José I, un rey sin súbditos

El reinado de José I fue poco eficaz debido a la guerra de independencia.
 El reinado de José I Bonaparte

Autor: JOAN-MARC FERRANDO

Fuente: lavanguardia.com 23/12/2018

A mediados de 1808, José Bonaparte pisaba España. Primero pasó por San Sebastián y de allí se dirigió a Madrid, con una breve estancia en Vitoria. La capital recibió con hostilidad al nuevo rey. Ello quedó reflejado cuando, a los pocos días, fue proclamado oficialmente monarca de España y las Indias en una ceremonia en la que casi ningún cortesano le dio apoyo.

Contrariamente a la leyenda popular, José I era un hombre inteligente, sumamente culto y con talento para moverse en las turbulentas aguas de la política. Además, era honesto y, a pesar de su rechazo inicial de la corona española, pretendía gobernar con magnanimidad y acento ilustrado.

Pero tenía una debilidad: admiraba a su hermano pequeño. Napoleón Bonaparte quería poner al frente de la débil monarquía española a un familiar suyo. Para ello, llamó a Carlos IV y a su valido, Manuel Godoy, a Bayona. También acudió Fernando VII con la intención de ser legitimado como rey.

Fernando VII también acudió a Bayona para hablar con Napoleón. TERCEROS

Napoleón puso fin a la discusión entre los monarcas sobre quién debía reinar. Primero, forzó a Fernando VII a que devolviera la corona a su padre, Carlos IV, y después, forzó a este último a cedérsela a cambio de una renta de 30 millones anuales. Poco más tarde, el Emperador se la entregó a su hermano José, que en junio de 1808 era proclamado por Napoleón como rey de España.

Un rey intruso

Ya como monarca, antes de asentarse en sus nuevos dominios, José I reunió a una comisión de notables en Bayona, donde redactó una constitución inspirada en el Código Napoleónico. El texto jurídico, que pretendía congraciarse con los súbditos españoles, combinaba elementos del derecho español con los principios ilustrados de la Revolución Francesa.

También formó un gobierno con españoles partidarios del candidato napoleónico. Tan solo un reducido grupo de “afrancesados”, entre los que se contaba Leandro Fernández de Moratín o Francisco Goya, prestaba su apoyo al nuevo rey.

Francisco Goya inicialmente formó parte de los afrancesados. TERCEROS

José I inició un programa de reformas que chocaba constantemente con la oposición de sus súbditos. En las calles, corrían rumores y bulos acerca del alcoholismo del rey y su adicción al juego, lo que le granjeó el apodo de Pepe Botella.

En España la guerra se recrudecía, lo cual obligó a Napoleón a intervenir personalmente en el conflicto para combatir a los españoles. Ello provocó que José se viera supeditado a los designios de su hermano pequeño.

Viñeta que alude al falso alcoholismo de José Bonaparte. TERCEROS

A pesar de la guerra, el año 1810 fue el más estable del reinado de José I gracias a las victorias militares francesas. Sin embargo, el conflicto bélico no cesaba y era una verdadera sangría para el ejército imperial. Para someter a los españoles, el Emperador gobernaba de forma autoritaria y ordenó a sus tropas que emplearan severas medidas para aplastar a la población.

Las injerencias de Napoleón en el reinado de su hermano fueron cada vez más frecuentes a medida que el curso de la guerra se torcía para los Bonaparte, incluso se anexionó virtualmente Cataluña al Imperio francés.

José I reinó apenas cinco años, con escasa efectividad debido a la guerra de Independencia, pero con un ambicioso programa reformista.

En 1812, José I intentó un último gobierno efectivo. Convocó las Cortes generales con la esperanza de contrarrestar la influencia de las Cortes de Cádiz, pero fracasó. En los meses siguientes, las tropas imperiales fueron derrotadas en España así que, a mediados de 1813, José I regresó a Francia, donde abdicó del trono.

Atrás quedaron los apenas cinco años de reinado, con escasa efectividad debido a la guerra de Independencia, pero con un ambicioso programa reformista. Estas fueron las medidas más importantes que José I intentó llevar a cabo:

Las cortes de Cádiz de 1812 intentaron ser contrarrestadas por José I. TERCEROS

1. Suprimió los señoríos y el Consejo de Castilla, la institución principal del Antiguo Régimen. También reprimió a los Grandes de España que se opusieron a su gobierno.

2. Hizo varias reformas en el trazado urbano de Madrid, para lo cual derribó viviendas insalubres y abrió nuevas plazas. Por ello los madrileños le bautizaron con el apodo de Pepito Plazuelas.

3. Planteó la idea de crear una pinacoteca pública donde exponer la Colección Real. Su idea no prosperó, pero fue el germen del futuro Museo del Prado.

4. Napoleón decidió en febrero de 1810 poner las provincias vascas, Navarra, Aragón y Cataluña bajo gobiernos militares independientes en detrimento de la autoridad de su hermano José I. Para contrarrestarlo, este intentó reorganizar España en prefecturas, al estilo francés. El emperador se opondría tajantemente.

Los consejos que Napoleón despreció sobre la «locura» de conquistar España: «Se creía invencible y cayó»

Montaje de un detalle del cuadro de Paul Delaroche (1845) representando a Napoleón tras la abdicación en Fontainebleau, sobre una bandera de España utilizada en la Guerra de Indendencia – ABC

Autor: Israel Viana

Fuente: abc.es/historia 05/08/2020

Dicho por sus propios generales pocos años después de ser humillado en la Guerra de Independencia de 1808, a Napoleón Bonaparte le salió muy cara la osadía de intentar conquistar España. No cabe duda de que por aquellos años, el emperador francés se consideraba ya dueño y señor de Europa. En solo tres años se había designado Rey de Italia y colocado a su hermano Luis al frente del Reino de Holanda. Había conquistado el Reino de Nápoles y nombrado monarca a su hermano mayor, José. También había establecido y puesto bajo su protección la Confederación del Rin con casi todo los Estados alemanes. Y, por último, había aniquilado a los Ejércitos de Prusia, Rusia y Austria y conquistado Portugal, el ducado de Varsovia y el Reino de Westfalia.

Sin embargo, la invasión de España en 1808 fue su perdición. Un hecho que Napoleón no reconoció hasta encontrarse en su lecho de muerte en la isla de Santa Elena. «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades y fue una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península», escribió el emperador en las memorias que escribió durante su destierro.

No lo vio a tiempo, no calculó bien sus posibilidades y, sobre todo, no quiso escuchar los consejos de sus lugartenientes más experimentados. De ello había dejado constancia en 1807, cuando zanjó la discusión con sus generales con estas palabras: «Es un juego de niños. Esa gente no sabe lo que es un ejército francés, créanme, será rápido. Cuando mi gran carro político está lanzado, tiene que pasar, y pobre de aquel que caiga bajo sus ruedas».

«La gente sufría»

Con un montón de opositores y la prensa amordazada en Francia, uno de los primeros críticos de Napoleón fue uno de sus capitanes, Fraçois-Casimir, que describió así el sufrimiento de sus compañeros en España, durante los primeros compases de la guerra: «La gente sufría como si estuviera asfixiada entre dos colchones». Algo que experimentó él mismo en sus propias carnes, pues pasó varios años preso de los británicos antes de poder regresar a su país.

Antes del inicio de las hostilidades, Napoleón veía a España como un objetivo fácil. Un país muy dividido y en continua competencia por controlar el poder. Por un lado, los partidarios de Carlos IV y el primer ministro Manuel Godoy y, por otro, la nobleza, ejército y clero, que conspiraban alrededor del hijo del monarca, Fernando. El «Complot de El Escorial», en octubre de 1807, fue un reflejo de dicha crisis y Bonaparte, muy hábil, procuró situarse en medio de ambos bandos para ganarse el favor de todos y, en un futuro próximo, incorporar la Península Ibérica y todas sus riquezas coloniales al imperio francés.

El plan trazado parecía desarrollarse a la perfección. Engañó a Godoy para que firmara el Tratado de Fontainebleau en octubre de 1807. Así obtuvo el permiso de Carlos IV para atraversar España con 110.000 soldados, con el objetivo de, supuestamente, conquistar Portugal. Pero todo era un engaño. A su paso por nuestro país, el ambicioso general empezó a conquistar todas las ciudades que se encontró a su paso. No parecía que algo pudiera salir mal, sobre todo después de que Napoleón consiguiera que toda la Familia Real dejara España, en mayo de 1808, y viajara hasta Bayona para que el Rey y su hijo Fernando VII abdicaran oficialmente en favor de su hermano José.

La «úlcera» de Napoleón

La trampa estaba hecha, porque el general Joachim Murat, cuñado de Bonaparte y jefe de su Ejército en España, se encontraba ya apostado en Chamartín con 25.000 mil hombres. «Nos cuesta mucho trabajo creer que los propósitos de los franceses no fueran evidentes ante los ojos de nuestros conciudadanos. Los testigos nos hablan insistentemente del malestar creciente de la población madrileña. No sabían qué hacer, porque los galos tenían en la capital a todos aquellos soldados», explicaba el comandante José Manuel Guerrero en su artículo «El ejército francés en Madrid», publicado en la «Revista de Historia Militar» en 2004.

Joachim Murat, en un cuadro de Jean Baptiste Joseph Wicar
Joachim Murat, en un cuadro de Jean Baptiste Joseph Wicar

Cuando alguno de sus ministros intentó demostrarle que la conquista era una tarea muy difícil, los argumentos que le daban eran barridos por Napoleón con respuesta tan insolentes como: «Si esta guerra fuera a costarme 80.000 soldados, no la haría, pero no llegarán a 12.000». No se imaginaba entonces, ni por lo más remoto, que la mayoría de sus 110.000 soldados no regresaría jamás a Francia, ni que empezaba a gestarse la catástrofe que algunos historiadores calificaron como su «úlcera».

En varias ocasiones, el emperador francés expresó también su opinión despectiva hacia nuestro ejército y hacía España en general, asegurando que podría anexionarlo con tropas de segunda categoría, con poco presupuesto y escaso equipo. Y a pesar de las advertencias, se resistió a considerar como peligrosa la fuerza de los patriotas españoles, a los que a menudo calificaba de «brigands» (bandoleros). Nadie pudo hacerle entrar en razón. En palabras de Stendhal, el genial autor de «Rojo y negro», sus propios ministros estaban «se sentían embotados» por la autoridad desmedida que demostraba y por el desquiciado ritmo de trabajo que había impuesto a su Ejército durante los años anteriores.

«Napoleón ya no era el general Bonaparte»

El coronel Charles D’Agoult, que había sido nombrado segundo teniente con solo 17 años y que había participado activamente en la conquista de España, fue también muy crítico con su emperador:«Del genio a la locura no hay tanta distancia. Ya sea enajenación por el poder absoluto, ya sea por un debilitamiento prematuro de sus facultades, no hay duda de que Napoleón ya no era el general Bonaparte».

Al igual que Maximilien Sébastien Foy, el general francés que llegó a Tolosa y acabó retirándose a Irún, huyendo finalmente a Francia: «La naturaleza fija un límite más allá del cual las empresas locas no pueden ser conducidas con prudencia. Ese límite, el emperador lo alcanzó en España y lo rebasó en Rusia. Si entonces hubiese escapado a su ruina, su inflexible fatuidad lo hubiese llevado a encontrarlo en cualquier otra parte distinta a Bailén o Moscú».

No pensó que por el camino se encontraría al general Castaños, al Empecinado y a un pueblo entero dispuesto a hacerle frente aunque fuera con piedras, como demostró desde el mismo 2 de mayo de 1808, cuando Madrid saltó por los aires. «Se oían gritos de “¡armas, armas, armas!”. Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones. Y la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos al principio, después de la aparición de la artillería todos fueron actores», contaba Benito Pérez Galdós en sus «Episodios Nacionales». Los españoles no tardaron en levantarse, convencidos de que podía y debían echar al invasor. El Gobierno llamó a filas a sus ciudadanos y consiguieron reunir a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate.

«España destruyó mi reputación»

La Guerra de Independencia se saldó con 110.000 bajas entre los franceses, según las cifras de Jean Houdaille, a los que habría que sumar otros 60.000 muertos más de las tropas aliadas que les acompañaron. «España, fortuna de los generales, tumba de los soldados», llegaron a escribir con tiza muchos de sus soldados en las casas españoles, en abierta señal de desaprobación con las decisiones de Napoleón. Según François Malye en «Napoleón y la locura española» (Edaf, 2008), estas críticas se debían a que los soldados vivían la guerra como una «locura» y «un infierno», donde «la violencia del conflicto permanecerá en su memoria durante años, con aquellas feroces represalias que sucedían a unas atrocidades espantosas».

El historiador francés explica que algunos de estos, como es el caso de Junot y Fournier-Sarlovèze, sufrieron enfermedades mentales clínicamente probadas por los reveses sufridos en sus enfrentamientos con los españoles, puesto que eran soldados con el espíritu ya quebrado por las heridas y la furia de quince años de guerras. Otros mostraron su oposición al despotismo del emperador por razones mucho más egoístas. «Nos quitó de cargar la mochila antes de tiempo», reprochó en 1814 el mariscal Lefebvre, al considerar que no les había permitido enriquecerse tanto como él al ordenar la huida de España. Lo dijo precisamente tras la entrevista que los mariscales sostuvieron con él para forzarle a su primera abdicación. Y algunos generales, además, protagonizaron conspiraciones contra Napoleón, como la «de Oporto», en la que intentaron socavar su poder, pero este reaccionó a tiempo y los apartó del Ejército.

«¿Cómo pudo pensar que un conflicto de esta importancia podía dirigirse desde París, cuando sus correos tardaban dos meses en llegarles a sus generales, siempre y cuando los emisarios no fueran masacrados antes por los guerrilleros?», se pregunta Malye. «En 1807, el emperador, en la cima de su gloria, se creía invencible. Esa será la causa de su caída. Embriagado por dos años de victorias, de Austerlitz a Friendland, ahora reinaba sobre un inmenso imperio y distribuía las coronas de la vieja Europa entre los miembros de su familia», responde el historiador francés. Pero, efectivamente, Napoleón subestimó y menospreció el valor y la fuerza del Ejército español.

El arte español expoliado por los Bonaparte

‘Napoleón cruzando los Alpes’ (1801), de Jacques-Louis David. (Dominio público)

Autor: CARLOS JORIC 

Fuente: La Vanguardia 11/02/2020

Primero fueron Bélgica y Holanda (1794), después Italia (1796), luego Egipto (1798) y más tarde Austria y Prusia (1806). Cuando las tropas napoleónicas entraron en España en 1808, llevaban más de una década saqueando el patrimonio artístico de los territorios que habían conquistado. La excusa para perpetrar estos expolios fue la creación en París del Muséum central des Arts (luego rebautizado como Museo Napoleón y más tarde como Louvre), una gran pinacoteca destinada a albergar los tesoros artísticos que, según las autoridades francesas, habían permanecido ocultos o ignorados en sus países de origen.

