Del brutalismo del mariscal Tito al Valle de los Caídos: la reivindicada arquitectura de los dictadores.

Monumento brutalista al levantamiento del pueblo de Kordun y Banija construido durante la Segunda Guerra Mundial por el arquitecto Veliki Petrovac en Croacia.

Autor: Mario Suárez,

Fuente: El País, 29/08/2018

Bogdan Bogdanović (Belgrado, 1922- Viena, 2010) probablemente fue uno de los arquitectos europeos más importantes del siglo XX. Pero pocos conocen su nombre. Ni sus obras. El mariscal Tito, el dictador yugoslavo que estuvo en el poder desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta su muerte en 1980, le encargó la construcción de 20 monumentos conmemorativos contra el fascismo. Hoy, muchos de estos espacios están marginados, relegados por su vinculación con la dictadura socialista.

El caso de Bogdanović no es el único. Se podrían añadir a la lista de arquitectos de la ex-Yugoslavia en el olvido por su relación con un régimen dictatorial nombres como Juraj Neidhardt, Svetlana Kana Radević, Edward Ravinikar, Vjenceslav Richter o Milica Sterić. Todos ellos forman parte de una exposición en el MoMA (Museo de Arte Moderno) de Nueva York que habla de memoria y de justicia arquitectónica, Concrete Utopia: Architecture in Yugoslavia, 1948-1980.Esta muestra abre el debate sobre los grandes y olvidados arquitectos que colaboraron en la difusión de las dictaduras europeas, como la de Franco o Hitler.

La torre Avala TV, cerca de Belgrado. Destruida en 1999 y reconstruida en 2010. Sus arquitectos son Uglješa Bogunović y Slobodan Janjić.
La torre Avala TV, cerca de Belgrado. Destruida en 1999 y reconstruida en 2010. Sus arquitectos son Uglješa Bogunović y Slobodan Janjić.

La exposición que acoge el MoMA habla, a través de 400 dibujos, maquetas y fotografías de la capacidad arquitectónica de la época socialista, con ejemplos de brutalismo y experimentación constructiva desconocida aún hoy, casi tres décadas después desde la caída de la República de Yugoslavia en 1992. “La muestra excede la visión de lo público, habla de este brutalismo pop, muy reivindicado hoy en redes sociales como Instagram. Pero también es una muestra polémica, porque estos edificios se construyeron para conmemorar victorias socialistas y, tras la caída de la dictadura de Tito, se quedaron abandonados”, cuenta Iván López Munuera, comisario de exposiciones y crítico de arte y arquitectura.

Ilinden, conocido como Makedonium, es un monumento en Kruševo, República de Macedonia.
Ilinden, conocido como Makedonium, es un monumento en Kruševo, República de Macedonia.

Si en las últimas tres décadas muchas de estas joyas arquitectónicas fueron aniquiladas del patrimonio –hoy recuperados por el fenómeno del brutalismo en Instagram–, lo mismo pasó con esos arquitectos. Bogdanivić, por ejemplo, con la llegada del nacionalismo serbio de Slobodan Milošević, vivió como disidente en su propio país. “Esta muestra plantea cuestiones contemporáneas sobre memoria e historia, abre un debate sobre la integración de los monumentos contemporáneos en el patrimonio. Es muy trasladable a lo que está pasando en España con el Valle de los Caídos, sobre cómo los monumentos pueden contener diferentes ideologías”, explica López Munuera.

Yugoslavia, que en los años de dictadura socialista vivió en la llamada Tercera Vía –alejada de la Guerra Fría– focalizó su modernización en la mejora de la vida cotidiana de los ciudadanos con grandes propuestas de urbanismo. Aquí la arquitectura tomó un rumbo político que se materializó en grandes rascacielos, edificios con formas sorprendentes y magnos monumentos.

“Existen ejemplos como la Biblioteca Nacional de Kosovo, que tiene referencias otomanas, brutalistas –fue utilizada para los refugiados de Bosnia-Herzogovina y Croacia durante la guerra de Yugoslavia­– y que realmente hoy se entiende como un monumento a las relaciones entre las diferentes identidades, que incluso fue reivindicado por Susan Sontag”, comenta el crítico de arquitectura. “Algo parecido debería hacerse con el Valle de los Caídos, no desmontarlo. Lo acertado es transformarlo en un lugar de discusión”, añade.

La Biblioteca Nacional de Kosovo, del arquitecto Andrija Mutnjakovic.
La Biblioteca Nacional de Kosovo, del arquitecto Andrija Mutnjakovic.

En España, tras la decisión del gobierno de exhumar los restos de Franco de su mausoleo, comienza el debate de reivindicar la figura de arquitectos adscritos a la dictadura franquista, como Pedro Muguruza y Diego Méndez –arquitectos del Valle– o Francisco de Asís Cabrero, entre otros. “Fueron una serie de arquitectos que, en edad temprana y antes de la Guerra Civil, experimentaron mucho, aunque luego se dejaron llevar por el falangismo”, cuenta David Pallol, historiador y autor de Construyendo un imperio: Guía de la Arquitectura franquista en el Madrid de la Posguerra (La Librería).

El Palacio de La Prensa y el edificio Coliseum, de Pedro Muguruza y Casto Fernández-Shaw, situado en el corazón de la Gran Vía de Madrid; o la Casa Sindical –actual Ministerio de Sanidad–, de Francisco de Asís Cabrero y Rafael Aburto, son ejemplos de buena arquitectura de vanguardia realizada por arquitectos adscritos al régimen. “Siguieron las directrices de la Escuela de Chicago. Se fijaban mucho en Nueva York, aunque lo más interesante que hicieron durante el régimen fueron las viviendas sociales”, añade Pallol. “La colonia de casas de la Virgen del Pilar (Avenida de América) fue una propuesta muy experimental, con nuevas técnicas de construcción que, al no representar al poder, se creaban con más audacia por estos arquitectos”, remata el historiador.

Palacio de la Prensa, del arquitecto falangista Pedro Muguruza, y el edificio Capitol, de los arquitectos Luis Martínez-Feduchi y Vicente Eced y Eced.
Palacio de la Prensa, del arquitecto falangista Pedro Muguruza, y el edificio Capitol, de los arquitectos Luis Martínez-Feduchi y Vicente Eced y Eced. GETTY IMAGES

“Respecto al Valle de los Caídos, desde el punto de vista arquitectónico, no vale nada, es plomizo, muy pesado, tétrico. No hay por dónde cogerlo. Lo único que tiene valor es lo paisajístico. El propio Muguruza tuvo que luchar mucho contra Franco, porque el dictador tenía un concepto mucho más caduco de la arquitectura y quería meter cruces por todos lados”, explica Pallol.

La recuperación y puesta en valor de estas construcciones realizadas en periodos dictatoriales en Europa también se cuestiona en Alemania con los restos arquitectónicos de los nazis. El último ha sido el Campo Zeppelin levantado por el arquitecto del Tercer Reich Albert Speer, en Nüremberg. Esta mole de 1934, inspirada en el Altar de Pérgado de origen helénico para ver los desfiles militares nazis, se cae a pedazos. Nadie se atreve a poner sobre una mesa los 70 millones de euros que costaría su restauración.

Campo Zeppelin levantado por el arquitecto del Tercer Reich Albert Speer, en Nüremberg.
Campo Zeppelin levantado por el arquitecto del Tercer Reich Albert Speer, en Nüremberg. ALAMY

El Antiguo Régimen: ocaso y consecuencias.

Autor: José Alberto Cepas Palanca

Fuente: Alerta Digital, 30/10/2015

Ambiente: Los finales del siglo XVIII y los inicios del XIX marcan el ocaso del Antiguo Régimen (1808-1814). El año 1808 es la fecha comúnmente aceptada en la historia peninsular para marcar el nacimiento de la Edad Contemporánea. El Antiguo Régimen se basó en una demografía antigua, una natalidad y mortalidades elevadas, ristra de malas cosechas, innumerables guerras y abundantes epidemias. Una sociedad estamental heredada de la Edad Media, organizada en grupos conforme a unas atribuciones de funciones que aseguraba –a algunos – el disfrute de privilegios. La nobleza y el clero eran los privilegiados, lo que implicaba que el resto – tercer estado o estado llano – no tenían acceso a dichas prerrogativas; ricos comerciantes o agricultores, mendigos y vagabundos. Todo esto coronado por el rey que ocupaba el lugar principal y desde el cual se controlaba todo. Monarquía absoluta, o basada en la idiosincrasia inglesa, la moderada, en la creencia que era el sistema político perfecto para la sociedad de la época y el sistema político indiscutible. La economía descansaba en la agricultura, con unos sistemas de explotación – propiedad de la tierra y derechos adquiridos – que limitaban gravemente su desarrollo y abocaban a crisis de subsistencias y generación de hambrunas, de graves consecuencias. La industria, muy limitada, y el comercio, escaso, debido a la poca integración de los mercados nacionales, acompañados por los problemas de todo tipo en el desarrollo de los mercados coloniales.

La España de la fase final del Antiguo Régimen tenía entre diez y doce millones de habitantes. Madrid unos 200.000. El peso de la agricultura era cinco veces superior a la industria, y la principal producción eran las tejas y baldosas. Sólo se dedicaban a la industria, principalmente artesanal, unos 280.000 individuos, a excepción de la textil.

El número de funcionarios era aproximadamente unos 30.000 y el de comerciantes, más o menos idéntica cifra. La posesión de la tierra constituía el fundamento económico de la sociedad. Aproximadamente dos tercios de la propiedad estaba amortizada siendo más de la mitad en régimen de señorío. La crítica a los privilegios del clero era sobre todo a las órdenes religiosas. La Iglesia (el clero contaba con unas 150.000 personas) poseía la mitad de la tierra en Galicia, muy poca en Granada o en el País Vasco. Había 40 órdenes religiosas con más de 2.000 conventos. La nobleza contaba con unas 480.000 personas. El régimen señorial suponía el 95% de la Guadalajara actual. La explotación se hacía prácticamente sin ánimo de lucro. El señor tenía unos privilegios y era objeto de unas prestaciones que de hecho le convertían en dueño de la industria y el comercio en su señorío. No existía un único sistema de pesos, medidas y monedas y el sistema fiscal era complicado y muy injusto. El poder del rey revestía un carácter sagrado, semejante a la familia. La función de las Cortes sólo eran el reconocimiento del heredero y los actos de jura al mismo.

Melchor Gaspar de Jovellanos
Melchor Gaspar de Jovellanos

Había desaparecido el Consejo de Aragón, y el Consejo de Estado era el organismo central de la administración, que tenía competencias de rango administrativo, ejecutivo, judicial y legislativo, siendo los secretarios el medio directo de gobierno por parte del rey. La administración territorial (Capitanías generales, Audiencias, intendencias, etc.) era caótica. La administración local estaba en manos de los señores o de los Corregidores, según se tratara de un señorío o no. Existía una gran crisis económica potencial provocada por las limitaciones que la situación jurídica de la tierra imponía a la producción, añadida por las malas cosechas y la consecuente crisis de subsistencia. La legislación era muy abundante y complicadísima. La Inquisición apenas era temida y se dedicaba de manera casi exclusiva a perseguir beatas inventoras de milagros.

No obstante, en toda Europa, en el siglo XVIII, especialmente en los últimos decenios, se notaron algunos vientos de cambio, en algunas áreas. En España disminuyó la mortalidad, se incrementó la nupcialidad y, por tanto, la natalidad. El cambio más importante se observó en el ámbito de las ideas, los análisis y las críticas. Pocos eran los intelectuales del siglo XVIII especialmente en España que creían, vislumbraban o intuían los cambios que se podían producir, siendo algunos de los más prominentes Gaspar Melchor de Jovellanos (1744 -1811), Mariano Luis de Urquijo [(1769 – 1817), condenado por la Inquisición por traducir una tragedia de Voltaire] y José Blanco White (1775 – 1841); el resto de esa élite seguía anclados en el Antiguo Régimen, siendo un ejemplo claro el conde Floridablanca [José Moñino y Redondo, (1728-1808)].

Desencadenantes

Carlos IV
Carlos IV

Se nombró secretario de Estado al conde de Aranda, Pedro Pablo Abarca de Bolea (1718-1798), sustituyendo al anciano conde de Floridablanca en 1792, que fue totalmente marginado, aunque al final fue rehabilitado. Ese año Francia proclamó la Republica. Los folletos y todo tipo de propaganda anti borbónica empezaron a entrar clandestinamente en España, a pesar del endurecimiento de Aranda, que dificultaba su política, pasando a primera línea de urgencia la de salvar la vida del primo del rey Carlos IV, el rey francés Luis XVI. Con las noticias revolucionarias precedentes de Francia se produjo una drástica limitación de las posibilidades de tolerancia en el marco del régimen de despotismo ilustrado. Desapareció una parte de la prensa y, al resto, se les prohibió cualquier alusión directa al gobierno y a sus magistrados.

Desde agosto de 1798 se prohibieron las escarapelas con los colores nacionales franceses y el uso de chalecos con la palabra liberté así como la entrada de folletos y dibujos que pudieran pervertir o inquietar cabezas mal compaginadas. De todos modos, el impacto en las élites de las noticias provenientes de Francia fue muy grande, con independencia de la posición de cada uno. Si a eso se une el desprestigio de la Corona, se apreciará hasta qué punto era congruente la situación con el desenlace que se produjo. El cambio histórico se produjo desde las esferas más altas, al quedar inservibles todas las instituciones del Antiguo Régimen cuando tuvo lugar la invasión francesa, pero el cambio efectivo lo hicieron las esferas bajas.

Carlos IV, nombró a Godoy secretario de Estado, fulminando a Aranda. Godoy, acusado posteriormente de despotismo ministerial, era un joven inexperto, cuyo mérito conocido popularmente, era ser “el querido o el cortejo” de la reina, que aunque aceptada esa institución por la sociedad de la época, nunca había llevado consigo un ascenso social y político tan descomunal y tan rápido. En el fondo, no se aceptaba por la gente sencilla, que un joven advenedizo aunque de origen hidalgo – fue un simple Guardia de Corps – ascendiera al poder por medios muy poco lícitos extendiéndose, cual mancha de aceite por todo el reino.

Manuel Godoy

Manuel Godoy
Manuel Godoy

El pacense Manuel Godoy y Álvarez de Faria (1767-1851), ocho años después de su ingreso en la “Guardia de Corps” (*), el 15 de noviembre de 1792, fue elevado al cargo de primer secretario de Estado o del Despacho, es decir, Primer Ministro o “ministro universal”, por Carlos IV, quien desde que subió al trono no había cesado de llenarle de honores: cadete, ayudante general de la “Guardia de Corps”, Brigadier, Mariscal de campo y sargento mayor de la Guardia, duque de Alcudia, Grande de España de primera clase, regidor perpetuo de la ciudad de Santiago de Compostela, Caballero del Toisón de Oro, Gran Cruz de la Orden de Carlos III, Comendador de Valencia del Ventoso, Consejero de Estado, secretario de la reina, Superintendente general de Correos y Caminos, Gentilhombre de cámara con ejercicio, Capitán general de los Reales Ejércitos, inspector y sargento mayor del Real Cuerpo de la Guardia de Corps. A todos estos honores los reyes le añadirán el de “Príncipe de la Paz” por la firma del segundo Tratado de Basilea, en 1795. Más tarde, Godoy fue nombrado señor de Soto de Roma y del Estado de Albalá; Regidor perpetuo de la villa de Madrid y de las ciudades de Cádiz, Málaga, Écija y Reus, conllevando este último cargo el título de barón de Mascalbó, Caballero Gran Cruz de la Orden de Cristo y de la Religión de San Juan, protector de la Real Academia de Nobles Artes y de los Reales Institutos de Historia Natural, Jardín Botánico, Laboratorio Químico y Observatorio.

En 1801 fue nombrado Generalísimo, título nunca otorgado antes en España. Finalmente, en 1807, cerca ya de su caída, Carlos IV le concedió el título de Gran Almirante, con tratamiento de Alteza Serenísima y presidente del Consejo de Estado. Nada más y nada menos.

Era un progresista tibio, amigo de la Ilustración, que se atrajo el odio de curas y frailes que al final contribuyeron a su caída; atacó el emparedamiento, la costumbre de enterrar a los muertos en el interior de las ciudades – influenciado personalmente por José I – , las órdenes mendicantes y las corridas de toros. Se creía que era amante de la reina, María Luisa, y el mejor amigo del complaciente Carlos IV. Su correspondencia con la reina, que acaso permita negar la existencia de una relación carnal, revela la pobreza de su espíritu cortesano y tema constante; la salud de la pareja real. Su vinculación a la reina, parece haber sido de naturaleza más hipocondriaca que sexual. Su pecado no era la perversidad, sino la vulgaridad, la ostentación y la inexperiencia política de un recién llegado. Godoy era un apuesto oficial de la Guardia de Corps, que tenía 25 años cuando le fue otorgado un poder absoluto, superior al que pudo ostentar cualquier gobernante de España, posterior a él, hasta llegar al General Franco.

El apoyo del valido a la alianza francesa estuvo condicionado por su deseo de emplearlo contra sus enemigos en la corte, o por su esperanza de una retirada segura ante esos enemigos a un principado de Portugal que – según él – Francia tendría que concederle. Napoleón le despreció y explotó porque adivinó sus deseos y no podía tomar en serio su defensa de la independencia española. Hacia 1808 la impopularidad de Godoy se había extendido de los círculos intelectuales para abarcar todas las clases sociales, y la revolución profetizada en 1798 se volvía contra la Corte que apoyaba su poder; una Monarquía capaz de deshonrarse a sí misma, a su política exterior, de someter a España a la inflación, a la carestía y a la pérdida del Imperio colonial americano, debía ser limitada por una Constitución. El vago reformismo de la época iba emparejado con un constitucionalismo aristocrático que reafirmaba los privilegios de los grandes ricos hombres de Castilla, quienes podían tolerar ser gobernados por burócratas de carrera, pero la fulgurante carrera del valido era un privilegio aristocrático que no debía ser ejercido por el “choricero” Godoy. Mientras que el hijo del rey, Fernando, con su partido fernandino desacreditaba a la Corte de su padre, a Carlos IV, y a Godoy, porque creía que éste le estaba excluyendo del trono a través de una regencia. No iba mal encaminado.

