El Antiguo Régimen: ocaso y consecuencias.

Autor: José Alberto Cepas Palanca

Fuente: Alerta Digital, 30/10/2015

Ambiente: Los finales del siglo XVIII y los inicios del XIX marcan el ocaso del Antiguo Régimen (1808-1814). El año 1808 es la fecha comúnmente aceptada en la historia peninsular para marcar el nacimiento de la Edad Contemporánea. El Antiguo Régimen se basó en una demografía antigua, una natalidad y mortalidades elevadas, ristra de malas cosechas, innumerables guerras y abundantes epidemias. Una sociedad estamental heredada de la Edad Media, organizada en grupos conforme a unas atribuciones de funciones que aseguraba –a algunos – el disfrute de privilegios. La nobleza y el clero eran los privilegiados, lo que implicaba que el resto – tercer estado o estado llano – no tenían acceso a dichas prerrogativas; ricos comerciantes o agricultores, mendigos y vagabundos. Todo esto coronado por el rey que ocupaba el lugar principal y desde el cual se controlaba todo. Monarquía absoluta, o basada en la idiosincrasia inglesa, la moderada, en la creencia que era el sistema político perfecto para la sociedad de la época y el sistema político indiscutible. La economía descansaba en la agricultura, con unos sistemas de explotación – propiedad de la tierra y derechos adquiridos – que limitaban gravemente su desarrollo y abocaban a crisis de subsistencias y generación de hambrunas, de graves consecuencias. La industria, muy limitada, y el comercio, escaso, debido a la poca integración de los mercados nacionales, acompañados por los problemas de todo tipo en el desarrollo de los mercados coloniales.

La España de la fase final del Antiguo Régimen tenía entre diez y doce millones de habitantes. Madrid unos 200.000. El peso de la agricultura era cinco veces superior a la industria, y la principal producción eran las tejas y baldosas. Sólo se dedicaban a la industria, principalmente artesanal, unos 280.000 individuos, a excepción de la textil.

El número de funcionarios era aproximadamente unos 30.000 y el de comerciantes, más o menos idéntica cifra. La posesión de la tierra constituía el fundamento económico de la sociedad. Aproximadamente dos tercios de la propiedad estaba amortizada siendo más de la mitad en régimen de señorío. La crítica a los privilegios del clero era sobre todo a las órdenes religiosas. La Iglesia (el clero contaba con unas 150.000 personas) poseía la mitad de la tierra en Galicia, muy poca en Granada o en el País Vasco. Había 40 órdenes religiosas con más de 2.000 conventos. La nobleza contaba con unas 480.000 personas. El régimen señorial suponía el 95% de la Guadalajara actual. La explotación se hacía prácticamente sin ánimo de lucro. El señor tenía unos privilegios y era objeto de unas prestaciones que de hecho le convertían en dueño de la industria y el comercio en su señorío. No existía un único sistema de pesos, medidas y monedas y el sistema fiscal era complicado y muy injusto. El poder del rey revestía un carácter sagrado, semejante a la familia. La función de las Cortes sólo eran el reconocimiento del heredero y los actos de jura al mismo.

Melchor Gaspar de Jovellanos
Melchor Gaspar de Jovellanos

Había desaparecido el Consejo de Aragón, y el Consejo de Estado era el organismo central de la administración, que tenía competencias de rango administrativo, ejecutivo, judicial y legislativo, siendo los secretarios el medio directo de gobierno por parte del rey. La administración territorial (Capitanías generales, Audiencias, intendencias, etc.) era caótica. La administración local estaba en manos de los señores o de los Corregidores, según se tratara de un señorío o no. Existía una gran crisis económica potencial provocada por las limitaciones que la situación jurídica de la tierra imponía a la producción, añadida por las malas cosechas y la consecuente crisis de subsistencia. La legislación era muy abundante y complicadísima. La Inquisición apenas era temida y se dedicaba de manera casi exclusiva a perseguir beatas inventoras de milagros.

No obstante, en toda Europa, en el siglo XVIII, especialmente en los últimos decenios, se notaron algunos vientos de cambio, en algunas áreas. En España disminuyó la mortalidad, se incrementó la nupcialidad y, por tanto, la natalidad. El cambio más importante se observó en el ámbito de las ideas, los análisis y las críticas. Pocos eran los intelectuales del siglo XVIII especialmente en España que creían, vislumbraban o intuían los cambios que se podían producir, siendo algunos de los más prominentes Gaspar Melchor de Jovellanos (1744 -1811), Mariano Luis de Urquijo [(1769 – 1817), condenado por la Inquisición por traducir una tragedia de Voltaire] y José Blanco White (1775 – 1841); el resto de esa élite seguía anclados en el Antiguo Régimen, siendo un ejemplo claro el conde Floridablanca [José Moñino y Redondo, (1728-1808)].

Desencadenantes

Carlos IV
Carlos IV

Se nombró secretario de Estado al conde de Aranda, Pedro Pablo Abarca de Bolea (1718-1798), sustituyendo al anciano conde de Floridablanca en 1792, que fue totalmente marginado, aunque al final fue rehabilitado. Ese año Francia proclamó la Republica. Los folletos y todo tipo de propaganda anti borbónica empezaron a entrar clandestinamente en España, a pesar del endurecimiento de Aranda, que dificultaba su política, pasando a primera línea de urgencia la de salvar la vida del primo del rey Carlos IV, el rey francés Luis XVI. Con las noticias revolucionarias precedentes de Francia se produjo una drástica limitación de las posibilidades de tolerancia en el marco del régimen de despotismo ilustrado. Desapareció una parte de la prensa y, al resto, se les prohibió cualquier alusión directa al gobierno y a sus magistrados.

