Estados Unidos en el Sáhara: 45 años de favores a Marruecos

Henry Kissinger durante una audiencia con Franco en 1973 Biblioteca de la Universidad de Alcalá

Autor: Carlos Hernández-Echevarría

Fuente: eldiario.es 11/12/2020

“Hubo una época de mi vida en la que no sabía dónde estaba el Sáhara español y era igual de feliz que ahora”. Era 9 de octubre de 1974 y Henry Kissinger intentaba explicarle al ministro franquista Pedro Cortina lo poco que le importaba a EEUU el conflicto con Marruecos a cuenta de la descolonización. Cortina estaba inquieto porque había leído en el Washington Post que EEUU estaba a favor de un acuerdo para que España cediera el territorio a Hassan II y quería comprobar que EEUU mantendría su neutralidad. “Nunca leo el Washington Post, salvo la sección de deportes”, respondió Kissinger, “es un disparate”. 

Por supuesto, un año después, España salió huyendo de su colonia y EEUU torpedeó en la ONU cualquier acción internacional contra la ocupación marroquí. Los documentos desclasificados muestran que a Kissinger, efectivamente, no le importaba lo más mínimo la suerte de “40.000 personas que probablemente ni saben que viven en el Sáhara español”, pero lo que menos quería era una guerra entre dos aliados fundamentales. Tampoco a Donald Trump le importan ahora los saharauis pero, reconociendo por sorpresa esta semana la soberanía marroquí sobre el territorio, ha conseguido que otro país árabe normalice relaciones con Israel. Una vez más, los saharauis son peones en el tablero internacional.

Peones en la Guerra Fría

Cada vez que se habla de la relación Washington y Rabat, se cuenta que fue el sultán de Marruecos el primer monarca del mundo en reconocer la independencia de EEUU cuando abrió sus puertos al nuevo país en 1777. Sin embargo, cuando “la marcha verde” marroquí ocupó el Sáhara 200 años después, el vínculo entre ambos países era menos romántico y mucho más estratégico.

En 1975, Marruecos quería hacerse con el Sáhara, España quería salir de allí sin hacer el ridículo ni romper sus promesas y EEUU estaba entre medias de los dos. Por un lado, tenía una profunda relación militar con la España franquista y, con el dictador gravemente enfermo, no quería que una guerra colonial desestabilizara el país en un momento de cambios fundamentales. Por otro lado, EEUU tenía que proteger a Hassan II. 

En la Guerra Fría Marruecos era oficialmente un país neutral o “no alineado”, pero durante el reinado de Hassan II el país se había acercado a EEUU. El monarca presumía de anticomunismo y había reprimido con fuerza protestas de izquierdas en la década anterior. Durante la marcha verde, el propio Kissinger le dijo al presidente Ford que si Hassan no lograba ocupar el Sáhara español “estaba acabado” y corría el riesgo de perder la corona. Por tanto, añadió, “debemos trabajar para que lo consiga” a través de una votación “amañada” en la ONU. 

Hay debate sobre si EEUU presionó a España para que aceptara las demandas marroquíes y abandonara Marruecos, pero la mayoría de los historiadores creen que, con Franco en coma, el gobierno español necesitó poca motivación para firmar los acuerdos de Madrid y entregar de forma efectiva el Sáhara a Marruecos. El número dos de la CIA en aquel momento, Vernon Walters, era amigo personal del rey Hassan y ha sido acusado de haber presionado a las autoridades españolas, pero él nunca quiso dar detalles: “parecería que el rey de Marruecos y el Rey de España son peones de EEUU y eso interesa a nadie”. 

Lo que sí hizo EEUU fue asegurarse de que Marruecos no era castigado internacionalmente por haber ocupado el territorio. Cuando arrancó la marcha verde, pactó una resolución en el Consejo de Seguridad de la ONU que “deploraba” la invasión marroquí y pedía su retirada, pero que no incluía ninguna sanción ni nada parecido. El consejo no volvió a pronunciarse sobre tema y el entonces embajador de EEUU ante Naciones Unidas, Daniel Patrick Moynihan, escribió en sus memorias que su tarea había sido que la ONU “se mostrara tremendamente inefectiva” y que lo logró. 

El embajador cantaba victoria porque consideraba al Frente Polisario un “peón” de la Unión Soviética, aunque lo cierto es que la URSS nunca ayudó directamente a la lucha saharaui. Hassan II había intentado convencer a Kissinger del peligro de que en el Sáhara se creara un nuevo estado que cayera bajo la influencia de Moscú y, aunque no está muy claro que el diplomático se lo creyera, tras la retirada española el argumento sirvió para justificar las ayudas militares y de inteligencia de EEUU a Marruecos en los siguientes 15 años de guerra contra el Polisario. 

Marruecos, siempre clave

Mientras la Guerra Fría avanzó paralela a la guerra entre Marruecos y el Polisario, todos los gobiernos estadounidenses apoyaron económica y materialmente el esfuerzo militar de Rabat. Tanto los presidentes demócratas como los republicanos mantuvieron las ayudas. La Administración Carter argumentó increíblemente que la venta de armas a Marruecos “podía contribuir a la negociación de una solución que refleje los derechos” de los habitantes del Sáhara. El equipo de Ronald Regan fue más claro al declarar en sede parlamentaria que “las decisiones sobre la venta de material militar no se condicionarán a los intentos marroquíes de mostrar progreso hacia una paz negociada”.

Sin embargo, a principios de los 90, con la URSS en agonía y el fin de la Guerra Fría a la vista, se abrió la posibilidad de que EEUU pudiera ser algo más exigente con Marruecos. La ONU logró impulsar un alto el fuego y una misión internacional para celebrar un referéndum, y la administración Bush advirtió a Rabat de que la relación entre ambos países se vería “seriamente afectada” si no cooperaba. El gobierno estadounidense incluso entró en contactos directos con los saharauis mediante un encuentro entre el secretario de Estado y el presidente de la República Árabe Saharaui Democrática.

A pesar de todo esto, el rey Hassan II consiguió anular cualquier distancia que se hubiera creado EEUU gracias a una decisión audaz: cuando Bush padre anunció en 1990 que iba a atacar al Irak de Saddam Husseín tras su conquista de Kuwait, Marruecos no solo apoyó la operación sino que envió a 1.700 de sus soldados a contribuir a la campaña contra el que había sido un histórico aliado. Aunque parte de su propia población rechazó el movimiento con multitudinarias manifestaciones, lo cierto es que la relación con EEUU mejoró.

Desde el alto el fuego con el Polisario en 1990, Marruecos lleva 30 años alargando plazos y torpedeando la celebración de un referéndum de autodeterminación, mientras que EEUU cada vez toma posiciones más favorables a su causa. Si el apoyo de Rabat a la primera Guerra del Golfo solucionó algunas tensiones surgidas por el final de la Guerra Fría, en el mundo posterior al 11-S Washington no se podía permitir estar a malas con uno de sus grandes aliados en el mundo musulmán. Cuando Bush hijo ordenó ocupar Irak en 2003, el rey Mohammed VI no mostró el entusiasmo de su padre durante la primera invasión, pero sí que se cuidó muy mucho de criticar a EEUU a pesar de las protestas en las calles de Marruecos.

Conforme Marruecos ha ido consolidándose aún más como uno de los grandes aliados musulmanes de EEUU, la tibieza de Washington con respecto a la autodeterminación del Sáhara se ha ido acrecentando más y más. Desde 2001, Washington apuesta por una autonomía saharaui dentro del reino de Mohammed VI, negando la posibilidad de un estado propio, pero ahora Trump ha dado un paso más y uno que es difícilmente reversible. Con el reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental solo no se acerca la paz y sino que se reduce la capacidad estadounidense de presionar a Rabat.

Unas semanas antes de dejar la Casa Blanca, Trump se apunta un tanto en la que considera su gran contribución a la política exterior de EEUU: la normalización internacional de Israel. Está por ver si Joe Biden mantiene la apuesta o da marcha atrás enfureciendo a Marruecos pero, de momento y como tantas otras veces, son los saharauis los que pagan el precio de que un líder estadounidense tenga prioridades mayores que el destino de “40.000 personas que probablemente ni saben que viven en el Sáhara español”.

A propósito de los soldados de Franco: represión, disciplina, vigilancia y silencio

Autora: Patricia Martínez Fernández

Fuente: Nueva Tribuna 13/07/2020

¿Quién formaba el ejército sublevado? Hasta hace unos años, nadie en el mundo historiográfico y social se preguntaba esto. Se daba por hecho que se trataba de militaristas y contrarrevolucionarios procedentes de partidos de la derecha reaccionaria y causantes de la represión. La misma impresión tenía la ciudadanía, en la que se daba por sentado que el ejército era fascista y se repetía el mantra de “a mi abuelo (o padre) le tocó ir porque vivía aquí”. Se tenía una vaga idea de quiénes eran, pero se desconocía su historia. La investigación previa de Soldados de Franco. Reclutamiento forzoso, experiencia de guerra y desmovilización militar (Siglo XXI, España), de Francisco J. Leira, se centra en responder a esa pregunta, sin sospechar que la respuesta era muy compleja.


Retrocedamos en el tiempo. A partir del 8 de agosto de 1936, se envió a miles de jóvenes al frente para luchar en una guerra civil que no habían provocado y que no entendían ni deseaban, una confrontación armada que rompía esquemas de vida y planes de futuro. La movilización se desarrolló como consecuencia del fracasado golpe de Estado de julio de 1936, que encabezó una parte de la jerarquía militar. La movilización forzosa se inició por la necesidad de incrementar la tropa para combatir en una lucha de duración desconocida cuyo objetivo era controlar a la sociedad en retaguardia. El reclutamiento se extendió desde el 8 de agosto de 1936 hasta el 9 de enero de 1939 e incluyó a todos los varones nacidos entre el año 1907 y el año 1920.

La recluta forzosa y el terror formaron parte de un solo cuerpo que sirvió para nutrir de hombres al ejército, evitando las huidas y teniendo fiscalizada la retaguardia, en clara conexión entre represión y necesidades bélicas

Es destacable la maquinaria represiva que desarrollaron los golpistas, tanto a través de los juicios sumarísimos que se pusieron en marcha tanto por la declaración del estado de guerra como por las milicias civiles formadas al calor del golpe, controlado todo ello siempre por el ejército insurgente. La meta era romper los lazos de solidaridad de una sociedad civil compleja. La recluta forzosa y el terror formaron parte de un solo cuerpo que sirvió para nutrir de hombres al ejército, evitando, en la medida de lo posible, las huidas, y tener fiscalizada la retaguardia, clara conexión entre represión y necesidades bélicas. Todas las familias se vieron relacionadas con los nuevos poderes, por motivos como la movilización forzosa, la muerte, el encausamiento, o el ser testigo o delator. Este fenómeno vino acompañado por una movilización civil que se organizó en torno a milicias, que resultó insuficiente para que triunfase el golpe, pero relevante en términos numéricos, y que ayudó a recrudecer la presión social y la represión. La idea del escenario de violencia es crucial, pues revela que la aparente –solo en la retórica insurgente– recluta masiva y entusiasta fue en realidad un mecanismo de supervivencia de todo tipo de individuos.

El bagaje sociopolítico y cultural llevado a cabo desde finales del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX no es en absoluto desdeñable. Se había formado una sociedad civil compleja que había traído consigo espacios de socialización donde los individuos se manifestaban y desarrollaban formas críticas de entender la realidad en que vivían, no exclusivamente de corte político, sino también social, íntimo y familiar. El golpe de Estado quebró inmisericordemente esos cimientos. Afectó especialmente a los jóvenes sujetos a movilización ante el encuadramiento militar que estaban desarrollando las fuerzas golpistas, con excepción de las quintas de menor edad. Esto se comprobó con la resistencia activa al golpe (des)organizada por organizaciones políticas del espectro de la izquierda, pero también con la oposición al reclutamiento militar que, a menudo de forma individual, realizaron muchas personas.

La respuesta fue diversa. Es prácticamente imposible cuantificar y encuadrar los comportamientos sociales adoptados por la ciudadanía ante el reclutamiento. Basta asomarse a las páginas de Soldados de Franco (Siglo XXI España) para que quede claro que el perfil de los combatientes del ejército sublevado fue mucho más complejo que el elaborado por las simplificaciones discursivas del pasado y que, tristemente, aún predominan en el presente y nos imposibilitan ser objetivos y aprender de ello como correspondería a una sociedad adulta.

