El Imperio austríaco en 1855.

 

Fuente: elordenmundial,com

El Imperio austríaco, luego reconvertido a Imperio austrohúngaro, fue uno de los entes políticos más heterogéneos en la Europa contemporánea. Tal era su multiplicidad étnica que apenas pudo resistir los embates del nacionalismo durante los siglos XIX y XX, acabando troceado tras la Primera Guerra Mundial en los países que podemos ver hoy en día.

Tres razones por las que el Ejército Rojo venció en Stalingrado.

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Autor:  Alexéi Timoféichev

Fuente: Huffingtonpost.es , 18/02/2018.

El pasado 2 de febrero se cumplieron 75 años de uno de esos hitos que marcan la Historia: el final de la batalla de Stalingrado (actual Volgogrado, en Rusia). Este enfrentamiento armado supuso un punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial: cambió totalmente su curso e hizo que Alemania saliese como perdedora del conflicto. Pero, dada la fortaleza del ejército nazi durante la Segunda Guerra Mundial, ¿cómo consiguió vencer la Unión Soviética? ¿Cuáles fueron las claves de la victoria?

Hemos resumido en tres los motivos por los que el Ejército Rojo acabó con las tropas nazis.

1. La dura resistencia soviética

En un primer momento fue prácticamente imposible evitar la ofensiva alemana sobre la ciudad en 1942. El ejército nazi quería cortar las vías de suministro rusas a través del Volga y quitarle a Moscú el petróleo del Cáucaso. En previsión de esta estrategia, los soviéticos acumularon todos sus recursos para contrarrestar la ofensiva.

Entonces, Stalin comenzó una dura estrategia de motivación en el frente. En el verano de 1942 lanzó la Orden 227 mediante la cual acusaba a «algunos miembros del ejército» de «relajarse hablando de que podemos retirarnos más hacia el este» y declaró que era el momento de «dejar de retirarse». De ahí el conocido lema: «¡Ni un paso atrás!«.

En agosto, la retirada soviética se detuvo en Stalingrado. Las autoridades pedían a los residentes de la ciudad que convirtieran «cada bloque de edificios, cada barrio, cada calle en un fortín inexpugnable». Las tropas alemanas continuaron bombardeando la región, a pesar de la energía de los habitantes soviéticos. Un oficial alemán recordaba así la batalla: «No entiendo de dónde sacan la energía los rusos. Es la primera vez en esta guerra que me encomiendan una tarea que no puedo cumplir…».

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Soldados alemanes luchando en Stalingrado. Septiembre, 1942.

2. La importancia de los héroes y los símbolos

La resistencia del pueblo soviético tuvo su recompensa. Alrededor de 760.000 soldados recibieron la medalla «por la defensa de Stalingrado» y más de 100 obtuvieron el mayor premio de la época: ser condecorados como Héroes de la Unión Soviética.

Pero los símbolos de la resistencia rusa no fueron solo sus soldados. La casa de Pávlov, un edificio de apartamentos aparentemente normal, que se convirtió en un fuerte improvisado del Ejército Rojo. A pesar de que la defendieron solo 24 personas, los alemanes no pudieron tomarla en los tres meses que duraron las ofensivas contra la ciudad. Según Vasili Chuikov, uno de los principales generales soviéticos en Stalingrado, los nazis perdieron más hombres tratando de conquistar la casa de Pávlov que durante la toma de París.

Otro de los lugares simbólicos de la resistencia fue Mamáiev Kurgán, una colina en lo alto de la ciudad. Allí tuvieron lugar diversas batallas y desde ella se podía controlar prácticamente todo Stalingrado. Las tropas soviéticas se atrincheraron en las laderas de la misma, donde fallecieron decenas de miles de soldados. Tras la batalla, se comprobó que en el suelo de la colina había entre 500 y 1.250 piezas de metralla por metro cuadrado.

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Frente ruso en las calles de Stalingrado. Octubre, 1942.

3. Los errores alemanes

Tras la resistencia, comenzó la contraofensiva soviética. En el mes de noviembre las tropas de la URSS empezaron su estrategia y entonces, el conflicto estuvo en parte determinado por los errores de los comandantes alemanes.

El primero se debió a que la Wehrmacht (fuerzas armadas alemanas) sobrestimó su propio potencial y trató de alcanzar dos objetivos simultáneamente, dispersando así sus tropas. Por un lado, quería llegar hasta el Cáucaso para quedarse con el petróleo de Azerbaiyán y, por otro, tomar la ciudad. El general mayor Hans Doerr escribió tras la batalla: «Stalingrado ha entrado en la historia como el mayor error jamás cometido por comandantes militares».

El segundo se produjo en el mes de noviembre cuando las tropas nazis alargaron los flancos de su ofensiva sobre Stalingrado a lo largo de cientos de kilómetros. Esto se debió a que estaban convencidos de que, tras su ataque, el Ejército Rojo carecía de recursos para lanzar una contraofensiva. Además, para ello no contaron solo con tropas alemanas sino también aliadas: italianos, húngaros y rumanos, aunque en menor número que los nazis. Kurt Zeitzler, Jefe del Estado Mayor General de la Wehrmacht, recordó posteriormente que avisó a Hitler de que alrededor de Stalingrado «había un serio peligro que debía ser liquidado». Hitler lo llamó «pesimista desesperado».

Lo que también fue clave, según señaló Zeitzler, fue que en otoño de 1942 la efectividad de las tropas soviéticas, así como el nivel de los comandantes, aumentó de manera significativa. De esta forma, el Ejército Rojo tan solo necesitó cuatro días para romper el cerco de las tropas del Eje y rodear a unos 300.000 soldados alemanes. El resto, ya es historia.

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Soldados alemanes se rinden en Stalingrado. 1942.

El día que Stalin se enamoró del fútbol en la Plaza Roja.

La Plaza Roja el 6 de julio de 1936, cuando se disputó un partido en honor a Stalin

Autor: Jaime Rodríguez.

Fuente: El Mundo, 19/06/2018.