Desarrollo

Napoleon Bonaparte
Napoleon Bonaparte

Godoy sabía que el príncipe de Asturias estaba intrigando contra él, junto con el embajador francés. El deseo de mantenerse en el poder o el temor de que llegaron al rey las acusaciones hacia su persona, hicieron que Godoy intentara separar a Carlos IV de su hijo: el príncipe de Asturias. Para lograr la desunión familiar, el valido apartó totalmente de las tareas del gobierno a Fernando, a pesar que Carlos III hizo entrar a su hijo en el Consejo durante el ministerio de Grimaldi, manteniéndole en una constante minoría de edad y conservando así el manejo exclusivo de los negocios del reino. Según palabras del propio Fernando, Godoy decía de él que era un joven sin talento, sin instrucción, sin aplicación, en fin, un incapaz, una bestia, que tales fueron las expresiones con que llegaron a honrarme en sus conversaciones él y su gavilla. El príncipe aglutinó en torno a sí a todos los que aborrecían a Godoy, formando el partido fernandino que fue creciendo en la medida que aumentaba el poderío de Godoy. La opinión pública del momento consideraba a Carlos IV, bueno, débil y necio; a la reina, María Luisa de Parma, una mala mujer; a Godoy un monstruo, y al príncipe de Asturias, la esperanza personificada.

La ambición de Godoy le llevó a intentar desheredar a Fernando y a conseguir un trono propio e independiente. Comenzó a expandir la idea que Fernando era incapaz de gobernar y, como sus hermanos eran menores de edad, sería necesario nombrar un regente en caso de fallecimiento del rey Carlos IV. Los fernandinos reaccionaron preparando un decreto en blanco firmado por Fernando, como rey de Castilla, para el caso de que acaeciera el fallecimiento del rey. Godoy se enteró de la trama y mediante un anónimo, comunicó al rey una conspiración dirigida por su hijo para destronarle y envenenar a la reina. El rey secuestró los papeles de su hijo y éste fue arrestado, como reo de alta traición. Godoy, viendo el panorama y de la reacción popular a favor del príncipe, se presentó como conciliador entre el padre y el hijo, de tal forma que el rey concedía el perdón a Fernando, aunque la causa continuó contra los cómplices. El Consejo de Castilla, sin hacer caso a Godoy, dictó sentencia absolutoria para todos, pero fueron desterrados gubernamentalmente de Madrid y los sitios reales. Se llamó el proceso de El Escorial. Fue contraproducente para el valido, pues mostró la desunión y debilidad de la familia real y el pueblo quedó indignado y dispuesto a una revolución – según expresó León y Pizarro.

Preludio de la intervención francesa

Tratado de Fontainebleau
Tratado de Fontainebleau

La debilidad de Godoy y la impotencia del príncipe de Asturias hicieron que ambos buscaran una ayuda que les apoyara en sus posiciones, ya de por sí precarias. La ayuda les llegó de la mano de Napoleón Bonaparte, el hombre más grande del siglo, un auténtico delirio en la mentalidad de la época. El emperador francés representaba la gran síntesis revolucionaria. Napoleón se convirtió en el árbitro de los destinos de España cuando su fama y poder estaba en pleno clímax, después de las victorias de Austerlitz (1805), Jena (1806) y firmar la paz con Rusia en Tilsit (1807). El desastre de la batalla naval de Trafalgar (1805) librada por la marina inglesa contra la franco-española no le impidió seguir con sus planes de expansión militar. El trasfondo de todo era que Napoleón quería invadir las Islas Británicas para poner fin a las correrías navales inglesas; al fracasar en el empeño, empezó a pensar que España, una aliada débil pero forzosa y, sin marina importante, sólo le podía servir como paso hacia Portugal, para de esta manera, evitar en lo posible el tráfico naval inglés cerrando sus costas el tráfico comercial con Inglaterra mediante el tratado de Fontainebleau.

El prestigio de Napoleón fue el que llevó a Godoy a firmar el citado tratado. Ahí empezaron las verdaderas desgracias para España. Aunque antes de la firma del tratado, un ejército francés al mando del general Junot cruzó el Bidasoa en octubre de 1807, con el pretexto de “tomar parte” en la guerra de Portugal, país siempre aliado de Inglaterra. En 1801, Napoleón conmina a Portugal a que rompa su alianza tradicional con Inglaterra y cierre sus puertos a los barcos ingleses. En esta pretensión arrastró a la España de Godoy, mediante la firma del tratado de Madrid de 1801. Según este tratado, España se comprometía a declarar la guerra a Portugal si ésta mantenía su apoyo a los ingleses. Ante la negativa portuguesa a someterse a las pretensiones franco-españolas, se desencadena la Guerra de las Naranjas, [llamada así popularmente debido al ramo de naranjas que Godoy hizo llegar a la reina María Luisa cuando sitiaba la ciudad de Elvas (Portugal)]. Dicha conflagración duró sólo 18 días.

El total de soldados franceses acantonados en España ascendía a unos 90.000, que controlaban no sólo las comunicaciones con Portugal, sino también con Madrid, así como la frontera francesa. La presencia de estas tropas terminó por alarmar a Godoy. En marzo de 1808, temiéndose lo peor, la familia real se retiró a Aranjuez para, en caso de necesidad, seguir camino hacia el sur, hacia Sevilla y embarcarse para América, por consejo del embajador inglés en Portugal, y azuzado por el propio Godoy, que estaba más preocupado por su rivalidad con Fernando, que por la suerte de la monarquía de la que era súbdito. Cuando no se habían cumplido dos meses desde la firma del tratado, las tropas francesas ocupaban Lisboa, y más soldados franceses continuaban cruzando los Pirineos y tomando posiciones en territorio español con el pretexto de “prevenir” una posible reacción inglesa. Rápidamente ocuparon Burgos, Salamanca, Pamplona, San Sebastián, Barcelona y Figueras.

En resumen: la política interior española se había convertido en una lucha a muerte entre las dos facciones, lo que motivó a Napoleón a desconfiar de todos. Eso lo aprovechó en su propio beneficio, engañando a todo el mundo aprovechando las sucias intrigas. A comienzos de 1793, Carlos IV, intercedió por la vida su primo, condenado a muerte por la Convención francesa lo que empeoró la situación con Francia, acarreando la declaración de guerra por parte francesa en marzo de ese año. La contienda no fue en nada favorable a los intereses españoles, que unida a la difícil relación con Inglaterra, aliada antifrancesa en ese escenario, llevó a la firma de la paz con Francia en el verano de 1795. Aunque al inicio de esa guerra hubo victorias españolas, lo que atenuó el descontento popular, los reveses de 1794 dieron nuevas alas a Godoy que ya era el príncipe de la Paz, lo que exacerbó más los ánimos en su contra. Hubo conspiraciones como la de Picornell (el ilustrado mallorquín Juan Picornell (1759-1825), —cuyas preocupaciones hasta entonces se habían centrado en la renovación pedagógica y en el fomento de la educación pública), en la que los conjurados trataban de dar un golpe de Estado apoyado por las clases populares madrileñas para salvar a la Patria de la entera ruina que la amenaza. Tras el triunfo del golpe, se formaría una Junta Suprema, que actuaría como gobierno provisional en representación del pueblo, y tras la elaboración de una Constitución se habrían celebrado elecciones, sin que estuviera claro si los conjurados se decantaban por la Monarquía constitucional o por la República, aunque sí sabían que la divisa del nuevo régimen sería libertad, igualdad y abundancia; la de Alejandro Malaspina (1754- 1809), que en septiembre de 1795, envió al gobierno español sus escritos sobre su expedición marítima, pero éste juzgó poco oportuna su publicación en la situación política por entonces existente. Desencantado, Malaspina tomó parte en una conspiración para derribar a Godoy, lo que condujo a su arresto en noviembre. Tras un dudoso juicio, en 1796, fue condenado a diez años de prisión en el castillo de San Antón de La Coruña.

También el incidente protagonizado por el conde de Montijo (Eugenio de Palafox y Portocarrero (1770-1834), que parece ser que, desde 1805 a 1808, dedicó su tiempo a conspirar contra Godoy con diversos planes, uno de los cuales dio lugar al Motín de Aranjuez de 1808). Todas fueron reprimidas con dureza, lo que no impidió que los descontentos siguieran en aumento.
Tratado de Fontainebleau.

Fue firmado el 27 de octubre de 1807 en la ciudad francesa de Fontainebleau (ciudad del área metropolitana de Paris) entre los respectivos representantes plenipotenciarios de Godoy, valido del rey de España, y Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses. En él se estipulaba la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, que se había unido a Inglaterra y se permitía para ello el paso de las tropas francesas por territorio español, siendo así el antecedente de la posterior invasión francesa de la Península ibérica y de la Guerra de la Independencia Española. En 1806, tras fracasar su intento de invasión de Inglaterra, Napoleón decreta el bloqueo continental, que prohibía el comercio de productos británicos en el continente europeo. Portugal, tradicional aliada de Inglaterra, se niega a acatarlo y Napoleón decide su invasión. Para ello necesita transportar allí sus tropas terrestres. Manuel Godoy, representado por su plenipotenciario, el Consejero de Estado y Guerra, Eugenio Izquierdo, firma con Gérard Duroc, representante de Napoleón, el tratado de Fontainebleau, en el que se estipula la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, para lo que se permite el paso de tropas francesas por territorio español.

Conforme al tratado, una vez invadido Portugal, éste sería dividido en tres zonas: el Norte se reserva para el Rey de España (exactamente para el rey de Etruria – estado satélite francés – cuyo rey, Luis I de Borbón, era sobrino de la reina de España), el Sur (Alentejo y Algarve) se darán en propiedad a Godoy y el resto de Portugal queda de momento sin decidir hasta que la situación se normalice. Igualmente se habla de repartir el inmenso imperio colonial portugués, aunque no se precisa más. El emperador francés reconocería al rey de España como emperador de las Américas una vez que terminara la conquista de Portugal y las aguas volvieran a su cauce, que se calculaba en tres años.

El motín de Aranjuez

Motín de Aranjuez
Motín de Aranjuez

Es una ironía que Godoy fuera derribado y tratado deshonrosamente como un traidor en el momento en que estaba decidido a oponerse a Napoleón; tenía el plan de trasladar a los reyes a Sevilla, lejos de las zarpas francesas, pero fue la gota que colmó el vaso para que se produjera el motín de Aranjuez. Según Godoy, el motín de Aranjuez fue obra de unos cuentos plebeyos seducidos, cuadrilla de lacayos, cocheros, marmitones, que habían sido comprados. La realidad fue que, aunque se produjo abajo, se indujo arriba.
El príncipe Fernando esperaba con toda su alma que Napoleón sancionara la revolución de Aranjuez, pero el emperador no tenía ninguna intención de malgastar la oportunidad que se le presentaba, apoyando a un rey títere de cuyo carácter e intenciones, desconfiaba. El 13 de marzo de 1808 Godoy llegó a Aranjuez procedente de Madrid tomando la decisión de trasladar la Corte a Sevilla el 15, mandando que vinieran sin estrépito una gran parte de las tropas acantonadas en Madrid.

Esta decisión sirvió para que los fernandinos mostraran una oposición al viaje real que habría supuesto la pérdida de la presunta amistad y protección de Napoleón, y lograsen unificar a todas las fuerzas políticas del país. Hicieron correr la voz de que había salido la orden del viaje de los reyes, creando en Aranjuez un clima de intranquilidad y malestar que según Félix Amat (confesor del rey) fue grande e igual en tropas y paisanos. En Madrid, el conde de Montijo, reunió en torno al príncipe de Asturias a todos los nobles y lograr el visto bueno del Consejo de Castilla, máximo órgano representativo del reino. En el Consejo de Ministros del día 14, el ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero (1754-1821), marqués de Caballero, se negó a firmar cualquier decreto que supusiese la huida de la familia real y por vez primera se enfrentó a Godoy, especificando lo que era su vida al lado de la familia real y diciendo al rey que tal resolución no es otra cosa que la guerra y, por tanto, es un mal cierto, que al contrario, la de quedarse y mostrarse confiado, si puede ser un mal, es muy incierto y probable. Las palabras de Caballero desembocaron en que los demás ministros hicieran lo propio, contándole al rey lo que habían callado durante más de 15 años; el poder del valido comenzó a disiparse.

El rey confuso, y como era preceptivo, mandó que se consultase el Consejo de Castilla. Al día siguiente, el Consejo ganado previamente por Montijo, adoptó una postura clara en contra de Godoy, desaconsejando el viaje real, negándose a proclamar un bando tranquilizador en Madrid y, después de retrasar todo lo que pudo la marcha de las tropas a Aranjuez, ordenando a éstas que impidieran al precio que fuera, el viaje de la familia real a Sevilla.

En Aranjuez se intentó eliminar el descontento, pero la agitación se palpaba mediante una proclama del rey en la que desmentía la posibilidad de cualquier viaje. La proclama electrizó todos los ánimos en términos que aquella tarde salieron los reyes y el príncipe por medio de un pueblo numeroso que los llenó de aclamaciones… pero no por esto el pueblo dejó de seguir desconfiado y vigilante, porque seguían llegando tropas a Aranjuez alcanzando la cifra de 10.000 soldados, cuando la población no alcanzaba los 4.000. Además, Montijo y otros nobles habían soliviantado a los habitantes de los pueblos cercanos para que acudieran a Aranjuez en defensa del rey. El plan que debía acabar con el poderío de Godoy estaba dispuesto para cuando Carlos IV, que con toda seguridad obedecería al valido, abandonase el Real Sitio.

Trafalgar
Trafalgar

El motín de Aranjuez se desencadenó debido a varias causas; las consecuencias de la derrota de Trafalgar, que recayó fundamentalmente en las clases bajas; el descontento de la nobleza; la impaciencia del príncipe de Asturias por reinar; la acción de los agentes de Napoleón; las intrigas de la Corte en donde se iba creando un núcleo opositor – el partido fernandino – en torno al príncipe de Asturias formado por aristócratas recelosos del poder de Godoy; el escándalo de las supuestas relaciones de éste con la reina María Luisa de Parma; el temor del clero a las medidas desamortizadoras y la presencia de tropas francesas en España, en virtud del Tratado de Fontainebleau, que se había ido haciendo amenazante a medida que iban ocupando (sin ningún respaldo del tratado) diversas localidades españolas.

En la noche del jueves 17, al viernes 18 de marzo, se formaron en Aranjuez numerosos grupos de cuatro a seis hombres embozados y armados de palos que, atravesaban silenciosos las calles del pueblo, capitaneados por el conde de Montijo rondando la casa de Godoy y las inmediaciones del camino a Ocaña. La tropa fue a los distintos puntos desde donde podría emprender el viaje, mientras que el pueblo rodeaba el palacio. El príncipe de Asturias y el resto de la familia real se asomaron a un balcón para demostrar que no se habían marchado, lo que calmó bastante a la gente. Aunque el pretexto de los incidentes fue al anuncio de la retirada de la familia real y de la corte a Andalucía, la realidad era el odio a Godoy; marcharon a su casa provistos de palos, picos, teas y azadas destrozando a hachazos la puerta principal y saqueando todo el palacio a excepción de una pequeña habitación repleta de alfombras y esterillas, donde el valido se había encerrado con llave. Los reyes, enterados del saqueo del palacio de Godoy y preocupados más por la suerte del valido que por la suya propia y, para apaciguar el tumulto organizado, cedieron a las presiones de los ministros firmando Carlos IV – a las cinco de la mañana – un decreto por el cual tomaba personalmente el mando del Ejército y la Marina, exonerando a Godoy de los empleos de Generalísimo y Almirante. A las seis de la mañana lo ánimos estaban aparentemente calmados.

El 19 por la mañana, Godoy acosado por el cansancio, el hambre y la sed salió de su cubículo, pero rápidamente fue descubierto. La noticia se difundió a la velocidad del rayo, dándose rápidamente cuenta a los reyes. Nuevamente un numeroso hervidero de hombres y mujeres acudió al palacio del valido para intentar acabar con su vida. Los Guardias de Corps evitaron que el pueblo entrase en el palacio y linchara al valido. Carlos IV, al enterarse, instó a su hijo a tranquilizar al pueblo para que pudiera conducirle, sin peligro para su vida, al cuartel de la citada Guardia de Corps, prometiendo que el decreto del día anterior sería cumplido, y le alejaría lejos de la Corte. Fernando logró calmar a la gente prometiendo que a Godoy se le encausaría y que se le llevaría al cuartel protegido por un escuadrón del mismo cuerpo, pero a pesar de esta protección y según un testigo de la época llegó con un ojo casi saltado de una pedrada, un muslo herido de un navajazo y los pies destrozados por los cascos de los caballos. La aparición de un coche tirado por seis mulas ante el cuartel para trasladar a Granada al príncipe de la Paz, por orden real, evitando así la apertura inmediata de la causa contra él, desató nuevamente la furia e ira de los manifestantes que se concentraron ante el cuartel, matando a una mula, cortando los tirantes del coche y destrozándolo. Los amotinados manifestaron en el patio del cuartel que no permitirían que se sacase al odiado valido, pidiendo que se le encausara en Aranjuez o en Madrid.

Nuevamente tuvo que intervenir Fernando para calmar a la enfurecida turba. Carlos IV, visto que se le iba a privar de su valido, sin consultar a la reina, incapaz de tomar decisión alguna y muy escaso de energía, consultó con los ministros, sobre la conducta que debía tomar. Unánimemente le aconsejaron abdicar en su hijo. A las siete de la noche del 19 de marzo, el rey convocó a todos los ministros y les leyó su abdicación del reino en favor de su hijo Fernando, príncipe de Asturias. Godoy fue enviado preso al castillo de Villaviciosa. Comenzaba el reinado del infausto Fernando VII.
La noticia de la abdicación se conoció en Madrid a las once de la noche de ese mismo día, pero no cundió demasiado debido a que era muy tarde y además, sábado. El día siguiente, ya domingo, el Consejo de Castilla anunció la subida al trono de Fernando VII. El entusiasmo de la gente no tuvo límites. El retrato del nuevo rey fue llevado por todas las calles hasta ser colocado en el Ayuntamiento. Según Mesonero Romanos: no hay que decir que todos los balcones se abrieron y atestaron de gente que con vivas y aclamaciones respondían a tal algazara, agitaban los pañuelos y con las palmas de las manos, con panderos, clarines y tambores de Navidad, reproducían hasta lo infinito, aquel estallido del entusiasmo popular. El júbilo en toda España fue enorme. En provincias, conocida la noticia, se repitieron las fiestas y las algaradas con que había comenzado en Madrid el nuevo reinado. En la mayoría de ciudades y pueblos se arrastraba el busto y el retrato de Godoy por las calles, se echaron las campanas al vuelo y se acababa con un solemne Te Deum en la catedral o en la iglesia mayor. Pero lo peor estaba por venir.

