

Phantasmagoria
Image captionEl horror atraía al público.

Usaba la Linterna Mágica, que era un desarrollo de la cámara obscura, el antecesor de los proyectores de diapositivas, que en el siglo XVII era una distracción que fascinaba a los europeos acomodados.

Los espectáculos se llamaban phantasmagoria (reunión de fantasmas). El público entraba en una habitación completamente oscura y era bombardeado con una serie de imágenes de fantasmas y espíritus diabólicos.

Philipsthal estaba buscando otros elementos para agregarle a su espectáculo y le sugirió a Marie que se fuera con él a Inglaterra.

Ella empacó sus cosas, dejó a su irresponsable esposo encargado del salón de exhibiciones en París y a su hijo menor con su madre, y cruzó el Canal de la Mancha con su hijo mayor Joseph, que para entonces tenía 5 años.

El hombre de su vida

En 1802, llegó a una Inglaterra a la que todo lo francés producía fascinación y repulsión.

Retrato de Napoleón Bonaparte de Paul Delaroche
Image captionA diferencia de su marido, Napoleón la ayudó a volverse rica.

Francia era el enemigo. Napoleón era la figura central de esa extraña atracción y aborrecimiento.

Y Madame Tussaud la tenía… en cera.

Así que Napoleón se convirtió en la figura central de su exhibición.

Luego de romper con Philipsthal -quien no resultó un buen socio-, empezó a recorrer Inglaterra con un show que hasta 1808, se llamó «El gabinete de curiosidades de Curtius».

Al llegar a un sitio nuevo, producía carteles que anunciaban: «Especialmente para tu ciudad por tiempo limitado… el gabinete de curiosidades de Curtius».

El «tiempo limitado» no tenía fecha exacta pues había aprendido a trasladarse sólo cuando empezaba a ganar menos.

Sabía además que el viaje mismo era publicitario pues cada uno de sus carruajes tenían el nombre del show y su siguiente destino.

Carroza de Madame Tussaud
Image captionLas carrozas que transportaban sus figuras de cera eran carteles publicitarios.

Y como quería atraer a la nueva clase media adinerada, a diferencia de otros espectáculos itinerantes, rentaba grandes salones, bien amueblados y decorados. Los modelos de cera eran distribuidos de manera que la gente pudiera caminar entre ellos y tocarlos.

Así le cambió la cara a la modelación en cera que en Reino Unido había estado asociada al entretenimiento popular o a la anatomía. Madame Taussaud la tornó en una forma de entretenimiento educativa e informativa para la clase media con aspiraciones.

«Todos se asombran con mis figuras, no habían visto algo así. Aquí me tratan como una gran dama».

Salón de exhibiciones de Madame Tussaud
Image captionLos visitantes caminaban entre las figuras de cera de los famosos.

Las giras del gabinete curiosidades por Reino Unido eran cada vez más rentables y ella continuaba enviándole dinero a su esposo, quien seguía en Francia supuestamente ocupándose de la educación de François, el hijo menor.

Pero realmente se lo gastó todo y en 1812 François se vio obligado a vender las figuras de cera de Boulevard Du Temple.

En 1817, tras la separación de sus padres, François llegó a Londres cargando un recuerdo de la familia para confirmar su identidad, pues no había visto a su madre y hermano por 15 años.

Era carpintero y su lugar en el negocio de su madre fue hacer los brazos y piernas de las figuras.

Los dos hijos trabajaban bajo las órdenes de la mamá y la exhibición cambió de nombre a Madame Tussaud e hijos.

Londres, Baker Street

Portada del catálogo de la exposición de Madame Tusssaud e hijos en Baker Street.
Image captionPortada del catálogo de la exposición de Madame Tusssaud e hijos en Baker Street.

En 1835, tras tres décadas de recorrer los caminos de Reino Unido, Madame Tussaud e hijos era un negocio próspero.

Finalmente Marie tenía lo suficiente para alquilar un salón de exposiciones en Baker Street, Londres.

En ese momento, no sabía que se convertiría en un lugar permanente. El plan era estar ahí, en el centro de Londres, de la moda, del área cultural y burguesa durante unos meses. Pero como siguieron ganando dinero, se quedaron.

Su «Cámara del Horror«, que combinaba la sangrienta violencia de la Revolución Francesa con figuras de asesinos famosos, atraía multitudes.

En una época en la que las ejecuciones habían dejado de ser públicas, le permitía a la gente acercarse un poco al oculto mundo del crimen y castigo.

Y podían estar seguros de que el modelo había sido tomado de la cabeza del muerto.

Cámara del horror, ilustración
Image captionEl horror atraía a la gente.

En 1837 una nueva atracción llevó a Madame Tussaud y a su exhibición a otro nivel: la joven reina Victoria permitió que la modelara en cera y que la figura vistiera réplicas exactas de su atuendo de coronación.

La reina quedó tan complacida con la obra que llevaba a sus hijos a verla y animaba a otros aristócratas a hacer lo mismo.

«Tras 36 años de residencia, incluyendo los últimos cinco en Londres, Madame Tussaud está más de moda que nunca. Escapó masacres, fue liberada de la prisión, se salvó de la guillotina y llegó a un retiro pacífico. Sana y salva, se despide de sus lectores».

Así termina su brillante autobiografía, un excelente retrato de cómo ella quería que se le recordara.

Madame Tussaud creó tanto el mito como la realidad que lo inspiró.

Figura de cera de Madame Tussaud
Image captionElla misma era lo suficientemente famosa como para merecer una figura de cera con su semejanza.

Murió el 15 de abril de 1850 a la edad de 89 años. Su obituario apareció en casi todos los diarios que calificaron, sin excepción, que Madame Tussaud era una «institución nacional».

Su museo que sigue siendo espectacularmente exitoso entre londinenses y visitantes. Hoy en día, Madame Tussands tiene nueve sedes en Asia, siete en Europa, siete en Estados Unidos y uno en Oceanía.

Cómo una epidemia en Haití ayudó a Estados Unidos a convertirse en una potencia

La revuelta de los esclavos haitianos puso en marcha cambios que terminaron afectando la geopolítica mundial.

Autor: Ángel Bermúdez

Fuente: BBC 28/06/2020

Fue una epidemia cuyos efectos cambiaron la geopolítica mundial por muchos siglos.

A finales de 1801, Napoleón Bonaparte envió a Haití una de las mayores flotillas desplegadas hasta entonces por la Armada de Francia y sus fuerzas terminaron sucumbiendo ante un mosquito.

Decenas de miles de soldados franceses murieron víctimas de la mayor epidemia de fiebre amarilla registrada en el Caribe en 300 años.

Así naufragaron los planes de Bonaparte para las Indias Occidentales, en los cuales Haití era una pieza central.

Su fracaso creó las condiciones propicias para la consolidación de una pujante pero aún joven nación: Estados Unidos, cuyo ascenso transformaría el tablero internacional en los siglos por venir.

Pero ¿de dónde surgía tanto interés de Bonaparte por Haití?

Un imperio de azúcar y café

Tras haberse establecido a inicios del siglo XXVII de forma informal en la parte occidental de La Española -como se conocía entonces al territorio que hoy ocupan República Dominicana y Haití-, Francia logró que la corona española le cediera formalmente un tercio de la isla en 1697 con la firma del Tratado de Rijswijk.

Barcos franceses en Saint Domingue.
Image captionMás de 700 barcos recalaban en Saint Domingue cada año para exportar sus productos, sobre todo, azúcar y café.

Bautizada entonces como Saint Domingue, pronto se convirtió en la más próspera posesión de Francia en todo el Nuevo Mundo gracias a su producción de azúcar y café, de los que era el principal exportador a Europa, y, en menor medida, de cacao y añil.

A inicios de la década de 1780, más de 700 barcos recalaban cada año a cargar productos de esta colonia que por entonces representaba dos tercios de las inversiones francesas en el extranjero.

Toda esa prosperidad, sin embargo, se erigía sobre la base del uso masivo y brutal de la mano de obra de esclavos africanos.

Estos estaban atrapados en un círculo vicioso pues los hacendados dedicaban a su manutención la menor cantidad posible de recursos, persuadidos de que no merecía la pena gastar más debido a su alta tasa de mortalidad.

Como consecuencia de ello, la mitad de los esclavos morían durante su primer año en Haití debido a las duras condiciones de vida.

Esto hacía necesario «importar» cada año decenas de miles de humanos, lo que -a su vez- convertía la trata de esclavos en un suculento negocio.

Socialmente, Saint Domingue era una bomba de tiempo con múltiples clases que se odiaban y se temían mutuamente. Como describió el historiador francés Paul Fregosi:

«Blancos, mulatos y negros se aborrecían entre sí.

«Los blancos pobres no toleraban a los blancos ricos; los blancos ricos despreciaban a los blancos pobres; los blancos de clase media estaban celosos de los blancos aristócratas; los blancos nacidos en Francia menospreciaban a los blancos locales.

«Los mulatos envidiaban a los blancos, repudiaban a los negros y eran despreciados por los blancos.

«Los negros libres vejaban a los que aún eran esclavos; los negros nacidos en Haití consideraban como salvajes a aquellos traídos de África.

«Todo el mundo -con mucha razón- vivía con terror de los demás…Haití era un infierno, pero Haití era rico«.

En 1791, paradójicamente inspirados en la Revolución Francesa y en su Declaración de los Derechos del Hombre, los esclavos de Saint Domingue iniciaron una revuelta que 13 años más tarde culminaría en la declaración de independencia, la primera de un país de América Latina.

Muchos hacendados murieron en manos de sus esclavos y numerosas plantaciones fueron quemadas.

Levantamiento de esclavos en gran plantación en Cap-Français
Image captionMuchos hacendados blancos fueron asesinados y muchas plantaciones quemadas durante la revuelta de esclavos de 1791.

El alzamiento derivó en una guerra civil entre castas, en la que interesadamente también se inmiscuyeron otras grandes potencias coloniales como España e Inglaterra, que apoyaron a uno u otro grupo según sus conveniencias.

La presión de la revuelta fue logrando extraer concesiones de las autoridades francesas, que comenzaron a ofrecer la libertad a los esclavos que se sumaran a sus filas, haciendo de la necesidad, virtud.

Para 1794, Francia abolió la esclavitud en todas sus colonias en el Caribe.

A inicios de la década siguiente, François-Dominique Toussaint Louverture, un exesclavo devenido en jefe militar que formalmente juraba lealtad a Francia, se hizo con el control de Saint Domingue y en 1801 se hizo nombrar «gobernador general vitalicio».

Sus movimientos no pasarían inadvertidos en París.

