Los 20.000 esclavos de Carlos III

Carlos III comiendo ante su corte (Luis Paret y Alcázar, 1775). WIKIMEDIA COMMONS / MUSEO DEL PRADO

Autor: JOSÉ MIGUEL LÓPEZ GARCÍA

Fuente: elpais.com 2020/07/25

Al concluir la Guerra de los Siete Años en 1763, los ministros de Carlos III decidieron impulsar el desarrollo de la esclavitud dentro del Imperio español. Para tal fin, nada mejor que fomentar en el Caribe plantaciones azucareras similares a las que ya habían creado los franceses y británicos. Esto implicaba auspiciar la creación de compañías nacionales de traficantes de esclavos, cuyos barcos desplazaran a los de otras potencias dedicadas al comercio de las valiosas piezas de indias; y proceder a la reducción de los aranceles que lo gravaban, hasta lograr el libre comercio de esclavos en 1789.

La expansión de la trata negrera corrió pareja a otro hecho de singular relevancia: el soberano se convirtió en el mayor propietario de mano de obra cautiva de la Monarquía hispánica.

La mitad de sus 20.000 esclavos estaban alojados en Cuba construyendo fortificaciones en La Habana o prestando sus servicios en la mina del Cobre en Santiago de Cuba. Otros 8.500 trabajaban en haciendas azucareras y ganaderas diseminadas por Colombia, Perú, Ecuador y Chile. Los 1.500 restantes estaban alojados en la península Ibérica, en los arsenales de la Armada, especialmente en Cartagena, o realizaban obras públicas en las inmediaciones de la Corte, como los 300 esclavos argelinos que desmontaron la subida al Alto del León en el puerto de Guadarrama.

Carlos VII, rey de Nápoles (futuro Carlos III de España), por Giovanni Maria delle Piane, 1737.
Carlos VII, rey de Nápoles (futuro Carlos III de España), por Giovanni Maria delle Piane, 1737. WIKIMEDIA COMMONS / MUSEO DEL PRADO

6.000 esclavos ‘madrileños’

El apogeo de la esclavitud tenía por fuerza que hacerse sentir en el centro neurálgico del Imperio español: al despuntar la década de 1760 había en Madrid unos 6.000 esclavos, que por entonces equivalían al 4% de su población total: su presencia cotidiana en las calles y plazas confería a la capital un aspecto de ciudad multiétnica.

Aviso de la venta de un negro de 20 años junto a un coche nuevo y un par de mulas publicado el 19 de octubre de 1765 en el 'Diario Noticioso de Madrid nº 1524'.
Aviso de la venta de un negro de 20 años junto a un coche nuevo y un par de mulas publicado el 19 de octubre de 1765 en el ‘Diario Noticioso de Madrid nº 1524’. BNE – HEMEROTECA DIGITAL

La mayoría formaba parte del servicio doméstico de los complejos palaciegos de la realeza y de las residencias pertenecientes a la aristocracia, el clero y otras fracciones de la clase dominante, dueñas por excelencia de las consideradas por entonces mercancías, cuyo disfrute también les confería reconocimiento social.

Junto a las múltiples actividades laborales desempeñadas en las casas de sus amos, otro grupo más reducido trabajaba en talleres artesanales, mientras que unos pocos cultivaban con éxito las bellas artes. Es el caso del miembro de la Casa de los Negros del Palacio Nuevo (Palacio Real) Antonio Carlos de Borbón, arquitecto de obras reales y autor de la fábrica de Porcelanas del Buen Retiro, o de su hermano Joseph Carlos de Borbón, pintor de Cámara, 10 de cuyas obras forman parte de la colección del Museo del Prado. Pero incluso estos “privilegiados” fámulos, que después de ser liberados llevaban el nombre y el apellido de su amo, acabaron muriendo en la más absoluta miseria.

Resistencia y rechazo

A finales del reinado de Carlos III, el esclavizado madrileño es un varón negro que tiene menos de 25 años. A diferencia de la centuria precedente, ya no es un «moro de presa«, esto es, un magrebí o un súbdito del Imperio otomano que ha sido capturado en una campaña militar, sino un negro de nación oriundo de las costas del África occidental y, cada vez con más frecuencia, de las colonias hispanoamericanas.

Dicho cambio en el fenotipo, y el consecuente alejamiento de las fuentes de aprovisionamiento de la mano de obra cautiva, hará que su precio en el mercado de esclavos madrileño sea a finales del siglo XVIII cuatro veces más alto que al despuntar la centuria. No obstante, las causas del declive de la esclavitud que por entonces se observa no fueron solo, ni principalmente, económicas, sino que tienen unas raíces sociales más profundas.

Porque, al carecer de los derechos sociales más elementales, estar marcado con un hierro en el rostro y sufrir duros castigos corporales, el esclavizado madrileño ansiaba, lógicamente, la libertad, de ahí que protagonizase numerosos actos de resistencia individual. Para disciplinar a estos rebeldes incorregibles y capturar a los cimarrones, los amos necesitarán del auxilio de las instituciones judiciales, policiales y militares del Estado absolutista, de manera que cuando este comience a quebrar, arrastrará en su caída a esa modalidad de trabajo embridado.

