El enigma de Albert Speer, el arquitecto de Hitler que intentó pasar a la Historia como el ‘nazi bueno’

Albert Speer (segundo por la izda.) y Hitler en Weimar.Hulton-Deutsch Collection/CORBIS

Autor: Igor López

Fuente: El Mundo 22/03/2020

Casi 40 años después de su muerte, Albert Speer continúa siendo un enigma. ¿Cómo un ministro de Armamento y Guerra del Tercer Reich consiguió blanquear su imagen ante la opinión pública y librarse de la horca en los juicios de Núremberg? Su trayectoria en el nazismo despegó con 26 años cuando conoció a Adolf Hitler en un mitin para estudiantes.

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Paralelismos ultras cien años después

Autor: PABLO FERNÁNDEZ-MIRANDA DE LUCAS

Fuente: Nueva Tribuna 20/03/2020

“La libertad es una deidad nórdica, adorada por los anglosajones…/… el fascismo conoce ídolos, no adora fetiches y, si es necesario, volverá a pasar de nuevo con calma sobre el cuerpo más o menos descompuesto de Diosa Libertad…/…. Para las juventudes intrépidas, inquietas y duras que se asoman al crepúsculo matutino, hay otras palabras que ejercen un atractivo mucho mayor, y son: orden, jerarquía, disciplina”.

Esto lo decía Benito Mussolini en “Gerarchia”, en marzo de 1923. Y así lo recoge Antonio Scurati en “El hijo del siglo” en el que desvela con la precisión de un entomólogo, el ADN del fascismo italiano desde la nada hasta su llegada al poder.

Por supuesto que la historia cambia con los tiempos y no es cíclica. Es de desear que las circunstancias no se repitan, pero el ascenso de las corrientes ultras en Hungría, Francia, Italia, Alemania y España; y también en otros continentes como es el caso de Brasil o Ecuador, obliga a echar la vista atrás para no repetir viejos errores.

Pero sobre todo llama la atención cómo en la Italia de los años 20 del pasado siglo, llega un momento, al igual que en el caso de Hitler en Alemania, en el que las alianzas con otros sectores ideológicos hasta entonces mayoritarios con respecto al propio fascismo, resultan imprescindibles para que estos últimos “toquen” poder y  los utilicen como trampolín para después acapararlo en su totalidad, momento en el que esos aliados, que creían poder embridarles, reciben la coz.

Las pautas y argucias para que se produzca la inicial alianza son siempre similares: el desorden, el desbarajuste, la supuesta o real debilidad del estado para hacer frente a las crisis bien ante  potencias extranjeras tras la primera guerra mundial en el caso de Italia, o Alemania, o el espantajo de la invasión de inmigrantes que nos arrebatan el trabajo y nuestra forma de vida, aderezado con el peligro de ruptura de la “patria” en el caso español.

Los esperpentos son agitados y el desorden social orquestado como planteamiento y nudo en el teatro político, para que tenga como desenlace la recuperación del Estado fuerte: “…el fascismo reivindicará la plena libertad de acción y reemplazará al Estado que una vez más habrá dado pruebas de impotencia” (Cesaré Rossi. 1º de agosto de 1922)

Pero para ser riguroso, que canten los datos numéricos del cómo y con cuanto llega Mussolini al poder: en las elecciones de 1923 el parlamento nombra a Mussolini presidente del gobierno. Para lograrlo ha tenido que pactar con todo el espectro que no sea la izquierda, formando un ejecutivo en el que incluye, además de a los propios fascistas, a populares, nacionalistas, demócratas y liberales.

Ese parlamento estaba formado por 429 diputados. ¿Qué porcentaje tendrían los fascistas para el Duce fuese nombrado presidente? ¿El 60%?, ¿el 50%?, ¿el 40%? No: tenían el 8,15%; solo 35 de esos 429 diputados eran del partido fascista. La clave para que eso fuese posible fue muy simple, crear el desorden y que el centro y la derecha, con mucha más representación que ellos, pactaran creyendo que, al darles la responsabilidad del gobierno todo se encauzaría y volvería a ser un estado fuerte, contando con la fortaleza paramilitar del propio fascio. Es decir, con la promesa, de volver al orden que ellos mismos habían roto.

hitler y musoliniPor supuesto una de las primeras cosas que hizo Mussolini una vez tomó los mandos es reformar la ley electoral de tal manera que, al poco tiempo, al pasar de un sistema proporcional a un sistema de representación mayoritaria de los distritos, obtuvieron el 75% de los diputados en las siguientes elecciones, laminando a todos los demás puesto que ya no les eran necesarios.

Hay otro eje nada despreciable. La división de la izquierda facilitó el camino. En el 2020 la estrategia anterior, de la derecha, a la formación del gobierno de coalición entre los socialistas  y Unidas Podemos era impedir el acuerdo a toda costa. Incluidas las amenas personales a diputados de ámbito local o minoritario y haciendo lo posible por dividir al PSOE apelando al “patriotismo” de “varones” e “históricos”.

De haber salido bien y tener que repetir las elecciones por tercera vez, por agotamiento ciudadano ante la “inoperancia” de los instrumentos institucionales, pocas dudas hay de que el pacto tripartito hubiese sido inevitable y justificado: “más vale que haya cualquier gobierno al desgobierno”, “si la izquierda no sabe pactar que gobierne la derecha”; cantinelas repetidas desde diversos sectores.

Benito Mussolini, Milán, 4 de octubre de 1922: “lo que nos separa de la democracia no son los adminículos electorales. ¿Qué la gente quiere votar? ¡Pues que vote! ¡Votemos todos hasta el hastío y la imbecilidad!”. “El momento fugaz que los socialistas no han sabido aferrar está ahora en manos del fascismo; nosotros, hombres de acción, no lo dejaremos escapar y marcharemos”.

La muralla y la plataforma en los tiempos actuales, para hacer imposible lo que plantea esa frase, y que han demostrado su eficacia en Alemania y en los sitios donde se ha practicado es el cordón sanitario del resto de formaciones. Y, la mascarilla y los guantes para alejar ese gran riesgo político, la unidad en la materialización del programa social y de progreso en el que la crítica y la discrepancia son fundamentales para la síntesis y el avance, pero en el que la “pureza” y el  criticismo serían las cuñas para horadar el dique de contención.   

Germania: así era la lunática capital imperial nazi que salvó al arquitecto de Hitler de la horca por el Holocausto

El Capitolio que Adolf Hitler diseñó junto a su arquitecto, Albert Speer, como pieza central de la nueva capital del mundo, Germania.

Autor: STEPHEN BAYLEY

Fuente: El País, 14/11/2019

El proyecto nazi se libró de caer en el ridículo gracias a los alucinantes edificios que ideó Hitler y dibujó Speer.

P: ¿Fue usted un entusiasta nazi, artísticamente hablando?