Inspirada por los ideales de la Ilustración, la Francia posrevolucionaria pretendía erigir un gran templo de las artes accesible a todos los franceses, una síntesis del arte mundial que sirviera como instrumento de instrucción pública y como expresión del poder y nivel cultural de la nueva nación.

Como dijo Napoleón Bonaparte en su discurso ante el Directorio: “La República Francesa, por su fuerza, la superioridad de su luz y de sus artistas, es el único país del mundo que puede proporcionar un asilo inviolable a estas obras maestras”. En la práctica, como veremos, este “deber cultural” será utilizado en muchas ocasiones como justificación para otro tipo de actividades mucho menos elevadas.

Las “plazuelas” de José I

La llegada al trono español en 1808 del hermano mayor de Napoleón, José Bonaparte , favoreció la implementación de una serie de medidas que contribuyeron a poner en circulación buena parte del patrimonio artístico español; unas obras de gran riqueza, muchas de las cuales habían permanecido inalteradas y prácticamente ignotas durante siglos en el interior de conventos y palacios. El mandato más importante fue un Real Decreto del 18 de julio de 1809 por el cual se suprimieron las órdenes religiosas masculinas y se incorporaron sus bienes –obras de arte, joyas, terrenos, edificios– al Estado.

Una de las medidas adoptadas por el nuevo gobierno fue un proyecto para crear un gran museo público en Madrid

Con esta desamortización, el nuevo monarca pretendía paliar la mala situación económica en la que se encontraba el país e iniciar una serie de reformas que le permitieran ganarse el favor del pueblo y afianzarse en su cuestionadísimo trono. Tanto el rey como los distintos gobernadores militares se afanaron en mejorar el estado de sus ciudades a través de la puesta en marcha de diversas obras de carácter público: se modernizaron los saneamientos, se trasladaron los cementerios a las afueras de las urbes y se abrieron plazas y paseos para descongestionar los abigarrados e insalubres centros urbanos.

Estas obras, que provocaron el derribo de decenas de edificios religiosos, fueron recibidas con desdén por gran parte de la población. Un menosprecio que tiene más que ver con el rechazo al rey intruso, a quien los madrileños empezaron a referirse como “Pepe Plazuelas”, que con el carácter de las reformas.

Otra de las medidas adoptadas por el nuevo gobierno fue un proyecto para crear un gran museo público en Madrid. Inspirado en el de Napoleón, el Museo Nacional de Pinturas, como se llamó inicialmente, iba a ser el equivalente español de otros museos nacionales creados por los Bonaparte en Europa, como la Pinacoteca de Brera en Milán o los museos de Bellas Artes de Bruselas y Ámsterdam.

Jose I fue proclamado rey de España por su hermano Napoleón.
Jose I fue proclamado rey de España por su hermano Napoleón. (Dominio público)

El objetivo era que el museo madrileño albergara una muestra representativa de las diferentes escuelas españolas de pintura con obras provenientes de los conventos y colecciones privadas incautados. Con este propósito, se hizo acopio de unos mil quinientos cuadros, que fueron depositados –la mayoría en muy malas condiciones de conservación– en varios edificios religiosos de toda España. El lugar elegido como sede fue el palacio de Buenavista (actual Cuartel General del Ejército), que había sido propiedad de la duquesa de Alba y posteriormente del defenestrado primer ministro Manuel Godoy.

De museo a botín

El Museo Josefino, como también se denominó, se proyectó como la punta de lanza de otros museos públicos que se irían abriendo en otras ciudades, como Sevilla (en el Alcázar), Granada (en el palacio de Carlos V) o Barcelona (en la Lonja). Sin embargo, a pesar de las buenas intenciones, el museo nunca se abrió. La inestabilidad política y el cambio de signo de la guerra lo impidieron.

¿Cuál fue el destino de todos esos cuadros? Paradójicamente, lo que empezó siendo una medida dispuesta para centralizar, proteger y dar a conocer el patrimonio artístico español terminó como la principal causa de su dispersión.

El proceso de recolección de estas obras fue aprovechado por gobernadores y marchantes para robarlas y comerciar con ellas. Uno de los máximos responsables de este saqueo fue el francés Frédéric Quilliet. Este oscuro personaje, mezcla de marchante y aventurero, había llegado a España antes de la guerra, durante el reinado de Carlos IV. Al cabo de poco tiempo logró introducirse en los círculos gubernamentales madrileños trabajando como asesor artístico.

Quilliet fue el encargado de inventariar las colecciones reales, en especial la del monasterio de El Escorial, de la que desarrolló un gran conocimiento, y otras importantes colecciones privadas, como la de Godoy. Cuando José I subió al trono, el marchante estaba considerado uno de los máximos expertos en pintura española. El hecho de que fuera francés influyó también para que el nuevo rey le nombrara comisario de Bellas Artes y agregado artístico del cuerpo expedicionario de Andalucía.

Gracias a su posición y conocimiento de las colecciones, Quilliet logró apropiarse de muchas de las obras que estaban destinadas a los depósitos reales. Su ambición y descaro llegaron a tal punto que, en 1810, fue cesado de su cargo acusado de apropiación indebida. Según las declaraciones de sus ayudantes, Quilliet les obligaba a borrar las señas de identificación de los cuadros para poder comerciar luego con ellos.

Regalos para todos

El saqueo institucional del patrimonio artístico español no se limitó a las artimañas de personajes como Quilliet. El propio rey contribuyó en gran medida al expolio. Por medio de varios decretos, José I utilizó los bienes incautados a las órdenes religiosas para ofrecerlos a los militares más renombrados “como testimonio particular de nuestra satisfacción por los servicios que nos han hecho”.

De esta manera, el mariscal Soult, comandante general de las fuerzas francesas en España, fue recompensado con seis cuadros, cinco de ellos procedentes de El Escorial. El general D’Armagnac, gobernador militar de Burgos y Cuenca, con cuatro. El general Sebastiani, que dirigió la ofensiva contra Andalucía, recibió tres. Y el general Dessolles, que tuvo un papel destacado en la victoriosa batalla de Ocaña, otros tres. Sin embargo, con quien más generoso se mostró el rey fue con su hermano Napoleón.

Real monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Real monasterio de San Lorenzo de El Escorial. (bluejayphoto / Getty Images/iStockphoto)

Por iniciativa propia, o quizá presionado por Vivant Denon, director del Museo Napoleón, José Bonaparte quiso contribuir a la pinacoteca parisina enviando una muestra representativa de pintura española. A través de un Real Decreto de 1809, ordenó que se formara una colección de obras de “pintores célebres de la escuela española, que ofreceremos a nuestro augusto hermano el Emperador de los franceses, manifestándole nuestros deseos de verla colocada en una de las salas del Museo Napoleón”.

La donación estaría compuesta de cincuenta cuadros de gran valor artístico, aunque, para evitar empobrecer la colección nacional, ninguno de ellos proveniente de los Reales Sitios. La tarea fue encomendada a Quilliet, quien todavía no había sido cesado de su cargo. El comisario de Bellas Artes, haciendo caso omiso a las recomendaciones del rey –y posiblemente azuzado por Denon–, realizó una selección que incluía destacadísimos lienzos pertenecientes a las colecciones reales, en especial de El Escorial, y muy pocos procedentes de los conventos suprimidos.

A pesar de las protestas del director del museo napoleónico, molesto por la tardanza, el rey no transigió. Aprovechó el expediente que se abrió al poco tiempo a Quilliet para justificar la realización de una nueva selección. Para ello nombró una comisión integrada por tres nuevos expertos: el conservador Manuel Napoli y los pintores de cámara Mariano Salvador Maella y Francisco de Goya.

Tradicionalmente se ha tendido a rebajar el grado de colaboración de esta comisión, difundiendo la idea de que sus componentes sabotearon el proyecto, de que eligieron a propósito las obras más mediocres para salvar las más sobresalientes. Sin embargo, actualmente esta versión está muy cuestionada. Algunos especialistas sostienen que esto fue más una excusa creada para limpiar el nombre de Goya, principalmente, que una realidad.

Retrato del artista Francisco de Goya.
Retrato del artista Francisco de Goya. (Archivo)

La “baja” calidad de las obras seleccionadas seguramente responde más a los deseos del rey de no donar las pinturas más importantes que a una audaz maniobra patriótica. Aunque la selección fue aprobada, el encargo continuó sufriendo retrasos a causa del mal estado de conservación de algunas obras, la desaparición de otras y las rectificaciones de última hora del monarca, que cambió varias veces de opinión sobre algunas de ellas.

Para recomponer el pedido se formó una nueva comisión. En ella ya no estaba Goya, pero sí, oficiosamente, Denon. El gerente del Museo Napoleón, harto de esperar, se había trasladado a Madrid para agilizar el envío. Durante su estancia, Denon aprovechó para elegir personalmente doscientos cincuenta lienzos más de los que se habían acordado, la mayoría pertenecientes a colecciones de la nobleza. Justificó su decisión explicando que era una indemnización por la campaña militar de España.

De los cuadros enviados, solo doce se consideraron apropiados para ser expuestos; el resto no se devolvió

De esta manera, el 26 de mayo de 1813 salieron hacia Francia trescientas pinturas. Aunque el convoy estuvo a punto de ser interceptado en la batalla de Vitoria, librada en julio de ese año, los lienzos llegaron a París en perfectas condiciones. Al final, de todos los cuadros enviados, solo doce se consideraron apropiados para ser expuestos en el museo. ¿Qué ocurrió con el resto? No se devolvió. Fueron dejados en depósito a la espera de su destino: servir como decoración para las residencias imperiales.

Patrimonio en venta

La acumulación de obras recogidas con destino al Museo Josefino excedió con mucho la capacidad de este. Para sacar partido al excedente, José I dispuso su venta como bienes nacionales. La medida fue recibida con escaso interés por los nobles españoles, muchos de ellos en el exilio y con sus propiedades intervenidas.

Pero no ocurrió lo mismo con los compradores extranjeros. Marchantes y coleccionistas de toda Europa, muchos de ellos “armados” con el Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España (una guía impresa por el historiador Juan Ceán Bermúdez en 1800), llegaron a España en busca de oportunidades de negocio.

Las encontraron de forma legal en las diferentes subastas públicas que se organizaron (como la gran almoneda de pinturas celebrada en julio de 1811 en la basílica madrileña de San Francisco el Grande), pero también en subastas anónimas y operaciones encubiertas, como las llevadas a cabo por el mencionado Quilliet.

'La Venus del espejo', obra de Velázquez conservada en la National Gallery de Londres y único desnudo femenino del artista.
‘La Venus del espejo’, obra de Velázquez conservada en la National Gallery de Londres y único desnudo femenino del artista. (.)

Sirva como ejemplo la transacción realizada por el pintor británico George Wallis, quien, comisionado por el anticuario William Buchanan (que dejó escrito en sus memorias que en España se conseguía pintura italiana más barata que en Italia), logró que Quilliet le vendiera de forma fraudulenta una de las joyas de la colección de Godoy: La Venus del espejo, de Velázquez . Otros marchantes prefirieron acompañar a las tropas napoleónicas en su avance por España y seguir el rastro de los botines de guerra.

Aprovechando la situación de caos y abandono en la que se encontraban las zonas en conflicto, estos comerciantes compraban a precios irrisorios todo tipo de joyas y obras de arte que los soldados habían obtenido mediante el pillaje y querían vender lo antes posible. Una práctica que representó Goya en toda su crudeza en su célebre grabado Así sucedió, perteneciente al ciclo “Los desastres de la guerra”, donde muestra a un soldado huyendo cargado de objetos preciosos tras haber matado al fraile custodio.

Para evitar estos robos, los religiosos optaron por dos soluciones: adelantarse y vender ellos mismos los tesoros de sus iglesias y conventos o esconderlos, normalmente bajo tierra o en casas particulares. Fue el caso del cabildo de la catedral de Sevilla, que decidió embarcar en un velero todo su patrimonio personal antes de que llegaran los franceses. El expolio fue tan generalizado que hasta los diplomáticos extranjeros realizaron provechosos negocios vendiendo en sus países obras adquiridas a bajo precio en España.

El rey prohibió la extracción de metales preciosos y ordenó la confiscación de todo lo que se hubiera ocultado

La situación llegó a tal extremo que el gobierno tuvo que intervenir. El 12 de septiembre de 1809, el rey prohibió la extracción de metales preciosos y ordenó la confiscación de todo lo que se hubiera ocultado. Solo se añadió una excepción: los oficiales del Ejército quedaban exentos, con la excusa de que podían haber traído sus propias joyas desde Francia. Casi un año después, el 1 de agosto de 1810, otro decreto prohibió la salida de obras de arte del país. Sin embargo, nuevamente el rey hizo excepciones.

Con la ley en vigor, muchos generales continuaron obteniendo licencias para exportar cuadros a Francia. Estas prerrogativas ponen de manifiesto una de las características del gobierno de José Bonaparte: el enorme poder que tenían los gobernadores militares de las distintas provincias y su alto grado de independencia con respecto a Madrid.

Soult, el gran expoliador

La mayoría de los mariscales franceses no se conformaron con los regalos recibidos por parte del rey. Con la excusa de la incautación de los bienes de la Iglesia, y aprovechando su gran capacidad de maniobra, muchos generales se hicieron con un considerable botín de obras de arte que luego enviaron a Francia.

Los mencionados Sebastiani, Dessolles y D’Armagnac, junto a otros como Charles Eblé, que saqueó Valladolid, o el príncipe Murat (esposo de Carolina Bonaparte, hermana del rey), que tenía predilección por la pintura italiana y flamenca, lograron sacar de España una gran cantidad de obras, que luego venderían, ellos o sus herederos, en subastas públicas.

Jean-de-Dieu Soult, uno de los principales responsables del saqueo napoleónico en España. Obra de Louis-Henri de Rudder.
Jean-de-Dieu Soult, uno de los principales responsables del saqueo napoleónico en España. Obra de Louis-Henri de Rudder. (Dominio público)

Todo ello sin olvidar el expolio perpetrado también por diplomáticos y empleados franceses. De entre todos los generales, el que destacó por su codicia y por la dimensión y calidad del botín fue el mariscal Soult. Desde su posición como general jefe del ejército de Andalucía, y tras la conquista de la región en 1810, logró apropiarse de una gran cantidad de cuadros para su disfrute personal. Para conseguirlo utilizaba habitualmente el método del chantaje.

Tras ocupar una ciudad, entraba en los conventos e iglesias y “ofrecía” su clemencia a los religiosos a cambio de que le vendieran a precios ridículos las obras de arte que más le interesaban. Más adelante, una vez instalado en Sevilla, Soult se buscó un cómplice. Este fue, nuevamente, Quilliet. Como agregado artístico del cuerpo expedicionario de Andalucía, el corrupto funcionario consiguió robar numerosos lienzos del millar de obras que se habían depositado en el Alcázar de Sevilla con vistas a trasladarse a los museos de Madrid y París.

Nadie pudo frenar el ansia depredadora de Soult. Ni los decretos imponiendo restricciones a la salida de obras de arte ni la mala relación que tuvo con el rey al término de su mandato. El mariscal estuvo enviando regularmente pinturas a su esposa en Francia hasta casi el final de la ocupación, en 1813.