Paisaje con ruinas y figuras pintado por Joseph Carlos de Borbón.
Paisaje con ruinas y figuras pintado por Joseph Carlos de Borbón. WIKIMEDIA COMMONS / MUSEO DEL PRADO

Una muerte anunciada

Finalmente, tampoco podemos pasar por alto el rechazo que esta institución brutal y lucrativa provocó entre las clases populares de la metrópoli, de suerte que sus miembros no dudarán en ayudar a los esclavos en apuros o incluso procederán a linchar a algún amo que maltrataba a su negro en la vía pública en 1808.

Desde esta perspectiva, el decreto de las Cortes españolas que en 1837 abolió la esclavitud legal en la península Ibérica solo puso el punto y final a la crónica de una muerte anunciada.


El presente artículo constituye un resumen de una parte de la obra ‘La esclavitud a finales del Antiguo Régimen. Madrid, 1701-1837. De moros de presa a negros de nación’. Madrid: Alianza Editorial, 2020, en la cual el curioso lector podrá encontrar todas las referencias bibliográficas y archivísticas.


José Miguel López García es profesor titular del Departamento de Historia Moderna y Coordinador del Equipo Madrid de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Madrid.

Memoria Histórica: 1808. Así vendieron España a Napoleón los Borbones

Autor: Julio Merino

Fuente: elcorreodeespana.com 25/07/2020

Por seis millones de francos anuales y dos castillos en Francia) Napoleón: “No se puede comprar un Imperio por menos”

La familia de Carlos IV de Goya

Me contaba mi viejo amigo Federico Carlos Sainz de Robles, el máximo conocedor de la obra de Galdós, que Don Benito se murió sin poder llevar a cabo el más grande de sus sueños literarios: escribir una obra de teatro sobre los Borbones, en la que pudiera sintetizar lo que fue la “Familia Borbón española”, desde Felipe V a Don Alfonso XIII… y que no había podido ni empezar , aunque los había estudiado a fondo e incluso lo había hablado con la Reina Isabel II en París, porque no sabía en qué género desarrollarla, si como comedia, como drama, como tragedia, como zarzuela, como vodevil, o como el grandioso “Parsifal” de Wagner, un compendio de bondades y miserias, de envidias y celos de traiciones y corrupciones y hasta de erotismo o pornografía… Y que al final había llegado a una conclusión, como le confesó a su amada Doña Emilia (se refería a la Condesa de Pardo Bazán): “Amor, me rindo, tengo que abandonar mi sueño de hacer la vida de los Borbones… para mi es imposible, esto solo lo podría hacer el loco de Valle-Inclán, ya que si existe un esperpento en el mundo ese es el de los Borbones españoles. ¡Un rotundo esperpento!”.

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Hace muchos años escribí una serie de relatos sobre los Borbones españoles. Hoy me complace reproducir el que le dediqué a Carlos IV y Fernando VII cuando la vergüenza de Bayona y la entrega de la Corona de los Reinos de España a Napoleón. En síntesis los “hechos” que llevaron a la sublevación del “2 de mayo” fueron estos:

  • Entre el 19 y 23 de marzo de 1808 se produjo el “Motín de Aranjuez”, que provocaron y pagaron en oro los nobles serviles al Príncipe de Asturias y en el que Godoy, Príncipe de la Paz, Grande de España y Primer Ministro, fue derrocado, apaleado y hecho prisionero.
  • Ante esta situación de fuerza el Rey Carlos IV abdica en su hijo: “Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del gobierno de mis reinos y me sea preciso para reparar mi salud gozar en un clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi corona en mi heredero y muy caro hijo el Príncipe de Asturias”. Y Fernando es proclamado Rey de España.
  • Enterado de ello el mariscal Murat, que como lugarteniente de Napoleón ya domina militarmente Madrid, rechaza la proclamación del Príncipe como Rey y convence a Carlos IV de que retire su abdicación, cosa que Carlos IV, presionado por la Reina María Luisa, hace en carta dirigida a Napoleón: “Yo fui forzado a renunciar; pero asegurado ahora con plena confianza en la magnanimidad y el genio del grande hombre que siempre ha mostrado ser amigo mío, yo he tomado la resolución de conformarme con todo lo que ese mismo grande hombre quiera disponer de nosotros y de mi suerte, la de la Reina y la del Príncipe de la Paz. Dirigido a V.M.I.  y R (Vuestra Majestad Imperial y Rey): una protesta contra los sucesos de Aranjuez y contra mi abdicación. Me entrego y enteramente confío en el corazón y amistad de V.M., con lo cual ruego a Dios que os conserve en su santa y digna guarda”.
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Castillo de Marracq (Bayona) donde se acordó la venta de España

Aunque al mismo tiempo y como única condición le pide al Mariscal francés que ponga en libertad al “pobre Príncipe de la Paz”. La Reina va más allá, y con una inconsciencia asombrosa, le pide a Murat que consiga de Napoleón la concesión al Rey su esposo, a ella misma y al Príncipe de la Paz de lo necesario para poder vivir los tres juntos en un lugar conveniente para su salud, sin autoridad y sin intrigas.

Lo que plantea una situación curiosa. El Príncipe es Rey por la abdicación de su padre y no es Rey porque su padre, el Rey, se ha retractado y retirado su abdicación… y quien manda y domina Madrid y España es Murat en nombre de Napoleón. Por tanto está claro que será Rey de España quien decida el Emperador francés (que además está amparado por el Tratado de Erfurt con el Emperador Alejandro I de Rusia, que le cede España y por el Tratado de Fontainebleau que unen los destinos de Francia y España).