Desde agosto de 1798 se prohibieron las escarapelas con los colores nacionales franceses y el uso de chalecos con la palabra liberté así como la entrada de folletos y dibujos que pudieran pervertir o inquietar cabezas mal compaginadas. De todos modos, el impacto en las élites de las noticias provenientes de Francia fue muy grande, con independencia de la posición de cada uno. Si a eso se une el desprestigio de la Corona, se apreciará hasta qué punto era congruente la situación con el desenlace que se produjo. El cambio histórico se produjo desde las esferas más altas, al quedar inservibles todas las instituciones del Antiguo Régimen cuando tuvo lugar la invasión francesa, pero el cambio efectivo lo hicieron las esferas bajas.

Carlos IV, nombró a Godoy secretario de Estado, fulminando a Aranda. Godoy, acusado posteriormente de despotismo ministerial, era un joven inexperto, cuyo mérito conocido popularmente, era ser “el querido o el cortejo” de la reina, que aunque aceptada esa institución por la sociedad de la época, nunca había llevado consigo un ascenso social y político tan descomunal y tan rápido. En el fondo, no se aceptaba por la gente sencilla, que un joven advenedizo aunque de origen hidalgo – fue un simple Guardia de Corps – ascendiera al poder por medios muy poco lícitos extendiéndose, cual mancha de aceite por todo el reino.

Manuel Godoy

Manuel Godoy
Manuel Godoy

El pacense Manuel Godoy y Álvarez de Faria (1767-1851), ocho años después de su ingreso en la “Guardia de Corps” (*), el 15 de noviembre de 1792, fue elevado al cargo de primer secretario de Estado o del Despacho, es decir, Primer Ministro o “ministro universal”, por Carlos IV, quien desde que subió al trono no había cesado de llenarle de honores: cadete, ayudante general de la “Guardia de Corps”, Brigadier, Mariscal de campo y sargento mayor de la Guardia, duque de Alcudia, Grande de España de primera clase, regidor perpetuo de la ciudad de Santiago de Compostela, Caballero del Toisón de Oro, Gran Cruz de la Orden de Carlos III, Comendador de Valencia del Ventoso, Consejero de Estado, secretario de la reina, Superintendente general de Correos y Caminos, Gentilhombre de cámara con ejercicio, Capitán general de los Reales Ejércitos, inspector y sargento mayor del Real Cuerpo de la Guardia de Corps. A todos estos honores los reyes le añadirán el de “Príncipe de la Paz” por la firma del segundo Tratado de Basilea, en 1795. Más tarde, Godoy fue nombrado señor de Soto de Roma y del Estado de Albalá; Regidor perpetuo de la villa de Madrid y de las ciudades de Cádiz, Málaga, Écija y Reus, conllevando este último cargo el título de barón de Mascalbó, Caballero Gran Cruz de la Orden de Cristo y de la Religión de San Juan, protector de la Real Academia de Nobles Artes y de los Reales Institutos de Historia Natural, Jardín Botánico, Laboratorio Químico y Observatorio.

En 1801 fue nombrado Generalísimo, título nunca otorgado antes en España. Finalmente, en 1807, cerca ya de su caída, Carlos IV le concedió el título de Gran Almirante, con tratamiento de Alteza Serenísima y presidente del Consejo de Estado. Nada más y nada menos.

Era un progresista tibio, amigo de la Ilustración, que se atrajo el odio de curas y frailes que al final contribuyeron a su caída; atacó el emparedamiento, la costumbre de enterrar a los muertos en el interior de las ciudades – influenciado personalmente por José I – , las órdenes mendicantes y las corridas de toros. Se creía que era amante de la reina, María Luisa, y el mejor amigo del complaciente Carlos IV. Su correspondencia con la reina, que acaso permita negar la existencia de una relación carnal, revela la pobreza de su espíritu cortesano y tema constante; la salud de la pareja real. Su vinculación a la reina, parece haber sido de naturaleza más hipocondriaca que sexual. Su pecado no era la perversidad, sino la vulgaridad, la ostentación y la inexperiencia política de un recién llegado. Godoy era un apuesto oficial de la Guardia de Corps, que tenía 25 años cuando le fue otorgado un poder absoluto, superior al que pudo ostentar cualquier gobernante de España, posterior a él, hasta llegar al General Franco.

El apoyo del valido a la alianza francesa estuvo condicionado por su deseo de emplearlo contra sus enemigos en la corte, o por su esperanza de una retirada segura ante esos enemigos a un principado de Portugal que – según él – Francia tendría que concederle. Napoleón le despreció y explotó porque adivinó sus deseos y no podía tomar en serio su defensa de la independencia española. Hacia 1808 la impopularidad de Godoy se había extendido de los círculos intelectuales para abarcar todas las clases sociales, y la revolución profetizada en 1798 se volvía contra la Corte que apoyaba su poder; una Monarquía capaz de deshonrarse a sí misma, a su política exterior, de someter a España a la inflación, a la carestía y a la pérdida del Imperio colonial americano, debía ser limitada por una Constitución. El vago reformismo de la época iba emparejado con un constitucionalismo aristocrático que reafirmaba los privilegios de los grandes ricos hombres de Castilla, quienes podían tolerar ser gobernados por burócratas de carrera, pero la fulgurante carrera del valido era un privilegio aristocrático que no debía ser ejercido por el “choricero” Godoy. Mientras que el hijo del rey, Fernando, con su partido fernandino desacreditaba a la Corte de su padre, a Carlos IV, y a Godoy, porque creía que éste le estaba excluyendo del trono a través de una regencia. No iba mal encaminado.

