Nicolás II y su desastrosa guerra contra Japón

Soldados japoneses cerca de Chemulpo, en Corea, entre agosto y septiembre de 1904.
 Dominio público

Autora: EMPAR REVERT

Fuente: lavanguardia.com 05/09/2020

Nicolás II estaba exultante. Tras un decenio como soberano, su pueblo al fin le demostraba la entrega que tanto había anhelado. Toda Rusia reaccionaba como una sola voz contra el ataque japonés a la base imperial en Port Arthur. Bien, no toda. Algunas figuras de la corte, pocas, presintieron los peligros que una guerra encerraba para una Rusia tan grande como frágil. El ministro Sergei Witte era la principal de ellas.

A principios del siglo XX Rusia era un gigante con pies de barro que suplía la decadencia de sus estructuras con un incesante crecimiento territorial. El zar ostentaba aún el poder absoluto, y en el caso de Nicolás II eso era un problema. Los asuntos de Estado no eran lo suyo. El conde Witte, tan estimado por su padre, el zar Alejandro III, era un ministro capaz, pero no podía evitar menospreciar a Nicolás, que a su vez encontraba molesto al político.Lee también

El imperio de los Romanov no había abordado con firmeza el camino de la modernización. Siguiendo su inercia, la Rusia zarista buscaba su propia justificación a ojos del pueblo a través de guerras victoriosas. Impedida su expansión hacia el oeste y el sur europeos, sus miras desde mediados del siglo XIX se fijaban en Oriente.

La permanencia de estructuras semifeudales también había sido una característica esencial de la sociedad japonesa. La presión de Estados Unidos y Europa para obtener concesiones comerciales llevó a su organización tradicional a una crisis irreversible. Sin embargo, el Japón que emergió de esa crisis estaba decidido a tratar con el hombre blanco de igual a igual.

Tras un serio proceso de revisión, el Imperio nipón retuvo los que consideraba sus máximos valores –patriotismo, lealtad, diligencia– y los combinó con los modelos políticos y la tecnología occidentales. Bajo el reinado de Mutsuhito (el emperador Meiji), el poder pasó a manos de oligarcas plenamente involucrados en esta misión. La sociedad japonesa conoció un rápido proceso de modernización, y a finales del siglo XIX Japón ya estaba en posición de desempeñar un papel de primer orden en Asia oriental.

Retrato de Nicolás II coronado.
Retrato de Nicolás II coronado. Dominio público

El rival imprevisto

La resolución nipona se puso de manifiesto muy pronto, en la guerra chino-japonesa de 1894-95, derivada del choque de intereses entre ambos países sobre Corea. El coreano era un estado ligado a China por vínculos tributarios y juzgado por el gobierno de Tokio como el trampolín natural para su expansión en el continente. 

La rápida victoria nipona sobre China sorprendió y alarmó a las potencias occidentales, en particular a Rusia, que no esperaba competencia en la región. A expensas de Pekín, San Petersburgo se había anexionado decenios antes la isla de Sajalín y una amplia zona al norte del río Amur. Ahora acariciaba la idea de extender su influencia por Manchuria y la estratégica península de Liaotung. En ella, Port Arthur garantizaría a la marina imperial una salida al mar libre de hielos durante todo el año, algo que el puerto de Vladivostok, mucho más al norte, no podía ofrecer.

El tratado que ponía fin a la guerra entre China y Japón arrancaba al Imperio chino la península de Liaotung. Adiós al puerto libre de hielos. Y ya no era solo eso. Como intuía Witte, si Japón se instalaba en Liaotung, no se detendría allí. San Petersburgo recabó el apoyo de sus aliados europeos, Francia y Alemania, para obligar a los japoneses a renunciar a sus demandas sobre la península china. El Imperio nipón tuvo que ceder a las presiones y contentarse básicamente con Taiwán.

Caricatura que ironiza sobre el reparto de China que se hacía entre las grandes potencias.
Caricatura que ironiza sobre el reparto de China entre las grandes potencias. Dominio público

El pueblo japonés lo consideró un trato humillante, y su resentimiento se convirtió en indignación dos años después, cuando el imperio del zar dejó al descubierto sus intenciones. Rusia impuso al gobierno chino un acuerdo por el que obtenía la concesión de Liaotung –con Port Arthur– durante 25 años prorrogables. Japón vio claro que necesitaba aliados y que el enfrentamiento con Rusia era bastante probable.

Promesas incumplidas

Las relaciones diplomáticas ruso-japonesas empeoraron en 1900 a raíz de la guerra de los Bóxers, en que el estallido de una revuelta xenófoba en China desencadenó la intervención de un contingente europeo. A él se unió Japón para impedir que Rusia tomara ventaja de la situación, pero los nipones no pudieron evitarlo. 

Japón ofreció reconocer la hegemonía rusa en Manchuria si el Imperio zarista hacía lo propio con la japonesa sobre Corea

El foco más activo del movimiento xenófobo se encontraba en Manchuria, precisamente donde las fuerzas rusas eran mayores. El Imperio zarista lo aprovechó para ocupar toda la región, a lo que Gran Bretaña y Japón respondieron con una enérgica protesta. Cediendo a las presiones, los rusos decidieron firmar un acuerdo con el gobierno chino que preveía la evacuación de las tropas de Manchuria en varias fases.

