La normalización del fascismo

Hitler y Mussolini en Munich, Alemania, el 18 de junio de 1940. Everett Historical / Shutterstock

Autor: John Broich

Fuente: The Conversation, 10/09/2019

¿Cuál es la manera apropiada de informar sobre un fascista?

¿Cómo se debe cubrir el auge de un líder político que va dejando un reguero documental que da cuenta de su anticonstitucionalismo, racismo y enaltecimiento de la violencia? ¿La prensa debe destacar el hecho de que el individuo en cuestión actúa en los márgenes de las normas sociales establecidas o debe, por el contrario, resignarse a transmitir que quien gana unas elecciones es “normal” por definición porque su liderazgo refleja la voluntad del pueblo?

Estas fueron las cuestiones a las que la prensa estadounidense tuvo que hacer frente tras el ascenso de los líderes fascistas en Italia y Alemania durante los años veinte y treinta del siglo pasado.

Líder vitalicio

Benito Mussolini conquistó el poder en 1922, al culminar la marcha sobre Roma secundado por 30.000 camisas negras, y tres años después se declaró líder vitalicio. Aunque estas acciones no casaban con los valores estadounidenses, Mussolini gozaba del trato favorable de los mediosnorteamericanos, que le dedicaron al menos 150 artículos entre 1925 y 1932, la mayoría de ellos en un tono amable, neutral o pretendidamente difuso.

Benito Mussolini se dirige a la multitud durante la ceremonia de inauguración de la ciudad de Sabaudia el 24 de septiembre de 1934. AP Photo

El Saturday Evening Post incluso se atrevió a publicar por fascículos la autobiografía del Duce en 1928. Varios medios, desde el New York Tribunehasta el Chicago Tribune, pasando por el Plain Dealer de Cleveland, reconocían que el nuevo “movimiento Fascisti” empleaba unos “métodos algo duros” al tiempo que elogiaban la salvación de Italia frente a la extrema izquierda y valoraban la revitalización de su economía. Desde la perspectiva de estos medios, el anticapitalismo que surgiría tras la Segunda Guerra Mundial en Europa sería una amenaza mayor que el fascismo.

Curiosamente, mientras la prensa consideraba al fascismo un novedoso “experimento”, cabeceras como The New York Times solían asegurar que el movimiento había devuelto a lo que llamaban la “normalidad” a un país turbulento como Italia.

Por el contrario, periodistas como Hemingway y medios como el New Yorker rechazaron de plano la normalización de una figura antidemocrática como la de Mussolini. Y John Gunther, de Harper’s Magazine, le dedicó un afiladísimo perfil sobre su manipulación de una prensa estadounidense que no era capaz de resistirse a los encantos del dictador.

El “Mussolini alemán”

El éxito de Mussolini en Italia legitimó a los ojos de la prensa estadounidense el ascenso al poder de Hitler, al cual apodaron entre finales de los años veinte y principios de los treinta el “Mussolini alemán”. Dada la positiva acogida al italiano por parte de los medios, Hitler comenzó su andadura desde un punto de partida favorable a sus propósitos. Además, gozaba de la ventaja que le otorgaba el impresionante salto del Partido Nazi en las urnas desde finales de los veinte, cuando era una opción marginal para los teutones, a 1932, año en que ganó holgadamente las elecciones federales.

Sin embargo, parte de la prensa menospreciaba a Hitler al considerarlo poco más que un bufón. Era un “histérico extravagante” de “beligerante discurso” cuya apariencia, según Newsweek, era “caricaturesca” y “recuerda a Charlie Chaplin”. Cosmopolitan, por su parte, afirmaba que era “tan locuaz como inseguro”.

Jóvenes alemanes leen el periódico el 18 de mayo de 1931. AP Photo

Cuando el partido de Hitler vio incrementada su influencia en el Parlamento, e incluso después de haber sido investido canciller en 1933 (alrededor de un año y medio antes de hacerse con el poder de manera dictatorial), numerosos grupos mediáticos estadounidenses vaticinaron que sería desplazado por políticos más tradicionales o que tendría que moderar su discurso. Tenía un séquito de adeptos, sí, pero estaba formado por “votantes fácilmente impresionables” embaucados por “doctrinas radicales y remedios vacuos”, sostenía el Washington Post.

Ahora que Hitler tenía que trabajar con un gobierno, el New York Times y el Christian Science Monitor pronosticaban que los políticos “serios” acabarían con el movimiento nazi. Ya no le bastaría con tener un “agudo sentido del instinto dramático”. A la hora de gobernar, su falta de “sensatez” y su reducida “profundidad de pensamiento” lo dejarían expuesto.

De hecho, el New York Times escribió que la llegada de Hitler a la cancillería solo serviría para “dar cuenta al pueblo alemán de su propia futilidad”. La prensa se preguntaba entonces si Hitler no se arrepentiría de no haber pujado en la carrera por el Gabinete, donde seguramente habría asumido un número de responsabilidades mayor.

Si bien la prensa norteamericana tendía a condenar el documentado antisemitismo de Hitler a principios de los años treinta, se produjeron excepciones notables. Algunos periódicos no dieron importancia a episodios de violencia contra ciudadanos judíos alemanes, de los que aseguraron que se trataba de propaganda como la que proliferó durante la Primera Guerra Mundial. Numerosos diarios y periodistas, incluso aquellos que condenaban la violencia de manera categórica, repitieron una y otra vez, en un esfuerzo por alcanzar la normalidad, que las agresiones eran cosa del pasado.

Los periodistas eran conscientes de que no podían criticarlo con vehemencia si querían seguir teniendo acceso al régimen nazi. Tanto era así que un locutor de la CBS no informó sobre la paliza que sufrió su propio hijo a manos de unos camisas pardas por no haber saludado al Führer. Cuando Edgar Mowrer, corresponsal del Chicago Daily News, escribió en 1933 que Alemania se estaba convirtiendo en “un manicomio”, las autoridades germanas conminaron al Departamento de Estado de los Estados Unidos a llamar a capítulo a sus reporteros. Allen Dulles, quien posteriormente llegaría a ser director de la CIA, trasladó a Mowrer que “estaba tomándose la situación alemana demasiado en serio”. Así las cosas, el editor de Mowrer le buscó un destino fuera de Alemania, ya que temía por su vida.