Abdicaciones de Bayona

Abdicación de Bayona
Abdicación de Bayona

A pesar de todo lo sucedido, la realidad era que el ejército francés tenía desplegados en la Península más de 95.000 hombres. Napoleón aprovechó los cambios producidos en el reino de España, para seguir implementando sus posibilidades, opciones y poderío. Su idea secreta era apoderarse del débil reinado de Fernando VII, – y de España con sus colonias – como lo había hecho en otras naciones europeas. El emperador nombró al mariscal Joachim Murat, el duque de Berg, cuñado suyo (su esposa era Carolina Bonaparte), jefe de las tropas francesas en la Península, que llegó a Madrid el 23 de marzo, un día antes que el rey Fernando. El mariscal francés empezó sus maniobras diplomáticas en su propio beneficio: consiguió del ex rey Carlos un documento en que éste declaraba nulo su decreto del 19 de marzo abdicando en favor de su hijo, con lo que ambos, padre e hijo, vieron debilitadas sus posiciones y consiguiendo una nueva discusión sobre la legitimidad del titular como rey de España. El general francés Jean René Savary, llegó a Madrid, como enviado especial de Napoleón, para convencer a Fernando en que se reuniera con éste para asegurar el apoyo francés a la causa fernandina. El joven acudió a la cita, engañado, acompañado por Savary y “tropas” del general Murat, ignorando que el final del viaje acabaría en Francia. En Madrid, quedó una Junta Suprema de Gobierno, presidida por el infante Antonio Pascual (hermano menor de Carlos IV) y algunos de los ministros de Fernando, con instrucciones poco precisas (fundamentalmente tener buenas relaciones con el ejército ocupante) para cubrir el vacío de poder, que de poco valió.

A finales de abril, Napoleón tenía en su poder a casi todos los miembros de la familia real, a Godoy y al canónigo Juan Escóiquiz Morata (ambicioso e intrigante preceptor de Fernando, partidario abierto de Napoleón, que llegó incluso a convencerle para que escribiera una sumisa carta al emperador en la que solicitaba humildemente una mujer de su familia con la que casarse), empezando su presión sobre ellos, para de esta manera, dividirlos y ahondándolos aún más, de acuerdo con sus intereses. Pocos días después, Carlos IV, se reafirmó en la nulidad de su abdicación, resultado de la fuerza y de la violencia – según él – cediendo sus derechos al emperador a cambio de asilo en Francia y unas rentas, argumentando que Napoleón era el único que podía poner paz en España. Al día siguiente, el 6 de mayo, Fernando, que aún no conocía la decisión paterna, también se sometió a la voluntad napoleónica. El resultado fue que Napoleón se convirtió, en un santiamén, en dueño y señor de España. Pero en la Península, las fuerzas invasoras, comenzaron a tener las primeras escaramuzas, no con la Junta de Gobierno nombrado por el rey Fernando, sino con el pueblo llano, que ya se estaba dando cuenta de las verdaderas intenciones de los franceses.

El dos de mayo

El día uno de mayo, la tensión es ya palpable; por la mañana aparecen unos impresos titulados Carta de un oficial retirado en Toledo donde se propone el cambio de dinastía. Horas más tarde, Murat pasa revista a sus tropas en el madrileño paseo del Prado, desde la puerta de Atocha hasta la de Recoletos, y al volver a su palacio del Almirantazgo- expropiado a Godoy y situado en la madrileña plaza de la Marina, esquina a Bailén – es alcanzado por varias piedras que le lanza la gente reunida en la Puerta del Sol. Rápidamente intervienen las autoridades y el suceso no va a más.

El lunes, dos de mayo, amanece despejado, tras una noche lluviosa. A las siete de la mañana salen de las caballerizas reales dos carruajes hacia la puerta del Príncipe del palacio Real. Murat ha dispuesto la salida para Francia de la reina de Etruria (**), con sus hijos y del infante Francisco de Paula. La de éste, pretende retrasarla a la noche para ocultarla a la población y evitar posibles alteraciones. La reina de Etruria no es muy querida por el pueblo a causa de las maniobras que ha hecho ante Murat para derogar la abdicación de su padre, y la intermediación por la liberación de Godoy. El infante es el hijo pequeño de Carlos IV y junto a su tío Antonio, presidente de la Junta de Gobierno, formada tras la marcha de Fernando VII son los últimos miembros de la familia real que quedan en Madrid. A las ocho y media de la mañana la reina de Etruria sale por la puerta del Príncipe y se monta en uno de los dos carruajes, junto a sus hijos, una aya y un mayordomo. Una vez todo dispuesto, parte hacia Francia ante la mirada de un pequeño grupo de gente que se ha reunido frente al palacio Real. El otro carruaje queda junto a la puerta a la espera de que monte el resto de la servidumbre que acompañará a la reina de Etruria o el pequeño infante, tal como teme la gente, que sigue acercándose a palacio y que ya forma un número significativo de personas. Entre éstas se encuentra Blas Molina, cerrajero de profesión, que al observar detenidamente el carruaje sospecha de la salida de los infantes exclamando en voz alta: ¡Traición! ¡Traición! ¡Nos han llevado al rey y se nos quieren llevar a todas las personas reales! ¡Mueran, mueran los franceses! Un grupo de los reunidos en la puerta, con Blas a la cabeza, se introduce en palacio y suben a las plantas nobles, donde se encuentran los infantes. Ante su presencia se calman los ánimos, y con la promesa de la salida del infante Francisco a un balcón de palacio para tranquilizar al pueblo, se les convence para que se retiren.

Por el balcón a la derecha de la puerta del Príncipe, aparece el príncipe causando el delirio de la ya gran multitud que se ha congregado frente a la residencia real. Murat, desde su palacio, observa el tumulto y manda a uno de sus ayudantes a que se informe de lo que pasa. Al llegar, el francés sufre la ira del pueblo y si no es por la protección de un oficial de las Guardias Walonas (***) hubiera peligrado su vida. Un correo que lleva órdenes para el general francés Grouchy es acorralado, consiguiendo escapar en el último momento. Un soldado francés procedente del cercano cuartel de San Nicolás, es asesinado. Estos acontecimientos alarman a Murat que toca generala poniéndose en movimiento las tropas situadas en los diversos campamentos y acantonamientos franceses de Madrid, y en las afueras.

El primer acto de la rebelión y que quedó como simbolismo del nacionalismo revolucionario – el levantamiento del 2 de mayo – fue obra del bajo pueblo y alarmó al Consejo de Castilla tanto como al general Murat. Éste, presionó ostensiblemente sobre la Junta de Gobierno, para que autorizase la salida del infante Francisco de Paula (decimocuarto hijo de Carlos IV), hacia Francia, lo que llevó a aquélla a convocar una reunión para hablar sobre el tema. Fueron llamados representantes del Consejo de Castilla, de Hacienda, de la Indias y Órdenes, además de otras altas personalidades del reino. En la tensa reunión se planteó la posibilidad una guerra para defender y hacer frente a la ocupación francesa. En esa reunión se decidió crear otra Junta suplente por si Murat cumplía sus amenazas de acabar con la que había nombrado Fernando VII.

En la mañana del día siguiente de esa segunda reunión – ya era el dos de mayo – comenzó una agitación en Madrid entre los que asistieron a la salida de palacio de los últimos miembros de la familia real. El intento de evitar que abandonasen la ciudad provocó un choque entre la población madrileña y una unidad militar francesa. El levantamiento popular se generalizó al ser público el número de muertos y heridos producidos por la reacción francesa, al sofocar la revuelta. El pueblo ignoró las recomendaciones reiteradas de calma por parte de las ya desprestigiadas autoridades españoles, produciéndose asesinatos, fusilamientos en masa a causa de la durísima represión que siguió, ordenada por Murat. Se generó una sangrienta y desordenada lucha entre los madrileños y las tropas francesas. Hubo actos heroicos como los protagonizados por los capitanes Luis Daoíz y Pedro Velarde, aunque a costa de sus vidas. Francisco de Goya, plasmó esas situaciones en cuadros como “La carga de los mamelucos” y “Los fusilamientos del dos de Mayo”.

Los madrileños comenzaron así un levantamiento popular espontáneo pero largamente larvado desde la entrada en el país de las tropas francesas, improvisando soluciones a las necesidades de la lucha callejera. Se constituyeron partidas de barrio comandadas por caudillos espontáneos; se buscó el aprovisionamiento de armas, ya que en un principio las únicas de que dispusieron fueron navajas; se comprendió la necesidad de impedir la entrada en la ciudad de nuevas tropas francesas. Todo esto no fue suficiente y Murat pudo poner en práctica una táctica tan sencilla como eficaz; cuando los madrileños quisieron hacerse con las puertas que estaban cerca de la ciudad para impedir la llegada de las fuerzas francesas, acantonadas en sus afueras, el grueso de las tropas (unos 30.000 hombres) ya había penetrado, haciendo un movimiento concéntrico para dirigirse hacia el centro. No obstante, la gente siguió luchando durante toda la jornada utilizando cualquier objeto que fuera susceptible de servir de arma, como piedras, ramas de árboles, tirachinas, todo tipo de barras, cubos de agua, macetas arrojadas desde los balcones, etc. Así, los acuchillamientos, degollamientos y detenciones se sucedieron en una jornada sangrienta. Mamelucos y lanceros napoleónicos extremaron su crueldad con la población y varios cientos de madrileños, hombres y mujeres, así como soldados franceses, murieron en la refriega.

Si bien la resistencia al avance francés fue mucho más eficaz de lo que Murat había previsto, especialmente en la puerta de Toledo, la puerta del Sol y en el Parque de Artillería de Monteleón (actualmente existe un arco de entrada a dicho Parque de Artillería integrado en el monumento a Daoíz y Velarde, en la Plaza del dos de Mayo de Madrid), su operación de cerco le permitió someter a Madrid bajo la jurisdicción militar y poner bajo sus órdenes a la Junta de Gobierno. Poco a poco, los focos de resistencia popular fueron cayendo. Como un reguero de pólvora corrieron las noticias de lo que estaba aconteciendo en Madrid. La gente estaba cansada de soportar a los franceses.

El mismo día que estalló la revuelta en Madrid, en el pueblo de Móstoles, cercano a la capital, su alcalde ordinario por el Estado, Andrés Torrejón García, junto a Simón Hernández, alcalde ordinario por el Estado General, firmó el conocido como Bando de Independencia, redactado por Juan Pérez Villamil, que alertaba sobre la masacre cometida en Madrid por las tropas napoleónicas y que llamaba al auxilio de la capital por parte de otras autoridades, incitando a la nación a armarse contra los invasores franceses. Tuvo una enorme repercusión, ya que en las siguientes semanas se fueron produciendo revueltas en bastantes provincias. Aparte, las tensiones producidas en España por el centralismo borbónico y la marginación de sectores de la población en ciudades pobladas, ayudaron bastante en el desarrollo del estallido antifrancés.

La situación de los defensores del Antiguo Régimen fue indecisa. Se vieron obligados a decidir: apoyar el levantamiento, en contra de su filosofía, o bien, aceptar los planes de Napoleón.
Las abdicaciones de Bayona, por desgracia, habían abierto aún más el camino del emperador que continuaba presionando a la Junta y al Consejo de Castilla para legalizar sus decisiones. Pero el diez de mayo, éste organismo, desafortunadamente para el reino, aceptó a Murat como teniente general de la monarquía, lo que implicaba que el general francés ejercería el mando supremo en el ejército español. Mientras tanto, Napoleón continuaba con su inmisericorde labor de zapa ofreciendo a su hermano, José, el reino de España, dejando su trono italiano, que ostentaba en esos momentos. Murat recibió instrucciones concretas para preparar la llegada del nuevo rey, cosa que no le costó mucho trabajo debido al beneplácito de las instituciones españolas, a las que les quedaban pocas horas de libertad, así como a todo el pueblo español.

Conclusión

En el fondo, Napoleón y los franceses no comprendieron en absoluto el significado de este levantamiento popular. Los funcionarios franceses sabían que el patriotismo de las clases oficiales era dudoso y vacilante; pensaban que si los capitanes generales se sometían, el pueblo les seguiría. Creían que el pueblo español estaba plagado de cobardes, como los árabes – según decían ellos. En cuanto a la tropa, José I, aseguró a su hermano que seguiría al mejor postor. La nobleza, el clero y los militares se unieron al pueblo a tiempo y apaciguaron los desórdenes, que iban en aumento día tras día. A medida que los ejércitos franceses avanzaban, en la zona cada vez más reducida controlada por los anti franceses, en el que hubo diversos gobiernos españoles (Junta, Regencia, Cortes), el gobierno efectivo y el esfuerzo bélico de los años 1808-1814 estuvo en manos de las juntas que concedían pasaportes, hacían levas locales, expedían licencias a los boticarios, etc. Por encima de las juntas ciudadanas se hallaban las juntas provinciales, organismos controlados por propietarios locales, clérigos, oficiales y funcionarios que se habían unido a la causa patriótica.

El Consejo de Castilla, pese a sus repetidos llamamientos a que era la única autoridad legalmente constituida, estaba desacreditado por su sumisión a Murat por lo que las juntas provinciales trataban sus órdenes despreciativamente. En septiembre de 1808, los delegados de las juntas provinciales se reunieron en Aranjuez – ya se había librado la decisiva batalla de Bailén a favor de las tropas españolas – constituyendo la Junta Central. Pero esta Junta tenía mala fama. La formaban 35 personas presididas por Floridablanca que entre otras cosas pretendía que, al anciano presidente, se le llamara “majestad”.

Había empezado la Guerra de la Independencia y el Antiguo Régimen había pasado a mejor vida… aparentemente.

(*) La Guardia de Corps (1706-1814), estaba compuesta por gente escogida, recomendada por la nobleza y destinada a prestar servicio en la inmediación del monarca y generalmente estaba constituida por tropas de Caballería. Los soldados del cuerpo de Guardias de Corps tenían la categoría de oficiales; los cadetes eran capitanes; los exentos y ayudantes, tenientes coroneles; los tenientes eran generales y los capitanes, Grandes de España y Capitanes Generales del ejército. Al principio, el efectivo total fue bastante reducido, pero más tarde se llegaron a constituir seis compañías o brigadas: unas de italianos y otras de flamencos y españoles e incluso de americanos de noble estirpe hasta completar, al terminar el siglo XVII, unos mil hombres. Tan desproporcionado cuerpo para el propósito que debía cumplir y las exageradas prerrogativas de que disfrutaba, sin que el verdadero prestigio ganado por brillantes acciones militares o las cualidades sobresalientes de sus individuos los distinguiesen de los demás cuerpos, propició su desaparición. Posteriormente, esa función fue desempeñada por el cuerpo de Guardias Alabarderos y el escuadrón de la Escolta Real.

(**) María Luisa de Borbón o María Luisa de España (1782- 1824), era hija de Carlos IV, y por tanto hermana de Fernando VII. En el año 1801, Napoleón Bonaparte ocupa el territorio del ducado de Parma (que fue un antiguo estado italiano existente entre 1545 y 1860, a excepción de un corto periodo en el que pasó a formar parte de Francia) e inmediatamente asigna a los duques de Parma el territorio del reino de Etruria, creado sobre el antiguo Gran Ducado de Toscana. La compensación territorial se hace ya que la familia Borbón de España, de la cual era miembro la duquesa, era aliada de la causa bonapartista en aquel momento. El reino de Etruria tiene una efímera vida y en 1807 desaparece.

(***) Las Guardias Walonas (1713-1815), fue un Cuerpo de Infantería reclutado originalmente en los Países Bajos, fundamentalmente en la Valonia católica. La Guardia valona o walona era un cuerpo escogido en el ejército del rey, cuya creación se remonta a la época en la que los Países Bajos formaban parte de la Monarquía de los Habsburgo. Se reclutaban entre los hombres más aguerridos y de mayor estatura para ser empleados en misiones de especial riesgo, como encabezar un asalto o cubrir una retirada. Realizaban también labores de seguridad ciudadana. Estaba formada por flamencos o valones en número de unos 4.000 hombres. Después de la emancipación de aquellos territorios, continuó subsistiendo en España la Infantería valona que, junto con la española, la irlandesa, la italiana y la suiza, constituían los distintos regimientos de soldados profesionales en la Guardia Real y como unidades de refuerzo en tiempo de campaña a la Caballería e Infantería del ejército español.

Bailén: la batalla en la que los españoles humillaron a Napoleón.

Autor: Ángel Viñas,

Fuente: El Mundo, 19/07/2018

Tal día como hoy de hace 210 años se descubrió algo que, a esas alturas, parecía impensable: los ejércitos de Napoleón que dominaban Europa no eran invencibles. Ocurrió en una pequeña localidad española que desde entonces pasó a la historia, Bailén. Allí tuvo lugar la primera derrota en una batalla digna de tal nombre del ejército francés. Fue al poco de empezar lo que nosotros conocemos como Guerra de la Independencia, los ingleses como Peninsular War y Napoleón como la maldita guerra de España.

El chispazo fue la sublevación madrileña del Dos de Mayo. Sofocada por los franceses, dio paso, en las semanas siguientes, a una cascada de declaraciones de guerra por parte de las provincias y regiones españolas. A partir de entonces, los franceses ya no tenían que soportar sólo las miradas de odio, los encontronazos y altercados con los paisanos de aquel país montaraz y atrasado. Ahora se enfrentaban a una situación de guerra abierta, una guerra para la que, además, no estaban preparados.

En ese mes de junio es nombrado rey de España José Bonaparte, hermano del emperador, y éste le envía rápidamente a Madrid para que ocupe el trono. Antes, y tras ver cómo se ponían aquí las cosas tras el Dos de Mayo, ha mandado a uno de sus mejores generales, Pierre Dupont, a controlar Andalucía. El 7 de junio, Dupont toma Córdoba, defendida mayoritariamente por paisanos armados, cuyo empeño por expulsar a los franceses no se corresponde con su capacidad de combate. Pero, frente al espontaneísmo del paisanaje, las tropas regulares del Ejército español en Andalucía se han organizado bajo el mando del general Castaños y se disponen a atacarle.