Hoy Rusia respira fútbol en todas sus ciudades, desde los coquetos clubs de playa de Sochi hasta las calles de Rostov, la ciudad portuaria donde hace un siglo era tan fácil enamorarse como acabar desplumado. Dicen que, por la mezcla racial de tal cruce de caminos, la belleza de sus mujeres era tan arrebatadora como peligrosas sus tabernas. El Mundial es orgullo para el país. Durante los partidos, lo comprobó España en su debut, los aficionados locales rompen a gritar ‘Rusia, Rusia’ de repente, mientras encienden las luces de sus móviles. Que se prepare la selección para una noche de intenso patriotismo si en octavos le toca cruzarse con la anfitriona.

Vladimir Putin le gusta más la caza que la pelota, pero quiere utilizar el campeonato para afianzar el sentimiento nacional, demostrar a los suyos y al exterior su capacidad organizativa y enviar un mensaje al mundo de poderío. Tira del fútbol, un deporte que entró con acento inglés en el Imperio en 1898, a través de San Petersburgo, y que no apareció en la capital hasta el nuevo siglo. Primero, en un rústico formato denominado fútbol salvaje, donde había tantas patadas a las piernas como al balón. Esa modalidad era heredera de la peleas dominicales que vecinos de todos los barrios de la ciudad organizaban a orillas del río Moscova. Lucha regulada y con ciertos toques de, digamos, caballerosidad (siempre uno contra uno, no cebarse, utilizar guantes y gorro, no golpear bajo la cintura, no perseguir al herido…).

En los años 20 el fútbol fue evolucionando gracias al impulso de los clubes de Moscú. Fue el del barrio obrero de Presnya el que más popularidad alcanzó, gracias al esfuerzo de los hermanos Stárostin, con el primogénito Nikolai al frente. El fútbol en la Unión Soviética no se entiende sin este clan, creadores del Spartak, maestros del fútbol para la familia Stalin y, como muchas figuras relevantes de la época, víctimas del feroz aparato represor comunista. Su rivalidad con los equipos del Ejército Rojo (CSKA) y de la policía secreta (Dinamo) les pasaría grave factura más adelante.

Nunca les perdonaron que fuera el Spartak el equipo elegido por el Partido Comunista para mostrar a Stalin cómo era ese deporte que tanto éxito tenía entre la población. Se decidió que el 6 de julio de 1936, en la Jornada de la Cultura Física, el equipo más popular de la ciudad, el que sus propios jugadores habían levantado sus primeros campos de entrenamiento, pico y pala en mano, enseñaran al gran líder los encantos del fútbol.

Espartaco

Unos meses antes el club había sido rebautizado, en otro golpe de imagen que ayudó a fomentar su fama de entidad valiente, del pueblo y alejado del aparato gubernamental (todo lo alejado que se podía estar en aquellos salvajes años 30 del Estalinismo). Tras noches en vela debatiendo, Nikolai se acordó de Espartaco, el esclavo gladiador que lideró la rebelión contra la República romana. »Spartak, en ese nombre breve y sonoro se advertía un espíritu indomable. Me pareció muy adecuado», recuerda en sus memorias, mencionadas en Fútbol y poder en la URSS de Stalin, un interesante librito de Mario Alessandro Curletto.

Para la exhibición fue necesario tejer una inmensa alfombra de fieltro de 10.000 metros cuadrados para que tapara los adoquines de la Plaza Roja y se pudiera jugar el partido. Los propios futbolistas ayudaron a la mayúscula misión, cosiendo por la noche el tapete y recogiéndolo por la mañana para no interrumpir la circulación. Los sectores oficialistas vinculados a los clubes rivales trataron de boicotear el evento por todas las vías. Los bomberos denunciaron que semejante tapiz corría el riesgo de provocar un gran incendio y la policía secreta, que los jugadores podrían sufrir graves lesiones sobre la dura superficie de la plaza, »con la mala imagen que eso daría ante Stalin», advertían.

Nikolai Stárostin, ya por entonces máximo dirigente del Spartak, tuvo que tirar de ingenio, seducción y contactos en las altas esferas para que el evento no se cancelara. Ante la presencia de dos comisarios preocupados por los riegos físicos de la cita, ordenó a uno de sus futbolistas que se tirara al suelo. Lo hizo obediente. »¿Te duele algo?», le preguntó. »Para nada, estoy perfecto» fue la respuesta que dejó sin argumentos a las autoridades contrarias a ese peculiar partido organizado por el Spartak.

El objetivo era entretener a Stalin durante media hora, y si antes mostraba síntomas de aburrimiento, suspender de inmediato el encuentro. Un amigo de Nikolai, ubicado en el palco cerca del terrible dictador, mostraría discretamente un pañuelo blanco al mínimo gesto de reprobación del dirigente. En esa época, con desapariciones diarias, fusilamientos y deportaciones masivas, molestar lo más mínimo al líder supremo era peligrosísimo.

Pero, al contrario, el famoso fútbol, esa pasión de las calles, entusiasmó al primer camarada, obligando a estirar el partido hasta 43 minutos. Otra vez le tocó a Nikolai Stárostin improvisar, porque el show entre el Spartak y su combinado reserva, perfectamente ensayado, estaba ajustado tan sólo a media hora. Todo correspondía a un guion previo, desde los goles, cada uno en una suerte distinta para que Stalin apreciara la variedad del deporte (de cabeza, de penalti, de tiro lejano…), hasta las jugadas defensivas y, por supuesto, el resultado final: 4-3 para el primer equipo. Reconocería Nikolai en sus memorias que esos 13 minutos extra, sin pautas previas, fueron los más largos de su ajetreada vida.

El partido fue un éxito para el fútbol en Moscú y, por extensión, en toda la URSS, aunque a los Stárostin le salió muy caro. En 1941 fueron detenidos por idear, según los cargos inventados por sus enemigos, un complot para asesinar al propio Stalin. Tan disparatada acusación se terminó diluyendo, pero no pudieron evitar ser culpables de difundir valores burgueses en la patria. Bastaron a los represores unos comentarios positivos de Nikolai sobre el tenis, modalidad prohibida por el comunismo, para que él y sus tres hermanos pasaran más de diez años en prisiones y campos de trabajo.