Así vive España entre el ”Motín de Aranjuez” del mes de marzo y finales del mes de abril: con dos Reyes y sin ningún Rey. En este tiempo el Emperador, que ya tiene en la mente quedarse con la Corona de España para hacer Rey a uno de sus hermanos, envía a Madrid al servir general Savary, duque de Rovigo, para que por las buenas o por las malas les lleve a su presencia al Príncipe de Asturias y Fernando, ante el temor de que Napoleón apoye a su padre y él se quede sin Corona, acepta el “viaje” hacia el encuentro con el Emperador (en tres etapas: Burgos, Vitoria y Bayona).

El 19 de abril el Príncipe llega a Bayona y esa misma noche cena con Napoleón, en el castillo de Marracq, donde se ha instalado con la emperatriz Josefina y su Corte. Fernando se enfada porque es tratado como Príncipe y no como Rey.

Entonces los Reyes, Carlos IV y María Luisa, también temerosos de que Napoleón se incline por su hijo, toman con urgencia el camino de Bayona y se presentan ante el Emperador, acompañados, eso sí, del “querido Manuel” (Godoy), quien algo sorprendido le dice a Josefina:

  • “Yo no sé dónde voy a alojar a toda esta gente”

Y aquí comienza la tragicomedia. Porque nada más llegar a Bayona los Reyes y encontrarse con Napoleón éste, sin poder contener, le dice a Savary:

  • General ¡ y ésta es la Reina de España! ¡Qué barbaridad! Pero si tiene la piel totalmente amarilla y parece una momia… Jamás había visto una mujer con aire tan falso y malo, ni ridículo… ¿Y el Rey? No me extraña que España esté hundida.
  • Sire, ¿y qué me dice del amante?
  • ¿Godoy? Eso se lo diré después, pues ya llega el Príncipe.
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Manuel Godoy, Príncipe de la Paz y amante de la Reina María Luisa

Y ciertamente el Príncipe entró en la estancia acompañado del canónico Escoiquiz, su mentor y hombre de confianza, y tras saludar al Emperador se acercó a besar la mano a su padre. Entonces Carlos IV le dio un empujón y lo apartó de si sin contemplaciones: 

  • ¿Qué, no has ultrajado bastante mis canas? ¡Vete! ¡No quiero verte! ¡Vete!

Y tuvo que ser el propio Napoleón quien separase al padre y al hijo, los dos Reyes de España, y aplacar al Rey. Naturalmente el Príncipe se retiró. Tras esta primera escena el Emperador hizo pasar al comedor a los “invitados” y allí sucedió algo digno de Quevedo.

El protocolo imperial había montado dos mesas separadas: una para el Emperador, la Emperatriz y los Reyes y otras para los mariscales Lannes y Bessiéres, el general Savary y Godoy, el Príncipe de la Paz. Eso no le gustó al Rey y menos a la Reina. Querían que Godoy estuviese a su lado y así se lo hicieron saber a Napoleón, quien sin poder evitar una sonrisa acepta la petición y enseguida acomodan a Godoy en la mesa presidencial, justo a la derecha de la Reina. Los mariscales y Savary se llevan las manos a la cabeza ¡diplomáticamente!

Pero, antes de iniciarse la comida, todavía Napoleón tiene que presenciar el insólito “caso del agua”, ya que era costumbre del Rey de España ponerse ante sí tres jarras de agua con temperaturas distintas. Entonces el Rey, sabia y minuciosamente las mezclaba hasta encontrar el resultado a su gusto. Napoleón, Josefina y los Mariscales abrían los ojos con sorpresa.

Entonces, y solo entonces (o sea, cuando vio a Godoy sentado en su mesa y se había servido y probado el primer vaso de agua) se dirigió a Napoleón en estos términos:

  • Sire, sabe que soy un admirador y servidor de S.M.I. (Su Majestad Imperial) y que haré lo que S.M.I. se digne a decidir sobre mis Reinos. Francia será más grande con España a su lado. Disponga, pues, S.M.I. y R. de la Corona de España como mejor le plazca y mi admiración por el hombre más grande de la Historia será total. 
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Fernando VII, el Rey “felón”

Naturalmente Napoleón se sintió halagado y sobre todo satisfecho, pues veía cumplirse sus planes. Así que tomó la palabra y tras “echarle piropos” al Rey y a la Reina (y hasta al Príncipe de la Paz) les fue explicando y convenciendo de la necesidad que tenía, en bien de Europa, de la Corona de España. Palabras, palabras, palabras… que cuando Napoleón se ponía a hablar de sus sueños y sus proyectos hasta resultaba simpático y arrollador. También sacó a relucir la situación del Príncipe de Asturias y sus temores ante la tozudez que mostraba, “Su hijo está mal aconsejado por esos nobles que tanto le influyen y tanto le perjudican” (especialmente -dijo- ese canónigo que no le deja ni a sol ni a sombra).

Pero, el Rey, que parecía estar en otro mundo, en lugar de responder algo al Emperador se limitó a decirle a la Reina:

  • Oye, Luisa, come más de esto que está buenísimo.

Napoleón, una vez más sorprendido, miraba a sus generales y sonreía con toda la pillería que había aprendido del sibilino Talleyrand y pensando que “aquel fantoche solo pensaba en comer mientras le arrebataban su Corona y sus Reinos”.

