Lecciones de la guerra civil: pensar diferente enriquece

El General Millán Astray, Miguel de Unamuno, el Cardenal Pla y Deniel y Carmen Polo de Franco se despiden a las puertas de la Universidad de Salamanca tras el acto de celebración del denominado ‘Día de la Raza’ el 12 de octubre de 1936 en el paraninfo, acto presidido por Unamuno. BNE -Biblioteca Digital HispánicaCC BY-NC-SA

Autor: Jaume Claret

Fuente: theconversation.com 16/07/2020

Mientras dure la guerra es una de las últimas exitosas aproximaciones cinematográficas a la guerra civil española. Sin entrar en el avispero de las consideraciones sobre sus valores artísticos e históricos, me gustaría fijarme en la mirada de Alejandro Amenábar sobre la curiosa tertulia conformada por el rector salmantino Miguel de Unamuno, el pastor anglicano Atilano Coco y el arabista Salvador Vila Hernández.

A pesar de sus diferencias políticas, religiosas y estéticas, el debate intelectual resultaba sugerente y adictivo para todos ellos y, cuando el fragor de la discusión desbordaba la civilidad, la amistad siempre reconducía la situación hacia el respeto y la estima. Los tres contertulios entendían perfectamente que una cosa eran las ideas y otra las personas.

Esta elemental distinción desaparece a partir de julio de 1936. La violencia ideológica y discursiva deviene violencia física, y los términos se confunden.

Así, en aquellas fechas, se publicaba en Sevilla un artículo titulado A las cabezascitado por Josep Fontana, que decía:

“No es justo que se degüelle al rebaño y se salven los pastores. Ni un minuto más pueden seguir impunes los masones, los políticos, los periodistas, los maestros, los catedráticos, los publicistas, la escuela, la cátedra, la prensa, la revista, el libro y la tribuna, que fueron la premisa y la causa de las convulsiones y efectos que lamentamos”

Y, garantizada su impunidad e incluso promovida por el nuevo poder su actuación, los verdugos se aplicaron a la tarea.

Como nos muestra la película, Atilano Coco será una de las primeras víctimas de un terror alérgico a la diferencia, al disenso, al debate, al conocimiento. De nada sirvieron las gestiones de un Unamuno que asistía anonadado a la detención y después ejecución de su amigo. Y con él y tras él, muchos más, convirtiendo Salamanca –como muchos otros lugares de la retaguardia sublevada, donde no hubo guerra, pero sí represión y violencia— en una “salvaje pesadilla”.

Justamente será en el reverso de una carta enviada por la viuda del pastor anglicano –una de entre las muchas misivas desesperadas que recibió– donde el rector salmantino anotará las líneas básicas de su intervención, no prevista, en la Fiesta de la Raza, como respuesta a las barbaridades de los discursos previos. Aquel mítico aunque quizás no literal “venceréis, pero no convenceréis” cerraba su último acto público y, aunque su figura se seguiría utilizando propagandísticamente, Unamuno fue destituido de todos sus cargos y prácticamente recluido hasta su muerte.

Revés de la carta de Enriqueta Carbonell a Miguel de Unamuno en el que escribió las notas para su intervención en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936, entre las que figuran ‘Vencer y convencer’. Casa-Museo Unamuno – Universidad de Salamanca

Más cruel fue aún el destino de Salvador Vila. El tercer miembro de la tertulia salmantina –“sonriente siempre y sencillo y bueno”– desaparece del relato cinematográfico al ser detenido irregularmente. En realidad, el joven arabista fue llevado por la fuerza hasta Granada, en cuya universidad ejercía como catedrático desde diciembre de 1934 y, desde abril de 1936, como rector interino.

Precedido por su prestigio intelectual y su compromiso con la democracia y con el republicanismo de izquierdas, esta significación, junto con el hecho de ser el discípulo predilecto del ahora decantado Unamuno, significó su condena. A los 32 años, la madrugada del 22 al 23 de octubre de 1936 era ejecutado junto con 28 ciudadanos más.

No satisfechos con la sangre derramada (del poeta Federico García Lorca a ocho ex alcaldes republicanos, pasando por decenas de campesinos), las nuevas autoridades granadinas se recrearon en su ejercicio de la violencia excluyente. Así, encarcelaron a la mujer de Salvador Vila, la alemana Gerda Leimdörfer, a quien no liberaron hasta el 1 de noviembre de 1936, gracias a los buenos oficios del compositor Manuel de Falla. Sin embargo, la ‘gracia’ exigía que previamente abjurase del judaísmo –aunque provenía de una familia secularizada– y se convirtiera al catolicismo.

Con un niño de pocos meses –Ángel–, con sus padres expulsados de España, con parte del patrimonio incautado y con la incertidumbre sobre su futura suerte, la viuda tomaba el nombre de María de las Angustias, virgen patrona de Granada. Nunca más volvió a pisar suelo español.

Por fortuna, con el retorno de la democracia y sobre todo con la implicación de la profesora Mercedes del Amo, lentamente la Universidad de Granada ha recuperado la memoria de aquellos hechos y dignificado la figura de sus docentes ejecutados.

Sin embargo, hay legados de la dictadura más permanentes. La antes evocada tertulia de Mientras dure la guerra sigue siendo la excepción en nuestra sociedad. Como comentaba recientemente el politólogo Roger Senserrich, “la identificación partidista es una de las drogas más poderosas que existen”.

En la Academia, ello imposibilita la crítica pues no existe la costumbre de distinguir entre obra y autor, y todo se personaliza, cuando no directamente se cae en el compadreo paralizante o en el papel de justiciero radical. En la política, se premia al maximalista, se aplaude al polemista y se ridiculiza a quien tiende puentes, castigándose incluso la simple cortesía. Y así con todo, y así todo se empobrece.