Por lo tanto, ese ejército diverso obligó a los mandos golpistas a establecer una maquinaria de vigilancia y castigo que se fue perfeccionando a medida que avanzaba la contienda.En el frente de guerra se impusieron la integración, la disciplina, la vigilancia y el castigo. A partir de la formación del primer Gobierno franquista se desarrollaron las medidas más eficientes y crueles para el control de los combatientes. Estas manifestaban un doble deseo: asegurar la victoria militar y la implantación, a través de la fuerza, del nuevo régimen. El papel de estas reglas coercitivas fue fundamental para la represión sociopolítica desarrollada en la posguerra. A todo ello contribuyó sobremanera el Servicio de Información, que generó informes de todos los territorios que conquistaban y de los soldados que se integraban en sus filas, un trabajo coordinado por el SIMP, con la ayuda de la Guardia Civil, de los gobernadores provinciales y de todos los civiles y militares que esperasen obtener réditos sociopolíticos del nuevo contexto.

soldados franco 2

Abundando en ello, hay que señalar que se hacía partícipe del sistema punitivo a todos los miembros del ejército. Cuando se abría un juicio dentro de un regimiento, testificaban todos los compañeros del batallón. De esta forma, se intentaba que los compañeros se convirtiesen en elementos de disuasión frente a posibles actitudes discordantes mediante el miedo a ser objeto de represalias. En definitiva, el bando sublevado desarrolló un sistema coercitivo y disciplinario que no podría haberse llevado adelante sin la participación, en ocasiones forzada e indeseada, de los miembros que componían su ejército.Así pues, a la sensación de ser vigilados, al miedo, a la supervivencia individual, familiar y colectiva, habría que sumarle la culpabilidad por convertirse en los ejecutores de las órdenes de Franco. No en vano fueron estas las herramientas que empleó el franquismo para asentarse socialmente durante la posguerra.

El fin de la guerra civil española estuvo plagado de dificultades, al contrario de lo que se le había hecho creer a la sociedad durante la guerra. En abril de 1939 flotaba en el ambiente la sensación de que, con el cese de la violencia, se volvería a la normalidad, pero aquella España previa al golpe del verano de 1936 quedó diluida para siempre con la implantación de una dictadura militar fascistizada y ultracatólica que se impuso durante cuarenta años. En su mayoría, los soldados republicanos fueron enviados al abarrotado sistema carcelario franquista. Por su parte, en el ejército sublevado existía la sensación de que, con el fin de la guerra,llegaría el fin de su vida militar, pero tampoco eso ocurrió. Tras el parte de la victoria no fue desmovilizado ninguno de los reemplazos. Muchos no volvieron a sus casas hasta finales de año, y en ocasiones, debido a la legislación, se les volvió a llamara filas en los años cuarenta por los problemas coloniales del Rif. Así, el fin de la guerra no supuso la desmovilización militar, puesto que todos tuvieron que pasar revista y estar localizables, por si el “Nuevo Estado” los necesitaba, una situación que se extendería hasta mediados de la década de los años cincuenta.

Por lo demás, la desmovilización también presentó dificultades. A esta realidad hay que sumarle la mala planificación económica del Estado franquista, que quiso aplicar una política autárquica que solo reportó más miseria a un país ya arruinado por la guerra. Esto causó que las medidas desarrolladas para mitigar el paro obrero, como el Servicio de Reincorporación al Trabajo y la Delegación Nacional de Excombatientes fuesen un fracaso, hasta tal punto que muchos ya ni acudían a él.

Del mismo modo, existieron consecuencias sociales, pues el pasado quedó sepultado en la memoria de quienes lo vivieron y se aceptaron las normas impuestas por el “Nuevo Estado”. En este sentido, muchos mantuvieron el silencio en la posguerra y no se atrevieron a transmitir sus recuerdos de la Segunda República, el golpe y la guerra a sus hijos ya décadas más tarde. La mayoría de los excombatientes intentó adaptarse y convivir con sus propios demonios, aquellos que entraron en su mente a causa de la experiencia de guerra, una de las más desagradables que puede vivir un hombre.

Esta intrahistoria terrible que subyace tras los legajos que reposaban en diversos archivos merece ser conocida y reconocida, tanto por los que no supieron de ella en las clases de Historia de hace dos o tres décadas como por los estudiantes actuales, así como por toda la sociedad. Las inhumanas vivencias que soportó toda la población, el dejar en suspenso un país durante cuarenta años y la imposición de la ley del silencio no favorecen la integración de nuestro país en un mundo que está cambiando a gran velocidad. Es necesario comprender lo que sucedió en ambos bandos y conversar sobre ello, honrar a las familias que vieron truncadas sus vidas y asimilar que no puede repetirse o el futuro, que ya es presente, nos sorprenderá de nuevo con el paso cambiado y volveremos a quedar fuera.


soldados de franco

Título: Soldados de Franco. Reclutamiento forzoso, experiencia de guerra y desmovilización militar.
Editorial: Siglo XXI España
Lugar: Madrid
Páginas: 347
Premio Miguel Artola a Historia Contemporánea, 2018.

Premio Ciencias Sociales Juana de Vega, 2012.

Mención honorífica en el concurso de ensayo histórico George Watt de la ALBA-VALB, 2012.

María Andresa Casamayor de La Coma, la primera autora de un libro de ciencia en España

Sello conmemorativo por el 300 aniversario del nacimiento de María Andresa Casamayor de la Coma.

Autora: MARTA MACHO-STADLER

Fuente: Nueva Tribuna 05/07/2020

María Andresa Casamayor de La Coma nació en Zaragoza un día de San Andrés, hace 300 años, en 1720. Correos le dedica un Pliego Premium que puso a la venta el 29 de junio. Su valor postal es de 1,45 euros, es decir, el de las cartas y tarjetas postales ordinarias con destino algún lugar de Europa (incluida Groenlandia).

Correos introduce la imagen elegida en su sello homenaje a María Andresa Casamayor de La Coma de esta manera:

«El sello que recuerda el nacimiento de esta increíble mujer tan adelantada a su tiempo y con unos intereses poco habituales, muestra una imagen femenina, borrosa, una especie de espejismo como fue su autoría literaria la mayor parte del tiempo.

Una mano que traza números con una tiza blanca, completa el diseño que quiere poner en alza la labor de esta mujer de ciencia, de ella y de todas aquellas que alcanzaron grandes hitos científicos, que los están alcanzado y que por supuesto los alcanzarán.».

María Andresa, una matemática ilustrada

María Andresa nació en Zaragoza en el seno de una familia acomodada dedicada al comercio textil. Era la séptima de los nueve hijos del mercader francés Juan Joseph Casamayor y la zaragozana Juana Rosa de La Coma (también de ascendencia francesa). Probablemente recibió educación formal en casa, junto al resto de sus hermanas y hermanos.

Con solo 17 años María Andresa escribió el manual sobre aritmética Tyrocinio arithmetico, Instrucción de las quatro reglas llanas (Zaragoza: Joseph Fort, 1738). Más tarde llegaría “El para sí solo” de Casandro Mamés de la Marca y Arioa. Noticias especulativas y prácticas de los números, uso de las tablas de las Raízes y reglas generales para responder à algunas demandas que con dichas tablas se resuelven sin álgebra, un manuscrito de aritmética avanzada que nunca llegó a publicarse.

El ‘Tyrocinio’

El Tyrocinio arithmetico, Instrucción de las quatro reglas llanas es un manual práctico de aritmética que contiene numerosos ejemplos y casos reales para aprender de manera directa el empleo de las cuatro reglas básicas: suma, resta, multiplicación y división. En sus líneas se evidencia, además, un conocimiento riguroso de las unidades de longitud, peso y moneda (y sus equivalencias) tan necesarias para las transacciones comerciales de la época.

En aquel tiempo muchas comarcas tenían sus propias unidades de medida, lo que dificultaba el comercio entre localidades relativamente próximas. Por ejemplo, en Aragón, los vinos se medían por nietros (es decir, 16 cántaros) que equivalían a 159,7 litros en la provincia de Huesca y a 158,56 litros en la de Zaragoza. Un cántaro pesaba 28 libras, el cántaro de vino de Aragón equivalía a 20 cuartillos y 5 doceavos de Castilla, el cuartillo de Castilla pesaba 16 onzas, y la cántara castellana (es decir, 32 cuartillos) correspondía a un cántaro, 9 cuartillos, una onza, 11 arienzos y 9 granos de Aragón.

María Andresa comparaba en su tratado muchas de estas unidades utilizadas en Aragón, Navarra y Castilla. Esto contribuyó a una mayor fluidez en los intercambios comerciales.

Había otros textos dedicados a explicar las reglas de la aritmética, pero eran extensos, incluidos en obras más generales, complicados de leer y no siempre asequibles a cualquier persona. Sin embargo, el Tyrocinio tenía una marcada intención didáctica: se dirigía a comerciantes y población en general. Sin duda ayudó a este colectivo a revisar operaciones y evitar engaños y malentendidos.

Primera página del ‘Tyrocinio arithmetico, Instrucción de las quatro reglas llanas’. Biblioteca Nacional de España

El Tyrocinio es el primer manual científico escrito por una mujer en España del que se tiene constancia. María Andresa publicó este texto (que se conserva en la Biblioteca Nacional) bajo seudónimo de “Casandro Mamés de la Marca y Araioa”, un elaborado anagrama de su verdadero nombre que, sin duda, evitaba el menosprecio inmediato a un tratado de matemáticas escrito por una mujer.

El firmante de la obra, Casandro, se reconocía como “discípulo de la Escuela Pía” y dedicaba el Tyrocinio a la “Escuela Pía del Colegio de Santo Tomás de Zaragoza”. A pesar de esta dedicatoria, María Andresa no pudo recibir formación allí, ya que en aquella época los escolapios solo admitían alumnos varones en sus centros.

El escolapio y catedrático de matemáticas Juan Francisco de Jesús y el fraile de la Orden de Predicadores Pedro Martínez fueron los encargados de las censuras (las reseñas) necesarias para aceptar la publicación del Tyrocinio. Pedro Martínez expresaba que los textos de estas características solían ser más extensos, lo que incrementaba su precio, revelando las intenciones del autor: «Su fin, en esta Obrilla solo es facilitar esta instrucción a muchos, que no pueden lograrla de otro modo.». El dominico, matemático e intelectual, fue uno de los principales protectores y colaboradores de la joven.

En 1738 falleció el padre de María Andresa, y un año más tarde Pedro Martínez. La joven tuvo que trabajar para ganarse la vida ya que, contra las costumbres de la época, ni se casó ni ingresó en la Iglesia. Se mantuvo como maestra de niñas y de primeras letras en las aulas públicas de la ciudad. Probablemente su Tyrocinio fue una de sus cartas de presentación.

María Andresa no fue una auténtica investigadora, pero sí una persona de ciencia. Una mujer matemática valorada por sus contemporáneos.

El pasado 13 de febrero, la Biblioteca Nacional de España fue la anfitriona del preestreno de La mujer que soñaba con números, un hermoso documental sobre María Andresa Casamayor de La Coma que merece ser admirada y recordada.

Tráiler “La mujer que soñaba con números”


Este texto tiene como referencia principal el artículo Soñando con números, María Andresa Casamayor (1720-1780) de Julio Bernués y Pedro J. Miana (Suma: Revista sobre Enseñanza y Aprendizaje de las Matemáticas 91, 2019, 81-86).


Marta Macho-Stadler, Profesora de matemáticas, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.

Ayudas por malas cosechas y epidemias en 1788

Autor: EDUARDO MONTAGUT

Fuente: NUEVATRIBUNA.ES 11/05/20

Las desgracias provocadas por malas cosechas y epidemias solían generar peticiones para que la Corona, titulares de Señoríos o propietarios estableciesen moratorias sobre impuestos, censos, pago de deudas o arriendos, en tiempos del Antiguo Régimen.

En este artículo nos hacemos eco de la Real Cédula sobre el establecimiento de moratorias para los campesinos y labradores de Castilla la Vieja, para el pago de arrendamientos, remisión de los tributos y de los reintegros a los pósitos de granos que se habían prestado, por las malas cosechas del verano, y por la epidemia que se estaba sufriendo. Pero, la Real Orden iba más allá en relación con las ayudas a prestar. Estamos en octubre de 1788, en vísperas de la finalización del reinado de Carlos III, en la época del despotismo ilustrado.

Al parecer, habían llegado al rey y al Consejo de Castilla repetidos recursos de pueblos y vecinos de Castilla la Vieja solicitando moratorias para el pago de los arrendamientos de tierras, rebaja de los mismos, así como de los tributos con destino a la Real Hacienda, cuando no remisión de los mismos y, por fin, también en relación con los reintegros a los pósitos del grano que se les habían prestado. Estas peticiones pretendían conseguir que se aliviasen los daños producidos en las cosechas por tempestades de agua y piedra, acontecidas en los meses de junio y julio, además de por la epidemia de tercianas que se estaba padeciendo. Debemos recordar que las tercianas se referían a las fiebres producidas por la malaria o paludismo.

La primera función de cada Junta sería atender a los vecinos pobres que estuvieran sufriendo la epidemia, tanto en la capital o cabeza de partido como en los pueblos dependientes

Se ordenó que en las cabezas de partido de las provincias de Castilla la Vieja se formasen Juntas compuestas por el corregidor o alcalde mayor, dos miembros del Ayuntamiento y Junta de Propios, el Procurador Síndico Personero del Común, dos miembros del Cabildo eclesiástico y, por fin, dos individuos elegidos por los labradores más otros dos elegidos por los propietarios de tierras.