Lo curioso es que esta comida y esta escena sucedían, precisamente, el día “2 de mayo” de 1808… justo mientras los mamelucos aplastaban a los madrileños en la Puerta del Sol y en el Parque de Monteleón. ¡¡Ironías del destino!!

Sin embargo, lo “gordo” vino tres días después, el 5 de mayo, es decir, cuando las noticias de la masacre y los fusilamientos de Madrid llegaron a Bayona, porque entonces el Emperador “voló” a caballo a la residencia donde había instalado a los Reyes de España y hasta allí hizo llevar al Príncipe Fernando… a quien acusó nada más verle y frontalmente de haber fomentado el motín. Carlos IV aprueba las palabras del Emperador y le grita al hijo:

  • ¡Tú! ¡Tú has sido seguro el incitador de esa carnicería! ¡La sangre de mis vasallos ha corrido y también la de los soldados de mi gran amigo Napoleón por tu culpa! ¡Vete! ¡No quiero verte más!

Y la Reina, “hecha una furia” -según el biógrafo Castelot- insulta ferozmente a su hijo y le grita a la cara:

  • ¡Bastardo! ¡Eres un bastardo! ¡Y maldita la hora que te traje al mundo! ¡Te teníamos que haber fusilado cuando lo de El Escorial!

Y dirigiéndose a Napoleón:

  • Sire, no lo dude ¡mande a este bastardo al cadalso!

Napoleón, sin embargo, aprovecha el momento y la situación para decirle con cara de pocos amigos al Príncipe de Asturias:

  • Si de aquí a media noche no habéis reconocido a vuestro padre como Rey legítimo y lo comunicáis a Madrid, seréis tratado por mí como un rebelde. Se acabaron las contemplaciones.

Y Fernando, cobarde como siempre, espantado y lleno de miedo, no solo cede, abdica y reconoce a su padre como Rey legítimo, sino que se acerca a Carlos IV y se hinca de rodillas llorando y pidiéndole perdón, como hijo y como súbdito.

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Castillo de Valençay, residencia del Ministro Talleyrand

Mariscal Lannes -dice Napoleón- acompañe al Príncipe a su residencia y asegúrese que mañana mismo salga para su nuevo destino en el castillo de Valençay.

Y al quedarse solo con los Reyes, Carlos IV ya no duda y abdica a favor de Napoleón. El Reino de España ya tiene nuevo Rey, porque el Emperador ya había elegido a su hermano José para sustituir a los españoles.

Sin embargo, la Reina, más atrevida o más insensata que el Rey, se dirige a Napoleón y le dice:

  • Sire, al Rey y a la Reina les complace que este asunto tan espinoso se haya resuelto a favor de S.M.I., pero creo que a cambio S.M.I. debería proporcionarnos los medios necesarios para nuestra subsistencia y un lugar decente para retirarnos con nuestro querido Príncipe de la Paz. Los tres queremos vivir apartados y lejos de cualquier intriga.
  • Señora -le responde Napoleón- Francia nunca abandona a sus amigos. Serán siempre atendidos como Reyes.
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Ninguno de los tres volverían a España en vida.

Los Reyes y Godoy recibirían 6 millones de francos anuales y los castillos de Compiègne y Chambord, más la servidumbre necesaria, y de por vida.

Sin embargo, sí volvieron a ver en dos ocasiones a S.M.I. Napoleón Bonaparte, una a la vuelta de su rápida campaña en España y la toma de Madrid y otra poco antes de su marcha a la campaña de Rusia. Entonces supo por el siempre servir general Savary lo siguiente:

  • Sire, lo de esta familia no tiene nombre. ¿Sabe, Sire, que el Rey, la Reina y Godoy viven juntos los tres como si fuesen un solo matrimonio?
  • ¿En la cama también? -pregunta con sorna el Emperador.
  • Según sus servidores, también. Bueno, en realidad tienen tres dormitorios, cada uno el suyo… pero las Damas de Honor de la Reina y las doncellas aseguran que muchas mañanas los han encontrado a los tres en la cama de la Reina.
  • O sea, una cama redonda.
  • Por lo que se dice, sí, Sire.
  • Bueno, general, si ellos son felices así no se inmiscuya en sus vidas privadas. ¡Son pobres gentes! … y no se puede comprar un Imperio por menos.

Bueno, ya lo saben, yo ni quito ni pongo Rey pero ayudo a mi señor…y mi señor será siempre… ¡La verdad y la Historia! (o la Intrahistoria).

Julio MERINO

Periodista y Miembro de la Real Academia de Córdoba

Los Laxalt, una familia vasca al servicio de Estados Unidos, 1941-1945

Foto oficial del 7º Batallón del 20º Regimiento de Ingenieros, en Camp American University, Washington, DC, antes de su despliegue en febrero de 1918, en el que se encontraba Jean Pierre Laxalt Etchart (Compañía C / Compañía 21) (http://www.20thengineers.com/images/ww1-7bn-before.jpg).