De ahí la necesidad de romper las cómodas burbujas que habitamos y que las redes sociales simplemente han reforzado. Lo expresa inmejorablemente un grupo de intelectuales en una reciente carta abierta:

“La restricción del debate, ya sea por parte de un gobierno represivo o una sociedad intolerante, invariablemente perjudica a quienes carecen de poder y hace que todos sean menos capaces de participar democráticamente. La forma de derrotar las malas ideas es mediante la exposición, la discusión y la persuasión, no tratando de silenciarlas o desear que desaparezcan. Rechazamos cualquier falsa elección entre justicia y libertad, pues una no puede existir sin la otra”.

Evidentemente, no todos podemos acceder a una tertulia conformada por Unamuno, Coco y Vila, pero sí que está en nuestras manos algo tan sencillo como buscar voces moderadas al otro lado de la trinchera mediático-social, contrastar nuestras ideas, escuchar las suyas… Y, si es el caso, reconocerles la parte de razón que seguro incorporan y, si no la tienen, disentir civilizadamente.

Evitar la simplificación y la alergia a la diferencia se encuentra a un clic de distancia.

Los audios de Nixon

Autores: ÁLVARO DE CÓZAR|GONZALO CABEZA

Fuente: elpais.com 2020-06-08

A principios de los setenta, la Administración del presidente estadounidense Richard Nixon estaba preocupada por el futuro de España. Les inquietaba la mala salud del general Franco y pensaban que su muerte podría traer inestabilidad a un país que necesitaban para mantener sus bases militares y sus empresas. El Mediterráneo se había convertido en una zona disputada con los comunistas y los americanos tenían en España un firme aliado.

La preocupación de Nixon le hizo disponer de toda la maquinaria diplomática para estrechar los lazos con los protagonistas del tardofranquismo e incluso organizar misiones secretas para obtener información.

Los avatares de esa relación entre Estados Unidos y España quedaron registrados en el sistema de grabación que el presidente hizo instalar en el Despacho Oval de la Casa Blanca y en el audiodiario de un miembro de su staff. Esos audios se encuentran en la Biblioteca Presidencial de Nixon y han sido transcritos y traducidos íntegros por primera vez para la elaboración de XRey, un podcast sobre la vida del rey Juan Carlos que se emite en Spotify.

EL PAÍS los publica ahora íntegramente:

Arriba, Francisco Franco y Richard Nixon en Madrid, durante la visita del presidente de EE UU a España en 1970. Debajo, a la derecha, Nixon y su esposa en la Casa Blanca, junto a los entonces príncipes de España Juan Carlos y Sofía durante la visita de estos a Washington a primeros de 1971. Debajo, el secretario de Estado Henry Kissinger y el presidente del Gobierno de España Luis Carrero Blanco en Madrid en diciembre de 1973. Y a la izquierda, esquema de las bases militares estadounidenses en España recogido en las actas del Congreso de EE UU en 1970.EFE / US NATIONAL ARCHIVES

Enlace a los audios

Un libro revela que Franco colaboró con Hitler en las deportaciones de españoles y judíos a campos de concentración.

Franco y Hitler, en Hendaya, el 23 de octubre de 1940. / picture-alliance/Judaica-Samml/Newscom/Efe

Autor: Hugo Domínguez

Fuente: eldiario.es, 20/01/2015

Documentos hasta ahora inéditos demuestran que Franco colaboró con Hitler en la deportación de más de 9.000 españoles que acabaron en los campos de concentración nazi. La mitad de ellos no salieron con vida. Las pruebas y los testimonios que lo prueban los ha recopilado el periodista Carlos Hernández en el libro Los últimos españoles de Mauthausen. Pero hay más. Telegramas nunca vistos apuntalan la responsabilidad de Franco en el asesinato de más de 50.000 judíos de origen sefardí (descendientes de los judíos expulsados de la Península Ibérica a finales de la Edad Media).

«Escribiendo me he dado cuenta de que nos han engañado. La educación maniquea que se nos ha impartido ha intentado reescribir la historia», lamenta Hernández en conversación telefónica con eldiario.es. El libro surgió de las ganas de dar carpetazo al cargo de conciencia que sufrió al morir su tío Antonio, prisionero en Mauthausen. «Nunca le pregunté sobre el asunto de la deportación y tenía una espina clavada», apostilla.

Se puso manos a la obra y empezó a bucear por archivos, bibliotecas y hemerotecas hasta gestar una obra de más de 500 páginas con la que poner punto y final a esa tesis tan extendida de que la dictadura española no se inmiscuyó en la Segunda Guerra Mundial. Con un vasto material, alguno desconocido hasta el momento, el periodista consigue llegar a una conclusión: Franco, desde España, y Hitler, desde Alemania, se conjuraron con la idea de enviar a los campos de exterminio nazi a 9.328 ciudadanos españoles. De ellos, más de 5.000 no consiguieron sobrevivir a las terroríficas condiciones de los campos de concentración.

El germen de esta historia se remonta al 31 de julio de 1938. Ese día la policía franquista y la Gestapo –policía secreta nazi– acordaron un protocolo de actuación para agilizar los procesos de extradición y el intercambio de información sobre sus enemigos comunes. A partir de ahí, la comunicación no se cortó, sino más bien, se intensificó. En una de las cartas, Madrid admite que se «desentiende» de la suerte que puedan correr los españoles que todavía no han sido capturados por la Francia ocupada y devueltos a España.

Pero el día ‘D’ estaba aún por llegar. El mismo día en el que el ministro español de Gobernación Ramón Serrano Suñer visitaba Berlín, el Reich emitió una orden que despejó el camino para que miles de presos españoles acabarán en campos de concentración.

«Es ridículo pensar que todo responde a una casualidad», apunta el autor del libro, quien no duda de que «Hitler hizo el trabajo sucio a Franco para que el dictador español se pudiera librar de los ciudadanos que consideraba sería peligroso que volvieran a España». En el libro se mencionan además distintos documentos que demostrarían que Alemania informó «puntualmente» de sus planes de deportar a los españoles capturados en el país galo.