Se han contabilizado diez partidas con ciento nueve óleos en total. Soult se saltaba las prohibiciones gracias a los contratos de compraventa que poseía de las obras, la mayoría obtenidos mediante coacción. Cuando no los tenía, hacía pasar las pinturas por regalos o por imitaciones sin ningún valor.

Los lienzos, que habían sido desclavados y enrollados, fueron enviados por Wellington a Inglaterra

Para facilitar su transporte, ordenaba a sus ayudantes que quitaran los marcos de los lienzos y enrollaran estos dentro de unos tubos. De esta manera, el mariscal consiguió reunir una fabulosa colección en la que destacaban los cuadros de Murillo y Zurbarán, sus pintores españoles predilectos y, en el caso del primero, el más conocido y cotizado fuera de España. Una colección que mantuvo durante toda su vida y exhibió con orgullo en su domicilio parisino y su castillo de Soult-Berg.

El equipaje del rey

Quien no lo tuvo tan fácil para sacar de España su propia colección fue José Bonaparte. En el verano de 1813, el monarca emprendió la huida hacia Francia junto a su ejército ante el rápido avance de las tropas anglo-españolas. Al llegar a Vitoria, el 21 de julio, fue interceptado por los soldados del británico duque de Wellington. Tras la decisiva batalla que se libró, saldada con la derrota francesa, el rey logró escapar y llegar hasta Francia. Sin embargo, dejó atrás parte de su equipaje.

¿Qué contenía? Además de mapas, cartas, documentos de Estado, joyas y hasta un orinal de plata, el convoy del destronado monarca portaba dibujos, grabados y más de doscientas pinturas que habían formado parte de los depósitos del frustrado Museo Josefino.

Los lienzos, que habían sido desclavados de sus bastidores y enrollados, fueron enviados por Wellington a Inglaterra. Tras ser catalogados y comprobarse que la mayoría pertenecían a las colecciones reales españolas, el general británico decidió restituirlos a España.

Las tropas británicas subastan el botín tomado durante la batalla de Vitoria.
Las tropas británicas subastan el botín tomado durante la batalla de Vitoria. (Dominio público)

A través de su hermano Henry Wellesley, entonces embajador británico en España, escribió al “deseado” Fernando VII, que había vuelto ya a ocupar el trono en Madrid, comunicándole su intención de devolverle las pinturas. No recibió respuesta. Lo volvió a intentar por medio del embajador de España en Londres. En esta ocasión sí recibió contestación.

Fue esta: “Su Majestad, conmovido por vuestra delicadeza, no desea privaros de lo que ha llegado a vuestra posesión por cauces tan justos como honorables”. De esta forma, a través de este acto de generosidad, ochenta y tres pinturas robadas por José Bonaparte de las colecciones reales, entre ellas, tres de Velázquez, cuelgan hoy de las paredes del Wellington Museum en la Apsley House de Londres.

Los afrancesados: ilustres y perseguidos

El cuadro de Goya «La Verdad, el Tiempo y la Historia». (afrancesados Goya La Verdad, el Tiempo y la Historia)

Autora: MARÍA PILAR QUERALT DEL HIERRO

Fuente: La Vanguardia 22/08/2019

La crisis de la monarquía española se precipitó en los primeros años del siglo XIX. El vertiginoso ascenso de Manuel de Godoy, favorito de Carlos IV y María Luisa de Parma, había puesto en entredicho la moralidad pública y privada de la familia real. La sospecha de que el monarca pretendía hurtar la Corona a su legítimo heredero, el futuro Fernando VII, a favor de Godoy desencadenó en marzo de 1808 el llamado Motín de Aranjuez.

Esta insurrección popular, acaudillada por unos cuantos aristócratas, conllevó la abdicación del Rey en su hijo. La coyuntura fue aprovechada por Napoleón –a quien Carlos IV había solicitado ayuda– para atraer a la familia real a Bayona y, una vez allí, obligar a Fernando VII a devolver la Corona a su padre. La maniobra dio el resultado que Bonaparte esperaba.

José Bonaparte, hermano de Napoleón, y situado por este en el trono español.
José Bonaparte, hermano de Napoleón, y situado por este en el trono español. (TERCEROS)

Recuperado el trono, Carlos IV lo puso a disposición de Napoleón, quien de inmediato situó en él a su hermano José, mientras Fernando VII quedaba recluido en el castillo de Valençay. Sus padres y Godoy iniciaban un exilio forzoso, compensado por una cuantiosa renta otorgada por el Gran Corso.

Herederos de la Ilustración

No es de extrañar, pues, que en tal situación, con el descrédito planeando sobre los Borbones, un sector de la población aceptara de buen grado la posibilidad de un cambio dinástico. E incluso que, además de por prudencia, una selecta minoría lo hiciera por seguir sus más profundas convicciones. Estos eran los herederos intelectuales de los ilustrados reformistas que a mediados del siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III, habían intentado difundir la filosofía del Siglo de las Luces, basada en el dominio de la razón y en el espíritu de la Enciclopedia.

Entre estos fieles a la causa de José Bonaparte abundaban los nobles, los eclesiásticos y los terratenientes partidarios del régimen absoluto. Leales al principio monárquico, juraron sus cargos en defensa de la institución por encima de la legalidad dinástica. Esta elite ilustrada preconizaba la necesidad de llevar a cabo desde el poder determinadas reformas políticas y sociales, así como la conveniencia de evitar un enfrentamiento bélico con Francia.

Lo necesario era contar con un monarca digno y avalado por la rectitud de su conducta.

De hecho, entre las múltiples consecuencias de la guerra temían que una contienda y el consiguiente vacío de poder incentivase los propósitos independentistas de las colonias americanas. En su proyecto político, solo una monarquía reformista y puesta al día podía evitar la desmembración de la nación. Lo necesario era contar con un monarca digno y avalado por la rectitud de su conducta. Si, además, su vínculo con la Revolución Francesa permitía pensar que salvaría a España de su atraso social y económico, mejor que mejor.

Este pensamiento político se define por sí solo en las palabras de un célebre afrancesado, el escritor Leandro Fernández de Moratín. En respuesta a la promesa del nuevo rey de garantizar “la integridad y la independencia de España” y los “derechos individuales de los ciudadanos”, Moratín escribió: “Espero de José I una extraordinaria revolución capaz de mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la razón, la justicia y el poder”.

Perseguidos durante la guerra

Mientras la mayoría de españoles se levantaba en armas contra las tropas bonapartistas, el nuevo monarca solo encontraba apoyo en los afrancesados. El rey trataba de iniciar una reforma política y social encaminada a recortar el poder de la Iglesia y la nobleza a favor de la burguesía. El Estatuto de Bayona, promulgado en julio de 1808 y redactado por ilustres afrancesados, había puesto de relieve el alcance de aquellas transformaciones en ámbitos como la enseñanza, el derecho o la religión.

El escritor Leandro Fernández de Moratín fue uno de los afrancesados de mayor prestigio.
El escritor Leandro Fernández de Moratín fue uno de los afrancesados de mayor prestigio. (TERCEROS)

Así, se llevaron a cabo importantes medidas, como la igualdad contributiva o la desamortización de los bienes de conventos. Pero el propio curso de la guerra, la falta de fuentes financieras y el contrapoder simbolizado en la Junta Central (máximo órgano gubernativo de la España no ocupada) se erigieron en graves obstáculos para el desarrollo de las acciones reformistas. En este clima tan adverso, la situación de los partidarios de José I no fue fácil.

En las zonas ya liberadas de la ocupación gala, la Junta ordenó incautaciones y amplió el número de proscritos “ingratos a su legítimo soberano, traidores a la patria y, como tales, acreedores de toda la severidad de las leyes”. A ello se unió la vandálica actitud de los ciudadanos. Fueron muchos los casos de linchamiento de presuntos simpatizantes con la causa del invasor a cargo de sus propios convecinos.

En esta postura no dejaba de haber un importante componente social, puesto que, por lo general, en las pequeñas poblaciones el afrancesado pertenecía a la elite local de la villa (el médico, el boticario, el maestro…), mientras que el grueso de sus agresores nacía del pueblo llano.

Las Cortes de Cádiz

De modo paralelo al transcurso de la guerra tuvo lugar un hecho histórico tan solo comprensible por el excepcional contexto que atravesaba el país. Debilitado el poder de la Junta Central tras una serie de derrotas militares, este órgano de gobierno, refugiado en Cádiz, dio paso a una regencia colectiva. En aquella ciudad, foco de liberales antibonapartistas, se produjo en 1810 una reunión a Cortes.

Su situación no hizo más que empeorar a lo largo de 1813, a medida que se hacía patente el fin de la soberanía de José Bonaparte.

Dos años más tarde sus diputados promulgaban una constitución de marcado talante liberal, con reformas de carácter más avanzado que las propuestas por José Bonaparte, en la que se reconocía a Fernando VII como rey de España. Pero no como rey absoluto, sino como monarca constitucional. Precisamente, el retorno de este a España acabaría con tal sueño.

Por su “colaboración con el enemigo”, los afrancesados fueron en su mayor parte incapacitados para desempeñar cargos públicos durante las Cortes de Cádiz. Su situación no hizo más que empeorar a lo largo de 1813, a medida que se hacía patente el fin de la soberanía de José Bonaparte. El monarca ofreció una salida digna para aquellos que aún no habían sido detenidos y con cuyo favor había contado.

Para ello organizó caravanas enteras con destino a la frontera francesa. Tras la batalla de Vitoria, que puso el final definitivo a la aventura napoleónica en España, la expedición de fugitivos que cruzaron el Bidasoa constaba de unos doce mil componentes.

Cae el rey José I

La vida de los afrancesados se complicó terriblemente a la caída del régimen josefino. La reacción popular fue terrible: venganzas, linchamientos, denuncias… La represión oficial, al menos, conseguía que se respetase la integridad física de los implicados, que solo podían defenderse mediante pliegos y pliegos de descargo redactados con el fin de librarse del estigma de su colaboracionismo.

Promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812. (TERCEROS)

Para controlar el proceso depurador se creó un tribunal que instruía procesos y recogía testimonios y apelaciones a favor o en contra de los encausados. Las prisiones se llenaron hasta rebosar y, para concentrar a los detenidos, hubo que habilitarse un sector del madrileño parque del Retiro. El rigor de la justicia y un irracional deseo de venganza no se paraban ante persona alguna por mínima que hubiese sido su implicación.

Desengaño en el exilio

Los exiliados confiaban en que Francia les compensaría de los servicios prestados al hermano del emperador. Sin embargo, la respuesta gala fue muy distinta de lo que esperaban. Concentrados en la región de la Gironda, el Estado francés ni siquiera escuchó las continuas peticiones de José Bonaparte a favor de quienes le habían ayudado. Por fin, hubo de hacerse cargo de ellos personalmente mediante la entrega de un millón de francos de su peculio particular.

Tras censarles, se les adjudicó residencia fija y se les concedió una cantidad de dinero proporcional al número de componentes de la familia. Los españoles estaban convencidos de que el exilio sería algo pasajero. De ahí que sobrellevaran su situación con buen talante. Había llegado hasta ellos el rumor de que, en las conversaciones de paz entabladas entre el duque de San Carlos en nombre de Fernando VII y el embajador La Forest, representando a Napoleón, se establecía que cuantos habían servido a José I recuperarían su condición civil, sus posesiones y sus cargos.

El 2 de mayo en Madrid, ilustrado por el pincel de Francisco de Goya. (TERCEROS)

Por otra parte, la firma del Tratado de Valençay, que ponía fin a la contienda, abría las puertas a un posible retorno de los exiliados gracias a un decreto de amnistía que esperaban se promulgase con motivo de la onomástica del rey, Fernando VII, en 1814.

La represión final

No contaban con el carácter avieso e inmisericorde del nuevo monarca. Este inició un durísimo proceso represivo contra todos aquellos que, en mayor o menor medida, habían colaborado con el invasor. Se establecieron cuatro tipos diferentes de delito: en primer lugar, se dictaminaban las penas de los que habían sido solicitados para cualquier cargo o implicación con el nuevo régimen pero lo habían rechazado.

En segundo, los castigos para quienes habían continuado en sus puestos durante el gobierno de José I, aun sin participar ideológicamente del mismo. Le seguían las sanciones destinadas a los que habían obtenido prebendas y honores. Y por fin, como última y más grave categoría, se dictaban las penas para los que habían realizado proselitismo o habían destacado por los servicios prestados a la causa josefina.

Joaquín Sorolla ilustra así el levantamiento contra los franceses en el cuartel de Monteleón de Madrid.
Joaquín Sorolla ilustra así el levantamiento contra los franceses en el cuartel de Monteleón de Madrid. (TERCEROS)

La consecuencia fue la expatriación perpetua de todos los ministros, consejeros de Estado, cargos políticos, dignidades eclesiásticas, títulos nobiliarios, militares o embajadores que habían colaborado con el gobierno de José I. Es decir, casi cinco mil personas, puesto que la medida se hacía extensiva a las esposas y familiares directos de los implicados.

Pese a las innumerables súplicas, pliegos de descargo, cartas y alegatos dirigidos a Fernando VII, en que los exiliados explicaban y razonaban sus diferentes posturas, la situación empeoró. Sobre todo durante la efímera vuelta al trono francés de Napoleón en 1815, en la que estos se manifestaron dispuestos a colaborar con el emperador. Con ello, tras la caída definitiva del Imperio napoleónico, el retorno de los exiliados a su patria resultó impensable.

Lanzando sus dardos represores contra afrancesados y liberales, el absolutismo fernandino pudo asentarse. Sólo en 1820, cuando el paréntesis del trienio liberal restableció la Constitución de 1812, las fronteras se abrieron para acoger a los expatriados. Para entonces, muchos ya habían muerto. Otros reemprenderían el camino del exilio en 1823, cuando, gracias a la ayuda de otro ejército francés, el de los Cien Mil Hijos de San Luis, garantes del absolutismo en Europa, se suprimieron de nuevo las garantías constitucionales. Había llegado el exilio definitivo para los afrancesados.

Fernando VII, ¿el deseado?

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Fuente: Historia de la Iberia vieja. 26/XI/2018

n 1814, tras la derrota de los ejércitos franceses y la expulsión de José Bonaparte, Napoleón acabó reconociendo a Fernando VII como rey, liberándole y devolviéndole el trono mediante el Tratado de Valençay. Nada más poner un pie en España, entrando por el camino de Valencia, recibe de la mano de un grupo de diputados afectos a su persona el llamado Manifiesto de los Persas, una auténtica declaración a favor de la restauración del régimen absolutista.

Lo firmaban 69 diputados en total y lo habían mandado a imprimir, además, para que fuera “conocido por todos por medio de la prensa”. El título completo del documento era Representación y manifiesto que algunos diputados a las Cortes Ordinarias firmaron en los mayores apuros de su opresión en Madrid, para que la Magestad del Señor D. Fernando el VII a la entrada en España de vuelta de su cautividad, se penetrase del estado de la nación, del deseo de sus provincias, y del remedio que creían oportuno; todo fue presentado á S.M. en Valencia por uno de dichos diputados, y se imprime en cumplimiento de real orden.