R: Hum… Eh… Sí.

Los franceses tienen un dicho: “Comprender es perdonar”; pero en el caso de Adolf Hitler era más bien «comprender es condenar».

Aunque, como apuntó el novelista Thomas Mann, es inútil negar (y necesario explicar) que las ambiciones satánicas de Hitler, sus odiosos asesinatos, sus crueles esclavizaciones y sus cultos a la muerte, fueron facilitados en gran medida por el arte. Sin los uniformes alucinantes, los edificios asombrosos y las impresionantes máquinas, el proyecto nazi habría parecido ridículo, así como malvado. La gente mala puede hacer cosas buenas, como descubrió Albert Speer.

Speer nació en 1905 y trabajó como asistente de Heinrich Tessenow, un arquitecto cuyo estilo y filosofía tendían un puente entre el clasicismo tradicional y el funcionalismo moderno. Speer se convirtió en cuanto escuchó a Hitler pronunciar un discurso en 1931. Si no necesariamente a la guerra total y al genocidio, sí a la grandilocuencia, a los gestos altisonantes y a la creencia de que él podría ser el padre del nuevo Germanisches Techtonik (edificio alemán). En 1934, pasó a ser el líder de la Schonheit der Arbeit Office (la oficina de la belleza del trabajo).

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Recreación del Capitolio de Germania que hace la serie ‘The Man in the Highcastle’, una ucronía de un mundo en el que Alemania y Japón ganaron la Segunda Guerra Mundial.

Speer no era un matón nazi ignorante, sino un oficial de clase, un caballero (aunque de dudosos principios). Como arquitecto de Hitler, Speer recibió el encargo de crear Germania, una reinvención de Berlín concebida por un loco, e inspirada en Babilonia y Roma. Fue pensada como un centro simbólico y práctico del nuevo imperio alemán global. Y el trabajo de Speer era realizar el Gesamtbauplan fur die Reichshauptstadt (el Plan Total para la Capital Imperial).

La modestia no tenía cabida en su concepción. Debía haber un Prachtallee (paseo de los esplendores) de cinco kilómetros que recorriera la ciudad de Norte a Sur. Tanto las avenidas ceremoniales como las pragmáticas autopistas fueron fundamentales en la visión que Hitler tenía de la dominación mundial en 1950. Había, por ejemplo, un plan de una ciudad llamada Nordstern (Estrella Polar) cerca de Trondheim, en Noruega, que se conectaría con Klagenfurt, en Austria, por una nueva carretera de 2.452 kilómetros de largo.

La superioridad alemana en granito sueco

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Maqueta de Germania, la Capital Imperial soñada por Hitler y cuyo proyecto, que encargó a Speer, se detuvo para atender los costes de la guerra.

La Reichshauptstadt (capital imperial) debía tener un Arco del Triunfo inspirado en el de París, pero mucho mayor, pues en opinión de Hitler, Napoleón no era más que un enano. La Cancillería de Speer doblaba en tamaño a la Galería de los Espejos de Versalles, para reflejar un ego el doble de grande que el del Rey Sol. Irónicamente, la expresión de la superioridad alemana de Germania debía construirse con granito sueco importado.

Al final, poco de Germania se llevó a término, aunque Speer llegó a presentar una calzada que iba de Este a Oeste (lo que fue posible gracias a un cruel y ambicioso programa de demolición), justo a tiempo para el 50 cumpleaños del Führer en 1939. Para 1943, la guerra acaparaba todos los esfuerzos y se detuvo el desarrollo. Y cuando el Ejército Rojo invadió Berlín, se opusieron —de forma comprensible— a la Cancillería de Speer y la destruyeron.

Es justo decir que Hitler, un artista y arquitecto frustrado de talento modesto, vio en estas disciplinas una forma convincente de articular su demente visión. Parece que sus primeras inspiraciones fueron las producciones de Wagner que vio de adolescente. Desde ese momento, Hitler quedó hipnotizado por los espectáculos de luz y fuego. Con estos artefactos teatrales, como Fafner en Parsifal, Hitler se transformó, de un pequeño gusano desagradable, en un monstruo aterrador.

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Recreación del interior del Capitol de Germania,
destinado a ser el edificio cubierto más grande del mundo.

Aunque no se puede negar el compromiso del Führer con la arquitectura. La Biblioteca del Congreso de Washington guarda más de 3.000 documentos sobre arquitectura de su librería privada, incluyendo el Gesamtplan para Germania. Este Plan Total, claro, hace referencia a la idea de Wagner de convertir la ópera en una Gesamtkunstwerk (obra de arte total). Y las fotografías muestran un Hitler verdaderamente absorto en discusiones sobre modelos arquitectónicos.

Hay testigos de su entusiasta participación en presentaciones de diseño, haciendo intervenciones decisivas con sus propios bocetos. Se decía que podía retener en su cabeza los detalles de hasta 15 proyectos arquitectónicos diferentes a la vez. Un compañero en un viaje en tren de Múnich a Berlín coincidió con el Führer que iba charlando sobre la Puerta del León en Micenas, la Puerta de Ishtar en Babilonia, el Propileo de la Acrópolis de Atenas y la Puerta Roma, el arco triunfal de Federico II, en Capua.

Pero, ¿qué hizo realmente el arquitecto de Hitler?

El trabajo de Speer era satisfacer a su vesánico empleador. Aparte de la gran fantasía de Germania, Speer levantó una teatral Catedral de Luz, primero en Tempelhof, luego en Nuremberg. Para esto, requirió prácticamente todas las existencias de reflectores del Luftwaffe (el Ejército del aire alemán) y colocó 130 de ellos espaciados a intervalos de 12 metros, disparando vigas verticales a más de 7.600 metros de altitud. “El efecto estético”, anotó Speer, “superaba todo lo que yo había imaginado”.

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Estructura de prueba de carga pesada que se levantó para comprobar si el suelo aguantaría el peso del Arco del Triunfo proyectado para Germania, mucho mayor que el de París.

Como arquitecto, Speer se basó en una fórmula de columnatas clásicas (despojadas de detalles arqueológicos), cornisas enfáticas y pórticos, inspiradas en Schinkel, pero con un tope de 11. Su mayor edificio fue el pabellón alemán para la Exposición Internacional de París de 1937. Como el pabellón soviético de B. M. Iofan, era de un neoclasicismo lumpen. Según apuntó Hellmut Lehmann-Haupt en Art Under a Dictatorship (“el arte en las dictaduras”), los regímenes autoritarios tienden a hacer réplicas de mano dura de la arquitectura de la Atenas democrática de Pericles.