Desarrollo

Napoleon Bonaparte
Napoleon Bonaparte

Godoy sabía que el príncipe de Asturias estaba intrigando contra él, junto con el embajador francés. El deseo de mantenerse en el poder o el temor de que llegaron al rey las acusaciones hacia su persona, hicieron que Godoy intentara separar a Carlos IV de su hijo: el príncipe de Asturias. Para lograr la desunión familiar, el valido apartó totalmente de las tareas del gobierno a Fernando, a pesar que Carlos III hizo entrar a su hijo en el Consejo durante el ministerio de Grimaldi, manteniéndole en una constante minoría de edad y conservando así el manejo exclusivo de los negocios del reino. Según palabras del propio Fernando, Godoy decía de él que era un joven sin talento, sin instrucción, sin aplicación, en fin, un incapaz, una bestia, que tales fueron las expresiones con que llegaron a honrarme en sus conversaciones él y su gavilla. El príncipe aglutinó en torno a sí a todos los que aborrecían a Godoy, formando el partido fernandino que fue creciendo en la medida que aumentaba el poderío de Godoy. La opinión pública del momento consideraba a Carlos IV, bueno, débil y necio; a la reina, María Luisa de Parma, una mala mujer; a Godoy un monstruo, y al príncipe de Asturias, la esperanza personificada.

La ambición de Godoy le llevó a intentar desheredar a Fernando y a conseguir un trono propio e independiente. Comenzó a expandir la idea que Fernando era incapaz de gobernar y, como sus hermanos eran menores de edad, sería necesario nombrar un regente en caso de fallecimiento del rey Carlos IV. Los fernandinos reaccionaron preparando un decreto en blanco firmado por Fernando, como rey de Castilla, para el caso de que acaeciera el fallecimiento del rey. Godoy se enteró de la trama y mediante un anónimo, comunicó al rey una conspiración dirigida por su hijo para destronarle y envenenar a la reina. El rey secuestró los papeles de su hijo y éste fue arrestado, como reo de alta traición. Godoy, viendo el panorama y de la reacción popular a favor del príncipe, se presentó como conciliador entre el padre y el hijo, de tal forma que el rey concedía el perdón a Fernando, aunque la causa continuó contra los cómplices. El Consejo de Castilla, sin hacer caso a Godoy, dictó sentencia absolutoria para todos, pero fueron desterrados gubernamentalmente de Madrid y los sitios reales. Se llamó el proceso de El Escorial. Fue contraproducente para el valido, pues mostró la desunión y debilidad de la familia real y el pueblo quedó indignado y dispuesto a una revolución – según expresó León y Pizarro.

Preludio de la intervención francesa

Tratado de Fontainebleau
Tratado de Fontainebleau

La debilidad de Godoy y la impotencia del príncipe de Asturias hicieron que ambos buscaran una ayuda que les apoyara en sus posiciones, ya de por sí precarias. La ayuda les llegó de la mano de Napoleón Bonaparte, el hombre más grande del siglo, un auténtico delirio en la mentalidad de la época. El emperador francés representaba la gran síntesis revolucionaria. Napoleón se convirtió en el árbitro de los destinos de España cuando su fama y poder estaba en pleno clímax, después de las victorias de Austerlitz (1805), Jena (1806) y firmar la paz con Rusia en Tilsit (1807). El desastre de la batalla naval de Trafalgar (1805) librada por la marina inglesa contra la franco-española no le impidió seguir con sus planes de expansión militar. El trasfondo de todo era que Napoleón quería invadir las Islas Británicas para poner fin a las correrías navales inglesas; al fracasar en el empeño, empezó a pensar que España, una aliada débil pero forzosa y, sin marina importante, sólo le podía servir como paso hacia Portugal, para de esta manera, evitar en lo posible el tráfico naval inglés cerrando sus costas el tráfico comercial con Inglaterra mediante el tratado de Fontainebleau.

El prestigio de Napoleón fue el que llevó a Godoy a firmar el citado tratado. Ahí empezaron las verdaderas desgracias para España. Aunque antes de la firma del tratado, un ejército francés al mando del general Junot cruzó el Bidasoa en octubre de 1807, con el pretexto de “tomar parte” en la guerra de Portugal, país siempre aliado de Inglaterra. En 1801, Napoleón conmina a Portugal a que rompa su alianza tradicional con Inglaterra y cierre sus puertos a los barcos ingleses. En esta pretensión arrastró a la España de Godoy, mediante la firma del tratado de Madrid de 1801. Según este tratado, España se comprometía a declarar la guerra a Portugal si ésta mantenía su apoyo a los ingleses. Ante la negativa portuguesa a someterse a las pretensiones franco-españolas, se desencadena la Guerra de las Naranjas, [llamada así popularmente debido al ramo de naranjas que Godoy hizo llegar a la reina María Luisa cuando sitiaba la ciudad de Elvas (Portugal)]. Dicha conflagración duró sólo 18 días.

El total de soldados franceses acantonados en España ascendía a unos 90.000, que controlaban no sólo las comunicaciones con Portugal, sino también con Madrid, así como la frontera francesa. La presencia de estas tropas terminó por alarmar a Godoy. En marzo de 1808, temiéndose lo peor, la familia real se retiró a Aranjuez para, en caso de necesidad, seguir camino hacia el sur, hacia Sevilla y embarcarse para América, por consejo del embajador inglés en Portugal, y azuzado por el propio Godoy, que estaba más preocupado por su rivalidad con Fernando, que por la suerte de la monarquía de la que era súbdito. Cuando no se habían cumplido dos meses desde la firma del tratado, las tropas francesas ocupaban Lisboa, y más soldados franceses continuaban cruzando los Pirineos y tomando posiciones en territorio español con el pretexto de “prevenir” una posible reacción inglesa. Rápidamente ocuparon Burgos, Salamanca, Pamplona, San Sebastián, Barcelona y Figueras.