Así pues, El Deseado pasó a cumplir los deseos de sus partidarios de restaurar el régimen absolutista, perseguir a los liberales e instaurar un gobierno caracterizado por la mano de hierro. Fue exactamente lo mismo que hicieron el resto de monarquías europeas tras la caída del Imperio napoleónico, ni más ni menos: esforzarse por legitimarse en la tradición, combatiendo los principios revolucionarios que habían acabado desembocando en la Revolución Francesa, el asesinato de la familia real francesa y la posterior instauración del Imperio –que había puesto la soberanía nacional en manos de la voluntad general de los súbditos, en contraposición a la soberanía por derecho divino.

Para llevar a cabo esta tarea, Fernando VII instauró un régimen de represión y persecución tan feroz, que fue necesaria la creación de la Policía, cuerpo de seguridad que ha llegado hasta nuestros días. Las funciones que Fernando VII dio a la recién creada “Policía General del Reino” por aquella época quedaron reflejadas en el decreto publicado el 13 de enero de 1824:

“Debe hacerme conocer la opinión y las necesidades de mis pueblos, e indicarme los medios para reprimir el espíritu de sedición, de extirpar los elementos de la discordia y de obstruir todos los manantiales de la prosperidad”, aunque también había otras más cotidianas, como “impedir que se coloquen tiestos, cajas u otros objetos de esta clase en ventanas, azoteas o tejados donde puedan caerse y dañar a los que por ellas transiten”.

Tras el breve paréntesis del Trienio Liberal (1820-1823), en el que Fernando VII simuló someterse a un nuevo régimen constitucional, dio comienzo lo que la historia bautizó como la Década Ominosa (1823- 1833), el último periodo de su reinado, en el que actuó con más dureza si cabe, llevado por el enfado y los deseos de venganza. Ya le habían quitado la varita del poder dos veces, y no estaba dispuesto a dejar que sucediera una tercera vez.

Cerró periódicos y universidades, erradicó cualquier atisbo de liberalismo, prohibió las sociedades secretas tanto en España como en América, y se produjeron levantamientos absolutistas. Fue durante este periodo cuando empezó a desmembrarse el Imperio Español, con la pérdida de la práctica totalidad de las colonias americanas. Hoy, parece que lo único que hizo este rey por sus súbditos fue engañarles, imponerles un régimen absolutista y actuar únicamente a favor de sus intereses personales. En general, el perfil de este monarca se ha pintado con una paleta de colores peyorativos: chaquetero, corrupto, dictatorial, traicionero y vengativo.

Algunos, incluso, han llegado a afirmar que, de todos los reyes y reinas que ha tenido la Corona española, Fernando VII fue el que menos satisfizo a los españoles durante su regencia. Pero, ¿es cierto? ¿Hizo alguna aportación beneficiosa? Pasados los años, y con las gafas de la distancia, si le sometiéramos a una especie de juicio moderno, ¿cuál sería el veredicto? ¿Culpable o inocente?

Es verdad que, como rey de España, quizá no supo estar a la altura de un pueblo que derramó sangre por él, luchando en el frente de batalla para que “El Deseado”, como así le llamaban,volviera a coger las riendas del poder tras la ocupación napoleónica; pero no es menos cierto que a este monarca le tocó enfrentarse con un enemigo inédito: el terror gabacho había degollado a la monarquía francesa. Las cabezas de Luis XVI y María Antonieta sobre el cesto lanzaban un mensaje muy claro: un día, tu propio pueblo, instigado por los afrancesados, te puede mandar al cadalso en nombre de palabras tan gloriosas como “igualdad, libertad y fraternidad”.

Las reformas de las Cortes de Cádiz

 

Autor: Eduardo Montagut.

Fuente: Nueva Tribuna. 22/11/2018.

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Las Cortes de Cádiz, además de la Constitución de 1812, y de proclamar la soberanía nacional, aprobaron una serie de disposiciones legales de carácter político, administrativo, económico y social que supusieron una ruptura total con las estructuras del Antiguo Régimen. Son menos conocidas que el texto constitucional, pero de profunda significación para el futuro.

En primer lugar, se planteó una desamortización de gran calado, aunque ya Godoy había decretado una primera, algo más tímida. Ahora se aplicaría a las propiedades de los afrancesados por considerarlos traidores, de las disueltas Órdenes Militares, de los jesuitas, de una parte de los conventos, y la mitad de las tierras de los concejos, los propios y baldíos. Su propósito inicial era el de intentar sanear los problemas hacendísticos del Estado, una característica que definiría claramente el sentido de las futuras desamortizaciones, sin ningún contenido de reforma agraria. También se abolieron los privilegios de la Mesta, y se permitió el cercamiento de las tierras.

Se estableció el fin de la vinculación de la tierra en relación con los mayorazgos. Además, se suprimió el régimen señorial. Se abolieron los derechos feudales y los señoríos jurisdiccionales (1811), es decir, la dependencia personal de los campesinos. Los señores no podrían administrar justicia ni percibir rentas, aunque conservaron casi todos sus bienes porque sus posesiones serían convertidas en propiedades privadas. El nuevo Estado liberal se sustentaba en la igualdad legal de los ciudadanos, por lo que no podía mantenerse la jurisdicción señorial. Otra cuestión muy distinta era desposeer a la nobleza de sus propiedades, algo que explicaría la relativa facilidad con la que el antaño estamento privilegiado se adaptaría al nuevo orden liberal frente a lo que ocurrió con la Iglesia.

Se decretó la libertad de trabajo y de contratos. Suponía abolir los gremios (1813). Se trataba de una clara aplicación de los principios del liberalismo económico. Es importante destacar que esta libertad de contratación y de empresa tenía su contrapartida: el final de la cobertura laboral y ante los riesgos de la vida que ofrecían los gremios hacia sus miembros, una consecuencia social de gran envergadura, y que con el tiempo se agravaría ante el hecho de que la Iglesia no pudo seguir ejerciendo con amplitud su labor social de antaño, y el nuevo Estado liberal carecía de medios y voluntad para atender a desfavorecidos, enfermos, ancianos y marginados, que constituyeron un porcentaje muy elevado de la población española.

Por fin, se suprimió el Santo Oficio de la Inquisición, algo fundamental desde la ideología liberal por considerar que se trataba de una institución que atentaba contra la libertad de pensamiento y había imposibilitado el desarrollo de la ciencia en España desde hacía más de dos siglos. En este sentido, y siempre dentro de la lógica liberal, es importante destacar la labor de las Cortes a favor de la libertad de expresión, o de imprenta, como era concebida en ese momento. Se abolió la censura sobre los escritos políticos.

Las Cortes intentaron establecer un nuevo modelo de organización territorial distinto al del Antiguo Régimen, eliminando reinos, provincias e intendencias del pasado más remoto o más cercano del despotismo ilustrado. Los diputados liberales buscaban un modelo provincial de uniformidad territorial y de centralización, en línea con la idea de la igualdad ante la ley, y sin concebir ninguna particularidad territorial, marcando el sello profundamente centralizador del liberalismo español durante todo el siglo XIX.

Pero, al igual que la Constitución, estas medidas apenas pudieron aplicarse a causa de la guerra y de la restauración posterior del absolutismo. Aún así, esta legislación fue el referente de las futuras leyes y reformas que los liberales desarrollaron en el reinado de Isabel II, iniciando el peculiar proceso de Revolución liberal en España.

El Antiguo Régimen: ocaso y consecuencias.

Autor: José Alberto Cepas Palanca

Fuente: Alerta Digital, 30/10/2015

Ambiente: Los finales del siglo XVIII y los inicios del XIX marcan el ocaso del Antiguo Régimen (1808-1814). El año 1808 es la fecha comúnmente aceptada en la historia peninsular para marcar el nacimiento de la Edad Contemporánea. El Antiguo Régimen se basó en una demografía antigua, una natalidad y mortalidades elevadas, ristra de malas cosechas, innumerables guerras y abundantes epidemias. Una sociedad estamental heredada de la Edad Media, organizada en grupos conforme a unas atribuciones de funciones que aseguraba –a algunos – el disfrute de privilegios. La nobleza y el clero eran los privilegiados, lo que implicaba que el resto – tercer estado o estado llano – no tenían acceso a dichas prerrogativas; ricos comerciantes o agricultores, mendigos y vagabundos. Todo esto coronado por el rey que ocupaba el lugar principal y desde el cual se controlaba todo. Monarquía absoluta, o basada en la idiosincrasia inglesa, la moderada, en la creencia que era el sistema político perfecto para la sociedad de la época y el sistema político indiscutible. La economía descansaba en la agricultura, con unos sistemas de explotación – propiedad de la tierra y derechos adquiridos – que limitaban gravemente su desarrollo y abocaban a crisis de subsistencias y generación de hambrunas, de graves consecuencias. La industria, muy limitada, y el comercio, escaso, debido a la poca integración de los mercados nacionales, acompañados por los problemas de todo tipo en el desarrollo de los mercados coloniales.

La España de la fase final del Antiguo Régimen tenía entre diez y doce millones de habitantes. Madrid unos 200.000. El peso de la agricultura era cinco veces superior a la industria, y la principal producción eran las tejas y baldosas. Sólo se dedicaban a la industria, principalmente artesanal, unos 280.000 individuos, a excepción de la textil.

El número de funcionarios era aproximadamente unos 30.000 y el de comerciantes, más o menos idéntica cifra. La posesión de la tierra constituía el fundamento económico de la sociedad. Aproximadamente dos tercios de la propiedad estaba amortizada siendo más de la mitad en régimen de señorío. La crítica a los privilegios del clero era sobre todo a las órdenes religiosas. La Iglesia (el clero contaba con unas 150.000 personas) poseía la mitad de la tierra en Galicia, muy poca en Granada o en el País Vasco. Había 40 órdenes religiosas con más de 2.000 conventos. La nobleza contaba con unas 480.000 personas. El régimen señorial suponía el 95% de la Guadalajara actual. La explotación se hacía prácticamente sin ánimo de lucro. El señor tenía unos privilegios y era objeto de unas prestaciones que de hecho le convertían en dueño de la industria y el comercio en su señorío. No existía un único sistema de pesos, medidas y monedas y el sistema fiscal era complicado y muy injusto. El poder del rey revestía un carácter sagrado, semejante a la familia. La función de las Cortes sólo eran el reconocimiento del heredero y los actos de jura al mismo.

Melchor Gaspar de Jovellanos
Melchor Gaspar de Jovellanos

Había desaparecido el Consejo de Aragón, y el Consejo de Estado era el organismo central de la administración, que tenía competencias de rango administrativo, ejecutivo, judicial y legislativo, siendo los secretarios el medio directo de gobierno por parte del rey. La administración territorial (Capitanías generales, Audiencias, intendencias, etc.) era caótica. La administración local estaba en manos de los señores o de los Corregidores, según se tratara de un señorío o no. Existía una gran crisis económica potencial provocada por las limitaciones que la situación jurídica de la tierra imponía a la producción, añadida por las malas cosechas y la consecuente crisis de subsistencia. La legislación era muy abundante y complicadísima. La Inquisición apenas era temida y se dedicaba de manera casi exclusiva a perseguir beatas inventoras de milagros.

No obstante, en toda Europa, en el siglo XVIII, especialmente en los últimos decenios, se notaron algunos vientos de cambio, en algunas áreas. En España disminuyó la mortalidad, se incrementó la nupcialidad y, por tanto, la natalidad. El cambio más importante se observó en el ámbito de las ideas, los análisis y las críticas. Pocos eran los intelectuales del siglo XVIII especialmente en España que creían, vislumbraban o intuían los cambios que se podían producir, siendo algunos de los más prominentes Gaspar Melchor de Jovellanos (1744 -1811), Mariano Luis de Urquijo [(1769 – 1817), condenado por la Inquisición por traducir una tragedia de Voltaire] y José Blanco White (1775 – 1841); el resto de esa élite seguía anclados en el Antiguo Régimen, siendo un ejemplo claro el conde Floridablanca [José Moñino y Redondo, (1728-1808)].

Desencadenantes

Carlos IV
Carlos IV

Se nombró secretario de Estado al conde de Aranda, Pedro Pablo Abarca de Bolea (1718-1798), sustituyendo al anciano conde de Floridablanca en 1792, que fue totalmente marginado, aunque al final fue rehabilitado. Ese año Francia proclamó la Republica. Los folletos y todo tipo de propaganda anti borbónica empezaron a entrar clandestinamente en España, a pesar del endurecimiento de Aranda, que dificultaba su política, pasando a primera línea de urgencia la de salvar la vida del primo del rey Carlos IV, el rey francés Luis XVI. Con las noticias revolucionarias precedentes de Francia se produjo una drástica limitación de las posibilidades de tolerancia en el marco del régimen de despotismo ilustrado. Desapareció una parte de la prensa y, al resto, se les prohibió cualquier alusión directa al gobierno y a sus magistrados.

Desde agosto de 1798 se prohibieron las escarapelas con los colores nacionales franceses y el uso de chalecos con la palabra liberté así como la entrada de folletos y dibujos que pudieran pervertir o inquietar cabezas mal compaginadas. De todos modos, el impacto en las élites de las noticias provenientes de Francia fue muy grande, con independencia de la posición de cada uno. Si a eso se une el desprestigio de la Corona, se apreciará hasta qué punto era congruente la situación con el desenlace que se produjo. El cambio histórico se produjo desde las esferas más altas, al quedar inservibles todas las instituciones del Antiguo Régimen cuando tuvo lugar la invasión francesa, pero el cambio efectivo lo hicieron las esferas bajas.

Carlos IV, nombró a Godoy secretario de Estado, fulminando a Aranda. Godoy, acusado posteriormente de despotismo ministerial, era un joven inexperto, cuyo mérito conocido popularmente, era ser “el querido o el cortejo” de la reina, que aunque aceptada esa institución por la sociedad de la época, nunca había llevado consigo un ascenso social y político tan descomunal y tan rápido. En el fondo, no se aceptaba por la gente sencilla, que un joven advenedizo aunque de origen hidalgo – fue un simple Guardia de Corps – ascendiera al poder por medios muy poco lícitos extendiéndose, cual mancha de aceite por todo el reino.