Pero Speer muy probablemente exageró su papel como diseñador interno de Hitler. El propio Führer era a menudo el padre de los conceptos arquitectónicos, así como quien elegía los materiales y, por supuesto, aportaba la financiación. De algún modo, Speer era el equivalente al Dr. Porsche, otro contratista que tan voluntariosamente cumplió los deseos del Führer. Uno ideó una ciudad lunática, el otro creó el Volkswagen, que nació como el Kraft durch Freude-wagen (el coche de la fuerza a través del disfrute).

El aeropuerto Tempelhof de Berlín fue diseñado por Ernst Sagebiel, no por Speer, y el Estadio Olímpico (que podía acomodar a 74.228 personas) fue obra de Werner Julius March, mientras el edificio nazi definitivo, el Hygienemuseum (museo de la higiene) de Dresden, fue diseñado por Wilhelm Kreis.

Las verdaderas ruinas de Speer

Ruinenwerttheorie (la teoría de la ruina) fue la idea del culto a la muerte por la que los edificios debían decaer con belleza. Aunque él no utilizó el término hasta 1969, es un concepto fundamental en el mórbido punto de vista de Speer sobre los edificios. Irónicamente, Germania nunca fue una ruina porque nunca existió.

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Maqueta a escala del Capitolio de Germania. Se puede comprobar el colosal tamaño de la construcción basta comprarla con el edificio situado a su derecha, la Puerta de Branderburgo de Berlín, de 26 metros de altura.

En los Juicios de Nüremberg, Speer persuadió al tribunal con éxito de que, aunque él era uno de los colaboradores más habituales de Hitler, no sabía nada del Holocausto. Como resultado, consiguió que no lo ahorcaran y fue enviado en su lugar a la prisión de Spandau hasta 1966. Aquí, mantuvo un proyecto tan imaginario, y quizá tan demente, como la propia Germania: utilizando mapas y guías de viaje enviadas por benefactores, Speer caminaba por el patio de la prisión, tomando notas, como si estuviera recorriendo el mundo.

En 1955, la escritora británica-húngara Gitta Sereny publicó una monumental semblanza de Speer, que lo descubría como un embaucador y un mentiroso que siempre supo del asesinato de los judíos.

Germania nunca fue construida, pero la ciudad que más sufrió la Blitzkrieg (la guerra relámpago) del Führer fue la última ciudad que vio Speer. Cuando murió en 1981, Speer se alojaba en el Claridge’s de Londres, la fantasía Art Decó preferida de los roqueros y las estrellas de Hollywood.

(*) Stephen Bayley, consultor, reconocido escritor y crítico cultural especializado desde hace más de 30 años en diseño y arquitectura, ha sido comisario de arte y profesor de Historia del arte en la Universidad de Kent. Fue el creador, junto con Terence Conrad del Boilerhouse Project, en el Victoria and Albert Museum, que fue el germen del actual Museo del Diseño de Londres. Ha publicado 15 libros sobre estética, diseño, sexo y arquitectura (no necesariamente en ese orden).

Trece minutos para matar a Hitler: homenaje al carpintero comunista que atentó contra el dictador

El carpintero Georg Elser. Archivo Nacional de Polonia

Autora: Carmen Valero.

Fuente: El Mundo, 4/11/2019

La ciudad de Hermaringen rinde homenaje a Georg Elser, autor del primer atentado contra Hitler, hace 80 años. Elser fabricó una bomba y la escondió en una cervecería que el Führer solía visitar

Ochenta años ha tardado la ciudad de Hermaringen (al oeste de Alemania) en rendir homenaje al carpintero Georg Elser, autor de lo que se considera el primer atentado contra Adolf Hitler, el 8 de noviembre de 1939. Este lunes, la ciudad natal del hombre que podría haber cambiado el rumbo de la Historia, lo ha hecho descubriendo un monumento en su honor con la presencia del presidente Frank-Walter Steinmeier.

A diferencia de los oficiales de la operación Valkiria que luego se llevarían la gloria, el carpintero comunista actuó en solitario. Trabajó durante meses en una cantera para hacerse con explosivos y un detonador y, cuando consideró que la bomba de tiempo que construyó estaba lista, se mudó a la ciudad de Múnich. Allí comenzaba la fase mas complicada de su plan.

Era sabido que Hitler, desde su fallido golpe de Estado del 9 de noviembre de 1923, acudía todas las vísperas del aniversario a la cervecería Bürgerbräukeller, un salón con capacidad para 1.800 personas en el que realizaban mítines políticos. La cervecería era muy frecuentada por oficiales, incluido Hitler,y sus discursos incendiarios. Georg Elser decidió que el del 8 de noviembre de 1939 fuera el último. Durante 30 noches, Elser se dejó encerrar en el local. La idea era ahuecar una de las columnas de la cervecería y esconder allí la bomba. Hecho el trabajo, puso en marcha el mecanismo de relojería y abandonó Múnich en dirección a Suiza.

Hitler cumplió con la tradición, pero su discurso fue más breve. Poco después de las nueve de la noche ya había abandonado el local. Trece minutos después, la bomba estalló dejando una estela de destrucción, ocho muertos y varios heridos.

Elser fue detenido en la frontera y puesto a disposición de la Gestapo, torturado y llevado a los campos de concentración de Sachsenhausen y Dachau en calidad de «prisionero especial del Führer». Días antes de finalizar la II Guerra Mundial, el 9 de abril de 1945, fue asesinado de un tiro en la nuca.

En 1964 se hallaron las actas completas de los interrogatorios a Elser. «Quería evitar la guerra», respondió a sus torturadores. Y no, «nunca dudé de lo que hacía», aseguró.

Aunque tardío, el homenaje de la ciudad de Hermanringen a su hijo no es el primero que este carpintero recibe en Alemania: en Berlín cuenta con un monumento desde 2011. Se trata de una silueta de su rostro en acero y 17 metros de altura. Está en la Wihelmstrasser, donde se encontraba el centro de poder nazi y a pocos metros del búnker donde se suicidó Hitler.

La normalización del fascismo

Hitler y Mussolini en Munich, Alemania, el 18 de junio de 1940. Everett Historical / Shutterstock

Autor: John Broich

Fuente: The Conversation, 10/09/2019

¿Cuál es la manera apropiada de informar sobre un fascista?

¿Cómo se debe cubrir el auge de un líder político que va dejando un reguero documental que da cuenta de su anticonstitucionalismo, racismo y enaltecimiento de la violencia? ¿La prensa debe destacar el hecho de que el individuo en cuestión actúa en los márgenes de las normas sociales establecidas o debe, por el contrario, resignarse a transmitir que quien gana unas elecciones es “normal” por definición porque su liderazgo refleja la voluntad del pueblo?

Estas fueron las cuestiones a las que la prensa estadounidense tuvo que hacer frente tras el ascenso de los líderes fascistas en Italia y Alemania durante los años veinte y treinta del siglo pasado.