Lo desalentador viene a continuación. Según el relato de Carlos Hernández, Franco tuvo en sus manos la posibilidad de salvar a muchos españoles de una muerte segura y no lo hizo. «El régimen español tuvo capacidad de decisión sobre el destino de los españoles. Es más, salvó a dos personas que tenían vínculos con los franquistas. Lo intentó con algunos otros pero la respuesta que llegó desde Alemania es que ya era tarde. Estaban muertos», explica.

Pero ¿quiénes eran esos españoles? El escritor perfila tres grupos: los que sirvieron en las filas del Ejército francés en la Segunda Guerra Mundial, miembros de la Resistencia, y los hombres, mujeres y niños refugiados en la pequeña ciudad francesa de Angulema y que formaron parte del ‘Convoy de los 927’. En total, más de 9.000 españoles, de los que 5.180 murieron, 330 figuran como desaparecidos y 3.800 sobrevivieron. Como el murciano Francisco Griéguez, que a estas alturas todavía sigue sin poder conciliar el sueño y cuyo testimonio se incluye en el libro.

50.000 judíos que Franco podría haber salvado

Franco tuvo responsabilidad en el exterminio de judíos; en concreto, de 50.000 de origen sefardí. Lo asegura el periodista aludiendo a los telegramas que ha conseguido reunir. «Antes de que el Gobierno alemán pusiera en marcha la solución final, aprobó un decreto por el que se permitía a sus aliados repatriar a sus judíos», cuenta. Pero en España se optó por una postura de indiferencia: la circular que se hizo llegar fue la de salvar exclusivamente a los judíos que pudieran demostrar sobradamente su nacionalidad española, una condición muy difícil en ese momento para muchos.

En la captura que se muestra a continuación se puede leer como un diplomático español destinado en el extranjero se desentiende de las consecuencias que puedan tener las restrictivas instrucciones salidas de Madrid y subraya que, si no se levanta la mano, los repatriados «serán pocos». Con estas pruebas en la mano, se deduce, por tanto, que Franco conocía las intenciones de Hitler respecto a los judíos de toda Europa.

Telegrama incorporado por el autor en el libro y facilitado a eldiario.es
Telegrama incorporado por el autor en el libro y facilitado a eldiario.es.

«Simplemente con que hubiera tenido voluntad, podría haber salvado a decenas de miles de judíos de origen sefardí que en los años 40 residían en Europa, principalmente en Salónica y en Budapest», relata el autor. «No es muy moral para un régimen católico pedir a los judíos que en un momento como ese se entrara en el juego de la nacionalidad. Los que se salvaron finalmente no superaron los 700», señala. El origen español de los sefarditas, y por tanto su derecho a acceder a la nacionalidad, sí acredita su condición, se remonta a la época de los Reyes Católicos, cuando los judíos fueron expulsados de la Península Ibérica.

Con todo el material recopilado, ¿ha sido difícil escribir este libro? Responde Carlos Hernández de manera automática, sin rodeos: «Resultó más sencillo encontrar documentación fuera de España. Aquí hay más trabas, como las que puso la Fundación Francisco Franco o la Fundación Ramón Serrano Suñer para poder bucear en los archivos que guardan, y que no se han hecho públicos. «Espero que sigan saliendo más datos», lanza al aire como último deseo.

El soborno que evitó que Hitler le arrebatara Gibraltar a los británicos y controlara el Mediterráneo.

GETTY IMAGES Image caption. Una imagen del encuentro entre Hitler (izq.) y Franco (der.) en Hendaya, Francia, el 23 de octubre de 1940.

Autora: Jules Stewar

Fuente: Revista BBC History.  7/10/2018.

Adolf Hitler estaba particularmente malhumorado la tarde del 23 de octubre de 1940.

Caminando furioso por la plataforma ferroviaria en la ciudad francesa de Hendaya, cerca de la frontera con España, sostenía sus brazos rígidamente a sus lados, de la misma forma que había enervado a Neville Chamberlain dos años antes durante la Conferencia de Munich.

El tren del generalísimo Francisco Franco estaba retrasado, lo que confirmaba las sospechas de la delegación alemana de que los españoles eran un grupo de inservibles.

Cuando el pequeño y regordete general de voz chillona finalmente descendió de su vagón, la sonrisa en el rostro de Hitler ocultó su premonición de que se dirigía a un encuentro exasperante.

Y lo fue. «Preferiría que me extrajeran cuatro dientes antes que tratar con ese hombre de nuevo», le habría confiado Hitler a Benito Mussolini unos días más tarde.

Durante siete horas Hitler luchó en vano para persuadir a Franco de que su nación no beligerante debía entrar en la guerra. El astuto líder español se mostró reacio, sabiendo que tenía poco que perder haciendo demandas que el líder nazi seguramente descartaría como inaceptables.

Franco aseguró al Führer y a su secretario de Relaciones Exteriores, Joachim von Ribbentrop —quien estaba presente junto con su homólogo español, Ramón Serrano Súñer— que se uniría a los poderes del Eje en una fecha futura no especificada.

Lo que pidió a cambio fue nada menos que las colonias del norte de África y el Camerún francés, además del suministro alemán de armamentos y alimentos para su pueblo, que sufría horribles estragos después de tres años de guerra civil.

El encuentro de Hitler y Franco en Hendaya, Francia.
Derechos de autor de la imagen GETTY IMAGES Image caption. «Preferiría que me extrajeran cuatro dientes antes que tratar con ese hombre de nuevo», dijo Hitler, tras su encuentro con Franco en Hendaya.

Dejó para el final la guinda del pastel: solicitó la transferencia de Gibraltar a la soberanía española una vez que Gran Bretaña fuera derrotada.

Un pasado complicado

La palabra más precisa sería «devolución». Gibraltar había sido arrebatada a los musulmanes en 1462 por el noble castellano Juan Alonso de Guzmán y permaneció bajo dominio español por más de 250 años, hasta la Guerra de Sucesión española.