Manuel Godoy

Manuel Godoy
Manuel Godoy

El pacense Manuel Godoy y Álvarez de Faria (1767-1851), ocho años después de su ingreso en la “Guardia de Corps” (*), el 15 de noviembre de 1792, fue elevado al cargo de primer secretario de Estado o del Despacho, es decir, Primer Ministro o “ministro universal”, por Carlos IV, quien desde que subió al trono no había cesado de llenarle de honores: cadete, ayudante general de la “Guardia de Corps”, Brigadier, Mariscal de campo y sargento mayor de la Guardia, duque de Alcudia, Grande de España de primera clase, regidor perpetuo de la ciudad de Santiago de Compostela, Caballero del Toisón de Oro, Gran Cruz de la Orden de Carlos III, Comendador de Valencia del Ventoso, Consejero de Estado, secretario de la reina, Superintendente general de Correos y Caminos, Gentilhombre de cámara con ejercicio, Capitán general de los Reales Ejércitos, inspector y sargento mayor del Real Cuerpo de la Guardia de Corps. A todos estos honores los reyes le añadirán el de “Príncipe de la Paz” por la firma del segundo Tratado de Basilea, en 1795. Más tarde, Godoy fue nombrado señor de Soto de Roma y del Estado de Albalá; Regidor perpetuo de la villa de Madrid y de las ciudades de Cádiz, Málaga, Écija y Reus, conllevando este último cargo el título de barón de Mascalbó, Caballero Gran Cruz de la Orden de Cristo y de la Religión de San Juan, protector de la Real Academia de Nobles Artes y de los Reales Institutos de Historia Natural, Jardín Botánico, Laboratorio Químico y Observatorio.

En 1801 fue nombrado Generalísimo, título nunca otorgado antes en España. Finalmente, en 1807, cerca ya de su caída, Carlos IV le concedió el título de Gran Almirante, con tratamiento de Alteza Serenísima y presidente del Consejo de Estado. Nada más y nada menos.

Era un progresista tibio, amigo de la Ilustración, que se atrajo el odio de curas y frailes que al final contribuyeron a su caída; atacó el emparedamiento, la costumbre de enterrar a los muertos en el interior de las ciudades – influenciado personalmente por José I – , las órdenes mendicantes y las corridas de toros. Se creía que era amante de la reina, María Luisa, y el mejor amigo del complaciente Carlos IV. Su correspondencia con la reina, que acaso permita negar la existencia de una relación carnal, revela la pobreza de su espíritu cortesano y tema constante; la salud de la pareja real. Su vinculación a la reina, parece haber sido de naturaleza más hipocondriaca que sexual. Su pecado no era la perversidad, sino la vulgaridad, la ostentación y la inexperiencia política de un recién llegado. Godoy era un apuesto oficial de la Guardia de Corps, que tenía 25 años cuando le fue otorgado un poder absoluto, superior al que pudo ostentar cualquier gobernante de España, posterior a él, hasta llegar al General Franco.

El apoyo del valido a la alianza francesa estuvo condicionado por su deseo de emplearlo contra sus enemigos en la corte, o por su esperanza de una retirada segura ante esos enemigos a un principado de Portugal que – según él – Francia tendría que concederle. Napoleón le despreció y explotó porque adivinó sus deseos y no podía tomar en serio su defensa de la independencia española. Hacia 1808 la impopularidad de Godoy se había extendido de los círculos intelectuales para abarcar todas las clases sociales, y la revolución profetizada en 1798 se volvía contra la Corte que apoyaba su poder; una Monarquía capaz de deshonrarse a sí misma, a su política exterior, de someter a España a la inflación, a la carestía y a la pérdida del Imperio colonial americano, debía ser limitada por una Constitución. El vago reformismo de la época iba emparejado con un constitucionalismo aristocrático que reafirmaba los privilegios de los grandes ricos hombres de Castilla, quienes podían tolerar ser gobernados por burócratas de carrera, pero la fulgurante carrera del valido era un privilegio aristocrático que no debía ser ejercido por el “choricero” Godoy. Mientras que el hijo del rey, Fernando, con su partido fernandino desacreditaba a la Corte de su padre, a Carlos IV, y a Godoy, porque creía que éste le estaba excluyendo del trono a través de una regencia. No iba mal encaminado.

Desarrollo

Napoleon Bonaparte
Napoleon Bonaparte

Godoy sabía que el príncipe de Asturias estaba intrigando contra él, junto con el embajador francés. El deseo de mantenerse en el poder o el temor de que llegaron al rey las acusaciones hacia su persona, hicieron que Godoy intentara separar a Carlos IV de su hijo: el príncipe de Asturias. Para lograr la desunión familiar, el valido apartó totalmente de las tareas del gobierno a Fernando, a pesar que Carlos III hizo entrar a su hijo en el Consejo durante el ministerio de Grimaldi, manteniéndole en una constante minoría de edad y conservando así el manejo exclusivo de los negocios del reino. Según palabras del propio Fernando, Godoy decía de él que era un joven sin talento, sin instrucción, sin aplicación, en fin, un incapaz, una bestia, que tales fueron las expresiones con que llegaron a honrarme en sus conversaciones él y su gavilla. El príncipe aglutinó en torno a sí a todos los que aborrecían a Godoy, formando el partido fernandino que fue creciendo en la medida que aumentaba el poderío de Godoy. La opinión pública del momento consideraba a Carlos IV, bueno, débil y necio; a la reina, María Luisa de Parma, una mala mujer; a Godoy un monstruo, y al príncipe de Asturias, la esperanza personificada.

La ambición de Godoy le llevó a intentar desheredar a Fernando y a conseguir un trono propio e independiente. Comenzó a expandir la idea que Fernando era incapaz de gobernar y, como sus hermanos eran menores de edad, sería necesario nombrar un regente en caso de fallecimiento del rey Carlos IV. Los fernandinos reaccionaron preparando un decreto en blanco firmado por Fernando, como rey de Castilla, para el caso de que acaeciera el fallecimiento del rey. Godoy se enteró de la trama y mediante un anónimo, comunicó al rey una conspiración dirigida por su hijo para destronarle y envenenar a la reina. El rey secuestró los papeles de su hijo y éste fue arrestado, como reo de alta traición. Godoy, viendo el panorama y de la reacción popular a favor del príncipe, se presentó como conciliador entre el padre y el hijo, de tal forma que el rey concedía el perdón a Fernando, aunque la causa continuó contra los cómplices. El Consejo de Castilla, sin hacer caso a Godoy, dictó sentencia absolutoria para todos, pero fueron desterrados gubernamentalmente de Madrid y los sitios reales. Se llamó el proceso de El Escorial. Fue contraproducente para el valido, pues mostró la desunión y debilidad de la familia real y el pueblo quedó indignado y dispuesto a una revolución – según expresó León y Pizarro.

Preludio de la intervención francesa

Tratado de Fontainebleau
Tratado de Fontainebleau

La debilidad de Godoy y la impotencia del príncipe de Asturias hicieron que ambos buscaran una ayuda que les apoyara en sus posiciones, ya de por sí precarias. La ayuda les llegó de la mano de Napoleón Bonaparte, el hombre más grande del siglo, un auténtico delirio en la mentalidad de la época. El emperador francés representaba la gran síntesis revolucionaria. Napoleón se convirtió en el árbitro de los destinos de España cuando su fama y poder estaba en pleno clímax, después de las victorias de Austerlitz (1805), Jena (1806) y firmar la paz con Rusia en Tilsit (1807). El desastre de la batalla naval de Trafalgar (1805) librada por la marina inglesa contra la franco-española no le impidió seguir con sus planes de expansión militar. El trasfondo de todo era que Napoleón quería invadir las Islas Británicas para poner fin a las correrías navales inglesas; al fracasar en el empeño, empezó a pensar que España, una aliada débil pero forzosa y, sin marina importante, sólo le podía servir como paso hacia Portugal, para de esta manera, evitar en lo posible el tráfico naval inglés cerrando sus costas el tráfico comercial con Inglaterra mediante el tratado de Fontainebleau.

El prestigio de Napoleón fue el que llevó a Godoy a firmar el citado tratado. Ahí empezaron las verdaderas desgracias para España. Aunque antes de la firma del tratado, un ejército francés al mando del general Junot cruzó el Bidasoa en octubre de 1807, con el pretexto de “tomar parte” en la guerra de Portugal, país siempre aliado de Inglaterra. En 1801, Napoleón conmina a Portugal a que rompa su alianza tradicional con Inglaterra y cierre sus puertos a los barcos ingleses. En esta pretensión arrastró a la España de Godoy, mediante la firma del tratado de Madrid de 1801. Según este tratado, España se comprometía a declarar la guerra a Portugal si ésta mantenía su apoyo a los ingleses. Ante la negativa portuguesa a someterse a las pretensiones franco-españolas, se desencadena la Guerra de las Naranjas, [llamada así popularmente debido al ramo de naranjas que Godoy hizo llegar a la reina María Luisa cuando sitiaba la ciudad de Elvas (Portugal)]. Dicha conflagración duró sólo 18 días.

El total de soldados franceses acantonados en España ascendía a unos 90.000, que controlaban no sólo las comunicaciones con Portugal, sino también con Madrid, así como la frontera francesa. La presencia de estas tropas terminó por alarmar a Godoy. En marzo de 1808, temiéndose lo peor, la familia real se retiró a Aranjuez para, en caso de necesidad, seguir camino hacia el sur, hacia Sevilla y embarcarse para América, por consejo del embajador inglés en Portugal, y azuzado por el propio Godoy, que estaba más preocupado por su rivalidad con Fernando, que por la suerte de la monarquía de la que era súbdito. Cuando no se habían cumplido dos meses desde la firma del tratado, las tropas francesas ocupaban Lisboa, y más soldados franceses continuaban cruzando los Pirineos y tomando posiciones en territorio español con el pretexto de “prevenir” una posible reacción inglesa. Rápidamente ocuparon Burgos, Salamanca, Pamplona, San Sebastián, Barcelona y Figueras.

En resumen: la política interior española se había convertido en una lucha a muerte entre las dos facciones, lo que motivó a Napoleón a desconfiar de todos. Eso lo aprovechó en su propio beneficio, engañando a todo el mundo aprovechando las sucias intrigas. A comienzos de 1793, Carlos IV, intercedió por la vida su primo, condenado a muerte por la Convención francesa lo que empeoró la situación con Francia, acarreando la declaración de guerra por parte francesa en marzo de ese año. La contienda no fue en nada favorable a los intereses españoles, que unida a la difícil relación con Inglaterra, aliada antifrancesa en ese escenario, llevó a la firma de la paz con Francia en el verano de 1795. Aunque al inicio de esa guerra hubo victorias españolas, lo que atenuó el descontento popular, los reveses de 1794 dieron nuevas alas a Godoy que ya era el príncipe de la Paz, lo que exacerbó más los ánimos en su contra. Hubo conspiraciones como la de Picornell (el ilustrado mallorquín Juan Picornell (1759-1825), —cuyas preocupaciones hasta entonces se habían centrado en la renovación pedagógica y en el fomento de la educación pública), en la que los conjurados trataban de dar un golpe de Estado apoyado por las clases populares madrileñas para salvar a la Patria de la entera ruina que la amenaza. Tras el triunfo del golpe, se formaría una Junta Suprema, que actuaría como gobierno provisional en representación del pueblo, y tras la elaboración de una Constitución se habrían celebrado elecciones, sin que estuviera claro si los conjurados se decantaban por la Monarquía constitucional o por la República, aunque sí sabían que la divisa del nuevo régimen sería libertad, igualdad y abundancia; la de Alejandro Malaspina (1754- 1809), que en septiembre de 1795, envió al gobierno español sus escritos sobre su expedición marítima, pero éste juzgó poco oportuna su publicación en la situación política por entonces existente. Desencantado, Malaspina tomó parte en una conspiración para derribar a Godoy, lo que condujo a su arresto en noviembre. Tras un dudoso juicio, en 1796, fue condenado a diez años de prisión en el castillo de San Antón de La Coruña.

También el incidente protagonizado por el conde de Montijo (Eugenio de Palafox y Portocarrero (1770-1834), que parece ser que, desde 1805 a 1808, dedicó su tiempo a conspirar contra Godoy con diversos planes, uno de los cuales dio lugar al Motín de Aranjuez de 1808). Todas fueron reprimidas con dureza, lo que no impidió que los descontentos siguieran en aumento.
Tratado de Fontainebleau.

Fue firmado el 27 de octubre de 1807 en la ciudad francesa de Fontainebleau (ciudad del área metropolitana de Paris) entre los respectivos representantes plenipotenciarios de Godoy, valido del rey de España, y Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses. En él se estipulaba la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, que se había unido a Inglaterra y se permitía para ello el paso de las tropas francesas por territorio español, siendo así el antecedente de la posterior invasión francesa de la Península ibérica y de la Guerra de la Independencia Española. En 1806, tras fracasar su intento de invasión de Inglaterra, Napoleón decreta el bloqueo continental, que prohibía el comercio de productos británicos en el continente europeo. Portugal, tradicional aliada de Inglaterra, se niega a acatarlo y Napoleón decide su invasión. Para ello necesita transportar allí sus tropas terrestres. Manuel Godoy, representado por su plenipotenciario, el Consejero de Estado y Guerra, Eugenio Izquierdo, firma con Gérard Duroc, representante de Napoleón, el tratado de Fontainebleau, en el que se estipula la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, para lo que se permite el paso de tropas francesas por territorio español.

Conforme al tratado, una vez invadido Portugal, éste sería dividido en tres zonas: el Norte se reserva para el Rey de España (exactamente para el rey de Etruria – estado satélite francés – cuyo rey, Luis I de Borbón, era sobrino de la reina de España), el Sur (Alentejo y Algarve) se darán en propiedad a Godoy y el resto de Portugal queda de momento sin decidir hasta que la situación se normalice. Igualmente se habla de repartir el inmenso imperio colonial portugués, aunque no se precisa más. El emperador francés reconocería al rey de España como emperador de las Américas una vez que terminara la conquista de Portugal y las aguas volvieran a su cauce, que se calculaba en tres años.

El motín de Aranjuez

Motín de Aranjuez
Motín de Aranjuez

Es una ironía que Godoy fuera derribado y tratado deshonrosamente como un traidor en el momento en que estaba decidido a oponerse a Napoleón; tenía el plan de trasladar a los reyes a Sevilla, lejos de las zarpas francesas, pero fue la gota que colmó el vaso para que se produjera el motín de Aranjuez. Según Godoy, el motín de Aranjuez fue obra de unos cuentos plebeyos seducidos, cuadrilla de lacayos, cocheros, marmitones, que habían sido comprados. La realidad fue que, aunque se produjo abajo, se indujo arriba.
El príncipe Fernando esperaba con toda su alma que Napoleón sancionara la revolución de Aranjuez, pero el emperador no tenía ninguna intención de malgastar la oportunidad que se le presentaba, apoyando a un rey títere de cuyo carácter e intenciones, desconfiaba. El 13 de marzo de 1808 Godoy llegó a Aranjuez procedente de Madrid tomando la decisión de trasladar la Corte a Sevilla el 15, mandando que vinieran sin estrépito una gran parte de las tropas acantonadas en Madrid.

Esta decisión sirvió para que los fernandinos mostraran una oposición al viaje real que habría supuesto la pérdida de la presunta amistad y protección de Napoleón, y lograsen unificar a todas las fuerzas políticas del país. Hicieron correr la voz de que había salido la orden del viaje de los reyes, creando en Aranjuez un clima de intranquilidad y malestar que según Félix Amat (confesor del rey) fue grande e igual en tropas y paisanos. En Madrid, el conde de Montijo, reunió en torno al príncipe de Asturias a todos los nobles y lograr el visto bueno del Consejo de Castilla, máximo órgano representativo del reino. En el Consejo de Ministros del día 14, el ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero (1754-1821), marqués de Caballero, se negó a firmar cualquier decreto que supusiese la huida de la familia real y por vez primera se enfrentó a Godoy, especificando lo que era su vida al lado de la familia real y diciendo al rey que tal resolución no es otra cosa que la guerra y, por tanto, es un mal cierto, que al contrario, la de quedarse y mostrarse confiado, si puede ser un mal, es muy incierto y probable. Las palabras de Caballero desembocaron en que los demás ministros hicieran lo propio, contándole al rey lo que habían callado durante más de 15 años; el poder del valido comenzó a disiparse.