Líder vitalicio

Benito Mussolini conquistó el poder en 1922, al culminar la marcha sobre Roma secundado por 30.000 camisas negras, y tres años después se declaró líder vitalicio. Aunque estas acciones no casaban con los valores estadounidenses, Mussolini gozaba del trato favorable de los mediosnorteamericanos, que le dedicaron al menos 150 artículos entre 1925 y 1932, la mayoría de ellos en un tono amable, neutral o pretendidamente difuso.

Benito Mussolini se dirige a la multitud durante la ceremonia de inauguración de la ciudad de Sabaudia el 24 de septiembre de 1934. AP Photo

El Saturday Evening Post incluso se atrevió a publicar por fascículos la autobiografía del Duce en 1928. Varios medios, desde el New York Tribunehasta el Chicago Tribune, pasando por el Plain Dealer de Cleveland, reconocían que el nuevo “movimiento Fascisti” empleaba unos “métodos algo duros” al tiempo que elogiaban la salvación de Italia frente a la extrema izquierda y valoraban la revitalización de su economía. Desde la perspectiva de estos medios, el anticapitalismo que surgiría tras la Segunda Guerra Mundial en Europa sería una amenaza mayor que el fascismo.

Curiosamente, mientras la prensa consideraba al fascismo un novedoso “experimento”, cabeceras como The New York Times solían asegurar que el movimiento había devuelto a lo que llamaban la “normalidad” a un país turbulento como Italia.

Por el contrario, periodistas como Hemingway y medios como el New Yorker rechazaron de plano la normalización de una figura antidemocrática como la de Mussolini. Y John Gunther, de Harper’s Magazine, le dedicó un afiladísimo perfil sobre su manipulación de una prensa estadounidense que no era capaz de resistirse a los encantos del dictador.

El “Mussolini alemán”

El éxito de Mussolini en Italia legitimó a los ojos de la prensa estadounidense el ascenso al poder de Hitler, al cual apodaron entre finales de los años veinte y principios de los treinta el “Mussolini alemán”. Dada la positiva acogida al italiano por parte de los medios, Hitler comenzó su andadura desde un punto de partida favorable a sus propósitos. Además, gozaba de la ventaja que le otorgaba el impresionante salto del Partido Nazi en las urnas desde finales de los veinte, cuando era una opción marginal para los teutones, a 1932, año en que ganó holgadamente las elecciones federales.

Sin embargo, parte de la prensa menospreciaba a Hitler al considerarlo poco más que un bufón. Era un “histérico extravagante” de “beligerante discurso” cuya apariencia, según Newsweek, era “caricaturesca” y “recuerda a Charlie Chaplin”. Cosmopolitan, por su parte, afirmaba que era “tan locuaz como inseguro”.

Jóvenes alemanes leen el periódico el 18 de mayo de 1931. AP Photo

Cuando el partido de Hitler vio incrementada su influencia en el Parlamento, e incluso después de haber sido investido canciller en 1933 (alrededor de un año y medio antes de hacerse con el poder de manera dictatorial), numerosos grupos mediáticos estadounidenses vaticinaron que sería desplazado por políticos más tradicionales o que tendría que moderar su discurso. Tenía un séquito de adeptos, sí, pero estaba formado por “votantes fácilmente impresionables” embaucados por “doctrinas radicales y remedios vacuos”, sostenía el Washington Post.

Ahora que Hitler tenía que trabajar con un gobierno, el New York Times y el Christian Science Monitor pronosticaban que los políticos “serios” acabarían con el movimiento nazi. Ya no le bastaría con tener un “agudo sentido del instinto dramático”. A la hora de gobernar, su falta de “sensatez” y su reducida “profundidad de pensamiento” lo dejarían expuesto.

De hecho, el New York Times escribió que la llegada de Hitler a la cancillería solo serviría para “dar cuenta al pueblo alemán de su propia futilidad”. La prensa se preguntaba entonces si Hitler no se arrepentiría de no haber pujado en la carrera por el Gabinete, donde seguramente habría asumido un número de responsabilidades mayor.

Si bien la prensa norteamericana tendía a condenar el documentado antisemitismo de Hitler a principios de los años treinta, se produjeron excepciones notables. Algunos periódicos no dieron importancia a episodios de violencia contra ciudadanos judíos alemanes, de los que aseguraron que se trataba de propaganda como la que proliferó durante la Primera Guerra Mundial. Numerosos diarios y periodistas, incluso aquellos que condenaban la violencia de manera categórica, repitieron una y otra vez, en un esfuerzo por alcanzar la normalidad, que las agresiones eran cosa del pasado.

Los periodistas eran conscientes de que no podían criticarlo con vehemencia si querían seguir teniendo acceso al régimen nazi. Tanto era así que un locutor de la CBS no informó sobre la paliza que sufrió su propio hijo a manos de unos camisas pardas por no haber saludado al Führer. Cuando Edgar Mowrer, corresponsal del Chicago Daily News, escribió en 1933 que Alemania se estaba convirtiendo en “un manicomio”, las autoridades germanas conminaron al Departamento de Estado de los Estados Unidos a llamar a capítulo a sus reporteros. Allen Dulles, quien posteriormente llegaría a ser director de la CIA, trasladó a Mowrer que “estaba tomándose la situación alemana demasiado en serio”. Así las cosas, el editor de Mowrer le buscó un destino fuera de Alemania, ya que temía por su vida.

Hacia finales de la década de los treinta la mayoría de los periodistas estadounidenses se habían dado cuenta del error que habían cometido al subestimar a Hitler o al no ser capaces de visualizar la gravedad de los actos que podía llevar a cabo. No obstante, se produjeron algunas vergonzosas excepciones, como la oda al régimen que compuso Douglas Chandler para el reportaje Changing Berlin de la revista National Geographic en 1937. Por su parte, Dorothy Thompson, que había calificado a Hitler en 1928 como un hombre de una “insignificancia asombrosa”, se percató de su desacierto hacia la mitad de la década siguiente, momento en que, al igual que Mowrer, comenzó a dar la voz de alarma.

“Nadie puede reconocer a un dictador antes de que él mismo se quite la careta”, argumentó en 1935. “No se presenta a las elecciones con la vitola de dictador, sino que pretende representarse a sí mismo como el instrumento de la voluntad nacional”, añadió. Trasladando la lección a Estados Unidos, escribió: “Si tuviéramos un dictador, sin duda aparentaría ser uno de los nuestros y tendría por propósito defender a capa y espada los valores americanos tradicionales”.