En los años 50, vivo gracias al fútbol (hizo de entrenador en las diferentes cárceles por dónde pasó) retomó las riendas del Spartak, no sin antes convertirse durante un tiempo en protegido del propio hijo de Stalin, Vasily. Un loco, entre otras muchas cosas, del fútbol. Hoy en el nuevo estadio del equipo del pueblo, Polonia juega contra Senegal.

Hitler se alimentaba del público como una estrella pop.

Adolf Hitler, en 1925, simulando un discurso. HEINRICH HOFFMANN GETTY IMAGES

Autora: Jacinto Antón

Fuente: El País. 13/06/2018

El narcisismo de Hitler y su deseo insaciable de recibir cada vez más atención son factores clave en la construcción y el desarrollo de la Alemania nazi, y en su consiguiente ruina. En ese aspecto de la retroalimentación, que provocaba su relación con el público, el líder del nacionalsocialismo actuaba “de manera que encaja en la definición de una estrella del pop o el rock”. Lo dice el historiador alemán Thomas Weber, que tras haber seguido minuciosamente la pista del personaje durante la Gran Guerra en La primera guerra de Hitler(Taurus, 2012), donde desveló que en realidad no había sido cabo y que los camaradas lo consideraban un enchufado, nos lleva en su nuevo libro a la que considera la etapa clave en la construcción del líder nazi: los años en Múnich de 1919 a 1923.

En la apasionante De Adolf a Hitler (Taurus), Weber rastrea ese periodo decisivo, cuestionando con una amplia documentación los mitos y mentiras que sembró interesadamente sobre su pasado el propio Hitler en Mi lucha. Para el investigador alemán, “el camino de Damasco, la epifanía de Hitler”, no tuvieron lugar en su época de Viena antes de la Primera Guerra Mundial, ni durante esta ni al final, sino después, ya en Múnich. Weber detalla incluso el día: el 9 de julio de 1919. “Fue de lejos el día más importante de su metamorfosis, el instante de la transformación política y la radicalización de Hitler, el día en que de verdad todo cambió para él”. Ese día se ratificó el Tratado de Versalles y Hitler, como muchos alemanes, cayó en la cuenta de que habían perdido realmente la guerra (hasta entonces lo veían como un empate) y lo que les iba a acarrear.

Hitler, apuntó Weber ayer en Madrid, se había movido hasta ese momento de manera algo vaga y errática, incluso coqueteando con las ideas de izquierdas (algo que se cuidó muy mucho de eliminar de sus memorias oficiales). Sin saber adónde se dirigía. “A partir de entonces se obsesionó con cuáles habían sido las causas de la derrota de Alemania y en pensar de qué manera se podía impedir que la nación volviera a encontrarse en una situación de debilidad semejante. Empezó a buscar ideas que le sirvieran y las que encontró las mantuvo hasta el día de su muerte”.

El libro de Weber es un paseo tremendo por un camino que Hitler empieza sobre las adoquinadas calles de Múnich vestido de manera estrafalaria, medio muerto de hambre y medrando en partidos insignificantes, y que llega hasta las ruinas de la Cancilleria del Reich y de toda Alemania tras pasar frente a los hornos de Auschwitz. “No es un camino recto, pero sí menos tortuosos de lo que muchos creen”.

“Narcisista funcional”

En el Múnich de 1919 y los años inmediatamente siguientes, Hitler encontró ideas y oportunidades. De las primeras se sirvió, tomadas de diferentes sitios, dice Weber “como de un bufé, creando su propio plato combinado”. Las testó con el público, “pasando de ser un narcisista fracasado a un narcisista funcional”, y las que mejor funcionaban las llevó más allá. Eso no significa, puntualiza el historiador, que se dejara llevar solo por el aplauso. Tenía ideas fijas, más ancladas, “su meollo”, de todo o nada, y otras más flexibles. Su antisemitismo, por ejemplo, era más radical en privado que en público y solo lo fue aumentando ante las audiencias al ver que le respondían.

Las oportunidades, como se detalla en el libro, las aprovechó. ¿Tuvo suerte? “Él habría hablado de destino, pero, claro, la suerte desempeñó un papel muy importante, y la coincidencia de sucesos. Sin embargo, uno de los talentos de Hitler fue saber responder a las crisis inesperadas. Cuando aparecían crisis que parecían destruirlo las convertía en un éxito atronador”.

¿Qué impresión nos produciría hoy Hitler? “El de entonces bastante anacrónica, algo fuera de lugar como esas películas antiguas que la primera vez nos parecieron trepidantes pero han quedado lentas. Pero si de lo que se trata es de juzgar cómo sería un Hitler de hoy, que aprovechara las oportunidades que le brinda nuestro mundo, como las redes sociales, podría gustar mucho. Sin duda encajaría. Es aterrador pensarlo”, reflexiona Weber.

EL MISTERIOSO ORIGEN DE SU ANTISEMITISMO VISCERAL

Thomas Weber, ayer, en Madrid.
Thomas Weber, ayer, en Madrid. INMA FLORESEL PAÍS

De Adolf a Hitler está lleno de interesantes detalles como lo de que el grito “Sieg Heil!” provendría de las animadoras del fútbol estadounidense (vía la amistad de Hitler con Helene Hanfstaengl, una chica alemana de Nueva York) y escenas como la de Hitler tras el fracasado Putsch de 1923 paseando por el salón de ella vestido con el albornoz azul de su marido y apuntándose con una pistola en la sien (desgraciadamente no apretó el gatillo hasta 1945). También explica Weber que a Hitler le dieron una paliza tremenda unos soldados a los que trataba de aleccionar políticamente en 1919 o que tras la perorata que soltó en una fiesta de la alta sociedad de Múnich el anfitrión hizo abrir los ventanales para que corriera el aire y disipar la sensación de que “había estado en el salón la sucia esencia de algo monstruoso”.