En 1704, una fuerza naval angloholandesa capturó la península de poco más de tres kilómetros cuadrados que controla la entrada al Mediterráneo, bajo el mando de Sir George Rooke, quien la bombardeó en nombre de la Reina Ana de Gran Bretaña.

Bajo el Tratado de Utrecht, firmado en 1713, Gibraltar fue cedido «a perpetuidad» a Gran Bretaña, y ahora goza del estado de territorio extranjero del Reino Unido, para la eterna molestia del gobierno español.

Después de su enfrentamiento con Franco, la siguiente parada de Hitler fue otra reunión en un vagón de ferrocarril en Francia, donde debía sellar un acuerdo de colaboración con el títere de Vichy, el presidente de Francia, mariscal Philippe Pétain.

El Führer bien podría haberse imaginado cómo reaccionaría el héroe de 84 años de la Primera Guerra Mundial a la noticia de que las posesiones africanas de su país serían entregadas a Franco.

Hitler había dejado en claro en una directiva emitida después de la caída de Francia que «la tarea más apremiante de los franceses es la protección defensiva y ofensiva de sus posesiones africanas contra Inglaterra y el movimiento de De Gaulle».

Esto aseguraría la participación de Francia en la guerra contra Gran Bretaña, el único país europeo que todavía resistía contra la máquina de guerra nazi, para furia de los alemanes.

Fuerzas británicas en Gibraltar, en 1939.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionFuerzas británicas en Gibraltar, en 1939. El peñón fue cedido «a perpetuidad» a Gran Bretaña en 1713.

Pero Hitler necesitaba a Franco. Si Gran Bretaña no podía ser aplastada por un bombardeo aéreo —una realidad que el Führer tuvo que digerir a mediados de septiembre de 1940, cuando quedó claro que la Luftwaffe no había logrado obtener una superioridad aérea en la Batalla de Gran Bretaña— entonces el enemigo debía ser estrangulado para someterse.

Eso significaba cerrar el estrecho de Gibraltar.

El profesor Hugh Trevor-Roper explicó las consecuencias que hubiera generado una invasión alemana de Gibraltar: «El Eje habría obtenido el control de todo el Mediterráneo, hubiera cortado al medio al ejército británico en Medio Oriente y eliminado todo un futuro teatro de guerra. ¿Qué esperanza de victoria podría haber tenido incluso Churchill?».

Puerta de entrada crucial

Hitler no tenía dudas de que Gibraltar era la clave de la derrota definitiva de Gran Bretaña. En una carta posterior a Franco, el líder nazi reprendió a su homólogo español por negarse a aliarse con Alemania y a permitir que la Wehrmacht marche a través de España para asaltar Gibraltar.

«El ataque a Gibraltar y el cierre del Estrecho», lamentó Hitler, «hubieran cambiado la situación del Mediterráneo de un solo golpe. Si hubiéramos podido cruzar la frontera española (…) Gibraltar estaría hoy en nuestras manos», escribió.

El Führer estaba convencido de que privar a Gran Bretaña del acceso al Mediterráneo «hubiera ayudado a definir la historia mundial«.

No se puede acusar a Hitler de no haber hecho su mejor intento. La Operación Félix, el nombre en clave de la ofensiva alemana contra Gibraltar, sufrió una sola desventaja importante: la falta de aquiescencia española.

Los líderes nazis habían previsto el paso libre de las tropas alemanas a través de España bajo una supuesta protesta diplomática formal, proporcionando así un camuflaje para refutar los cargos británicos de que Franco violaba su compromiso de ser neutral.

Es exagerado imaginar que Franco podía haber convencido a Gran Bretaña de que España había sido invadida en contra de su voluntad. La inteligencia británica estaba al tanto del plan de Hitler para involucrar a España en su ataque a Gibraltar.

Francisco Franco y Adolfo Hitler
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionGran Bretaña sabía que Hitler quería que Franco rompiera su neutralidad y le permitiera a los alemanes atravesar su territorio para invadir Gibraltar.

Un memorándum ejecutivo de operaciones especiales de alto secreto menciona la intención de Alemania de utilizar barcos y ferrocarriles españoles para transportar suministros disfrazados como importaciones ordinarias, y el uso de aeródromos españoles por parte de combatientes y bombarderos de la Luftwaffe.

Cuando Hitler regresó a Berlín en noviembre de 1940 emitió una directiva que establecía los detalles de la Operación Félix, comenzando con las misiones de reconocimiento de los agentes alemanes para explorar las defensas y el campo de aviación de Gibraltar.

Unidades especiales del Departamento de Inteligencia Exterior de Alemania «en cooperación disfrazada con los españoles» protegerían el área de los intentos británicos de descubrir los preparativos para el ataque, que comenzaría 39 días después de que las tropas alemanas entraran a España.

La estrategia de batalla de Hitler fue reunir a una fuerza de ataque compuesta por dos cuerpos del ejército, una división de las SS y un cuerpo de aire.

El cuerpo 39, protegido por la SS, debía estar preparado para invadir Portugal en caso de una amenaza aliada desde esa dirección. La Luftwaffe ocuparía seis aeródromos dentro y alrededor de la costa atlántica para lanzar un bombardeo aéreo contra la Royal Navy.

El alto mando nazi trazó la Operación Félix con una precisión minuciosa: cuatro cañones para proteger el flanco oriental, otros cuatro al sur, un asalto de tres columnas en la ciudad y el envío de 13.000 toneladas de municiones, 7.500 toneladas de combustible y 136 toneladas de alimentos por día para alimentar a las tropas.

La inteligencia británica no se hizo ilusiones sobre el resultado de una exitosa Operación Félix, y señaló: «La fuerza de artillería alemana habría sido abrumadora y la mayoría de nuestros equipos pesados y baterías antiaéreas habrían sido eliminados».