Hitler devora Polonia: 80 años del inicio de la II Guerra Mundial

Fuente: laaventuradelahistoria.es 27/08/2019

Con la invasión alemana de Polonia, ordenada por Hitler el 1 de septiembre de 1939, hace ochenta años, comenzó un conflicto que en los siguientes seis años, tras engullir al planeta, se cobró la vida de sesenta millones de personas. Dedicamos al estallido de la II Guerra Mundial nuestro Dossier del número 251 (septiembre), ya en quioscos, que arranca con el inestable periodo –analizado por Ricardo Miralles– durante el que, entre el Tratado de Versalles de 1919 y la anexión de los Sudetes, veinte años después, se fraguó el conflicto. David Solar narra la invasión, mientras Jesús Casquete y José María Faraldo se ponen en la piel de los alemanes y de los polacos de a pie, respectivamente, para rescatar a través de sus testimonios el impacto del suceso en la población civil, un enfoque habitualmente obviado en los relatos canónicos de este enfrentamiento.

Hitler durante el desfile de la victoria alemana en Varsovia (Polonia), octubre de 1939, en la portada del número 251 de «La Aventura de la Historia», dedicada a los 80 años del inicio de la II Guerra Mundial.

La escala que alcanzó la mortandad, nunca antes vista, suscitó el temor de que, de repetirse, significara el fin de la humanidad. Ese miedo podría haber sido la vacuna contra el fantasma de otra guerra mundial y haber alentado una cultura de la paz que hace que hoy haya en el mundo más maestros que soldados, como argumenta en una Tribuna David García Hernán, y que Europa, con excepción de conflictos localizados, disfrute de su periodo más largo de paz.

Un libro revela que Franco colaboró con Hitler en las deportaciones de españoles y judíos a campos de concentración.

Franco y Hitler, en Hendaya, el 23 de octubre de 1940. / picture-alliance/Judaica-Samml/Newscom/Efe

Autor: Hugo Domínguez

Fuente: eldiario.es, 20/01/2015

Documentos hasta ahora inéditos demuestran que Franco colaboró con Hitler en la deportación de más de 9.000 españoles que acabaron en los campos de concentración nazi. La mitad de ellos no salieron con vida. Las pruebas y los testimonios que lo prueban los ha recopilado el periodista Carlos Hernández en el libro Los últimos españoles de Mauthausen. Pero hay más. Telegramas nunca vistos apuntalan la responsabilidad de Franco en el asesinato de más de 50.000 judíos de origen sefardí (descendientes de los judíos expulsados de la Península Ibérica a finales de la Edad Media).

«Escribiendo me he dado cuenta de que nos han engañado. La educación maniquea que se nos ha impartido ha intentado reescribir la historia», lamenta Hernández en conversación telefónica con eldiario.es. El libro surgió de las ganas de dar carpetazo al cargo de conciencia que sufrió al morir su tío Antonio, prisionero en Mauthausen. «Nunca le pregunté sobre el asunto de la deportación y tenía una espina clavada», apostilla.

Se puso manos a la obra y empezó a bucear por archivos, bibliotecas y hemerotecas hasta gestar una obra de más de 500 páginas con la que poner punto y final a esa tesis tan extendida de que la dictadura española no se inmiscuyó en la Segunda Guerra Mundial. Con un vasto material, alguno desconocido hasta el momento, el periodista consigue llegar a una conclusión: Franco, desde España, y Hitler, desde Alemania, se conjuraron con la idea de enviar a los campos de exterminio nazi a 9.328 ciudadanos españoles. De ellos, más de 5.000 no consiguieron sobrevivir a las terroríficas condiciones de los campos de concentración.

El germen de esta historia se remonta al 31 de julio de 1938. Ese día la policía franquista y la Gestapo –policía secreta nazi– acordaron un protocolo de actuación para agilizar los procesos de extradición y el intercambio de información sobre sus enemigos comunes. A partir de ahí, la comunicación no se cortó, sino más bien, se intensificó. En una de las cartas, Madrid admite que se «desentiende» de la suerte que puedan correr los españoles que todavía no han sido capturados por la Francia ocupada y devueltos a España.

Pero el día ‘D’ estaba aún por llegar. El mismo día en el que el ministro español de Gobernación Ramón Serrano Suñer visitaba Berlín, el Reich emitió una orden que despejó el camino para que miles de presos españoles acabarán en campos de concentración.

«Es ridículo pensar que todo responde a una casualidad», apunta el autor del libro, quien no duda de que «Hitler hizo el trabajo sucio a Franco para que el dictador español se pudiera librar de los ciudadanos que consideraba sería peligroso que volvieran a España». En el libro se mencionan además distintos documentos que demostrarían que Alemania informó «puntualmente» de sus planes de deportar a los españoles capturados en el país galo.

Lo desalentador viene a continuación. Según el relato de Carlos Hernández, Franco tuvo en sus manos la posibilidad de salvar a muchos españoles de una muerte segura y no lo hizo. «El régimen español tuvo capacidad de decisión sobre el destino de los españoles. Es más, salvó a dos personas que tenían vínculos con los franquistas. Lo intentó con algunos otros pero la respuesta que llegó desde Alemania es que ya era tarde. Estaban muertos», explica.

Pero ¿quiénes eran esos españoles? El escritor perfila tres grupos: los que sirvieron en las filas del Ejército francés en la Segunda Guerra Mundial, miembros de la Resistencia, y los hombres, mujeres y niños refugiados en la pequeña ciudad francesa de Angulema y que formaron parte del ‘Convoy de los 927’. En total, más de 9.000 españoles, de los que 5.180 murieron, 330 figuran como desaparecidos y 3.800 sobrevivieron. Como el murciano Francisco Griéguez, que a estas alturas todavía sigue sin poder conciliar el sueño y cuyo testimonio se incluye en el libro.

50.000 judíos que Franco podría haber salvado

Franco tuvo responsabilidad en el exterminio de judíos; en concreto, de 50.000 de origen sefardí. Lo asegura el periodista aludiendo a los telegramas que ha conseguido reunir. «Antes de que el Gobierno alemán pusiera en marcha la solución final, aprobó un decreto por el que se permitía a sus aliados repatriar a sus judíos», cuenta. Pero en España se optó por una postura de indiferencia: la circular que se hizo llegar fue la de salvar exclusivamente a los judíos que pudieran demostrar sobradamente su nacionalidad española, una condición muy difícil en ese momento para muchos.

En la captura que se muestra a continuación se puede leer como un diplomático español destinado en el extranjero se desentiende de las consecuencias que puedan tener las restrictivas instrucciones salidas de Madrid y subraya que, si no se levanta la mano, los repatriados «serán pocos». Con estas pruebas en la mano, se deduce, por tanto, que Franco conocía las intenciones de Hitler respecto a los judíos de toda Europa.

Telegrama incorporado por el autor en el libro y facilitado a eldiario.es
Telegrama incorporado por el autor en el libro y facilitado a eldiario.es.