La primera fase de evacuación de las tropas rusas de Manchuria se llevó a cabo puntualmente, pero cuando llegó el momento de poner en marcha la segunda fase, en 1903, Nicolás II decidió no solo no cumplirla, sino obtener de China nuevas concesiones en la región. Tokio intentó solucionar la crisis por la vía diplomática. Ofreció a Rusia el reparto de zonas de influencia: Japón reconocía la hegemonía rusa en Manchuria si el Imperio zarista hacía lo propio con la japonesa sobre Corea.

En San Petersburgo, la propuesta contó con el favor de algunos de los miembros de la corte, como Sergei Witte, en ese momento apartado del poder por el zar y que, consciente de las flaquezas del Imperio, siempre había abogado por una expansión por medios distintos de los militares.

Retrato de Sergéi Witte.
Sergei Witte. Dominio público

Nicolás II no accedió a la oferta ni propuso alternativas. Creía que Japón no iría a la guerra. A principios de enero de 1904, Tokio optó por romper las relaciones. Días después, la marina nipona atacaba por sorpresa a las fuerzas rusas destacadas en Port Arthur.

Estalla la lucha

Pese a todo, Nicolás II no se alarmó. Sobre el mapa, Japón era un país mínimo que no hacía tanto que se defendía con katanas. El zar se dejó arrullar por el fervor popular en una empresa que parecía hacer olvidar las incipientes muestras de descontento social. 

Pero las ventajas del Imperio ruso eran solo aparentes. Los efectivos rusos en Manchuria eran inferiores. Los refuerzos podían llegar únicamente por el ferrocarril transiberiano, que no estaba listo para el transporte de grandes cantidades de hombres y suministros. Para asistir a la flota de Port Arthur apenas podría contarse con la de Vladivostok, impedida por los hielos, ni con la del mar Negro, que por convención internacional tenía prohibido atravesar el estrecho del Bósforo, mientras que la del Báltico tendría que rodear África antes de llegar a la zona de conflicto. A pesar de todo esto, en San Petersburgo, como en casi toda Europa, primaba la convicción de que Rusia saldría vencedora.Lee también

Frente al ataque de la flota japonesa dirigida por el almirante Togo, el vicealmirante ruso Makarov, al mando en Port Arthur, apostó por una estrategia ofensiva que arrebatara a los nipones el dominio del mar Amarillo. Sus objetivos se truncaron cuando, al regresar al puerto tras una incursión, su nave topó con una mina. Murieron Makarov y casi toda la tripulación. Los japoneses tuvieron desde ese momento el control absoluto del mar.

Ante el revés, el zar puso al contralmirante Rozhestvenski a la cabeza de la flota del Báltico, que tendría que prepararse para emprender una travesía de varios meses hasta Port Arthur. Rozhestvenski, un mando competente y severo, accedió con una petición. Era consciente de que Port Arthur caería antes de su llegada, y solicitó el refuerzo de la flota –un montón de chatarra– con la compra a Argentina y Chile de siete cruceros de fabricación reciente. Su solicitud se aceptó, pero no se llegaría a cumplir.

Zinovi Petrovich Rozhestvenski, a quien el zar puso al frente de la flota del Báltico.
Zinovi Petrovich Rozhestvenski, a quien el zar puso al frente de la flota del Báltico. Dominio público

Mientras tanto, un ejército japonés pasaba de Corea a Manchuria, y poco después un segundo contingente desembarcaba en la península de Liaotung. Port Arthur estaba rodeado. En cuestión de semanas, las fuerzas niponas entraban en el vecino puerto de Dairen, evacuado por los rusos.

Los intentos del general Kuropatkin, comandante de las tropas rusas en Manchuria, de romper el cerco de Port Arthur no tuvieron éxito y, tras una contraofensiva japonesa, los rusos se vieron, además, obligados a retirarse al norte, hacia Mukden.

De Port Arthur a Tsushima

En enero de 1905, tras un asedio de cinco meses, Port Arthur se rendía. Las naves de Rozhestvenski, que habían partido de Rusia a finales del año anterior, se hallaban aún en Madagascar. El desastre causó una honda impresión en el Imperio y atizó a la oposición interna, que pedía reformas sociales y libertades políticas. 

Retirada de las tropas rusas tras la batalla de Mukden, en 1905.
Retirada de las tropas rusas tras la batalla de Mukden, en 1905. Dominio público

Pocas semanas después de la caída de Port Arthur, una multitud reunida ante el palacio de Invierno en demanda de mejoras era dispersada a tiros por la guardia del zar. El episodio, que pasó a la historia como el Domingo Sangriento, se cobró más de cien muertos y dos mil heridos.

Sin embargo, la pérdida de Port Arthur no había decidido la guerra. El grueso del ejército ruso seguía intacto. Las tropas del zar y las del Sol Naciente se enfrentaron en la batalla de Mukden y, esta vez sí, los japoneses infligieron graves daños al ejército ruso, que no tuvo más remedio que replegarse al norte de esa ciudad. Manchuria se había convertido de pronto en un sueño fuera de su alcance.