Las tropas que manda Dupont no están, por otra parte, a la altura de la fama de la Grand Armée. Como señala Emilio de Diego, uno de los máximos especialistas en la Guerra de la Independencia, en su imprescindible España, el infierno de Napoleón (La Esfera de los Libros), «en cuanto a su preparación, tanto sus cuadros como la tropa dejaban mucho que desear», algo extensible al conjunto de los ejércitos franceses en la península, de los que sólo un 20% contaba con experiencia de la guerra, y, entre estos, la mayoría tenía una edad excesiva.

El francés afronta unos inconvenientes muy claros: un frente demasiado largo entre Andújar y las estribaciones de Sierra Morena, con las consiguientes dificultades de aprovisionamiento, la hostilidad de la población, la adversidad del terreno y del clima, y la mala información.

En cuanto al ejército mandado por el español Castaños, es más numeroso, pero tiene también sus propias dificultades, empezando por la de ser un conglomerado heterogéneo de militares y paisanos. Demos la palabra al gran Pérez Galdós: «Cuerpos reglamentados españoles, con algunos suizos y walones; regimientos de línea que eran la flor de la tropa española; regimientos provinciales que ignoraban la guerra, pero que se disponían a aprenderla; honrados paisanos que en su mayor parte eran muy duchos en el arte de la caza, y por lo general tiraban admirablemente; y por último, contrabandistas, granujas, vagabundos de la sierra, chulillos de Córdoba, holgazanes convertidos en guerreros al calor de aquel fuego patriótico que inflamaba el país… Se formó de lo que existía; entraron a componer aquel gran amasijo la flor y la escoria de la Nación; nada quedó escondido, porque aquella fermentación lo sacó todo a la superficie, y el cráter de nuestra venganza esputaba lo mismo el puro fuego, que las pestilentes lavas».

En la primera quincena de julio Dupont recibe algunos refuerzos, de modo que sus tropas superan los 20.000 hombres, pero 2.000 de ellos están dedicados a asegurar las comunicaciones con Madrid entre La Carolina y Manzanares. El resto estaban en Andújar y entre Guarromán, Bailén, Mengíbar y Linares.

José Sánchez-Arcilla, codirector, junto con el citado Emilio de Diego, de otra obra imprescindible, el Diccionario de la Guerra de la Independencia (Actas, dos tomos), se ocupa en él de la entrada correspondiente a Bailén. Ahí explica cómo el plan de ataque del ejército español se elaboró en Porcuna el 11 de julio, cómo unas informaciones erróneas y la preocupación por no perder la línea de comunicación con Madrid llevaron a los franceses a una serie de movimientos que dejaron desguarnecidos algunos puntos esenciales, además de provocarles un desgaste que les pasaría factura.

Las divisiones españolas mandadas por Reding y Coupigny se adelantaron a Dupont, ocupando unos cerros estratégicos en Bailén. Tras las escaramuzas de los días previos, a las tres de la madrugada del 18 de julio empezó la batalla con el ataque francés al campo español. Frenado éste, el ataque español se dirigió a los dos flancos del enemigo. Tras una serie de ataques y contraataques con diversas alternativas, se produjo un intenso combate artillero en el que se impuso el mayor calibre de las piezas españolas. Los dos bandos temían la llegada de refuerzos para el enemigo (Vedel, en el caso francés, y el propio Castaños para los españoles). Eso empujó a Dupont a un último esfuerzo que acabó dejándole exhausto a mediodía. Las esperadas tropas de Vedel, que habían estado moviéndose un tanto erráticamente por las localidades cercanas (La Carolina, Andújar) llegaron a Bailén cuando todo estaba decidido. «¡Ay!, ¡si Vedel hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protector en aquel día de la España oprimida y saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua, y se había principiado a negociar la capitulación», escribe Galdós.

Muchos soldados franceses acabaron deportados en la isla de Cabrera, en condiciones infrahumanas, en uno de los capítulos más negros de una guerra que abundó en ellos. Las consecuencias de Bailén no se hicieron esperar. Enseguida llegaron rumores a Madrid. José Bonaparte, que había llegado a la capital el día 20 y había sido proclamado públicamente Rey de España el día 25, tuvo la confirmación definitiva de la derrota el 28 de julio. El 1 de agosto salía de la capital junto con sus generales. Bailén supuso también que se levantara el sitio de Zaragoza. García de Cortázar ha recordado cómo la batalla inspiró a gente como Shelley, Wordsworth o Turguénev y «fue una gran esperanza para los europeos que luchaban contra Napoleón».

Luego habría más batallas, Napoleón entraría en España y José I volvería a Madrid. Pero Bailén demostró la vulnerabilidad del ejército francés a causa de lo que también se llamó la úlcera española.

La masacre de Katyn.

Autor: Pedro Oña, 6/09/2018

Fuente: El Blog de Historia del Mundo Contemporáneo.

En la primavera de 1940, en el bosque de Katyn y otros lugares cercanos, los rusos, por orden directa de Stalin, ejecutaron, generalmente con un disparo en la nuca, a 21.857 soldados polacos (muchos de ellos oficiales). Lo llevóa a la práctica un escuadron de la NKVD mandado por Vasili Blonjin, un auténtico verdugo (se llegó a quejar de que le habían salido ampollas en el dedo que apretaba el gatillo después de tres días de ejecuciones continuas).

Los alemanes descubrieron las fosas el 17 abril de 1943 y lo dieron a conocer; sin embargo, la propaganda soviética, con el apoyo británico y aliado, hizo creer al mundo que los responsables habían sido los alemanes. Los aliados no querían dañar su alianza con  Stalin. El engaño continuó hasta 1992. En 1993 Yeltsin pidió disculpas al pueblo polaco y pocos años después promovió el levantamiento de monumentos en memoria de las víctimas. Con estos actos no ha acabdo el problema, en 2005 la Fiscalía Militar rusa dictaminó que los sucedido en Katyn no fue un genocidio (como exigía Polonia), sino un crimen militar ya prescrito.

“(…) Aquel genocidio pasó a la Historia como la matanza de Katyn, pero Moscú cargó el muerto durante 50 años a la Alemania hitleriana. La cronología oficial soviética mantuvo la matanza de Katyn fuera de las fronteras de su conflicto patrio, y la habría mantenido enterrada en la cuneta de la Historia, de no haber sido porque en 1990 Mijail Gorbachov la sacó de debajo de la alfombra roja durante el periodo de transparencia informativa. Hasta entonces, la Polonia comunista había cavado un foso de silencio en torno a un crimen que los polacos consideran un auténtico genocidio.
Los hombres que murieron en Katyn fueron hechos prisioneros tras la invasión soviética de Polonia en septiembre de 1939, una semana después de la firma del pacto secreto soviético-alemán Ribbentropp-Molotov, un acuerdo de no agresión que preveía con minuciosidad carnicera el ‘despiece’ y reparto de Polonia entre ambos regímenes totalitarios. El 5 de marzo de 1940 Lavrenti Beria, jefe de la policía secreta soviética o NKVD (precursor del KGB), firmó una orden para ejecutar a 25.700 polacos de los campos de Kozelsk, Ostash-kov y Starobels, así como de ciertas prisiones de Ucrania occidental y Bielorrusia. La orden, firmada por Stalin y otros miembros del Politburó, fue desclasificada y entregada por Boris Yeltsin a Polonia junto a otros documentos en 1992.

La metódica matanza en aquel bosque de Smolensk (la misma región que un año después sería arrasada por la maquinaria de guerra nazi) se consumó con pistolas alemanas Walther PPK y revólveres soviéticos Nagan. Las víctimas recibían un tiro en la nuca nada más entrar en su celda (muchos fueron asesinados en las prisiones de Kalinin y Jarkov) o bien eran ejecutadas a pie de fosa. Vasili Blojin, el verdugo en jefe del NKVD, ejecutó personalmente a 6.000 prisioneros en 28 días. El 1 de mayo fue el único día de descanso para los carniceros.
Las ejecuciones nocturnas (silenciadas por el ruido de motores o ventiladores) eran precedidas de interrogatorios sistemáticos. A los prisioneros se les convencía de que iban a ser liberados, pero en realidad en aquella entrevista estaba implícita la condena según la actitud mostrada por el prisionero hacia el gobierno soviético. La pistola utilizada en aquella ‘ruleta rusa’ estaba llena de balas. Sólo 395 prisioneros escaparon a la muerte.
La primera fosa común de Katyn fue hallada por las tropas hitlerianas en 1943, lo que marcó el inicio de un fuego cruzado de acusaciones entre Moscú y Berlín, que pugnaron por cargar a la otra parte con los 20.000 muertos. Entre las víctimas figuraban un almirante, dos generales, 24 coroneles, 654 capitanes, 43 oficiales, 200 pilotos, además de 100 escritores y periodistas, 20 profesores universitarios, etc. También había entre ellos un príncipe y una sola mujer (la hija de un coronel). Entre los muertos figuraba el capitán Jakub Wajda, padre del laureado cineasta Andrezj Wajda, que en 2007 llevó a la gran pantalla su visión de la masacre en ‘Katyn’.

Fuente: El  Mundo.

La Primera Guerra Mundial: Todo lo que necesitas saber.

Autor: Luis Martín Millán. 08/09/2018

Fuente: geopolitico.es

El ser humano es la criatura más inteligente del planeta tierra, y por eso su nombre científico es Homo Sapiens, pero, a pesar de esto, en la historia de la humanidad han existido desacuerdos y peleas que han llevado estas diferencias al siguiente nivel, llegando así al punto de matar con el propósito de cumplir su cometido. Una de las guerras más significativas de la historia fue La Primera Guerra Mundial que para su momento fue la más grande conocida y existente, que no solo dejo una historia que contar sino también una huella en el continente europeo y en el resto del mundo. Pero surgen muchas preguntas sobre esta guerra, sobre las razones por las cuales estalló, cuantas vidas se perdieron o quien gano finalmente esta sangrienta batalla. Aquí encontrarás respuesta tanto a estas como a otras preguntas sobre este amargo episodio de la historia mundial, ¡La Primera Guerra Mundial!

La Primera Guerra Mundial

Se le llamó Primera Guerra Mundial cuando surgió la Segunda Guerra Mundial, pero, cuando estalló solo se le conocía como La Gran Guerra o La Guerra Mundial, y fue básicamente una confrontación bélica ocurrida principalmente en el continente europeo, su duración fue de un poco más de cuatro años, desde el 28 de Julio de 1914 hasta el 11 de Noviembre de 1918 cuando Alemania se sujetó a las condiciones y términos del Armisticio.

El numero de muertes cobradas por la Primera Guerra Mundial no se sabe con exactitud, lo que los registros arrojan es que mas de nueve millones de combatientes y al menos siete millones de civiles perdieron la vida, lo que representa según la cantidad de personas en el mundo en aquel momento, que el 1% de la población mundial perdió la vida debido a la guerra, una cifra que resulta absurdamente elevada dada la sofisticación tecnológica e industrial de los beligerantes.

Por esta razón la Primera Guerra Mundial es considerada como el quinto conflicto más mortífero que ha experimentado el mundo en la historia de la humanidad.

Protagonistas de la Primera Mundial

Muchas de las naciones envueltas en la Gran Guerra, también forman parte hoy día de Europa, esto no significa que es algo que los enorgullece, pero sin duda alguna, si es algo que ha quedado plasmado para la historia internacional. Algo que caracterizaba la guerra eran las alianzas existentes entre naciones y una de ellas era la “Triple Alianza” que era conformado principalmente por las potencias centrales, es decir: El Imperio Alemán como principal protagonista, y así también junto con Alemania, Austria-Hungría. Por otro lado, el papel de Italia, figuraba sumándose a la Triple Alianza junto a Alemania, Austria y Hungría, pero la nación dio un giro inesperado al no se unirse a las potencias centrales, dando como razón que Austria, violando los términos pactados, fue la nación agresora que desencadeno el conflicto.

Por otro lado, se encontraba otra alianza de igual manera compuesta por tres naciones, a tal alianza se le llama La Triple Entente que era básicamente compuesta por El Reino Unido, Francia y también El Imperio Ruso.

Por supuesto estas alianzas experimentaron cambios y terminaron creciendo con la integración de otras naciones a las ya establecidas alianzas, sea a uno u otro de los bandos según como fuera evolucionando La Gran Guerra, como fue el caso por ejemplo de la Triple Entente a la cual se le juntaron El Imperio del Japón, los Estados Unidos y curiosamente después de haber formado parte de la Triple Alianza, Italia terminó sumándose a la Triple Entente.

No obstante, El Imperio Otomano El Reino de Bulgaria tiempo después de haberse desarrollado la guerra, se sumaron a la Triple Alianza, compuesta por las potencias centrales. La cuenta de los participantes en la guerra era más de 70 millones de combatientes, y al menos unos 60 millones eran militares provenientes de Europa, que se movilizaron y pasaron a ser protagonistas activos del conflicto mas grande de la historia.

El Inicio de La Primera Guerra Mundial

Cuando los austrohúngaros el 28 de Julio comenzaron los actos ofensivos al intentar invadir Serbia. A su vez Rusia estaba movilizándose cuando Alemania invadió Bélgica, que por su parte había tomado la decisión de declararse neutral, y Luxemburgo en vía a Francia.

Este primer acto hostil invadido sobre la soberanía belga, llevo al Reino Unido a tomar cartas en el asunto declarando la guerra a Alemania. Aunque la Gran Guerra o Guerra Mundial se desarrolló en múltiples locaciones terrestres y marítimas dentro y fuera del territorio europeo, uno de los más importantes y concurridos de ellos fue el Frente Occidental en el cual parte de los alemanes se encontraban detenidos por las autoridades francesas a 120 kilómetros de la capital París, luego de haber intentado tomar parte del país para transportar libremente su armamento balístico; comenzando de esta manera una guerra de desgaste en las cuales las líneas de trincheras, las cuales servían como protección y resguardo para los combatientes, fueran siquiera modificadas hasta el año 1917.

Por otro lado, en el Frente Oriental, el ejército de Rusia consiguió algunas victorias frente a los astro-húngaros, pero prontamente estos fueron detenidos por el ejercito de Alemania en su esfuerzo por apoderarse de Prusia Oriental. El Imperio Otomano se unió a la guerra en noviembre de 1914, lo que tuvo como consecuencia la apertura de diversos frentes en el Cáucaso, Mesopotamia y el Sinaí. Al año siguiente Italia y Bulgaria se sumaron al conflicto, luego en 1916 se anexo Rumania y un año más tarde en 1917 los Estados Unidos, como ultimo participante del atroz conflicto.

Una característica que hizo destacar a esta guerra o conflicto de todas las demás fue la implementación de armas químicas, su empleo o utilización fue masivo a pesar de estar prohibido en las conferencias de la Haya de 1899 y 1907. Durante la Gran Guerra fue utilizado una amplia gama de gases, entre los cuales podríamos mencionar el Cloro, gas Mostaza, y el Fosgeno; mientras que se iban implementando el uso ilegal de estas armas en la guerra, también se fueron creando junto con ellas contramedidas eficaces, como las mascaras de gas, lo cual hizo que se redujera el peligro y no solo eso, también obtuvieron beneficios de usarlos ya que solo una mínima parte de las victimas heridas mortalmente fueron por causa de tales agentes químicos, aproximadamente tan solo un 3% de las muertes durante la guerra.

El desenlace de la Guerra Mundial

La Gran Guerra la Guerra Mundial tuvo un periodo que se pudiera llamar estancamiento, en la cual solo se produjeron muertes, pero ningún avance significativo para los propósitos de ninguna de las dos alianzas. No fue sino hasta marzo de 1917 cuando comenzó el desenlace de la Gran Guerra, cuando cae el gobierno ruso tras la Revolución de Febrero, así como también la firma de un tratado o acuerdo de paz, pacto hecho entre la Rusia Revolucionaria y las Potencias Centrales luego de la Revolución de Octubre, en marzo de 1918.

En noviembre de 1918 fue solicitado un armisticio por parte del imperio astro-húngaro. Por todo el frente occidental Alemania demostró una gran ofensiva a comienzos de 1918, por lo cual los aliados hicieron retroceder a la línea alemana en una serie de victorias bélicas. Siguiendo este mismo marco de ideas, Alemania durante la Revolución, solicito de la misma manera un armisticio el 11 de noviembre de 1918, poniendo un punto final a la guerra con la victoria aliada.

Consecuencias de la Primera Guerra Mundial

Uno de los efectos más evidentes a largo plazo de La Gran Guerra fue la gran ampliación de los poderes y responsabilidades gubernamentales en Francia, Estados Unidos y Reino Unido, con el objetivo de aprovechar a cabalidad el potencial que tiene el país, con la formación de instituciones y ministerios nuevos. Se elaboraron nuevos impuestos y se promulgaron otras nuevas leyes, todas ellas pensadas para reforzar el esfuerzo bélico, algunas de las cuales siguen vigentes aun hasta nuestros días.

Estados Unidos desde el año 1919 exigió a Reino Unido la reintegración de los préstamos, que procedieron al menos en parte de las reparaciones de guerra alemanas, que de la misma manera podían pagar por préstamos de Estados Unidos a Alemania. Este sistema circular se destruyó en 1931 y los pagos pendientes cesaron de reintegrarse; razón por la cual, todavía para 1934, El Reino Unido seguía debiendo a EEUU 4400 millones de dólares, deuda que nunca ha sido saldada.

La Primera Guerra Mundial también produjo un desequilibrio en el número de habitantes por género, esto debido a la cantidad de hombres que se sumaron y murieron en el conflicto, dándose un número de mujeres mucho más alto que el de hombres. Casi un millón de hombres ingleses murieron durante La Gran Guerra, lo que hizo que aumentara la diferencia en número de género en esa nación de cerca de 670.000 a 1.700.000 mujeres más que de hombres.

La cantidad de mujeres solteras que buscaban independencia económica creció de manera impresionante, no obstante, la desmovilización y el declive económico de la posguerra trajo con ella altas tasas de desempleo, y a pesar que la guerra había aumentado el número de mujeres trabajadoras, el retorno a sus países de los soldados desmovilizados, muchos de ellos trabajadores antes de la contienda, y el cierre de muchas fábricas, provocaron un descenso en el empleo femenino.

 

Los 70 minutos que decidieron el destino de miles de judíos italianos.

Un fotograma de ‘1938. Diversi’.