«Simplemente con que hubiera tenido voluntad, podría haber salvado a decenas de miles de judíos de origen sefardí que en los años 40 residían en Europa, principalmente en Salónica y en Budapest», relata el autor. «No es muy moral para un régimen católico pedir a los judíos que en un momento como ese se entrara en el juego de la nacionalidad. Los que se salvaron finalmente no superaron los 700», señala. El origen español de los sefarditas, y por tanto su derecho a acceder a la nacionalidad, sí acredita su condición, se remonta a la época de los Reyes Católicos, cuando los judíos fueron expulsados de la Península Ibérica.

Con todo el material recopilado, ¿ha sido difícil escribir este libro? Responde Carlos Hernández de manera automática, sin rodeos: «Resultó más sencillo encontrar documentación fuera de España. Aquí hay más trabas, como las que puso la Fundación Francisco Franco o la Fundación Ramón Serrano Suñer para poder bucear en los archivos que guardan, y que no se han hecho públicos. «Espero que sigan saliendo más datos», lanza al aire como último deseo.

El soborno que evitó que Hitler le arrebatara Gibraltar a los británicos y controlara el Mediterráneo.

GETTY IMAGES Image caption. Una imagen del encuentro entre Hitler (izq.) y Franco (der.) en Hendaya, Francia, el 23 de octubre de 1940.

Autora: Jules Stewar

Fuente: Revista BBC History.  7/10/2018.

Adolf Hitler estaba particularmente malhumorado la tarde del 23 de octubre de 1940.

Caminando furioso por la plataforma ferroviaria en la ciudad francesa de Hendaya, cerca de la frontera con España, sostenía sus brazos rígidamente a sus lados, de la misma forma que había enervado a Neville Chamberlain dos años antes durante la Conferencia de Munich.

El tren del generalísimo Francisco Franco estaba retrasado, lo que confirmaba las sospechas de la delegación alemana de que los españoles eran un grupo de inservibles.

Cuando el pequeño y regordete general de voz chillona finalmente descendió de su vagón, la sonrisa en el rostro de Hitler ocultó su premonición de que se dirigía a un encuentro exasperante.

Y lo fue. «Preferiría que me extrajeran cuatro dientes antes que tratar con ese hombre de nuevo», le habría confiado Hitler a Benito Mussolini unos días más tarde.

Durante siete horas Hitler luchó en vano para persuadir a Franco de que su nación no beligerante debía entrar en la guerra. El astuto líder español se mostró reacio, sabiendo que tenía poco que perder haciendo demandas que el líder nazi seguramente descartaría como inaceptables.

Franco aseguró al Führer y a su secretario de Relaciones Exteriores, Joachim von Ribbentrop —quien estaba presente junto con su homólogo español, Ramón Serrano Súñer— que se uniría a los poderes del Eje en una fecha futura no especificada.

Lo que pidió a cambio fue nada menos que las colonias del norte de África y el Camerún francés, además del suministro alemán de armamentos y alimentos para su pueblo, que sufría horribles estragos después de tres años de guerra civil.

El encuentro de Hitler y Franco en Hendaya, Francia.
Derechos de autor de la imagen GETTY IMAGES Image caption. «Preferiría que me extrajeran cuatro dientes antes que tratar con ese hombre de nuevo», dijo Hitler, tras su encuentro con Franco en Hendaya.

Dejó para el final la guinda del pastel: solicitó la transferencia de Gibraltar a la soberanía española una vez que Gran Bretaña fuera derrotada.

Un pasado complicado

La palabra más precisa sería «devolución». Gibraltar había sido arrebatada a los musulmanes en 1462 por el noble castellano Juan Alonso de Guzmán y permaneció bajo dominio español por más de 250 años, hasta la Guerra de Sucesión española.

En 1704, una fuerza naval angloholandesa capturó la península de poco más de tres kilómetros cuadrados que controla la entrada al Mediterráneo, bajo el mando de Sir George Rooke, quien la bombardeó en nombre de la Reina Ana de Gran Bretaña.

Bajo el Tratado de Utrecht, firmado en 1713, Gibraltar fue cedido «a perpetuidad» a Gran Bretaña, y ahora goza del estado de territorio extranjero del Reino Unido, para la eterna molestia del gobierno español.

Después de su enfrentamiento con Franco, la siguiente parada de Hitler fue otra reunión en un vagón de ferrocarril en Francia, donde debía sellar un acuerdo de colaboración con el títere de Vichy, el presidente de Francia, mariscal Philippe Pétain.

El Führer bien podría haberse imaginado cómo reaccionaría el héroe de 84 años de la Primera Guerra Mundial a la noticia de que las posesiones africanas de su país serían entregadas a Franco.

Hitler había dejado en claro en una directiva emitida después de la caída de Francia que «la tarea más apremiante de los franceses es la protección defensiva y ofensiva de sus posesiones africanas contra Inglaterra y el movimiento de De Gaulle».

Esto aseguraría la participación de Francia en la guerra contra Gran Bretaña, el único país europeo que todavía resistía contra la máquina de guerra nazi, para furia de los alemanes.

Fuerzas británicas en Gibraltar, en 1939.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionFuerzas británicas en Gibraltar, en 1939. El peñón fue cedido «a perpetuidad» a Gran Bretaña en 1713.

Pero Hitler necesitaba a Franco. Si Gran Bretaña no podía ser aplastada por un bombardeo aéreo —una realidad que el Führer tuvo que digerir a mediados de septiembre de 1940, cuando quedó claro que la Luftwaffe no había logrado obtener una superioridad aérea en la Batalla de Gran Bretaña— entonces el enemigo debía ser estrangulado para someterse.

Eso significaba cerrar el estrecho de Gibraltar.

El profesor Hugh Trevor-Roper explicó las consecuencias que hubiera generado una invasión alemana de Gibraltar: «El Eje habría obtenido el control de todo el Mediterráneo, hubiera cortado al medio al ejército británico en Medio Oriente y eliminado todo un futuro teatro de guerra. ¿Qué esperanza de victoria podría haber tenido incluso Churchill?».

Puerta de entrada crucial

Hitler no tenía dudas de que Gibraltar era la clave de la derrota definitiva de Gran Bretaña. En una carta posterior a Franco, el líder nazi reprendió a su homólogo español por negarse a aliarse con Alemania y a permitir que la Wehrmacht marche a través de España para asaltar Gibraltar.

«El ataque a Gibraltar y el cierre del Estrecho», lamentó Hitler, «hubieran cambiado la situación del Mediterráneo de un solo golpe. Si hubiéramos podido cruzar la frontera española (…) Gibraltar estaría hoy en nuestras manos», escribió.

El Führer estaba convencido de que privar a Gran Bretaña del acceso al Mediterráneo «hubiera ayudado a definir la historia mundial«.

No se puede acusar a Hitler de no haber hecho su mejor intento. La Operación Félix, el nombre en clave de la ofensiva alemana contra Gibraltar, sufrió una sola desventaja importante: la falta de aquiescencia española.