Quedaba Rozhestvenski, la última esperanza del zar. Al contralmirante, en cambio, no le quedaba ninguna. Con los medios de que disponía, estaba convencido de que navegaba hacia el desastre. Desoídas sus opiniones al respecto, se resignaba a perder la vida en combate, aunque dispuesto a convertirse en un enemigo difícil de batir.

Togo y su tripulación antes de entrar en combate.
Togo y su tripulación antes de entrar en combate. Dominio público

Mediado mayo, dejaba atrás las costas de Indochina. Sus órdenes eran unirse con la flota de Vladivostok, ahora libre de hielos. Se decidió por la ruta menos mala, aun sabiendo que era la más directa hacia la armada japonesa: a través del golfo de Corea. A finales de mes, Togo y Rozhestvenski se enfrentaron en el estrecho de Tsushima. Fue un duelo a la altura de sus aptitudes, pero el contralmirante volvía a estar en lo cierto. La flota del Báltico no estaba en condiciones. Fue casi completamente destruida y su comandante capturado.

La rápida firma de la paz

La derrota en Tsushima y los aires de rebelión interna convencieron al zar de la necesidad de negociar la paz, para lo que rehabilitó al conde Witte. Japón, pese al triunfo, tenía la misma prisa, porque el esfuerzo bélico había dejado exhausto al país. Ambos contendientes aceptaron la oferta de mediación del presidente estadounidense Theodore Roosevelt, y en agosto se inauguró la Conferencia de Portsmouth. 

Japón logró el control de la península de Liaotung y de la parte meridional de Sajalín, el protectorado sobre Corea y la evacuación del ejército ruso de Manchuria. Menos de lo que esperaba. Aun así, el prestigio japonés creció como la espuma en el resto de Asia, que no previó el dominio, tanto o más feroz que el occidental, que la nueva potencia impondría sobre buena parte del continente en los años siguientes.

Para la Rusia autocrática representó un paso más hacia la tumba. El estallido de la Revolución de 1905, aplastada a finales de año, fue el preludio de la que doce años después derrocaría a Nicolás II.

¿Y qué fue de los dos contendientes de Tsushima? En el juicio por la derrota, celebrado en 1906, Rozhestvenski se autoinculpó, pero la sentencia le declaró inocente, tras lo cual decidió retirarse. Murió en 1909, a los 60 años. En cuanto a Togo, convertido en héroe, fue nombrado jefe del Estado Mayor Naval y miembro del Consejo Supremo de Guerra. Recibió el título de conde y se le encargó la educación del príncipe heredero Hirohito. Murió en 1934, a los 86 años.

Proyecto Manhattan: todo por la bomba atómica

Autora: Eva Millet.

Fuente: La Vanguardia 16/07/20250

Hace 75 años estallaba en un desierto de Nuevo México la bomba Trinity, que revelaba el éxito del proyecto liderado por Robert Oppenheimer y cambiaba el mundo para siempre

Todo empezó con una carta, del 2 de agosto de 1939, dirigida al presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt. La firmaba Albert Einstein, cuya ecuación E = mc² puso las bases del desarrollo de la energía atómica. Ante el auge del nazismo, Einstein había abandonado su Alemania natal en 1933, instalándose en América. Ese verano estaba en Long Island, en una agradable casa alquilada frente al mar, con un jardín frondoso y un porche de madera.

Cuentan que era un pésimo navegante y apenas sabía nadar, pero disfrutaba de aquel lugar tranquilo. Sin embargo, el genio recibía numerosas visitas. Quizá ninguna fue tan relevante como la que le hicieron los físicos húngaros Leo Szilard y Eugene Wigner ese agosto de hace poco más de ochenta años.

Nacido en Budapest en 1898, Leo Szilard era un físico nuclear que también huyó de Alemania en 1933. Su primer destino fue Londres, donde ayudaba a otros académicos refugiados a encontrar trabajo.

Lord Rutherford aseguraba que no era posible utilizar la energía atómica con fines prácticos

Aquel mismo año, frente a un semáforo del barrio de Bloomsbury, tuvo su momento eureka. Había leído en The Times un artículo sobre lord Rutherford, el padre de la física nuclear, en el que este aseguraba que no era posible utilizar la energía atómica con fines prácticos. Furioso ante aquel rechazo, y al tiempo que cruzaba la calle, a Szilard se le ocurrió la idea de una reacción nuclear en cadena: la base de la bomba atómica.

La fisión nuclear

Szilard no fue el único que teorizaba sobre las posibilidades de la energía atómica. Había otras mentes brillantes –como la del italiano Enrico Fermi– que trabajaban sobre ella en las universidades de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña. También se investigaba en Alemania, entonces en la vanguardia de la ciencia y la tecnología mundiales, con premios Nobel como el físico Werner Heisenberg. Por ello, cuando Szilard se enteró, a finales de 1938, de que los químicos alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann habían descubierto la fisión nuclear, no dudó de la veracidad de la información.