Una invasión, un engaño

Decidido recuperar el control efectivo sobre la antigua colonia y restaurar su «grandeur«, en el otoño de 1801, Bonaparte envió una flotilla conformada por 26 fragatas, 35 navíos de línea, 22.000 soldados y unos 20.000 marinos, según datos recogidos por el historiador estadounidense J.R. McNeill.

Desembarco de las tropas francesas en Saint Domingue.
Image captionCon tropas mejor entrenadas y apertrechadas, Leclerc no tuvo dificultades para conquistar terreno en Saint Domingue.

A finales de enero de 1802, esta fuerza inicial llegó a su destino, desembarcando en tres puertos distintos.

En los meses siguientes recibirían más refuerzos, aunque no hay consenso entre los expertos sobre la magnitud de los mismos. Se estima que la fuerza total enviada a Saint Domingue osciló entre los 60.000 y los 85.000 hombres.

Al frente de esta expedición iba el general Victor Emmanuel Charles Leclerc, esposo de Pauline, la hermana menor y favorita de Napoleón.

El jefe militar había recibido instrucciones secretas sobre su misión.

«Napoleón planeaba que Leclerc, por medio de engaños o por la fuerza, restaurara la economía de plantación, restituyera Saint Domingue a Francia y pusiera fin a la independencia de facto impuesta por Toussaint», escribe McNeill en su libro «Mosquito Empires: Ecology and War in the Greater Caribbean, 1620-1914«.

Sus designios también incluían la reinstauración de la esclavitud pero solamente cuando se hubiera desarmado a los negros y deportado a sus líderes a Francia, por lo que había que mantener la discreción sobre estos planes.

Napoleón también instruyó a Leclerc para que actuara con astucia ante Touissant: primero debía mostrarle respeto para que bajara su guardia y, entonces, debía capturarlo.

François-Dominique Toussaint Louverture
Image captionPara 1801, el líder haitiano Toussaint Loverture se había hecho con el control de Saint Domingue.

Con unas tropas experimentadas y bien apertrechadas frente a las mal equipadas milicias locales, no fue difícil para Leclerc ir ganando cada vez más terreno hasta que en mayo de 1802 acordó un armisticio con Toussaint, quien accedió a retirarse a una de sus muchas haciendas en el campo.

Un mes más tarde, sin embargo, el líder haitiano cometió la imprudencia de acudir a una cita con Leclerc, quien lo arrestó para luego deportarlo a Francia, donde murió en un calabozo menos de un año más tarde.

Un enemigo pequeño y mortal

Algunos historiadores consideran que la captura de Toussaint se precipitó luego de que Leclerc descubrió que el líder haitiano, en realidad, estaba intentando ganar tiempo a la espera de que los franceses se retiraran derrotados por un enemigo implacable: la fiebre amarilla.

Mosquito Aedes aegypti.
Image captionEl pequeño Aedes aegypti puso fin a los planes de Bonaparte en el Nuevo Mundo.

«Toussaint tenía conocimiento médico y conciencia de cuándo y dónde las fiebres golpearían a sus enemigos europeos. Aparentemente él sabía que maniobrando para llevar a los blancos hacia los puertos y las tierras bajas durante la temporada de lluvias, estos morirían en masa», señalan los historiadores médicos John S. Marr y John T. Cathey.

Esta estrategia parece insinuarse en una carta que el general haitiano le escribió a Jean-Jacques Dessalines, quien le sucedería como líder y se convertiría en el primer mandatario del Haití postcolonial.

En su texto, Toussaint le da instrucciones a Dessalines para que incendie un puerto donde los franceses tenían una guarnición y le indica: «No olvides que mientras esperamos a la temporada de lluvia, que nos librará de nuestros enemigos, solamente tenemos la destrucción y el fuego como nuestras armas».

Sus cálculos estaban bien orientados, una vez iniciada la temporada de lluvias en 1802, las tropas francesas empezaron a caer bajo los ataques del pequeño pero implacable mosquito Aedes aegypti.

Leclerc da cuenta de que cuán difícil era esa batalla en una carta que por entonces envió al ministro de Defensa francés, Denis Descres:

«Un hombre no puede trabajar duro acá sin arriesgar su vida y es imposible para mí quedarme acá más de seis meses… ¡Mi salud es tan precaria que me consideraría afortunado si logro durar ese tiempo! La mortalidad sigue y el miedo causa estragos… usted verá que el ejército que calcula en 26.000 hombres está reducido en este momento a 12.000… en este momento tengo 3.600 hombres en el hospital», escribió.

«En las noches recientes he perdido entre 30 y 50 hombres al día en la colonia, y no pasa un día sin que entre 200 y 250 hombres entren en el hospital, de los cuales no más de 50 salen», agregó.

Victor Emmanuel Charles Leclerc,
Image captionEl general Leclerc, cuñado de Bonaparte, tenía instrucciones de reinstaurar la esclavitud en Haití.

Las condiciones en las que vivían las tropas francesas en fuertes atestados o en barcos en los puertos ofrecían un ambiente propicio para la reproducción y los ataques del mosquito.

Las fuerzas recién llegadas del extranjero no poseían, además, una cierta inmunidad a la enfermedad como la que podían haber desarrollado quienes llevaban tiempo residiendo en la isla.

Como consecuencia, las tropas de Leclerc se vieron diezmadas por la fiebre amarilla.

Según estimaciones de McNeill, entre 80% y 85% de los soldados franceses enviados a Haití perdieron la vida, la mayor parte de ellos debido a la enfermedad y solo unos pocos en combate.

«Según todos los estándares, el número de fallecidos y la tasa de mortalidad (en este caso) son difíciles de entender a menos que uno tome en cuenta la convergencia de factores ambientales y ecológicos ideales para un desastre epidemiológico«, resumieron John S. Marr y John T. Cathey.

Una de esas víctimas mortales fue el propio Leclerc, quien falleció en noviembre de 1802. Un año más tarde, las fuerzas francesas terminarían por retirarse de la isla y abandonar formalmente su intento de reconquista.

A su derrota contribuyeron algunos errores estratégicos como la captura de Toussaint, la decisión de Napoleón de reinstaurar la esclavitud en la isla de Guadalupe y las despiadadas acciones del sucesor de Leclerc, general Donatien Rochambeau, que llevaron a Francia a encontrar con cada vez mayor resistencia entre los negros y mulatos.

Ninguno de estos elementos, sin embargo, tuvo un efecto tan demoledor como la fiebre amarilla.

El nacimiento de una potencia

El intento de Napoleón de retomar el control de Saint Domingue fue seguido con interés por el resto de potencias pero causaba gran inquietud, especialmente, en un país recién independizado y aún en formación: Estados Unidos.

Thomas Jefferson
Image captionThomas Jefferson preveía que la ocupación francesa de Luisiana llevaría a conflictos con Estados Unidos.

A finales de 1800, España cedió a Francia a través de un acuerdo secreto la colonia de Luisiana.

Ese territorio abarcaba los actuales estados de Arkansas, Iowa, Misuri, Kansas, Oklahoma y Nebraska, así como partes de Minesota, Nuevo México, Dakota del Sur, Texas, Wyoming, Montana y Colorado; además del propio estado de Luisiana y de porciones de las provincias canadienses de Alberta y Saskatchewan.

Pero al gobierno de Thomas Jefferson no le preocupaba tanto la extensión del territorio sino su ubicación: controlaban el río Misisipi y el puerto de Nueva Orleans, por donde transitaban tres octavos de los productos que exportaba Estados Unidos.

Otro motivo de intranquilidad era el hecho de que el nuevo propietario fuera una potencia en pleno auge, como la Francia de Napoleón.

«Esto cambia completamente todas las relaciones políticas de Estados Unidos y generará una nueva época en el acontecer político», escribió el mandatario estadounidense en abril de 1802, poco después de haber recibido confirmación sobre la cesión de Luisiana.

«España habría podido retenerla tranquilamente durante años… no puede esperarse que esto ocurra nunca en las manos de Francia. La impetuosidad de su temperamento, la energía y lo inagotable de su carácter, la ponen en un punto de fricción eterna con nosotros…resulta imposible que Francia y Estados Unidos puedan seguir siendo amigos cuando se hallan en una situación tan irritante«, dijo el presidente estadounidense, según relata en su biografía el historiador Jon Meacham.

Intentando solucionar la crisis antes de que esta se presentara, Jefferson envió a inicios de 1803 a James Monroe como su enviado especial a París para negociar la compra de Nueva Orleans con Napoleón.

James Monroe
Image captionJames Monroe fue enviado a Francia a negociar la compra de Nueva Orleáns y adquirió toda la colonia de Luisiana.

El objetivo se consiguió pero con una sorpresa añadida: a la propuesta de compra de Nueva Orleans, Francia añadió la oferta de entregar toda la colonia de Luisiana.

Pero, ¿por qué tomó esta decisión?

«Para Francia mantener y defender tierras tan lejos de Europa se estaba haciendo cada vez más costoso y problemático. La derrota a manos de las fuerzas de los esclavos en Saint Domingue era especialmente irritante para Napoleón, quien creía que tenía que destinar sus recursos a campañas más próximas a casa», explica Meacham.

Así fue como el 30 de abril de 1803 se firmó el acuerdo mediante el cual Estados Unidos compraba Luisiana, con lo que ponía fin a cualquier preocupación sobre las ambiciones territoriales de Francia en su entorno más próximo y lograba duplicar su territorio a un precio de oferta: US$15 millones de la época, equivalentes a unos US$340 millones de 2020.

Historiadores como Bob Corbett colocan a Saint Domingue en el centro de la estrategia de Francia para el Nuevo Mundo, en la cual Luisiana estaba destinada a servir como productor de productos para alimentar a los esclavos de la isla.

«Sin la isla, el sistema tenía manos, pies e incluso cabeza pero no cuerpo. ¿De qué servía Luisiana cuando Francia había perdido la principal colonia que Luisiana debía alimentar y fortalecer?«, se preguntaba el historiador Henry Adams.

Otros investigadores creen -sobre la base de algunos indicios- que Bonaparte, en realidad, tenía planes para hacerse con el control de Luisiana y desde allí conquistar Estados Unidos o, al menos, establecerse como una gran fuerza en ese territorio, que había estado dividido entre estadounidenses, franceses y españoles.

Aún si alguno de esos escenarios hubiera fuera el correcto, la derrota en Saint Domingue parece haber puesto fin a esas ambiciones.

La compra de Luisiana abrió las puertas para la futura expansión estadounidense hacia el oeste, incluyendo la guerra con México tras la cual Estados Unidos se anexó Texas formalmente y compró California y el resto de los territorios al norte del Río Bravo.

Mapa de la compra de Luisiana.
Image captionLa compra de Luisiana permitió a EE.UU. duplicar su territorio y abrió las puertas para su expansión hacia el oeste.