Los líderes nazis habían previsto el paso libre de las tropas alemanas a través de España bajo una supuesta protesta diplomática formal, proporcionando así un camuflaje para refutar los cargos británicos de que Franco violaba su compromiso de ser neutral.

Es exagerado imaginar que Franco podía haber convencido a Gran Bretaña de que España había sido invadida en contra de su voluntad. La inteligencia británica estaba al tanto del plan de Hitler para involucrar a España en su ataque a Gibraltar.

Francisco Franco y Adolfo Hitler
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionGran Bretaña sabía que Hitler quería que Franco rompiera su neutralidad y le permitiera a los alemanes atravesar su territorio para invadir Gibraltar.

Un memorándum ejecutivo de operaciones especiales de alto secreto menciona la intención de Alemania de utilizar barcos y ferrocarriles españoles para transportar suministros disfrazados como importaciones ordinarias, y el uso de aeródromos españoles por parte de combatientes y bombarderos de la Luftwaffe.

Cuando Hitler regresó a Berlín en noviembre de 1940 emitió una directiva que establecía los detalles de la Operación Félix, comenzando con las misiones de reconocimiento de los agentes alemanes para explorar las defensas y el campo de aviación de Gibraltar.

Unidades especiales del Departamento de Inteligencia Exterior de Alemania «en cooperación disfrazada con los españoles» protegerían el área de los intentos británicos de descubrir los preparativos para el ataque, que comenzaría 39 días después de que las tropas alemanas entraran a España.

La estrategia de batalla de Hitler fue reunir a una fuerza de ataque compuesta por dos cuerpos del ejército, una división de las SS y un cuerpo de aire.

El cuerpo 39, protegido por la SS, debía estar preparado para invadir Portugal en caso de una amenaza aliada desde esa dirección. La Luftwaffe ocuparía seis aeródromos dentro y alrededor de la costa atlántica para lanzar un bombardeo aéreo contra la Royal Navy.

El alto mando nazi trazó la Operación Félix con una precisión minuciosa: cuatro cañones para proteger el flanco oriental, otros cuatro al sur, un asalto de tres columnas en la ciudad y el envío de 13.000 toneladas de municiones, 7.500 toneladas de combustible y 136 toneladas de alimentos por día para alimentar a las tropas.

La inteligencia británica no se hizo ilusiones sobre el resultado de una exitosa Operación Félix, y señaló: «La fuerza de artillería alemana habría sido abrumadora y la mayoría de nuestros equipos pesados y baterías antiaéreas habrían sido eliminados».

Pero el hecho es que la Operación Félix nunca sucedió. Y la razón subyacente fue Franco, quien nunca aceptó la inevitabilidad de una victoria del Eje.

Gibraltar durante la Segunda Guerra Mundial
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionLos nazis tenían todo calculado para tomar Gibraltar, solo les faltó la complicidad española.

Sin embargo, el gobierno británico seguía muy preocupado por la amenaza alemana a Gibraltar. Winston Churchill reconoció que sus dos mayores preocupaciones en esa etapa de la guerra eran la pérdida de Gibraltar y los ataques de submarinos a los convoyes del Atlántico.

Churchill temía que los nazis pudieran perder la paciencia con Franco y enviar un ejército a través de los Pirineos en cualquier momento después de abril de 1941, con Franco impotente para resistir un ataque de la Wehrmacht.

Su razonamiento era que debido a que Gibraltar no estaba equipado para resistir un asedio alemán, la solución era evitar que sucediera.

Siguiendo la sugerencia del agregado naval de la embajada británica en Madrid, el colorido aventurero Alan Hillgarth, Churchill lanzó una de las tácticas políticas más audaces de la guerra: la distribución de US$13 millones en sobornos a las principales figuras militares españolas.

Así podía asegurarse de que Franco mantuviese su compromiso con la neutralidad, de ser necesario lanzando un golpe de estado.

El dinero ya había comenzado a fluir en el verano de 1940, antes de la reunión frustrante entre Hitler y Franco.

Disfrazando los sobornos

La fuente de este dinero debía mantenerse en secreto a toda costa. Ningún general español se arriesgaría a aceptar sobornos de Gran Bretaña, la Pérfida Albión.

El intermediario fue Juan March, un banquero de impecables credenciales franquistas. En ese momento era el sexto hombre más rico del mundo y el principal financiero de Franco durante la Guerra Civil.

Habiendo operado como agente doble en la Primera Guerra Mundial, March estaba altamente capacitado en actividades secretas. También era partidario de la monarquía española y de su ilustrado heredero, Don Juan de Borbón, quien era un experto en whisky escocés y un exoficial de la Royal Navy británica.

Una foto de Juan March en 1933.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionEl plan de sobornos de los británicos se realizó con la intermediación del multimillonario baquero español Juan March.

A pesar de sus inclinaciones de derecha, March se opuso a la entrada de los españoles en la guerra. Sabía muy bien que Hitler tenía poca simpatía por la causa monárquica y mucho menos por Don Juan y su mente abierta.

March actuó como el conducto para la transferencia de US$10 millones a la Swiss Bank Corporation en Nueva York, que luego se completaría con otros US$3 millones.

Unos US$2 millones de este dinero terminaron en el bolsillo del hermano mayor de Franco, Nicolás, quien utilizó su ganancia inesperada para construir un imperio comercial considerable después de la guerra.

Valentín Galarza fue otro beneficiario de alto rango de la generosidad británica. Su nombramiento como ministro del Interior había sido un duro golpe para el cuñado de Franco, el suave y bigotudo Ramón Serrano Súñer, un rabioso hitleriano con apariencia de estrella de cine.

Como ministro de Asuntos Exteriores, había ejercido de facto el control sobre la policía, un rol ahora usurpado por Galarza, con quien se podía contar para frustrar la beligerancia pro nazi de Serrano Súñer.

En total, ocho funcionarios de alto rango y una serie de funcionarios de rangos inferiores bien ubicados se incorporaron a la operación.

El Ministerio de Asuntos Exteriores británico ha desclasificado la correspondencia secreta relacionado con los sobornos, pero los telegramas en archivos españoles parecen haber desaparecido.

Sin embargo, los sobornos cumplieron su propósito. Sus destinatarios neutralizaron a los de línea dura en la comitiva franquista.

A mediados de 1941 Hitler había vuelto su máquina de guerra hacia el este y Churchill pudo respirar mejor.

Un soldado británico en Gibraltar, en 1940
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionLos británicos sabían que si los nazis tomaban Gibraltar, ganar la guerra hubiera sido casi imposible.

Si se hubiera perdido Gibraltar, Gran Bretaña habría intentado capturar las Islas Canarias para asegurar una base naval. Después de que Alemania invadió Rusia, Churchill pudo archivar ese plan.