La prueba Trinity, desarrollada en el marco del Proyecto Manhattan, fue la primera detonación de un arma nuclear de la historia.
La prueba Trinity, desarrollada en el marco del Proyecto Manhattan, fue la primera detonación de un arma nuclear de la historia. (Dominio público)

Hahn y Strassmann demostraron que el núcleo del uranio podía ser dividido en dos o más partes mediante el bombardeo de neutrones, partículas descubiertas en 1932 por el británico James Chadwick. Esta división provocaba un desprendimiento enorme de energía y la emisión de dos o tres neutrones que, a su vez, ocasionaban más fisiones al interactuar con nuevos núcleos, que emitían nuevos neutrones… El efecto multiplicador de la reacción en cadena.

Unos meses antes de la invasión de Poloniala Alemania de Hitler estaba en vías de fabricar una bomba nuclear. En este contexto se gesta la carta de Einstein a Roosevelt, firmada en el porche de la casa de Long Island. La redactó Szilard, pero era necesaria la firma de alguien como Einstein para que el presidente reaccionara. Hasta entonces, los esfuerzos de Szilard y Fermi para conseguir financiación con que investigar la energía nuclear habían tenido muy poco éxito.

La carta de Einstein informaba a Roosevelt de que ya era posible conseguir una reacción en cadena sobre una cantidad importante de uranio, lo que permitiría “generar ingentes cantidades de energía”. Este nuevo fenómeno “podría desembocar en la construcción de bombas” extremadamente potentes, con capacidad “de destruir un puerto entero y el territorio adyacente”.

Estos proyectiles serían tal vez demasiado pesados para su transporte, pero Einstein instaba al presidente a que su administración mantuviera un “contacto permanente” con los físicos que trabajaban en la reacción en cadena en Estados Unidos.

El presidente ordenó la creación de un nuevo grupo de trabajo para construir la bomba atómica

La carta tardó más de dos meses en llegar a Roosevelt, pero su reacción fue rápida: decidió establecer el Comité del Uranio como enlace entre gobierno y laboratorios. Sin embargo, el compromiso pleno de su gobierno no llegó hasta julio de 1941. Fue entonces cuando el espionaje británico informó de que, para los alemanes, la fabricación de una bomba, de uranio o plutonio, lo suficientemente pequeña como para ser transportada en avión era viable.

Ante aquello, el presidente ordenó la creación de un nuevo grupo de trabajo, integrado por militares y políticos de alto rango, para construir la bomba atómica. Un arma capaz de decidir el desenlace de la guerra en Europa, que parecía estar ganando Alemania. Sin dilación, el llamado Comité S-1 se dispuso a materializar un proyecto todavía sin nombre.

El Proyecto Manhattan

El 7 de diciembre de 1941, tras el ataque de Japón a su flota estacionada en Pearl HarborEstados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial. Con ello, el Departamento de Guerra se adhirió al Comité S-1. Lo hizo a través de los US Army Corps of Engineers: el cuerpo de ingeniería pública más grande del mundo. Debido a que la mayor parte de la investigación nuclear se había hecho en la Universidad de Columbia, en Manhattan, los Corps de este distrito fueron puestos al mando.

El general Leslie R. Groves dando un discurso en agosto de 1945.
El general Leslie R. Groves dando un discurso en agosto de 1945. (Dominio público)

De ahí surge el nombre en código “Proyecto Manhattan”, para el que no se escatimaron recursos: dos mil millones de dólares de la época para construir las diferentes infraestructuras que lo integraron. A la cabeza de las actividades se puso al coronel Leslie R. Groves.

Miembro del Cuerpo de Ingenieros, había sido fundamental en la construcción del recién estrenado Pentágono. Un éxito organizativo que él quería dejar atrás para combatir en el frente. Pero las órdenes fueron permanecer en Estados Unidos para una nueva misión que, si resultaba un éxito, haría que su país ganase la guerra. Una vez accedió a su nuevo puesto, la primera orden de Groves fue comprar 1.200 toneladas de uranio mineral del entonces Congo Belga.

A Groves le impresionó “la arrogante ambición” de Oppenheimer. “Es un genio”, resumió

Brusco, eficaz y físicamente intimidante, Groves, que fue ascendido a general al serle asignado el Proyecto Manhattan, era lo opuesto al otro hombre clave en el mismo: Julius Robert Oppenheimer. Este físico teórico, nacido en Nueva York, de aspecto y gustos sofisticados, fue el escogido por el militar para dirigir la parte científica.

Una decisión controvertida, porque Oppenheimer, profesor de la Universidad de Berkeley, ni tenía un Nobel ni experiencia en gestión de equipos. Pero ya en su primer encuentro a Groves le impresionó “la arrogante ambición” de Oppenheimer, quien parecía saberlo “todo”, y no solo de física teórica. “Es un genio”, resumió el general.

Los Álamos

Groves supo ver en Oppenheimer una mente brillante, capaz de encontrar la solución a problemas de distintas disciplinas. Le gustó su idea de que el laboratorio donde se construyera la bomba se ubicase en un lugar aislado, lo que facilitaba la seguridad. Oppenheimer sugirió situarlo en Nuevo México, donde poseía un rancho. Los paisajes prístinos de aquel estado al sur del país eran su pasión.

Conocía bien la zona y sabía de la existencia, al norte de Santa Fe, de un internado para niños llamado Los Álamos, en una de las mesas que rodeaban la llamada llanura de Pajarito. El lugar era aislado y bellísimo, perfecto para un trabajo que requería tanto concentración como asueto. Groves sentenció que habían encontrado el sitio perfecto para la “sede Y” del Proyecto Manhattan: el laboratorio donde se diseñaría la primera bomba atómica de la historia.