El rey confuso, y como era preceptivo, mandó que se consultase el Consejo de Castilla. Al día siguiente, el Consejo ganado previamente por Montijo, adoptó una postura clara en contra de Godoy, desaconsejando el viaje real, negándose a proclamar un bando tranquilizador en Madrid y, después de retrasar todo lo que pudo la marcha de las tropas a Aranjuez, ordenando a éstas que impidieran al precio que fuera, el viaje de la familia real a Sevilla.

En Aranjuez se intentó eliminar el descontento, pero la agitación se palpaba mediante una proclama del rey en la que desmentía la posibilidad de cualquier viaje. La proclama electrizó todos los ánimos en términos que aquella tarde salieron los reyes y el príncipe por medio de un pueblo numeroso que los llenó de aclamaciones… pero no por esto el pueblo dejó de seguir desconfiado y vigilante, porque seguían llegando tropas a Aranjuez alcanzando la cifra de 10.000 soldados, cuando la población no alcanzaba los 4.000. Además, Montijo y otros nobles habían soliviantado a los habitantes de los pueblos cercanos para que acudieran a Aranjuez en defensa del rey. El plan que debía acabar con el poderío de Godoy estaba dispuesto para cuando Carlos IV, que con toda seguridad obedecería al valido, abandonase el Real Sitio.

Trafalgar
Trafalgar

El motín de Aranjuez se desencadenó debido a varias causas; las consecuencias de la derrota de Trafalgar, que recayó fundamentalmente en las clases bajas; el descontento de la nobleza; la impaciencia del príncipe de Asturias por reinar; la acción de los agentes de Napoleón; las intrigas de la Corte en donde se iba creando un núcleo opositor – el partido fernandino – en torno al príncipe de Asturias formado por aristócratas recelosos del poder de Godoy; el escándalo de las supuestas relaciones de éste con la reina María Luisa de Parma; el temor del clero a las medidas desamortizadoras y la presencia de tropas francesas en España, en virtud del Tratado de Fontainebleau, que se había ido haciendo amenazante a medida que iban ocupando (sin ningún respaldo del tratado) diversas localidades españolas.

En la noche del jueves 17, al viernes 18 de marzo, se formaron en Aranjuez numerosos grupos de cuatro a seis hombres embozados y armados de palos que, atravesaban silenciosos las calles del pueblo, capitaneados por el conde de Montijo rondando la casa de Godoy y las inmediaciones del camino a Ocaña. La tropa fue a los distintos puntos desde donde podría emprender el viaje, mientras que el pueblo rodeaba el palacio. El príncipe de Asturias y el resto de la familia real se asomaron a un balcón para demostrar que no se habían marchado, lo que calmó bastante a la gente. Aunque el pretexto de los incidentes fue al anuncio de la retirada de la familia real y de la corte a Andalucía, la realidad era el odio a Godoy; marcharon a su casa provistos de palos, picos, teas y azadas destrozando a hachazos la puerta principal y saqueando todo el palacio a excepción de una pequeña habitación repleta de alfombras y esterillas, donde el valido se había encerrado con llave. Los reyes, enterados del saqueo del palacio de Godoy y preocupados más por la suerte del valido que por la suya propia y, para apaciguar el tumulto organizado, cedieron a las presiones de los ministros firmando Carlos IV – a las cinco de la mañana – un decreto por el cual tomaba personalmente el mando del Ejército y la Marina, exonerando a Godoy de los empleos de Generalísimo y Almirante. A las seis de la mañana lo ánimos estaban aparentemente calmados.

El 19 por la mañana, Godoy acosado por el cansancio, el hambre y la sed salió de su cubículo, pero rápidamente fue descubierto. La noticia se difundió a la velocidad del rayo, dándose rápidamente cuenta a los reyes. Nuevamente un numeroso hervidero de hombres y mujeres acudió al palacio del valido para intentar acabar con su vida. Los Guardias de Corps evitaron que el pueblo entrase en el palacio y linchara al valido. Carlos IV, al enterarse, instó a su hijo a tranquilizar al pueblo para que pudiera conducirle, sin peligro para su vida, al cuartel de la citada Guardia de Corps, prometiendo que el decreto del día anterior sería cumplido, y le alejaría lejos de la Corte. Fernando logró calmar a la gente prometiendo que a Godoy se le encausaría y que se le llevaría al cuartel protegido por un escuadrón del mismo cuerpo, pero a pesar de esta protección y según un testigo de la época llegó con un ojo casi saltado de una pedrada, un muslo herido de un navajazo y los pies destrozados por los cascos de los caballos. La aparición de un coche tirado por seis mulas ante el cuartel para trasladar a Granada al príncipe de la Paz, por orden real, evitando así la apertura inmediata de la causa contra él, desató nuevamente la furia e ira de los manifestantes que se concentraron ante el cuartel, matando a una mula, cortando los tirantes del coche y destrozándolo. Los amotinados manifestaron en el patio del cuartel que no permitirían que se sacase al odiado valido, pidiendo que se le encausara en Aranjuez o en Madrid.

Nuevamente tuvo que intervenir Fernando para calmar a la enfurecida turba. Carlos IV, visto que se le iba a privar de su valido, sin consultar a la reina, incapaz de tomar decisión alguna y muy escaso de energía, consultó con los ministros, sobre la conducta que debía tomar. Unánimemente le aconsejaron abdicar en su hijo. A las siete de la noche del 19 de marzo, el rey convocó a todos los ministros y les leyó su abdicación del reino en favor de su hijo Fernando, príncipe de Asturias. Godoy fue enviado preso al castillo de Villaviciosa. Comenzaba el reinado del infausto Fernando VII.
La noticia de la abdicación se conoció en Madrid a las once de la noche de ese mismo día, pero no cundió demasiado debido a que era muy tarde y además, sábado. El día siguiente, ya domingo, el Consejo de Castilla anunció la subida al trono de Fernando VII. El entusiasmo de la gente no tuvo límites. El retrato del nuevo rey fue llevado por todas las calles hasta ser colocado en el Ayuntamiento. Según Mesonero Romanos: no hay que decir que todos los balcones se abrieron y atestaron de gente que con vivas y aclamaciones respondían a tal algazara, agitaban los pañuelos y con las palmas de las manos, con panderos, clarines y tambores de Navidad, reproducían hasta lo infinito, aquel estallido del entusiasmo popular. El júbilo en toda España fue enorme. En provincias, conocida la noticia, se repitieron las fiestas y las algaradas con que había comenzado en Madrid el nuevo reinado. En la mayoría de ciudades y pueblos se arrastraba el busto y el retrato de Godoy por las calles, se echaron las campanas al vuelo y se acababa con un solemne Te Deum en la catedral o en la iglesia mayor. Pero lo peor estaba por venir.

Abdicaciones de Bayona

Abdicación de Bayona
Abdicación de Bayona

A pesar de todo lo sucedido, la realidad era que el ejército francés tenía desplegados en la Península más de 95.000 hombres. Napoleón aprovechó los cambios producidos en el reino de España, para seguir implementando sus posibilidades, opciones y poderío. Su idea secreta era apoderarse del débil reinado de Fernando VII, – y de España con sus colonias – como lo había hecho en otras naciones europeas. El emperador nombró al mariscal Joachim Murat, el duque de Berg, cuñado suyo (su esposa era Carolina Bonaparte), jefe de las tropas francesas en la Península, que llegó a Madrid el 23 de marzo, un día antes que el rey Fernando. El mariscal francés empezó sus maniobras diplomáticas en su propio beneficio: consiguió del ex rey Carlos un documento en que éste declaraba nulo su decreto del 19 de marzo abdicando en favor de su hijo, con lo que ambos, padre e hijo, vieron debilitadas sus posiciones y consiguiendo una nueva discusión sobre la legitimidad del titular como rey de España. El general francés Jean René Savary, llegó a Madrid, como enviado especial de Napoleón, para convencer a Fernando en que se reuniera con éste para asegurar el apoyo francés a la causa fernandina. El joven acudió a la cita, engañado, acompañado por Savary y “tropas” del general Murat, ignorando que el final del viaje acabaría en Francia. En Madrid, quedó una Junta Suprema de Gobierno, presidida por el infante Antonio Pascual (hermano menor de Carlos IV) y algunos de los ministros de Fernando, con instrucciones poco precisas (fundamentalmente tener buenas relaciones con el ejército ocupante) para cubrir el vacío de poder, que de poco valió.

A finales de abril, Napoleón tenía en su poder a casi todos los miembros de la familia real, a Godoy y al canónigo Juan Escóiquiz Morata (ambicioso e intrigante preceptor de Fernando, partidario abierto de Napoleón, que llegó incluso a convencerle para que escribiera una sumisa carta al emperador en la que solicitaba humildemente una mujer de su familia con la que casarse), empezando su presión sobre ellos, para de esta manera, dividirlos y ahondándolos aún más, de acuerdo con sus intereses. Pocos días después, Carlos IV, se reafirmó en la nulidad de su abdicación, resultado de la fuerza y de la violencia – según él – cediendo sus derechos al emperador a cambio de asilo en Francia y unas rentas, argumentando que Napoleón era el único que podía poner paz en España. Al día siguiente, el 6 de mayo, Fernando, que aún no conocía la decisión paterna, también se sometió a la voluntad napoleónica. El resultado fue que Napoleón se convirtió, en un santiamén, en dueño y señor de España. Pero en la Península, las fuerzas invasoras, comenzaron a tener las primeras escaramuzas, no con la Junta de Gobierno nombrado por el rey Fernando, sino con el pueblo llano, que ya se estaba dando cuenta de las verdaderas intenciones de los franceses.

El dos de mayo

El día uno de mayo, la tensión es ya palpable; por la mañana aparecen unos impresos titulados Carta de un oficial retirado en Toledo donde se propone el cambio de dinastía. Horas más tarde, Murat pasa revista a sus tropas en el madrileño paseo del Prado, desde la puerta de Atocha hasta la de Recoletos, y al volver a su palacio del Almirantazgo- expropiado a Godoy y situado en la madrileña plaza de la Marina, esquina a Bailén – es alcanzado por varias piedras que le lanza la gente reunida en la Puerta del Sol. Rápidamente intervienen las autoridades y el suceso no va a más.

El lunes, dos de mayo, amanece despejado, tras una noche lluviosa. A las siete de la mañana salen de las caballerizas reales dos carruajes hacia la puerta del Príncipe del palacio Real. Murat ha dispuesto la salida para Francia de la reina de Etruria (**), con sus hijos y del infante Francisco de Paula. La de éste, pretende retrasarla a la noche para ocultarla a la población y evitar posibles alteraciones. La reina de Etruria no es muy querida por el pueblo a causa de las maniobras que ha hecho ante Murat para derogar la abdicación de su padre, y la intermediación por la liberación de Godoy. El infante es el hijo pequeño de Carlos IV y junto a su tío Antonio, presidente de la Junta de Gobierno, formada tras la marcha de Fernando VII son los últimos miembros de la familia real que quedan en Madrid. A las ocho y media de la mañana la reina de Etruria sale por la puerta del Príncipe y se monta en uno de los dos carruajes, junto a sus hijos, una aya y un mayordomo. Una vez todo dispuesto, parte hacia Francia ante la mirada de un pequeño grupo de gente que se ha reunido frente al palacio Real. El otro carruaje queda junto a la puerta a la espera de que monte el resto de la servidumbre que acompañará a la reina de Etruria o el pequeño infante, tal como teme la gente, que sigue acercándose a palacio y que ya forma un número significativo de personas. Entre éstas se encuentra Blas Molina, cerrajero de profesión, que al observar detenidamente el carruaje sospecha de la salida de los infantes exclamando en voz alta: ¡Traición! ¡Traición! ¡Nos han llevado al rey y se nos quieren llevar a todas las personas reales! ¡Mueran, mueran los franceses! Un grupo de los reunidos en la puerta, con Blas a la cabeza, se introduce en palacio y suben a las plantas nobles, donde se encuentran los infantes. Ante su presencia se calman los ánimos, y con la promesa de la salida del infante Francisco a un balcón de palacio para tranquilizar al pueblo, se les convence para que se retiren.

Por el balcón a la derecha de la puerta del Príncipe, aparece el príncipe causando el delirio de la ya gran multitud que se ha congregado frente a la residencia real. Murat, desde su palacio, observa el tumulto y manda a uno de sus ayudantes a que se informe de lo que pasa. Al llegar, el francés sufre la ira del pueblo y si no es por la protección de un oficial de las Guardias Walonas (***) hubiera peligrado su vida. Un correo que lleva órdenes para el general francés Grouchy es acorralado, consiguiendo escapar en el último momento. Un soldado francés procedente del cercano cuartel de San Nicolás, es asesinado. Estos acontecimientos alarman a Murat que toca generala poniéndose en movimiento las tropas situadas en los diversos campamentos y acantonamientos franceses de Madrid, y en las afueras.

El primer acto de la rebelión y que quedó como simbolismo del nacionalismo revolucionario – el levantamiento del 2 de mayo – fue obra del bajo pueblo y alarmó al Consejo de Castilla tanto como al general Murat. Éste, presionó ostensiblemente sobre la Junta de Gobierno, para que autorizase la salida del infante Francisco de Paula (decimocuarto hijo de Carlos IV), hacia Francia, lo que llevó a aquélla a convocar una reunión para hablar sobre el tema. Fueron llamados representantes del Consejo de Castilla, de Hacienda, de la Indias y Órdenes, además de otras altas personalidades del reino. En la tensa reunión se planteó la posibilidad una guerra para defender y hacer frente a la ocupación francesa. En esa reunión se decidió crear otra Junta suplente por si Murat cumplía sus amenazas de acabar con la que había nombrado Fernando VII.

En la mañana del día siguiente de esa segunda reunión – ya era el dos de mayo – comenzó una agitación en Madrid entre los que asistieron a la salida de palacio de los últimos miembros de la familia real. El intento de evitar que abandonasen la ciudad provocó un choque entre la población madrileña y una unidad militar francesa. El levantamiento popular se generalizó al ser público el número de muertos y heridos producidos por la reacción francesa, al sofocar la revuelta. El pueblo ignoró las recomendaciones reiteradas de calma por parte de las ya desprestigiadas autoridades españoles, produciéndose asesinatos, fusilamientos en masa a causa de la durísima represión que siguió, ordenada por Murat. Se generó una sangrienta y desordenada lucha entre los madrileños y las tropas francesas. Hubo actos heroicos como los protagonizados por los capitanes Luis Daoíz y Pedro Velarde, aunque a costa de sus vidas. Francisco de Goya, plasmó esas situaciones en cuadros como “La carga de los mamelucos” y “Los fusilamientos del dos de Mayo”.