En resumen: la política interior española se había convertido en una lucha a muerte entre las dos facciones, lo que motivó a Napoleón a desconfiar de todos. Eso lo aprovechó en su propio beneficio, engañando a todo el mundo aprovechando las sucias intrigas. A comienzos de 1793, Carlos IV, intercedió por la vida su primo, condenado a muerte por la Convención francesa lo que empeoró la situación con Francia, acarreando la declaración de guerra por parte francesa en marzo de ese año. La contienda no fue en nada favorable a los intereses españoles, que unida a la difícil relación con Inglaterra, aliada antifrancesa en ese escenario, llevó a la firma de la paz con Francia en el verano de 1795. Aunque al inicio de esa guerra hubo victorias españolas, lo que atenuó el descontento popular, los reveses de 1794 dieron nuevas alas a Godoy que ya era el príncipe de la Paz, lo que exacerbó más los ánimos en su contra. Hubo conspiraciones como la de Picornell (el ilustrado mallorquín Juan Picornell (1759-1825), —cuyas preocupaciones hasta entonces se habían centrado en la renovación pedagógica y en el fomento de la educación pública), en la que los conjurados trataban de dar un golpe de Estado apoyado por las clases populares madrileñas para salvar a la Patria de la entera ruina que la amenaza. Tras el triunfo del golpe, se formaría una Junta Suprema, que actuaría como gobierno provisional en representación del pueblo, y tras la elaboración de una Constitución se habrían celebrado elecciones, sin que estuviera claro si los conjurados se decantaban por la Monarquía constitucional o por la República, aunque sí sabían que la divisa del nuevo régimen sería libertad, igualdad y abundancia; la de Alejandro Malaspina (1754- 1809), que en septiembre de 1795, envió al gobierno español sus escritos sobre su expedición marítima, pero éste juzgó poco oportuna su publicación en la situación política por entonces existente. Desencantado, Malaspina tomó parte en una conspiración para derribar a Godoy, lo que condujo a su arresto en noviembre. Tras un dudoso juicio, en 1796, fue condenado a diez años de prisión en el castillo de San Antón de La Coruña.

También el incidente protagonizado por el conde de Montijo (Eugenio de Palafox y Portocarrero (1770-1834), que parece ser que, desde 1805 a 1808, dedicó su tiempo a conspirar contra Godoy con diversos planes, uno de los cuales dio lugar al Motín de Aranjuez de 1808). Todas fueron reprimidas con dureza, lo que no impidió que los descontentos siguieran en aumento.
Tratado de Fontainebleau.

Fue firmado el 27 de octubre de 1807 en la ciudad francesa de Fontainebleau (ciudad del área metropolitana de Paris) entre los respectivos representantes plenipotenciarios de Godoy, valido del rey de España, y Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses. En él se estipulaba la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, que se había unido a Inglaterra y se permitía para ello el paso de las tropas francesas por territorio español, siendo así el antecedente de la posterior invasión francesa de la Península ibérica y de la Guerra de la Independencia Española. En 1806, tras fracasar su intento de invasión de Inglaterra, Napoleón decreta el bloqueo continental, que prohibía el comercio de productos británicos en el continente europeo. Portugal, tradicional aliada de Inglaterra, se niega a acatarlo y Napoleón decide su invasión. Para ello necesita transportar allí sus tropas terrestres. Manuel Godoy, representado por su plenipotenciario, el Consejero de Estado y Guerra, Eugenio Izquierdo, firma con Gérard Duroc, representante de Napoleón, el tratado de Fontainebleau, en el que se estipula la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, para lo que se permite el paso de tropas francesas por territorio español.

Conforme al tratado, una vez invadido Portugal, éste sería dividido en tres zonas: el Norte se reserva para el Rey de España (exactamente para el rey de Etruria – estado satélite francés – cuyo rey, Luis I de Borbón, era sobrino de la reina de España), el Sur (Alentejo y Algarve) se darán en propiedad a Godoy y el resto de Portugal queda de momento sin decidir hasta que la situación se normalice. Igualmente se habla de repartir el inmenso imperio colonial portugués, aunque no se precisa más. El emperador francés reconocería al rey de España como emperador de las Américas una vez que terminara la conquista de Portugal y las aguas volvieran a su cauce, que se calculaba en tres años.

El motín de Aranjuez

Motín de Aranjuez
Motín de Aranjuez

Es una ironía que Godoy fuera derribado y tratado deshonrosamente como un traidor en el momento en que estaba decidido a oponerse a Napoleón; tenía el plan de trasladar a los reyes a Sevilla, lejos de las zarpas francesas, pero fue la gota que colmó el vaso para que se produjera el motín de Aranjuez. Según Godoy, el motín de Aranjuez fue obra de unos cuentos plebeyos seducidos, cuadrilla de lacayos, cocheros, marmitones, que habían sido comprados. La realidad fue que, aunque se produjo abajo, se indujo arriba.
El príncipe Fernando esperaba con toda su alma que Napoleón sancionara la revolución de Aranjuez, pero el emperador no tenía ninguna intención de malgastar la oportunidad que se le presentaba, apoyando a un rey títere de cuyo carácter e intenciones, desconfiaba. El 13 de marzo de 1808 Godoy llegó a Aranjuez procedente de Madrid tomando la decisión de trasladar la Corte a Sevilla el 15, mandando que vinieran sin estrépito una gran parte de las tropas acantonadas en Madrid.

Esta decisión sirvió para que los fernandinos mostraran una oposición al viaje real que habría supuesto la pérdida de la presunta amistad y protección de Napoleón, y lograsen unificar a todas las fuerzas políticas del país. Hicieron correr la voz de que había salido la orden del viaje de los reyes, creando en Aranjuez un clima de intranquilidad y malestar que según Félix Amat (confesor del rey) fue grande e igual en tropas y paisanos. En Madrid, el conde de Montijo, reunió en torno al príncipe de Asturias a todos los nobles y lograr el visto bueno del Consejo de Castilla, máximo órgano representativo del reino. En el Consejo de Ministros del día 14, el ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero (1754-1821), marqués de Caballero, se negó a firmar cualquier decreto que supusiese la huida de la familia real y por vez primera se enfrentó a Godoy, especificando lo que era su vida al lado de la familia real y diciendo al rey que tal resolución no es otra cosa que la guerra y, por tanto, es un mal cierto, que al contrario, la de quedarse y mostrarse confiado, si puede ser un mal, es muy incierto y probable. Las palabras de Caballero desembocaron en que los demás ministros hicieran lo propio, contándole al rey lo que habían callado durante más de 15 años; el poder del valido comenzó a disiparse.