Dio la orden de adquirir los terrenos y envió la maquinaria de los Corps para construir el complejo, al que Oppenheimer se mudó en la primavera de 1943. Años más tarde, el físico manifestaría sentirse culpable por haber destrozado un paisaje maravilloso. En ese momento no se le ocurrió que la logística derivada del Proyecto Manhattan podría causar impacto en esa naturaleza espléndida.

Lo cierto es que, mientras él se encargaba de reclutar a los científicos que necesitaba, Groves construía, en un tiempo récord, un flamante laboratorio nuclear, rodeado de una pequeña ciudad en mitad de la nada.

Por sugerencia de Oppenheimer, las familias del personal del proyecto residirían también en Los Álamos. Mientras las obras avanzaban, Oppenheimer convocaba a los científicos más brillantes de su generación para unirse a la empresa.

Entre otros, estaban Leo Szilard, por supuesto, y Enrico Fermi (Nobel en 1938). Los químicos Harold C. Urey (Nobel en 1934) y Willard Frank Libby (Nobel en 1960). James Chadwick, el descubridor de los neutrones (Nobel en 1935). Los físicos Isidor Rabi (Nobel en 1944) y Hans Bethe (Nobel en 1967). El físico teórico Richard Feynman (Nobel en 1965), el físico de origen español Luis Walter Álvarez (Nobel en 1968) y el físico de origen húngaro Edward Teller, futuro padre de la bomba de hidrógeno y, según Fermi, “el más inteligente de todos nosotros”.

El general Groves temía filtraciones (y, de hecho, las hubo)

El potente equipo humano fue aumentando a medida que pasaban los meses. Como explicaría Rose, la hija de Hans Bethe, la idea inicial de Oppenheimer era reclutar a treinta científicos, más un grupo de apoyo de unas cien personas. Pero la cifra se disparó, y en 1945, en Los Álamos trabajaban unas seis mil. A veces, seis premios Nobel intervenían en un mismo proyecto. Los egos eran enormes. Pero, con un savoir-faire que sorprendería a muchos, Oppenheimer resultó idóneo para dirigir a ese grupo de divos de la ciencia.

Lo que se hacía en Los Álamos era secreto de Estado. También la existencia de la instalación, cuya única dirección de correo era el apartado postal 1663, Santa Fe, Nuevo México. Groves estaba obsesionado por la seguridad y temía filtraciones (y, de hecho, las hubo). Todos necesitaban una acreditación para entrar y salir del recinto. Oppenheimer iba siempre con guardaespaldas, y a los científicos les estaba prohibido comentar su trabajo, incluso con sus más allegados.

Cambio de turno en la instalación de enriquecimiento de uranio Y-12.
Cambio de turno en la instalación de enriquecimiento de uranio Y-12. (Dominio público)

En Santa Fe se rumoreaba que el internado se había convertido en una base para reparar submarinos o en una maternidad de la rama femenina del Ejército. Lo cierto es que en Los Álamos hubo un inesperado baby boom que no agradó a Groves. Cuando se lo hizo saber a Oppenheimer, este tuvo poco que argumentar: su segunda hija nació allí, en 1944. Como con los otros bebés, en su certificado, el lugar nacimiento constaba como “apartado postal 1663”.

En el Proyecto Manhattan coincidieron las maneras de hacer de la ciencia y lo militar. Mientras Oppenheimer consideraba clave el intercambio de ideas en un ambiente distendido, Groves abogaba por el secretismo y la formalidad. Aquella divergencia provocaba discrepancias entre los máximos responsables del proyecto, pero, en general, la relación fue de mutuo respeto.

Pese a la gravedad y urgencia de la tarea encomendada, en aquella joven comunidad existía una vida social intensa. Oppenheimer era el primero en organizar fiestas en su casa, donde preparaba unos perfectos dry martinis. El magnífico entorno era idóneo para las caminatas que tanto gustaban a científicos como Enrico Fermi. Se organizaban también excursiones a caballo y pícnics junto al río. Incluso se construyó una pista de esquí: George Kistiakowsky, el químico al mando de la implosión de la bomba, se encargó de limpiar parte del bosque. Con explosivos, naturalmente.

Una cuestión ética

Pese a aquellos hobbies, el trabajo era intenso: jornadas de diez, doce y hasta catorce horas para crear “el artefacto” –como se lo llamaba– antes que los nazis. Ese era el objetivo de los científicos involucrados, muchos de ellos refugiados del fascismo. Qué pasaría si Estados Unidos conseguía antes la bomba era una cuestión que ni se planteaba.

Pero, en 1944, tras el desembarco aliado del 6 de junio en Normandía, las cosas cambiaron. Los aliados iban camino de ganar la guerra en Europa, y estaba claro que Alemania no lograría fabricar la bomba. ¿De qué servía seguir adelante con aquella arma de destrucción masiva? Empezaron a surgir voces críticas. Como la del físico polaco Joseph Rotblat, que se quedó helado cuando, en una cena en casa de James Chadwick, escuchó al general Groves decir que el fin de la bomba no era derrotar a Hitler, sino dominar a los soviéticos.