Autor: Asociación Sancho de Beurko

Fuente: eldiario.es 25/06/2020

Con 36 años, el suletino Jean Pierre Laxalt Etchart se encontraba en Ardentes, en el centro de Francia, —a unos 650 kilómetros de su localidad natal de Aloze-, inmerso en la Gran Guerra de 1914 que asolaría parte del país. La diferencia con sus coetáneos en cuanto a su participación en el conflicto se encontraba en que Jean Pierre fue reclutado por el Ejército de Estados Unidos (EEUU), país en el que residía desde 1902. Regresó a defender Francia en marzo de 1918, por primera (y última) vez desde su salida, 16 años antes. Fue uno de los “luchadores forestales” del Regimiento de Ingenieros —el mayor regimiento del ejército norteamericano que haya existido. Durante el mismo periodo de tiempo, en uno de estos temibles frentes de trincheras se hallaba el soldado del ejército francés, Jean Michel (Alpetche) Bassus, nacido en 1894 en Buenos Aires, Argentina, de padres bajo navarros, y cuya vida, se entrelazaría impredeciblemente con la de los Laxalt en un futuro no muy lejano.

Tras su desmovilización, Jean Pierre retomó su vida como criador de ovejas en Nevada. Previamente le habían acompañado en su labor, y de manera exitosa, desde 1910 y durante unos cuantos años, sus hermanos Pierre y Dominique Laxalt Etchart, llegados a EEUU en 1904 y 1906, respectivamente. Ambos habían nacido en Liginaga; Pierre, en 1878, y Dominique en 1886. En 1914, Pierre “Pete” Laxalt Etchart se casó con Marie “Mary” Ucarriet, nacida en 1892, en Aldude, Baja Navarra, y llegada al país con sus padres en 1912. Tuvieron cuatro hijos: Gabriel “Gabe” Peter (1915-1979), Adelle Marie (1917-2003), Robert John (1920-1972) y Lucille Catherine (1921-1980). Tres de ellos, Gabriel, Robert y Lucille tomaron parte activa en la Segunda Guerra Mundial (SGM).

Gabriel y Robert se alistaron en las Fuerzas Áreas en 1941. Gabriel Laxalt Ucarriet lo hizo ocho meses antes del ataque a Pearl Harbor, mientras Robert Laxalt Ucarriet se presentó voluntario dos días después de la agresión japonesa. Gabriel fue destinado al personal de mantenimiento de la flota aérea, y sirvió al final de la guerra en el 534º Grupo de Servicio Aéreo, siendo licenciado con el rango de sargento en 1945. Robert fue destinado a la Base de Islandia, establecida por el ejército de EEUU el 7 de julio de 1941 para la defensa de la isla y como punto estratégico entre Europa y Norte América. Allí permaneció durante todo el conflicto bélico.

En agosto de 1941, Lucille Laxalt Ucarriet se inscribió en el Children’s Hospital, en San Francisco, California, para capacitarse como enfermera. Mientras estaba en la escuela de enfermería, Lucille fue admitida en los Cuerpos de Enfermeras Cadetes de EEUU el 1 de julio de 1943, fecha de su creación por parte del Congreso de EEUU. Tenían por objetivo el de capacitar a enfermeras para las fuerzas armadas y hospitales gubernamentales y civiles. Más de 124.000 enfermeras que se inscribieron en este programa federal se graduaron durante el curso de la guerra para suplir la grave escasez de enfermeras, tanto en el país como en el extranjero. El gobierno volvía a requerir la participación activa de las mujeres, pero no en los mismos términos de igualdad que el hombre. A fecha de hoy las mujeres de los Cuerpos de Enfermeras Cadetes son las únicas de todos los cuerpos uniformados que sirvieron en la SGM que no han sido todavía reconocidas como veteranas de guerra por parte del gobierno estadounidense.

En diciembre de 1920, una joven bajo navarra de 29 años, Therèse Alpetche Bassus, arribaba al Puerto de Nuevo York desde Burdeos, Francia, donde su familia regentaba el Hotel Amerika y una de las primeras agencias de viaje entre Europa y las Américas. Therèse “Theresa”, nacida en 1891 en Baigorri, Baja Navarra, tenía como destino San Francisco. Es en esta ciudad, en el Hotel España, propiedad de una familia vasca, donde residía su hermano Jean Michel, quién, tras el fin de la Gran Guerra, había llegado en octubre de 1919, siguiendo los pasos de su hermano Maurice, residente en EEUU desde 1914. Jean Michel se estaba muriendo por los efectos de un ataque con gas venenoso usado durante la guerra. Therèse tenía por objetivo el de regresar con su hermano a Francia. Desgraciadamente Jean Michel falleció en 1921 y fue enterrado en Reno, Nevada, donde su hermana erigió un monolito en su memoria. Therèse decidió permanecer en el país, contrayendo matrimonio, al de poco tiempo, con Dominique Laxalt Etchart. Tuvieron seis hijos: Paul Dominique (1922-2018), Robert Peter “Bob” (1923-2001), Suzanne Marie (Hermana Mary Robert de la Orden de la Sagrada Familia; 1925-2019), John Maurice (1926-2011), Marie Aurelie (1928-2019) y Peter Dominique “Mick” (1931-2010).

Al igual que sus primos, tres de los Laxalt-Alpetche también contribuyeron al esfuerzo de la guerra. Paul Dominique Laxalt Alpetche fue reclutado en 1942 y durante tres largos años, y de éstos 18 meses en el extranjero, sirvió en los Cuerpos Médicos del Ejército (una unidad no combatiente), hasta su licenciamiento con el grado de sargento. Es durante la Batalla de Leyte, en Filipinas, donde cuidó de un joven oficial vasco-nevadense, Leon Etchemendy Trounday (un héroe de las Aleutianas), gravemente herido. “Demasiada sangre, demasiados heridos y soldados muriéndose”, escribiría Paul, décadas más tarde, en sus memorias (1). Paul llegó a ser elegido vicegobernador de Nevada (1962-1964), gobernador de Nevada (1967-1971), y finalmente senador de EEUU por el Estado de Nevada (1974-1987). Paul se convirtió en el primer senador vasco en la historia estadounidense. Fue la mano derecha e íntimo amigo del presidente Ronald Regan. Paul fue enterrado con honores militares en el Cementerio Nacional de Arlington, Virginia.