Hacia finales de la década de los treinta la mayoría de los periodistas estadounidenses se habían dado cuenta del error que habían cometido al subestimar a Hitler o al no ser capaces de visualizar la gravedad de los actos que podía llevar a cabo. No obstante, se produjeron algunas vergonzosas excepciones, como la oda al régimen que compuso Douglas Chandler para el reportaje Changing Berlin de la revista National Geographic en 1937. Por su parte, Dorothy Thompson, que había calificado a Hitler en 1928 como un hombre de una “insignificancia asombrosa”, se percató de su desacierto hacia la mitad de la década siguiente, momento en que, al igual que Mowrer, comenzó a dar la voz de alarma.

“Nadie puede reconocer a un dictador antes de que él mismo se quite la careta”, argumentó en 1935. “No se presenta a las elecciones con la vitola de dictador, sino que pretende representarse a sí mismo como el instrumento de la voluntad nacional”, añadió. Trasladando la lección a Estados Unidos, escribió: “Si tuviéramos un dictador, sin duda aparentaría ser uno de los nuestros y tendría por propósito defender a capa y espada los valores americanos tradicionales”.

Walt Whitman, la voz libre de América

https://www.laaventuradelahistoria.es/walt-whitman-la-voz-libre-de-america
https://www.laaventuradelahistoria.es/walt-whitman-la-voz-libre-de-america
El poeta Walt Whitman en Washington, hacia 1865.

Fuente: laventuradelahistoria.com 31/05/2019

Todo empezó en marzo de 1842, cuando Ralph Waldo Emerson impartió la conferencia El poeta en Nueva York. Por entonces, Walter Whitman (Walt Whitman) era un redactor de la revista Aurora que acudía a la cita del filósofo con mayor prestigio de Estados Unidos. Emerson comenzó diciendo que el verdadero poeta rompe las cadenas de todos, que representa al hombre completo y la belleza, que ese poeta daba fe de lo que experimentaba y que llevaba a la liberación personal. Pero Emerson aún no lo había encontrado en su país: “Busco en vano a este poeta del que hablo”.

Walt Whitman se quedó tan fascinado que aquellas palabras se quedaron resonando en su interior hasta que, ocho años después, escribió los primeros versos. Llevaba casi una década haciendo acopio de la fuerza y libertad con la que escribiría toda su vida, y decidió que aquel impulso creativo tenía que ver la luz en 1855. Su grito al mundo se llamaba Hojas de hierba, y eran cientos de versos que ocupaban 95 páginas encuadernadas en un verde amarillento. Whitman no olvidaba quién le había inspirado.

El apoyo y la influencia de Ralph W. Emerson fue clave para que "Hojas de hierba" triunfase.
El apoyo y la influencia de Ralph W. Emerson fue clave para que «Hojas de hierba» triunfase.

Acudió a la oficina de correos y envió a Concord (Massachusetts) un paquete con uno de los mil ejemplares que había pagado de su bolsillo. El filósofo de Concord recibió desconcertado un libro anónimo con el retrato de un hombre de barbas y sombrero, los derechos de autor a nombre de un tal Walter Whitman, y unos versos encajados en el primer poema que decían: “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan”.

Emerson se quedó impresionado de aquellos doce poemas sin título que rasgaban las convenciones y cantaban a lo más íntimo del ser humano, ya que encajaban en sus más viejos anhelos. Días después de recibir el libro, el filósofo leyó un anuncio en la prensa que le confirmó la autoría del libro, así que escribió al tal Whitman, augurándole una gran carrera. El libro, escribía en la carta, “es una de las piezas más extraordinarias de humor y sabiduría con las que América ha contribuido”. Además, quería ir a verle a presentarle sus respetos a Nueva York, algo que sucedió a finales de año.

Revolución y provocación

Hojas de Hierba era una revolución y una provocación, pero también la voz profunda de un poeta que en el prólogo ya advertía que “la verdadera prueba para un poeta es que su país lo absorba tan afectuosamente como él lo ha absorbido”. Y a pesar de propagar la voz popular de su pueblo y de un país al que cantaba, tuvo que bajar el precio para dar salida a aquel manojo de páginas que pocos comprendieron: de dos dólares a 50 centavos.

La crítica se le echó encima por el alto voltaje sexual, pero también por desafiar el puritanismo que envolvía la sociedad en un país que en 1850 había aprobado una ley para capturar a los esclavos que se fugaban de sus amos. Los versos transpiraban libertad, no estaban sometidos a rimas, métricas ni convenciones. Eran tan libres como la naturaleza, y tan democráticos como las convenciones que rompía.

Edición de 1856 de "Hojas de Hierba".
Edición de 1856 de «Hojas de Hierba».

El New York Tribune publicó una reseña diciendo que la poesía de Whitman era “burda y grotesca”, y no le vio mucho futuro; el poeta y editor James Rusell Lowell creyó que “eran auténticas paparruchas”. Y hasta el famoso Thomas Carlyle, que leyó los versos desde Inglaterra, dijo años después que parecía “como si el toro del pueblo hubiera aprendido a sostener una pluma”.

Tenía en contra a la opinión pública pero, del otro lado, el mayor filósofo de Estados Unidos hacía fuerza a su favor, difundiendo Hojas de hierba, enviándoselo a amigos y recomendando leer una obra de “budismo norteamericano”. Algo en la literatura norteamericana cambiaba para siempre.

Una vida de sobresaltos

Pocas personas están tan íntimamente ligadas a su obra como Whitman. Canto a mí mismo, el poema que abre el libro, es ya una declaración abierta de la naturaleza humana “porque cada átomo que me pertenece, te pertenece también a ti”. Y es precisamente esa voz que navega en lo más profundo lo que hace de Whitman un revolucionario al romper las reglas establecidas.

Whitman había nacido en una granja de Long Island, Nueva York, el 31 de mayo de 1819. Entre los nueve hermanos, dos tenían nombres de héroes: George Washington y otro Thomas Jefferson. Su padre era un carpintero que leía con fruición, algo que él heredó. Los versos del joven de 36 años tenían voz furiosa, y Hojas de hierba seguía el rastro épico de los viejos poemas griegos. Por aquel entonces había leído la Ilíada de Homero a orillas del mar, en Long Island, y recorría en autobús la calle Broadway recitando en voz alta a Homero. Los vecinos veían, extrañados, a aquel hombre descamisado con botas de cuero, barbas y sombrero, de piel rojiza y un cuello musculoso, sin sospechar que iba a revolucionar la literatura.