El rey confuso, y como era preceptivo, mandó que se consultase el Consejo de Castilla. Al día siguiente, el Consejo ganado previamente por Montijo, adoptó una postura clara en contra de Godoy, desaconsejando el viaje real, negándose a proclamar un bando tranquilizador en Madrid y, después de retrasar todo lo que pudo la marcha de las tropas a Aranjuez, ordenando a éstas que impidieran al precio que fuera, el viaje de la familia real a Sevilla.

En Aranjuez se intentó eliminar el descontento, pero la agitación se palpaba mediante una proclama del rey en la que desmentía la posibilidad de cualquier viaje. La proclama electrizó todos los ánimos en términos que aquella tarde salieron los reyes y el príncipe por medio de un pueblo numeroso que los llenó de aclamaciones… pero no por esto el pueblo dejó de seguir desconfiado y vigilante, porque seguían llegando tropas a Aranjuez alcanzando la cifra de 10.000 soldados, cuando la población no alcanzaba los 4.000. Además, Montijo y otros nobles habían soliviantado a los habitantes de los pueblos cercanos para que acudieran a Aranjuez en defensa del rey. El plan que debía acabar con el poderío de Godoy estaba dispuesto para cuando Carlos IV, que con toda seguridad obedecería al valido, abandonase el Real Sitio.

Trafalgar
Trafalgar

El motín de Aranjuez se desencadenó debido a varias causas; las consecuencias de la derrota de Trafalgar, que recayó fundamentalmente en las clases bajas; el descontento de la nobleza; la impaciencia del príncipe de Asturias por reinar; la acción de los agentes de Napoleón; las intrigas de la Corte en donde se iba creando un núcleo opositor – el partido fernandino – en torno al príncipe de Asturias formado por aristócratas recelosos del poder de Godoy; el escándalo de las supuestas relaciones de éste con la reina María Luisa de Parma; el temor del clero a las medidas desamortizadoras y la presencia de tropas francesas en España, en virtud del Tratado de Fontainebleau, que se había ido haciendo amenazante a medida que iban ocupando (sin ningún respaldo del tratado) diversas localidades españolas.

En la noche del jueves 17, al viernes 18 de marzo, se formaron en Aranjuez numerosos grupos de cuatro a seis hombres embozados y armados de palos que, atravesaban silenciosos las calles del pueblo, capitaneados por el conde de Montijo rondando la casa de Godoy y las inmediaciones del camino a Ocaña. La tropa fue a los distintos puntos desde donde podría emprender el viaje, mientras que el pueblo rodeaba el palacio. El príncipe de Asturias y el resto de la familia real se asomaron a un balcón para demostrar que no se habían marchado, lo que calmó bastante a la gente. Aunque el pretexto de los incidentes fue al anuncio de la retirada de la familia real y de la corte a Andalucía, la realidad era el odio a Godoy; marcharon a su casa provistos de palos, picos, teas y azadas destrozando a hachazos la puerta principal y saqueando todo el palacio a excepción de una pequeña habitación repleta de alfombras y esterillas, donde el valido se había encerrado con llave. Los reyes, enterados del saqueo del palacio de Godoy y preocupados más por la suerte del valido que por la suya propia y, para apaciguar el tumulto organizado, cedieron a las presiones de los ministros firmando Carlos IV – a las cinco de la mañana – un decreto por el cual tomaba personalmente el mando del Ejército y la Marina, exonerando a Godoy de los empleos de Generalísimo y Almirante. A las seis de la mañana lo ánimos estaban aparentemente calmados.

El 19 por la mañana, Godoy acosado por el cansancio, el hambre y la sed salió de su cubículo, pero rápidamente fue descubierto. La noticia se difundió a la velocidad del rayo, dándose rápidamente cuenta a los reyes. Nuevamente un numeroso hervidero de hombres y mujeres acudió al palacio del valido para intentar acabar con su vida. Los Guardias de Corps evitaron que el pueblo entrase en el palacio y linchara al valido. Carlos IV, al enterarse, instó a su hijo a tranquilizar al pueblo para que pudiera conducirle, sin peligro para su vida, al cuartel de la citada Guardia de Corps, prometiendo que el decreto del día anterior sería cumplido, y le alejaría lejos de la Corte. Fernando logró calmar a la gente prometiendo que a Godoy se le encausaría y que se le llevaría al cuartel protegido por un escuadrón del mismo cuerpo, pero a pesar de esta protección y según un testigo de la época llegó con un ojo casi saltado de una pedrada, un muslo herido de un navajazo y los pies destrozados por los cascos de los caballos. La aparición de un coche tirado por seis mulas ante el cuartel para trasladar a Granada al príncipe de la Paz, por orden real, evitando así la apertura inmediata de la causa contra él, desató nuevamente la furia e ira de los manifestantes que se concentraron ante el cuartel, matando a una mula, cortando los tirantes del coche y destrozándolo. Los amotinados manifestaron en el patio del cuartel que no permitirían que se sacase al odiado valido, pidiendo que se le encausara en Aranjuez o en Madrid.