Su hermano Robert Laxalt Alpetche interrumpió sus estudios para alistarse en el ejército. Sin embargo, no fue aceptado debido a un leve soplo cardíaco. A través de las conexiones políticas de la familia, Robert finalmente consiguió un trabajo con el Servicio Diplomático del Departamento de Estado en Washington DC. Fue asignado como oficial de cifras a la Legación Diplomática y enviado al Congo Belga en 1944. Sirvió en un puesto avanzado en la selva en el contexto de una guerra secreta de espías entre los Aliados (la Oficina de Servicios Estratégicos, la actual CIA) y los alemanes por el control de una mina en la provincia de Katanga que producía un mineral poco conocido (en aquel momento) llamado uranio —el ingrediente esencial de la bomba atómica (2). Robert enfermó de malaria y fue repatriado en marzo de 1945. Tenía 21 años. En 1951, Robert acompañó a su padre a su lugar de nacimiento por primera vez después de 47 años como pastor de ovejas en Nevada y el norte de California. Basado en la historia de su padre, escribió Sweet Promised Land (1957), su segunda novela y uno de sus libros más conocidos. Robert fundó la University of Nevada Press en 1961 y fue su director hasta 1983. Junto a William A. Douglass y Jon Bilbao fundaron el Programa de Estudios Vascos en la Universidad de Nevada en 1967. Robert fue un prolífico escritor de ficción y no ficción. Se convirtió en la “voz de los vascos” en el oeste americano (3).

Casi al final de la guerra, John Maurice Laxalt Alpetche fue reclutado por la Armada, sirviendo a bordo del barco de municiones USS Mount Katmai en el Oeste del Pacifico. Fue licenciado con el grado de administrativo de segunda clase en julio de 1946. Abandonó su bufete de abogados para participar en las campañas electorales de su hermano Paul, estableciéndose posteriormente en Washington DC.

Tras la muerte de Paul en 2018, a los 96 años, la de Suzanne Marie (la Hermana Mary Robert), en octubre del pasado año, a la edad de 94, supuso el fin de la primera generación vasca de los Laxalt nacida en EEUU. Los Laxalt-Ucarriet, aunque fallecieron relativamente jóvenes, dejaron tras de sí un legado de superación y de defensa de libertades que hoy en día intentamos preservar a toda costa. Los Laxalt-Alpetche, quizás la cara más visible de esta extraordinaria familia vasco-americana, son posiblemente el paradigma de una historia de emigración exitosa, de lucha por la supervivencia, y de la conquista social, económica y política de una familia en una sola generación. Hicieron del lejano oeste americano, y especialmente de Nevada, su hogar, siendo este un valor que los Laxalt continúan atesorando con gran ahínco.

Si quieres colaborar con “Ecos de dos guerras” envíanos un artículo original sobre cualquier aspecto de la SGM o la Guerra Civil y la participación vasca o navarra al siguiente email: sanchobeurko@gmail.com

Los artículos seleccionados para su publicación recibirán una copia firmada de “Combatientes Vascos en la Segunda Guerra Mundial”.“Combatientes Vascos en la Segunda Guerra Mundial”

Laxalt, Paul. (2000). Nevada’s Paul Laxalt. A Memoir. Reno, Nevada: Jack Bacon & Co.

Robert Laxalt escribió en 1998 sus peripecias en el Congo Belga durante la SGM, bajo el título de, A private war: an american code officer in the Belgian Congo. (Reno: University of Nevada Press).

Río, David. (2007). Robert Laxalt: The voice of the Basques in American literature. Reno: Center for Basque Studies, University of Nevada, Reno.

Por qué la América española se dividió en muchos países y Brasil quedó en uno solo

Fuente: bbc.com 11/09/2020

España y Portugal eran las grandes potencias marítimas del siglo XV y se disputaban el control comercial y religioso del mundo.

Cuando Cristóbal Colón volvió de su primer viaje a América, empezó una pelea entre los dos reinos, arbitrada por la Iglesia Católica, para ver quién tenía el derecho sobre esos territorios.

Tras duras negociaciones, acordaron repartirse el globo en el histórico Tratado de Tordesillas: todo lo que quedaba al este de la línea divisoria pasaba a manos de la corona portuguesa y lo que quedaba al oeste a manos de la corona castellana.

Los dos imperios coloniales dominaron de esta forma gran parte del continente durante más de 300 años, pero acabaron de forma muy distinta.

Al independizarse, la América Española se fragmentó en muchos países y la portuguesa quedó en uno solo.

En este video con animaciones te explicamos por qué Brasil y el resto de América Latina tomaron rumbo tan distintos y cómo eso dio lugar al mapa político, económico y cultural que conocemos hoy.

Guión: Camilla Costa y Carol Olona; Presentación: Ana María Roura; Diseño, animación y sonido: Kako Abraham; Edición: Agustina Latourrette; Editora: Carol Olona

Cuando Chile votó a Allende

Salvador Allende durante una concentración de la Unidad Popular.
 © Archivo de la familia Puccio Huidobro.