Esta consolidación territorial no solamente ayudó a convertirle en el cuarto país con mayor territorio del mundo sino que además limitó a dos el número de países con los que compartía frontera terrestre y dejó a los océanos Atlántico y Pacífico como barreras naturales que le protegían de agresiones.

Todos estos elementos han sido fundamentales para evitar que el territorio continental de Estados Unidos sea atacado por enemigos externos y ha evitado que sus infraestructuras (y en gran medida su economía) se vean afectadas por conflictos bélicos.

Y todos estos cambios fueron posibles por la epidemia de fiebre amarilla que azotó a las tropas francesas en Haití.

Queda claro por qué el investigador Erwin Ackerknecht llegó a decir que probablemente esa haya sido «la epidemia más importante de la historia»

La revolución de los negros de Haití

Autor: Josep Torroella Prats

Fuente: Descubrir la historia 14/03/2020

Haití fue la primera colonia latinoamericana que rompió sus lazos con la metrópoli. A costa de un gran derramamiento de sangre, entre 1792 y 1804 los negros haitianos no sólo lograron quitarse de encima el yugo colonial francés, sino también acabar con la esclavitud. Para lograr su objetivo tuvieron que combatir duramente durante años contra los franceses, pero también contra británicos y españoles.

Actualmente la República de Haití es uno de los países más pobres del mundo. En América, ocupa el último lugar entre los más desfavorecidos. Raramente es noticia, y cuando los medios hablan de él casi siempre es por el mismo motivo: una catástrofe natural, una crisis humanitaria o un conflicto político. Pero hubo un tiempo en que Haití fue una próspera colonia francesa con la que la metrópoli realizaba una cuarta parte de su comercio de ultramar. Allí estaban los colonos más ricos, las haciendas más florecientes del Imperio colonial francés, y en Por-au-Prince, la capital, se levantaban iglesias, bellos palacios, teatros y casas de placer.

La Revolución francesa de 1789 no fue solamente un hecho europeo. Las ideas de libertad, igualdad y fraternidad no tardaron en cruzar el Atlántico y desembarcar en América. Uno de los lugares donde llegaron primero fue la parte francesa de La Española, la isla antillana explorada por Cristóbal Colón y primer asentamiento europeo en el Nuevo Mundo. España tuvo que ceder el tercio occidental de esta isla a Francia en 1692 por la paz de Ryswick, durante el desafortunado reinado de Carlos II, el último Habsburgo hispánico. La pequeña colonia, que los franceses llamaban Saint-Domingue luego pasó a denominarse Haití.

En el siglo XVIII Haití era el territorio más rico de las Antillas; más que Cuba y que Jamaica. Algunos publicistas llamaban a Haití «la perla de las Antillas». Francia realizaba una cuarta parte de su comercio ultramarino con aquella pequeña posesión caribeña. A Port-au-Prince, la capital, y otros puertos haitianos llegaban cada año cientos de barcos franceses. Descargaban esclavos africanos y brandy, y partían con las bodegas llenas de diversos productos rumbo a Marsella, Burdeos, Nantes y otros puertos franceses. En vísperas de la revolución, Haití producía casi la mitad del azúcar que se consumía en Europa y América. Solo en Burdeos había dieciséis fábricas que refinaban el azúcar haitiano. Haití también exportaba algodón, índigo, café y cacao. Todo el chocolate que consumían los franceses se obtenía a partir de cacao procedente de Haití.

Estos productos eran muy valiosos en el Siglo de las Luces. Como las clases altas y medias cada vez consumían más café y té, aumentó la demanda de azúcar. Los productos agrícolas que producía Haití eran el fruto del trabajo de cientos de miles de esclavos. En términos porcentuales, ninguna otra isla caribeña tenía tantos. En 1789 había en Haití cerca de 500.000 esclavos para una población libre de 30.000 colonos.

Con la explotación de aquella masa de mano de obra gratuita se habían enriquecido unas cuantas miles de familias blancas. Los negros hacían todo tipo de trabajos: desbrozaban los montes, cultivaban las plantaciones, cargaban y descargaban los barcos, transportaban la caña recogida en las plantaciones a los ingenios azucareros, trabajaban en las mansiones de sus amos… Para incrementar la producción se les trataba con brutalidad. Era frecuente ver a blancos azotando a esclavos en las calles de Port-au-Prince.

La pirámide social de Haití tenía por tanto una base muy amplia. Por encima de la masa de esclavos se encontraban los llamados gens de couleur; o sea, mulatos (algunos eran propietarios de tierras) y negros libertos. Más arriba, les petits blancs. Y en la cúspide, les grans blancs; europeos o criollos, eran dueños de vastas plantaciones, grandes comerciantes, traficantes de esclavos, funcionarios civiles y militares de alto rango. O sea, la flor y nata de Haití. Las desigualdades sociales en la colonia no podían ser más extremas. Y los intereses opuestos de unos y otros sólo podían desembocar en un conflicto violento.

La Citadelle (Wikimedia).

Para prevenir cualquier rebelión, la población esclava era tratada con suma severidad. Toda falta era castigada con dureza; todo intento de rebelión, con extrema crueldad. La brutalidad con que amos y capataces trataban a los esclavos empujó a muchos de ellos a huir a las montañas, donde se ocultaban entre la espesura y formaban bandas que sobrevivían como podían, a menudo asaltando haciendas, por lo que eran perseguidos sin tregua. Eran los cimarrones.

En 1757 un esclavo manco llamado Mackandal huyó al monte. Gran orador, desde su refugio llamó a sus congéneres a la rebelión. Como era un sacerdote vudú, pronto se convirtió en el líder. El cimarrón pretendía envenenar los pozos, quemar las haciendas, matar a los colonos. Pero su plan aniquilador llegó a oídos de éstos. Capturado después de muchas batidas, Mackandal fue quemado vivo en una plaza en presencia de muchos esclavos. Sin embargo, los esclavos haitianos se negaron a creer que las llamas habían acabado con él. El cimarrón se convirtió en una leyenda.

La Revolución francesa y los haitianos

Al llegar a la colonia la noticia del estallido de la revolución en Francia, los diversos sectores sociales de Haití celebraron el suceso. Todos vieron en el movimiento revolucionario una oportunidad para lograr sus objetivos. Los colonos esperaban conseguir la libertad de comercio y más autonomía política; las gentes de color libres, la igualdad de derechos que reclamaban desde hacía tiempo; los esclavos, naturalmente la abolición de la esclavitud. Los intereses de unos y otros eran contrapuestos. En un primer momento, sólo los grandes propietarios lograron sus propósitos.

Las revueltas de mulatos fueron duramente reprimidas por las autoridades y los colonos. El dirigente de la primera, iniciado en octubre de 1790, era Vincent Ogé, un instruido y rico mulato que se encontraba en Francia por razones de negocios cuando estalló la revolución. Allí había conocido a algunos políticos y sus discursos le habían inflamado. De regreso a Haití, Ogé encabezó una revuelta. Perseguidos, los mestizos insurrectos buscaron refugio en el territorio español de la isla. Allí, las autoridades entregaron a Ogé y a sus seguidores a los franceses. En febrero de 1791 Ogé fue ejecutado. Sus verdugos le rompieron los huesos en la rueda. Haití no era Francia. En la remota colonia los colonos defendieron sus intereses pasando por encima de las leyes.

Al llegar a la capital francesa la noticia del atroz ajusticiamiento de Ogé, fueron muchos los que se horrorizaron. En la Asamblea Nacional, Robespierre declaró que era mejor que Francia perdiera sus colonias si aquel era el precio que había que pagar por la libertad. El mestizo Ogé se convirtió en símbolo de las injusticias cometidas por los blancos de Haití. Aquella privilegiada minoría quería restringir los beneficios de la revolución a su clase, la de los grandes propietarios.

En cuanto a los esclavos, los grandes principios de la revolución —Liberté, Egalité, Fraternité— tropezaron muy pronto con los intereses económicos de los colonos de Haití. ¿Serían rentables las plantaciones si había que pagar un salario a los negros por su trabajo, hasta entonces gratuito? Para ellos, resultaba evidente que no. Por consiguiente, su liberación se demoró. Si los negros de Haití querían quitarse las cadenas de encima, tendrían que luchar para conseguirlo. Cuando se sublevaron, contaron con el apoyo de muchos hombres libres de color.

Cuando, en 1789, se convocaron los Estados Generales en Versalles, los colonos de Haití quisieron tener voz en aquella asamblea que no se reunía desde hacía más de un siglo. Pero en la isla había mulatos y negros libres que deseaban lo mismo. Aquella aspiración abrió las puertas de un debate en el centro del cual se encontraba la lacra de la esclavitud. A medida que la revolución progresaba, el debate se acentuó.

No se podía hablar de los principios de la revolución olvidando la existencia de medio millón de esclavos en Haití. En la vecina Inglaterra, la abolición del esclavismo cada vez tenía más defensores. En 1787 se había creado allí The Society for the Abolition of the Slave. Sus fundadores era dueños de una imprenta y las publicaciones de la sociedad pronto llegaron a Francia.

Batalla en Santo Domingo, cuadro de January Suchodolsk inspirado en un choque contra los haitianos en Santo Domingo, territorio que llegaron a dominar durante varios años tras su revolución (Wikimedia).

En 1788 se fundó en París la Societé dels Amis des Noirs, que abogaba por la abolición de la esclavitud en las colonias francesas. Entre sus miembros se hallaban el conde de Mirabeau, el marqués de Condorcet, Robespierre, Brissot y otros conocidos personajes de la cultura, el pensamiento y política de Francia. Incluso figuraba una mujer, Olympe de Gouges, autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de los Ciudadanos, abolicionista como todas las feministas de su tiempo.

François Dominique Toussaint

La independencia de Haití fue un proceso revolucionario de carácter abolicionista. No se trataba sólo de liberar a la colonia de la metrópoli, sino también de acabar con el esclavismo. El protagonista principal de este proceso fue François Dominique Toussaint, llamado L’Ouverture por sus seguidores porque abrió una puerta hacia la esperanza, hacia la libertad.

Toussaint era un antiguo esclavo hijo de un príncipe de Benín llevado a América como esclavo. Puesto que los esclavos eran vistos como mercancía por sus propietarios, su fecha de nacimiento se desconoce. Hombre muy capacitado, en la plantación donde vino al mundo pronto se convirtió en el cochero de su capataz. Más tarde se le encargó de cuidar de todo el ganado que pacía en la hacienda. Su dueño, que le tenía en gran estima, le concedió la libertad en 1776.