El tema del antisemitismo de Hitler ocupa una parte esencial del libro. El líder nazi consiguió causar sensación en Múnich al ofrecer una variedad muy radical. Una variante biologizada en la que explicaba la supuesta influencia dañina de los judíos en términos médicos. Años después, en 1941, con los Einsatzgruppen de las SS exterminando por el Este, Hitler dijo que se sentía “el Robert Koch de la política”, en referencia al descubridor del bacilo de la tuberculosis. Weber reconoce que en el antisemitismo de Hitler hay algo aún no explicable y no descarta, como han hecho otros biógrafos, que tuviera parte de su origen en alguna experiencia personal. “El problema es que no hay pruebas”. Sin embargo, algunas investigaciones señalan que la clave estaría en el famoso año perdido de Hitler entre 1912 y 1913 y en la relación con una chica judía embarazada. Algunas fuentes sitúan incluso esa relación, ¡en Inglaterra! Y no es un sketch de Monty Python…

El Eje Berlín-Tokio, una frágil amistad.

Jóvenes japonesas sosteniendo las banderas de Alemania, Japón y el Comité Olímpico Internacional, en 1938. Para entonces la Alemania nazi y Japón mantenían estrechas relaciones

Autor: Manuel de Moya Martínez

Fuente: Archivos de la Historia.

La imagen de Alemania y Japón como aliados de la Segunda Guerra Mundial ha quedado impregnada en la psique popular, considerada en muchas ocasiones como una alianza firmemente asentada. Incluso en el terreno de la ucronía hay lugar para esta visión idealizada, especialmente en el caso de la serie The Man on the High Castle —basado en una obra homónima de 1962— que esboza cómo habría sido la historia si Alemania y Japón hubiesen ganado la Segunda Guerra Mundial.

La realidad, sin embargo, suele ser mucho más compleja de lo que parece. Aún siendo dos países aliados tanto en ámbito político como el campo militar, ni antes ni durante la Segunda Guerra Mundial se comportaron realmente como tales.

Hacia el Pacto Tripartito

Ambos países habían tenido importantes vínculos económicos desde finales del siglo XIX, ejerciendo el Imperio Alemán como un auténtico modelo para un Japón que se encontraba en pleno proceso de modernización. Por poner algunos ejemplos, el código civil japonés está fuertemente inspirado en el código civil alemán, mientras que el Ejército Imperial Japonés tenía una importante influencia procedente del modelo militar prusiano.

Sin embargo, el elemento principal que va a marcar la “amistad” germano-japonesa es la Unión Soviética. Japón, vencedor de la Guerra ruso-japonesa de 1904-1905, había invadido parte de Siberia durante la intervención extranjera contra la Revolución bolchevique, y desde la ocupación de Manchuria (en 1931) el Ejército nipón entró en una dinámica de conflictos continuos con los soviéticos. En cuanto a Alemania, el ascenso al poder de los nazis fue un elemento que lo cambió todo. Adolf Hitler desde antes de su llegada al poder ya había hablado de la necesidad vital que Alemania tenía de ocupar los territorios de la Rusia europea. Con estas premisas, desde bien pronto se haría evidente la simpatía mutua entre alemanes y japoneses. El Pacto Anti-Komintern de 1936 va a ser el primer gran acuerdo diplomático entre ambos estados, con el objetivo de apoyo mutuo en su lucha contra el comunismo internacional (es decir, contra la Unión Soviética).

No sólo la Unión Soviética constituía el gran enemigo común de las potencias fascistas en ascenso. A medida que la política exterior de Alemania y Japón se volvió más agresiva, Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos comenzaron a ser una amenaza para los objetivos germanojaponeses.

Sin embargo, a pesar del Pacto Antikomintern, la realidad era más compleja. Si Japón sostuvo repetidos conflictos con China durante la década de 1930, las autoridades de Berlín mantuvieron un acuerdo de cooperación militar con el Gobierno nacionalista de Chiang Kai-shek, al menos hasta 1938. Y mientras en Alemania se hallaba instaurado un sistema totalitario, en Japón la democracia liberal seguiría perviviendo de facto (aún en precarias condiciones) hasta una fecha tan tardía como 1940. De hecho, aunque en el Imperio del Sol naciente existían algunos movimientos de carácter fascista, no había un gran partido único de carácter totalitario; la llamada Asociación de Asistencia al Régimen Imperial [1], aunque se la ha catalogado como una partido para-fascista, a duras penas podía compararse con la organización del Partido Nazi.

Convencidos de que Alemania estaba de su lado, los japoneses empezaron a mostrarse cada vez más agresivos con el Ejército soviético en la frontera de Manchuria. Entre 1935 y 1939 se desarrolló un conflicto fronterizo entre ambos estados, que incluyó combates directos. Estos pequeños enfrentamientos se mantendrían sin un claro vencedor hasta la grave derrota japonesa en la Batalla de Kalkhin Gol (1939). Paradójicamente, en aquellos momentos se producía la firma del Pacto de no agresión germano-soviético. Este acuerdo, que suponía una clara violación del Pacto Antikomintern, constituyó toda una sorpresa para la opinión pública mundial. También para los japoneses, que no habían sido informados por sus teóricos aliados.

Aliados de circunstancias

La victoria soviética en Kalkhin Gol permitió a los soviéticos concentrar sus esfuerzos en el frente de Europa, mientras que Japón veía eternizarse la Guerra con China.

A partir de mayo de 1940 los acontecimientos se sucedieron con velocidad. Las rápidas victorias militares de la Alemania nazi en Europa occidental —y sobre todo, la humillante derrota del otrora poderoso Ejército francés— agitaron a muchos militares nipones, ansiosos de emular los éxitos alemanes. El 22 de septiembre de ese año fuerzas japonesas invadieron el norte de la Indochina francesa, estableciendo también tropas en la zona de Hanói. Los franceses terminaron aceptando la ocupación, que un año después se extendería por toda la península indochina. Y poco después, el 27 de septiembre, se firmaba en Berlín una alianza militar por parte de Alemania, Italia y Japón: el Pacto Tripartito. Se formalizaba así una cooperación que ya existía entre estas potencias.