Autora: María Amorós.

Fuente: lavanguardia.com 04/09/2020

En enero de 1970, después de varios meses de incertidumbre, Salvador Allende fue designado candidato de la Unidad Popular (una coalición de seis partidos encabezada por comunistas y socialistas) para la elección del 4 de septiembre de aquel año.

Desde entonces recorrió sin descanso la geografía nacional, en la que fue la más breve de sus cuatro campañas presidenciales. Rompieron la parsimonia del verano austral las brigadas muralistas Ramona Parra (de las Juventudes Comunistas) y Elmo Catalán (de la Juventud Socialista), que pintaron su nombre de manera colorista e imaginativa en las paredes de todo el país.

Los acordes de la Nueva Canción Chilena, con Víctor Jara, Ángel e Isabel Parra, Inti-Illimani, Quilapayún…, llenaron de música la infinidad de actividades que la izquierda organizó a lo largo de aquellos siete meses.

Imagen de la campaña presidencial del Salvador Allende en 1964.
Imagen de la campaña presidencial del Salvador Allende en 1964. © Archivo de la familia Puccio Huidobro.

La periodista Virginia Vidal le acompañó en una jornada en la que Allende, con guayabera y sombrero de paja, recorrió una de las zonas más humildes del área metropolitana de Santiago: “Fuimos a una localidad muy pobre, Barrancas; era un día de semana después del almuerzo, hacía mucho calor, el terreno era muy árido, pura tierra. No se asomaba un alma. Allende iba con un megáfono, tocando puerta por puerta, era muy entusiasta”.

En una de las casas pidió un vaso de agua a la mujer que le abrió, y ella, sin excesivo entusiasmo, regresó con una jarra “bien pobre”, de la que el candidato se sirvió. Después empezó a preguntarle por sus hijos y a explicarle su trabajo como parlamentario durante un cuarto de siglo, su especial preocupación por la aprobación de medidas que favorecieran a los hijos de los trabajadores. “La mujer empezó a interesarse cuando le habló con propiedad de las diferentes leyes que había impulsado por la salud, por la alimentación… Paso a paso, casa a casa, se nos pasó toda la tarde en eso”.

En aquella campaña los trabajadores desplegaron una intensa movilización con multitud de huelgas en varios sectores

Se acercó el momento de la concentración en una plaza desolada, y los habitantes de Barrancas empezaron a reunirse. “Allende habló con un gran entusiasmo y sin decaer en ningún momento. A pesar de las sucesivas derrotas, teníamos esperanza”.

Apoyo popular

Una de las novedades de aquella campaña fue la creación de casi quince mil comités de la Unidad Popular en todos los rincones del país, organismos unitarios que dinamizaron el trabajo electoral, social y político y que, pese a las exhortaciones posteriores a fortalecerlos, desaparecieron tras el triunfo del 4 de septiembre. También los trabajadores desplegaron una intensa movilización, con los paros en las industrias Sumar y Fensa, la “marcha del hambre” de los mineros de Ovalle, las huelgas de los estibadores y de los obreros del salitre…

Letrero de su consulta médica en Valparaíso en los años treinta.
Letrero de la consulta médica de Allende en Valparaíso en los años treinta. © Familia Allende Bussi.

El 12 de mayo, las tres mayores confederaciones sindicales rurales, Ranquil, Triunfo Campesino y Libertad, y las federaciones de cooperativas beneficiadas por la Reforma Agraria realizaron la primera huelga general en el campo, y el 8 de julio, la Central Única de Trabajadores (presidida por el comunista Luis Figueroa) organizó un masivo paro nacional para demandar subidas salariales y la disolución del Grupo Móvil de Carabineros, responsable de las matanzas en la mina El Salvador en 1966 y en Puerto Montt en 1969.

También el decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, Alfredo Jadresic, le expresó públicamente su apoyo en una gira por el norte. Sus recuerdos se sitúan en Antofagasta, en “una concentración masiva y entusiasta” convocada por la Unidad Popular. “A mi turno, tomé la palabra y sereno hablé de la poesía, del arte, del mundo desconocido de la cultura para tantos chilenos que no logran otro placer que llevar el pan a sus hogares, de la inmensa injusticia que va mucho más allá de la carencia de los bienes materiales, de la inequidad en todos los ámbitos, de la educación y sus proyecciones en el desarrollo personal y de la sociedad. Me escuchaban con un silencio impresionante. Mientras hablaba, sentía que los rostros de esos obreros revelaban entender que existía algo de lo cual nunca nadie les había hablado, que parecía maravilloso y a lo cual también tenían derecho. Eso también era parte del proyecto de la Unidad Popular”.

Los adversarios de Allende eran el democratacristiano Radomiro Tomic y el derechista Jorge Alessandri (presidente entre 1958 y 1964), a quien casi todas las encuestas otorgaban la victoria, con alrededor del 40% de los votos, mientras que Allende y Tomic fluctuaban entre el 25% y el 30%.

A pesar de tales augurios, la derecha no dudó en reeditar la “campaña del terror” de 1964. Carteles con un tanque soviético ante el palacio de La Moneda volvieron a inundar las paredes, se reprodujeron en miles de octavillas, aparecieron como publicidad en los diarios: “En Checoslovaquia tampoco pensaban que esto sucedería…”, advertían. También recurrieron al terreno de las creencias religiosas, con mensajes como: “Virgen del Carmen, Reina y Patrona de Chile, líbranos del comunismo ateo”.