La primera función de cada Junta sería atender a los vecinos pobres que estuvieran sufriendo la epidemia, tanto en la capital o cabeza de partido como en los pueblos dependientes. Esta ayuda debía salir de los sobrantes de Propios. Estos bienes, como bien sabemos, eran de los Concejos y proporcionaban rentas a los mismos porque solían estar arrendados. Eran prados, montes, dehesas y también terrenos de cultivo. Si no estaban arrendados se denominaban comunes. Los propios fueron fundamentales para el sostenimiento de las haciendas locales durante el Antiguo Régimen. Si se necesitase quina (con propiedades medicinales) debía solicitarse al intendente de la provincia respectiva porque por orden real se había repartido entre estas autoridades.

Las Juntas, además, debían informarse fielmente para socorrer sobre los mismos fondos a los labradores pobres de los respectivos pueblos con algunas cantidades para comprar grano y que fuera repartido equitativa y proporcionalmente con el fin de que pudieran realizar la próxima sementera.

Ya en relación con las moratorias, las Juntas debían tratar sobre la remisión total o parcial de los arriendos de tierras en la presente cosecha en los lugares que hubieran padecido los temporales y se habían destruido las cosechas. Había que tener en cuenta lo que estaba legislado, y debía elevarse una propuesta al Consejo de Castilla, es decir, que no se establecía una remisión total para las provincias castellanas, sino en función de lo que cada Junta de partido propusiese cada lugar. El mismo procedimiento había que aplicar al asunto de los tributos, es decir, al final la decisión se tomaba en Madrid.

Por otro lado, las Juntas debían proponer y solicitar si fuera necesario que los trigos pertenecientes a las tercias reales se suministrasen a los labradores en préstamo o venta al fiado a precios equitativos. Las tercias reales eran la parte que la Iglesia había cedido a la Corona sobre los diezmos, y que terminaron por convertirse en un ingreso habitual de la Hacienda real.

También se suspendieron hasta nueva orden las ejecuciones que estuvieran en curso o se fueran a poner en marcha contra los labradores de las provincias afectadas, y que habían recurrido al rey y al Consejo, para el pago de lo que debían en relación con los arrendamientos de tierras y otras cualesquiera deudas que tuviesen. Se encargaba a las Juntas que estudiaran los plazos que debían concederse para la moratoria.


Hemos consultado como fuente: Archivo Histórico de la Nobleza, Luque, C, 423, D.26.

Los socialistas españoles y la defensa del internacionalismo en 1887

Autor: EDUARDO MONTAGUT

Fuente: NUEVATRIBUNA.ES 26/02/20

Es evidente que en la década de los ochenta del siglo XIX la AIT estaba muerta, a la espera de la fundación de la Segunda Internacional al final de dicha década. Pero los socialistas seguían creyendo en el espíritu internacionalista, aunque, como bien sabemos, con algunas diferencias claras en relación con lo que se había puesto en marcha en Londres. Pues bien, en este artículo analizamos cómo el PSOE defendía ese espíritu en 1887 en un contexto determinado.

Efectivamente, en abril de 1887 en el contexto del debate parlamentario en el Senado del proyecto de ley liberal de Asociaciones, El Socialista sacó un artículo con el título de “La Internacional existe” (nº59) en respuesta a lo que se había debatido sobre el internacionalismo en la Cámara Alta.

Para los partidos socialistas u obreros no existían las fronteras. Sus enemigos eran la clase patronal y los gobiernos que la representaban. Los hermanos o amigos de dichos partidos eran, en cambio, los trabajadores

Al parecer, tanto senadores conservadores (marqués de TrivesVida y Fabié) como fusionistas (liberales) (Aldecoa, y Letamendi) habían expresado en la Cámara Alta lo que los socialistas consideraban “sandeces y disparates”. Pero quien se había significado en esto había sido el ministro de Gobernación, a la sazón Fernando León Castillo, que habría asegurado que el socialismo ya no era internacional. El periódico obrero quería dejar clara, especialmente, la supuesta falacia de esta afirmación.

Los partidos socialistas defenderían la emancipación de la clase obrera, pero era imposible conseguirla de forma local o nacional; solamente podía ser obra de un movimiento internacional.

Para los partidos socialistas u obreros no existían las fronteras. Sus enemigos eran la clase patronal y los gobiernos que la representaban. Los hermanos o amigos de dichos partidos eran, en cambio, los trabajadores.

En la lucha emancipadora económica y política los trabajadores de los distintos países debían auxiliarse. Y en el artículo se ponían como ejemplo la reciente huelga francesa de Decazeville y las elecciones alemanas. Para los socialistas la Comuna, en lo que tuvo de victoria, lo había sido de la clase trabajadora de todos los pueblos, y en lo que tuvo de derrota, también lo había sido de todos.

Los partidos socialistas aspiraban a la conquista del poder político, que no podía ser de forma parcial, sino general. No podía alcanzarse ese poder en unos países y no en otros.

En conclusión, el espíritu internacionalista seguía vivo entre los partidos socialistas, dirigiéndose directamente en el texto al ministro León y Castillo.

El Conde de Vallellano y su implicación en el Holocausto.

2018113013050757374

Autora: Cristina Calandre Hoenigsfeld.

Fuente: nuevatribuna.es. 30/XI/2018

El Conde de Vallellano, Fernando Suarez de Tangil, Grande de España, fue nombrado Presidente de la Asamblea Suprema franquista de la Cruz Roja por Franco desde Burgos en septiembre de 1936.

Nada más ganar la guerra, los franquistas promulgaron una normativa antisemita de paso de fronteras, el 11 de mayo de 1939 desde el departamento Nacional de Políticas y Tratados, que dirigía el Conde de Casa Rojas, del Ministerio de Exteriores, siendo su ministro, el Conde de Gómez Jordana, y en donde participaba también el ministerio de Gobernación, dirigido por el antisemita Ramón Serrano Suñer.

Un día después, el 12 de mayo de 1939, el Conde de Vallellano, nombra a Juan ManuelAgrela, Conde de la Granja. Delegado de la Cruz Roja con plenos poderes para todas las acciones de repatriación de los civiles y militares residentes en los Campos de Concentración o Centros de refugiados en Francia…

1

Juan Manuel Agrela, Conde de Agrela, abriría dos oficinas de la Cruz Roja, una en Irún y otra en Hendaya, para el trámite de canje de prisioneros.

Fue además nombrado el 27 de junio de 1939, Vicecónsul honorario en Hendaya por el Cónsul Fausto Navarro, con el visto bueno del Ministro Jordana y el embajador en Paris, Lequerica .

La firma de Fausto Navarro, aparece en el visado de mi abuela Rosa, (sello de consulado de Hendaya) judía polaca, a la que se le aplico la normativa antisemita de paso de fronteras de 11 de mayo de 1939, que pudo sortear, al tener el aval franquista del Marques de Ibarra. Con ella paso mi madre, Ruth, y gracias a esto, se salvaron del Holocausto, y yo estoy aquí para contarlo, aunque a muchos les moleste.

2

En ese momento era Vicecónsul en Hendaya el conde de la Granja, a la vez compaginaba su puesto con el de delegado de la Cruz Roja, bajo la autoridad de su Presidente y su amigo, el Conde de Vallellano.

4

Este, fue cesado en enero de 1941, mientras que el Conde de la Granja, paso a ser jefe de Gabinete de información Internacional de la oficina central de la Cruz Roja, a partir de noviembre de 1941.

3

La vida siguió para ellos, llenos de premios, medallas y reconocimientos, para eso habían ganado la guerra.

Pero ¿cuantos judíos, no pudieron pasar la frontera por esa normativa antisemita que estuvo vigente hasta al menos 1942, y acabaron exterminados? Nadie se ha molestado en estudiarlo.

La normativa, sigue sin estar anulada al día de hoy, a pesar de mis protestas, ya que en los demás países europeos, hace años fueron anuladas las leyes antisemitas.

!Eso sí es una infamia!

La asistencia social de la Iglesia entre el Antiguo Régimen y el Estado liberal.

Caricatura sobre el papel de la Iglesia en el carlismo. Revista La Flaca de 1869.

Autor: Eduardo Montagut.

Fuente: nuevatribuna.es 9/10/2018

La Iglesia española, con un evidente protagonismo del clero regular, monopolizó la acción social durante el Antiguo Régimen, que vendría a ser la larga época dorada del concepto intervencionista de la caridad. El despotismo ilustrado en el siglo XVIII, desde un marcado utilitarismo, comenzó a cuestionar el monopolio eclesiástico y planteó la necesidad de la intervención, pero del Estado, aunque sería la Revolución Liberal quien plantease claramente una alternativa al peso indiscutible de la Iglesia, y por dos razones: una sería de orden económico, y la otra tendría que ver con la voluntad política.

El largo proceso desamortizador eclesiástico español iniciado con Godoy, seguido por los afrancesados y los liberales de Cádiz y del Trienio, para llegar a su máxima expresión con las desamortizaciones de Mendizábal y, en menor grado, de Madoz, ya que su desamortización sería eminentemente civil, produjo un verdadero desastre económico para la Iglesia, ya que perdió gran parte de su patrimonio, con la consiguiente repercusión en los centros e instituciones benéficas que mantenía, además de la merma en recursos humanos derivada de las exclaustraciones.

En otro sentido, el nuevo orden liberal, fundado en las Cortes de Cádiz, consideraba que el Estado debía desempeñar la función asistencial dentro de su nueva estructura administrativa para paliar los problemas derivados de la vida de los ciudadanos, aunque nunca como desde la defensa de la redistribución de la renta, aspecto propio de los muy posteriores estados del bienestar, algo inconcebible desde el liberalismo económico. En este sentido, es importante destacar el Decreto de las Cortes de 21 de diciembre de 1821 en el que se trazaba un organigrama administrativo a través de las Juntas de Beneficencia municipales y provinciales.

Pero si la causa económica es muy clara para entender el bache profundo que sufrió la Iglesia en relación con el papel que había adquirido desde el pasado más remoto, la de tipo político es más problemática. Y lo es porque el Estado español, primero por los vaivenes derivados del complejo proceso de la Revolución liberal, y luego y en paralelo, por sus seculares carencias financieras, no pudo asumir esta nueva misión asistencial debidamente ni tan siquiera con la relativa estabilidad del régimen isabelino.

Y esta es la razón por la que el Estado liberal español terminó por devolver parte del protagonismo de la atención a la Iglesia, especialmente en la época de la Restauración borbónica, coincidiendo con un resurgir del poder eclesiástico en general y, muy especialmente, en la educación. Ese nuevo protagonismo no sólo se produjo en instituciones vinculadas directamente con la Iglesia, sino, también suministrando personal sanitario y de asistencia en instituciones públicas. Este último asunto tiene su importancia porque con el tiempo se generaría un evidente conflicto porque, especialmente, las clases medias tenían en el ejercicio de la sanidad un interés profesional evidente, tanto para las profesiones que en aquella época se destinaban a hombres, como para las subalternas asignadas a las mujeres, y que ocupaban, en gran medida, especialmente las segundas, con las monjas y hermanas de la caridad. No cabe duda que esa competencia nutriría una parte creciente del anticlericalismo de algunos sectores sociales españoles. Ese control eclesiástico también era cuestionado por el movimiento obrero, especialmente por el socialista que criticaba la presencia eclesiástica en los hospitales. Este conflicto se agudizaría en el siglo XX cuando fueron, además, apareciendo nuevos factores que terminarían por apartar a la Iglesia de esta tarea, mientras conservaba un enorme poder en la otra función cara a la sociedad, la educación, y que mantiene hoy en día.

El soborno que evitó que Hitler le arrebatara Gibraltar a los británicos y controlara el Mediterráneo.

GETTY IMAGES Image caption. Una imagen del encuentro entre Hitler (izq.) y Franco (der.) en Hendaya, Francia, el 23 de octubre de 1940.

Autora: Jules Stewar

Fuente: Revista BBC History.  7/10/2018.

Adolf Hitler estaba particularmente malhumorado la tarde del 23 de octubre de 1940.

Caminando furioso por la plataforma ferroviaria en la ciudad francesa de Hendaya, cerca de la frontera con España, sostenía sus brazos rígidamente a sus lados, de la misma forma que había enervado a Neville Chamberlain dos años antes durante la Conferencia de Munich.

El tren del generalísimo Francisco Franco estaba retrasado, lo que confirmaba las sospechas de la delegación alemana de que los españoles eran un grupo de inservibles.

Cuando el pequeño y regordete general de voz chillona finalmente descendió de su vagón, la sonrisa en el rostro de Hitler ocultó su premonición de que se dirigía a un encuentro exasperante.

Y lo fue. «Preferiría que me extrajeran cuatro dientes antes que tratar con ese hombre de nuevo», le habría confiado Hitler a Benito Mussolini unos días más tarde.