Hasta publicar la primera edición, el poeta había trabajado en una larga lista de oficios, desde tipógrafo, ayudante en un despacho de abogados, regente de una papelería, hasta carpintero y periodista, el más estable en su vida: fundó The Long Islander y trabajó en el New York Evening PostLife Illustrated o The Brooklyn Daily Eagle. Con 21 años, y trabajando de profesor en Nueva York, ya mostraba en sus cartas –hay 3.000, editadas en seis volúmenes– la vena pasional e inconformista que mantendría en su vida. “¡Woodbury! ¡Qué nombre tan apropiado! Si me viera obligado a soportar su intolerable insipidez durante todo un año, sin esperanza de alivio, sería capaz de enterrarme, a mí y a cualquiera que albergase un ínfimo deseo de compañía inteligente. (…) Amigo mío, no puedes hacerte una idea de la horrible monotonía de este sitio. Hacer dinero, trabajar, trabajar, trabajar…”, le escribió a su amigo Paul Leech el 19 de agosto de 1840.

Seguidores de Walt Whitman reunidos para leer y comentar su obra.
Seguidores de Walt Whitman reunidos para leer y comentar su obra.

Por suerte, su destino era la escritura y estaba convencido después de una aventura en Nueva Orleans, de donde le echaron del Daily Crescent por su irreverencia política. En la ciudad sureña se había impregnado de otra cultura y tantas gentes a las que luego honraría en Canto a mí mismo: la prostituta, el fumador de opio, el barquero, el ganadero, el director de orquesta, la novia, el cobrador, los carpinteros, los cazadores de mapaches.

Sin embargo, sus empeños literarios habían resonado poco hasta Hojas de Hierba. Su novela Franklin Evans, el borracho, publicada en 1842, pasó desapercibida y él mismo llegó a decir que era “una auténtica porquería”. Y aunque estaba considerada como su única novela, recientemente se descubrió que no era la única.

Se llama Vida y aventuras de Jack Engle y fue publicada en 1852 por entregas en el periódico The Sunday Dispach de forma anónima, por lo que se perdió entre los papeles. Hasta que, en el 2016, un estudiante de la Universidad de Houston que realizaba un doctorado halló en los cuadernos de Whitman notas donde pergeñaban personajes e ideas. Cuando pidió las copias del The Sunday Dispach a la Biblioteca Nacional, vio que coincidían los personajes y las tramas. La historia publicada era de Walt Whitman.

Tras su regreso de Nueva Orleans, trabajó en el Brooklyn Freeman hasta que se unió a su padre en el taller de carpintería, pero su progenitor murió poco después de publicar Hojas de Hierba y su vida tomaría nuevo rumbo, con detractores y admiradores. Los filósofos Henry David Thoreau y Amos Bronson Alcott, amigos íntimos –y vecinos– de Emerson, formaban parte del segundo grupo, así que lo visitaron en el otoño de 1856 en su casa de Brookling, donde lo encontraron en su buhardilla, con imágenes de Baco y Hércules en las paredes, en un extraño desorden.

Entregó a Thoreau la segunda edición de Hojas de Hierba, que llevaba escrito en el lomo y con letras doradas, los buenos augurios que Emerson le había deseado en aquella carta: “Lo saludo al principio de una gran carrera”. Thoreau, que le había preguntado al poeta si había leído a los orientales –Whitman dijo que no–, tras leer con interés la segunda edición en la que incorporaba la famosa carta de Emerson y un nuevo poema, dijo que había dicho “más verdades que cualquier otro norteamericano o moderno”.

Aun así, al poeta erigido en voz nacional, con barba de druida y una salud íntegra, le gustaba la adulación y se rodeaba de chicos jóvenes, en quienes veían la audiencia perfecta para hablar de sí mismo y seguir escribiendo versos; un afán que expresó en público en el verano de 1856: “El trabajo de mi vida consiste en escribir poesía… unos pocos años, y la media anual de poemas que me exijo es de entre diez y veinte mil, o probablemente más”.

Compromiso humano

Whitman comenzó a atraer cierta admiración a partir de 1860, con la tercera edición de un poemario al que Emerson había sugerido supresiones y él se había negado porque quería seguir su propio camino. Años después, recordando aquella conversación, el poeta dijo que el sabio de Concord lo había apreciado más por no aceptar su consejo.

Al tiempo, Whitman añadía nuevos poemas y pulía otros para incorporar en Hojas de Hierba, una obra surgida en la gran década de literatura estadounidense, pues en apenas unos años se publicaban La Letra Escarlata (1850), Moby Dick (1851) y Walden (1854). Pero aquel país que parecía nacer de nuevo pronto se caería al precipicio de la Guerra de Secesión. El pesimismo de Whitman aumentaba, así que  trató de compensarlo con un compromiso que lo llevó por campamentos militares y campos de batalla hasta instalarse en Washington. Allí trabajó como voluntario en un hospital de heridos y allí compuso, tras el asesinato de Lincoln en 1865, La última vez que florecieron las lilas en el jardín. La guerra lo había desconcertado y su compromiso humano, que ya se vislumbraba hacía décadas, aumentó. De hecho, años después, The Galaxy publicó sus ensayos sobre democracia.

El poeta Walt Whitman probablemente en Nueva York, hacia 1870.
El poeta Walt Whitman probablemente en Nueva York, hacia 1870.

Instalado en Washington, Whitman se acordó de Emerson, su viejo mentor, para que le ayudara a buscar trabajo. Necesitaba cartas de recomendación y Emerson accedió a enviarle una al secretario del Tesoro, aunque a pesar de elogiar su patriotismo y decir que sus textos eran “más profundamente americanos, democráticos y en interés de la libertad política que los de cualquier otro poeta”, el secretario,  Salmon P. Chase, pensó que la reputación del poeta era mala. Finalmente, Whitman consiguió un trabajo en 1865 como administrativo en el Departamento de Interior, pero no duró mucho, ya que su jefe encontró un ejemplar Hojas de Hierba en el cajón. Tras leerlo, lo echó del trabajo.

Whitman continuó recibiendo amenazas por “la desfachatez” de su libro a pesar de las siete ediciones que llevaba hacia 1882. Las presiones por censurarlo se mantenían. Él, ya instalado en Candem (Nueva Jersey), no desistió en su camino y siguió escribiendo y dictando conferencias, sobre todo acerca de Lincoln, con ese carácter que ya había advertido un joven escritor en la revista Putnam’s. Tras la aparición de la primera edición, Charles Eliot Norton lo había definido como “una mezcla de trascendentalista de Nueva Inglaterra con alborotador de Nueva York”.