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Celebración de la firma del Pacto Tripartito en Japón, c. 1940.
Pero mientras todo esto tenía lugar, el ministro de exteriores nipón —Yosuke Matsuoka— negociaba la firma de un pacto de no agresión con la Unión Soviética, lo que finalmente se lograría en abril de 1941. La firma de este pacto se hizo a espaldas de Alemania, repitiéndose lo que ya había ocurrido en agosto de 1939. Para entonces Hitler y sus generales están ultimando los planes para la invasión de la Unión Soviética, que se desencadenaría el 22 de junio de 1941. Japón no había sido informado previamente de esta operación (una de las grandes operaciones militares de la guerra), ni tampoco se le había ofrecido participar en una invasión conjunta.

Ante la euforia por las victorias alemanas que se sucedieron durante el verano de 1941, cuando parecía que la URRS podía colapsar, renació la posibilidad de una guerra con los soviéticos. El Estado Mayor del Ejército japonés volvió a acariciar la idea de atacar Siberia, atacando por la espalda al Ejército Rojo en un momento en que se hallaba concentrado en el frente europeo. Pasaron varios meses sin estar claro qué ocurriría. Pero finalmente se prefirió atacar las colonias asiáticas de Gran Bretaña y Holanda, así como a los Estados Unidos. Se decidió, no obstante, que Japón atacaría a los soviéticos en un momento en que estos estuvieran muy debilitados y no tuvieran opciones de victoria.

Esa ausencia de coordinación entre ambas potencias se volvería a manifestar nuevamente cuando Hitler, poco después del ataque japonés contra de Pearl Harbor (diciembre de 1941), declaró la guerra a los Estados Unidos. Su gesto, sin embargo, nunca se vería correspondido por Tokio en la guerra contra los soviéticos. Así pues, la guerra mundial evolucionó en dos grandes teatros de operaciones relativamente separados entre sí, sin que existiera una cooperación militar directa entre Berlín y Tokio.

Hasta ese momento una de las principales rutas de acceso entre alemanes y japoneses había sido el ferrocarril transiberiano, si bien la invasión alemana de la URSS la cerró como vía de comunicación. La entrada en guerra de Japón tras los ataques de Pearl Harbor cerró la vía marítima, a excepción de los submarinos alemanes que pudieron llegar desde Europa hasta el Pacífico. Esto contribuyó a aumentar el aislamiento geográfico y político entre Tokio y Berlín, a diferencia de lo que ocurría entre Estados Unidos y Reino Unido —que mantenían abiertas sus comunicaciones marítimas—. Alemanes y japoneses tampoco llegaron a establecer un Estado Mayor conjunto, ni tampoco coordinaron sus operaciones militares cuando hubo oportunidades de ello.

A pesar de las dificultades, durante ese contexto hubo un momento en que parecía que Alemania y Japón iban a ganar la guerra. En el verano de 1942 los tanques alemanes avanzaban sobre Oriente Medio y el Cáucaso, mientras que la Armada japonesa acechaba las costas de Australia y la India. Durante aquel verano, Tokio y Berlín creyeron realmente que estaban cerca de alcanzar la victoria final.

Confraternización de marineros alemanes y japoneses en una base naval de Penang, Malasia, c. 1943.

Pero fue un espejismo. Los alemanes, que habían alcanzado el río Volga —la frontera entre Europa y Asia—, se vieron atrapados en el infierno congelado de Stalingrado y entraron en una espiral de derrotas militares de la que nunca saldrían. La misma suerte corrió el otrora poderoso Imperio japonés, que en apenas unos años vio a su armada barrida de los mares y a sus principales ciudades convertidas en pasto de las llamas. La alianza germano-nipona, si bien continuó existiendo, en la práctica se vio ensombrecida por la ausencia de una verdadera cooperación militar. El agotamiento de la capacidad ofensiva del Eje y la presión de los Aliados sellaron el destino del Pacto Tripartito.

La Alemania nazi terminó rindiéndose en mayo de 1945, y Japón lo haría unos meses después, tras los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.

Notas

[1] La Asociación de Asistencia al Régimen Imperial (Taisei Yokusankai) fue un partido para-estatal que se fundó en 1940, como una suerte de partido único de carácter totalitario. Sin embargo, nunca gozó de un papel real y sirvió más como una organización carácter auxiliar a los propósitos del Estado.

Bibliografía

HALL, J.W. (1973). El Imperio japonés. Editorial. Siglo XXI

PRESSEISEN, Ernst L. (1958). Germany and Japan: A Study in Totalitarian Diplomacy 1933–1941. Springer Sience+Business Media Dordrecht.

SIMS, R.L. (2001). Japanese Political History Since the Meiji Renovation, 1868-2000. C. Hurst & Co. Publishers

SPANG, C.W.; WIPPICH, Rolf-Harald (2006). Japanese-German Relations, 1895-1945: War, Diplomacy and Public Opinion. Routledge.

Un mapa alternativo de París (y de la modernidad)

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El ‘flâneur’ prototípico parisino que aparece en ‘Encyclopédie morale du XIX’ (1840-1842).

Autora:  VANESSA GRAELL, 31 MAY. 2018 13:04

Fuente: El País.