Pero el hecho es que la Operación Félix nunca sucedió. Y la razón subyacente fue Franco, quien nunca aceptó la inevitabilidad de una victoria del Eje.

Gibraltar durante la Segunda Guerra Mundial
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionLos nazis tenían todo calculado para tomar Gibraltar, solo les faltó la complicidad española.

Sin embargo, el gobierno británico seguía muy preocupado por la amenaza alemana a Gibraltar. Winston Churchill reconoció que sus dos mayores preocupaciones en esa etapa de la guerra eran la pérdida de Gibraltar y los ataques de submarinos a los convoyes del Atlántico.

Churchill temía que los nazis pudieran perder la paciencia con Franco y enviar un ejército a través de los Pirineos en cualquier momento después de abril de 1941, con Franco impotente para resistir un ataque de la Wehrmacht.

Su razonamiento era que debido a que Gibraltar no estaba equipado para resistir un asedio alemán, la solución era evitar que sucediera.

Siguiendo la sugerencia del agregado naval de la embajada británica en Madrid, el colorido aventurero Alan Hillgarth, Churchill lanzó una de las tácticas políticas más audaces de la guerra: la distribución de US$13 millones en sobornos a las principales figuras militares españolas.

Así podía asegurarse de que Franco mantuviese su compromiso con la neutralidad, de ser necesario lanzando un golpe de estado.

El dinero ya había comenzado a fluir en el verano de 1940, antes de la reunión frustrante entre Hitler y Franco.

Disfrazando los sobornos

La fuente de este dinero debía mantenerse en secreto a toda costa. Ningún general español se arriesgaría a aceptar sobornos de Gran Bretaña, la Pérfida Albión.

El intermediario fue Juan March, un banquero de impecables credenciales franquistas. En ese momento era el sexto hombre más rico del mundo y el principal financiero de Franco durante la Guerra Civil.

Habiendo operado como agente doble en la Primera Guerra Mundial, March estaba altamente capacitado en actividades secretas. También era partidario de la monarquía española y de su ilustrado heredero, Don Juan de Borbón, quien era un experto en whisky escocés y un exoficial de la Royal Navy británica.

Una foto de Juan March en 1933.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionEl plan de sobornos de los británicos se realizó con la intermediación del multimillonario baquero español Juan March.

A pesar de sus inclinaciones de derecha, March se opuso a la entrada de los españoles en la guerra. Sabía muy bien que Hitler tenía poca simpatía por la causa monárquica y mucho menos por Don Juan y su mente abierta.

March actuó como el conducto para la transferencia de US$10 millones a la Swiss Bank Corporation en Nueva York, que luego se completaría con otros US$3 millones.

Unos US$2 millones de este dinero terminaron en el bolsillo del hermano mayor de Franco, Nicolás, quien utilizó su ganancia inesperada para construir un imperio comercial considerable después de la guerra.

Valentín Galarza fue otro beneficiario de alto rango de la generosidad británica. Su nombramiento como ministro del Interior había sido un duro golpe para el cuñado de Franco, el suave y bigotudo Ramón Serrano Súñer, un rabioso hitleriano con apariencia de estrella de cine.

Como ministro de Asuntos Exteriores, había ejercido de facto el control sobre la policía, un rol ahora usurpado por Galarza, con quien se podía contar para frustrar la beligerancia pro nazi de Serrano Súñer.

En total, ocho funcionarios de alto rango y una serie de funcionarios de rangos inferiores bien ubicados se incorporaron a la operación.

El Ministerio de Asuntos Exteriores británico ha desclasificado la correspondencia secreta relacionado con los sobornos, pero los telegramas en archivos españoles parecen haber desaparecido.

Sin embargo, los sobornos cumplieron su propósito. Sus destinatarios neutralizaron a los de línea dura en la comitiva franquista.

A mediados de 1941 Hitler había vuelto su máquina de guerra hacia el este y Churchill pudo respirar mejor.

Un soldado británico en Gibraltar, en 1940
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionLos británicos sabían que si los nazis tomaban Gibraltar, ganar la guerra hubiera sido casi imposible.

Si se hubiera perdido Gibraltar, Gran Bretaña habría intentado capturar las Islas Canarias para asegurar una base naval. Después de que Alemania invadió Rusia, Churchill pudo archivar ese plan.

Hitler nunca perdonó a Franco por negarse a permitir que la Wehrmacht accediera a Gibraltar desde territorio español. Según escribió, Franco y su régimen fueron «más allá de la palidez [sic] de la ley (…) con la bendición del sacerdocio, a expensas del resto».

Unas semanas antes de su muerte, Hitler dictó su testimonio político a su secretario privado, Martin Bormann. Reflexionando sobre sus aspiraciones para Gibraltar, afirmó que: «Lo más fácil hubiera sido ocupar Gibraltar con nuestros comandos y con la complicidad de Franco, pero sin ninguna declaración de guerra de su parte».

Esto «hubiera cambiado la situación en el Mediterráneo en un solo golpe».

Ni el Führer ni Franco estuvieron al tanto de las fuerzas que habían estado trabajando en secreto para evitar ese resultado.

El informe olvidado que sacó las vergüenzas a Franco.

El dictador Francisco Franco inaugura el Sanatorio Militar del Generalísimo, en la sierra madrileña, en 1949. EFE

Autor: MANUEL ANSEDE

Fuente: El País, 6/07/2018

Un día de 2010, la historiadora Rosa Ballester se encontraba husmeando en los archivos de la Organización Mundial de la Salud en la ciudad suiza de Ginebra, en busca de informes antiguos sobre la poliomielitis en España. De pronto, entre la montaña de papeles descoloridos, apareció un documento de 43 páginas mecanografiadas en francés, con el título Informe sobre la organización de los servicios sanitarios en España. Misión efectuada entre el 28 de septiembre y el 15 de diciembre de 1967 por el doctor Fraser Brockington. Ballester se quedó con la boca abierta.