Entre 1793 y 1802 Toussaint dirigió la revuelta haitiana de esclavos con éxito. Era una persona inteligente, instruida. Su amo le había enseñado a leer y le había proporcionado algunos libros. Además, Toussaint tenía carisma y dotes de mando, sabía cómo arengar a sus tropas de desharrapados. Este ejército era numeroso, pero iba mal armado y estaba poco disciplinado, pero con él luchó contra británicos y franceses, a quienes puso en jaque y obligó a abandonar Haití.

«He emprendido la venganza de mi raza —escribió Toussaint al principio de la insurrección—. Quiero que la libertad y la igualdad reinen en Santo Domingo. Uniros, hermanos, y combatid conmigo por la misma causa».

Pese a la violencia del sistema esclavista, Toussaint nunca actuó con sed de venganza como hicieron muchos de sus compañeros. Era católico —su amo le había hecho bautizar— y no quería saber nada del mundo de vudú, tan arraigado entre los negros de Haití. Protegió a la familia de su antiguo dueño y la de otros colonos que conocía de los desmanes, de la carnicería que se desató en la isla. Por esta razón recibió duras críticas de los individuos más radicales del alzamiento.

El año 1791 estalló una revuelta de esclavos en el norte de Haití y Toussaint se unió a los sublevados. Aunque él ya era un hombre libre —e incluso propietario de una pequeña plantación— quería estar al lado de los que no lo eran y compartir sus penalidades. En poco tiempo Toussaint se convirtió en el líder de los alzados. Unos seis mil hombres le seguían dispuestos a vencer o morir. Iban armados con hachas, palos, machetes, cuchillos y algunas carabinas. Sus dirigentes, vestidos con uniformes chillones, se autoproclamaban generales y almirantes. Para acabar con la esclavitud, quemaban plantaciones, destruían ingenios y mataban a propietarios.

Cuando Toussaint se enteró de que en Francia los revolucionarios habían guillotinado a Luis XVI, propuso a sus hombres ponerse bajo la bandera de Carlos IV, el monarca español. En la vecina colonia española de Santo Domingo recibió instrucción militar. España estaba en guerra contra Francia desde 1793, tras la decapitación del monarca francés. Toussaint llegó a convertirse en general de las tropas de Carlos IV, y las autoridades hispánicas ofrecieron la libertad a todos los negros haitianos que pisaran suelo español. Pero aquella situación duró poco tiempo. El Tratado de Basilea, en julio de 1795, puso fin a la guerra de la Convención entre España y Francia. Pero entonces Toussaint ya era el líder indiscutible de la negritud haitiana.

El 4 de febrero de 1794 la Asamblea Nacional abolió la esclavitud en todos los territorios coloniales franceses. Era una decisión esperada tras la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin embargo, el Gobierno francés mantuvo el dominio sobre sus colonias en la creencia que los no europeos no estaban preparados para gobernarse, y Haití no era una excepción. Los esclavos haitianos eran libres pero seguían estando bajo el yugo francés.

Los colonos blancos que sobrevivieron a las matanzas huyeron despavoridos a Jamaica y Estados Unidos. Si los negros se habían pasado temporalmente a España, ellos se pasaron a Gran Bretaña, que envió tropas a Haití desde Jamaica. Un tercio de los 25.000 soldados que desembarcaron en la isla perdió la vida allí, más por la fiebre amarilla que por heridas de guerra. Los británicos finalmente capitularon. Fue una vergonzosa derrota que se ocultó durante mucho tiempo. Toussaint entró triunfante en Port-au-Prince.

Durante el Directorio, la Asamblea Nacional envió a Haití dos comisarios para ganarse a Toussaint con la promesa de libertad. Lentamente la colonia se recuperó, se fomentó la agricultura y se abrieron escuelas. Entonces Toussaint declaró la guerra a los españoles, que en Santo Domingo mantenían el comercio de esclavos. España contaba con escasas fuerzas militares en aquella colonia, mientras que Toussaint lideraba multitudes. Se alzó con la victoria.

De esta manera el antiguo esclavo gobernó sobre toda la isla caribeña hasta que España recuperó su dominio sobre Santo Domingo en 1814.

Henri I de Haití (Wikimedia).

Entonces, sin haber osado aún proclamar la independencia de Francia, Toussaint reunió a un grupo de hombres para que redactaran una constitución. Los redactores fueron negros, mulatos e incluso algún blanco. Toussaint no podía prescindir de los colonos que sobrevivieron a las matanzas porque la mayoría de los negros y muchos mulatos eran analfabetos.

Napoleón y Haití

Mientras tanto, en Francia, Napoleón Bonaparte había sido nombrado Primer Cónsul. Napoleón no amaba mucho a los negros y pronto se dispuso a intervenir en Haití. De momento envió delegados a la colonia. Cuando, en 1802, firmó la paz con Gran Bretaña por el Tratado de Amiens, ordenó preparar una poderosa fuerza armada. En la empresa participaron España y Holanda, países aliados de Francia. En dos años fueron enviados a Haití más de 10.000 soldados. Al frente de los invasores iba el general Leclrec, cuñado de Napoleón. Su esposa, Paulina Bonaparte a —la que retrató el artista italiano Canova como Venus Victoriosa— soñaba con un pequeño reino antillano. De hecho, la hermana del Primer Cónsul vivió en Haití unos meses con su marido y su hijo.

La guerra fue larga y ambos bandos perdieron muchos hombres. Como años antes los británicos, los franceses tuvieron muchas bajas a causa de la malaria. Al final Toussaint se vio obligado a aceptar la paz porque muchos de sus «generales» se habían pasado a los franceses. Engañado, Toussaint fue capturado y enviado a la prisión más segura de Francia, donde murió un año después de ingresar en ella. Cabe suponer que no fue muy bien tratado por sus carceleros.

Pero en Haití se reanudó la contienda. Los haitianos no daban su brazo a torcer. Ahora quien dirigía la lucha era Jean-Jacques Dessalines, un antiguo esclavo de un negro liberto. Tras vencer a las tropas napoleónicas, el 1 de enero de 1804 Dessalines proclamó la independencia de Haití. Como no quería ser menos que Napoleón, poco después se proclamó emperador con el nombre de Jacques I. Dessalines gobernó como un sátrapa y fue asesinado durante una revuelta de mulatos. Entonces la joven república se fragmentó en dos partes. Al norte, un reino dirigido por Henri Christophe, otro hombre con delirios de grandeza. Al sur, una república dirigida por un mulato llamado Pieton.

Henri Christophe se hizo coronar y tomó el nombre de Henri I. Hizo construir varios palacios, entre los cuales el de Sans Souci, como el de Federico II de Prusia. Ante la amenaza de una nueva invasión francesa, ordenó levantar una poderosa fortaleza sobre una montaña, La Citadelle, donde almacenó armas, municiones y alimentos para resistir un largo sitio. Miles de súbditos, incluso mujeres y niños, trabajaron en la obra. Henri I también dio instrucciones sobre cómo había que actuar cuando tuviera lugar el desembarco de tropas francesas. En pocas palabras, había que poner en práctica una política de tierra quemada, una acción devastadora que ya se había llevado a cabo en diversos momentos históricos.

Sin embargo, la tan temida invasión francesa nunca de produjo. Napoleón renunció para siempre a Haití, aquel lejano territorio donde los negros defendían con uñas y dientes su libertad y la de su país. De hecho, Francia renunció a reconstruir el dominio colonial de Francia en el Caribe. En 1803, un año antes que los haitianos proclamasen la independencia de su país, Napoleón había vendido la Luisiana al gobierno de Estados Unidos. 

Para saber más

—Franco, José Luciano (1966). Historia de la revolución de Haití. La Habana: Instituto de Historia.

—Gainot, Bernard (2017). La Révolution dels esclaves d’Haïti, 1763-1803. Vendemiaire.

—Roupert, Catherine Eve (2011). Histoire d’Haïti. La première republique noire du Nouveau Monde. Perrin.

—Arciniegas, Germán: Biografía del Caribe. Círculo de Lectores, 1975.

—James, C.L.R.: The Black Jacobins: Toussain L’Ouverture and the San Domingo Revolution. Vintage, 1989.

El arte español expoliado por los Bonaparte

‘Napoleón cruzando los Alpes’ (1801), de Jacques-Louis David. (Dominio público)

Autor: CARLOS JORIC 

Fuente: La Vanguardia 11/02/2020

Primero fueron Bélgica y Holanda (1794), después Italia (1796), luego Egipto (1798) y más tarde Austria y Prusia (1806). Cuando las tropas napoleónicas entraron en España en 1808, llevaban más de una década saqueando el patrimonio artístico de los territorios que habían conquistado. La excusa para perpetrar estos expolios fue la creación en París del Muséum central des Arts (luego rebautizado como Museo Napoleón y más tarde como Louvre), una gran pinacoteca destinada a albergar los tesoros artísticos que, según las autoridades francesas, habían permanecido ocultos o ignorados en sus países de origen.

Inspirada por los ideales de la Ilustración, la Francia posrevolucionaria pretendía erigir un gran templo de las artes accesible a todos los franceses, una síntesis del arte mundial que sirviera como instrumento de instrucción pública y como expresión del poder y nivel cultural de la nueva nación.

Como dijo Napoleón Bonaparte en su discurso ante el Directorio: “La República Francesa, por su fuerza, la superioridad de su luz y de sus artistas, es el único país del mundo que puede proporcionar un asilo inviolable a estas obras maestras”. En la práctica, como veremos, este “deber cultural” será utilizado en muchas ocasiones como justificación para otro tipo de actividades mucho menos elevadas.

Las “plazuelas” de José I

La llegada al trono español en 1808 del hermano mayor de Napoleón, José Bonaparte , favoreció la implementación de una serie de medidas que contribuyeron a poner en circulación buena parte del patrimonio artístico español; unas obras de gran riqueza, muchas de las cuales habían permanecido inalteradas y prácticamente ignotas durante siglos en el interior de conventos y palacios. El mandato más importante fue un Real Decreto del 18 de julio de 1809 por el cual se suprimieron las órdenes religiosas masculinas y se incorporaron sus bienes –obras de arte, joyas, terrenos, edificios– al Estado.

Una de las medidas adoptadas por el nuevo gobierno fue un proyecto para crear un gran museo público en Madrid

Con esta desamortización, el nuevo monarca pretendía paliar la mala situación económica en la que se encontraba el país e iniciar una serie de reformas que le permitieran ganarse el favor del pueblo y afianzarse en su cuestionadísimo trono. Tanto el rey como los distintos gobernadores militares se afanaron en mejorar el estado de sus ciudades a través de la puesta en marcha de diversas obras de carácter público: se modernizaron los saneamientos, se trasladaron los cementerios a las afueras de las urbes y se abrieron plazas y paseos para descongestionar los abigarrados e insalubres centros urbanos.