Autor: TOMMASO KOCH

Fuente: El País, 04/09/2018

El destino de los judíos se decidió en poco más una hora. Su suerte empezó a tambalearse a las 16.00. A las 17.10, cuando terminó el debate, ya estaba condenada. “En una atmósfera de consenso enfurecido”, según el documental 1938. Diversi, el Parlamento italiano aprobó las leyes raciales que entraron en vigor el 17 de noviembre de aquel año. “Me di cuenta solo entonces de que era judío”, cuenta uno de los entrevistados en el filme. Únicamente por ello, a partir de ese día, ya no podría ejercer como profesor, poseer terrenos, casarse con alguien de la presunta raza aria itálica y una infame lista de etcéteras. La estrategia antisemita que el régimen fascista de Mussolini llevaba años fraguando culminó así en una de las páginas más oscuras de la historia del país. 1938. Diversi, que se proyecta estos días fuera de competición en el festival de Venecia, indaga en el proceso que llevó a ese abismo nacional. Para no olvidarlo, justo cuando se cumplen 80 años de aquella vergüenza; y como aviso, porque la sombra del racismo vuelve a alargarse sobre Italia.

“Queríamos investigar más sobre esas leyes, tomar conciencia de ese periodo y esclarecerlo. Cuando empiezas a preguntar por ahí, llegan muchos silencios incómodos y respuestas confusas”, asevera Giorgio Treves, director del documental. Para excavar hacia la verdad, el cineasta ha acudido a las fuentes y los géneros más variados: historiadores, ensayistas, testigos directos, políticos y documentos de la época tratan de reconstruir el puzle; para narrarlo, se mezclan animación, grabaciones de archivo, entrevistas y recreaciones teatralizadas de las palabras de Mussolini. “No hay que creer que el Duce abrazara el antisemitismo por Hitler. Fue un camino autónomo”, agrega Treves.

El fascismo puede volver escondido tras las apariencias más inocentes. Nuestro deber es desenmascararlo

UMBERTO ECO

Con otro anuncio del dictador, pronunciado por él mismo, arranca el documental. En septiembre de 1938, en Trieste, informa a una grey entusiasta de que “el judaísmo mundial ha sido un enemigo irreconciliable”. El dictador culpa de todos los males a un grupo que representa, en ese momento, una milésima parte de la población. Y que vivía tan integrado que se sentía “casi antes italiano que judío”, explica Treves: había protagonizado el movimiento de liberación del Risorgimento, participado con entusiasmo en la Primera Guerra Mundial y unos 200 incluso desfilaron en la marcha sobre Roma con la que el fascismo se adueñó del poder, como señala el documental. Muchos estaban afiliados al partido de Mussolini, aunque su presencia también fue poderosa en el antifascismo.

“El problema del judaísmo surge cuando el régimen lo impone desde arriba”, reflexiona Treves. Y varias voces del documental coinciden en ello: los italianos no eran entonces antisemitas, o racistas. Mientras el odio contra los judíos montaba en Europa, del caso Dreyfus a los pogromos rusos, pasando por la difusión de Los protocolos de los sabios de Sion, en Italia resistía un estatuto de 1848 que había abolido los guetos y sentenciado la igualdad de los ciudadanos. Mussolini, sin embargo, tenía ideas y, sobre todo, necesidades opuestas.

Otro fotograma de '1938. Diversi'.
Otro fotograma de ‘1938. Diversi’.

Así que, en 1936, empieza a imaginar el alejamiento de la vida pública de los judíos, según el filme. “Los italianos han de hacerse más duros, implacables, odiosos. Es decir, líderes”, escribe Mussolini. Para compactar a su pueblo y reforzar su poder, el dictador cita al imperio romano, lanza la guerra colonial contra Etiopía y envía sus tropas en apoyo a Franco. “Cuando termine la lucha en España, inventaré otra cosa”, son sus palabras que resuenan en 1938. Diversi. Y en la raza, Mussolini encuentra uno de los pilares más sólidos para su proyecto.

“Sus escritos juveniles contienen frases contra los judíos pero no se le podía considerar antisemita. Aunque el racismo encaja en la actitud fascista de abuso del fuerte sobre el débil”, defiende Treves. En el documental, se ve como el Duce pone a su propaganda a inculcar el mito de la raza italiana, sobre todo en los más jóvenes. Los artículos denigratorios se multiplican, “las páginas de sucesos solo hablan de judíos”, explica el filme. Y en el verano de 1938, el fascismo halla su base seudocientífica con la publicación del Manifiesto de la raza, encargado por Mussolini a 10 estudiosos.

Meses después, ya hay bares que prohiben la entrada “a perros y judíos”. Como dice uno de los testigos en el filme, “aquel hilo de tinta negra que firma las leyes raciales se engrosa hasta convertirse en la vía de tren que lleva a Auschwitz”. Mientras, la mayoría de los italianos asiste “con una indiferencia que se convierte en complicidad”, según la película. Y su director avisa de que aquel “virus” que el régimen inoculó en los italianos aún no ha sido aniquilado.

Umberto Eco ya lo dijo, en 1994: “El fascismo puede volver escondido tras las apariencias más inocentes. Nuestro deber es desenmascararlo”. Y con esa frase se cierra el filme. “Cuando un político propone un censo de los gitanos, es peligroso”, tercia Treves. Así lo hizo el actual ministro del Interior de Italia y líder de la Liga, Matteo Salvini, volcado en la lucha contra la inmigración y quien también afirmó: “Los gitanos italianos, por desgracia, tenemos que quedárnoslos”. El cineasta encuentra denominadores comunes entre ambas épocas en el “estado de crisis, la necesidad de chivos expiatorios y las simplificaciones que se vuelven eslóganes”. Y pide ayuda a la memoria: “Todo eso ha existido. Recordémoslo. Y evitémoslo”. La lección está ahí, en la historia. Basta leerla.

El derrumbe del Antiguo Régimen

Autor: Enrique Llopis,

Fuente: El País, 22/01/2012

Las secuelas de la Revolución Francesa de 1789 desencadenaron el inicio de la crisis del Antiguo Régimen en España, un periodo caracterizado por las guerras, la debilidad y el derrumbe de muchas de las viejas instituciones, la inestabilidad política y la alteración de la dinámica económica.

Desde un punto de vista macroeconómico, entre 1789 y 1840, año en el que finalizó la primera guerra carlista y se asentó el régimen liberal, se alternaron dos fases expansivas, 1789-1801 y 1815-1840, y una recesiva, entre 1802 y 1814. Este artículo se ocupa esencialmente de la crisis de la década y media inicial del siglo XIX, pero también extiende su mirada al antes y al después.

En cuanto a las fases de crecimiento, resulta aparentemente paradójico que España, de 1789 a 1801 y de 1815 a 1840, obtuviera resultados económicos positivos en momentos de graves contratiempos internos y de cierta desintegración de la economía internacional. La principal clave explicativa radica en que el debilitamiento, primero, y el desplome, después, del Antiguo Régimen facilitaron la incorporación a la labranza de enormes extensiones de tierra.

En la España del XVIII coexistían dos velocidades, dos maneras de crecer

El siglo XIX se abrió con importantes epidemias y malas cosechas

La Guerra de la Independencia abortó la incipiente recuperación

Las colonias americanas prescindieron de la mediación hispana

La ocupación francesa debilitó las instituciones del Antiguo Régimen

La expansión del cultivo de cereal sostuvo el avance entre 1815 y 1850

 

En la España del siglo XVIII coexistieron dos velocidades y dos modos distintos de crecimiento económico. En los territorios interiores y en las regiones septentrionales, el PIB aumentó a una tasa no superior al 0,5%, el crecimiento tuvo un carácter marcadamente rural, la productividad del trabajo en la agricultura permaneció estancada y los progresos en la especialización y en los tráficos mercantiles fueron modestos.

La España interior estaba lejos de aprovechar plenamente su potencial de crecimiento agrario: muchas zonas se hallaban aún poco colonizadas porque los grandes propietarios territoriales rentistas, las oligarquías locales con importantes negocios pecuarios, los dueños de cabañas trashumantes y la Mesta, grupos que acumulaban bastante poder, estaban interesados en frenar las roturaciones en las tierras municipales.

Por el contrario, en el área mediterránea y en la Andalucía atlántica, el PIB creció a una tasa cercana o algo superior al 1% y la expansión productiva se sustentó, al igual que en otras zonas de Europa occidental, en un cierto incremento de la productividad agraria, en el auge de la economía marítima, en el desarrollo de la protoindustria y en la mayor laboriosidad de la mano de obra familiar. En muchos casos, esa intensificación del factor trabajo fue la respuesta a la caída de los salarios reales y/o al descenso de ingresos netos de numerosas explotaciones agrarias, fruto del incremento de las rentas territoriales y de la reducción de su tamaño ocasionada por la mayor presión de la población sobre los recursos agrarios.

Por consiguiente, las «fuerzas económicas del progreso» (mayor comercio y especialización y pequeños avances tecnológicos) solo resultaban claramente hegemónicas en una parte minoritaria de España; de ahí que nuestro país siguiese divergiendo de Europa occidental en el siglo XVIII.

La década de 1790 fue un periodo de fuertes convulsiones, de desequilibrio financiero del Estado y de crisis sectoriales, pero también de aceleración del crecimiento demográfico y agrario. En la España del siglo XVIII, su último decenio fue, tras el de 1720, el de mayor crecimiento de los bautismos (véase el gráfico 1 basado en una muestra de más de 1.200 localidades). Lo más llamativo de este auge radicó en que fue protagonizado fundamentalmente por regiones que habían registrado una expansión modesta o moderada en el siglo XVIII (Andalucía occidental, Aragón y Castilla-La Mancha). En las zonas interiores, este crecimiento demográfico habría sido inalcanzable sin que simultáneamente se registrara una importante expansión agraria.

El impulso agrícola de la última década del siglo XVIII fue fruto de la necesidad, de los mayores incentivos y de las oportunidades abiertas por el nuevo panorama político. Los granos se encarecieron notablemente en todos los mercados y, además, el diferencial de precios del trigo entre la periferia y el interior se incrementó debido en buena medida a la disminución y a la mayor irregularidad de las importaciones resultantes de las perturbaciones que los conflictos bélicos ocasionaron al comercio exterior desde 1793. De modo que el interior se encontró con una coyuntura favorable para incrementar su participación en el abasto de cereales de la periferia. Además, el cambio de escenario político provocado por la Revolución Francesa indujo a los integrantes del frente antirroturador a moderar su oposición a los rompimientos. El notable incremento de la defraudación en el pago del diezmo, aparte de ser un exponente del inicio de la descomposición del Antiguo Régimen, también constituyó un acicate para ampliar las labores.

La década de 1790 presentó una cara, la expansión demográfica y cerealista, pero también una cruz: fuerte incremento de las tensiones inflacionistas y acusado descenso de los salarios reales, agudización de los problemas financieros de la Monarquía, reducción y mayor irregularidad del comercio exterior y dificultades para todas las economías periféricas que mantenían un apreciable grado de dependencia de los intercambios internacionales.

La recesión de la década y media inicial del siglo XIX estuvo integrada, en realidad, por dos crisis distintas: la ocasionada por las malas cosechas y las importantes epidemias (paludismo, tifus y fiebre amarilla) de principios del Ochocientos, y la desencadenada por la Guerra de la Independencia. Los factores exógenos a la economía y a la sociedad españolas desempeñaron un papel preponderante en dichas crisis, pero los endógenos no fueron ajenos a la magnitud de ambas: primero, la creciente desigualdad en el reparto del ingreso en la segunda mitad del Setecientos había acentuado la precariedad de muchas familias; y, segundo, la elevada mortalidad del periodo también obedeció a la incapacidad de los Gobiernos para paliar escaseces y carestías, y al deterioro del funcionamiento de los mercados y de instituciones asistenciales, como los pósitos, que estaban siendo sacrificadas para evitar el colapso financiero de la Monarquía.

En la España interior de la época moderna, la crisis de mortalidad de 1803-1805 fue, tras la de 1596-1602, la que tuvo un mayor alcance territorial e intensidad. El desastre demográfico de 1803-1805 fue fruto de una crisis de subsistencias muy profunda (el promedio anual del precio del trigo se incrementó, con respecto al de la década precedente, más de un 125%), pero también de una importantísima crisis epidémica. Aparte de la mortalidad catastrófica, también aumentó notablemente la ordinaria en la década y media inicial del siglo XIX. En 25 pueblos de la provincia de Guadalajara, el cociente difuntos/bautizados fue de 0,87 en 1785-1799, de 1,14 en 1800-1814 y de 0,72 en 1815-1829 (véase el gráfico 2).

Las áreas periféricas también tuvieron que afrontar unos importantes contratiempos económicos en los albores del siglo XIX. Las guerras navales, las dificultades y la carestía del transporte marítimo y la crisis agraria y demográfica de los territorios no marítimos provocaron un descenso en el nivel de actividad manufacturera y comercial. Desde 1805, las colonias americanas prácticamente prescindieron de la mediación hispana en sus tráficos exteriores.

La Guerra de la Independencia abortó la recuperación que la agricultura española había iniciado después de 1805. Ahora bien, las secuelas de este conflicto fueron mucho más allá del desencadenamiento de una nueva crisis económica. Entre las principales, han de contabilizarse:

1. Tras la ocupación del país por las tropas francesas, muchas de las instituciones fundamentales del Antiguo Régimen se desmoronaron o quedaron muy debilitadas.

2. El vacío de poder en la metrópoli propició el estallido de movimientos independentistas en buena parte de las colonias americanas.

3. La crisis financiera del Estado absolutista se intensificó extraordinariamente.

4. La sobremortalidad y la merma de nacimientos ocasionadas por la guerra ascendieron a no menos de medio millón de personas.

En el terreno más estrictamente económico, deben mencionarse:

a) Numerosas explotaciones agrarias vieron reducidas sus disponibilidades de fuerza de trabajo y de ganado; de ahí que muchas de ellas tratasen de incorporar mayores cantidades del factor tierra para compensar las pérdidas en los otros factores y restablecer un cierto equilibrio productivo.

b) Los saqueos y las destrucciones de cosechas provocaron daños de consideración en no pocas zonas.

c) Las secuelas del conflicto perjudicaron de un modo especialmente intenso al comercio y a la industria.

d) Los ahorros de los propietarios rurales fueron absorbidos por gravámenes extraordinarios, requisas, suministros y préstamos forzosos a los ejércitos, a la guerrilla y a los municipios. Los más pudientes acumularon unos activos de elevado valor nominal sobre unos concejos cuyo nivel de endeudamiento les impedía atender sus obligaciones financieras, salvo que se desprendiesen de parte de sus todavía extensos patrimonios territoriales. De modo que tales acreedores enseguida se percataron de que solo había una alternativa para recuperar sus contribuciones a la financiación del conflicto bélico: la privatización de tierras municipales.

Es indudable que la Guerra de la Independencia tuvo, en el corto plazo, un impacto económico muy negativo, pero también generó otras secuelas que contribuyeron a inducir, en el medio y largo plazo, cambios en la velocidad y en el tipo de crecimiento económico, en la política comercial y en los niveles de desigualdad.

El mayor potencial de crecimiento agrícola de España, al menos a corto y medio plazo, estribaba en las enormes extensiones de tierras que podían roturarse. Durante la Guerra de la Independencia se crearon condiciones favorables para el estallido de una gran oleada de rompimientos, que se moderó en las etapas de restablecimiento del absolutismo, pero que mantuvo un ritmo relativamente intenso hasta mediados del siglo XIX: tras el hundimiento del Antiguo Régimen, ni las viejas autoridades locales, ni las nuevas pudieron refrenar las ansias de numerosísimos productores agrarios de ocupar y roturar tierras comunales; la desamortización silenciosa de tierras municipales facilitó los rompimientos de extensas áreas de pastizales y bosques; y, el incremento de los precios de los granos también constituyó un acicate para extender los cultivos cerealistas.

Una vez concluido el conflicto, la recuperación demográfica fue inmediata e impetuosa, sobre todo en las regiones cerealistas meridionales. El vigor de ese proceso obedeció al fuerte crecimiento del producto agrícola, pero también al relativamente reducido nivel de la mortalidad entre 1815 y 1830. De 1820 a 1850, la población española creció al 0,9% y la europea al 0,81%. Las estimaciones de Álvarez Nogal y Prados de la Escosura apuntan a que, entre 1787 y 1857, el PIB y el PIB por habitante se expandieron a una tasa cercana al 1% y a otra superior al 0,2%, respectivamente. Es indudable, pues, que el conflicto con los franceses también entrañó una ruptura en el ámbito económico: nunca antes la población y el PIB habían crecido tan velozmente en España como lo hicieron entre 1815 y 1850.

El impulso agrícola posterior a 1815 tuvo tres pilares esenciales: la marea roturadora, el rápido crecimiento de la población y la implantación y pervivencia de una política comercial prohibicionista en materia de cereales. Varios factores nos ayudan a entender por qué España adoptó en 1820 tal política comercial y por qué la mantuvo tantos años:

1. La oleada de proteccionismo enérgico en la que estuvieron involucrados numerosos países europeos y Estados Unidos, países que habían impulsado procesos de sustitución de importaciones entre 1793 y 1815.

2. La necesidad de defender una nueva e importante actividad cerealista de la competencia exterior en los mercados litorales una vez concluidas las guerras napoleónicas, nueva actividad que se había desarrollado en periodos de precios absolutos y relativos de los granos muy altos.

3. El régimen liberal, necesitado de ampliar su base social, utilizó el prohibicionismo cerealista para frenar el descenso de las rentas agrarias y de los precios agrícolas, lo que tornó más atractivas las compras de las tierras desamortizadas.

4. Los propietarios y cultivadores de tierras de cereal contaron con el decidido apoyo de los industriales catalanes en la defensa del prohibicionismo.

5. La pérdida de las colonias americanas originó un fuerte deterioro de las cuentas externas y un drástico cambio en el panorama monetario (del intenso crecimiento del stock de oro y plata en el periodo 1770-1796, se pasó a una fase de descenso apreciable del mismo). Los sucesivos Gobiernos tuvieron que emprender una política de reequilibrio de la balanza de pagos y el prohibicionismo constituyó un instrumento esencial de la misma.