Hitler nunca perdonó a Franco por negarse a permitir que la Wehrmacht accediera a Gibraltar desde territorio español. Según escribió, Franco y su régimen fueron «más allá de la palidez [sic] de la ley (…) con la bendición del sacerdocio, a expensas del resto».

Unas semanas antes de su muerte, Hitler dictó su testimonio político a su secretario privado, Martin Bormann. Reflexionando sobre sus aspiraciones para Gibraltar, afirmó que: «Lo más fácil hubiera sido ocupar Gibraltar con nuestros comandos y con la complicidad de Franco, pero sin ninguna declaración de guerra de su parte».

Esto «hubiera cambiado la situación en el Mediterráneo en un solo golpe».

Ni el Führer ni Franco estuvieron al tanto de las fuerzas que habían estado trabajando en secreto para evitar ese resultado.

La forja del Eje.

Autor: Nacho Otero.

Fuente: muyhistoria.

Cómo tres países tan distantes y distintos como la nórdica y severa Alemania, la mediterránea y exuberante Italia y el impenetrable y lejano Japón –bajo el liderazgo de un veterano de guerra austríaco de clase media, un buscavidas ex socialista de humilde extracción y un aristócrata de origen divino (la familia imperial nipona, según la tradición sintoísta, desciende de la diosa Amaterasu)– se convirtieron en aliados y amigos se explica por numerosos factores. El más obvio, la confluencia de intereses ideológicos, en el umbral de una conflagración a escala global, entre el nazismo germano, el fascismo italiano y el militarismo japonés; asimismo, la necesidad de Hitler de recabar ayuda en áreas geoestratégicas que le hubiera costado controlar por sí solo, y la de sus socios de apoyarse en el poderoso Tercer Reich para alcanzar sus propios objetivos. Por eso esta alianza prosperó, y no así el Bloque Latino con que soñara Mussolini: la mera similitud cultural no era argamasa suficientemente sólida para un frente común.

Pero en la aproximación de las tres naciones, que se inició mucho antes del Pacto Tripartito de 1940, pesó además un motivo de carácter más emocional que político, convenientemente agitado por sus respectivos dirigentes: un sentimiento solidario de humillación y derrota.

El germen de este rencor nacionalista hay que buscarlo en el resultado de la anterior contienda mundial y, concretamente, en las condiciones (e incumplimientos) del llamado Tratado de Versalles, que cerró –en falso, como luego se vería– las heridas de la Guerra del 14. Con razón o sin ella –con más razón en unos casos que en otros–, tanto Alemania como Italia y Japón se sentían “parte damnificada” por dicho acuerdo: a la primera, la gran perdedora de la I Guerra Mundial, se le impusieron en 1919-1920 sanciones draconianas y duras limitaciones (desarme absoluto, importantes concesiones territoriales, exorbitantes indemnizaciones) que hundieron su economía durante la República de Weimar; a la segunda, pese a haber luchado en el bando ganador, se la ninguneó en el reparto del “botín” incumpliendo las promesas de Francia e Inglaterra; al tercero, también alineado en aquella ocasión con los vencedores, se le vejó desde la misma mesa de negociaciones, de la que fue apartado con excusas netamente racistas.

Ese fue el caldo de cultivo del ascenso de los fascismos europeos, que desde 1931 contaron con un sosias en Japón, el gobierno militar sustentado en el movimiento Kodoha (Facción del Camino Imperial). Así, a partir de los años 30, se intensificaron los contactos entre los tres “resentidos de Versalles” que culminarían en la forja del Eje. No obstante, a diferencia de lo que ocurrió con los aliados, nunca llegó a haber una reunión conjunta de los tres líderes del Eje: la naturaleza sagrada del emperador Hirohito le impedía aparecer en público para mezclarse en asuntos mundanos, hasta el punto de que en los carteles propagandísticos que celebraban la amistad de Japón con Alemania e Italia su efigie era sustituida por la del primer ministro Fumimaro Konoe, pues otra cosa hubiera sido irreverente. Mussolini y Hitler, sin embargo, sí mantuvieron encuentros con bastante regularidad, encuentros que iban a empezar a propuesta del primero.

Mussolini toma la iniciativa

Porque, aunque sería lógico pensar lo contrario dada su posición jerárquica en la historia, lo cierto es que Hitler fue a rebufo del Duce en el progresivo acercamiento entre las Potencias del Eje; al principio, ya que luego le tomaría la delantera y tendría literalmente que empujarle a involucrarse en el esfuerzo bélico. De hecho, en honor a la verdad, el italiano había precedido al germano en casi todo: fundó los Fasci di Combattimento, germen del Partido Nacional Fascista, el 23 de marzo de 1919 en Milán –el NSDAP o Partido Nazi nació el 24 de febrero de 1920 en Múnich; dio el golpe que lo llevó al poder a finales de 1922, mientras que a los nazis les costó más de una década alcanzarlo (1933); inició su escalada colonialista e imperialista –Libia, Abisinia (Etiopía)– antes que su homólogo (en 1934)… e incluso se le adelantó en el uso de un título de resonancias clásicas y pretensiones grandilocuentes. En efecto, Mussolini escogió para sí el epíteto latino Dux –transformado en Duce–, que significa general, caudillo, y eso estimuló a Hitler a hacer lo propio con la palabra alemana Führer (jefe, líder, guía, conductor).

Los datos sobre la muerte de Hitler que no habían sido revelados.

Fuente; grandesmedios.com

Transcurría el 30 de abril del año 1945, al líder nazi Adolf Hitler lo rondaba la paranoia, desconfiando de todo aquel que se le acercaba al verse cercado por las fuerzas Aliadas. Ante tal escenario de derrota por la inminente caída del Tercer Reich, Hitler tomó la determinación de quitarse la vida junto con su compañera Eva Braun al interior del búnker que había construido en el centro de Berlin.

Por muchos años se habló de diferentes hipótesis sobre la muerte del Führer. ¿Sucedió? ¿Se trató simplemente de un montaje? Pese a todas estas teorías, una investigación publicada en mayo de 2018 por el European Journal of Internal Medicine revela datos que hasta hoy se desconocían.

Los dientes del dictador alemán se encontraban demasiado deteriorados teniendo en cuenta los 52 años que había vivido. Solo contaba con cuatro dientes naturales y los otros eran prótesis metálicas en las que se descubrieron algunos depósitos azules, algo que señalaba una posible reacción química.

Luego de efectuar rigurosos análisis, los científicos revelaron que, aparte de haberse propinado un disparo en la cabeza, Adolf Hitler utilizó también una ampolla de cianuro para provocarse una intoxicación letal.

Los cadáveres de la pareja fueron exhumados por la KGB tras 25 años del suicidio. Funcionarios de la agencia efectuaron la cremación completa de los dos cuerpos y sus cenizas fueron lanzadas al río Elba.