Durante siete horas Hitler luchó en vano para persuadir a Franco de que su nación no beligerante debía entrar en la guerra. El astuto líder español se mostró reacio, sabiendo que tenía poco que perder haciendo demandas que el líder nazi seguramente descartaría como inaceptables.

Franco aseguró al Führer y a su secretario de Relaciones Exteriores, Joachim von Ribbentrop —quien estaba presente junto con su homólogo español, Ramón Serrano Súñer— que se uniría a los poderes del Eje en una fecha futura no especificada.

Lo que pidió a cambio fue nada menos que las colonias del norte de África y el Camerún francés, además del suministro alemán de armamentos y alimentos para su pueblo, que sufría horribles estragos después de tres años de guerra civil.

El encuentro de Hitler y Franco en Hendaya, Francia.
Derechos de autor de la imagen GETTY IMAGES Image caption. «Preferiría que me extrajeran cuatro dientes antes que tratar con ese hombre de nuevo», dijo Hitler, tras su encuentro con Franco en Hendaya.

Dejó para el final la guinda del pastel: solicitó la transferencia de Gibraltar a la soberanía española una vez que Gran Bretaña fuera derrotada.

Un pasado complicado

La palabra más precisa sería «devolución». Gibraltar había sido arrebatada a los musulmanes en 1462 por el noble castellano Juan Alonso de Guzmán y permaneció bajo dominio español por más de 250 años, hasta la Guerra de Sucesión española.

En 1704, una fuerza naval angloholandesa capturó la península de poco más de tres kilómetros cuadrados que controla la entrada al Mediterráneo, bajo el mando de Sir George Rooke, quien la bombardeó en nombre de la Reina Ana de Gran Bretaña.

Bajo el Tratado de Utrecht, firmado en 1713, Gibraltar fue cedido «a perpetuidad» a Gran Bretaña, y ahora goza del estado de territorio extranjero del Reino Unido, para la eterna molestia del gobierno español.

Después de su enfrentamiento con Franco, la siguiente parada de Hitler fue otra reunión en un vagón de ferrocarril en Francia, donde debía sellar un acuerdo de colaboración con el títere de Vichy, el presidente de Francia, mariscal Philippe Pétain.

El Führer bien podría haberse imaginado cómo reaccionaría el héroe de 84 años de la Primera Guerra Mundial a la noticia de que las posesiones africanas de su país serían entregadas a Franco.

Hitler había dejado en claro en una directiva emitida después de la caída de Francia que «la tarea más apremiante de los franceses es la protección defensiva y ofensiva de sus posesiones africanas contra Inglaterra y el movimiento de De Gaulle».

Esto aseguraría la participación de Francia en la guerra contra Gran Bretaña, el único país europeo que todavía resistía contra la máquina de guerra nazi, para furia de los alemanes.

Fuerzas británicas en Gibraltar, en 1939.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionFuerzas británicas en Gibraltar, en 1939. El peñón fue cedido «a perpetuidad» a Gran Bretaña en 1713.

Pero Hitler necesitaba a Franco. Si Gran Bretaña no podía ser aplastada por un bombardeo aéreo —una realidad que el Führer tuvo que digerir a mediados de septiembre de 1940, cuando quedó claro que la Luftwaffe no había logrado obtener una superioridad aérea en la Batalla de Gran Bretaña— entonces el enemigo debía ser estrangulado para someterse.

Eso significaba cerrar el estrecho de Gibraltar.

El profesor Hugh Trevor-Roper explicó las consecuencias que hubiera generado una invasión alemana de Gibraltar: «El Eje habría obtenido el control de todo el Mediterráneo, hubiera cortado al medio al ejército británico en Medio Oriente y eliminado todo un futuro teatro de guerra. ¿Qué esperanza de victoria podría haber tenido incluso Churchill?».

Puerta de entrada crucial

Hitler no tenía dudas de que Gibraltar era la clave de la derrota definitiva de Gran Bretaña. En una carta posterior a Franco, el líder nazi reprendió a su homólogo español por negarse a aliarse con Alemania y a permitir que la Wehrmacht marche a través de España para asaltar Gibraltar.

«El ataque a Gibraltar y el cierre del Estrecho», lamentó Hitler, «hubieran cambiado la situación del Mediterráneo de un solo golpe. Si hubiéramos podido cruzar la frontera española (…) Gibraltar estaría hoy en nuestras manos», escribió.

El Führer estaba convencido de que privar a Gran Bretaña del acceso al Mediterráneo «hubiera ayudado a definir la historia mundial«.

No se puede acusar a Hitler de no haber hecho su mejor intento. La Operación Félix, el nombre en clave de la ofensiva alemana contra Gibraltar, sufrió una sola desventaja importante: la falta de aquiescencia española.

Los líderes nazis habían previsto el paso libre de las tropas alemanas a través de España bajo una supuesta protesta diplomática formal, proporcionando así un camuflaje para refutar los cargos británicos de que Franco violaba su compromiso de ser neutral.

Es exagerado imaginar que Franco podía haber convencido a Gran Bretaña de que España había sido invadida en contra de su voluntad. La inteligencia británica estaba al tanto del plan de Hitler para involucrar a España en su ataque a Gibraltar.

Francisco Franco y Adolfo Hitler
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionGran Bretaña sabía que Hitler quería que Franco rompiera su neutralidad y le permitiera a los alemanes atravesar su territorio para invadir Gibraltar.

Un memorándum ejecutivo de operaciones especiales de alto secreto menciona la intención de Alemania de utilizar barcos y ferrocarriles españoles para transportar suministros disfrazados como importaciones ordinarias, y el uso de aeródromos españoles por parte de combatientes y bombarderos de la Luftwaffe.

Cuando Hitler regresó a Berlín en noviembre de 1940 emitió una directiva que establecía los detalles de la Operación Félix, comenzando con las misiones de reconocimiento de los agentes alemanes para explorar las defensas y el campo de aviación de Gibraltar.

Unidades especiales del Departamento de Inteligencia Exterior de Alemania «en cooperación disfrazada con los españoles» protegerían el área de los intentos británicos de descubrir los preparativos para el ataque, que comenzaría 39 días después de que las tropas alemanas entraran a España.

La estrategia de batalla de Hitler fue reunir a una fuerza de ataque compuesta por dos cuerpos del ejército, una división de las SS y un cuerpo de aire.

El cuerpo 39, protegido por la SS, debía estar preparado para invadir Portugal en caso de una amenaza aliada desde esa dirección. La Luftwaffe ocuparía seis aeródromos dentro y alrededor de la costa atlántica para lanzar un bombardeo aéreo contra la Royal Navy.

El alto mando nazi trazó la Operación Félix con una precisión minuciosa: cuatro cañones para proteger el flanco oriental, otros cuatro al sur, un asalto de tres columnas en la ciudad y el envío de 13.000 toneladas de municiones, 7.500 toneladas de combustible y 136 toneladas de alimentos por día para alimentar a las tropas.

La inteligencia británica no se hizo ilusiones sobre el resultado de una exitosa Operación Félix, y señaló: «La fuerza de artillería alemana habría sido abrumadora y la mayoría de nuestros equipos pesados y baterías antiaéreas habrían sido eliminados».

Pero el hecho es que la Operación Félix nunca sucedió. Y la razón subyacente fue Franco, quien nunca aceptó la inevitabilidad de una victoria del Eje.

Gibraltar durante la Segunda Guerra Mundial
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionLos nazis tenían todo calculado para tomar Gibraltar, solo les faltó la complicidad española.

Sin embargo, el gobierno británico seguía muy preocupado por la amenaza alemana a Gibraltar. Winston Churchill reconoció que sus dos mayores preocupaciones en esa etapa de la guerra eran la pérdida de Gibraltar y los ataques de submarinos a los convoyes del Atlántico.

Churchill temía que los nazis pudieran perder la paciencia con Franco y enviar un ejército a través de los Pirineos en cualquier momento después de abril de 1941, con Franco impotente para resistir un ataque de la Wehrmacht.

Su razonamiento era que debido a que Gibraltar no estaba equipado para resistir un asedio alemán, la solución era evitar que sucediera.

Siguiendo la sugerencia del agregado naval de la embajada británica en Madrid, el colorido aventurero Alan Hillgarth, Churchill lanzó una de las tácticas políticas más audaces de la guerra: la distribución de US$13 millones en sobornos a las principales figuras militares españolas.

Así podía asegurarse de que Franco mantuviese su compromiso con la neutralidad, de ser necesario lanzando un golpe de estado.

El dinero ya había comenzado a fluir en el verano de 1940, antes de la reunión frustrante entre Hitler y Franco.

Disfrazando los sobornos

La fuente de este dinero debía mantenerse en secreto a toda costa. Ningún general español se arriesgaría a aceptar sobornos de Gran Bretaña, la Pérfida Albión.

El intermediario fue Juan March, un banquero de impecables credenciales franquistas. En ese momento era el sexto hombre más rico del mundo y el principal financiero de Franco durante la Guerra Civil.

Habiendo operado como agente doble en la Primera Guerra Mundial, March estaba altamente capacitado en actividades secretas. También era partidario de la monarquía española y de su ilustrado heredero, Don Juan de Borbón, quien era un experto en whisky escocés y un exoficial de la Royal Navy británica.

Una foto de Juan March en 1933.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionEl plan de sobornos de los británicos se realizó con la intermediación del multimillonario baquero español Juan March.

A pesar de sus inclinaciones de derecha, March se opuso a la entrada de los españoles en la guerra. Sabía muy bien que Hitler tenía poca simpatía por la causa monárquica y mucho menos por Don Juan y su mente abierta.

March actuó como el conducto para la transferencia de US$10 millones a la Swiss Bank Corporation en Nueva York, que luego se completaría con otros US$3 millones.

Unos US$2 millones de este dinero terminaron en el bolsillo del hermano mayor de Franco, Nicolás, quien utilizó su ganancia inesperada para construir un imperio comercial considerable después de la guerra.

Valentín Galarza fue otro beneficiario de alto rango de la generosidad británica. Su nombramiento como ministro del Interior había sido un duro golpe para el cuñado de Franco, el suave y bigotudo Ramón Serrano Súñer, un rabioso hitleriano con apariencia de estrella de cine.

Como ministro de Asuntos Exteriores, había ejercido de facto el control sobre la policía, un rol ahora usurpado por Galarza, con quien se podía contar para frustrar la beligerancia pro nazi de Serrano Súñer.

En total, ocho funcionarios de alto rango y una serie de funcionarios de rangos inferiores bien ubicados se incorporaron a la operación.

El Ministerio de Asuntos Exteriores británico ha desclasificado la correspondencia secreta relacionado con los sobornos, pero los telegramas en archivos españoles parecen haber desaparecido.

Sin embargo, los sobornos cumplieron su propósito. Sus destinatarios neutralizaron a los de línea dura en la comitiva franquista.

A mediados de 1941 Hitler había vuelto su máquina de guerra hacia el este y Churchill pudo respirar mejor.

Un soldado británico en Gibraltar, en 1940
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionLos británicos sabían que si los nazis tomaban Gibraltar, ganar la guerra hubiera sido casi imposible.

Si se hubiera perdido Gibraltar, Gran Bretaña habría intentado capturar las Islas Canarias para asegurar una base naval. Después de que Alemania invadió Rusia, Churchill pudo archivar ese plan.

Hitler nunca perdonó a Franco por negarse a permitir que la Wehrmacht accediera a Gibraltar desde territorio español. Según escribió, Franco y su régimen fueron «más allá de la palidez [sic] de la ley (…) con la bendición del sacerdocio, a expensas del resto».

Unas semanas antes de su muerte, Hitler dictó su testimonio político a su secretario privado, Martin Bormann. Reflexionando sobre sus aspiraciones para Gibraltar, afirmó que: «Lo más fácil hubiera sido ocupar Gibraltar con nuestros comandos y con la complicidad de Franco, pero sin ninguna declaración de guerra de su parte».

Esto «hubiera cambiado la situación en el Mediterráneo en un solo golpe».

Ni el Führer ni Franco estuvieron al tanto de las fuerzas que habían estado trabajando en secreto para evitar ese resultado.

El Antiguo Régimen: ocaso y consecuencias.

Autor: José Alberto Cepas Palanca

Fuente: Alerta Digital, 30/10/2015

Ambiente: Los finales del siglo XVIII y los inicios del XIX marcan el ocaso del Antiguo Régimen (1808-1814). El año 1808 es la fecha comúnmente aceptada en la historia peninsular para marcar el nacimiento de la Edad Contemporánea. El Antiguo Régimen se basó en una demografía antigua, una natalidad y mortalidades elevadas, ristra de malas cosechas, innumerables guerras y abundantes epidemias. Una sociedad estamental heredada de la Edad Media, organizada en grupos conforme a unas atribuciones de funciones que aseguraba –a algunos – el disfrute de privilegios. La nobleza y el clero eran los privilegiados, lo que implicaba que el resto – tercer estado o estado llano – no tenían acceso a dichas prerrogativas; ricos comerciantes o agricultores, mendigos y vagabundos. Todo esto coronado por el rey que ocupaba el lugar principal y desde el cual se controlaba todo. Monarquía absoluta, o basada en la idiosincrasia inglesa, la moderada, en la creencia que era el sistema político perfecto para la sociedad de la época y el sistema político indiscutible. La economía descansaba en la agricultura, con unos sistemas de explotación – propiedad de la tierra y derechos adquiridos – que limitaban gravemente su desarrollo y abocaban a crisis de subsistencias y generación de hambrunas, de graves consecuencias. La industria, muy limitada, y el comercio, escaso, debido a la poca integración de los mercados nacionales, acompañados por los problemas de todo tipo en el desarrollo de los mercados coloniales.