La presión que el prohibicionismo ejerció sobre los precios de los cereales resultó clave para la formidable extensión de los cultivos en la primera mitad del siglo XIX, pero otros factores también contribuyeron a la aceleración del crecimiento económico: la notable ampliación del mercado nacional derivada, ante todo, del intenso auge demográfico; el impulso en la urbanización desde la década de 1820; el modesto incremento de la productividad en la agricultura; los avances en la integración de los mercados; el inicio de la industrialización catalana, y el dinamismo de la demanda exterior de productos agrarios mediterráneos y de minerales a medida que tomaba cuerpo la industrialización europea.

El balance económico del periodo 1815-1850 presenta luces y sombras. Por un lado, el crecimiento se aceleró fuertemente con respecto a las fases precedentes y la distribución del ingreso se tornó menos desigual (entre 1788-1807 y 1815-1839, la ratio renta de la tierra/salarios agrícolas descendió un 21% y un 28% en Navarra y Castilla la Vieja, respectivamente). En contrapartida, España, pese a su impulso económico, se alejó de Europa; el prohibicionismo perjudicó a las regiones exportadoras, sobre todo a Valencia, Murcia y a la Andalucía marítima; y, además, el modelo de crecimiento de después de la Guerra de la Independencia tenía una fecha de caducidad cercana: la expansión agraria se debilitó a medida que iba completándose el proceso colonizador y que empeoraban las condiciones de acceso a la tierra; de hecho, a finales de la década de 1850 ya se hallaba prácticamente agotado.

Sin embargo, nuestro país no acabaría en el callejón sin salida al que parecía abocado: merced en buena medida a los ferrocarriles, en los que los capitales, la tecnología y el capital humano foráneos fueron trascendentales, y a la creciente demanda exterior de minerales y de distintos productos agrarios mediterráneos, especialmente de vinos, España pudo ir deslizándose hacia un nuevo modelo de crecimiento económico en el que el cultivo del cereal, actividad en la que España no tenía ninguna ventaja comparativa, dejó poco a poco de tener una hegemonía tan nítida y en el que los cultivos mediterráneos, las actividades urbanas, el comercio exterior y, en general, las relaciones económicas internacionales ganaron protagonismo.

Las lecciones del pasado decimonónico apuntan en la misma dirección que las del siglo XX: los vientos europeos fueron cruciales para derribar el Antiguo Régimen (aunque para ello el país sufriera un conflicto bélico muy costoso en vidas y recursos), primero, y para dar un nuevo impulso al crecimiento económico español, más tarde, desde que comenzó a agotarse el modelo que había tenido uno de sus pilares esenciales en el prohibicionismo cerealista y algodonero. La historia contemporánea evidencia, pues, el grave error que el aislacionismo ha entrañado para nuestro país.

Tratado de París (1783)

Firma del tratado. La delegación británica rehusó posar y por ello la pintura quedó incompleta.

Fuente: elhistoriador.es, 03/07/2018

El Tratado de París se firmó el 3 de septiembre de 1783 entre Reino de Gran Bretaña y Estados Unidos y puso fin a la guerra de Independencia de los Estados Unidos. El cansancio de los participantes y la evidencia de que la distribución de fuerzas, con el predominio inglés en el mar, hacía imposible un desenlace militar, condujo al cese de las hostilidades.

El tratado fue firmado por David Hartley, miembro del Parlamento del Reino Unido que representaba al rey Jorge III, John Adams, Benjamin Franklin y John Jay, representantes de los Estados Unidos. El tratado fue ratificado por el Congreso de la Confederación el 14 de enero de 1784, y por los británicos el 9 de abril de 1784.

Acuerdos

De forma resumida, mediante este tratado:

  • Se reconocía la independencia de las Trece Colonias como los Estados Unidos de América (artículo 1) y otorgó a la nueva nación todo el territorio al norte de Florida, al sur del Canadá y al este del río Misisipi. El paralelo 31º se fijaba como frontera sur entre el Misisipi y el río Apalachicola. Gran Bretaña renunció, asimismo al valle del río Ohio y dio a Estados Unidos plenos derechos sobre la explotación pesquera de Terranova (artículos 2 y 3).
  • El reconocimiento de las deudas contratadas legítimas debían pagarse a los acreedores de ambas partes (artículo 4).
  • Los Estados Unidos prevendrían futuras confiscaciones de las propiedades de los «Leales» —colonos británicos que permanecieron leales a la corona británica durante la revolución americana— (artículo 6).
  • Los prisioneros de guerra de ambos bandos debían ser liberados (artículo 7).
  • Gran Bretaña y los Estados Unidos tendrían libre acceso al río Misisipi (artículo 8).

Los británicos firmaron también el mismo día acuerdos por separado con España, Francia y los Países Bajos, que ya habían sido negociados con anterioridad:

  • España mantenía los territorios recuperados de Menorca y Florida Oriental y Occidental. Por otro lado recuperaba las costas de Nicaragua, Honduras (Costa de los Mosquitos) y Campeche. Se reconocía la soberanía española sobre la colonia de Providencia y la inglesa sobre Bahamas. Sin embargo, Gran Bretaña conservaba la estratégica posición de Gibraltar —Londres se mostró inflexible, ya que el control del Mediterráneo era impracticable sin la fortaleza del Peñón—.
  • Francia recibía San Pedro y Miquelón, Santa Lucía y Tobago. Además, se le otorgaba el derecho de pesca en Terranova. También recuperaba algunos enclaves en las Antillas, además de las plazas del río Senegal en África.
  • Los Países Bajos recibían Sumatra, estando obligados a entregar Negapatnam (en la India) a Gran Bretaña y a reconocer a los ingleses el derecho de navegar libremente por el océano Índico.
  • Gran Bretaña reconocía la independencia de los Estados Unidos y le cedía los territorios situados entre los Apalaches y el Misisipi. Las regiones de Canadá siguieron siendo un dominio de la Corona, a pesar de los intentos estadounidenses por exportar su revolución a esos territorios.

Consecuencias

En general los logros alcanzados pueden juzgarse como favorables para España y en menor medida para Francia a pesar del elevado coste bélico y las pérdidas ocasionadas por la casi paralización del comercio con América un pesado lastre que gravitaría sobre la posterior situación económica francesa.

Por otra parte, el triunfo de los rebeldes norteamericanos sobre Inglaterra no iba a dejar de influir en un futuro próximo sobre las colonias españolas. Esta influencia vino por distintos caminos: la emulación de lo realizado por comunidades en similares circunstancias, la solidaridad de los antiguos colonos con los que aún lo eran, la ayuda de otras potencias interesadas en la desaparición del imperio colonial hispano, etc. Pero estos aspectos se manifestaron de un modo claro durante las Guerras napoleónicas.

Recuerdos de la Segunda Guerra mundial.

Autor: HELMUT SCHMIDT

Fuente: Revista Estudios de Política Exterior, nº 44, abril-mayo 1995.

En otoño de 1937 me licenciaron del servicio laboral y fui inmediatamente llamado a filas. Me asignaron a una batería antiaérea ligera de la Luftwaffe en Vegesack, cerca de Bremen: estábamos 10 soldados en una sala, con literas dobles donde no había ningún nazi y, después de habernos conocido mejor, todos teníamos la misma convicción: “Gracias a Dios estamos, por fin, en un sitio decente”. No había ninguna clase de propaganda ideológica nacionalsocialista, así que –después de los tiempos de las juventudes hitlerianas y el servicio laboral– nuestra batería nos parecía un oasis. Por entonces, yo pensaba con toda seriedad que las fuerzas armadas eran la única organización decente del Tercer Reich. Seguí pensándolo a pesar de la absurda y prolongada instrucción en el cuartel, que a veces adoptaba formas casi circenses y frecuentemente vejatorias.

Generalmente, los adolescentes llamados a filas quedaban apartados desde el primer día de las influencias externas. En tiempos de paz estaba uno aislado en gran medida de la vida cotidiana, por lo que quedaba prácticamente libre de la influencia nazi. En la mayoría de los casos, también ocurría así entre la tropa. Posteriormente, durante la guerra, una de la excepciones más importantes a esta regla la constituyeron los muchos desafortunados que fueron asignados a las unidades militares de las SS.

En algún momento recibí de la sección del partido nazi correspondiente a mi domicilio familiar de Hamburgo-Eilbek un formulario de solicitud que me instaba a ingresar en el partido. No lo hice, sino que respondí a la dirección comarcal (que probablemente no sabía que había sido expulsado de las juventudes hitlerianas) que era soldado y quería concentrarme en mi servicio militar; de lo demás ya hablaríamos más adelante. Reflexioné durante mucho tiempo sobre la forma de redactar aquella carta sin despertar sospechas por mi negativa; naturalmente, tenía miedo por las consecuencias.

Durante un año se permanecía con la graduación más baja, aunque se recibían 50 pfennigs diarios en lugar de los 25 del servicio laboral. Cuando en septiembre de 1938 llegó la “crisis de los Sudetes”, a pesar de ser todavía soldado raso, me nombraron jefe de pieza, ya que se movilizó entonces a muchos reservistas y algunos nos fueron asignados, lo que significaba tener a seis o siete hombres bajo mi mando, que se debían dirigir a mí como “mi cabo”. Me sentía muy importante.

Creíamos que los Sudetes, que –como toda Bohemia– habían pertenecido a Austria hasta 1938-1939, les habían sido arrebatados ilegalmente a los austriacos por el “vergonzoso tratado de Versalles”. Desde marzo de 1938, Austria formaba parte del Reich alemán –algo que aplaudieron también muchos ciudadanos alemanes y austriacos que no eran nazis– por lo que nos parecía natural que los Sudetes, de habla alemana, entraran ahora en el Reich. Como jóvenes soldados no teníamos sensibilidad para la ilegalidad del proceso, aunque tampoco experimentamos una sensación de triunfo. Esa valoración correspondía con las “clases para la batería” que el jefe de la misma, el capitán Paul Ullrich, nos impartía todos los sábados por la mañana durante los dos años que pasamos en Vegesack.

No recuerdo si comprendíamos las tensiones internacionales provocadas por la demostración de fuerza militar de Hitler que, hoy sé, fue en realidad una movilización parcial camuflada como maniobras. Aceptábamos todo de forma similar a como uno acepta al levantarse por la mañana que el tiempo es bueno o malo. Los soldados no éramos conscientes de la injusticia cometida por Alemania ni de la presión contraria al Derecho internacional ejercida sobre Checoslovaquia, sobre todo porque la anexión de los Sudetes fue aprobada en Munich por Francia, Inglaterra e Italia.

Un mes después se produjo aquel pogromo antijudío que se conoce con la terrible expresión de Reichskristallnacht o “noche de los cristales rotos”. Curiosamente no consigo acordarme de ello. El 9 de noviembre de 1938, cuando sucedieron aquellos hechos, no me enteré de nada en un primer momento; en las clases semanales de la batería no se hablaba de cosas así, no leíamos periódicos, y durante el permiso del domingo lo menos importante para mí era saber lo que pasaba en el mundo. En casa de mis padres se seguía sin hablar de política. Sin embargo, acabó corriéndose la voz entre los compañeros de sala sobre lo que había ocurrido el 9 de noviembre y seguramente discutimos sobre ello. En relación con el final de 1938, mis notas tomadas en el campo de prisioneros de guerra incluyen las frases “vergüenza por las persecuciones antijudías” y “a partir de ese momento, clara posición contraria al nacionalsocialismo, aunque todavía excluyo a la persona de Hitler”.

Que excluyera a Hitler de mi valoración negativa correspondía a una actitud que seguramente aún compartía mucha gente en Alemania; recuerdo el tópico de “¡si lo supiese el Führer!”. Entretanto, ya sabía que había campos de concentración, pero imaginaba que eran cárceles improvisadas para personas detenidas sin proceso porque las autoridades albergaban sospechas respecto a ellas por algún motivo. Tenía claro que, seguramente, esas personas no habían cometido ningún delito, pero la Gestapo sabía que eran adversarios. Tardé mucho en darme cuenta de que Hitler era la fuente de todos los males.

La asignación diaria de 50 pfennigs del ejército no era suficiente –a pesar de alguna ayuda de mi padre– para ir a Hamburgo todos los fines de semana, así que sólo iba a casa uno de cada tres. Las otras dos semanas, cuando salía del cuartel el sábado iba a Bremen, a casa de amigos de mis padres o a Fischerhude, un pueblo en el valle del Wümme. En Fischerhude vivían –además de los campesinos, que seguramente eran en su mayoría ingenuos simpatizantes nazis y aspiraban a tener una heredad propia– Otto Modersohn, a quien conocí en aquella época, y su tercera esposa, de soltera Breling, cuyo padre había sido pintor y había vivido en Fischerhude antes que Modersohn. También estaba la discípula de Maillol, Amelie Breling, otra hija del pintor, escultora y ceramista, que compartía la casa con su hermana Olga Bontjes van Beek y los tres hijos de ésta, Cato, Meme y Tim. Olga había sido bailarina y se había casado con Jan Bontjes van Beek, quien se convirtió más tarde en un importante ceramista; por aquel entonces ya estaban separados. Olga se había hecho pintora y creaba cuadros de tonalidades suaves. También vivía en Fischerhude la escultora Clara Rilke-Westhoff, que fue esposa de Rainer María Rilke. Pero mi punto de contacto personal era la casita de Haina y Fritz Schmidt, que había sido compañero de mi tío Heinz Koch durante la guerra.

Para mí, la mayor atracción en aquella comunidad de artistas era Olga Bontjes van Beek. Su casa –como todo Fischerhude– fue mi principal fuente de orientación intelectual en los años decisivos que marcaron mi vida antes de la guerra y al comienzo de la misma; era mi hogar más que Hamburgo y la casa de mis padres. Frecuentemente los artistas de Fischerhude recibían visitas de otros procedentes de Berlín y del resto de Alemania, incluso del extranjero. Casi nunca había nazis entre ellos; pero cuando así sucedía, se nos avisaba discretamente para que tuviéramos cuidado. Por lo demás, siempre eran conversaciones libres sobre problemas de arte, música o literatura, pero también sobre la evolución política y, más tarde, sobre la guerra.

Entonces ya me había convertido en un adversario de los nazis, pero al mismo tiempo era un patriota alemán con sentido del deber. En cambio, mis amigos de Fischerhude, de una generación anterior a la mía, tenían una orientación predominantemente internacionalista y cosmopolita. Esa diferencia llevaba en ocasiones a debates políticos con Amelie Breling y Cato Bontjes. Amelie, que seguramente me doblaba en edad, conocía el extranjero, tenía un juicio claro y era una personalidad que imponía respeto. Cato tenía algunos años menos que yo, pero ya había vivido algún tiempo en Inglaterra y Holanda, por lo que tenía más experiencias positivas que yo; era una joven idealista.

En aquel círculo de amigos de Fischerhude había una gran confianza; sin embargo, no mencioné a mis antepasados judíos y seguramente mis amigos de Fischerhude sólo se enteraron por casualidad y mucho después de la guerra. Fue también mucho después de la contienda cuando conocí en el Partido Socialdemócrata al doctor Wilhelm Königswarter, parlamentario berlinés, y a Adolf Ehlers, alcalde de Bremen; los dos habían mantenido durante la época nazi, y de forma independiente, contactos con Fischerhude y con la familia Bontjes y hablaban de ellos con respeto y cariño. En general, mis amigos de Fischerhude profundizaron y reforzaron mi rechazo a la ideología nazi.

A lo largo de la primavera y el verano de 1939, mi jefe de batería, Paul Ullrich –al que llamábamos “el viejo capitán”– y otros superiores trataron de convencerme de que pasara a ser un oficial de carrera. Me negué y cité como motivo mi deseo de ser arquitecto. Así, a finales de septiembre de 1939, poco antes de mi mayoría de edad, cuando debían terminar los dos años de servicio militar, mi padre ya me había comprado ropa de civil: una chaqueta azul con discretos cuadros y un pantalón gris. Me dirigí a Shell Alemania, en el Alster hamburgués. Quería salir de Alemania; el estudio de la arquitectura pasaba a un segundo plano. Esperaba poder ir, con ayuda del grupo internacional, a las Indias holandesas, donde –según había oído– la Shell estaba realizando prospecciones para encontrar petróleo. En la actualidad, no recuerdo muy bien si sólo quería escapar del nacionalsocialismo durante un período limitado o si había detrás una posible disposición a la emigración definitiva. En cualquier caso, mi plan de marcharme al extranjero era serio y firme, aunque quedó en nada porque nunca llegué a ser licenciado del servicio militar. Entretanto, la guerra había comenzado. Junto con otros compañeros oí por la radio las palabras de Hitler: “Desde las 5:45 horas se está respondiendo a los ataques”. No imaginaba que el ataque polaco había sido simulado; creía realmente que los polacos habían atacado la emisora de Gleiwitz, por lo que los alemanes debíamos ahora defendernos.

Después de que algunos de nuestros compañeros fueran transferidos a otras unidades, los jóvenes bachilleres de la quinta del 37 que quedamos en Vegesack habíamos mantenido una relación muy amistosa y estrecha hasta el comienzo de la guerra. Los que sobrevivimos a la guerra mantuvimos esa amistad. En aquella época –como todos los que hacíamos el servicio militar– fuimos ascendidos a cabos después de 12 meses y, después de otros seis, en el verano de 1939, a suboficiales (ya que teníamos el bachillerato) y “aspirantes a oficiales en la reserva”. Ninguno de los siete u ocho suboficiales era nazi: con excepción de uno, que más tarde murió en la guerra, todos rechazaban el sistema nacionalsocialista.

El estallido de la guerra

Aceptamos el estallido del conflicto como un acontecimiento natural. Sólo la campaña de Francia, más de medio año después, y la rápida derrota del país vecino, que nos había vencido hacía solamente 20 años, llevó a muchos de mis coetáneos a pensar si no habría algo bueno en las acciones del Führer. En el caso de muchos de los jóvenes soldados, sus conocimientos de Historia apenas eran suficientes para darse cuenta de que en 1918 no habían sido sólo los franceses quienes nos habían derrotado, sino que al final casi todo el mundo había luchado contra Alemania. Por el contrario, yo conocía bastante bien la historia y los prolegómenos de la Primera Guerra mundial; por eso suponía que se volvería a producir una coalición mundial contra Alemania. En Bremen, en casa de Liesel Scheel –a la que llamaba “tía”– dije que la guerra duraría cuatro años y que acabaríamos perdiéndola.