“Nadie conocía la existencia de este informe”, recuerda ahora. “Brockington inventó la medicina social y fue una de las grandes figuras de la salud pública en el siglo XX. Y nos descubrió las vergüenzas”, relata la investigadora, de la Universidad Miguel Hernández de Elche. Brockington, que había sido catedrático de Medicina en la Universidad de Manchester, visitó España durante casi tres meses como consultor de la OMS y logró un acceso inédito a los despachos que manejaban la sanidad franquista. Su diagnóstico, una bofetada a la propaganda de la dictadura, ve ahora la luz por primera vez, más de medio siglo después de ser redactado.

“Básicamente no existen consultas para protección de la infancia más que en las capitales de provincia”, denunciaba Brockington

El informe de 1967 denunciaba multitud de carencias. “Básicamente no existen consultas de especialidad ni consultas para cuidado prenatal, protección de la infancia, enfermedades venéreas y enfermedades pediátricas más que en las capitales de provincia”, sostenía Brockington. El médico también constataba “el fracaso de la Escuela Nacional de Sanidad en lo que respecta a la formación y a la investigación en Salud Pública” y alertaba del “desierto estadístico” que impedía conocer el estado real de la sanidad en España. “Los principios de la medicina social y preventiva”, escribía, “brillan por su ausencia”.

El denominado Informe Brockington deja claro que el estado de la sanidad española era “peor que el de muchos otros países en vías de desarrollo”, según subraya el historiador Esteban Rodríguez Ocaña, que acaba de publicar la traducción del documento en la revista especializada Gaceta Sanitaria. El expediente firmado por el médico británico era demoledor. Criticaba que Franco todavía no hubiese creado a esas alturas un Ministerio de Sanidad y que mantuviese descuartizadas las competencias en diferentes ministerios: la Dirección General de Sanidad pertenecía al Ministerio de Gobernación, pero la salud escolar dependía del Ministerio de Educación, los hospitales de la Seguridad Social se desarrollaban bajo la jurisdicción del Ministerio de Trabajo y la higiene ambiental recaía en los ministerios de Vivienda y Obras Públicas.

Fraser Brockington, en 1952.
Fraser Brockington, en 1952. NPG

Era un caos con “efectos desastrosos”, según advirtió Brockington en 1967. “El escalón central se esfuerza poco o nada por coordinar su política. No existe un diálogo habitual entre los distintos ministerios”, alertaba. “Urge con premura resolver esta situación”.

Rodríguez Ocaña ha estudiado el origen de este embrollo organizativo. Tras el fin de la guerra civil en 1939, las facciones del bando ganador pelearon por repartirse el poder. Los militares católicos se hicieron con el Ministerio de la Gobernación y su Dirección General de Sanidad. Los falangistas, por su parte, se quedaron con el Ministerio de Trabajo y con el Instituto Nacional de Previsión, desde el que continuaron el programa de seguros sociales diseñado durante la República. El seguro obligatorio de enfermedad se aprobó en 1942, dejando fuera a la gran mayoría de los trabajadores del campo y a los desempleados. Con esta cobertura sanitaria, «el trabajador ya no sería un pobre que debería acogerse a la Beneficencia pública y vivir el rubor de ser hospitalizado entre mendigos, sino que sería un soldado a quien la sanidad de su ejército de paz atiende cuando ha sido baja en el servicio», aseguró en 1944 el ministro de Trabajo, José Antonio Girón de Velasco.

El estado de la sanidad española era “peor que el de muchos otros países en vías de desarrollo”, según el historiador Esteban Rodríguez Ocaña

“La propaganda insiste en que el seguro de enfermedad lo inventó Franco, pero la ley del seguro de enfermedad estaba en julio de 1936 admitida en las Cortes. No se la inventaron los franquistas. Ya había fake news entonces”, explica Rodríguez Ocaña, de la Universidad de Granada. Tras el seguro de enfermedad se aprobaron el de vejez e invalidez, en 1947; el de desempleo, en 1961; y todos ellos se unificaron en un sistema de seguridad social en 1963, según relata Rodríguez Ocaña en su libro Salud pública en España. De la Edad Media al siglo XXI.

Otros expertos ya han mostrado que la propaganda franquista no coincidía con la realidad, como constató Brockington en 1967. “Los hechos no encajan con el interés mediático mostrado por la dictadura hacia el problema sanitario”, señalan la historiadora Jerònia Pons y la economista Margarita Vilar en su libro El seguro de salud privado y público en España. Su análisis en perspectiva histórica, publicado en 2014. “La partida de presupuestos destinados a la Dirección General de Sanidad como porcentaje del presupuesto total del Estado permaneció estancada entre 1943 (1,05%) y 1958 (1,02%)”, apuntan las autoras.

Primera página del 'Informe Brockington'.
Primera página del ‘Informe Brockington’. ESTEBAN RODRÍGUEZ OCAÑA
“Las recomendaciones de Brockington se quedaron en un cajón”, lamenta Rodríguez Ocaña. En 1936, el Ministerio de Sanidad era una bandera enarbolada por la República. La anarquista Federica Montseny había cogido las riendas del gabinete, convirtiéndose en la primera mujer ministra de un Gobierno español. Pero todo desapareció con la guerra civil. El Ministerio de Sanidad no se recuperó hasta 1977, dos años después de la muerte del dictador.

Durante su estancia en España, Brockington dispuso de un despacho en la Dirección General de Sanidad, en Madrid. Desde allí, viajó por varias provincias españolas para obtener información de primera mano. En su informe, el experto también denunciaba el pluriempleo de los médicos españoles. Rodríguez Ocaña ha encontrado unas notas autobiográficas en los archivos de la Universidad de Manchester en las que Brockington recuerda asombrado que el director de la Escuela Nacional de Sanidad, Valentín Matilla, compaginaba su empleo con otros 16 cargos. “Esa no era manera de trabajar”, sentencia el historiador.