La España de la fase final del Antiguo Régimen tenía entre diez y doce millones de habitantes. Madrid unos 200.000. El peso de la agricultura era cinco veces superior a la industria, y la principal producción eran las tejas y baldosas. Sólo se dedicaban a la industria, principalmente artesanal, unos 280.000 individuos, a excepción de la textil.

El número de funcionarios era aproximadamente unos 30.000 y el de comerciantes, más o menos idéntica cifra. La posesión de la tierra constituía el fundamento económico de la sociedad. Aproximadamente dos tercios de la propiedad estaba amortizada siendo más de la mitad en régimen de señorío. La crítica a los privilegios del clero era sobre todo a las órdenes religiosas. La Iglesia (el clero contaba con unas 150.000 personas) poseía la mitad de la tierra en Galicia, muy poca en Granada o en el País Vasco. Había 40 órdenes religiosas con más de 2.000 conventos. La nobleza contaba con unas 480.000 personas. El régimen señorial suponía el 95% de la Guadalajara actual. La explotación se hacía prácticamente sin ánimo de lucro. El señor tenía unos privilegios y era objeto de unas prestaciones que de hecho le convertían en dueño de la industria y el comercio en su señorío. No existía un único sistema de pesos, medidas y monedas y el sistema fiscal era complicado y muy injusto. El poder del rey revestía un carácter sagrado, semejante a la familia. La función de las Cortes sólo eran el reconocimiento del heredero y los actos de jura al mismo.

Melchor Gaspar de Jovellanos
Melchor Gaspar de Jovellanos

Había desaparecido el Consejo de Aragón, y el Consejo de Estado era el organismo central de la administración, que tenía competencias de rango administrativo, ejecutivo, judicial y legislativo, siendo los secretarios el medio directo de gobierno por parte del rey. La administración territorial (Capitanías generales, Audiencias, intendencias, etc.) era caótica. La administración local estaba en manos de los señores o de los Corregidores, según se tratara de un señorío o no. Existía una gran crisis económica potencial provocada por las limitaciones que la situación jurídica de la tierra imponía a la producción, añadida por las malas cosechas y la consecuente crisis de subsistencia. La legislación era muy abundante y complicadísima. La Inquisición apenas era temida y se dedicaba de manera casi exclusiva a perseguir beatas inventoras de milagros.

No obstante, en toda Europa, en el siglo XVIII, especialmente en los últimos decenios, se notaron algunos vientos de cambio, en algunas áreas. En España disminuyó la mortalidad, se incrementó la nupcialidad y, por tanto, la natalidad. El cambio más importante se observó en el ámbito de las ideas, los análisis y las críticas. Pocos eran los intelectuales del siglo XVIII especialmente en España que creían, vislumbraban o intuían los cambios que se podían producir, siendo algunos de los más prominentes Gaspar Melchor de Jovellanos (1744 -1811), Mariano Luis de Urquijo [(1769 – 1817), condenado por la Inquisición por traducir una tragedia de Voltaire] y José Blanco White (1775 – 1841); el resto de esa élite seguía anclados en el Antiguo Régimen, siendo un ejemplo claro el conde Floridablanca [José Moñino y Redondo, (1728-1808)].

Desencadenantes

Carlos IV
Carlos IV

Se nombró secretario de Estado al conde de Aranda, Pedro Pablo Abarca de Bolea (1718-1798), sustituyendo al anciano conde de Floridablanca en 1792, que fue totalmente marginado, aunque al final fue rehabilitado. Ese año Francia proclamó la Republica. Los folletos y todo tipo de propaganda anti borbónica empezaron a entrar clandestinamente en España, a pesar del endurecimiento de Aranda, que dificultaba su política, pasando a primera línea de urgencia la de salvar la vida del primo del rey Carlos IV, el rey francés Luis XVI. Con las noticias revolucionarias precedentes de Francia se produjo una drástica limitación de las posibilidades de tolerancia en el marco del régimen de despotismo ilustrado. Desapareció una parte de la prensa y, al resto, se les prohibió cualquier alusión directa al gobierno y a sus magistrados.

Desde agosto de 1798 se prohibieron las escarapelas con los colores nacionales franceses y el uso de chalecos con la palabra liberté así como la entrada de folletos y dibujos que pudieran pervertir o inquietar cabezas mal compaginadas. De todos modos, el impacto en las élites de las noticias provenientes de Francia fue muy grande, con independencia de la posición de cada uno. Si a eso se une el desprestigio de la Corona, se apreciará hasta qué punto era congruente la situación con el desenlace que se produjo. El cambio histórico se produjo desde las esferas más altas, al quedar inservibles todas las instituciones del Antiguo Régimen cuando tuvo lugar la invasión francesa, pero el cambio efectivo lo hicieron las esferas bajas.

Carlos IV, nombró a Godoy secretario de Estado, fulminando a Aranda. Godoy, acusado posteriormente de despotismo ministerial, era un joven inexperto, cuyo mérito conocido popularmente, era ser “el querido o el cortejo” de la reina, que aunque aceptada esa institución por la sociedad de la época, nunca había llevado consigo un ascenso social y político tan descomunal y tan rápido. En el fondo, no se aceptaba por la gente sencilla, que un joven advenedizo aunque de origen hidalgo – fue un simple Guardia de Corps – ascendiera al poder por medios muy poco lícitos extendiéndose, cual mancha de aceite por todo el reino.

Manuel Godoy

Manuel Godoy
Manuel Godoy

El pacense Manuel Godoy y Álvarez de Faria (1767-1851), ocho años después de su ingreso en la “Guardia de Corps” (*), el 15 de noviembre de 1792, fue elevado al cargo de primer secretario de Estado o del Despacho, es decir, Primer Ministro o “ministro universal”, por Carlos IV, quien desde que subió al trono no había cesado de llenarle de honores: cadete, ayudante general de la “Guardia de Corps”, Brigadier, Mariscal de campo y sargento mayor de la Guardia, duque de Alcudia, Grande de España de primera clase, regidor perpetuo de la ciudad de Santiago de Compostela, Caballero del Toisón de Oro, Gran Cruz de la Orden de Carlos III, Comendador de Valencia del Ventoso, Consejero de Estado, secretario de la reina, Superintendente general de Correos y Caminos, Gentilhombre de cámara con ejercicio, Capitán general de los Reales Ejércitos, inspector y sargento mayor del Real Cuerpo de la Guardia de Corps. A todos estos honores los reyes le añadirán el de “Príncipe de la Paz” por la firma del segundo Tratado de Basilea, en 1795. Más tarde, Godoy fue nombrado señor de Soto de Roma y del Estado de Albalá; Regidor perpetuo de la villa de Madrid y de las ciudades de Cádiz, Málaga, Écija y Reus, conllevando este último cargo el título de barón de Mascalbó, Caballero Gran Cruz de la Orden de Cristo y de la Religión de San Juan, protector de la Real Academia de Nobles Artes y de los Reales Institutos de Historia Natural, Jardín Botánico, Laboratorio Químico y Observatorio.

En 1801 fue nombrado Generalísimo, título nunca otorgado antes en España. Finalmente, en 1807, cerca ya de su caída, Carlos IV le concedió el título de Gran Almirante, con tratamiento de Alteza Serenísima y presidente del Consejo de Estado. Nada más y nada menos.

Era un progresista tibio, amigo de la Ilustración, que se atrajo el odio de curas y frailes que al final contribuyeron a su caída; atacó el emparedamiento, la costumbre de enterrar a los muertos en el interior de las ciudades – influenciado personalmente por José I – , las órdenes mendicantes y las corridas de toros. Se creía que era amante de la reina, María Luisa, y el mejor amigo del complaciente Carlos IV. Su correspondencia con la reina, que acaso permita negar la existencia de una relación carnal, revela la pobreza de su espíritu cortesano y tema constante; la salud de la pareja real. Su vinculación a la reina, parece haber sido de naturaleza más hipocondriaca que sexual. Su pecado no era la perversidad, sino la vulgaridad, la ostentación y la inexperiencia política de un recién llegado. Godoy era un apuesto oficial de la Guardia de Corps, que tenía 25 años cuando le fue otorgado un poder absoluto, superior al que pudo ostentar cualquier gobernante de España, posterior a él, hasta llegar al General Franco.

El apoyo del valido a la alianza francesa estuvo condicionado por su deseo de emplearlo contra sus enemigos en la corte, o por su esperanza de una retirada segura ante esos enemigos a un principado de Portugal que – según él – Francia tendría que concederle. Napoleón le despreció y explotó porque adivinó sus deseos y no podía tomar en serio su defensa de la independencia española. Hacia 1808 la impopularidad de Godoy se había extendido de los círculos intelectuales para abarcar todas las clases sociales, y la revolución profetizada en 1798 se volvía contra la Corte que apoyaba su poder; una Monarquía capaz de deshonrarse a sí misma, a su política exterior, de someter a España a la inflación, a la carestía y a la pérdida del Imperio colonial americano, debía ser limitada por una Constitución. El vago reformismo de la época iba emparejado con un constitucionalismo aristocrático que reafirmaba los privilegios de los grandes ricos hombres de Castilla, quienes podían tolerar ser gobernados por burócratas de carrera, pero la fulgurante carrera del valido era un privilegio aristocrático que no debía ser ejercido por el “choricero” Godoy. Mientras que el hijo del rey, Fernando, con su partido fernandino desacreditaba a la Corte de su padre, a Carlos IV, y a Godoy, porque creía que éste le estaba excluyendo del trono a través de una regencia. No iba mal encaminado.

Desarrollo

Napoleon Bonaparte
Napoleon Bonaparte

Godoy sabía que el príncipe de Asturias estaba intrigando contra él, junto con el embajador francés. El deseo de mantenerse en el poder o el temor de que llegaron al rey las acusaciones hacia su persona, hicieron que Godoy intentara separar a Carlos IV de su hijo: el príncipe de Asturias. Para lograr la desunión familiar, el valido apartó totalmente de las tareas del gobierno a Fernando, a pesar que Carlos III hizo entrar a su hijo en el Consejo durante el ministerio de Grimaldi, manteniéndole en una constante minoría de edad y conservando así el manejo exclusivo de los negocios del reino. Según palabras del propio Fernando, Godoy decía de él que era un joven sin talento, sin instrucción, sin aplicación, en fin, un incapaz, una bestia, que tales fueron las expresiones con que llegaron a honrarme en sus conversaciones él y su gavilla. El príncipe aglutinó en torno a sí a todos los que aborrecían a Godoy, formando el partido fernandino que fue creciendo en la medida que aumentaba el poderío de Godoy. La opinión pública del momento consideraba a Carlos IV, bueno, débil y necio; a la reina, María Luisa de Parma, una mala mujer; a Godoy un monstruo, y al príncipe de Asturias, la esperanza personificada.

La ambición de Godoy le llevó a intentar desheredar a Fernando y a conseguir un trono propio e independiente. Comenzó a expandir la idea que Fernando era incapaz de gobernar y, como sus hermanos eran menores de edad, sería necesario nombrar un regente en caso de fallecimiento del rey Carlos IV. Los fernandinos reaccionaron preparando un decreto en blanco firmado por Fernando, como rey de Castilla, para el caso de que acaeciera el fallecimiento del rey. Godoy se enteró de la trama y mediante un anónimo, comunicó al rey una conspiración dirigida por su hijo para destronarle y envenenar a la reina. El rey secuestró los papeles de su hijo y éste fue arrestado, como reo de alta traición. Godoy, viendo el panorama y de la reacción popular a favor del príncipe, se presentó como conciliador entre el padre y el hijo, de tal forma que el rey concedía el perdón a Fernando, aunque la causa continuó contra los cómplices. El Consejo de Castilla, sin hacer caso a Godoy, dictó sentencia absolutoria para todos, pero fueron desterrados gubernamentalmente de Madrid y los sitios reales. Se llamó el proceso de El Escorial. Fue contraproducente para el valido, pues mostró la desunión y debilidad de la familia real y el pueblo quedó indignado y dispuesto a una revolución – según expresó León y Pizarro.