La ciudad moderna se forjó en el París del XIX, que Haussman abrió en canal para dibujar sus bulevares. En la urbe del capitalismo y del mercado, Baudelaire escribió los versos más bellos y ya hablaba de nosotros, de los antihéroes urbanos, de la alienación y la soledad. El arquitecto Antonio Pizza lo cuenta en ‘Habitantes del abismo’

Si algún poeta ha sido ciudad, ése es Charles Baudelaire. Adecuó su métrica al ritmo de París e inventó un estado de ánimo para la ciudad: el spleen, ese andar errabundo y melancólico. No es que Baudelaire escribiera París. Fue París. Y lo imaginó desde su habitación, desde las 17 habitaciones de las casas que tuvo por toda la ciudad, en una huida constante de sus acreedores. Se proclamaba a sí mismo un exiliado en París: no era él quien había huido de su patria, era la ciudad la que se alejaba bajo sus pies, la que ya no era como los parisinos la conocían. Porque el barón Haussman la abrió en canal para dibujar una nueva retícula urbana, interminables bulevares de línea recta: una ciudad-mercado, capitalista y burguesa, con el glamour de boutiques y pasajes.

El París de la década de 1850 fue el preludio de todas las ciudades modernas, incluso de las metrópolis americanas (los primeros rascacielos de Chicago se levantaron en 1870). «Un microcosmos de la historia universal», tal y como lo definió Victor Hugo. En ese París se forjó el modelo de la urbe contemporánea, pero también el del individuo moderno y alienado, solo en la multitud, el tipo de antihéroe urbano que aún perdura en la literatura, salvo que hoy viste tejanos y deportivas, no sombrero y chaqué.Habitantes del abismo. Literatura, arte y crítica en el París de Baudelaire (Ediciones Asimétricas) disecciona esa ciudad en transformación a través de la figura simbólica de Baudelaire, en un libro de difícil clasificación escrito por el arquitecto Antonio Pizza, catedrático de Historia del Arte y Arquitectura en la Universitat Politècnica de Catalunya (UPC). «Es la pesadilla de los libreros, nunca saben en qué sección colocarlo», admite mientras toma un té en la librería Laie.

Habitantes del abismo puede leerse de muchas maneras:una crónica de viaje a la ciudad que dio origen a la modernidad, un ensayo de literatura comparada, una reflexión estética y plástica, una crítica de cómo la arquitectura influyó en el modo de vida y el pensamiento de los habitantes. Estamos ante una compleja constelación de fragmentos literarios (las palabras de Baudelaire son la columna vertebral, analizadas por Walter Benjamin, que casi ejerce de guía), obras de arte (de Manet a Delacroix), espacios insólitos (las catacumbas, las alcantarillas), metáforas (la noche, el deseo, la prostituta…), un catálogo de tipos urbanos (del dandy a la grisette)… «El concepto de modernidad, tal y como lo utilizamos hoy, viene de Baudelaire. Fue un personaje dramático y contradictorio, lo que es consustancial a la modernidad:el entender que no hay verdades ni valores absolutos», sostiene Pizza, que fue el primer editor en España (en 1995) del seminal El pintor de la vida moderna, el particular tratado de Baudelaire sobre la creación artística, única posibilidad de redención en el caos vertiginoso de la época moderna.

Si Baudelaire es el protagonista, el barón Haussman se erige en inevitable antagonista, que arrasa las callejuelas históricas y populares, el París romántico y decadente. Todos los intelectuales reservaron duras críticas a Haussman -Fournel le tilda de «Attila de la línea recta»- y su idea de progreso, que calificaron de«enorme hipocresía, una mentira de un jesuitismo colosal» (Émile Zola) o como «una Babilonia americana del futuro» (hermanos Goncourt). Hugo lo resume en la dura sentencia:«Vandalismo es arquitecto». Siglo y medio después, Antonio Pizza lo analiza así:«La reforma obedecía a un proceso de saneamiento de la ciudad, claro. Pero también fue una operación de especulación inmobiliaria que enriqueció al ayuntamiento, sumido en una profunda crisis. Se expropiaron terrenos a la población marginal para venderlos a comerciantes y burgueses. La consecuencia fue la llegada del capitalismo en su forma más pura, la mercantilización de los espacios públicos, de los comportamientos y de las formas de vida». Es decir: la ciudad de hoy.

«Baudelaire transformó la ciudad en material de poesía. No hay ninguna situación en Europa en que la identificación del escritor y la ciudad sea tan fuerte. Londres tiene diferentes figuras: Dickens, Poe, incluso Engels… Pero los cambios que vivió París en apenas dos décadas, la transformación tan brutal del paisaje, no se habían conocido nunca en la existencia humana», resalta Pizza, que ya comparó París y Londres en un ensayo previo, en su trilogía de ciudades enfrentadas: Viena-Berlín (2002) y Chicago-Nueva York (2012), ambos escritos junto a Maurici Pla y bajo el subtítulo Teoría, arte y arquitectura entre los siglos XIX y XX. Pero es en París donde está el origen de la ciudad moderna (y de sus melancolías).

Colonias de poblamiento en África. Las islas blancas.

Mujeres argelinas durante la colonización francesa.
Mujeres argelinas durante la colonización francesa.

Autor: Arturo Arnalte, 

Fuente: La Aventura de la Historia.

En Argelia, Túnez, Sudáfrica, Rhodesia, las tierras altas de Kenia, Angola y Mozambique unos pocos millones de europeos -franceses, italianos, ingleses y portugueses- establecieron desde mediados del siglo XIX hasta el último tercio del XX colonias de población, una experiencia de proyección exterior europea que presenta más similitudes que diferencias, según el análisis que el historiador francés Joël Michel hace de lo que llama las “islas blancas” en África. Necesitados de la mano de obra indígena, pero ajenos a su cultura, los creadores de estas colonias acabaron construyendo sociedades claustrofóbicas y a la defensiva, condenadas a un fracaso estrepitoso en muy breve plazo.

En Colonies de peuplement, Michel lleva a cabo un estudio comparativo de estas colonias experimentales en tierras africanas, que atrajeron muchos menos emigrantes europeos por los mismos años que los que viajaron a Australia, EE UU, Canadá o algunos países de América del Sur. Deja el autor deliberadamente fuera del objeto de su estudio el caso de los italianos en Etiopía, de los belgas en el Congo y de los españoles en Guinea Ecuatorial por ser numéricamente muy modestos o muy breves en el tiempo.