Estas obras, que provocaron el derribo de decenas de edificios religiosos, fueron recibidas con desdén por gran parte de la población. Un menosprecio que tiene más que ver con el rechazo al rey intruso, a quien los madrileños empezaron a referirse como “Pepe Plazuelas”, que con el carácter de las reformas.

Otra de las medidas adoptadas por el nuevo gobierno fue un proyecto para crear un gran museo público en Madrid. Inspirado en el de Napoleón, el Museo Nacional de Pinturas, como se llamó inicialmente, iba a ser el equivalente español de otros museos nacionales creados por los Bonaparte en Europa, como la Pinacoteca de Brera en Milán o los museos de Bellas Artes de Bruselas y Ámsterdam.

Jose I fue proclamado rey de España por su hermano Napoleón.
Jose I fue proclamado rey de España por su hermano Napoleón. (Dominio público)

El objetivo era que el museo madrileño albergara una muestra representativa de las diferentes escuelas españolas de pintura con obras provenientes de los conventos y colecciones privadas incautados. Con este propósito, se hizo acopio de unos mil quinientos cuadros, que fueron depositados –la mayoría en muy malas condiciones de conservación– en varios edificios religiosos de toda España. El lugar elegido como sede fue el palacio de Buenavista (actual Cuartel General del Ejército), que había sido propiedad de la duquesa de Alba y posteriormente del defenestrado primer ministro Manuel Godoy.

De museo a botín

El Museo Josefino, como también se denominó, se proyectó como la punta de lanza de otros museos públicos que se irían abriendo en otras ciudades, como Sevilla (en el Alcázar), Granada (en el palacio de Carlos V) o Barcelona (en la Lonja). Sin embargo, a pesar de las buenas intenciones, el museo nunca se abrió. La inestabilidad política y el cambio de signo de la guerra lo impidieron.

¿Cuál fue el destino de todos esos cuadros? Paradójicamente, lo que empezó siendo una medida dispuesta para centralizar, proteger y dar a conocer el patrimonio artístico español terminó como la principal causa de su dispersión.

El proceso de recolección de estas obras fue aprovechado por gobernadores y marchantes para robarlas y comerciar con ellas. Uno de los máximos responsables de este saqueo fue el francés Frédéric Quilliet. Este oscuro personaje, mezcla de marchante y aventurero, había llegado a España antes de la guerra, durante el reinado de Carlos IV. Al cabo de poco tiempo logró introducirse en los círculos gubernamentales madrileños trabajando como asesor artístico.

Quilliet fue el encargado de inventariar las colecciones reales, en especial la del monasterio de El Escorial, de la que desarrolló un gran conocimiento, y otras importantes colecciones privadas, como la de Godoy. Cuando José I subió al trono, el marchante estaba considerado uno de los máximos expertos en pintura española. El hecho de que fuera francés influyó también para que el nuevo rey le nombrara comisario de Bellas Artes y agregado artístico del cuerpo expedicionario de Andalucía.

Gracias a su posición y conocimiento de las colecciones, Quilliet logró apropiarse de muchas de las obras que estaban destinadas a los depósitos reales. Su ambición y descaro llegaron a tal punto que, en 1810, fue cesado de su cargo acusado de apropiación indebida. Según las declaraciones de sus ayudantes, Quilliet les obligaba a borrar las señas de identificación de los cuadros para poder comerciar luego con ellos.

Regalos para todos

El saqueo institucional del patrimonio artístico español no se limitó a las artimañas de personajes como Quilliet. El propio rey contribuyó en gran medida al expolio. Por medio de varios decretos, José I utilizó los bienes incautados a las órdenes religiosas para ofrecerlos a los militares más renombrados “como testimonio particular de nuestra satisfacción por los servicios que nos han hecho”.

De esta manera, el mariscal Soult, comandante general de las fuerzas francesas en España, fue recompensado con seis cuadros, cinco de ellos procedentes de El Escorial. El general D’Armagnac, gobernador militar de Burgos y Cuenca, con cuatro. El general Sebastiani, que dirigió la ofensiva contra Andalucía, recibió tres. Y el general Dessolles, que tuvo un papel destacado en la victoriosa batalla de Ocaña, otros tres. Sin embargo, con quien más generoso se mostró el rey fue con su hermano Napoleón.

Real monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Real monasterio de San Lorenzo de El Escorial. (bluejayphoto / Getty Images/iStockphoto)

Por iniciativa propia, o quizá presionado por Vivant Denon, director del Museo Napoleón, José Bonaparte quiso contribuir a la pinacoteca parisina enviando una muestra representativa de pintura española. A través de un Real Decreto de 1809, ordenó que se formara una colección de obras de “pintores célebres de la escuela española, que ofreceremos a nuestro augusto hermano el Emperador de los franceses, manifestándole nuestros deseos de verla colocada en una de las salas del Museo Napoleón”.

La donación estaría compuesta de cincuenta cuadros de gran valor artístico, aunque, para evitar empobrecer la colección nacional, ninguno de ellos proveniente de los Reales Sitios. La tarea fue encomendada a Quilliet, quien todavía no había sido cesado de su cargo. El comisario de Bellas Artes, haciendo caso omiso a las recomendaciones del rey –y posiblemente azuzado por Denon–, realizó una selección que incluía destacadísimos lienzos pertenecientes a las colecciones reales, en especial de El Escorial, y muy pocos procedentes de los conventos suprimidos.

A pesar de las protestas del director del museo napoleónico, molesto por la tardanza, el rey no transigió. Aprovechó el expediente que se abrió al poco tiempo a Quilliet para justificar la realización de una nueva selección. Para ello nombró una comisión integrada por tres nuevos expertos: el conservador Manuel Napoli y los pintores de cámara Mariano Salvador Maella y Francisco de Goya.

Tradicionalmente se ha tendido a rebajar el grado de colaboración de esta comisión, difundiendo la idea de que sus componentes sabotearon el proyecto, de que eligieron a propósito las obras más mediocres para salvar las más sobresalientes. Sin embargo, actualmente esta versión está muy cuestionada. Algunos especialistas sostienen que esto fue más una excusa creada para limpiar el nombre de Goya, principalmente, que una realidad.

Retrato del artista Francisco de Goya.
Retrato del artista Francisco de Goya. (Archivo)

La “baja” calidad de las obras seleccionadas seguramente responde más a los deseos del rey de no donar las pinturas más importantes que a una audaz maniobra patriótica. Aunque la selección fue aprobada, el encargo continuó sufriendo retrasos a causa del mal estado de conservación de algunas obras, la desaparición de otras y las rectificaciones de última hora del monarca, que cambió varias veces de opinión sobre algunas de ellas.

Para recomponer el pedido se formó una nueva comisión. En ella ya no estaba Goya, pero sí, oficiosamente, Denon. El gerente del Museo Napoleón, harto de esperar, se había trasladado a Madrid para agilizar el envío. Durante su estancia, Denon aprovechó para elegir personalmente doscientos cincuenta lienzos más de los que se habían acordado, la mayoría pertenecientes a colecciones de la nobleza. Justificó su decisión explicando que era una indemnización por la campaña militar de España.

De los cuadros enviados, solo doce se consideraron apropiados para ser expuestos; el resto no se devolvió

De esta manera, el 26 de mayo de 1813 salieron hacia Francia trescientas pinturas. Aunque el convoy estuvo a punto de ser interceptado en la batalla de Vitoria, librada en julio de ese año, los lienzos llegaron a París en perfectas condiciones. Al final, de todos los cuadros enviados, solo doce se consideraron apropiados para ser expuestos en el museo. ¿Qué ocurrió con el resto? No se devolvió. Fueron dejados en depósito a la espera de su destino: servir como decoración para las residencias imperiales.

Patrimonio en venta

La acumulación de obras recogidas con destino al Museo Josefino excedió con mucho la capacidad de este. Para sacar partido al excedente, José I dispuso su venta como bienes nacionales. La medida fue recibida con escaso interés por los nobles españoles, muchos de ellos en el exilio y con sus propiedades intervenidas.

Pero no ocurrió lo mismo con los compradores extranjeros. Marchantes y coleccionistas de toda Europa, muchos de ellos “armados” con el Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España (una guía impresa por el historiador Juan Ceán Bermúdez en 1800), llegaron a España en busca de oportunidades de negocio.

Las encontraron de forma legal en las diferentes subastas públicas que se organizaron (como la gran almoneda de pinturas celebrada en julio de 1811 en la basílica madrileña de San Francisco el Grande), pero también en subastas anónimas y operaciones encubiertas, como las llevadas a cabo por el mencionado Quilliet.

'La Venus del espejo', obra de Velázquez conservada en la National Gallery de Londres y único desnudo femenino del artista.
‘La Venus del espejo’, obra de Velázquez conservada en la National Gallery de Londres y único desnudo femenino del artista. (.)

Sirva como ejemplo la transacción realizada por el pintor británico George Wallis, quien, comisionado por el anticuario William Buchanan (que dejó escrito en sus memorias que en España se conseguía pintura italiana más barata que en Italia), logró que Quilliet le vendiera de forma fraudulenta una de las joyas de la colección de Godoy: La Venus del espejo, de Velázquez . Otros marchantes prefirieron acompañar a las tropas napoleónicas en su avance por España y seguir el rastro de los botines de guerra.

Aprovechando la situación de caos y abandono en la que se encontraban las zonas en conflicto, estos comerciantes compraban a precios irrisorios todo tipo de joyas y obras de arte que los soldados habían obtenido mediante el pillaje y querían vender lo antes posible. Una práctica que representó Goya en toda su crudeza en su célebre grabado Así sucedió, perteneciente al ciclo “Los desastres de la guerra”, donde muestra a un soldado huyendo cargado de objetos preciosos tras haber matado al fraile custodio.

Para evitar estos robos, los religiosos optaron por dos soluciones: adelantarse y vender ellos mismos los tesoros de sus iglesias y conventos o esconderlos, normalmente bajo tierra o en casas particulares. Fue el caso del cabildo de la catedral de Sevilla, que decidió embarcar en un velero todo su patrimonio personal antes de que llegaran los franceses. El expolio fue tan generalizado que hasta los diplomáticos extranjeros realizaron provechosos negocios vendiendo en sus países obras adquiridas a bajo precio en España.

El rey prohibió la extracción de metales preciosos y ordenó la confiscación de todo lo que se hubiera ocultado

La situación llegó a tal extremo que el gobierno tuvo que intervenir. El 12 de septiembre de 1809, el rey prohibió la extracción de metales preciosos y ordenó la confiscación de todo lo que se hubiera ocultado. Solo se añadió una excepción: los oficiales del Ejército quedaban exentos, con la excusa de que podían haber traído sus propias joyas desde Francia. Casi un año después, el 1 de agosto de 1810, otro decreto prohibió la salida de obras de arte del país. Sin embargo, nuevamente el rey hizo excepciones.