Nuevamente tuvo que intervenir Fernando para calmar a la enfurecida turba. Carlos IV, visto que se le iba a privar de su valido, sin consultar a la reina, incapaz de tomar decisión alguna y muy escaso de energía, consultó con los ministros, sobre la conducta que debía tomar. Unánimemente le aconsejaron abdicar en su hijo. A las siete de la noche del 19 de marzo, el rey convocó a todos los ministros y les leyó su abdicación del reino en favor de su hijo Fernando, príncipe de Asturias. Godoy fue enviado preso al castillo de Villaviciosa. Comenzaba el reinado del infausto Fernando VII.
La noticia de la abdicación se conoció en Madrid a las once de la noche de ese mismo día, pero no cundió demasiado debido a que era muy tarde y además, sábado. El día siguiente, ya domingo, el Consejo de Castilla anunció la subida al trono de Fernando VII. El entusiasmo de la gente no tuvo límites. El retrato del nuevo rey fue llevado por todas las calles hasta ser colocado en el Ayuntamiento. Según Mesonero Romanos: no hay que decir que todos los balcones se abrieron y atestaron de gente que con vivas y aclamaciones respondían a tal algazara, agitaban los pañuelos y con las palmas de las manos, con panderos, clarines y tambores de Navidad, reproducían hasta lo infinito, aquel estallido del entusiasmo popular. El júbilo en toda España fue enorme. En provincias, conocida la noticia, se repitieron las fiestas y las algaradas con que había comenzado en Madrid el nuevo reinado. En la mayoría de ciudades y pueblos se arrastraba el busto y el retrato de Godoy por las calles, se echaron las campanas al vuelo y se acababa con un solemne Te Deum en la catedral o en la iglesia mayor. Pero lo peor estaba por venir.

Abdicaciones de Bayona

Abdicación de Bayona
Abdicación de Bayona

A pesar de todo lo sucedido, la realidad era que el ejército francés tenía desplegados en la Península más de 95.000 hombres. Napoleón aprovechó los cambios producidos en el reino de España, para seguir implementando sus posibilidades, opciones y poderío. Su idea secreta era apoderarse del débil reinado de Fernando VII, – y de España con sus colonias – como lo había hecho en otras naciones europeas. El emperador nombró al mariscal Joachim Murat, el duque de Berg, cuñado suyo (su esposa era Carolina Bonaparte), jefe de las tropas francesas en la Península, que llegó a Madrid el 23 de marzo, un día antes que el rey Fernando. El mariscal francés empezó sus maniobras diplomáticas en su propio beneficio: consiguió del ex rey Carlos un documento en que éste declaraba nulo su decreto del 19 de marzo abdicando en favor de su hijo, con lo que ambos, padre e hijo, vieron debilitadas sus posiciones y consiguiendo una nueva discusión sobre la legitimidad del titular como rey de España. El general francés Jean René Savary, llegó a Madrid, como enviado especial de Napoleón, para convencer a Fernando en que se reuniera con éste para asegurar el apoyo francés a la causa fernandina. El joven acudió a la cita, engañado, acompañado por Savary y “tropas” del general Murat, ignorando que el final del viaje acabaría en Francia. En Madrid, quedó una Junta Suprema de Gobierno, presidida por el infante Antonio Pascual (hermano menor de Carlos IV) y algunos de los ministros de Fernando, con instrucciones poco precisas (fundamentalmente tener buenas relaciones con el ejército ocupante) para cubrir el vacío de poder, que de poco valió.

A finales de abril, Napoleón tenía en su poder a casi todos los miembros de la familia real, a Godoy y al canónigo Juan Escóiquiz Morata (ambicioso e intrigante preceptor de Fernando, partidario abierto de Napoleón, que llegó incluso a convencerle para que escribiera una sumisa carta al emperador en la que solicitaba humildemente una mujer de su familia con la que casarse), empezando su presión sobre ellos, para de esta manera, dividirlos y ahondándolos aún más, de acuerdo con sus intereses. Pocos días después, Carlos IV, se reafirmó en la nulidad de su abdicación, resultado de la fuerza y de la violencia – según él – cediendo sus derechos al emperador a cambio de asilo en Francia y unas rentas, argumentando que Napoleón era el único que podía poner paz en España. Al día siguiente, el 6 de mayo, Fernando, que aún no conocía la decisión paterna, también se sometió a la voluntad napoleónica. El resultado fue que Napoleón se convirtió, en un santiamén, en dueño y señor de España. Pero en la Península, las fuerzas invasoras, comenzaron a tener las primeras escaramuzas, no con la Junta de Gobierno nombrado por el rey Fernando, sino con el pueblo llano, que ya se estaba dando cuenta de las verdaderas intenciones de los franceses.

El dos de mayo

El día uno de mayo, la tensión es ya palpable; por la mañana aparecen unos impresos titulados Carta de un oficial retirado en Toledo donde se propone el cambio de dinastía. Horas más tarde, Murat pasa revista a sus tropas en el madrileño paseo del Prado, desde la puerta de Atocha hasta la de Recoletos, y al volver a su palacio del Almirantazgo- expropiado a Godoy y situado en la madrileña plaza de la Marina, esquina a Bailén – es alcanzado por varias piedras que le lanza la gente reunida en la Puerta del Sol. Rápidamente intervienen las autoridades y el suceso no va a más.

El lunes, dos de mayo, amanece despejado, tras una noche lluviosa. A las siete de la mañana salen de las caballerizas reales dos carruajes hacia la puerta del Príncipe del palacio Real. Murat ha dispuesto la salida para Francia de la reina de Etruria (**), con sus hijos y del infante Francisco de Paula. La de éste, pretende retrasarla a la noche para ocultarla a la población y evitar posibles alteraciones. La reina de Etruria no es muy querida por el pueblo a causa de las maniobras que ha hecho ante Murat para derogar la abdicación de su padre, y la intermediación por la liberación de Godoy. El infante es el hijo pequeño de Carlos IV y junto a su tío Antonio, presidente de la Junta de Gobierno, formada tras la marcha de Fernando VII son los últimos miembros de la familia real que quedan en Madrid. A las ocho y media de la mañana la reina de Etruria sale por la puerta del Príncipe y se monta en uno de los dos carruajes, junto a sus hijos, una aya y un mayordomo. Una vez todo dispuesto, parte hacia Francia ante la mirada de un pequeño grupo de gente que se ha reunido frente al palacio Real. El otro carruaje queda junto a la puerta a la espera de que monte el resto de la servidumbre que acompañará a la reina de Etruria o el pequeño infante, tal como teme la gente, que sigue acercándose a palacio y que ya forma un número significativo de personas. Entre éstas se encuentra Blas Molina, cerrajero de profesión, que al observar detenidamente el carruaje sospecha de la salida de los infantes exclamando en voz alta: ¡Traición! ¡Traición! ¡Nos han llevado al rey y se nos quieren llevar a todas las personas reales! ¡Mueran, mueran los franceses! Un grupo de los reunidos en la puerta, con Blas a la cabeza, se introduce en palacio y suben a las plantas nobles, donde se encuentran los infantes. Ante su presencia se calman los ánimos, y con la promesa de la salida del infante Francisco a un balcón de palacio para tranquilizar al pueblo, se les convence para que se retiren.