El ensayo no analiza estas colonias caso por caso, sino que se centra en grandes ejes temáticosque estructuraron esas experiencias. La ocupación de la tierra tuvo que obligar a un proceso de expolio de los nativos que en todos los casos se llevó a cabo por extorsión, compra forzada o expulsión para a continuación obligarlos a emplearse para los nuevos ocupantes. El recurso al trabajo forzado será la constante en todas las colonias. Bien aprovechando la población reclusa, bien obligando a los jefes tradicionales a proporcionar trabajadores durante determinados periodos al año, bien restringiendo la libertad de movimientos para evitar las fugas y castigando con la cárcel o elevadas multas a quienes trataran de evadirse. Cuando la presión provocaba revueltas, como la de Maji Maji en el África Oriental alemana, la represión era sangrienta e iba seguida de la quema de cosechas y el desplazamiento forzoso de poblaciones.

Alfareros valencianos en Orán, hacia 1915,
Alfareros valencianos en Orán, hacia 1915.

Caso aparte es el de la Argelia francesa, uno de los mejor estudiados, donde también hubo miles de europeos más pobres que los franceses que acudieron a trabajar como aparceros en cultivos similares a los de sus países de origen. Es particularmente el ejemplo de losespañoles (y en menor medida de italianos y malteses), que suplieron inicialmente a la mano de obra árabe porque demandaban poco salario y eran de la misma cultura que la potencia colonial. La mayor parte de los españoles (procedentes de Menorca, Alicante, Murcia, Málaga, Almería y Valencia) se establecieron en el Oranesado. Una emigración favorecida por las autoridades españolas que firmaron un convenio con Francia en 1862 que facilitaba el desplazamiento. Así en los primeros años de la colonización, los españoles fueron punta de lanza de la ocupación del país, avanzando con el ejército incluso antes que los propios colonos franceses y constituyendo un proletariado rural indispensable. En la primera mitad del siglo XX los veremos mucho menor situados económicamente, gracias a su conocimiento de las técnicas de irrigación, especialmente a los valencianos, y empleando en una segunda generación a marroquíes, que los sustituyeron a partir de 1900 en las tareas más duras y peor pagadas. El estudio de este contingente es uno de los aspectos que más atraerá al lector español de la obra.

Familia de colonos británicos en las tierras altas de Kenia.
Familia de colonos británicos en las tierras altas de Kenia.

Pero si los europeos de segunda acababan integrándose y cruzando la barrera de casta en poco tiempo, los nativos siempre serán marginados en su propia tierra y esa frontera solo se podía mantener en las colonias mediante una violencia que el autor califica de “estructural”: exclusión racial, humillación colectiva, negación de las mismas posibilidades educativas, imposición del derecho europeo, control de la policía y de las cárceles y castigos corporales contemplados por la ley, lo que Michel denomina como “la política del látigo”, que se convierte en el “instrumento que regula las relaciones laborales” en las colonias, sea en las plantaciones de café de Angola o de Kenia, en las minas de Rhodesia o Sudáfrica o en el propio ámbito doméstico, una violencia que a largo plazo se convertirá en un bumerán.

Castigos corporales en el Congo belga durante el reinado de Leopoldo II.
Castigos corporales en el Congo belga durante el reinado de Leopoldo II.

Psicológicamente, las colonias implican a su vez la negación del otro, la puesta en duda de su humanidad, el racismo. Curiosamente, ese racismo obliga a los colonos a tratar de evitar la presencia de blancos pobres -que restan prestigio a su colectivo- y a resolver mal la situación de los mestizos, más producto de la explotación sexual que de la supuesta tolerancia y que tendrán en general un futuro difícil una vez se produzca la descolonización.

Las “islas blancas” imponen la segregación al océano de color que las rodea y del que se nutren. La discriminación en las colonias se refleja en el urbanismo, la creación de ciudades europeas donde el indígena solo entra a trabajar y que debe abandonar al finalizar la jornada laboral. Donde esa segregación se hizo más visible y odiosa es en Sudáfrica, pero Michel sostiene que el apartheid no fue un fenómeno exclusivo sudafricano, sino universal en todas las sociedades coloniales, aunque estuviera codificado de manera distinta.

El sueño de Cecil Rhodes: unir África de El Cairo al Cabo.
El sueño de Cecil Rhodes: unir África de El Cairo al Cabo.

Pretendidos reductos de Europa, las “islas blancas” pronto empiezan a estar lejos de la metrópoli, en su problemática y a su vez en su progresivo olvido o alienación de las sociedades de las que proceden. El colono veterano se queja de que es incomprendido en su país de origen, no quiere que la lejana patria le dicte qué hacer y a la vez es un espejo deformado de esa sociedad que no deja de ser su elemento de referencia, lo que le hace sentirse por encima de su mano de obra

Iguales entre sí y superiores a los nativos, los colonos crean“democracias de señores” que el autor compara a lasociedad espartanaun grupo de hombres libres que se hace servir por los ilotas mediante el terror. Una especie de socialismo de blancos que cultiva el espíritu de resistencia y vive en la claustrofobia moral y la vulgaridad intelectual.

A finales de los años 50 comenzó el proceso de emancipación que supone en dos décadas la desaparición de todas estas colonias. En Argelia, tras una traumática guerra colonial. En el caso portugués, tras unos largos conflictos en Angola y Mozambique que condujeron paradójicamente al fin de la dictadura en la metrópoli. En el de Kenia, a una retirada forzosa tras la represión tan brutal como a la postre inútil del Mau Mau.

Policías británicos custodiando a detenidos del Mau Mau.
Policías británicos custodiando a detenidos del Mau Mau.