Con la ley en vigor, muchos generales continuaron obteniendo licencias para exportar cuadros a Francia. Estas prerrogativas ponen de manifiesto una de las características del gobierno de José Bonaparte: el enorme poder que tenían los gobernadores militares de las distintas provincias y su alto grado de independencia con respecto a Madrid.

Soult, el gran expoliador

La mayoría de los mariscales franceses no se conformaron con los regalos recibidos por parte del rey. Con la excusa de la incautación de los bienes de la Iglesia, y aprovechando su gran capacidad de maniobra, muchos generales se hicieron con un considerable botín de obras de arte que luego enviaron a Francia.

Los mencionados Sebastiani, Dessolles y D’Armagnac, junto a otros como Charles Eblé, que saqueó Valladolid, o el príncipe Murat (esposo de Carolina Bonaparte, hermana del rey), que tenía predilección por la pintura italiana y flamenca, lograron sacar de España una gran cantidad de obras, que luego venderían, ellos o sus herederos, en subastas públicas.

Jean-de-Dieu Soult, uno de los principales responsables del saqueo napoleónico en España. Obra de Louis-Henri de Rudder.
Jean-de-Dieu Soult, uno de los principales responsables del saqueo napoleónico en España. Obra de Louis-Henri de Rudder. (Dominio público)

Todo ello sin olvidar el expolio perpetrado también por diplomáticos y empleados franceses. De entre todos los generales, el que destacó por su codicia y por la dimensión y calidad del botín fue el mariscal Soult. Desde su posición como general jefe del ejército de Andalucía, y tras la conquista de la región en 1810, logró apropiarse de una gran cantidad de cuadros para su disfrute personal. Para conseguirlo utilizaba habitualmente el método del chantaje.

Tras ocupar una ciudad, entraba en los conventos e iglesias y “ofrecía” su clemencia a los religiosos a cambio de que le vendieran a precios ridículos las obras de arte que más le interesaban. Más adelante, una vez instalado en Sevilla, Soult se buscó un cómplice. Este fue, nuevamente, Quilliet. Como agregado artístico del cuerpo expedicionario de Andalucía, el corrupto funcionario consiguió robar numerosos lienzos del millar de obras que se habían depositado en el Alcázar de Sevilla con vistas a trasladarse a los museos de Madrid y París.

Nadie pudo frenar el ansia depredadora de Soult. Ni los decretos imponiendo restricciones a la salida de obras de arte ni la mala relación que tuvo con el rey al término de su mandato. El mariscal estuvo enviando regularmente pinturas a su esposa en Francia hasta casi el final de la ocupación, en 1813.

Se han contabilizado diez partidas con ciento nueve óleos en total. Soult se saltaba las prohibiciones gracias a los contratos de compraventa que poseía de las obras, la mayoría obtenidos mediante coacción. Cuando no los tenía, hacía pasar las pinturas por regalos o por imitaciones sin ningún valor.

Los lienzos, que habían sido desclavados y enrollados, fueron enviados por Wellington a Inglaterra

Para facilitar su transporte, ordenaba a sus ayudantes que quitaran los marcos de los lienzos y enrollaran estos dentro de unos tubos. De esta manera, el mariscal consiguió reunir una fabulosa colección en la que destacaban los cuadros de Murillo y Zurbarán, sus pintores españoles predilectos y, en el caso del primero, el más conocido y cotizado fuera de España. Una colección que mantuvo durante toda su vida y exhibió con orgullo en su domicilio parisino y su castillo de Soult-Berg.

El equipaje del rey

Quien no lo tuvo tan fácil para sacar de España su propia colección fue José Bonaparte. En el verano de 1813, el monarca emprendió la huida hacia Francia junto a su ejército ante el rápido avance de las tropas anglo-españolas. Al llegar a Vitoria, el 21 de julio, fue interceptado por los soldados del británico duque de Wellington. Tras la decisiva batalla que se libró, saldada con la derrota francesa, el rey logró escapar y llegar hasta Francia. Sin embargo, dejó atrás parte de su equipaje.

¿Qué contenía? Además de mapas, cartas, documentos de Estado, joyas y hasta un orinal de plata, el convoy del destronado monarca portaba dibujos, grabados y más de doscientas pinturas que habían formado parte de los depósitos del frustrado Museo Josefino.

Los lienzos, que habían sido desclavados de sus bastidores y enrollados, fueron enviados por Wellington a Inglaterra. Tras ser catalogados y comprobarse que la mayoría pertenecían a las colecciones reales españolas, el general británico decidió restituirlos a España.

Las tropas británicas subastan el botín tomado durante la batalla de Vitoria.
Las tropas británicas subastan el botín tomado durante la batalla de Vitoria. (Dominio público)

A través de su hermano Henry Wellesley, entonces embajador británico en España, escribió al “deseado” Fernando VII, que había vuelto ya a ocupar el trono en Madrid, comunicándole su intención de devolverle las pinturas. No recibió respuesta. Lo volvió a intentar por medio del embajador de España en Londres. En esta ocasión sí recibió contestación.

Fue esta: “Su Majestad, conmovido por vuestra delicadeza, no desea privaros de lo que ha llegado a vuestra posesión por cauces tan justos como honorables”. De esta forma, a través de este acto de generosidad, ochenta y tres pinturas robadas por José Bonaparte de las colecciones reales, entre ellas, tres de Velázquez, cuelgan hoy de las paredes del Wellington Museum en la Apsley House de Londres.

Los afrancesados: ilustres y perseguidos

El cuadro de Goya «La Verdad, el Tiempo y la Historia». (afrancesados Goya La Verdad, el Tiempo y la Historia)

Autora: MARÍA PILAR QUERALT DEL HIERRO

Fuente: La Vanguardia 22/08/2019

La crisis de la monarquía española se precipitó en los primeros años del siglo XIX. El vertiginoso ascenso de Manuel de Godoy, favorito de Carlos IV y María Luisa de Parma, había puesto en entredicho la moralidad pública y privada de la familia real. La sospecha de que el monarca pretendía hurtar la Corona a su legítimo heredero, el futuro Fernando VII, a favor de Godoy desencadenó en marzo de 1808 el llamado Motín de Aranjuez.

Esta insurrección popular, acaudillada por unos cuantos aristócratas, conllevó la abdicación del Rey en su hijo. La coyuntura fue aprovechada por Napoleón –a quien Carlos IV había solicitado ayuda– para atraer a la familia real a Bayona y, una vez allí, obligar a Fernando VII a devolver la Corona a su padre. La maniobra dio el resultado que Bonaparte esperaba.

José Bonaparte, hermano de Napoleón, y situado por este en el trono español.
José Bonaparte, hermano de Napoleón, y situado por este en el trono español. (TERCEROS)

Recuperado el trono, Carlos IV lo puso a disposición de Napoleón, quien de inmediato situó en él a su hermano José, mientras Fernando VII quedaba recluido en el castillo de Valençay. Sus padres y Godoy iniciaban un exilio forzoso, compensado por una cuantiosa renta otorgada por el Gran Corso.

Herederos de la Ilustración

No es de extrañar, pues, que en tal situación, con el descrédito planeando sobre los Borbones, un sector de la población aceptara de buen grado la posibilidad de un cambio dinástico. E incluso que, además de por prudencia, una selecta minoría lo hiciera por seguir sus más profundas convicciones. Estos eran los herederos intelectuales de los ilustrados reformistas que a mediados del siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III, habían intentado difundir la filosofía del Siglo de las Luces, basada en el dominio de la razón y en el espíritu de la Enciclopedia.

Entre estos fieles a la causa de José Bonaparte abundaban los nobles, los eclesiásticos y los terratenientes partidarios del régimen absoluto. Leales al principio monárquico, juraron sus cargos en defensa de la institución por encima de la legalidad dinástica. Esta elite ilustrada preconizaba la necesidad de llevar a cabo desde el poder determinadas reformas políticas y sociales, así como la conveniencia de evitar un enfrentamiento bélico con Francia.

Lo necesario era contar con un monarca digno y avalado por la rectitud de su conducta.

De hecho, entre las múltiples consecuencias de la guerra temían que una contienda y el consiguiente vacío de poder incentivase los propósitos independentistas de las colonias americanas. En su proyecto político, solo una monarquía reformista y puesta al día podía evitar la desmembración de la nación. Lo necesario era contar con un monarca digno y avalado por la rectitud de su conducta. Si, además, su vínculo con la Revolución Francesa permitía pensar que salvaría a España de su atraso social y económico, mejor que mejor.

Este pensamiento político se define por sí solo en las palabras de un célebre afrancesado, el escritor Leandro Fernández de Moratín. En respuesta a la promesa del nuevo rey de garantizar “la integridad y la independencia de España” y los “derechos individuales de los ciudadanos”, Moratín escribió: “Espero de José I una extraordinaria revolución capaz de mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la razón, la justicia y el poder”.

Perseguidos durante la guerra

Mientras la mayoría de españoles se levantaba en armas contra las tropas bonapartistas, el nuevo monarca solo encontraba apoyo en los afrancesados. El rey trataba de iniciar una reforma política y social encaminada a recortar el poder de la Iglesia y la nobleza a favor de la burguesía. El Estatuto de Bayona, promulgado en julio de 1808 y redactado por ilustres afrancesados, había puesto de relieve el alcance de aquellas transformaciones en ámbitos como la enseñanza, el derecho o la religión.

El escritor Leandro Fernández de Moratín fue uno de los afrancesados de mayor prestigio.
El escritor Leandro Fernández de Moratín fue uno de los afrancesados de mayor prestigio. (TERCEROS)

Así, se llevaron a cabo importantes medidas, como la igualdad contributiva o la desamortización de los bienes de conventos. Pero el propio curso de la guerra, la falta de fuentes financieras y el contrapoder simbolizado en la Junta Central (máximo órgano gubernativo de la España no ocupada) se erigieron en graves obstáculos para el desarrollo de las acciones reformistas. En este clima tan adverso, la situación de los partidarios de José I no fue fácil.

En las zonas ya liberadas de la ocupación gala, la Junta ordenó incautaciones y amplió el número de proscritos “ingratos a su legítimo soberano, traidores a la patria y, como tales, acreedores de toda la severidad de las leyes”. A ello se unió la vandálica actitud de los ciudadanos. Fueron muchos los casos de linchamiento de presuntos simpatizantes con la causa del invasor a cargo de sus propios convecinos.