Preludio de la intervención francesa

Tratado de Fontainebleau
Tratado de Fontainebleau

La debilidad de Godoy y la impotencia del príncipe de Asturias hicieron que ambos buscaran una ayuda que les apoyara en sus posiciones, ya de por sí precarias. La ayuda les llegó de la mano de Napoleón Bonaparte, el hombre más grande del siglo, un auténtico delirio en la mentalidad de la época. El emperador francés representaba la gran síntesis revolucionaria. Napoleón se convirtió en el árbitro de los destinos de España cuando su fama y poder estaba en pleno clímax, después de las victorias de Austerlitz (1805), Jena (1806) y firmar la paz con Rusia en Tilsit (1807). El desastre de la batalla naval de Trafalgar (1805) librada por la marina inglesa contra la franco-española no le impidió seguir con sus planes de expansión militar. El trasfondo de todo era que Napoleón quería invadir las Islas Británicas para poner fin a las correrías navales inglesas; al fracasar en el empeño, empezó a pensar que España, una aliada débil pero forzosa y, sin marina importante, sólo le podía servir como paso hacia Portugal, para de esta manera, evitar en lo posible el tráfico naval inglés cerrando sus costas el tráfico comercial con Inglaterra mediante el tratado de Fontainebleau.

El prestigio de Napoleón fue el que llevó a Godoy a firmar el citado tratado. Ahí empezaron las verdaderas desgracias para España. Aunque antes de la firma del tratado, un ejército francés al mando del general Junot cruzó el Bidasoa en octubre de 1807, con el pretexto de “tomar parte” en la guerra de Portugal, país siempre aliado de Inglaterra. En 1801, Napoleón conmina a Portugal a que rompa su alianza tradicional con Inglaterra y cierre sus puertos a los barcos ingleses. En esta pretensión arrastró a la España de Godoy, mediante la firma del tratado de Madrid de 1801. Según este tratado, España se comprometía a declarar la guerra a Portugal si ésta mantenía su apoyo a los ingleses. Ante la negativa portuguesa a someterse a las pretensiones franco-españolas, se desencadena la Guerra de las Naranjas, [llamada así popularmente debido al ramo de naranjas que Godoy hizo llegar a la reina María Luisa cuando sitiaba la ciudad de Elvas (Portugal)]. Dicha conflagración duró sólo 18 días.

El total de soldados franceses acantonados en España ascendía a unos 90.000, que controlaban no sólo las comunicaciones con Portugal, sino también con Madrid, así como la frontera francesa. La presencia de estas tropas terminó por alarmar a Godoy. En marzo de 1808, temiéndose lo peor, la familia real se retiró a Aranjuez para, en caso de necesidad, seguir camino hacia el sur, hacia Sevilla y embarcarse para América, por consejo del embajador inglés en Portugal, y azuzado por el propio Godoy, que estaba más preocupado por su rivalidad con Fernando, que por la suerte de la monarquía de la que era súbdito. Cuando no se habían cumplido dos meses desde la firma del tratado, las tropas francesas ocupaban Lisboa, y más soldados franceses continuaban cruzando los Pirineos y tomando posiciones en territorio español con el pretexto de “prevenir” una posible reacción inglesa. Rápidamente ocuparon Burgos, Salamanca, Pamplona, San Sebastián, Barcelona y Figueras.

En resumen: la política interior española se había convertido en una lucha a muerte entre las dos facciones, lo que motivó a Napoleón a desconfiar de todos. Eso lo aprovechó en su propio beneficio, engañando a todo el mundo aprovechando las sucias intrigas. A comienzos de 1793, Carlos IV, intercedió por la vida su primo, condenado a muerte por la Convención francesa lo que empeoró la situación con Francia, acarreando la declaración de guerra por parte francesa en marzo de ese año. La contienda no fue en nada favorable a los intereses españoles, que unida a la difícil relación con Inglaterra, aliada antifrancesa en ese escenario, llevó a la firma de la paz con Francia en el verano de 1795. Aunque al inicio de esa guerra hubo victorias españolas, lo que atenuó el descontento popular, los reveses de 1794 dieron nuevas alas a Godoy que ya era el príncipe de la Paz, lo que exacerbó más los ánimos en su contra. Hubo conspiraciones como la de Picornell (el ilustrado mallorquín Juan Picornell (1759-1825), —cuyas preocupaciones hasta entonces se habían centrado en la renovación pedagógica y en el fomento de la educación pública), en la que los conjurados trataban de dar un golpe de Estado apoyado por las clases populares madrileñas para salvar a la Patria de la entera ruina que la amenaza. Tras el triunfo del golpe, se formaría una Junta Suprema, que actuaría como gobierno provisional en representación del pueblo, y tras la elaboración de una Constitución se habrían celebrado elecciones, sin que estuviera claro si los conjurados se decantaban por la Monarquía constitucional o por la República, aunque sí sabían que la divisa del nuevo régimen sería libertad, igualdad y abundancia; la de Alejandro Malaspina (1754- 1809), que en septiembre de 1795, envió al gobierno español sus escritos sobre su expedición marítima, pero éste juzgó poco oportuna su publicación en la situación política por entonces existente. Desencantado, Malaspina tomó parte en una conspiración para derribar a Godoy, lo que condujo a su arresto en noviembre. Tras un dudoso juicio, en 1796, fue condenado a diez años de prisión en el castillo de San Antón de La Coruña.

También el incidente protagonizado por el conde de Montijo (Eugenio de Palafox y Portocarrero (1770-1834), que parece ser que, desde 1805 a 1808, dedicó su tiempo a conspirar contra Godoy con diversos planes, uno de los cuales dio lugar al Motín de Aranjuez de 1808). Todas fueron reprimidas con dureza, lo que no impidió que los descontentos siguieran en aumento.
Tratado de Fontainebleau.

Fue firmado el 27 de octubre de 1807 en la ciudad francesa de Fontainebleau (ciudad del área metropolitana de Paris) entre los respectivos representantes plenipotenciarios de Godoy, valido del rey de España, y Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses. En él se estipulaba la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, que se había unido a Inglaterra y se permitía para ello el paso de las tropas francesas por territorio español, siendo así el antecedente de la posterior invasión francesa de la Península ibérica y de la Guerra de la Independencia Española. En 1806, tras fracasar su intento de invasión de Inglaterra, Napoleón decreta el bloqueo continental, que prohibía el comercio de productos británicos en el continente europeo. Portugal, tradicional aliada de Inglaterra, se niega a acatarlo y Napoleón decide su invasión. Para ello necesita transportar allí sus tropas terrestres. Manuel Godoy, representado por su plenipotenciario, el Consejero de Estado y Guerra, Eugenio Izquierdo, firma con Gérard Duroc, representante de Napoleón, el tratado de Fontainebleau, en el que se estipula la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, para lo que se permite el paso de tropas francesas por territorio español.

Conforme al tratado, una vez invadido Portugal, éste sería dividido en tres zonas: el Norte se reserva para el Rey de España (exactamente para el rey de Etruria – estado satélite francés – cuyo rey, Luis I de Borbón, era sobrino de la reina de España), el Sur (Alentejo y Algarve) se darán en propiedad a Godoy y el resto de Portugal queda de momento sin decidir hasta que la situación se normalice. Igualmente se habla de repartir el inmenso imperio colonial portugués, aunque no se precisa más. El emperador francés reconocería al rey de España como emperador de las Américas una vez que terminara la conquista de Portugal y las aguas volvieran a su cauce, que se calculaba en tres años.

El motín de Aranjuez

Motín de Aranjuez
Motín de Aranjuez

Es una ironía que Godoy fuera derribado y tratado deshonrosamente como un traidor en el momento en que estaba decidido a oponerse a Napoleón; tenía el plan de trasladar a los reyes a Sevilla, lejos de las zarpas francesas, pero fue la gota que colmó el vaso para que se produjera el motín de Aranjuez. Según Godoy, el motín de Aranjuez fue obra de unos cuentos plebeyos seducidos, cuadrilla de lacayos, cocheros, marmitones, que habían sido comprados. La realidad fue que, aunque se produjo abajo, se indujo arriba.
El príncipe Fernando esperaba con toda su alma que Napoleón sancionara la revolución de Aranjuez, pero el emperador no tenía ninguna intención de malgastar la oportunidad que se le presentaba, apoyando a un rey títere de cuyo carácter e intenciones, desconfiaba. El 13 de marzo de 1808 Godoy llegó a Aranjuez procedente de Madrid tomando la decisión de trasladar la Corte a Sevilla el 15, mandando que vinieran sin estrépito una gran parte de las tropas acantonadas en Madrid.

Esta decisión sirvió para que los fernandinos mostraran una oposición al viaje real que habría supuesto la pérdida de la presunta amistad y protección de Napoleón, y lograsen unificar a todas las fuerzas políticas del país. Hicieron correr la voz de que había salido la orden del viaje de los reyes, creando en Aranjuez un clima de intranquilidad y malestar que según Félix Amat (confesor del rey) fue grande e igual en tropas y paisanos. En Madrid, el conde de Montijo, reunió en torno al príncipe de Asturias a todos los nobles y lograr el visto bueno del Consejo de Castilla, máximo órgano representativo del reino. En el Consejo de Ministros del día 14, el ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero (1754-1821), marqués de Caballero, se negó a firmar cualquier decreto que supusiese la huida de la familia real y por vez primera se enfrentó a Godoy, especificando lo que era su vida al lado de la familia real y diciendo al rey que tal resolución no es otra cosa que la guerra y, por tanto, es un mal cierto, que al contrario, la de quedarse y mostrarse confiado, si puede ser un mal, es muy incierto y probable. Las palabras de Caballero desembocaron en que los demás ministros hicieran lo propio, contándole al rey lo que habían callado durante más de 15 años; el poder del valido comenzó a disiparse.

El rey confuso, y como era preceptivo, mandó que se consultase el Consejo de Castilla. Al día siguiente, el Consejo ganado previamente por Montijo, adoptó una postura clara en contra de Godoy, desaconsejando el viaje real, negándose a proclamar un bando tranquilizador en Madrid y, después de retrasar todo lo que pudo la marcha de las tropas a Aranjuez, ordenando a éstas que impidieran al precio que fuera, el viaje de la familia real a Sevilla.

En Aranjuez se intentó eliminar el descontento, pero la agitación se palpaba mediante una proclama del rey en la que desmentía la posibilidad de cualquier viaje. La proclama electrizó todos los ánimos en términos que aquella tarde salieron los reyes y el príncipe por medio de un pueblo numeroso que los llenó de aclamaciones… pero no por esto el pueblo dejó de seguir desconfiado y vigilante, porque seguían llegando tropas a Aranjuez alcanzando la cifra de 10.000 soldados, cuando la población no alcanzaba los 4.000. Además, Montijo y otros nobles habían soliviantado a los habitantes de los pueblos cercanos para que acudieran a Aranjuez en defensa del rey. El plan que debía acabar con el poderío de Godoy estaba dispuesto para cuando Carlos IV, que con toda seguridad obedecería al valido, abandonase el Real Sitio.

Trafalgar
Trafalgar

El motín de Aranjuez se desencadenó debido a varias causas; las consecuencias de la derrota de Trafalgar, que recayó fundamentalmente en las clases bajas; el descontento de la nobleza; la impaciencia del príncipe de Asturias por reinar; la acción de los agentes de Napoleón; las intrigas de la Corte en donde se iba creando un núcleo opositor – el partido fernandino – en torno al príncipe de Asturias formado por aristócratas recelosos del poder de Godoy; el escándalo de las supuestas relaciones de éste con la reina María Luisa de Parma; el temor del clero a las medidas desamortizadoras y la presencia de tropas francesas en España, en virtud del Tratado de Fontainebleau, que se había ido haciendo amenazante a medida que iban ocupando (sin ningún respaldo del tratado) diversas localidades españolas.

En la noche del jueves 17, al viernes 18 de marzo, se formaron en Aranjuez numerosos grupos de cuatro a seis hombres embozados y armados de palos que, atravesaban silenciosos las calles del pueblo, capitaneados por el conde de Montijo rondando la casa de Godoy y las inmediaciones del camino a Ocaña. La tropa fue a los distintos puntos desde donde podría emprender el viaje, mientras que el pueblo rodeaba el palacio. El príncipe de Asturias y el resto de la familia real se asomaron a un balcón para demostrar que no se habían marchado, lo que calmó bastante a la gente. Aunque el pretexto de los incidentes fue al anuncio de la retirada de la familia real y de la corte a Andalucía, la realidad era el odio a Godoy; marcharon a su casa provistos de palos, picos, teas y azadas destrozando a hachazos la puerta principal y saqueando todo el palacio a excepción de una pequeña habitación repleta de alfombras y esterillas, donde el valido se había encerrado con llave. Los reyes, enterados del saqueo del palacio de Godoy y preocupados más por la suerte del valido que por la suya propia y, para apaciguar el tumulto organizado, cedieron a las presiones de los ministros firmando Carlos IV – a las cinco de la mañana – un decreto por el cual tomaba personalmente el mando del Ejército y la Marina, exonerando a Godoy de los empleos de Generalísimo y Almirante. A las seis de la mañana lo ánimos estaban aparentemente calmados.