Rotblat sabía que Stalin no era un santo, pero también sabía que miles de rusos seguían muriendo cada día en el frente en su mismo bando. Percibió las palabras del general como una traición, y pocos meses después abandonó Los Álamos. No podía seguir participando, dijo, en la creación de un arma cuyo objetivo, vencer al nazismo, había quedado obsoleto. Dedicó el resto de su vida a la erradicación de las armas nucleares, lo que le valió el Nobel de la Paz en 1995.

El secretismo del Proyecto Manhattan era tal que Truman no lo conoció hasta poco antes de ser investido

La de Rotblat no fue la única voz disidente. A finales de 1944, el estadounidense Robert Wilson, jefe de la división de física experimental, convocó una reunión en el complejo para discutir la ética del proyecto. Aunque se había adherido “con la vocación de un soldado profesional”, también empezaba a albergar dudas con el cambio de rumbo de la guerra. Acudieron una veintena de personas, incluido Oppenheimer, que les convenció de seguir adelante.

Su argumento estaba inspirado en el de su mentor, el eminente físico danés Niels Bohr, que había visitado Los Álamos un año antes. Para Bohr, la bomba era algo terrible, pero también la “Gran Esperanza”. Bien manejada, podría ser garante de la paz en el mundo, cambiar las dinámicas de la guerra como tal. Pero para ello era necesario un control internacional de la energía atómica y la cooperación entre científicos del mundo capitalista y el comunista.

Así, el trabajo en Los Álamos siguió a toda marcha: los equipos, coordinados por Oppenheimer, iban solucionando los problemas para la construcción del artefacto, que, en su mayoría, estaban relacionados con la implosión. Los explosivos necesarios (el uranio y el plutonio enriquecidos) eran suministrados desde los reactores de los complejos de Oak Ridge (Tennessee) y Hanford (Washington), también construidos para el proyecto.

En paralelo, la historia se desarrollaba a toda velocidad: el 12 de abril de 1945 falleció Roosevelt, a quien sucedió en la Casa Blanca Harry Truman . Una buena prueba del secretismo del Proyecto Manhattan es que Truman desconoció su existencia hasta poco antes de su investidura como presidente. En Europa, Hitler se suicidó el 30 de abril en su búnker de Berlín. Ocho días después, Alemania se rendía.

Con el nazismo derrotado, fueron más los que se preguntaron qué sentido tenía seguir con aquello. Pero en el Pacífico la guerra continuaba con virulencia, y el Ejército ya había seleccionado diecisiete posibles blancos en Japón para el bombardeo atómico. El proyecto continuaba; solo había cambiado el objetivo.

Aquello horrorizó a Leo Szilard, ya convencido de que el uso del arma sería nefasto. En junio de 1945 impulsó, junto a otros destacados científicos, el llamado Informe Franck, donde instaban al presidente a no utilizar la bomba. Sin embargo, la decisión parecía estar tomada, y el arma, cada vez más cerca

El 16 de julio tuvo lugar la prueba Trinity en el desierto de Jornada del Muerto, en Nuevo México. La explosión de la primera bomba nuclear de la historia se produjo a las 5.30 h de la madrugada. Fue un éxito. La detonación, con la característica nube en forma de hongo, superó todas las expectativas.

Pero fue la brillantísima luz que produjo lo que más impactó a los testigos. “Fue como descorrer una cortina en una habitación oscura”, recordaría Teller. “Pensé que algo había salido mal y que el mundo entero estaba en llamas”, dijo James Conant, presidente de la Universidad de Harvard. Isidor Rabi declaró que, pese al calor, “tenía la piel de gallina”. Hans Bethe sintió “que habían hecho historia”. Oppenheimer declaró que fue una explosión “terrible” a la que “muchos niños no nacidos aún le deberán su vida”.

El hongo sobre Hiroshima producido por la explosión de la Little Boy el 6 de agosto de 1945.
El hongo sobre Hiroshima producido por la explosión de la Little Boy el 6 de agosto de 1945. (Dominio público)

El 6 de agosto de 1945, el bombardero Enola Gay despegó de la base americana de la isla de Tinián, en las Marianas, a las 7.30 h de la mañana. En sus tripas llevaba el resultado del Proyecto Manhattan: Little Boy, o la primera bomba atómica a punto de ser arrojada sobre una población civil.

El artefacto fue lanzado sobre Hiroshima, ciudad que no había sido atacada hasta ese día. Tras la explosión, el piloto dijo que “no vio nada más que oscuridad”. Sin embargo, debajo del hongo nuclear quedaron una ciudad arrasada, 70.000 muertos y muchos más (casi el doble), que fallecerían a causa de la radiación. El mundo ya no sería el mismo.

Este artículo se publicó en el número 615 de la revista Historia y Vida.

El Eje Berlín-Tokio, una frágil amistad.

Jóvenes japonesas sosteniendo las banderas de Alemania, Japón y el Comité Olímpico Internacional, en 1938. Para entonces la Alemania nazi y Japón mantenían estrechas relaciones

Autor: Manuel de Moya Martínez

Fuente: Archivos de la Historia.