Los madrileños comenzaron así un levantamiento popular espontáneo pero largamente larvado desde la entrada en el país de las tropas francesas, improvisando soluciones a las necesidades de la lucha callejera. Se constituyeron partidas de barrio comandadas por caudillos espontáneos; se buscó el aprovisionamiento de armas, ya que en un principio las únicas de que dispusieron fueron navajas; se comprendió la necesidad de impedir la entrada en la ciudad de nuevas tropas francesas. Todo esto no fue suficiente y Murat pudo poner en práctica una táctica tan sencilla como eficaz; cuando los madrileños quisieron hacerse con las puertas que estaban cerca de la ciudad para impedir la llegada de las fuerzas francesas, acantonadas en sus afueras, el grueso de las tropas (unos 30.000 hombres) ya había penetrado, haciendo un movimiento concéntrico para dirigirse hacia el centro. No obstante, la gente siguió luchando durante toda la jornada utilizando cualquier objeto que fuera susceptible de servir de arma, como piedras, ramas de árboles, tirachinas, todo tipo de barras, cubos de agua, macetas arrojadas desde los balcones, etc. Así, los acuchillamientos, degollamientos y detenciones se sucedieron en una jornada sangrienta. Mamelucos y lanceros napoleónicos extremaron su crueldad con la población y varios cientos de madrileños, hombres y mujeres, así como soldados franceses, murieron en la refriega.

Si bien la resistencia al avance francés fue mucho más eficaz de lo que Murat había previsto, especialmente en la puerta de Toledo, la puerta del Sol y en el Parque de Artillería de Monteleón (actualmente existe un arco de entrada a dicho Parque de Artillería integrado en el monumento a Daoíz y Velarde, en la Plaza del dos de Mayo de Madrid), su operación de cerco le permitió someter a Madrid bajo la jurisdicción militar y poner bajo sus órdenes a la Junta de Gobierno. Poco a poco, los focos de resistencia popular fueron cayendo. Como un reguero de pólvora corrieron las noticias de lo que estaba aconteciendo en Madrid. La gente estaba cansada de soportar a los franceses.

El mismo día que estalló la revuelta en Madrid, en el pueblo de Móstoles, cercano a la capital, su alcalde ordinario por el Estado, Andrés Torrejón García, junto a Simón Hernández, alcalde ordinario por el Estado General, firmó el conocido como Bando de Independencia, redactado por Juan Pérez Villamil, que alertaba sobre la masacre cometida en Madrid por las tropas napoleónicas y que llamaba al auxilio de la capital por parte de otras autoridades, incitando a la nación a armarse contra los invasores franceses. Tuvo una enorme repercusión, ya que en las siguientes semanas se fueron produciendo revueltas en bastantes provincias. Aparte, las tensiones producidas en España por el centralismo borbónico y la marginación de sectores de la población en ciudades pobladas, ayudaron bastante en el desarrollo del estallido antifrancés.

La situación de los defensores del Antiguo Régimen fue indecisa. Se vieron obligados a decidir: apoyar el levantamiento, en contra de su filosofía, o bien, aceptar los planes de Napoleón.
Las abdicaciones de Bayona, por desgracia, habían abierto aún más el camino del emperador que continuaba presionando a la Junta y al Consejo de Castilla para legalizar sus decisiones. Pero el diez de mayo, éste organismo, desafortunadamente para el reino, aceptó a Murat como teniente general de la monarquía, lo que implicaba que el general francés ejercería el mando supremo en el ejército español. Mientras tanto, Napoleón continuaba con su inmisericorde labor de zapa ofreciendo a su hermano, José, el reino de España, dejando su trono italiano, que ostentaba en esos momentos. Murat recibió instrucciones concretas para preparar la llegada del nuevo rey, cosa que no le costó mucho trabajo debido al beneplácito de las instituciones españolas, a las que les quedaban pocas horas de libertad, así como a todo el pueblo español.

Conclusión

En el fondo, Napoleón y los franceses no comprendieron en absoluto el significado de este levantamiento popular. Los funcionarios franceses sabían que el patriotismo de las clases oficiales era dudoso y vacilante; pensaban que si los capitanes generales se sometían, el pueblo les seguiría. Creían que el pueblo español estaba plagado de cobardes, como los árabes – según decían ellos. En cuanto a la tropa, José I, aseguró a su hermano que seguiría al mejor postor. La nobleza, el clero y los militares se unieron al pueblo a tiempo y apaciguaron los desórdenes, que iban en aumento día tras día. A medida que los ejércitos franceses avanzaban, en la zona cada vez más reducida controlada por los anti franceses, en el que hubo diversos gobiernos españoles (Junta, Regencia, Cortes), el gobierno efectivo y el esfuerzo bélico de los años 1808-1814 estuvo en manos de las juntas que concedían pasaportes, hacían levas locales, expedían licencias a los boticarios, etc. Por encima de las juntas ciudadanas se hallaban las juntas provinciales, organismos controlados por propietarios locales, clérigos, oficiales y funcionarios que se habían unido a la causa patriótica.

El Consejo de Castilla, pese a sus repetidos llamamientos a que era la única autoridad legalmente constituida, estaba desacreditado por su sumisión a Murat por lo que las juntas provinciales trataban sus órdenes despreciativamente. En septiembre de 1808, los delegados de las juntas provinciales se reunieron en Aranjuez – ya se había librado la decisiva batalla de Bailén a favor de las tropas españolas – constituyendo la Junta Central. Pero esta Junta tenía mala fama. La formaban 35 personas presididas por Floridablanca que entre otras cosas pretendía que, al anciano presidente, se le llamara “majestad”.

Había empezado la Guerra de la Independencia y el Antiguo Régimen había pasado a mejor vida… aparentemente.

(*) La Guardia de Corps (1706-1814), estaba compuesta por gente escogida, recomendada por la nobleza y destinada a prestar servicio en la inmediación del monarca y generalmente estaba constituida por tropas de Caballería. Los soldados del cuerpo de Guardias de Corps tenían la categoría de oficiales; los cadetes eran capitanes; los exentos y ayudantes, tenientes coroneles; los tenientes eran generales y los capitanes, Grandes de España y Capitanes Generales del ejército. Al principio, el efectivo total fue bastante reducido, pero más tarde se llegaron a constituir seis compañías o brigadas: unas de italianos y otras de flamencos y españoles e incluso de americanos de noble estirpe hasta completar, al terminar el siglo XVII, unos mil hombres. Tan desproporcionado cuerpo para el propósito que debía cumplir y las exageradas prerrogativas de que disfrutaba, sin que el verdadero prestigio ganado por brillantes acciones militares o las cualidades sobresalientes de sus individuos los distinguiesen de los demás cuerpos, propició su desaparición. Posteriormente, esa función fue desempeñada por el cuerpo de Guardias Alabarderos y el escuadrón de la Escolta Real.

(**) María Luisa de Borbón o María Luisa de España (1782- 1824), era hija de Carlos IV, y por tanto hermana de Fernando VII. En el año 1801, Napoleón Bonaparte ocupa el territorio del ducado de Parma (que fue un antiguo estado italiano existente entre 1545 y 1860, a excepción de un corto periodo en el que pasó a formar parte de Francia) e inmediatamente asigna a los duques de Parma el territorio del reino de Etruria, creado sobre el antiguo Gran Ducado de Toscana. La compensación territorial se hace ya que la familia Borbón de España, de la cual era miembro la duquesa, era aliada de la causa bonapartista en aquel momento. El reino de Etruria tiene una efímera vida y en 1807 desaparece.

(***) Las Guardias Walonas (1713-1815), fue un Cuerpo de Infantería reclutado originalmente en los Países Bajos, fundamentalmente en la Valonia católica. La Guardia valona o walona era un cuerpo escogido en el ejército del rey, cuya creación se remonta a la época en la que los Países Bajos formaban parte de la Monarquía de los Habsburgo. Se reclutaban entre los hombres más aguerridos y de mayor estatura para ser empleados en misiones de especial riesgo, como encabezar un asalto o cubrir una retirada. Realizaban también labores de seguridad ciudadana. Estaba formada por flamencos o valones en número de unos 4.000 hombres. Después de la emancipación de aquellos territorios, continuó subsistiendo en España la Infantería valona que, junto con la española, la irlandesa, la italiana y la suiza, constituían los distintos regimientos de soldados profesionales en la Guardia Real y como unidades de refuerzo en tiempo de campaña a la Caballería e Infantería del ejército español.

Bailén: la batalla en la que los españoles humillaron a Napoleón.

Autor: Ángel Viñas,

Fuente: El Mundo, 19/07/2018

Tal día como hoy de hace 210 años se descubrió algo que, a esas alturas, parecía impensable: los ejércitos de Napoleón que dominaban Europa no eran invencibles. Ocurrió en una pequeña localidad española que desde entonces pasó a la historia, Bailén. Allí tuvo lugar la primera derrota en una batalla digna de tal nombre del ejército francés. Fue al poco de empezar lo que nosotros conocemos como Guerra de la Independencia, los ingleses como Peninsular War y Napoleón como la maldita guerra de España.

El chispazo fue la sublevación madrileña del Dos de Mayo. Sofocada por los franceses, dio paso, en las semanas siguientes, a una cascada de declaraciones de guerra por parte de las provincias y regiones españolas. A partir de entonces, los franceses ya no tenían que soportar sólo las miradas de odio, los encontronazos y altercados con los paisanos de aquel país montaraz y atrasado. Ahora se enfrentaban a una situación de guerra abierta, una guerra para la que, además, no estaban preparados.

En ese mes de junio es nombrado rey de España José Bonaparte, hermano del emperador, y éste le envía rápidamente a Madrid para que ocupe el trono. Antes, y tras ver cómo se ponían aquí las cosas tras el Dos de Mayo, ha mandado a uno de sus mejores generales, Pierre Dupont, a controlar Andalucía. El 7 de junio, Dupont toma Córdoba, defendida mayoritariamente por paisanos armados, cuyo empeño por expulsar a los franceses no se corresponde con su capacidad de combate. Pero, frente al espontaneísmo del paisanaje, las tropas regulares del Ejército español en Andalucía se han organizado bajo el mando del general Castaños y se disponen a atacarle.

Las tropas que manda Dupont no están, por otra parte, a la altura de la fama de la Grand Armée. Como señala Emilio de Diego, uno de los máximos especialistas en la Guerra de la Independencia, en su imprescindible España, el infierno de Napoleón (La Esfera de los Libros), «en cuanto a su preparación, tanto sus cuadros como la tropa dejaban mucho que desear», algo extensible al conjunto de los ejércitos franceses en la península, de los que sólo un 20% contaba con experiencia de la guerra, y, entre estos, la mayoría tenía una edad excesiva.

El francés afronta unos inconvenientes muy claros: un frente demasiado largo entre Andújar y las estribaciones de Sierra Morena, con las consiguientes dificultades de aprovisionamiento, la hostilidad de la población, la adversidad del terreno y del clima, y la mala información.

En cuanto al ejército mandado por el español Castaños, es más numeroso, pero tiene también sus propias dificultades, empezando por la de ser un conglomerado heterogéneo de militares y paisanos. Demos la palabra al gran Pérez Galdós: «Cuerpos reglamentados españoles, con algunos suizos y walones; regimientos de línea que eran la flor de la tropa española; regimientos provinciales que ignoraban la guerra, pero que se disponían a aprenderla; honrados paisanos que en su mayor parte eran muy duchos en el arte de la caza, y por lo general tiraban admirablemente; y por último, contrabandistas, granujas, vagabundos de la sierra, chulillos de Córdoba, holgazanes convertidos en guerreros al calor de aquel fuego patriótico que inflamaba el país… Se formó de lo que existía; entraron a componer aquel gran amasijo la flor y la escoria de la Nación; nada quedó escondido, porque aquella fermentación lo sacó todo a la superficie, y el cráter de nuestra venganza esputaba lo mismo el puro fuego, que las pestilentes lavas».

En la primera quincena de julio Dupont recibe algunos refuerzos, de modo que sus tropas superan los 20.000 hombres, pero 2.000 de ellos están dedicados a asegurar las comunicaciones con Madrid entre La Carolina y Manzanares. El resto estaban en Andújar y entre Guarromán, Bailén, Mengíbar y Linares.

José Sánchez-Arcilla, codirector, junto con el citado Emilio de Diego, de otra obra imprescindible, el Diccionario de la Guerra de la Independencia (Actas, dos tomos), se ocupa en él de la entrada correspondiente a Bailén. Ahí explica cómo el plan de ataque del ejército español se elaboró en Porcuna el 11 de julio, cómo unas informaciones erróneas y la preocupación por no perder la línea de comunicación con Madrid llevaron a los franceses a una serie de movimientos que dejaron desguarnecidos algunos puntos esenciales, además de provocarles un desgaste que les pasaría factura.

Las divisiones españolas mandadas por Reding y Coupigny se adelantaron a Dupont, ocupando unos cerros estratégicos en Bailén. Tras las escaramuzas de los días previos, a las tres de la madrugada del 18 de julio empezó la batalla con el ataque francés al campo español. Frenado éste, el ataque español se dirigió a los dos flancos del enemigo. Tras una serie de ataques y contraataques con diversas alternativas, se produjo un intenso combate artillero en el que se impuso el mayor calibre de las piezas españolas. Los dos bandos temían la llegada de refuerzos para el enemigo (Vedel, en el caso francés, y el propio Castaños para los españoles). Eso empujó a Dupont a un último esfuerzo que acabó dejándole exhausto a mediodía. Las esperadas tropas de Vedel, que habían estado moviéndose un tanto erráticamente por las localidades cercanas (La Carolina, Andújar) llegaron a Bailén cuando todo estaba decidido. «¡Ay!, ¡si Vedel hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protector en aquel día de la España oprimida y saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua, y se había principiado a negociar la capitulación», escribe Galdós.

Muchos soldados franceses acabaron deportados en la isla de Cabrera, en condiciones infrahumanas, en uno de los capítulos más negros de una guerra que abundó en ellos. Las consecuencias de Bailén no se hicieron esperar. Enseguida llegaron rumores a Madrid. José Bonaparte, que había llegado a la capital el día 20 y había sido proclamado públicamente Rey de España el día 25, tuvo la confirmación definitiva de la derrota el 28 de julio. El 1 de agosto salía de la capital junto con sus generales. Bailén supuso también que se levantara el sitio de Zaragoza. García de Cortázar ha recordado cómo la batalla inspiró a gente como Shelley, Wordsworth o Turguénev y «fue una gran esperanza para los europeos que luchaban contra Napoleón».

Luego habría más batallas, Napoleón entraría en España y José I volvería a Madrid. Pero Bailén demostró la vulnerabilidad del ejército francés a causa de lo que también se llamó la úlcera española.