Los últimos años de vida, instalado en la casa que compró en Candem y que hoy es un museo, Whitman recibía a admiradores de todo el mundo, que acudían con fervor a conocer al poeta revolucionario que acabó escribiendo y puliendo 389 poemas en nueve ediciones. El escritor Mark Twain, intuyendo que la vida del poeta llegaba a su fin, le envió en 1889 una carta de felicitación por su cumpleaños y un regalo: que se tomara treinta años más de vida. Pero Whitman murió tres años después y el tiempo acabó por confirmar Hojas de Hierba como una de las grandes creaciones estadounidenses.

Hitler devora Polonia: 80 años del inicio de la II Guerra Mundial

Fuente: laaventuradelahistoria.es 27/08/2019

Con la invasión alemana de Polonia, ordenada por Hitler el 1 de septiembre de 1939, hace ochenta años, comenzó un conflicto que en los siguientes seis años, tras engullir al planeta, se cobró la vida de sesenta millones de personas. Dedicamos al estallido de la II Guerra Mundial nuestro Dossier del número 251 (septiembre), ya en quioscos, que arranca con el inestable periodo –analizado por Ricardo Miralles– durante el que, entre el Tratado de Versalles de 1919 y la anexión de los Sudetes, veinte años después, se fraguó el conflicto. David Solar narra la invasión, mientras Jesús Casquete y José María Faraldo se ponen en la piel de los alemanes y de los polacos de a pie, respectivamente, para rescatar a través de sus testimonios el impacto del suceso en la población civil, un enfoque habitualmente obviado en los relatos canónicos de este enfrentamiento.

Hitler durante el desfile de la victoria alemana en Varsovia (Polonia), octubre de 1939, en la portada del número 251 de «La Aventura de la Historia», dedicada a los 80 años del inicio de la II Guerra Mundial.

La escala que alcanzó la mortandad, nunca antes vista, suscitó el temor de que, de repetirse, significara el fin de la humanidad. Ese miedo podría haber sido la vacuna contra el fantasma de otra guerra mundial y haber alentado una cultura de la paz que hace que hoy haya en el mundo más maestros que soldados, como argumenta en una Tribuna David García Hernán, y que Europa, con excepción de conflictos localizados, disfrute de su periodo más largo de paz.

Las tres guerras contra el fascismo de un calderero anarquista

Martín Bernal, integrante de La Nueve y luchador antifascista.

Autor: Eduardo Bayona

Fuente: publico.es 01/09/2019

Martín Bernal luchó tres veces contra el fascismo. Una, en la guerra civil, primero en la Columna Ascaso y después en las tropas regulares de la Segunda República. Después, en África con la Legión Extranjera. Y. por último, en la campaña de liberación de Francia y Alemania como alférez de La Nueve, la legendaria compañía de republicanos españoles que el 24 de agosto de 1944 liberó el Ayuntamiento de Paris y, unas horas más tarde, detuvo al general Dietrich con Choltitz, el comandante de las tropas nazis de ocupación, con todo su Estado Mayor.

Martín, de 24 años cuando los militares franquistas se sublevaron en 1936, se ganaba la vida como instalador de calderas, ocupación que compaginaba con la de novillero bajo el pseudónimo de Larita II. “La guerra le obligó a dejar las dos ocupaciones”, explica Diego Gaspar, investigador y profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza, autor de La guerra continúa. Voluntarios españoles al servicio de la Francia Libre (1940-1945) y que está trabajando en la redacción de Banda de cosacos. Historia y memoria de La Nueve y sus hombres, que llegará a las librerías el año que viene.

Vecino del barrio de Torrero, aunque había nacido en Garrapinillos, y miembro del sindicato anarquista CNT como su hermano Francisco, optó tras el golpe militar por escapar de Zaragoza, donde los sublevados desatarían una feroz represión con más de 3.500 fusilados y desaparecidos, para unirse a la Columna Ascaso, una de las milicias libertarias que salieron de Barcelona en los primeros días de la guerra para intentar liberar la capital aragonesa.

Una fuga a pie de Llíria al Pirineo

Ya no dejaría las armas hasta once años después, cuando, a mediados de 1945, fue licenciado tras terminar la Segunda Guerra Mundial en Europa. “Era un coloso de mirada clara y gesto tranquilo”, lo describe la periodista Evelyn Mesquida en su libro La Nueve. Los españoles que liberaron París. Medía 1,80.

Tras la disolución y militarización de las milicias anarquistas, Bernal participó como soldado regular en varias batallas de la guerra civil, como la de Teruel. “Hecho prisionero por los franquistas al final de la guerra, se había evadido y había atravesado toda España a pie, caminando por la noche y ocultándose durante el día”, narra Mesquida.

Sin embargo, nada más cruzar los Pirineos, a los que había llegado desde Llíria (Valencia) en septiembre de 1939, fue arrestado por la Gendarmería, lo que le situaba ante tres opciones: ser deportado a España, ir a un campo de refugiados (o de prisioneros) o enrolarse en la Legión Extranjera. Optó por la tercera. Poco después, tras formalizar los papeles en Tarbes, estaba viajando a África.

Bernal se hacía llamar Manuel Garcés, en una especie de homenaje a su amigo y cuñado de ese nombre, al que conoció cuando ambos actuaban como novilleros. Aunque la elección también tenía algo de protección: “trataba de evitar que su familia, que se había quedado en España, pudiera sufrir algún tipo de represalias”, anota Gaspar.

Como legionario pasó por varias unidades y participó en diversas batallas, tanto en Senegal como en Túnez contra el Áfrika Korps del mariscal Rommel, antes de desertar para alistarse en el Cuerpo Franco africano en 1943, a poco de que este fuera finalmente disuelto para integrarse en el Ejército de Liberación Nacional francés. Allí fue uno de los 144 españoles (de 160 miembros) que fundaron La Nueve, adscrita al Tercer Regimiento del comandante Joseph Putz dentro de la Segunda División Blindada del general Leclerc.

«Por su valor tranquilo, logró imponerse con rapidez»

Meses después, el 24 de agosto de 1944, sería uno de los 70 hombres de esa unidad que liberaron el Ayuntamiento de París, en la acción militar que simbolizó la reconquista de la ciudad tras la ocupación nazi.