Brockington alertó del “desierto estadístico” que impedía conocer el estado real de la sanidad en España

Rodríguez Ocaña y Ballester sí reconocen algunas mejoras llevadas a cabo por el régimen franquista, como la erradicación de la malaria y la disminución de la mortalidad infantil. Antes de la guerra civil, entre 1930 y 1934, de cada 1.000 nacidos vivos morían 120 niños antes de cumplir un año, frente a los 80 de Francia. El número fue cayendo durante la dictadura, llegando a 70 en 1950 (52 en Francia) y a 28 en 1970 (15 en Francia), según los estudios de la socióloga Rosa Gómez Redondo.

Ballester pone el foco en el “desierto estadístico” que confirmó Brockington. “Ni siquiera había estadísticas. ¿Cómo iban a actuar las autoridades?”, reflexiona Rosa Ballester. “En el caso de la polio, había niños pequeños que quedaban paralíticos o no podían respirar. Cuando algunos de los gerifaltes españoles acudían a congresos internacionales presumían de contar con respiradores, los llamados pulmones de acero, en todas las provincias, pero cuando venían los observadores de la OMS veían que había tan pocos aparatos que los médicos tenían que elegir qué niño moría y cuál vivía”.

La decepción de De Gaulle con Franco.

 

 

Francisco Franco, Máximo Cajal y Charles de Gaulle, en su encuentro en junio de 1970. EFE

Autor:  MARC BASSET

Fuente: El País, 03/07/20188.

El resumen de la reunión, la primera y única entre dos de los generales más célebres del siglo XX, fue breve pero elocuente. “Ah, pero si es un anciano”, contó el general De Gaulle después de ver a Francisco Franco en Madrid. Como si hubiera poco que contar, como si el diálogo entre ambos se hubiera parecido más a un intercambio superficial en una visita de cortesía que al cara entre dos figuras a la historia contemporánea. De Gaulle tenía 79 años; Franco, 77.

El abogado Gregorio Marañón, nieto del ilustre científico y humanista del mismo nombre, aún recuerda cada una de las palabras del estadista francés tras el encuentro de los dos estadistas. Él se encontraba ahí, junto a su padre, Gregorio Marañón Moya, y su tío, Tom Burns. Pasaron un buen rato hablando los cuatro. El lugar del encuentro fue el Cigarral, la finca de los Marañón en las afueras de Toledo. El día, el 8 de junio de 1970, después de haber comido en El Pardo De Gaulle y Franco. “A Franco le dedicó tres palabras”, dice Marañón.

Hacía un año que De Gaulle —el líder de la Francia libre contra la ocupación nazi, el fundador de la V República, el estadista que quiso devolverle la grandeur a su nación y cayó arrastrado por la onda expansiva del 68— había abandonado el poder. Franco —el sublevado que ganó la Guerra Civil con la ayuda por los nazis, el proscrito de lo que entonces no se llamaba comunidad internacional, que lo acabó tolerando por las necesidades de la Guerra Fría— llevaba más de tres décadas en el poder. De Gaulle había emprendido junto a su mujer y un ayudante un viaje privado por aquella España, mitificada por él, de Don Quijote y Carlos V. Y Franco no había desaprovechado la ocasión para agasajarlo, en la medida que el esquivo general lo permitió.

El encuentro es un episodio poco conocido en la biografía de ambos. Un libro recién publicado en Francia lo aborda e imagina qué ocurrió.

En Un déjeuner à Madrid (Un almuerzo en Madrid), el periodista Claude Sérillon, conocido presentador de telediarios y asesor durante un tiempodel presidente François Hollande, especula con qué pudo pasar aquel mediodía en el Pardo, la residencia del dictador.

“Estos dos personajes de la Historia, en campos opuestos, personalidades con parecidos y diferencias, ¿qué pudieron decirse? Mi libertad de novelista era hacer esto”, dice Sérillon. “Es posible que se conformasen con lugares comunes, y charlasen sin más, pero quise imaginar, un poco como en una obra de teatro, que en confrontación fueron un poco más allá”. Y añade: “En la voluntad del general de ir a ver a Franco, había el deseo de ver la cara a su enemigo pero también de medirse a otro personaje de la historia”.

El debate es si la conversación fue un cúmulo de banalidades protocolarias o si llegaron a tratar cuestiones sustanciales. Marañón, que escuchó a De Gaulle resumir la reunión con el escueto “…pero si es un anciano”, cree que la frase es reveladora. “Él fue a ver a este militar ilustre, y se encontró a un anciano decrépito que no hablaba”, dice Marañón, que entonces tenía 28 años.

Como en los buenos misterios, hay un tercer hombre en el duelo entre Franco y De Gaulle. Y es quien aporta la solución: no hacía falta fabular para conocer detalles de la reunión.

El tercer hombre es Máximo Cajal (1935-2014), entonces un joven diplomático, que estuvo presente. Cajal contó el episodio en sus memorias, Sueños y pesadillas. Memorias de un diplomático (Tusquets, 2010), fuente que Sérillon no tiene en cuenta. Allí explica que el ministro de Exteriores, Gregorio López Bravo, le encargó una doble misión: hacer de intérprete y tomar notas. Recuerda que, ya en la reunión, cuando De Gaulle le vio apuntando, le “fulminó con la mirada”.

Franco, escribe Cajal, tenía la “voz débil y fatigada, difícilmente audible”. Hablaba poco: parecía impresionado. El francés le dijo a Cajal: “Él es el general Franco, es mucho; yo era el general De Gaulle, era suficiente”. Y añadió: “Pero era otra época”.

De Gaulle, el enemigo de Hitler y el liberador de Francia, declaró su admiración por Franco, al haber «sabido mantener a España al margen de conflictos internacionales, de tal forma que sobre todo había primado el interés de su país”. Coincidieron en otros puntos. “Yo he debilitado mucho a los partidos políticos, pero no los he destruido”, dijo De Gaulle. “Sucede que en un Estado de opinión los partidos políticos existen, pero pugnan por debilitar al país; luchan contra su unidad”, corroboró Franco.