La imagen de Alemania y Japón como aliados de la Segunda Guerra Mundial ha quedado impregnada en la psique popular, considerada en muchas ocasiones como una alianza firmemente asentada. Incluso en el terreno de la ucronía hay lugar para esta visión idealizada, especialmente en el caso de la serie The Man on the High Castle —basado en una obra homónima de 1962— que esboza cómo habría sido la historia si Alemania y Japón hubiesen ganado la Segunda Guerra Mundial.

La realidad, sin embargo, suele ser mucho más compleja de lo que parece. Aún siendo dos países aliados tanto en ámbito político como el campo militar, ni antes ni durante la Segunda Guerra Mundial se comportaron realmente como tales.

Hacia el Pacto Tripartito

Ambos países habían tenido importantes vínculos económicos desde finales del siglo XIX, ejerciendo el Imperio Alemán como un auténtico modelo para un Japón que se encontraba en pleno proceso de modernización. Por poner algunos ejemplos, el código civil japonés está fuertemente inspirado en el código civil alemán, mientras que el Ejército Imperial Japonés tenía una importante influencia procedente del modelo militar prusiano.

Sin embargo, el elemento principal que va a marcar la “amistad” germano-japonesa es la Unión Soviética. Japón, vencedor de la Guerra ruso-japonesa de 1904-1905, había invadido parte de Siberia durante la intervención extranjera contra la Revolución bolchevique, y desde la ocupación de Manchuria (en 1931) el Ejército nipón entró en una dinámica de conflictos continuos con los soviéticos. En cuanto a Alemania, el ascenso al poder de los nazis fue un elemento que lo cambió todo. Adolf Hitler desde antes de su llegada al poder ya había hablado de la necesidad vital que Alemania tenía de ocupar los territorios de la Rusia europea. Con estas premisas, desde bien pronto se haría evidente la simpatía mutua entre alemanes y japoneses. El Pacto Anti-Komintern de 1936 va a ser el primer gran acuerdo diplomático entre ambos estados, con el objetivo de apoyo mutuo en su lucha contra el comunismo internacional (es decir, contra la Unión Soviética).

No sólo la Unión Soviética constituía el gran enemigo común de las potencias fascistas en ascenso. A medida que la política exterior de Alemania y Japón se volvió más agresiva, Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos comenzaron a ser una amenaza para los objetivos germanojaponeses.

Sin embargo, a pesar del Pacto Antikomintern, la realidad era más compleja. Si Japón sostuvo repetidos conflictos con China durante la década de 1930, las autoridades de Berlín mantuvieron un acuerdo de cooperación militar con el Gobierno nacionalista de Chiang Kai-shek, al menos hasta 1938. Y mientras en Alemania se hallaba instaurado un sistema totalitario, en Japón la democracia liberal seguiría perviviendo de facto (aún en precarias condiciones) hasta una fecha tan tardía como 1940. De hecho, aunque en el Imperio del Sol naciente existían algunos movimientos de carácter fascista, no había un gran partido único de carácter totalitario; la llamada Asociación de Asistencia al Régimen Imperial [1], aunque se la ha catalogado como una partido para-fascista, a duras penas podía compararse con la organización del Partido Nazi.

Convencidos de que Alemania estaba de su lado, los japoneses empezaron a mostrarse cada vez más agresivos con el Ejército soviético en la frontera de Manchuria. Entre 1935 y 1939 se desarrolló un conflicto fronterizo entre ambos estados, que incluyó combates directos. Estos pequeños enfrentamientos se mantendrían sin un claro vencedor hasta la grave derrota japonesa en la Batalla de Kalkhin Gol (1939). Paradójicamente, en aquellos momentos se producía la firma del Pacto de no agresión germano-soviético. Este acuerdo, que suponía una clara violación del Pacto Antikomintern, constituyó toda una sorpresa para la opinión pública mundial. También para los japoneses, que no habían sido informados por sus teóricos aliados.

Aliados de circunstancias

La victoria soviética en Kalkhin Gol permitió a los soviéticos concentrar sus esfuerzos en el frente de Europa, mientras que Japón veía eternizarse la Guerra con China.

A partir de mayo de 1940 los acontecimientos se sucedieron con velocidad. Las rápidas victorias militares de la Alemania nazi en Europa occidental —y sobre todo, la humillante derrota del otrora poderoso Ejército francés— agitaron a muchos militares nipones, ansiosos de emular los éxitos alemanes. El 22 de septiembre de ese año fuerzas japonesas invadieron el norte de la Indochina francesa, estableciendo también tropas en la zona de Hanói. Los franceses terminaron aceptando la ocupación, que un año después se extendería por toda la península indochina. Y poco después, el 27 de septiembre, se firmaba en Berlín una alianza militar por parte de Alemania, Italia y Japón: el Pacto Tripartito. Se formalizaba así una cooperación que ya existía entre estas potencias.

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Celebración de la firma del Pacto Tripartito en Japón, c. 1940.
Pero mientras todo esto tenía lugar, el ministro de exteriores nipón —Yosuke Matsuoka— negociaba la firma de un pacto de no agresión con la Unión Soviética, lo que finalmente se lograría en abril de 1941. La firma de este pacto se hizo a espaldas de Alemania, repitiéndose lo que ya había ocurrido en agosto de 1939. Para entonces Hitler y sus generales están ultimando los planes para la invasión de la Unión Soviética, que se desencadenaría el 22 de junio de 1941. Japón no había sido informado previamente de esta operación (una de las grandes operaciones militares de la guerra), ni tampoco se le había ofrecido participar en una invasión conjunta.