Por el balcón a la derecha de la puerta del Príncipe, aparece el príncipe causando el delirio de la ya gran multitud que se ha congregado frente a la residencia real. Murat, desde su palacio, observa el tumulto y manda a uno de sus ayudantes a que se informe de lo que pasa. Al llegar, el francés sufre la ira del pueblo y si no es por la protección de un oficial de las Guardias Walonas (***) hubiera peligrado su vida. Un correo que lleva órdenes para el general francés Grouchy es acorralado, consiguiendo escapar en el último momento. Un soldado francés procedente del cercano cuartel de San Nicolás, es asesinado. Estos acontecimientos alarman a Murat que toca generala poniéndose en movimiento las tropas situadas en los diversos campamentos y acantonamientos franceses de Madrid, y en las afueras.

El primer acto de la rebelión y que quedó como simbolismo del nacionalismo revolucionario – el levantamiento del 2 de mayo – fue obra del bajo pueblo y alarmó al Consejo de Castilla tanto como al general Murat. Éste, presionó ostensiblemente sobre la Junta de Gobierno, para que autorizase la salida del infante Francisco de Paula (decimocuarto hijo de Carlos IV), hacia Francia, lo que llevó a aquélla a convocar una reunión para hablar sobre el tema. Fueron llamados representantes del Consejo de Castilla, de Hacienda, de la Indias y Órdenes, además de otras altas personalidades del reino. En la tensa reunión se planteó la posibilidad una guerra para defender y hacer frente a la ocupación francesa. En esa reunión se decidió crear otra Junta suplente por si Murat cumplía sus amenazas de acabar con la que había nombrado Fernando VII.

En la mañana del día siguiente de esa segunda reunión – ya era el dos de mayo – comenzó una agitación en Madrid entre los que asistieron a la salida de palacio de los últimos miembros de la familia real. El intento de evitar que abandonasen la ciudad provocó un choque entre la población madrileña y una unidad militar francesa. El levantamiento popular se generalizó al ser público el número de muertos y heridos producidos por la reacción francesa, al sofocar la revuelta. El pueblo ignoró las recomendaciones reiteradas de calma por parte de las ya desprestigiadas autoridades españoles, produciéndose asesinatos, fusilamientos en masa a causa de la durísima represión que siguió, ordenada por Murat. Se generó una sangrienta y desordenada lucha entre los madrileños y las tropas francesas. Hubo actos heroicos como los protagonizados por los capitanes Luis Daoíz y Pedro Velarde, aunque a costa de sus vidas. Francisco de Goya, plasmó esas situaciones en cuadros como “La carga de los mamelucos” y “Los fusilamientos del dos de Mayo”.

Los madrileños comenzaron así un levantamiento popular espontáneo pero largamente larvado desde la entrada en el país de las tropas francesas, improvisando soluciones a las necesidades de la lucha callejera. Se constituyeron partidas de barrio comandadas por caudillos espontáneos; se buscó el aprovisionamiento de armas, ya que en un principio las únicas de que dispusieron fueron navajas; se comprendió la necesidad de impedir la entrada en la ciudad de nuevas tropas francesas. Todo esto no fue suficiente y Murat pudo poner en práctica una táctica tan sencilla como eficaz; cuando los madrileños quisieron hacerse con las puertas que estaban cerca de la ciudad para impedir la llegada de las fuerzas francesas, acantonadas en sus afueras, el grueso de las tropas (unos 30.000 hombres) ya había penetrado, haciendo un movimiento concéntrico para dirigirse hacia el centro. No obstante, la gente siguió luchando durante toda la jornada utilizando cualquier objeto que fuera susceptible de servir de arma, como piedras, ramas de árboles, tirachinas, todo tipo de barras, cubos de agua, macetas arrojadas desde los balcones, etc. Así, los acuchillamientos, degollamientos y detenciones se sucedieron en una jornada sangrienta. Mamelucos y lanceros napoleónicos extremaron su crueldad con la población y varios cientos de madrileños, hombres y mujeres, así como soldados franceses, murieron en la refriega.

Si bien la resistencia al avance francés fue mucho más eficaz de lo que Murat había previsto, especialmente en la puerta de Toledo, la puerta del Sol y en el Parque de Artillería de Monteleón (actualmente existe un arco de entrada a dicho Parque de Artillería integrado en el monumento a Daoíz y Velarde, en la Plaza del dos de Mayo de Madrid), su operación de cerco le permitió someter a Madrid bajo la jurisdicción militar y poner bajo sus órdenes a la Junta de Gobierno. Poco a poco, los focos de resistencia popular fueron cayendo. Como un reguero de pólvora corrieron las noticias de lo que estaba aconteciendo en Madrid. La gente estaba cansada de soportar a los franceses.

El mismo día que estalló la revuelta en Madrid, en el pueblo de Móstoles, cercano a la capital, su alcalde ordinario por el Estado, Andrés Torrejón García, junto a Simón Hernández, alcalde ordinario por el Estado General, firmó el conocido como Bando de Independencia, redactado por Juan Pérez Villamil, que alertaba sobre la masacre cometida en Madrid por las tropas napoleónicas y que llamaba al auxilio de la capital por parte de otras autoridades, incitando a la nación a armarse contra los invasores franceses. Tuvo una enorme repercusión, ya que en las siguientes semanas se fueron produciendo revueltas en bastantes provincias. Aparte, las tensiones producidas en España por el centralismo borbónico y la marginación de sectores de la población en ciudades pobladas, ayudaron bastante en el desarrollo del estallido antifrancés.