La conversación duró 45 minutos. Después De Gaulle y Franco fueron a almorzar. Por la tarde, los De Gaulle viajaron a Toledo. El expresidente francés rechazó dormir en Madrid invitado por Franco, y la embajada francesa hizo las gestiones necesarias para que se hospedasen en una residencia privada, escribe Gregorio Marañón en su libro Memorias del Cigarral (Taurus, 2015).

Vista la altura de De Gaulle, 1,96 metros, tuvieron que traer una cama del Parador de Toledo, porque no cabía en las del Cigarral, recuerda Marañón. La impresión no se le ha borrado. “Es la sensación de estar hablando de un personaje de dimensiones históricas que era consciente de ello. En el gesto, en la mirada, en la palabra”, dice.

De Gaulle murió seis meses después —cinco años antes que Franco— sin poder realizar su otro gran sueño, además de viajar a España: conocer China.

MALRAUX Y MAURIAC LO VIVIERON COMO UNA OFENSA

La vista del general Charles De Gaulle a Franco en junio de 1970 decepcionó a dos de los intelectuales más próximos, André Malraux y François Mauriac. Malraux, que combatió contra Franco en la Guerra Civil y fue ministro de Cultura del general, declaró a Jean Lacouture, biógrafo de De Gaulle, que si De Gaulle hubiese visitado al dictador español siendo aún presidente de Francia, él hubiera dimitido. Mauriac escribió: “Me dejó helado. Lo sufrí como una ofensa”.

Para De Gaulle, retirado del poder, el viaje a España fue un ejercicio de ambigüedad. Así explicó la conversación de El Pardo al periodista Michel Droit: “Debí de decirle algo así como: ‘A fin de cuentas, usted ha sido positivo para España’. Y usted sabe bien lo que este ‘a fin de cuentas’ sobreentendía…”. Y añadió: “Pues sí, positivo, pese a todas las represiones, todos los crímenes. Stalin también los cometió, e incluso mucho más…”.

Lacouture cuenta en la biografía esta y otras anécdotas sobre un viaje y una reunión que fueron quizá el último acto político de un gigante del siglo XX. Con su esposa, Yvonne, visitaron Santiago de Compostela, Ávila, Madrid, Toledo, Jaén, Córdoba… Jean Mauriac, periodista de la agencia France Presse (e hijo de François Mauriac) que cubrió la visita, escribió: “Al general le gustó, en España, la rudeza del clima, la austeridad de los sitios, el aislamiento de los pueblos que, en el curso de los siglos, determinaron el carácter nacional”.

Franco y Hitler: un odio interesado

Fotografiada (trucada por la dictadura) del encuentro de Hitler y Franco en Hendaya.

Fuente: El País, 14/03/2015.

Autor: Jesús Ruiz Mantilla.

El Eje fue un salón de desconfianza a tres bandas. Hitler, Mussolini y Franco. El trío quería dominar Europa y perpetuarse en el trono con poder absoluto. Para ello, se necesitaban. Pero, al tiempo que se enviaban telegramas de felicitación y agradecimiento, como el que publicamos hoy perteneciente a la Colección José María Castañé, se colaban espías por el patio trasero que realizaban informes sobre las mutuas debilidades y en cuanto se daban la vuelta se criticaban como porteras.

Hitler y Mussolini despreciaban a Franco. Los dos acabaron en el hoyo tragándose sus fracasos políticos y militares. El español murió en la cama tras haber jugado todas las bazas a su favor: las del fascismo y, después, dulcificando su imagen como el protector paterno para la patria que él jamás tuvo en casa, las de las democracias occidentales.

Leer artículo completo en: El País.

 

Así escondió Franco en España a Beria, el ‘carnicero’ de Stalin.

Beria, con la hija de Stalin en brazos y el dictador al fondo.

Fuente: El Confidencial, 13/03/2015.

Autor: Germnán Sánchez.

Torcuato Luca de Tena, director de ABC, soñó pasar a la historia con un titular de alcance mundial: Así escondió Franco en España a Beria, el carnicero de Stalin. Víctima de un aventurero internacional de nacionalidad nicaraguense y orígenes malagueños, llamado Fabio Gallo, que le vendió, estando de vacaciones en Torremolinos, la exclusiva de la presencia de Beria en España, Luca de Tena se atrevió a salir, sin pasar por la censura, y sin pruebas, afirmando que Beria estaba en España. Se lo hicieron pagar con su fulminante destitución.

La historia, que relata Juan Benet en su impagable Otoño en Madrid hacia 1950, sucedió hace 62 años y la protagonizaron dos personajes: Domingo Dominguín y Lavrenti Beria, quien controló la policía política de la URSS de Stalin entre 1938 y 1953. Su principal ‘logro’ fue la eliminación del rival del dictador, Trotski, antes de que en 1941 comenzase la invasión nazi de la URSS, y tejer la red de espías atómicos que, cuatro años después de Hiroshima, pondrían la bomba en manos de la Unión Soviética.

La muerte de Stalin en 1953 llevó a la destitución de Beria que, súbitamente retirado de la escena política, se hallaba en un lugar desconocido. Domingo, uno de los dos hermanos  de Luis Miguel Dominguín, fue torero, empresario y miembro del Partido Comunista de España. Los Dominguín eran cosa aparte. Su hermano Luis Miguel tenía acceso, a la vez, a un exiliado, caracterizado comunista, Pablo Picasso, y a Francisco Franco. Joaquín Jordá, amigo de Domingo Dominguín, contaba que en una cacería Franco le preguntó: “Dígame, Dominguín, ¿quién es el comunista de los tres?«. Y Luis Miguel contestó: «Los tres, mi general, los tres”.