Al día siguiente, Bernal participaría en el asalto a la central telefónica de París, operación en la que terminaría haciéndose cargo del mando tras resultar herido el teniente inicialmente encargado de ello, y, uno más tarde, el 26 de agosto, comandaría el vehículo “Resistencia”, uno de los cuatro con los que los soldados de La Nueve escoltaron al general Charles de Gaulle en el desfile de la victoria.

Durante la campaña previa había dirigido el “Liberación”, el “Teruel” y el “Brunete”.La presencia de los soldados republicanos en esa celebración provocó una queja formal ante el Eliseo por parte de la dictadura franquista, que se refería a sus compatriotas como “españoles enganchados en África y recogidos en Francia conforme avanzaban por la metrópoli las tropas desembarcadas del general Leclerc”, cuenta Mesquida. Las autoridades de la Francia Libre la despacharon sin mayores ceremonias.

“Por su valor tranquilo, logró imponerse con rapidez en La Nueve”, señala Mesquida, que recuerda cómo más tarde sería condecorado “por hacer frente a un enemigo muy superior, ocasionar numerosas bajas y conseguir salvar a un compañero herido”.

El hermano ‘perdido’ en Mauthausen

Tras resultar herido durante la guerra en cinco ocasiones, varias de ellas en la dura campaña de Alsacia, que concluyó con la liberación de Estrasburgo, Bernal fue uno de los integrantes de la tercera sección de La Nueve que, el 5 de mayo de 1945, participaron en las tareas de escolta de la retaguardia de las fuerzas aliadas que, tras los bombardeos de la aviación, ‘barrieron’ en desfiladero de Inzell, el acceso al Nido de las Águilas, la ostentosa residencia de montaña que los nazis habían regalado a Hitler.

Esa fecha, en el que participó en una de sus últimas operaciones bélicas antes de regresar a París y licenciarse, quedaría grabada en la memoria del calderero anarquista que estaba a punto de dejar de ser soldado.

Meses después, en la capital francesa, Martín se reencontraría con su hermano Francisco, de quien no tenía noticias desde hacía cinco años. Había llegado a París repatriado desde Mauthausen, el siniestro campo de concentración que los nazis habían instalado en el noreste de Austria y al que las tropas estadounidenses habían llegado el mismo día que caía el Nido de las Águilas.

Los dos hermanos abrieron una zapatería en las afueras de París, ciudad en la que, aunque viajaron a Zaragoza en varias ocasiones, ambos residieron hasta su muerte. “Soy feliz porque estoy vivo después de lo que he pasado”, explicaba Paco en el documental Aragoneses en el infierno, de Mireia R. Abrisqueta, en el que recordaba la sobrecogedora leyenda que había en la entrada del campo: “vosotros que entráis, dejad aquí toda esperanza”.

¿Qué define una colonia?

Fragmento de una caricatura de Le Petit Journal de 1898 en la que se representa la disputa colonial por China de forma alegórica. De izquierda a derecha la reina Victoria del Reino Unido, el káiser Guillermo II de Alemania, el zar Nicolás II de Rusia, Marianne —la personificación de Francia— y un samurái japonés se reparten la tarta china. Fuente: Wikimedia.

Autor y fuente: elordenmundial.com

Cuando se creó la ONU nada más terminar la Segunda Guerra Mundial, un buen número de países —entre ellos algunos ganadores de la guerra— tenían bajo su control una gran cantidad de territorios enmarcados en un régimen colonial. En su artículo 1, la Carta de las Naciones Unidas indica “el respeto por el principio de la igualdad de derechos y por el de la libre determinación de los pueblos”. Y aquí aparecía un concepto clave: libre determinación de los pueblos. Como indica la propia ONU, ese derecho significa que “el pueblo de una colonia o Territorio dependiente decide sobre la futura condición de su país”. Relacionado con eso, también surgía la duda de qué se podía considerar una colonia o territorio dependiente, y la ONU lo definió como “un territorio cuyo pueblo todavía no ha alcanzado un nivel pleno de autogobierno”.

Esta idea a menudo se ha confundido con una especie de derecho a la independencia, cuando no es exactamente así. El derecho a la autodeterminación estipula que los territorios coloniales tenían derecho a decir qué querían ser en el futuro. La mayoría, por motivos obvios, han acabado eligiendo la independencia, pero otros territorios, a menudo insulares y bastante dependientes, han preferido mantenerse ligados a otro país, normalmente europeo —como ocurrió recientemente con Nueva Caledonia, territorio francés—. Incluso llegó a haber extraños inventos federales y confederales en un último intento de las metrópolis europeas por conservar estos territorios atados —y eludir en lo posible las obligaciones descolonizadoras—, como la Unión Francesa o la Unión Indonesio-Neerlandesa.

Para ampliar: “El derecho a la autodeterminación y los límites a la independencia”, Trajan Shipley en El Orden Mundial, 2018

Hoy todavía quedan 17 territorios pendientes de descolonizar en todo el mundo, con cinco potencias administradoras distintas: Reino Unido, Estados Unidos, Francia, España y Nueva Zelanda.

Ante las dilaciones de las potencias coloniales en aplicar el derecho a la autodeterminación, la ONU insistió en 1960 con la Resolución 1514, donde se exponía que “En los territorios en fideicomiso y no autónomos y en todos los demás territorios que no han logrado aún su independencia deberán tomarse inmediatamente medidas para traspasar todos los poderes a los pueblos de esos territorios”seguida de la Resolución 1541, que era algo así como una guía para saber cuándo un territorio se consideraba descolonizado y en la que, para garantizar que esto se cumplía, creó el llamado Comité Especial de Descolonización.

Este comité es el que pilota y asesora a los territorios para poder ejercer su derecho a la autodeterminación, aunque es la Asamblea General de la ONU la que decide si incluir o no a un territorio en la lista de los lugares pendientes de descolonización. Hoy esa lista consta de 17 territorios que aún no han ejercido el derecho a la autodeterminación. La mayoría son islas y archipiélagos, además de dos territorios continentales: Gibraltar y el Sáhara Occidental. Cada uno de ellos tiene una potencia administradora, que es el país que es responsable de garantizar que la descolonización se haga efectiva. De igual manera, todavía existen cinco potencias coloniales: Reino Unido, Francia, Estados Unidos, España y Nueva Zelanda.