La situación de los defensores del Antiguo Régimen fue indecisa. Se vieron obligados a decidir: apoyar el levantamiento, en contra de su filosofía, o bien, aceptar los planes de Napoleón.
Las abdicaciones de Bayona, por desgracia, habían abierto aún más el camino del emperador que continuaba presionando a la Junta y al Consejo de Castilla para legalizar sus decisiones. Pero el diez de mayo, éste organismo, desafortunadamente para el reino, aceptó a Murat como teniente general de la monarquía, lo que implicaba que el general francés ejercería el mando supremo en el ejército español. Mientras tanto, Napoleón continuaba con su inmisericorde labor de zapa ofreciendo a su hermano, José, el reino de España, dejando su trono italiano, que ostentaba en esos momentos. Murat recibió instrucciones concretas para preparar la llegada del nuevo rey, cosa que no le costó mucho trabajo debido al beneplácito de las instituciones españolas, a las que les quedaban pocas horas de libertad, así como a todo el pueblo español.

Conclusión

En el fondo, Napoleón y los franceses no comprendieron en absoluto el significado de este levantamiento popular. Los funcionarios franceses sabían que el patriotismo de las clases oficiales era dudoso y vacilante; pensaban que si los capitanes generales se sometían, el pueblo les seguiría. Creían que el pueblo español estaba plagado de cobardes, como los árabes – según decían ellos. En cuanto a la tropa, José I, aseguró a su hermano que seguiría al mejor postor. La nobleza, el clero y los militares se unieron al pueblo a tiempo y apaciguaron los desórdenes, que iban en aumento día tras día. A medida que los ejércitos franceses avanzaban, en la zona cada vez más reducida controlada por los anti franceses, en el que hubo diversos gobiernos españoles (Junta, Regencia, Cortes), el gobierno efectivo y el esfuerzo bélico de los años 1808-1814 estuvo en manos de las juntas que concedían pasaportes, hacían levas locales, expedían licencias a los boticarios, etc. Por encima de las juntas ciudadanas se hallaban las juntas provinciales, organismos controlados por propietarios locales, clérigos, oficiales y funcionarios que se habían unido a la causa patriótica.

El Consejo de Castilla, pese a sus repetidos llamamientos a que era la única autoridad legalmente constituida, estaba desacreditado por su sumisión a Murat por lo que las juntas provinciales trataban sus órdenes despreciativamente. En septiembre de 1808, los delegados de las juntas provinciales se reunieron en Aranjuez – ya se había librado la decisiva batalla de Bailén a favor de las tropas españolas – constituyendo la Junta Central. Pero esta Junta tenía mala fama. La formaban 35 personas presididas por Floridablanca que entre otras cosas pretendía que, al anciano presidente, se le llamara “majestad”.

Había empezado la Guerra de la Independencia y el Antiguo Régimen había pasado a mejor vida… aparentemente.

(*) La Guardia de Corps (1706-1814), estaba compuesta por gente escogida, recomendada por la nobleza y destinada a prestar servicio en la inmediación del monarca y generalmente estaba constituida por tropas de Caballería. Los soldados del cuerpo de Guardias de Corps tenían la categoría de oficiales; los cadetes eran capitanes; los exentos y ayudantes, tenientes coroneles; los tenientes eran generales y los capitanes, Grandes de España y Capitanes Generales del ejército. Al principio, el efectivo total fue bastante reducido, pero más tarde se llegaron a constituir seis compañías o brigadas: unas de italianos y otras de flamencos y españoles e incluso de americanos de noble estirpe hasta completar, al terminar el siglo XVII, unos mil hombres. Tan desproporcionado cuerpo para el propósito que debía cumplir y las exageradas prerrogativas de que disfrutaba, sin que el verdadero prestigio ganado por brillantes acciones militares o las cualidades sobresalientes de sus individuos los distinguiesen de los demás cuerpos, propició su desaparición. Posteriormente, esa función fue desempeñada por el cuerpo de Guardias Alabarderos y el escuadrón de la Escolta Real.

(**) María Luisa de Borbón o María Luisa de España (1782- 1824), era hija de Carlos IV, y por tanto hermana de Fernando VII. En el año 1801, Napoleón Bonaparte ocupa el territorio del ducado de Parma (que fue un antiguo estado italiano existente entre 1545 y 1860, a excepción de un corto periodo en el que pasó a formar parte de Francia) e inmediatamente asigna a los duques de Parma el territorio del reino de Etruria, creado sobre el antiguo Gran Ducado de Toscana. La compensación territorial se hace ya que la familia Borbón de España, de la cual era miembro la duquesa, era aliada de la causa bonapartista en aquel momento. El reino de Etruria tiene una efímera vida y en 1807 desaparece.

(***) Las Guardias Walonas (1713-1815), fue un Cuerpo de Infantería reclutado originalmente en los Países Bajos, fundamentalmente en la Valonia católica. La Guardia valona o walona era un cuerpo escogido en el ejército del rey, cuya creación se remonta a la época en la que los Países Bajos formaban parte de la Monarquía de los Habsburgo. Se reclutaban entre los hombres más aguerridos y de mayor estatura para ser empleados en misiones de especial riesgo, como encabezar un asalto o cubrir una retirada. Realizaban también labores de seguridad ciudadana. Estaba formada por flamencos o valones en número de unos 4.000 hombres. Después de la emancipación de aquellos territorios, continuó subsistiendo en España la Infantería valona que, junto con la española, la irlandesa, la italiana y la suiza, constituían los distintos regimientos de soldados profesionales en la Guardia Real y como unidades de refuerzo en tiempo de campaña a la Caballería e Infantería del ejército español.

Autor: José Moraga Campos

Mi nombre es José Moraga Campos y soy asesor del Ámbito Cívico-social en el CEP de Córdoba.

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