En esta postura no dejaba de haber un importante componente social, puesto que, por lo general, en las pequeñas poblaciones el afrancesado pertenecía a la elite local de la villa (el médico, el boticario, el maestro…), mientras que el grueso de sus agresores nacía del pueblo llano.

Las Cortes de Cádiz

De modo paralelo al transcurso de la guerra tuvo lugar un hecho histórico tan solo comprensible por el excepcional contexto que atravesaba el país. Debilitado el poder de la Junta Central tras una serie de derrotas militares, este órgano de gobierno, refugiado en Cádiz, dio paso a una regencia colectiva. En aquella ciudad, foco de liberales antibonapartistas, se produjo en 1810 una reunión a Cortes.

Su situación no hizo más que empeorar a lo largo de 1813, a medida que se hacía patente el fin de la soberanía de José Bonaparte.

Dos años más tarde sus diputados promulgaban una constitución de marcado talante liberal, con reformas de carácter más avanzado que las propuestas por José Bonaparte, en la que se reconocía a Fernando VII como rey de España. Pero no como rey absoluto, sino como monarca constitucional. Precisamente, el retorno de este a España acabaría con tal sueño.

Por su “colaboración con el enemigo”, los afrancesados fueron en su mayor parte incapacitados para desempeñar cargos públicos durante las Cortes de Cádiz. Su situación no hizo más que empeorar a lo largo de 1813, a medida que se hacía patente el fin de la soberanía de José Bonaparte. El monarca ofreció una salida digna para aquellos que aún no habían sido detenidos y con cuyo favor había contado.

Para ello organizó caravanas enteras con destino a la frontera francesa. Tras la batalla de Vitoria, que puso el final definitivo a la aventura napoleónica en España, la expedición de fugitivos que cruzaron el Bidasoa constaba de unos doce mil componentes.

Cae el rey José I

La vida de los afrancesados se complicó terriblemente a la caída del régimen josefino. La reacción popular fue terrible: venganzas, linchamientos, denuncias… La represión oficial, al menos, conseguía que se respetase la integridad física de los implicados, que solo podían defenderse mediante pliegos y pliegos de descargo redactados con el fin de librarse del estigma de su colaboracionismo.

Promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812. (TERCEROS)

Para controlar el proceso depurador se creó un tribunal que instruía procesos y recogía testimonios y apelaciones a favor o en contra de los encausados. Las prisiones se llenaron hasta rebosar y, para concentrar a los detenidos, hubo que habilitarse un sector del madrileño parque del Retiro. El rigor de la justicia y un irracional deseo de venganza no se paraban ante persona alguna por mínima que hubiese sido su implicación.

Desengaño en el exilio

Los exiliados confiaban en que Francia les compensaría de los servicios prestados al hermano del emperador. Sin embargo, la respuesta gala fue muy distinta de lo que esperaban. Concentrados en la región de la Gironda, el Estado francés ni siquiera escuchó las continuas peticiones de José Bonaparte a favor de quienes le habían ayudado. Por fin, hubo de hacerse cargo de ellos personalmente mediante la entrega de un millón de francos de su peculio particular.

Tras censarles, se les adjudicó residencia fija y se les concedió una cantidad de dinero proporcional al número de componentes de la familia. Los españoles estaban convencidos de que el exilio sería algo pasajero. De ahí que sobrellevaran su situación con buen talante. Había llegado hasta ellos el rumor de que, en las conversaciones de paz entabladas entre el duque de San Carlos en nombre de Fernando VII y el embajador La Forest, representando a Napoleón, se establecía que cuantos habían servido a José I recuperarían su condición civil, sus posesiones y sus cargos.

El 2 de mayo en Madrid, ilustrado por el pincel de Francisco de Goya. (TERCEROS)

Por otra parte, la firma del Tratado de Valençay, que ponía fin a la contienda, abría las puertas a un posible retorno de los exiliados gracias a un decreto de amnistía que esperaban se promulgase con motivo de la onomástica del rey, Fernando VII, en 1814.

La represión final

No contaban con el carácter avieso e inmisericorde del nuevo monarca. Este inició un durísimo proceso represivo contra todos aquellos que, en mayor o menor medida, habían colaborado con el invasor. Se establecieron cuatro tipos diferentes de delito: en primer lugar, se dictaminaban las penas de los que habían sido solicitados para cualquier cargo o implicación con el nuevo régimen pero lo habían rechazado.

En segundo, los castigos para quienes habían continuado en sus puestos durante el gobierno de José I, aun sin participar ideológicamente del mismo. Le seguían las sanciones destinadas a los que habían obtenido prebendas y honores. Y por fin, como última y más grave categoría, se dictaban las penas para los que habían realizado proselitismo o habían destacado por los servicios prestados a la causa josefina.

Joaquín Sorolla ilustra así el levantamiento contra los franceses en el cuartel de Monteleón de Madrid.
Joaquín Sorolla ilustra así el levantamiento contra los franceses en el cuartel de Monteleón de Madrid. (TERCEROS)

La consecuencia fue la expatriación perpetua de todos los ministros, consejeros de Estado, cargos políticos, dignidades eclesiásticas, títulos nobiliarios, militares o embajadores que habían colaborado con el gobierno de José I. Es decir, casi cinco mil personas, puesto que la medida se hacía extensiva a las esposas y familiares directos de los implicados.

Pese a las innumerables súplicas, pliegos de descargo, cartas y alegatos dirigidos a Fernando VII, en que los exiliados explicaban y razonaban sus diferentes posturas, la situación empeoró. Sobre todo durante la efímera vuelta al trono francés de Napoleón en 1815, en la que estos se manifestaron dispuestos a colaborar con el emperador. Con ello, tras la caída definitiva del Imperio napoleónico, el retorno de los exiliados a su patria resultó impensable.

Lanzando sus dardos represores contra afrancesados y liberales, el absolutismo fernandino pudo asentarse. Sólo en 1820, cuando el paréntesis del trienio liberal restableció la Constitución de 1812, las fronteras se abrieron para acoger a los expatriados. Para entonces, muchos ya habían muerto. Otros reemprenderían el camino del exilio en 1823, cuando, gracias a la ayuda de otro ejército francés, el de los Cien Mil Hijos de San Luis, garantes del absolutismo en Europa, se suprimieron de nuevo las garantías constitucionales. Había llegado el exilio definitivo para los afrancesados.

El Congreso de Viena: cuando Europa quiso congelar el tiempo

Caricatura sobre el equilibrio de poderes entre las grandes potencias, cuyo logro fue uno de los objetivos de las reuniones en Viena. (Wikimedia Commons)

Autor: JOSEP TOMÀS CABOT

Fuente: La Vanguardia 20/12/2019

En 1814, las potencias que habían derrotado a Napoleón se reunieron en Viena para reorganizar Europa. El reparto del pastel territorial sería duradero, pero no la pretensión de regresar a los valores del Antiguo Régimen.

Napoleón Bonaparte, hijo de la Revolución Francesa, representó en un determinado momento las ideas políticas y sociales implantadas en su país por el pueblo llano y la burguesía a partir de 1789. El joven Bonaparte consiguió, con el ejército popular de la República, dirigido por su genio militar, extender por todo el continente la influencia francesa.

Había modificado fronteras, impuesto alianzas que parecían antinaturales (llegó a casarse con la hija del emperador de Austria, uno de los soberanos más absolutistas del mundo), creado nuevas naciones satélites de Francia y transformado en el seno de muchas de ellas el pensamiento político y económico, así como su gobierno efectivo.

Pero alcanzó un poder personal absoluto con el que no habrían estado de acuerdo los revolucionarios de 1789. Quince años después, en 1804, se hizo proclamar emperador. ¿Había sido infiel a sus ideales? Es posible. Pero Europa se sometía a sus deseos, y ello significaba una espectacular grandeur para Francia. Por este motivo, sus compatriotas le perdonaban lo que pudo parecer una traición ideológica.

Las monarquías europeas se tambalearon durante mucho tiempo, pero la victoria de la última gran coalición antinapoleónica en Leipzig y la entrada en París de los aliados victoriosos, en marzo de 1814, obligaron a Napoleón a abdicardejando paso a la Restauración (en la persona de Luis XVIII) de la monarquía francesa decapitada en 1793.

La delegación rusa ocupaba un lugar muy destacado entre las potencias vencedoras en Viena

El emperador, abatido, buscó entonces la protección de los ingleses, que habían sido sus más tenaces adversarios, y aceptó resignado lo que ellos le ofrecían: un dorado retiro en la isla de Elba, en medio del Mediterráneo, no lejos de su amada cuna corsa, de sus antiguos intereses y de sus viejos amigos.

Cita diplomática en Viena

Con la creencia de que había pasado el peligro, firmada la Paz de París y alejado Napoleón del escenario de sus fulgurantes acciones bélicas, su suegro y sempiterno enemigo, el emperador de Austria Francisco I, convocó un congreso internacional en la capital de su imperio. Esta cita diplomática tenía como finalidad la reorganización política e ideológica de Europa, alterada durante muchos años por la Revolución Francesa y las campañas de Napoleón.

Aquel continente que en 1814 sentía, a través de sus clases más trasnochadas –monarquías fantasmagóricas y rancia nobleza estéril–, la falsa seguridad y la engañosa satisfacción de haberse recobrado a sí mismo, ya comenzaba a llamarse entonces “la Europa de la Restauración” y quería asegurar su propio futuro, un largo futuro sin más sobresaltos, ni revoluciones cruentas ni cambios de ningún tipo.

Con este objetivo se reunieron entonces en Viena todos los enemigos de Napoleón y algunos de sus antiguos aliados (los reyes de Sajonia y Dinamarca, por ejemplo) para discutir las soluciones planteadas por los vencedores. Entre estos, la delegación rusa ocupaba un lugar muy destacado.

El diplomático francés Charles Maurice de Talleyrand, uno de los protagonistas del congreso.
El diplomático francés Charles Maurice de Talleyrand, uno de los protagonistas del congreso. (Wikimedia Commons)

Estaba encabezada por el propio zar, Alejandro I, dispuesto a gestionar personalmente los negocios públicos de su país, del mismo modo que había dirigido sus tropas cuando entraron en París medio año antes. Le acompañaban sus más fieles consejeros, entre ellos, su ministro Nesselrode y el conde Razumovski, antiguo embajador en Austria y uno de los personajes más cultos, ricos e influyentes de la época.

Durante aquellos meses, Razumovski demostró ser un diplomático eficaz para los intereses rusos. La sociedad vienesa apreció, además, el delicado gusto artístico del diplomático ruso, de quien se decía que era hijo de Catalina la Grande.