Ante la euforia por las victorias alemanas que se sucedieron durante el verano de 1941, cuando parecía que la URRS podía colapsar, renació la posibilidad de una guerra con los soviéticos. El Estado Mayor del Ejército japonés volvió a acariciar la idea de atacar Siberia, atacando por la espalda al Ejército Rojo en un momento en que se hallaba concentrado en el frente europeo. Pasaron varios meses sin estar claro qué ocurriría. Pero finalmente se prefirió atacar las colonias asiáticas de Gran Bretaña y Holanda, así como a los Estados Unidos. Se decidió, no obstante, que Japón atacaría a los soviéticos en un momento en que estos estuvieran muy debilitados y no tuvieran opciones de victoria.

Esa ausencia de coordinación entre ambas potencias se volvería a manifestar nuevamente cuando Hitler, poco después del ataque japonés contra de Pearl Harbor (diciembre de 1941), declaró la guerra a los Estados Unidos. Su gesto, sin embargo, nunca se vería correspondido por Tokio en la guerra contra los soviéticos. Así pues, la guerra mundial evolucionó en dos grandes teatros de operaciones relativamente separados entre sí, sin que existiera una cooperación militar directa entre Berlín y Tokio.

Hasta ese momento una de las principales rutas de acceso entre alemanes y japoneses había sido el ferrocarril transiberiano, si bien la invasión alemana de la URSS la cerró como vía de comunicación. La entrada en guerra de Japón tras los ataques de Pearl Harbor cerró la vía marítima, a excepción de los submarinos alemanes que pudieron llegar desde Europa hasta el Pacífico. Esto contribuyó a aumentar el aislamiento geográfico y político entre Tokio y Berlín, a diferencia de lo que ocurría entre Estados Unidos y Reino Unido —que mantenían abiertas sus comunicaciones marítimas—. Alemanes y japoneses tampoco llegaron a establecer un Estado Mayor conjunto, ni tampoco coordinaron sus operaciones militares cuando hubo oportunidades de ello.

A pesar de las dificultades, durante ese contexto hubo un momento en que parecía que Alemania y Japón iban a ganar la guerra. En el verano de 1942 los tanques alemanes avanzaban sobre Oriente Medio y el Cáucaso, mientras que la Armada japonesa acechaba las costas de Australia y la India. Durante aquel verano, Tokio y Berlín creyeron realmente que estaban cerca de alcanzar la victoria final.

Confraternización de marineros alemanes y japoneses en una base naval de Penang, Malasia, c. 1943.

Pero fue un espejismo. Los alemanes, que habían alcanzado el río Volga —la frontera entre Europa y Asia—, se vieron atrapados en el infierno congelado de Stalingrado y entraron en una espiral de derrotas militares de la que nunca saldrían. La misma suerte corrió el otrora poderoso Imperio japonés, que en apenas unos años vio a su armada barrida de los mares y a sus principales ciudades convertidas en pasto de las llamas. La alianza germano-nipona, si bien continuó existiendo, en la práctica se vio ensombrecida por la ausencia de una verdadera cooperación militar. El agotamiento de la capacidad ofensiva del Eje y la presión de los Aliados sellaron el destino del Pacto Tripartito.

La Alemania nazi terminó rindiéndose en mayo de 1945, y Japón lo haría unos meses después, tras los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.

Notas

[1] La Asociación de Asistencia al Régimen Imperial (Taisei Yokusankai) fue un partido para-estatal que se fundó en 1940, como una suerte de partido único de carácter totalitario. Sin embargo, nunca gozó de un papel real y sirvió más como una organización carácter auxiliar a los propósitos del Estado.

Bibliografía

HALL, J.W. (1973). El Imperio japonés. Editorial. Siglo XXI

PRESSEISEN, Ernst L. (1958). Germany and Japan: A Study in Totalitarian Diplomacy 1933–1941. Springer Sience+Business Media Dordrecht.

SIMS, R.L. (2001). Japanese Political History Since the Meiji Renovation, 1868-2000. C. Hurst & Co. Publishers

SPANG, C.W.; WIPPICH, Rolf-Harald (2006). Japanese-German Relations, 1895-1945: War, Diplomacy and Public Opinion. Routledge.

Hiroshima, año cero

Fuente: El Mundo. Especial 70 aniversario fin de la II Guerra Mundial.

Autor:JULIO MARTÍN ALARCÓN

Cuando apenas ha despuntado el sol, y se empiezan a ver las primeras bicicletas y el trasiego de los tranvías en las calles de Hiroshima, el calor de la mañana de agosto es ya casi asfixiante. Roza unos 30 grados envueltos en una bruma de humedad que transporta el río Ota, cuyo delta desemboca en el Mar Interior de la preciosa bahía de donde surge la isla de Mijayima. Han pasado casi 70 años de aquel 6 de agosto de 1945 cuando a las 8.15 explotó la primera bomba atómica sobre una ciudad, la única de la Historia junto a su hermana Nagasaki.

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