Entonces empezó para mí lo que podríamos llamar una división de la personalidad: mientras que, por un lado, rechazaba el nacionalsocialismo y pronosticaba un final negativo de la guerra, por otro no dudaba del deber de luchar por Alemania como soldado. Pero, al mismo tiempo, según indican mis notas del campo de prisioneros de guerra, tenían lugar “repetidos acercamientos a ideas nacionalsocialistas individuales”, las de la colectividad y el socialismo. El lema nacionalsocialista de que “el bien común tiene prioridad sobre el bien individual” tenía todo mi apoyo. No sabía que la fraternidad, el compañerismo o la solidaridad habían sido desarrollados como valores básicos mucho antes de que hubiera nazis y que éstos sólo los habían adoptado superficialmente.

Poco después del comienzo de la guerra pasé a ser sargento de la reserva. A principios de 1940 –junto con la mayoría de mis antiguos compañeros de instituto– fui nombrado alférez de reserva. Por lo demás, ninguno fuimos a una escuela de oficiales ni nada parecido; probablemente, según creo hoy, gracias a las valoraciones positivas de nuestro superior directo en tiempos de paz, el capitán Paul Ullrich. Dos años más tarde fui ascendido a teniente, aunque ya no de la reserva sino en activo. No deseaba hacerme oficial y había rechazado en repetidas ocasiones la carrera de oficial profesional, pero estaba de acuerdo con aquellos ascensos como reservista.

A partir de finales de agosto de 1939 tuvimos que defender Bremen contra los anunciados bombardeos ingleses, que por entonces eran bastante inofensivos. En 1940 me mandaron con la misma misión a la zona industrial de la Alta Silesia. En 1941 fui trasladado a Berlín, al alto mando de la Luftwaffe, para inspeccionar la artillería antiaérea y colaborar en la elaboración de instrucciones de tiro para cañones antiaéreos ligeros. Allí me encontré con mi antiguo jefe de batería, Ullrich, ascendido a comandante o teniente coronel y quien aparentemente había pedido mi traslado. Con dos excepciones relativamente breves, pertenecí hasta el final de la guerra a ese Estado Mayor, que más tarde se llamó “general del arma antiaérea” y “general de la instrucción antiaérea”, o a alguna de las escuelas de artillería antiaérea dependientes del mismo. En parte, me ocupé de la prueba de nuevas armas automáticas antiaéreas y los correspondientes aparatos y, en parte, de la elaboración de instrucciones de utilización y formación para los mismos o de la enseñanza de tiro.

En 1941 fui a París en un viaje de servicio como correo. La riqueza cultural de la ciudad me impresionó. Vi los paisajes urbanos que había pintado Maurice Utrillo y que sólo conocía por mis pequeñas postales. Vi el Sena, Sacré-Coeur, Notre-Dame y toda esa maravillosa metrópoli que se me quedó grabada como obra de arte por sus edificios. Pero por impresionante que fuera aquella vivencia cultural, todavía no provocó en mí conclusiones políticas para el futuro, puesto que en aquellos dos días no tuve contactos con franceses: mis conocimientos del idioma se limitaban a una docena escasa de palabras.

Poco después del ataque de Hitler contra la Unión Soviética, el 22 de junio de 1941, en la casa de Liesel Scheel en Bremen tuvo lugar una agria discusión con un compañero de estudios de mi padre, capitán de la reserva. Mencioné la campaña de Napoleón en dirección a Moscú y dije: “Esta guerra tendrá un final terrible; si tenemos suerte, después todos viviremos en barracones; si no, habitaremos en cuevas. El nuevo estilo arquitectónico alemán será el barroco”. Eso provocó un intenso enfrentamiento y el amigo de mi padre me acusó de derrotismo.

Resulta típico de la división de mi personalidad en aquella época que, por una parte, imaginara claramente el catastrófico final de la guerrra pero, por otra, me avergonzara de no poder mostrar –al contrario que la mayoría de los soldados que paseaban por Berlín– medallas al valor, ya que no había participado en ninguna campaña. Eso hizo que, descontento con la guerra burocrática sin honores de Berlín, solicitara ser transferido a una unidad de combate.

Pero antes, en julio de 1941, volví a reunirme con Loki en Berlín. Después de varios distanciamientos entre los dos, amoríos con otros y nuevos comienzos, aquella semana en común nos llevó a una unión definitiva. Comprendimos que ya no se trataba de una iniciación a la vida, sino que era nuestra vida real. Era posible que después no hubiera ninguna otra, que nuestra vida durase poco y no llegara una segunda oportunidad para unirnos. Desde entonces ha pasado más de medio siglo y la unión se ha mantenido. Nuestro encuentro en Berlín fue la época más feliz de mi vida hasta entonces; inmediatamente después fui transferido al frente ruso.

Mi nueva unidad era una sección antiaérea ligera de la Luftwaffe enmarcada en la primera división Panzer, situada a las puertas de Leningrado. Entonces se acentuó la división de mi personalidad. Estaba seguro de que perderíamos aquella guerra. Por la noche, cuando no podía dormir, por una u otra razón, reflexionaba sobre ello. Pero durante el día, todos –incluido yo– hacíamos lo que nos ordenaban. No hacía falta que nadie estuviera vigilándome: hacía lo que consideraba mi deber como soldado. Pero por la noche volvía a pensar: ojalá acabe pronto la guerra. Cuando el avance contra Leningrado se estancó, la división se retiró y fue llevada al norte de la sección central para avanzar contra Moscú a través de Kalinin, la antigua Tver. Nuestra división sufrió pérdidas elevadas y en nuestra batería probablemente casi nadie creía ya en la llamada “victoria final”. El 6 de diciembre de 1941, después de grandes pérdidas y del comienzo del invierno, con temperaturas de hasta 35 grados bajo cero, se inició nuestra retirada a través de Klin. Nuestros tanques y vehículos blindados habían desaparecido y nuestro antiaéreo autotransportado de dos centímetros, un vehículo mixto de cadenas, sirvió de sustituto. Parecía repetirse el destino de Napoleón en Rusia.

A la espera de un horrible final

Ya algunos meses antes, en otoño, habíamos experimentado un largo período en el que no se produjo ningún movimiento, lo que dio a la tropa no sólo oportunidad para descansar, sino también para reflexionar e intercambiar opiniones personales. Marco Aurelio, cuyas reflexiones siempre llevaba conmigo, volvió a desempeñar un papel importante para tranquilizar mi alma; me enseñó a permanecer sereno y a controlarme ante acontecimientos en los que no se puede influir porque están fuera de nuestro alcance. Al mismo tiempo, me parecía un modelo de cumplimiento del deber, precisamente en la guerra. También volví a leer –en una minúscula edición del “círculo de lectores de Munich”– la obra póstuma de Matthias Claudius de 1799, que lleva el título de A mi hijo Johannes. Siempre me gustó Claudius por su poema Abendlied. Durante la guerra siempre llevé conmigo su obra póstuma y la conservo hasta hoy. En aquella época había tres frases que me parecían especialmente importantes: “(…) obedece a las autoridades y deja que los demás discutan sobre ellas. Sé justo con todo el mundo, pero no des tu confianza fácilmente. No te inmiscuyas en las cosas ajenas, pero haz las tuyas con diligencia (…)”. Con un suboficial de mi sección, un estudiante de teología que se preparaba para ser párroco, mantuve dos largas conversaciones sobre la cuestión de la obediencia a las autoridades. Me explicó que la advertencia de Claudius se hacía eco de la epístola de san Pablo a los romanos, que citó de memoria: “Obedeced a las autoridades, porque toda autoridad es de Dios”. Así, aquel futuro pastor trataba de tranquilizarme diciendo que en el mundo nada podía suceder sin la voluntad de Dios.

Hasta mucho después de la guerra no entendí que el capítulo 13 de la epístola a los romanos y su traducción luterana no pueden ser entendidos como un deber absoluto de obediencia a cualquier autoridad humana. Mucho más tarde conocí, a través de Gustav Heinemann, la tesis del sínodo de Barm de 1934, según la cual no sólo los gobernantes sino también los gobernados tienen responsabilidades; tesis que en 1934 era otra forma de expresar el principio democrático. Tres lustros después de la guerra mantuve un debate público con el obispo regional de Hamburgo, Witte; él era un viejo pastor de pelo blanco, yo era un joven político. Discutimos sobre “Romanos 13” y el obispo Witte dijo: “Señor senador, usted es mi autoridad”. Yo lo discutí enérgicamente. Para entonces había comprendido que un cargo estatal no puede significar en sí una autoridad deseada por Dios y que en cualquier caso la autoridad estatal no puede ser un valor absoluto; la palabra “autoridad” ya me resultaba desagradable. Pero eso fue en 1962, más de 20 años después de la lectura de la obra póstuma de Matthias Claudius.

En 1941, en Rusia, aprendí a confiar internamente en Dios. Así seguí haciéndolo durante el resto de los años de guerra, cada vez peores, siempre que tenía miedo. Naturalmente, eso ocurría con frecuencia. Cuando en aquella época leí Das einfache Leben (“La vida sencilla”) de Ernst Wiechert, me pareció modélica esa forma de existencia humana.

En diciembre de 1941, un acontecimiento me conmocionó profundamente. Cuando mi comandante nos anunció que Hitler era comandante en jefe de las fuerzas armadas y el general Von Brauschitz había pasado a la reserva, pensé que Hitler debía tener delirios de grandeza. Me parecía inimaginable que se atreviera a situarse a la cabeza del ejército, una idea ingenua pero que resultó correcta. Por lo que supe, en nuestra unidad no hubo reacciones.

Al llegar a este punto quiero hablar de un hecho que, probablemente, resulta difícil de imaginar para las generaciones posteriores y que a Leonid Bréznev, cuando se lo conté una vez, también le costó creer: entre todos los militares que había conocido hasta entonces, no había habido ninguno que se presentara como nazi, especialmente ningún superior. Tampoco después, durante toda mi época militar hasta ser hecho prisionero de guerra en 1945, encontré a un solo nazi que se presentara abiertamente como tal. Por lo que yo podía ver, mis superiores militares se creían obligados a cumplir con su deber patriótico, igual que sus padres en la Primera Guerra mundial y sus antepasados en la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Lo mismo pensaba yo. Creo que la gran mayoría de nuestras quintas se consideraban “miembros del ejército alemán” y no luchadores por el nacionalsocialismo; sin embargo, hubo unidades –sobre todo en las fuerzas militares de las SS, pero también en el ejército de tierra, la marina y el ejército del aire– en los que nazis convencidos ejercían influencia política y adoctrinamiento ideológico como “oficiales de mando nacionalsocialistas” o superiores militares, descendiendo incluso hasta las compañías individuales. Mi hermano, que pertenecía a la clase de tropa, vivió muchas veces este tipo de situaciones.

En la guerra tuve mucha suerte en general. En 1942 fui transferido desde el frente ruso, primero a Bonn y luego otra vez a Berlín, para colaborar en la preparación de instrucciones de uso y de tiro para antiaéreos ligeros. Pero ahora cumplía mis tareas con la seguridad de un terrible final de la guerra y esa seguridad contribuyó a que, en enero de 1942, Loki y yo decidiéramos casarnos. Habíamos abandonado la esperanza de que nuestra vida real empezaría cuando terminara la guerra.

Pero en aquel momento sucedió algo que yo no había previsto: “Necesita usted un permiso de matrimonio”. Me asusté: creí que esa norma sólo se aplicaba a los oficiales en activo. Yo estaba en un hospital de Bonn, donde estaba siendo tratado de un reuma que había contraído en Rusia. Entonces el comandante me mandó llamar y dijo: “¿Quiere usted casarse?”.“Sí, mi teniente coronel”. “Pues encárguese de que su prometida venga a visitarnos a mi esposa y a mí”.

Entonces Loki trabajaba en Hamburgo como profesora, con lo que en plena guerra tuvo que trasladarse a Bonn durante sus vacaciones de Semana Santa para presentarse. En la actualidad parece grotesco y a mí ya me resultó cómico en su día. Pero lo que no fue cómico sino preocupante fue que el ayudante me comunicó de forma totalmente inesperada que, para obtener el permiso de matrimonio, debía presentar mi certificado de raza aria. Fue la primera vez –la única, por otra parte– que se me planteó ese problema de forma concreta. De pronto amenazaba con venirse abajo la seguridad que me había proporcionado la pertenencia al arma antiaérea de la Luftwaffe y a su cuerpo de oficiales.

Mi padre y yo mantuvimos por primera vez una conversación sobre nuestros antepasados. Me enseñó un certificado que había obtenido en el archivo de la ciudad de Hamburgo que afirmaba que él había nacido en tal fecha de tal madre y al lado ponía: “Padre desconocido”. Llevé ese certificado a Bonn, sin estar seguro de si lo aceptarían y con bastantes temores.

Pero a mi comandante, Andersen, la certificación de mi origen no le interesaba; lo que quería era conocer a mi prometida y comprobar si era acorde con mi clase. Aparentemente, Loki causó una impresión aceptable al matrimonio Andersen, puesto que obtuve el permiso de matrimonio y una certificación –con el sello oficial y la firma del teniente coronel Andersen– de que había presentado mi certificado de raza aria en su departamento. Ese documento me pareció muy valioso, también para mi padre y mi hermano.

Ese mismo año nos casamos por la Iglesia. Mi amigo de juventud Kurt Philipp recuerda que nuestra boda le pareció una especie de toma de posición. Pero nosotros no teníamos ninguna intención semejante, sino que sólo pensábamos en nuestra propia vinculación a la Iglesia. Estábamos convencidos de que Alemania se vendría abajo dejando tras de sí un completo caos; no sólo las ruinas de nuestras ciudades, sino también un marasmo moral. Hasta entonces, tampoco habíamos estado muy vinculados con la Iglesia; Loki ni siquiera era miembro, no había sido bautizada y tuvo que recibir clases en Hamburgo de un pastor de edad avanzada para poder así bautizarse. Poco después, un pastor al que ella conocía nos casó en un pueblo junto al valle del Hamme, al norte de Bremen. Pensábamos que después del hundimiento moral de nuestro país, la Iglesia sería la única fuerza en torno a la cual se podría volver a construir una sociedad decente. Pero si Hitler acaba por ganar la guerra –decíamos– enviarán a la gente como nosotros de profesores de alemán a Tromso, en el norte de Noruega, o en el peor de los casos a Siberia.

Aquel mismo año, en 1942, me sucedió algo que me atormentó durante mucho tiempo. Como he contado, entre mis amigos de Fischerhude figuraba Cato Bontjes van Beek, algunos años más joven que yo. En aquel momento ella vivía también en Berlín. Casualmente nos encontramos allí en 1942 y Cato me invitó una noche a una fiesta privada. Se habían reunido 30 o 40 personas en una gran vivienda de la Bismarckstrasse que pertenecía a su tío Hans Schultze-Ritter. Se habló con la más absoluta libertad sobre toda clase de cuestiones y también sobre los nazis. Thomas von Randow, que posteriormente se convirtió en yerno de los Schultze-Ritter, recordó en 1991 aquella fiesta: “Sólo conocía a algunos de los invitados, ya que todos podían llevar a sus amigos (…) La presencia de Helmut Schmidt dio pie a una discusión ¿un antinazi podía ser oficial? Las bajas en el cuerpo de oficiales eran extremadamente altas. Esa fue precisamente la base de la que partió Helmut Schmidt para su apasionada defensa: (…) debido al mayor riesgo de un oficial, alguien que no quisiera serlo se haría sospechoso de huir del peligro. Y él no quería parecer un cobarde. Hubo mucho desacuerdo con ese argumento, pero Hans Schultze-Ritter, ecuánime, nos dejó clara su validez: durante la Primera Guerra mundial, él mismo, al que le resultaba odioso todo lo militar, ascendió hasta llegar a ser capitán por motivos similares”.

Yo no recuerdo esa discusión. Pero sí me acuerdo, de forma tremendamente vívida, del clima de los debates de aquella noche, mortalmente peligrosos y sin ninguna clase de reserva. Los nazis y el Tercer Reich fueron objeto de repulsa, burla y desprecio. Apenas conocía a nadie y nadie me conocía a mí; me dio la impresión de que muchos de los presentes tampoco se conocían (hasta después de la guerra no me enteré de que la realidad era diferente). Eso era tremendamente irreflexivo, porque entonces en Berlín uno no podía sentirse a salvo de posibles denuncias, por lo que, en vista del debate sin reservas, pensé, asustado: esta gente se está jugando la vida. Por eso no volví a acudir a aquella casa.

Realmente estaban arriesgando su vida. Cato Bontjes Van Beek fue detenida en el otoño de 1942 y posteriormente condenada a muerte por complicidad en la preparación de alta traición (había repartido octavillas): el 5 de agosto de 1943 fue ejecutada en la prisión berlinesa de Plötzensee. Pero después de aquella fiesta del verano de 1942 me avergoncé de mí mismo por no haber intentado ponerme de nuevo en contacto con Cato para advertirla por su irresponsabilidad. Hoy sé que entonces ya llevaba algún tiempo colaborando con personas de la resistencia, cercanas a Harro Schulze-Boysen. Así que mi advertencia habría llegado demasiado tarde y por lo que yo sabía de ella, seguramente tampoco la habría aceptado. Pero eso no borra la vergüenza que volví a sentir, recientemente, cuando Lew Kopelew honró a Cato Bontjes Van Beek con ocasión del 70 aniversario de su nacimiento.

El bombardeo de Hamburgo

En julio de 1943, la mitad de Hamburgo quedó destruida en un terrible bombardeo y decenas de miles de personas murieron en una semana. Mi familia y la de Loki tuvieron relativamente buena suerte: casi todos nuestros parientes más próximos sobrevivieron, aunque murieron la hermana de mi suegro y su marido. La casa de Barmbek donde Loki y yo teníamos un piso alquilado ardió, igual que los bloques de viviendas donde vivían mis padres, en Eilbek y los de Loki, en Horn; lo mismo les sucedió a los suegros de mi hermano en Uhlenhorst y a los Koch en Mundsburger Damm. De pronto, todos quedamos en la pobreza, perdimos todo. Un capitán en activo nos dejó una pequeña habitación en el piso de su familia y más tarde encontramos dos habitaciones en el cuartel Schnitter de Schmetzdorf.