En cuanto a la segunda pregunta —si las colonias tienen que ser necesariamente territorios de ultramar—, la respuesta es no. Al menos no es un requisito imprescindible, si bien existe correlación en que, tanto históricamente como en la actualidad, las colonias estaban muy alejadas de la metrópolis. Hay que tener en cuenta que el estatus de colonia lo marca el hecho de que el territorio aún no haya decidido su futuro libremente, no el tipo de futuro por el que se decanten —sea cual sea—. Así, un territorio como Mayotte, situado en el Índico, es un departamento francés de ultramar que también está dentro de la Unión Europea. De hecho, varios países de la Unión Europea tienen territorios de ultramar que no tienen estatus de colonia, caso de Portugal —Azores y Madeira—, España —las Canarias— o el Reino de los Países Bajos, con varias islas en el Caribe.

La crítica socialista a la política comercial a fines del XIX

 Cartel político donde el Partido Liberal del Reino Unido enfrenta al proteccionismo con el libre comercio; La tienda de libre comercio está llena hasta el borde de los clientes debido a los bajos precios mientras que la tienda basada en el proteccionismo ha sufrido por los altos precios y la falta de costumbre. (Fuente: Wikipedia)

Autor: EDUARDO MONTAGUT
Fuente: Nueva Tribuna, 4/09/2019

Durante todo el siglo XIX se produjo un debate en España entre los proteccionistas y los librecambistas. Los primeros representaban los intereses de los grandes productores de cereal del interior peninsular, en alianza con los fabricantes textiles catalanes con evidente apoyo de los obreros del ramo, y los industriales siderúrgicos vascos. Frente a estos grupos que buscaban asegurarse el mercado español de la competencia externa, estaban los comerciantes, siempre interesados en poder comprar mercancías sin el coste añadido de los aranceles, y las compañías ferroviarias que necesitaban importar tecnología para poder montar las líneas de ferrocarril.

En la España del siglo XIX, con algunas excepciones, primó la adopción de políticas proteccionistas

En la España del siglo XIX, con algunas excepciones, primó la adopción de políticas proteccionistas. En 1826 se promulgó el Real Arancel General de entrada de frutos, géneros y efectos del extranjero, que establecía la prohibición expresa de entrada de más de seiscientos productos y el derecho diferencial de bandera. El proteccionismo comenzó a ser defendido ya con fuerza en estos primeros momentos por los industriales catalanes para preservar sus productos textiles de la competencia inglesa. Después de la pérdida de casi todas las colonias se estableció que Cuba y Puerto Rico quedarían como monopolio exclusivo de los productos agrícolas e industriales peninsulares. El proteccionismo siguió siendo la política seguida a la muerte de Fernando VII hasta la Regencia de Espartero, ya que, este político y militar cercano a Gran Bretaña, estableció el Arancel de 1841 que redujo considerablemente el número de artículos que no se podían importar. En otro sentido, se incorporó al País Vasco al sistema aduanero español, coincidiendo con la derrota carlista. La relajación del proteccionismo provocó el enfrentamiento de los catalanes, y la otra medida, la protesta de los vascos.

La reforma hacendística de Mon-Santillán de 1845 y el Arancel de 1849 introdujeron algunos matices librecambistas, aunque, a partir de entonces se dieron continuas modificaciones de tarifas aduaneras en distinto sentido. Los matices librecambistas estaban motivados por la necesidad de importar tecnología y bienes de equipo para la construcción del ferrocarril, y eran defendidos también por los comerciantes, mientras que los cambios en sentido proteccionista se debían, en gran medida, a la presión de los industriales catalanes, fuertemente organizados en torno al Instituto Industrial de Cataluña.

El Arancel Figuerola de 1869 se inclinó más claramente hacia el librecambismo porque suprimía el derecho diferencial de bandera, establecía un programa gradual de reducción de tarifas sobre los productos importados y no prohibía la importación de ningún producto. En todo caso, conviene relativizar el carácter librecambista de este Arancel, debido al ministro Laureano Figuerola al poco de triunfar la Revolución Gloriosa. Ciertamente lo fue, pero si lo comparamos con los anteriores y los posteriores.

Cánovas proclamó que el proteccionismo era un dogma fundamental del Partido Conservador

Pero en la época de la Restauración la política económica volvió a tener un marcado carácter proteccionista, como se puede comprobar en el Arancel de 1891. Cánovas proclamó que el proteccionismo era un dogma fundamental del Partido Conservador. El proteccionismo debía contentar a tres pilares fundamentales del sistema político liberal-conservador: los industriales catalanes, los grandes propietarios cerealistas castellanos y los empresarios siderúrgicos vascos.

LA POSTURA DEL PSOE EN 1887

Pues bien, en este artículo nos centraremos en la postura que adoptó el PSOE a la altura de 1887 sobre esta polémica. La posición socialista de publicó en el número 95 de El Socialistade 30 de diciembre de 1887.

En el año 1887 todavía duraban los efectos de la Gran Depresión de 1873, que provocó la adopción en muchos países de políticas fuertemente proteccionistas. Los defensores de esta intervención del Estado en las relaciones comerciales y sus detractores librecambistas se enzarzaron en esta época en una intensa polémica, a la que no se vio ajena España. Cada posición achacaba a la otra la responsabilidad de los problemas económicos. Para los socialistas era una polémica entre dos facciones de la burguesía. Los librecambistas serían los defensores del “pan barato”, es decir, de permitir las importaciones de trigo para que bajaran los precios del principal alimento con el fin de no subir mucho los salarios. Por el contrario, los proteccionistas eran los defensores de los “buenos salarios”. Pero esta polémica era para el PSOE un “solemne disparate”.

Los librecambistas serían los defensores del “pan barato” y los proteccionistas defenderían los “buenos salarios”, en una polémica que para el PSOE era un “solemne disparate”

Ni unos ni otros ofrecerían soluciones a la supuesta causa fundamental del capitalismo: la imposibilidad para la clase trabajadora de poder adquirir todo o casi todo lo que se producía, es decir el desequilibrio entre oferta y demanda. El equilibrio entre ambas no se podría restablecer impidiendo que entrasen productos extranjeros a través de los aranceles (“impuestos protectores”). El proteccionismo solamente libraba a la producción española de la competencia, una producción que se realizaba con tecnología y sistemas de trabajo inferiores a los que se daban en el extranjero. Pero tampoco se veía en el librecambismo una solución, porque el fin de la protección no cambiaba la realidad de la superproducción. Todos los países sufrían la crisis, ya fueran adalides del libre cambio como Inglaterra, o defensores del proteccionismo como Francia o Alemania. España no se salvaba de esta crisis, aunque aplicase en ese momento un cierto eclecticismo, justo en el momento en el que gobernaban los liberales.