El derrumbe del Antiguo Régimen

Autor: Enrique Llopis,

Fuente: El País, 22/01/2012

Las secuelas de la Revolución Francesa de 1789 desencadenaron el inicio de la crisis del Antiguo Régimen en España, un periodo caracterizado por las guerras, la debilidad y el derrumbe de muchas de las viejas instituciones, la inestabilidad política y la alteración de la dinámica económica.

Desde un punto de vista macroeconómico, entre 1789 y 1840, año en el que finalizó la primera guerra carlista y se asentó el régimen liberal, se alternaron dos fases expansivas, 1789-1801 y 1815-1840, y una recesiva, entre 1802 y 1814. Este artículo se ocupa esencialmente de la crisis de la década y media inicial del siglo XIX, pero también extiende su mirada al antes y al después.

En cuanto a las fases de crecimiento, resulta aparentemente paradójico que España, de 1789 a 1801 y de 1815 a 1840, obtuviera resultados económicos positivos en momentos de graves contratiempos internos y de cierta desintegración de la economía internacional. La principal clave explicativa radica en que el debilitamiento, primero, y el desplome, después, del Antiguo Régimen facilitaron la incorporación a la labranza de enormes extensiones de tierra.

En la España del XVIII coexistían dos velocidades, dos maneras de crecer

El siglo XIX se abrió con importantes epidemias y malas cosechas

La Guerra de la Independencia abortó la incipiente recuperación

Las colonias americanas prescindieron de la mediación hispana

La ocupación francesa debilitó las instituciones del Antiguo Régimen

La expansión del cultivo de cereal sostuvo el avance entre 1815 y 1850

 

En la España del siglo XVIII coexistieron dos velocidades y dos modos distintos de crecimiento económico. En los territorios interiores y en las regiones septentrionales, el PIB aumentó a una tasa no superior al 0,5%, el crecimiento tuvo un carácter marcadamente rural, la productividad del trabajo en la agricultura permaneció estancada y los progresos en la especialización y en los tráficos mercantiles fueron modestos.

La España interior estaba lejos de aprovechar plenamente su potencial de crecimiento agrario: muchas zonas se hallaban aún poco colonizadas porque los grandes propietarios territoriales rentistas, las oligarquías locales con importantes negocios pecuarios, los dueños de cabañas trashumantes y la Mesta, grupos que acumulaban bastante poder, estaban interesados en frenar las roturaciones en las tierras municipales.

Por el contrario, en el área mediterránea y en la Andalucía atlántica, el PIB creció a una tasa cercana o algo superior al 1% y la expansión productiva se sustentó, al igual que en otras zonas de Europa occidental, en un cierto incremento de la productividad agraria, en el auge de la economía marítima, en el desarrollo de la protoindustria y en la mayor laboriosidad de la mano de obra familiar. En muchos casos, esa intensificación del factor trabajo fue la respuesta a la caída de los salarios reales y/o al descenso de ingresos netos de numerosas explotaciones agrarias, fruto del incremento de las rentas territoriales y de la reducción de su tamaño ocasionada por la mayor presión de la población sobre los recursos agrarios.

Por consiguiente, las «fuerzas económicas del progreso» (mayor comercio y especialización y pequeños avances tecnológicos) solo resultaban claramente hegemónicas en una parte minoritaria de España; de ahí que nuestro país siguiese divergiendo de Europa occidental en el siglo XVIII.

La década de 1790 fue un periodo de fuertes convulsiones, de desequilibrio financiero del Estado y de crisis sectoriales, pero también de aceleración del crecimiento demográfico y agrario. En la España del siglo XVIII, su último decenio fue, tras el de 1720, el de mayor crecimiento de los bautismos (véase el gráfico 1 basado en una muestra de más de 1.200 localidades). Lo más llamativo de este auge radicó en que fue protagonizado fundamentalmente por regiones que habían registrado una expansión modesta o moderada en el siglo XVIII (Andalucía occidental, Aragón y Castilla-La Mancha). En las zonas interiores, este crecimiento demográfico habría sido inalcanzable sin que simultáneamente se registrara una importante expansión agraria.

El impulso agrícola de la última década del siglo XVIII fue fruto de la necesidad, de los mayores incentivos y de las oportunidades abiertas por el nuevo panorama político. Los granos se encarecieron notablemente en todos los mercados y, además, el diferencial de precios del trigo entre la periferia y el interior se incrementó debido en buena medida a la disminución y a la mayor irregularidad de las importaciones resultantes de las perturbaciones que los conflictos bélicos ocasionaron al comercio exterior desde 1793. De modo que el interior se encontró con una coyuntura favorable para incrementar su participación en el abasto de cereales de la periferia. Además, el cambio de escenario político provocado por la Revolución Francesa indujo a los integrantes del frente antirroturador a moderar su oposición a los rompimientos. El notable incremento de la defraudación en el pago del diezmo, aparte de ser un exponente del inicio de la descomposición del Antiguo Régimen, también constituyó un acicate para ampliar las labores.

La década de 1790 presentó una cara, la expansión demográfica y cerealista, pero también una cruz: fuerte incremento de las tensiones inflacionistas y acusado descenso de los salarios reales, agudización de los problemas financieros de la Monarquía, reducción y mayor irregularidad del comercio exterior y dificultades para todas las economías periféricas que mantenían un apreciable grado de dependencia de los intercambios internacionales.

La recesión de la década y media inicial del siglo XIX estuvo integrada, en realidad, por dos crisis distintas: la ocasionada por las malas cosechas y las importantes epidemias (paludismo, tifus y fiebre amarilla) de principios del Ochocientos, y la desencadenada por la Guerra de la Independencia. Los factores exógenos a la economía y a la sociedad españolas desempeñaron un papel preponderante en dichas crisis, pero los endógenos no fueron ajenos a la magnitud de ambas: primero, la creciente desigualdad en el reparto del ingreso en la segunda mitad del Setecientos había acentuado la precariedad de muchas familias; y, segundo, la elevada mortalidad del periodo también obedeció a la incapacidad de los Gobiernos para paliar escaseces y carestías, y al deterioro del funcionamiento de los mercados y de instituciones asistenciales, como los pósitos, que estaban siendo sacrificadas para evitar el colapso financiero de la Monarquía.

En la España interior de la época moderna, la crisis de mortalidad de 1803-1805 fue, tras la de 1596-1602, la que tuvo un mayor alcance territorial e intensidad. El desastre demográfico de 1803-1805 fue fruto de una crisis de subsistencias muy profunda (el promedio anual del precio del trigo se incrementó, con respecto al de la década precedente, más de un 125%), pero también de una importantísima crisis epidémica. Aparte de la mortalidad catastrófica, también aumentó notablemente la ordinaria en la década y media inicial del siglo XIX. En 25 pueblos de la provincia de Guadalajara, el cociente difuntos/bautizados fue de 0,87 en 1785-1799, de 1,14 en 1800-1814 y de 0,72 en 1815-1829 (véase el gráfico 2).

Las áreas periféricas también tuvieron que afrontar unos importantes contratiempos económicos en los albores del siglo XIX. Las guerras navales, las dificultades y la carestía del transporte marítimo y la crisis agraria y demográfica de los territorios no marítimos provocaron un descenso en el nivel de actividad manufacturera y comercial. Desde 1805, las colonias americanas prácticamente prescindieron de la mediación hispana en sus tráficos exteriores.

La Guerra de la Independencia abortó la recuperación que la agricultura española había iniciado después de 1805. Ahora bien, las secuelas de este conflicto fueron mucho más allá del desencadenamiento de una nueva crisis económica. Entre las principales, han de contabilizarse:

1. Tras la ocupación del país por las tropas francesas, muchas de las instituciones fundamentales del Antiguo Régimen se desmoronaron o quedaron muy debilitadas.

2. El vacío de poder en la metrópoli propició el estallido de movimientos independentistas en buena parte de las colonias americanas.

3. La crisis financiera del Estado absolutista se intensificó extraordinariamente.

4. La sobremortalidad y la merma de nacimientos ocasionadas por la guerra ascendieron a no menos de medio millón de personas.

En el terreno más estrictamente económico, deben mencionarse:

a) Numerosas explotaciones agrarias vieron reducidas sus disponibilidades de fuerza de trabajo y de ganado; de ahí que muchas de ellas tratasen de incorporar mayores cantidades del factor tierra para compensar las pérdidas en los otros factores y restablecer un cierto equilibrio productivo.

b) Los saqueos y las destrucciones de cosechas provocaron daños de consideración en no pocas zonas.

c) Las secuelas del conflicto perjudicaron de un modo especialmente intenso al comercio y a la industria.

d) Los ahorros de los propietarios rurales fueron absorbidos por gravámenes extraordinarios, requisas, suministros y préstamos forzosos a los ejércitos, a la guerrilla y a los municipios. Los más pudientes acumularon unos activos de elevado valor nominal sobre unos concejos cuyo nivel de endeudamiento les impedía atender sus obligaciones financieras, salvo que se desprendiesen de parte de sus todavía extensos patrimonios territoriales. De modo que tales acreedores enseguida se percataron de que solo había una alternativa para recuperar sus contribuciones a la financiación del conflicto bélico: la privatización de tierras municipales.

Es indudable que la Guerra de la Independencia tuvo, en el corto plazo, un impacto económico muy negativo, pero también generó otras secuelas que contribuyeron a inducir, en el medio y largo plazo, cambios en la velocidad y en el tipo de crecimiento económico, en la política comercial y en los niveles de desigualdad.

El mayor potencial de crecimiento agrícola de España, al menos a corto y medio plazo, estribaba en las enormes extensiones de tierras que podían roturarse. Durante la Guerra de la Independencia se crearon condiciones favorables para el estallido de una gran oleada de rompimientos, que se moderó en las etapas de restablecimiento del absolutismo, pero que mantuvo un ritmo relativamente intenso hasta mediados del siglo XIX: tras el hundimiento del Antiguo Régimen, ni las viejas autoridades locales, ni las nuevas pudieron refrenar las ansias de numerosísimos productores agrarios de ocupar y roturar tierras comunales; la desamortización silenciosa de tierras municipales facilitó los rompimientos de extensas áreas de pastizales y bosques; y, el incremento de los precios de los granos también constituyó un acicate para extender los cultivos cerealistas.

Una vez concluido el conflicto, la recuperación demográfica fue inmediata e impetuosa, sobre todo en las regiones cerealistas meridionales. El vigor de ese proceso obedeció al fuerte crecimiento del producto agrícola, pero también al relativamente reducido nivel de la mortalidad entre 1815 y 1830. De 1820 a 1850, la población española creció al 0,9% y la europea al 0,81%. Las estimaciones de Álvarez Nogal y Prados de la Escosura apuntan a que, entre 1787 y 1857, el PIB y el PIB por habitante se expandieron a una tasa cercana al 1% y a otra superior al 0,2%, respectivamente. Es indudable, pues, que el conflicto con los franceses también entrañó una ruptura en el ámbito económico: nunca antes la población y el PIB habían crecido tan velozmente en España como lo hicieron entre 1815 y 1850.

El impulso agrícola posterior a 1815 tuvo tres pilares esenciales: la marea roturadora, el rápido crecimiento de la población y la implantación y pervivencia de una política comercial prohibicionista en materia de cereales. Varios factores nos ayudan a entender por qué España adoptó en 1820 tal política comercial y por qué la mantuvo tantos años:

1. La oleada de proteccionismo enérgico en la que estuvieron involucrados numerosos países europeos y Estados Unidos, países que habían impulsado procesos de sustitución de importaciones entre 1793 y 1815.

2. La necesidad de defender una nueva e importante actividad cerealista de la competencia exterior en los mercados litorales una vez concluidas las guerras napoleónicas, nueva actividad que se había desarrollado en periodos de precios absolutos y relativos de los granos muy altos.

3. El régimen liberal, necesitado de ampliar su base social, utilizó el prohibicionismo cerealista para frenar el descenso de las rentas agrarias y de los precios agrícolas, lo que tornó más atractivas las compras de las tierras desamortizadas.

4. Los propietarios y cultivadores de tierras de cereal contaron con el decidido apoyo de los industriales catalanes en la defensa del prohibicionismo.

5. La pérdida de las colonias americanas originó un fuerte deterioro de las cuentas externas y un drástico cambio en el panorama monetario (del intenso crecimiento del stock de oro y plata en el periodo 1770-1796, se pasó a una fase de descenso apreciable del mismo). Los sucesivos Gobiernos tuvieron que emprender una política de reequilibrio de la balanza de pagos y el prohibicionismo constituyó un instrumento esencial de la misma.

La presión que el prohibicionismo ejerció sobre los precios de los cereales resultó clave para la formidable extensión de los cultivos en la primera mitad del siglo XIX, pero otros factores también contribuyeron a la aceleración del crecimiento económico: la notable ampliación del mercado nacional derivada, ante todo, del intenso auge demográfico; el impulso en la urbanización desde la década de 1820; el modesto incremento de la productividad en la agricultura; los avances en la integración de los mercados; el inicio de la industrialización catalana, y el dinamismo de la demanda exterior de productos agrarios mediterráneos y de minerales a medida que tomaba cuerpo la industrialización europea.

El balance económico del periodo 1815-1850 presenta luces y sombras. Por un lado, el crecimiento se aceleró fuertemente con respecto a las fases precedentes y la distribución del ingreso se tornó menos desigual (entre 1788-1807 y 1815-1839, la ratio renta de la tierra/salarios agrícolas descendió un 21% y un 28% en Navarra y Castilla la Vieja, respectivamente). En contrapartida, España, pese a su impulso económico, se alejó de Europa; el prohibicionismo perjudicó a las regiones exportadoras, sobre todo a Valencia, Murcia y a la Andalucía marítima; y, además, el modelo de crecimiento de después de la Guerra de la Independencia tenía una fecha de caducidad cercana: la expansión agraria se debilitó a medida que iba completándose el proceso colonizador y que empeoraban las condiciones de acceso a la tierra; de hecho, a finales de la década de 1850 ya se hallaba prácticamente agotado.

Sin embargo, nuestro país no acabaría en el callejón sin salida al que parecía abocado: merced en buena medida a los ferrocarriles, en los que los capitales, la tecnología y el capital humano foráneos fueron trascendentales, y a la creciente demanda exterior de minerales y de distintos productos agrarios mediterráneos, especialmente de vinos, España pudo ir deslizándose hacia un nuevo modelo de crecimiento económico en el que el cultivo del cereal, actividad en la que España no tenía ninguna ventaja comparativa, dejó poco a poco de tener una hegemonía tan nítida y en el que los cultivos mediterráneos, las actividades urbanas, el comercio exterior y, en general, las relaciones económicas internacionales ganaron protagonismo.

Las lecciones del pasado decimonónico apuntan en la misma dirección que las del siglo XX: los vientos europeos fueron cruciales para derribar el Antiguo Régimen (aunque para ello el país sufriera un conflicto bélico muy costoso en vidas y recursos), primero, y para dar un nuevo impulso al crecimiento económico español, más tarde, desde que comenzó a agotarse el modelo que había tenido uno de sus pilares esenciales en el prohibicionismo cerealista y algodonero. La historia contemporánea evidencia, pues, el grave error que el aislacionismo ha entrañado para nuestro país.