Solo quedó Sudáfrica, un caso excepcional porque, recuerda el autor, mientras los demás colonos tenían un lugar al que volver, una patria lejana pero real, los boers habían perdido el contacto con su metrópoli siglos antes. Cuando se produjo el desmantelamiento del apartheid, bajo el mandato de De Klerk, los boers ya habían sufrido, sostiene Michel, un proceso de cambio por el que aceptaron en su mayoría desaparecer como tribu dominante a cambio de mantener su privilegio económico y su supervivencia física. Eso, y el liderazgo moral de Nelson Mandela con su capacidad contagiosa para superar el rencor, explica el “milagro” sudafricano, que ha desafiado hasta la fecha a las predicciones más pesimistas.

Mandela y De Klerk a principio de la década de 90.
Mandela y De Klerk a principio de la década de 90.

Original, bien argumentado, rigurosamente documentado y con todas su afirmaciones respaldadas por un denso aparato crítico, el libro merece sin duda ser traducido al español.

La gripe española de 1918. Entrevista a Laura Spinney.

 

Autora: Marta Pérez Astigarraga

Fuente: La aventura de la Historia. 22/05/2018

La epidemia de gripe española de 1918 causó entre cincuenta y cien millones de muertes en el mundo. A pesar de su nombre, su origen no estuvo en España; se barajan varias posibilidades: Kansas, China y Francia, y no se cierra la puerta a otras. Cien años después de su irrupción todavía hay grandes incógnitas, pero también se ha avanzado mucho en su estudio. En El jinete pálido, la escritora y periodista especializada en temas científicos Laura Spinney bucea en la enfermedad con un texto divulgativo que aborda aspectos médicos, científicos, sociales, políticos e históricos.

Pregunta. El subtítulo de su libro indica que esta epidemia cambió el mundo. ¿Cuáles fueron los cambios más significativos?

Respuesta. Respuesta. Dejó toda una generación –la de aquellos que estaban en el vientre de su madre cuando la gripe golpeó al mundo– disminuida física y cognitivamente durante toda su vida. Tuvo un gran impacto en la forma en la que los científicos y los políticos se plantearon la salud pública. Y se podría decir que también dejó su huella en las artes.

P. ¿Cómo influyó la pandemia en la I Guerra Mundial y el proceso de paz?

Laura Spinney. Foto: Rudi Sebastian / Getty Images. Cortesía Editorial Crítica.
Laura Spinney. Foto: Rudi Sebastian / Getty Images. Cortesía Editorial Crítica.

R. Hay consenso entre los historiadores en que la gripe española aceleró el fin de la guerra. ¿Esto afectó al resultado? La mayoría de los expertos dice que no; sin embargo, otros han roto filas defendiendo que favoreció la victoria de los aliados. Los científicos creen que las condiciones en las trincheras pudieron incrementar la virulencia del virus, lo que explicaría que fuera tan grave. En cuanto al proceso de paz, el presidente norteamericano Woodrow Wilson cogió la gripey probablemente sufrió daños neurológicos por ello, disminuyendo su capacidad para defender una paz moderada. Todos sabemos lo que ocurrió después.

P. La gripe no se originó en España, ¿por qué se la llamó gripe española? ¿Está de acuerdo con las directrices de la Organización Mundial de la Salud que estipulan desde 2005 que los nombres de las enfermedades no deben hacer referencia a lugares, personas, animales o alimentos?

La enfermedad llevaba tiempo en EE UU, Francia y Gran Bretaña, pero la gente no lo sabía porque la noticia se mantuvo alejada de la prensa. España fue injustamente culpada

R. España era neutral en la guerra y no había censura en la prensa, así que cuando aparecieron los primeros casos en mayo de 1918 los periódicos locales informaron sobre ellos. La enfermedad llevaba tiempo en Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, pero la gente de esos países no lo sabía porque la noticia se mantuvo alejada de la prensa. Así que España fue injustamente culpada. Estoy de acuerdo en que los nombres de las enfermedades no deberían estigmatizar. Cómo conseguirlo y si las medidas de la OMS lo consiguen son dos cuestiones muy complejas.

P. En su libro muestra la actitud que prevaleció en Zamora ante la enfermedad. En otro capítulo explica la intervención en Nueva York. ¿Podría explicar brevemente la principal diferencia entre ambas?

R. Hubo muchas cosas que las diferenciaron, pero la principal fue que las autoridades de Nueva York comprendieron que se enfrentaban con un microbio, mientras que en Zamora la enfermedad se atribuía a la ira de Dios. Estas convicciones marcaron las consecuencias en cada lugar.

P. De los distintos perfiles que presenta en el libro, ¿destacaría alguno?

R. Es difícil señalar una historia en particular porque cada una arroja luz en un aspecto, pero la del obispo Álvaro y Ballano de Zamora me parece fascinante, simplemente porque muestra la poderosa influencia que una personalidad fuerte puede llegar a tener.

Enfermos de gripe española en un hospital de emergencia levantado en Fort Riley, Kansas, EEUU.
Enfermos de gripe española en un hospital de emergencia levantado en Fort Riley, Kansas, EEUU.

P. ¿Por qué esta ha sido la enfermedad olvidada? ¿Influyó la censura de la guerra?

R. La censura solo afectó a las secuelas inmediatas. Lo más interesante es por qué seguimos cien años después sin considerar la pandemia como un acontecimiento histórico a pesar de que ha matado más que cualquiera de las guerras mundiales y, quizá, más que las dos juntas. Hay muchas razones, pero una de ellas es que a la gente le gustan las historias con héroes y villanos, y con un principio, un desarrollo y un final. Difícilmente hay héroes en una pandemia, y el villano en 1918 no era humano. Barrió el mundo rápidamente; la gente no sabía qué les había golpeado. Así que era una historia difícil de contar.

P. En 2005 se reprodujo el virus de la gripe española de 1918 gracias a los trabajos de, entre otros, el científico Jeffrey Taubenberger, de quien usted habla en su libro. Está custodiado en el Centro para Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta, pero este avance tiene sus detractores, ¿qué temen?

R. Podría ser robado y utilizado en una guerra biológica. Es difícil sopesar los riesgos y beneficios de un estudio científico, pero este paso solo ha beneficiado a la humanidad. Ha facilitado información para desarrollar mejores vacunas contra la gripe, por ejemplo.