Las dos doctrinas serían, por lo tanto, siempre según los socialistas, ineficaces para terminar con el exceso de producción. La situación cambiaría no con la adopción de una u otra política, proteccionista o librecambista, sino cuando desapareciese el capitalismo. Los obreros no estaban recibiendo el valor de lo que producían, solamente una parte del mismo, y que les impedía consumir todo lo que creaban para poder satisfacer sus necesidades. La solución pasaría por la conquista del poder político, expropiando a los detentadores de la riqueza, evitando que nadie pudiera acaparar el fruto del trabajo de los demás. En fin, una solución revolucionaria.

75 aniversario de la liberación de Paris

Autor: ROMAN ECHANIZ

Fuente: nuevatribuna.es 24/08/2019

En estas fechas, se conmemora el 75 aniversario de la liberación de Paris por parte de los aliados de la inmundicia nazi.

El primer cuerpo aliado en entrar fue 9.ª Compañía de la 2.ª División Blindada de la Francia Libre, también conocida como División Leclerc, la llamada compañía Nueve compuesta por republicanos españoles. Fueron los carros bautizados como Guadalajara, Teruel, Don Quijote y otros,los primeros en entrar a la ciudad de Paris. Ultrajada, martirizada,pero liberada entre otros por quienes habían perdido su libertad,tiempo atrás. Los republicanos españoles de la Francia Libre.

Ahora, cada 24 de agosto, se celebra una ceremonia oficial en el jardín bautizado Jardín de los combatientes de la Nueve con motivo de las celebraciones de la Liberación de París

Cuando el general de Gaulle paso a saludar a los militares combatientes, revistidos de sus uniformes, se paro delante de un militar que llevaba unas medallas españolas al lado de las francesas, y el general pregunto sonriente pero con el ceño fruncido,
-¿ Cuando habéis entrado en la resistencia? 

La contestación fue breve directa, respetuosa con un impecable saludo, de soldado a soldado:

-Antes que usted, mi general 

Como dice Diego de Lora, hijo del Capitan e insigne masón Cristobal de Lora asesinado a los pocos dias de la rebelion fascista «el laconismo de la respuesta conlleva todo. Rigor, respeto de la jerarquia y esa austeridad de los españoles republicanos que tenían el pudor de los vencidos, porqué no pudieron cumplir su compromiso». 

Hubo que esperar a agosto del 2004 para que  París  homenajeara republicanos españoles de la Nueve.

El 25 de agosto de 2012, durante la celebración del 68 aniversario de la Liberación de París, una bandera republicana participó en los festejos a modo de reconocimiento siendo reflejado este hecho en el discurso del Presidente de la República francesa, el socialista François Hollande.

Ahora, cada 24 de agosto, se celebra una ceremonia oficial en el jardín bautizado Jardín de los combatientes de la Nueve con motivo de las celebraciones de la Liberación de París.

A finales de 2016, la alcaldesa de Madrid Manuela Carmena designó también un jardín municipal como Jardín de los luchadores de La Nueve. Fue inaugurado en abril de 2017 por las alcaldesas de Madrid y París, Manuela Carmena y Anne Hidalgo, socialista de origen español.

Fueron los Republicanos Españoles quienes salvaron la dignidad de los españoles ante la barbarie nazi. Ellos que lucharon por la libertad fuera de nuestra patria al haber caído España en manos del Fascismo. 

No es política. Es Memoria. 

La vergüenza de la madre de Napoleón: “Mi útero contenía un monstruo”

La madre de Napoléon en 1770. FOTO: GETTY

Autora: Paula Corroto.

Fuente: elpais.es 31/08/2019

Se llamaba Letizia y llegó a ser la madre de un emperador odiado y amado a lo largo de todos los confines europeos. Pero su biografía es mucho más grande que el título maternal: administró sus bienes e inversiones de forma personal para vivir sin la necesidad de depender de su hijo, y cuando tuvo que despegarse de este, por su altanería y ambición desmesurada, lo hizo. A María Letizia Ramolino, madre de Napoleón, de cuyo nacimiento se cumple este 15 de agosto el 250 aniversario, no le tembló la mano en las cartas que le escribió en los años en los que su vástago estaba fuera de sí conquistando todas las tierras europeas (y hasta Rusia si hacía falta). “¿Qué haces, aborto del abismo?”, le preguntó en una de sus misivas que hoy se puede consultar en la Biblioteca Digital Hispánica (Biblioteca Nacional de España). Casi nadie había podido olisquear las verdaderas pretensiones de Napoleón cuando este era solamente un general del ejército francés; pero su madre, sí. Las madres calan hasta al emperador más astuto.

María Letizia Ramolino (Ajaccio, Córcega, 1750-Roma, 1836) fue una noble, hija de familia bien y con un fuerte sentimiento nacionalista corso. En su juventud la isla todavía pertenecía a Génova y allí no se hablaba en francés. Es más, todo lo francés le provocaba cierta repulsión. Recibió la educación que estaba prevista para todas las mujeres de su posición en su época: cuidado del hogar y de los hijos. Sin embargo, desde muy joven tuvo otros intereses más ligados con la política y la economía. A los 14 años, considerada como una de las bellezas de la isla, la casaron con el abogado Carlo Bonaparte, con quien, pese a haber sido un matrimonio concertado, llegó a llevarse bien. Tuvieron trece hijos y entre ambos administraron su capital. De hecho, Bonaparte solía pedirle consejo en los pleitos en los que trabajaba.

En 1769, cuando María Letizia estaba embarazada de Napoléon y tenía un hijo de un año, José –quien después sería José I de España–, Córcega fue conquistada por Francia. Para Ramolino fue un shock ideológico y sentimental y no dejó de inculcar en sus hijos su aversión hacia los franceses. El propio Napoleón, en su más temprana juventud, fue un firme seguidor del nacionalista Pasquale Paoli, que abogaba por la independencia de la isla. Las contradicciones de la vida.

Otro duro impacto fue la muerte de su marido Bonaparte en 1785, que la dejó viuda a los 35 años. Y, además, sin ingresos, con una prole importante y en una isla donde ya nadie la quería por sus afinidades políticas nacionalistas. Ahí comenzó el verdadero crecimiento personal de Ramolino, que empezó a rodearse de banqueros, políticos y empresarios con el fin de llevar a cabo inversiones –principalmente en bienes físicos como muebles y joyas– que pudieran sacar a su familia adelante.