Había comenzado una vida sencilla. Por la noche cantábamos a veces alrededor del piano, en casa del médico Willy Arnold, con su círculo de amistades. Cuando en junio de 1944 tuvimos un hijo, los Arnold nos ayudaron mucho. Al contrario que en Berlín, en el cuartel de Bernau apenas había que temer una denuncia; si alguna vez había algún posible nazi, lo sabíamos de antemano. Lo mismo ocurría en mi lugar de trabajo. Dos décadas más tarde pudimos devolver el favor: acogimos en nuestra casa de Hamburgo a la hija mayor de los Arnold, que no podía estudiar en la República Democrática Alemana (RDA) debido a una minusvalía física y posteriormente pudimos ayudar a los Arnold en su huida de la RDA y responder a su hospitalidad en Hamburgo. Aparte del círculo de los Arnold, en Bernau no mantuve ningún contacto con civiles; no así Loki, que trabajaba como profesora.
En Bernau viví de lejos, sólo a través de la radio, el atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944. Muy ingenuamente, al principio lo consideré una acción individual chapucera. Pensé: “Si uno empieza algo así, tiene que asegurarse de que funcione”.

El ambiente en el cuartel de Bernau era de abatimiento. Mi superior directo, el comandante Friedrich Georgi, fue inmediatamente detenido; era el yerno del general Olbricht, a quien mataron, pero Georgi consiguió engañarles en todos los interrogatorios y después de la guerra pasó a dirigir la editorial Parey. Yo apreciaba mucho a Georgi, pero no sabía nada de su conexión con los hombres del 20 de julio ni de su participación en la preparación del atentado. Lo que sí sabía era que le disgustaban tanto los nazis como al resto de los oficiales de la plana mayor que dirigía, igual que nuestro general, Heino von Rantzau y yo, el oficial más joven de la unidad.

Algunas semanas más tarde me enviaron como oyente a uno de los procesos ante la Corte Popular de Justicia, supongo que para intimidarme. Seguramente fue organizado por algún departamento político, porque varios oficiales de nuestra plana mayor fueron enviados como oyentes a distintas sesiones. Mucho después de la guerra escuché al profesor Siegfried Schönherr, que había sido mi jefe de grupo y vecino de despacho en Berlín, expresar la sospecha de que en aquella acción de intimidación había desempeñado un papel importante el oficial de mando nacionalsocialista de nuestra plana mayor, un oficial ya viejo de la reserva, del que todos desconfiábamos. El motivo de su iniciativa –si es que fue suya– podría haber sido el hecho de que fuéramos colaboradores de Georgi. Por lo demás, el doctor Goebbels, en una conversación que mantuvo en la torre antiaérea del zoológico de Berlín a finales de verano de 1944 con el coronel Fischer (que hasta marzo de 1944 había sido jefe de la plana mayor en Bernau), le ordenó personalmente participar en una de las sesiones “(…) para que sepa usted la suerte que corren los traidores. He ordenado que envíen a las sesiones de la Corte Popular de Justicia a los militares de todas las graduaciones cuya actitud nacionalsocialista exija una mejora (…)” (así me lo transmitió por carta el general de brigada retirado Kurt Fischer).

Schönherr escribió en 1978: “La terrible experiencia de aquel día se grabó en mi memoria de forma indeleble”. Comparto la frase totalmente porque aquella sesión del juicio que viví a principios de septiembre de 1944 fue horrible e intimidatoria. El indigno presidente del tribunal, Roland Freisler, que ofendía continuamente, de forma vulgar y chabacana a los acusados, parecía salido del infierno de Dante. Se trataba del proceso contra Leuschner, Goerdeler, Von Hassel y Wirmer. Von Hassell y Wirmer, sobre todo, me causaron una excelente impresión. Se mantuvieron con entereza y conservaron su dignidad.

Después de la guerra, le transmití mis impresiones en una carta a la viuda de Von Hassel. Tras su muerte en 1987, su hijo Johann la encontró entre sus papeles y me devolvió una copia de la misma. Con fecha de 2 de junio de 1946 –con el recuerdo todavía fresco– escribí: “El proceso estaba exclusivamente destinado a la degradación humana y la destrucción espiritual. Los vocales –el general, el funcionario, el obrero o lo que fuera toda esa gente– eran puro decorado; no les vi abrir la boca. El abogado defensor tampoco era más que un ayudante teatral. Porque todo el juicio no era más que una puesta en escena de Freisler, que unía la inteligencia y la elocuencia demagógica de Goebbels a la jerga del populacho. El juicio era una burla a todas las normas procesales; no había testigos; estaba claro que los defensores de oficio habían sido designados la noche antes; los acusados apenas podían acabar una frase sin ser interrumpidos; sólo se trataba lo que encajaba con el plan de Freisler: todo era tan opresivo que no conseguí volver allí el segundo día. Posteriormente dije en una conversación con mis compañeros que podría matar a Freisler con satisfacción y sin ningún remordimiento”.

Todo aquello hacía que la imagen de la personalidad de los acusados tuviera que resultar especialmente clara a los presentes a través de sus palabras y su actitud. No cabe duda de que sería signo de la máxima disciplina si conseguían mantener su dignidad y el dominio de sí mismos. El embajador todavía pudo explicar que en su día (1933 o 1934) permaneció en el cargo por voluntad de Hitler, creyendo que podría servir a la causa alemana, aunque le había expresado claramente su rechazo del nacionalsocialismo. Pero pronto ya no pudo decir lo que consideraba importante para su defensa, porque Freisler, que deseaba evitar ante los oyentes, las camáras y los micrófonos, cualquier matiz que pudiera interpretarse o considerarse como positivo para los acusados, le interrumpía continuamente de la forma más hiriente, ante lo que su esposo prefirió callar y soportar todos los insultos y acusaciones, con un inaudito dominio de sí mismo. Siguió el juicio con la mirada apartada y el rostro rígido, en el que podía leerse el desprecio por ese tribunal, y dio las respuestas que le pidieron en la forma más breve posible, sin mirar a Freisler. Creo que incluso los jefes de las SS presentes entre el público se dieron cuenta de quién era el auténtico vencedor del juicio.

Aunque a los oyentes nos habían prohibido hablar del proceso bajo la amenaza de graves penas, a la mañana siguiente informé de la experiencia, conmocionado y nervioso, al que era mi jefe en aquellos momentos, el teniente general Von Rantzau. Me enteré por él de que otros oficiales de nuestra unidad, enviados anteriormente como oyentes a los procesos contra el mariscal de campo Von Witzleben, el general Fellgiebel, entre otros, le habían expresado de forma similar su indignación y repulsa y de que él mismo compartía nuestra condena y nuestros sentimientos.

“Comprenderá, estimada señora, que el conflicto entre la visión del final hacia el que nos encaminábamos y la idea del cumplimiento militar del deber hacia la patria, para el que nos habían educado de forma imperativa, se hizo insoportable a partir de ese momento, sobre todo entre nosotros, los oficiales jóvenes (…)”.

Casi un cuarto de siglo después de esa carta –entonces yo era ministro de Defensa– también pude informar, oralmente, al entonces director ministerial, Ernst Wirmer, sobre los hechos y, ante todo, sobre el comportamiento varonil de su hermano Josef Wirmer en el mismo proceso.

A las cinco de la tarde, la sesión de la Corte Popular de Justicia se aplazó hasta el día siguiente. Acudí a Bernau a ver a mi comandante Von Rantzau y le rogué que me eximiera de la orden de volver al día siguiente a la Corte Popular de Justicia. Rantzau me saludó diciendo (yo aún no había abierto la boca): “¿Qué, Schmidt, qué han vuelto a organizar los camisas pardas?”. El era general y yo no era más que un joven teniente; pero ese tono familiar era el que se empleaba entre los oficiales de aquella unidad para hablar de los nazis. Rantzau me autorizó a no volver al juicio.

En aquel momento, en otoño de 1944, no sabía que se estaba exterminando a los judíos, aunque hoy es conocido que el exterminio en masa, organizado y planificado, ya había empezado antes de la tristemente famosa conferencia de Wannsee del año 1942. Por el contrario, había oído mencionar una vez en Rusia, durante el medio año que pasé en la primera división Panzer, aquella “orden de los comisarios” según la cual los comisarios políticos del Ejército Rojo que cayeran prisioneros debían ser fusilados: sin embargo, no se me comunicó oficialmente esa orden. Mientras estuve en ella, nuestra división no pudo hacer prisioneros; avanzábamos con grupos de combate motorizados, retrocedíamos y volvíamos a avanzar. Teníamos bajas y vi muchos alemanes muertos y también muchos rusos; en cambio, sólo vi prisioneros una vez y de lejos, en la retaguardia, en un tren de mercancías. Así que nunca nos vimos en la necesidad de tener que cumplir la orden de asesinar a los comisarios políticos. Creo que en ese caso ni habríamos cumplido la orden ni nos habríamos negado a hacerlo, sino que habríamos evitado la comprobación de que el prisionero de guerra en cuestión era un comisario. Seguramente fue en aquella época cuando recibí por correo en Schmetzdorf una carta manuscrita de Hilde Ahlgrimm, a la que no conocíamos ni Loki ni yo. Me comunicaba que Erna Stahl, que había sido nuestra profesora de Literatura, había sido detenida y me pedía que interviniese en favor de su puesta en libertad. A Loki y a mí nos conmocionó la detención de Erna Stahl; sin embargo, la carta parecía una ingenuidad o una provocación camuflada. Mandarla por correo tendía a indicar ingenuidad, igual que la esperanza de que un insignificante oficial de guerra de la Luftwaffe pudiera ayudar a alguien detenido por motivos políticos y por añadidura a solicitud de una persona desconocida para él. ¿Pero acaso no podía ser todo un método refinado de la Gestapo para ponerme a prueba? ¿Habrían escrito también cartas similares a otros conocidos de Erna Stahl para descubrir una posible red de contactos? ¿Podía ser yo mismo sospechoso?

Después de mucha reflexión, escribí a la remitente una carta cortés pero negativa; no hice ninguna otra cosa. Al mismo tiempo experimenté un sentimiento de vergüenza, similar al que sentí en relación con Cato Bontjes van Beek. Después de la guerra averigüé que la señora Stahl y la señora Ahlgrimm eran realmente amigas y cuando después de 1945 volví a ver a Erna Stahl en Hamburgo, donde dirigía un colegio, opinó que “yo había estado en el otro bando”. Desde luego, eso no era cierto; pero no pude hablar de la carta de Ahlgrimm ni explicar a la señora Stahl que no podría haberla ayudado en ningún caso. Sin embargo, sí me ha quedado un resto de vergüenza. En cambio, Loki, que después de la guerra conoció a la señora Ahlgrimm y habló con ella sobre los hechos, no comparte ese sentimiento; afirma que la señora Ahlgrimm comprendió, posteriormente, la inutilidad de un intento por mi parte, así como el peligro adicional que podría haber conllevado.

A finales de 1944 me resultaba cada vez más difícil soportar mi división interior, ese desdoblamiento de personalidad: por una parte, cumplíamos nuestro deber como militares y, por otra, sabíamos que en último término sólo aplazaba la inevitable derrota y el final del régimen nacionalsocialista. Algunas semanas después de la experiencia de la Corte Popular de Justicia volví a hablar en exceso, en un campo de tiro antiaéreo en Rerik, junto al Báltico, y dejé caer un par de observaciones negativas sobre Hermann Göring y “los camisas pardas”, del estilo de las que había oído a mi general, lo que llevó a una denuncia por “actos contra la moral de combate”, que acabó llegando al oficial de mando nacionalsocialista de la plana mayor a la que estábamos subordinados, un teniente de la reserva que fue el único nazi declarado que encontré en las fuerzas armadas.

Pero los dos coroneles del Estado Mayor de mi unidad y de la de Bernau a la que estaba subordinada se ocuparon de que no llegara a ser sometido a una investigación o consejo de guerra. Me transfirieron desde Berlín a una unidad de antiaéreos ligeros en el frente. No me debían nada: ni era noble, como mis generales, ni pertenecía a uno de los muchos grupos de oficiales profesionales de un regimiento determinado o de una promoción de la escuela de oficiales; tal vez era simplemente alguien que les caía bien. Estos superiores, como buenos compañeros mayores, evitaron que se pusiera en marcha un consejo de guerra contra mí. Como me dijo uno de ellos, ante la acusación de “actos contra la moral de combate” sólo había dos posibilidades extremas: o la libre absolución o la pena de muerte. Por eso, el jefe de la plana mayor me dijo: “Tiene que desaparecer de aquí. Irá al frente occidental”. Así, en el invierno de 1944-1945 me vi envuelto en la retirada de la ofensiva de las Ardenas, que los estadounidenses llamaron Battle of the Bulge. Allí me trasladaron varias veces y hasta marzo de 1945 combatí en diferentes unidades.

Las cartas del correo de campaña se perdían entonces con frecuencia, por lo que se numeraban los envíos para saber si se había perdido alguno. Al final me llegó de Bernau la carta número 13 o 17 –recuerdo que era un número impar de dos cifras– de Loki, de la que deduje que nuestro hijo había muerto hacía ya algún tiempo. Esta noticia me causó una gran tristeza. Me presenté ante el que era mi comandante en aquel momento, que me dijo: “Le extenderé un permiso por tres semanas; pero no es eso lo que pretendo. Prométame que volverá en cuanto haya visto a su mujer”. Eso se llamaba “permiso bajo palabra”. Inmediatamente partí hacia Hamburgo, donde suponía que estaba Loki, como así fue. Había vuelto allí desde Bernau, donde ya se podía oír la artillería rusa.

Pero yo quería visitar a toda costa la tumba de mi hijo en Schönow, un lugar cercano a Schmetzdorf. Por eso, Loki y yo fuimos a ver al general Von Rantzau, que entre tanto había pasado a ser comandante de la región aérea de Hamburgo y le pregunté: “Mi general, ¿no podría conseguir que pudiéramos ir a Bernau?”. A Rantzau se le ocurrió la idea de movilizar ficticiamente a Loki como ayudante de antiaéreo y darnos a ambos una orden de marcha oficial a Bernau, para que pudiéramos visitar la tumba del niño. Al lado estaba su ayudante, Rantzau le preguntó: “¿Qué cuesta eso?” “Si se sabe, le decapitarán, mi general”. “Bien, entonces lo haremos así”, dijo Rantzau y nos puso en camino. Después de diversas aventuras fuimos a Bernau, visitamos la tumba y volvimos al día siguiente a Hamburgo. Dos días después volví al frente occidental en la región de Eifel.
Cuento estas anécdotas porque durante mi época en las fuerzas armadas tuve buenas experiencias humanas, mucho mejores de las que podría imaginar en la actualidad una persona más joven. Me encontré con personas honradas y viví la camaradería; no obstante, también me encontré con personas con debilidades excesivamente humanas.

Cuando volví a presentarme a mi comandante en la región de Eifel, todo el mundo sentía que el fin de la guerra estaba próximo. Le dije: “Mi comandante, sería mucho más razonable que lanzáramos todas las fuerzas hacia el Este para contener a los rusos y en cambio dejáramos entrar aquí en el Oeste a los norteamericanos todo lo que quieran”. Su respuesta fue: “No he oído nada, eso se borrará ahora mismo de mi memoria”. Sólo nos conocíamos superficialmente, pero aquel oficial no podía ser un nazi, porque no presentó ninguna denuncia contra mí.

Todavía derribamos algunos de los aviones estadounidenses Jabo que volaban bajo y que a su vez nos causaron fuertes pérdidas en Luxemburgo y después en la actual Renania-Palatinado. Algunas semanas después llegó el cautiverio británico en Bélgica. Mi barracón en Yabbecke era un campo sólo para oficiales. Los ingleses no estaban preparados para mantener a muchos prisioneros de guerra y lo único que pudieron improvisar fueron las letrinas, aunque desgraciadamente no había papel. Esa deficiencia les resultaba muy embarazosa a los ingleses. Pero para nosotros, lo peor, con diferencia, era que apenas teníamos nada de comida. Pasábamos hambre; un día, al levantarme por la mañana, me caí al suelo de debilidad. A algunos de los oficiales les empezaron a abandonar las buenas maneras. Cómo sólo daban un pan blanco cada dos días, que había que cortar en cuatro partes –cada uno recibía un cuarto del tamaño aproximado de un panecillo de Ham­burgo– algunos hombres adultos construyeron balanzas para que nadie obtuviera más que otro. Una parte de los generales perdió las formas: era deprimente.

Los soldados alemanes prisioneros establecieron cursillos y ciclos de conferencias y así sucedió en nuestro campo. Conocí a un teniente coronel de la reserva ya mayor, poseedor de una alta condecoración militar: el profesor Hans Bohnenkamp, brillante pedagogo y socialista religioso. Tenía un compañero de igual graduación, también reservista y con la misma condecoración. Los dos tenientes coroneles y yo dimos una serie de tres conferencias. Yo hablé de aquel juicio presidido por Roland Freisler y el segundo teniente coronel habló de una horrible, indigna y al mismo tiempo cruel ejecución de algunos miembros de la resistencia en Plötzensee, a la que había asistido personalmente o que había visto en una filmación. La tercera conferencia corrió a cargo de Hans Bohnenkamp; se trataba de una amplia valoración general, moral y política del Tercer Reich y dio título al ciclo de conferencias: “Un pueblo engañado”.

Las conferencias llevaron a una división en el campo. Una parte de los jóvenes oficiales nos hizo el vacío porque, según ellos, habíamos “ensuciado nuestro propio nido”. La mayoría no tomó posición. Cuando los ingleses se enteraron, nos liberaron a nosotros tres y a algunos pocos más; los otros no quedaron libres hasta mucho después, tras haber sido trasladados antes a Francia.

Cuando, a finales de abril de 1945, llegué al campo de prisioneros de guerra todavía no tenía una concepción de lo que puede y debe ser la democracia. Hans Bohnenkamp fue quien sentó las bases de mi educación para la democracia. Me dio las primeras ideas básicas positivas, el Estado de Derecho y el socialismo. Después, hacerme socialdemócrata resultó casi inevitable, ser demócrata por la necesidad de libertad personal experimentada en el Tercer Reich y ser social por la necesidad que había sentido de camaradería, solidaridad o fraternidad. Para mí eran sinónimos, distintos nombres de un mismo principio. No hubo necesidad de hacerme abandonar la ideología nazi, porque nunca la había aceptado.

Tuve mucha suerte: a finales de verano pude reunirme con mi esposa. Incluso habíamos conservado nuestro hogar. Nuestra actitud básica, que eclipsaba todo lo demás, era: “Gracias a Dios ha terminado todo”. Era la liberación de una pesadilla.