El 19 por la mañana, Godoy acosado por el cansancio, el hambre y la sed salió de su cubículo, pero rápidamente fue descubierto. La noticia se difundió a la velocidad del rayo, dándose rápidamente cuenta a los reyes. Nuevamente un numeroso hervidero de hombres y mujeres acudió al palacio del valido para intentar acabar con su vida. Los Guardias de Corps evitaron que el pueblo entrase en el palacio y linchara al valido. Carlos IV, al enterarse, instó a su hijo a tranquilizar al pueblo para que pudiera conducirle, sin peligro para su vida, al cuartel de la citada Guardia de Corps, prometiendo que el decreto del día anterior sería cumplido, y le alejaría lejos de la Corte. Fernando logró calmar a la gente prometiendo que a Godoy se le encausaría y que se le llevaría al cuartel protegido por un escuadrón del mismo cuerpo, pero a pesar de esta protección y según un testigo de la época llegó con un ojo casi saltado de una pedrada, un muslo herido de un navajazo y los pies destrozados por los cascos de los caballos. La aparición de un coche tirado por seis mulas ante el cuartel para trasladar a Granada al príncipe de la Paz, por orden real, evitando así la apertura inmediata de la causa contra él, desató nuevamente la furia e ira de los manifestantes que se concentraron ante el cuartel, matando a una mula, cortando los tirantes del coche y destrozándolo. Los amotinados manifestaron en el patio del cuartel que no permitirían que se sacase al odiado valido, pidiendo que se le encausara en Aranjuez o en Madrid.

Nuevamente tuvo que intervenir Fernando para calmar a la enfurecida turba. Carlos IV, visto que se le iba a privar de su valido, sin consultar a la reina, incapaz de tomar decisión alguna y muy escaso de energía, consultó con los ministros, sobre la conducta que debía tomar. Unánimemente le aconsejaron abdicar en su hijo. A las siete de la noche del 19 de marzo, el rey convocó a todos los ministros y les leyó su abdicación del reino en favor de su hijo Fernando, príncipe de Asturias. Godoy fue enviado preso al castillo de Villaviciosa. Comenzaba el reinado del infausto Fernando VII.
La noticia de la abdicación se conoció en Madrid a las once de la noche de ese mismo día, pero no cundió demasiado debido a que era muy tarde y además, sábado. El día siguiente, ya domingo, el Consejo de Castilla anunció la subida al trono de Fernando VII. El entusiasmo de la gente no tuvo límites. El retrato del nuevo rey fue llevado por todas las calles hasta ser colocado en el Ayuntamiento. Según Mesonero Romanos: no hay que decir que todos los balcones se abrieron y atestaron de gente que con vivas y aclamaciones respondían a tal algazara, agitaban los pañuelos y con las palmas de las manos, con panderos, clarines y tambores de Navidad, reproducían hasta lo infinito, aquel estallido del entusiasmo popular. El júbilo en toda España fue enorme. En provincias, conocida la noticia, se repitieron las fiestas y las algaradas con que había comenzado en Madrid el nuevo reinado. En la mayoría de ciudades y pueblos se arrastraba el busto y el retrato de Godoy por las calles, se echaron las campanas al vuelo y se acababa con un solemne Te Deum en la catedral o en la iglesia mayor. Pero lo peor estaba por venir.

Abdicaciones de Bayona

Abdicación de Bayona
Abdicación de Bayona

A pesar de todo lo sucedido, la realidad era que el ejército francés tenía desplegados en la Península más de 95.000 hombres. Napoleón aprovechó los cambios producidos en el reino de España, para seguir implementando sus posibilidades, opciones y poderío. Su idea secreta era apoderarse del débil reinado de Fernando VII, – y de España con sus colonias – como lo había hecho en otras naciones europeas. El emperador nombró al mariscal Joachim Murat, el duque de Berg, cuñado suyo (su esposa era Carolina Bonaparte), jefe de las tropas francesas en la Península, que llegó a Madrid el 23 de marzo, un día antes que el rey Fernando. El mariscal francés empezó sus maniobras diplomáticas en su propio beneficio: consiguió del ex rey Carlos un documento en que éste declaraba nulo su decreto del 19 de marzo abdicando en favor de su hijo, con lo que ambos, padre e hijo, vieron debilitadas sus posiciones y consiguiendo una nueva discusión sobre la legitimidad del titular como rey de España. El general francés Jean René Savary, llegó a Madrid, como enviado especial de Napoleón, para convencer a Fernando en que se reuniera con éste para asegurar el apoyo francés a la causa fernandina. El joven acudió a la cita, engañado, acompañado por Savary y “tropas” del general Murat, ignorando que el final del viaje acabaría en Francia. En Madrid, quedó una Junta Suprema de Gobierno, presidida por el infante Antonio Pascual (hermano menor de Carlos IV) y algunos de los ministros de Fernando, con instrucciones poco precisas (fundamentalmente tener buenas relaciones con el ejército ocupante) para cubrir el vacío de poder, que de poco valió.

A finales de abril, Napoleón tenía en su poder a casi todos los miembros de la familia real, a Godoy y al canónigo Juan Escóiquiz Morata (ambicioso e intrigante preceptor de Fernando, partidario abierto de Napoleón, que llegó incluso a convencerle para que escribiera una sumisa carta al emperador en la que solicitaba humildemente una mujer de su familia con la que casarse), empezando su presión sobre ellos, para de esta manera, dividirlos y ahondándolos aún más, de acuerdo con sus intereses. Pocos días después, Carlos IV, se reafirmó en la nulidad de su abdicación, resultado de la fuerza y de la violencia – según él – cediendo sus derechos al emperador a cambio de asilo en Francia y unas rentas, argumentando que Napoleón era el único que podía poner paz en España. Al día siguiente, el 6 de mayo, Fernando, que aún no conocía la decisión paterna, también se sometió a la voluntad napoleónica. El resultado fue que Napoleón se convirtió, en un santiamén, en dueño y señor de España. Pero en la Península, las fuerzas invasoras, comenzaron a tener las primeras escaramuzas, no con la Junta de Gobierno nombrado por el rey Fernando, sino con el pueblo llano, que ya se estaba dando cuenta de las verdaderas intenciones de los franceses.

El dos de mayo

El día uno de mayo, la tensión es ya palpable; por la mañana aparecen unos impresos titulados Carta de un oficial retirado en Toledo donde se propone el cambio de dinastía. Horas más tarde, Murat pasa revista a sus tropas en el madrileño paseo del Prado, desde la puerta de Atocha hasta la de Recoletos, y al volver a su palacio del Almirantazgo- expropiado a Godoy y situado en la madrileña plaza de la Marina, esquina a Bailén – es alcanzado por varias piedras que le lanza la gente reunida en la Puerta del Sol. Rápidamente intervienen las autoridades y el suceso no va a más.

El lunes, dos de mayo, amanece despejado, tras una noche lluviosa. A las siete de la mañana salen de las caballerizas reales dos carruajes hacia la puerta del Príncipe del palacio Real. Murat ha dispuesto la salida para Francia de la reina de Etruria (**), con sus hijos y del infante Francisco de Paula. La de éste, pretende retrasarla a la noche para ocultarla a la población y evitar posibles alteraciones. La reina de Etruria no es muy querida por el pueblo a causa de las maniobras que ha hecho ante Murat para derogar la abdicación de su padre, y la intermediación por la liberación de Godoy. El infante es el hijo pequeño de Carlos IV y junto a su tío Antonio, presidente de la Junta de Gobierno, formada tras la marcha de Fernando VII son los últimos miembros de la familia real que quedan en Madrid. A las ocho y media de la mañana la reina de Etruria sale por la puerta del Príncipe y se monta en uno de los dos carruajes, junto a sus hijos, una aya y un mayordomo. Una vez todo dispuesto, parte hacia Francia ante la mirada de un pequeño grupo de gente que se ha reunido frente al palacio Real. El otro carruaje queda junto a la puerta a la espera de que monte el resto de la servidumbre que acompañará a la reina de Etruria o el pequeño infante, tal como teme la gente, que sigue acercándose a palacio y que ya forma un número significativo de personas. Entre éstas se encuentra Blas Molina, cerrajero de profesión, que al observar detenidamente el carruaje sospecha de la salida de los infantes exclamando en voz alta: ¡Traición! ¡Traición! ¡Nos han llevado al rey y se nos quieren llevar a todas las personas reales! ¡Mueran, mueran los franceses! Un grupo de los reunidos en la puerta, con Blas a la cabeza, se introduce en palacio y suben a las plantas nobles, donde se encuentran los infantes. Ante su presencia se calman los ánimos, y con la promesa de la salida del infante Francisco a un balcón de palacio para tranquilizar al pueblo, se les convence para que se retiren.

Por el balcón a la derecha de la puerta del Príncipe, aparece el príncipe causando el delirio de la ya gran multitud que se ha congregado frente a la residencia real. Murat, desde su palacio, observa el tumulto y manda a uno de sus ayudantes a que se informe de lo que pasa. Al llegar, el francés sufre la ira del pueblo y si no es por la protección de un oficial de las Guardias Walonas (***) hubiera peligrado su vida. Un correo que lleva órdenes para el general francés Grouchy es acorralado, consiguiendo escapar en el último momento. Un soldado francés procedente del cercano cuartel de San Nicolás, es asesinado. Estos acontecimientos alarman a Murat que toca generala poniéndose en movimiento las tropas situadas en los diversos campamentos y acantonamientos franceses de Madrid, y en las afueras.

El primer acto de la rebelión y que quedó como simbolismo del nacionalismo revolucionario – el levantamiento del 2 de mayo – fue obra del bajo pueblo y alarmó al Consejo de Castilla tanto como al general Murat. Éste, presionó ostensiblemente sobre la Junta de Gobierno, para que autorizase la salida del infante Francisco de Paula (decimocuarto hijo de Carlos IV), hacia Francia, lo que llevó a aquélla a convocar una reunión para hablar sobre el tema. Fueron llamados representantes del Consejo de Castilla, de Hacienda, de la Indias y Órdenes, además de otras altas personalidades del reino. En la tensa reunión se planteó la posibilidad una guerra para defender y hacer frente a la ocupación francesa. En esa reunión se decidió crear otra Junta suplente por si Murat cumplía sus amenazas de acabar con la que había nombrado Fernando VII.

En la mañana del día siguiente de esa segunda reunión – ya era el dos de mayo – comenzó una agitación en Madrid entre los que asistieron a la salida de palacio de los últimos miembros de la familia real. El intento de evitar que abandonasen la ciudad provocó un choque entre la población madrileña y una unidad militar francesa. El levantamiento popular se generalizó al ser público el número de muertos y heridos producidos por la reacción francesa, al sofocar la revuelta. El pueblo ignoró las recomendaciones reiteradas de calma por parte de las ya desprestigiadas autoridades españoles, produciéndose asesinatos, fusilamientos en masa a causa de la durísima represión que siguió, ordenada por Murat. Se generó una sangrienta y desordenada lucha entre los madrileños y las tropas francesas. Hubo actos heroicos como los protagonizados por los capitanes Luis Daoíz y Pedro Velarde, aunque a costa de sus vidas. Francisco de Goya, plasmó esas situaciones en cuadros como “La carga de los mamelucos” y “Los fusilamientos del dos de Mayo”.

Los madrileños comenzaron así un levantamiento popular espontáneo pero largamente larvado desde la entrada en el país de las tropas francesas, improvisando soluciones a las necesidades de la lucha callejera. Se constituyeron partidas de barrio comandadas por caudillos espontáneos; se buscó el aprovisionamiento de armas, ya que en un principio las únicas de que dispusieron fueron navajas; se comprendió la necesidad de impedir la entrada en la ciudad de nuevas tropas francesas. Todo esto no fue suficiente y Murat pudo poner en práctica una táctica tan sencilla como eficaz; cuando los madrileños quisieron hacerse con las puertas que estaban cerca de la ciudad para impedir la llegada de las fuerzas francesas, acantonadas en sus afueras, el grueso de las tropas (unos 30.000 hombres) ya había penetrado, haciendo un movimiento concéntrico para dirigirse hacia el centro. No obstante, la gente siguió luchando durante toda la jornada utilizando cualquier objeto que fuera susceptible de servir de arma, como piedras, ramas de árboles, tirachinas, todo tipo de barras, cubos de agua, macetas arrojadas desde los balcones, etc. Así, los acuchillamientos, degollamientos y detenciones se sucedieron en una jornada sangrienta. Mamelucos y lanceros napoleónicos extremaron su crueldad con la población y varios cientos de madrileños, hombres y mujeres, así como soldados franceses, murieron en la refriega.

Si bien la resistencia al avance francés fue mucho más eficaz de lo que Murat había previsto, especialmente en la puerta de Toledo, la puerta del Sol y en el Parque de Artillería de Monteleón (actualmente existe un arco de entrada a dicho Parque de Artillería integrado en el monumento a Daoíz y Velarde, en la Plaza del dos de Mayo de Madrid), su operación de cerco le permitió someter a Madrid bajo la jurisdicción militar y poner bajo sus órdenes a la Junta de Gobierno. Poco a poco, los focos de resistencia popular fueron cayendo. Como un reguero de pólvora corrieron las noticias de lo que estaba aconteciendo en Madrid. La gente estaba cansada de soportar a los franceses.