Retratada por Francois Gerard. FOTO: GETTY

Por aquel entonces ya había estallado la Revolución francesa y sus hijos, sobre todo Napoleón, habían empezado a hacer carrera en el ejército. Este se uniría rápidamente a los jacobinos, que abogaban por la indivisibilidad de la nación y por un Estado central fuerte. El joven nacionalista observó por dónde podía subir en el escalafón militar y la mejor manera era ponerse en contra de los independentistas corsos. Su madre nunca estuvo de acuerdo, pero en 1793 abandonó Córcega para irse con él a Francia.

El siguiente enfrentamiento entre madre e hijo no fue por la política, sino por una mujer: Josefina de Beauharnais, con quien Napoleón se casó en 1796. Josefina era viuda de Alejandro de Beauharnais, terrateniente en la isla de Martinica que después había hecho carrera política durante la revolución. No acabó bien: fue guillotinado por contrarrevolucionario durante la época del Terror impuesto por los jacobinos. Pero Josefina había podido introducirse en los círculos políticos, donde conocería a Napoleón, quien se enamoró perdidamente de ella. Josefina no tanto. Su anterior matrimonio no había sido bueno y no perdió el tiempo con otros hombres mientras su nuevo marido batallaba fuera de Francia. Y eso a su suegra no le gustaba.

Más allá de los asuntos matrimoniales, lo que era evidente es que la carrera de Napoleón estaba disparada. Llevó a su ejército por Europa para anexionarse nuevos territorios. Incluso llegó a las costas más orientales del Mediterráneo causando varias masacres en ciudades como Jaffa, en la actual Tel Aviv. Su madre no estaba conforme y ni siquiera quería hacer vida en París. Pero su hijo sí tenía muy claro su objetivo y el 9 de noviembre de 1799 –el 18 de brumario– dio un golpe de Estado para autoproclamarse primer cónsul de Francia. Era admirado por muchos por sus ingeniosas estrategias militares y por el impulso a políticas liberales y progresistas. Uno de sus mayores admiradores era Beethoven. Aquellos fueron los mejores años de Napoleón.

Pero como siempre que se empieza a crecer de forma desmesurada, rápida, descontrolada y con mucho palmero alrededor, la historia no podía acabar bien. A Napoleón no le bastó ser cónsul y en 1804 se autoproclamó emperador de los franceses –ese antiguo nacionalista corso– con unción papal incluida. Para diciembre de aquel año montó un fastuoso acto en la catedral de Notre-Dame al que acudió la flor y nata del país. María Letizia se negó a asistir. No quería participar de un festejo que consideraba una pantomima. Ni siquiera vivía en la Corte. Eso sí, su hijo insistió en que apareciera en el cuadro que pintó Jean-Jacques David sobre la coronación. A veces se eliminan personajes de las fotografías o las pinturas y otras veces se incluyen. Y no contento con eso la nombró “su alteza imperial, madre del emperador”. Ramolino hizo caso omiso y continuó con sus particulares empresas económicas, sin depender de la riqueza que le ofrecía su hijo.

A partir de su autonombramiento como emperador, Napoleón emprendió sus verdaderas conquistas. Se iniciaron así las guerras napoleónicas contra Reino Unido –en las que implicó a España– y se dedicó a colocar a sus hermanos en los diversos reinos que iba anexionando. Así a José lo coronó en Nápoles y después en España, a Luis en Holanda, y a Jerónimo en Westfalia, en el norte de Alemania. Sólo a Luciano lo dejó sin territorios. Ambos estaban muy enemistados. Y en esta relación fraternal tuvo particular importancia la influencia de la madre.

De esta época data la carta enviada por ella a Napoleón que hoy se puede leer en la Biblioteca Nacional. Es una misiva muy dura con respecto a su hijo. En ella escribe, entre otras cosas, “cuánto mejor me hubiera estado la esterilidad, que haber contenido en mi desgraciado útero un monstruo”, en alusión a la ambición desmesurada del hijo y cómo ha llevado al resto de sus hermanos a la desgracia. Se pone del lado de Luciano, “que siempre abominó tus empresas ruidosas. El conocía bien tu carácter dominador” y destaca cómo “Luis, el desgraciado Luis, al que colocaste en el trono de Holanda, ya me anuncia que vacila la corona sobre su cabeza”, al sentirse un usurpador, “como lo fuiste tú del trono de Francia”. María Letizia es contundente: “Me has robado a mis tiernos hijos”. Y no duda en compararle con Calígula, Nerón y Caracalla, “monstruos, oprobios de la humanidad”. “¿Qué haces, aborto del abismo?”, le conmina, pese a que al final de la carta se despide con un tono entre cariñoso y resignado: “Pero soy tu madre y todavía te amo. Te amo, Napoleón, te ama tu desgraciada madre, Leticia”. Solo una alegría le dio en ese tiempo, que fue la firma del divorcio con Josefina en 1810 porque no le había dado un hijo. María Letizia estuvo presente durante aquel acto notarial. Como para perdérselo.

Sin embargo, no parece que Napoleón hiciera demasiado caso a su madre, ya que inició una campaña contra Rusia de la que no salió bien parado y que precipitó su final. Un buen número de países estaba en su contra y el emperador había perdido a muchos aliados, también dentro de Francia, por lo que acabó recluyéndose en la isla de Elba, a donde lo acompañó su madre, que pretendía que cambiara la relación con los hermanos. Desde allí, donde se enteró de la muerte de Josefina, lanzó su última campaña para recuperar el poder, que consiguió durante cien días en 1815. Pero otra batalla, en Waterloo, acabó definitivamente con sus delirios de grandeza.

Fue enviado por los británicos a la isla de Santa Elena, en medio del Atlántico, mientras María Letizia se trasladaba a Roma con toda la fortuna que había amasado con las inversiones que había realizado a lo largo de su vida. Ella ya pareció intuir que el final de su hijo sería desgraciado. Las relaciones entre ellos siempre fueron complicadas por los deseos ególatras del hijo, por el matrimonio con Josefina y por rechazar la religión católica y fomentar la laicidad del Estado. El narcisista Napoleón sabía que, de alguna manera, su madre llevaba razón: “Cuando ella muera, solo me quedarán inferiores”, afirmó en una ocasión. No le dio tiempo a comprobarlo, ya que murió en 1821 de un cáncer de estómago en Santa Elena. Completamente solo. María Letizia le sobreviviría quince años más. Falleció en 1836 a los 85 años de edad. Millonaria. Tal y como había nacido.