Los prusianos acudieron con su rey Federico Guillermo III a la cabeza, convencidos de que el trabajo en el congreso no lo haría el soberano, poco dotado para las sutilezas políticas, sino sus plenipotenciarios Hardenberg y Humboldt (Wilhelm, hermano del famoso naturalista). Por su parte, la monarquía inglesa estuvo representada primero por lord Castlereagh, embajador antipático pero eficaz en las cuestiones políticas, y con posterioridad por el duque de Wellington.

Los franceses, que acudían como derrotados, cariacontecidos y humildes, tuvieron al frente de su delegación al incombustible Talleyrand, que en poco tiempo logró cambiar los papeles. El antiguo ministro de Napoleón, político brillante y eterno conspirador, actuó como un patriota en el Congreso de Viena, y suyos fueron los grandes éxitos. Talleyrand consiguió sentar en Europa el principio del respeto a Francia y el de la titularidad borbónica del trono francés.

También los españoles, los portugueses y los representantes de varios estados germánicos, eslavos y nórdicos, así como los enviados desde los Estados Pontificios, se sentaron en las mesas de negociación y pudieron defender sus reclamaciones con mayor o menor fortuna.

El secretariado del congreso estuvo a cargo del diplomático austríaco Von Gentz, pero el alma del mismo fue siempre el omnipotente ministro Klemens von Metternich, apasionado partidario del Antiguo Régimen. Pese a no intervenir en las discusiones políticas, el emperador austríaco tuvo buen cuidado en organizar la vida y el ocio de sus ilustres invitados.

El príncipe austriaco Klemence Von Metternich, gran opositor del liberalismo.
El príncipe austriaco Klemence Von Metternich, gran opositor del liberalismo. (Wikimedia Commons)

Cambios en la delegación inglesa

En marzo de 1815 continuaban las sesiones de trabajo sin grandes novedades. Solo había ocurrido un hecho destacable. El delegado inglés lord Castlereagh, soberbio y huraño, pero considerado una de las mentes más sólidas en aquellas reuniones políticas, había sido sustituido por voluntad de sus superiores y obligado a regresar a Londres.

Desde principios de febrero, el nuevo representante británico en Viena era el famoso general Wellesley, duque de Wellington, coronado de laureles desde sus recientes campañas victoriosas en Portugal y España. Pero lo más sorprendente del cambio para casi todos los asistentes al congreso no fue la sustitución de un diplomático por otro, sino la llegada de una mujer joven, bella y fascinante, la cantante francesa Madame Grazy –amante de Wellington–, que enseguida pasó a ocupar el lugar dejado vacante por la esposa necia y poco agraciada de Castlereagh.

Justo un mes después de su llegada, Wellington, al igual que los otros grandes personajes reunidos en Viena, recibió una noticia estremecedora. Napoleón había escapado de la isla de Elba, había podido desembarcar en las costa francesa y se dirigía, aclamado por sus compatriotas, a la ciudad de París, desorientada y acéfala, pues el jefe de la monarquía restaurada, Luis XVIII, había huido rápidamente a Bélgica.

El Congreso interrumpió sus sesiones después de declarar oficialmente a Napoleón persona non grata y fuera de la ley. Casi todos los congresistas permanecieron en la capital austríaca, pero Wellington, reclamado por su gobierno y considerado por toda la Europa antinapoleónica como su único salvador posible, volvió rápidamente al campo de batalla.

Los enemigos de Napoleón triunfaban y podían seguir con sus reuniones, cacerías, óperas y banquetes

En junio, otra noticia, esta favorable, llegó a Viena y puso nuevamente en marcha todos los resortes del Congreso. En Waterloo, las tropas francesas de Napoleón habían sido definitivamente vencidas por las inglesas de Wellington, con el apoyo de un contingente prusiano al mando del mariscal Gebhard Blücher.

La noticia se completaba con otras dos todavía mejores: la definitiva abdicación del emperador galo, ocurrida en París cuatro días después de la derrota, y el anuncio de su obligada vuelta al destierro, esta vez en medio del Atlántico, en la solitaria isla de Santa Elena y de modo perpetuo.

Los enemigos de Napoleón triunfaban de nuevo en Viena y podían seguir con sus reuniones, sus cacerías, sus funciones de ópera, sus opulentos banquetes. “Le Congrés ne marche pas, il danse”, rezaba la frase que el príncipe de Ligne pronunció, y que ha pasado a la historia como símbolo de aquel ambiente mundano y cosmopolita que dominó los días del congreso.

En cualquier caso, cuando se firmó el acta final había existido tiempo más que suficiente para crear y desarrollar en aquel lugar la idea de una Santa Alianza entre los tres soberanos más tradicionales, devotos y absolutistas de Europa.

Portada de las Actas del Congreso de Viena.
Portada de las Actas del Congreso de Viena. (Wikimedia Commons)

Los tres, presentes en Viena, coincidían en este punto: la necesidad de mantenerse siempre unidos y vigilantes contra los liberales, los republicanos y los ateos, “en nombre de la Muy Santa e Indivisible Trinidad y para la defensa de la Justicia, la Caridad cristiana y la Paz en todo el mundo”. Pocas semanas después de clausurado el Congreso, el emperador de Austria, el zar de Rusia y el rey de Prusia suscribieron con un gran fervor aquel solemne pacto místico.

La gran cita diplomática de la Europa de la Restauración que fue el Congreso de Viena dio frutos notables y persistentes. La organización internacional, el entramado de naciones y las fronteras políticas creadas entonces tuvieron una existencia firme y larga. Pero los logros ideológicos fueron escasos y de poca duración.

Pese a las acciones preventivas, tanto de carácter político como militar, no se pudo impedir la difusión de los ideales liberales y demócratas que estallarían en las revoluciones de 1830 y 1848. Lo cierto es que, al margen de la faceta frívola que inspiró a literatos, comediógrafos, libretistas de ópera y directores de cine, aquel congreso dejó huellas importantes en casi toda la Europa del siglo XIX.

EL CONGRESO SE DIVIERTE

En aquellos meses, Viena, sus residencias palaciegas, sus parques y sus bosques fueron escenario de infinidad de actividades lúdicas. Las personalidades extranjeras solían acudir con sus familias, un numeroso servicio, caballos y carruajes. Había que acomodarlos a todos, habilitando las estancias vacías de grandes palacios, como los de Hofburg, Schönbrunn y Belvedere.

Hubo que crear cuadras de dimensiones insólitas, porque los caballos acumulados llegaron a ser más de dos mil, y los innumerables perros de caza exigían perreras no solo limpias y confortables, sino también lujosas, que no habían sido previstas por los anfitriones.

Las fiestas palaciegas con grandes banquetes y conciertos eran frecuentes. Los cronistas del momento relataron la profusión de bailes, sin especificar qué tipo de danza se practicaba. La fantasía de algunos literatos y cineastas posteriores les ha hecho incurrir en un anacronismo. Sugestionados por la fama del vals vienés , han imaginado las parejas entrelazadas y un vistoso revuelo de valses en los salones del emperador Francisco.

Palacio Schönbrunn en Viena, Austria.
Palacio Schönbrunn en Viena, Austria. (vichie81 / Getty Images)

Pero en 1814 el vals no existía aún como danza distinguida de salón, pues los aristócratas rechazaban el indecoroso abrazo de la pareja. Quienes serían sus compositores más famosos, Joseph Lanner y el primer Strauss, ya habían nacido, pero aún no habían cruzado la adolescencia. La danza más usual en aquellos escenarios aristócratas era el clásico minué, en que las parejas apenas rozan la punta de sus dedos.

En ambientes menos sofisticados, los congresistas podían divertirse bailando un rápido Deutscher Tanz o un menos vertiginoso Ländler, danzas de pareja en compás ternario, muy corrientes en la Viena popular de la época. De estas brillantes reuniones sociales, la que tuvo un carácter más artístico y cultural fue el concierto que se celebró en noviembre de 1814 en el suntuoso escenario de la Redountensaal vienesa, con la asistencia de dos emperatrices, la de Austria y la de Rusia.

Acudieron también los soberanos de Prusia y de Wurtemberg, así como los más altos dignatarios del Imperio austríaco y los ministros y embajadores de otras legaciones. Se estrenó en este concierto una cantata de Beethoven compuesta expresamente para este acto, con un título bien expresivo: El momento gloriosoEl concierto fue un éxito memorable, pero tuvo un carácter más político y social que filarmónico.

La Revolución Francesa: el fin del Antiguo Régimen

Fuente: Historia National Geographic, 1/12/2016

Acabó con el Antiguo Régimen y consagró la libertad y la igualdad ante la ley, bases del actual Estado de derecho. Con ella se inicia la Edad Contemporánea.

La Revolución Francesa de 1789 representó el fin de un mundo, lo que luego se llamaría Antiguo Régimen, y el inicio de otro, una época moderna que en cierto modo sigue siendo la actual. Luis XVI encarnó en su tragedia personal la contradicción irresoluble entre las dos épocas. Convencido de que reinaba sobre los franceses en virtud de un derecho divino, y que por tanto no tenía que rendir cuentas de sus actos ante nadie, Luis se enfrentó a una situación totalmente nueva que nunca llegó a comprender, debatiéndose entre su personalidad afable y acomodaticia y el parecer de sus consejeros más autoritarios, entre ellos su esposa María Antonieta.

Aceptó de mala gana la convocatoria en 1788 de una asamblea estamental para discutir la crisis financiera de la monarquía, pero no creyó que la iniciativa fuera a tener consecuencias. Así, cuando se produjo el asalto popular contra la Bastilla, verdadero detonante de la Revolución, no consideró que el episodio tuviera suficiente importancia como para anotarlo en su diario personal. Los hechos enseguida le hicieron ver su error.

Unas semanas después, el palacio de Versalles era invadido por la masa revolucionaria, y Luis y María Antonieta eran llevados a París, donde se vieron obligados a actuar como reyes constitucionales. Tras el fracaso de su intento de huida en 1791, la hostilidad contra la monarquía se acentuó, hasta la insurrección de 1792 y la puesta en marcha del Terror revolucionario, una de cuyas primeras víctimas fue el mismo Luis XVI, guillotinado en 1793. Con esta ejecución y la proclamación de la República, los revolucionarios creían haber puesto fin a lo que veían como una larga época de opresión del pueblo por los reyes y la aristocracia, inaugurando una era de libertad, de igualdad y de fraternidad, como rezaba la principal máxima inspiradora de la revolución.

En la práctica, el desarrollo de la Revolución estuvo lejos de los sueños idealistas de los pensadores ilustrados. La guerra exterior, la lucha de partidos y la persecución implacable del adversario en el interior crearon una situación insostenible, que sólo se remedió con el establecimiento de un nuevo tipo de monarquía, la de Napoleón.