El mismo día que estalló la revuelta en Madrid, en el pueblo de Móstoles, cercano a la capital, su alcalde ordinario por el Estado, Andrés Torrejón García, junto a Simón Hernández, alcalde ordinario por el Estado General, firmó el conocido como Bando de Independencia, redactado por Juan Pérez Villamil, que alertaba sobre la masacre cometida en Madrid por las tropas napoleónicas y que llamaba al auxilio de la capital por parte de otras autoridades, incitando a la nación a armarse contra los invasores franceses. Tuvo una enorme repercusión, ya que en las siguientes semanas se fueron produciendo revueltas en bastantes provincias. Aparte, las tensiones producidas en España por el centralismo borbónico y la marginación de sectores de la población en ciudades pobladas, ayudaron bastante en el desarrollo del estallido antifrancés.

La situación de los defensores del Antiguo Régimen fue indecisa. Se vieron obligados a decidir: apoyar el levantamiento, en contra de su filosofía, o bien, aceptar los planes de Napoleón.
Las abdicaciones de Bayona, por desgracia, habían abierto aún más el camino del emperador que continuaba presionando a la Junta y al Consejo de Castilla para legalizar sus decisiones. Pero el diez de mayo, éste organismo, desafortunadamente para el reino, aceptó a Murat como teniente general de la monarquía, lo que implicaba que el general francés ejercería el mando supremo en el ejército español. Mientras tanto, Napoleón continuaba con su inmisericorde labor de zapa ofreciendo a su hermano, José, el reino de España, dejando su trono italiano, que ostentaba en esos momentos. Murat recibió instrucciones concretas para preparar la llegada del nuevo rey, cosa que no le costó mucho trabajo debido al beneplácito de las instituciones españolas, a las que les quedaban pocas horas de libertad, así como a todo el pueblo español.

Conclusión

En el fondo, Napoleón y los franceses no comprendieron en absoluto el significado de este levantamiento popular. Los funcionarios franceses sabían que el patriotismo de las clases oficiales era dudoso y vacilante; pensaban que si los capitanes generales se sometían, el pueblo les seguiría. Creían que el pueblo español estaba plagado de cobardes, como los árabes – según decían ellos. En cuanto a la tropa, José I, aseguró a su hermano que seguiría al mejor postor. La nobleza, el clero y los militares se unieron al pueblo a tiempo y apaciguaron los desórdenes, que iban en aumento día tras día. A medida que los ejércitos franceses avanzaban, en la zona cada vez más reducida controlada por los anti franceses, en el que hubo diversos gobiernos españoles (Junta, Regencia, Cortes), el gobierno efectivo y el esfuerzo bélico de los años 1808-1814 estuvo en manos de las juntas que concedían pasaportes, hacían levas locales, expedían licencias a los boticarios, etc. Por encima de las juntas ciudadanas se hallaban las juntas provinciales, organismos controlados por propietarios locales, clérigos, oficiales y funcionarios que se habían unido a la causa patriótica.

El Consejo de Castilla, pese a sus repetidos llamamientos a que era la única autoridad legalmente constituida, estaba desacreditado por su sumisión a Murat por lo que las juntas provinciales trataban sus órdenes despreciativamente. En septiembre de 1808, los delegados de las juntas provinciales se reunieron en Aranjuez – ya se había librado la decisiva batalla de Bailén a favor de las tropas españolas – constituyendo la Junta Central. Pero esta Junta tenía mala fama. La formaban 35 personas presididas por Floridablanca que entre otras cosas pretendía que, al anciano presidente, se le llamara “majestad”.

Había empezado la Guerra de la Independencia y el Antiguo Régimen había pasado a mejor vida… aparentemente.

(*) La Guardia de Corps (1706-1814), estaba compuesta por gente escogida, recomendada por la nobleza y destinada a prestar servicio en la inmediación del monarca y generalmente estaba constituida por tropas de Caballería. Los soldados del cuerpo de Guardias de Corps tenían la categoría de oficiales; los cadetes eran capitanes; los exentos y ayudantes, tenientes coroneles; los tenientes eran generales y los capitanes, Grandes de España y Capitanes Generales del ejército. Al principio, el efectivo total fue bastante reducido, pero más tarde se llegaron a constituir seis compañías o brigadas: unas de italianos y otras de flamencos y españoles e incluso de americanos de noble estirpe hasta completar, al terminar el siglo XVII, unos mil hombres. Tan desproporcionado cuerpo para el propósito que debía cumplir y las exageradas prerrogativas de que disfrutaba, sin que el verdadero prestigio ganado por brillantes acciones militares o las cualidades sobresalientes de sus individuos los distinguiesen de los demás cuerpos, propició su desaparición. Posteriormente, esa función fue desempeñada por el cuerpo de Guardias Alabarderos y el escuadrón de la Escolta Real.

(**) María Luisa de Borbón o María Luisa de España (1782- 1824), era hija de Carlos IV, y por tanto hermana de Fernando VII. En el año 1801, Napoleón Bonaparte ocupa el territorio del ducado de Parma (que fue un antiguo estado italiano existente entre 1545 y 1860, a excepción de un corto periodo en el que pasó a formar parte de Francia) e inmediatamente asigna a los duques de Parma el territorio del reino de Etruria, creado sobre el antiguo Gran Ducado de Toscana. La compensación territorial se hace ya que la familia Borbón de España, de la cual era miembro la duquesa, era aliada de la causa bonapartista en aquel momento. El reino de Etruria tiene una efímera vida y en 1807 desaparece.

(***) Las Guardias Walonas (1713-1815), fue un Cuerpo de Infantería reclutado originalmente en los Países Bajos, fundamentalmente en la Valonia católica. La Guardia valona o walona era un cuerpo escogido en el ejército del rey, cuya creación se remonta a la época en la que los Países Bajos formaban parte de la Monarquía de los Habsburgo. Se reclutaban entre los hombres más aguerridos y de mayor estatura para ser empleados en misiones de especial riesgo, como encabezar un asalto o cubrir una retirada. Realizaban también labores de seguridad ciudadana. Estaba formada por flamencos o valones en número de unos 4.000 hombres. Después de la emancipación de aquellos territorios, continuó subsistiendo en España la Infantería valona que, junto con la española, la irlandesa, la italiana y la suiza, constituían los distintos regimientos de soldados profesionales en la Guardia Real y como unidades de refuerzo en tiempo de campaña a la Caballería e Infantería del ejército español.

Bailén: la batalla en la que los españoles humillaron a Napoleón.

Autor: Ángel Viñas,

Fuente: El Mundo, 19/07/2018

Tal día como hoy de hace 210 años se descubrió algo que, a esas alturas, parecía impensable: los ejércitos de Napoleón que dominaban Europa no eran invencibles. Ocurrió en una pequeña localidad española que desde entonces pasó a la historia, Bailén. Allí tuvo lugar la primera derrota en una batalla digna de tal nombre del ejército francés. Fue al poco de empezar lo que nosotros conocemos como Guerra de la Independencia, los ingleses como Peninsular War y Napoleón como la maldita guerra de España.

El chispazo fue la sublevación madrileña del Dos de Mayo. Sofocada por los franceses, dio paso, en las semanas siguientes, a una cascada de declaraciones de guerra por parte de las provincias y regiones españolas. A partir de entonces, los franceses ya no tenían que soportar sólo las miradas de odio, los encontronazos y altercados con los paisanos de aquel país montaraz y atrasado. Ahora se enfrentaban a una situación de guerra abierta, una guerra para la que, además, no estaban preparados.

En ese mes de junio es nombrado rey de España José Bonaparte, hermano del emperador, y éste le envía rápidamente a Madrid para que ocupe el trono. Antes, y tras ver cómo se ponían aquí las cosas tras el Dos de Mayo, ha mandado a uno de sus mejores generales, Pierre Dupont, a controlar Andalucía. El 7 de junio, Dupont toma Córdoba, defendida mayoritariamente por paisanos armados, cuyo empeño por expulsar a los franceses no se corresponde con su capacidad de combate. Pero, frente al espontaneísmo del paisanaje, las tropas regulares del Ejército español en Andalucía se han organizado bajo el mando del general Castaños y se disponen a atacarle.

Las tropas que manda Dupont no están, por otra parte, a la altura de la fama de la Grand Armée. Como señala Emilio de Diego, uno de los máximos especialistas en la Guerra de la Independencia, en su imprescindible España, el infierno de Napoleón (La Esfera de los Libros), «en cuanto a su preparación, tanto sus cuadros como la tropa dejaban mucho que desear», algo extensible al conjunto de los ejércitos franceses en la península, de los que sólo un 20% contaba con experiencia de la guerra, y, entre estos, la mayoría tenía una edad excesiva.

El francés afronta unos inconvenientes muy claros: un frente demasiado largo entre Andújar y las estribaciones de Sierra Morena, con las consiguientes dificultades de aprovisionamiento, la hostilidad de la población, la adversidad del terreno y del clima, y la mala información.

En cuanto al ejército mandado por el español Castaños, es más numeroso, pero tiene también sus propias dificultades, empezando por la de ser un conglomerado heterogéneo de militares y paisanos. Demos la palabra al gran Pérez Galdós: «Cuerpos reglamentados españoles, con algunos suizos y walones; regimientos de línea que eran la flor de la tropa española; regimientos provinciales que ignoraban la guerra, pero que se disponían a aprenderla; honrados paisanos que en su mayor parte eran muy duchos en el arte de la caza, y por lo general tiraban admirablemente; y por último, contrabandistas, granujas, vagabundos de la sierra, chulillos de Córdoba, holgazanes convertidos en guerreros al calor de aquel fuego patriótico que inflamaba el país… Se formó de lo que existía; entraron a componer aquel gran amasijo la flor y la escoria de la Nación; nada quedó escondido, porque aquella fermentación lo sacó todo a la superficie, y el cráter de nuestra venganza esputaba lo mismo el puro fuego, que las pestilentes lavas».

En la primera quincena de julio Dupont recibe algunos refuerzos, de modo que sus tropas superan los 20.000 hombres, pero 2.000 de ellos están dedicados a asegurar las comunicaciones con Madrid entre La Carolina y Manzanares. El resto estaban en Andújar y entre Guarromán, Bailén, Mengíbar y Linares.

José Sánchez-Arcilla, codirector, junto con el citado Emilio de Diego, de otra obra imprescindible, el Diccionario de la Guerra de la Independencia (Actas, dos tomos), se ocupa en él de la entrada correspondiente a Bailén. Ahí explica cómo el plan de ataque del ejército español se elaboró en Porcuna el 11 de julio, cómo unas informaciones erróneas y la preocupación por no perder la línea de comunicación con Madrid llevaron a los franceses a una serie de movimientos que dejaron desguarnecidos algunos puntos esenciales, además de provocarles un desgaste que les pasaría factura.

Las divisiones españolas mandadas por Reding y Coupigny se adelantaron a Dupont, ocupando unos cerros estratégicos en Bailén. Tras las escaramuzas de los días previos, a las tres de la madrugada del 18 de julio empezó la batalla con el ataque francés al campo español. Frenado éste, el ataque español se dirigió a los dos flancos del enemigo. Tras una serie de ataques y contraataques con diversas alternativas, se produjo un intenso combate artillero en el que se impuso el mayor calibre de las piezas españolas. Los dos bandos temían la llegada de refuerzos para el enemigo (Vedel, en el caso francés, y el propio Castaños para los españoles). Eso empujó a Dupont a un último esfuerzo que acabó dejándole exhausto a mediodía. Las esperadas tropas de Vedel, que habían estado moviéndose un tanto erráticamente por las localidades cercanas (La Carolina, Andújar) llegaron a Bailén cuando todo estaba decidido. «¡Ay!, ¡si Vedel hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protector en aquel día de la España oprimida y saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua, y se había principiado a negociar la capitulación», escribe Galdós.

Muchos soldados franceses acabaron deportados en la isla de Cabrera, en condiciones infrahumanas, en uno de los capítulos más negros de una guerra que abundó en ellos. Las consecuencias de Bailén no se hicieron esperar. Enseguida llegaron rumores a Madrid. José Bonaparte, que había llegado a la capital el día 20 y había sido proclamado públicamente Rey de España el día 25, tuvo la confirmación definitiva de la derrota el 28 de julio. El 1 de agosto salía de la capital junto con sus generales. Bailén supuso también que se levantara el sitio de Zaragoza. García de Cortázar ha recordado cómo la batalla inspiró a gente como Shelley, Wordsworth o Turguénev y «fue una gran esperanza para los europeos que luchaban contra Napoleón».

Luego habría más batallas, Napoleón entraría en España y José I volvería a Madrid. Pero Bailén demostró la vulnerabilidad del ejército francés a causa de lo que también se llamó la úlcera española.