El 1 de septiembre, Allende cerró su campaña con un gigantesco mitin ante cerca de un millón de personas (en un país que entonces contaba con diez millones de habitantes), que, organizadas en siete columnas, hacia las siete y media de la tarde inundaron las principales arterias de la capital chilena. “Era un espectáculo impresionante. La mayor parte no alcanzaba a ver, por supuesto, la plataforma, pero un sistema de altoparlantes transmitía las palabras del líder. Sus últimos comentarios fueron bastante moderados […]. Sobre la Alameda se habían levantado varios estrados más pequeños en los que se presentaban diversos números de entretenimiento, sobre todo danzas y cantos folklóricos, salpicados de vez en cuando por un sketch satírico”, escribió el profesor norteamericano Michael J. Francis, testigo de aquellos días.

Durante un acto con trabajadores.
Allende durante un acto con trabajadores. © Archivo de la Fundación Salvador Allende.

Un día para la historia

El viernes 4 de septiembre de 1970, algo más de tres millones y medio de ciudadanos mayores de 21 años y alfabetizados estaban llamados a las urnas. Curiosamente, Allende no pudo votar, ya que estaba empadronado en Punta Arenas (por cuya provincia fue senador electo en marzo de 1969), y por precaución descartó el viaje hasta el extremo austral. 

Después de desayunar su acostumbrado “café chico” –sin azúcar– y una manzana, a las once se dirigió a una comisaría de Carabineros para cumplir el mandato legal de justificar su abstención. De allí, se dirigió al Liceo 7 de Niñas para acompañar a su esposa, Hortensia Bussi, y a sus tres hijas (Carmen Paz, Beatriz e Isabel) en la votación. Numerosas personas le saludaron, incluidas dos monjas, quienes le estrecharon las manos y le brindaron unas palabras calurosas: “Estamos con usted”. Y, antes de salir del centro educativo, una profesora, Silvia Morales, le estampó un beso en la mejilla: “¡Venceremos, compañero Allende!”.

Los primeros resultados favorecían a Alessandri y desataron la euforia en la derecha

Era una jornada casi primaveral en Santiago, soleada, apacible, en la que la tensión ante la incertidumbre del resultado invitó a la mayor parte de la población a votar temprano y recluirse en sus casas para seguir el escrutinio por radio o televisión. En su hogar, Allende almorzó su combinación preferida: carne, arroz y ensalada. A media tarde, junto con su esposa y algunos amigos, como José Tohá y Victoria Morales, permanecía pendiente del inicio del recuento. “Lentamente nos iba llegando la información del escrutinio en las distintas ciudades. Hacia las seis o siete sentimos una ansiedad muy grande, las llamadas eran incesantes”, recuerda Victoria Morales.

Los primeros resultados favorecían a Alessandri y desataron la euforia en la derecha, que por unos minutos llegó a creerse de nuevo vencedora. A las diez y media de la noche, era evidente que la victoria se decidiría por un estrecho margen entre Allende y Alessandri, puesto que, según los datos que acababa de proporcionar el Ministerio del Interior, el candidato de la Unidad Popular sumaba 871.000 votos, Alessandri 842.000 y Tomic 661.000.

Y mientras los partidarios de la UP empezaron a reunirse en la plaza Vicuña Mackenna y los de Alessandri en la plaza de Armas, el jefe de la guarnición del Ejército en Santiago, el general Camilo Valenzuela, prohibió cualquier manifestación hasta dos horas después del fin del escrutinio. Como en cada jornada electoral, las Fuerzas Armadas habían realizado un amplio despliegue de efectivos y asumido el control del país.

Pablo Neruda participó en sus cuatro campañas presidenciales.
Pablo Neruda participó en sus cuatro campañas presidenciales. © Archivo de la Fundación Salvador Allende.

Finalmente, pasada ya la medianoche, el general Valenzuela reunió a la prensa y leyó un comunicado: “El Jefe de Plaza autorizó una concentración al comando del señor senador Dr. Salvador Allende desde la Biblioteca Nacional hasta Plaza Italia…”. Era la confirmación pública de la victoria de la Unidad Popular; el silencio en el aristocrático Barrio Alto y la majestuosa avenida Providencia lo corroboraba.

Cuando faltaban quince minutos para las dos de la madrugada, el ministro del Interior, Patricio Rojas, comunicó el resultado a los tres candidatos. De los 3.539.747 ciudadanos inscritos en los registros electorales, 1.070.334 (el 36,2%) apoyaron a Allende, 1.031.159 (el 34,9%) a Alessandri y 821.801 (el 27,8%) a Tomic. Apenas 26.000 votos (el 1,1%) fueron nulos o depositados en blanco, mientras que la abstención fue del 16,3% (577.004 personas).

Salvador Allende, que venció en diez de las veinticinco provincias, consolidó su victoria con los amplios márgenes logrados en las localidades populares del Gran Santiago (San Miguel, Barrancas, Cerrillos…) y en las provincias con mayor concentración proletaria (Tarapacá, Antofagasta, Concepción y Arauco), mientras que en la de Santiago se impuso Alessandri. La votación allendista era tan sólida que solo en Cautín fue inferior al 29%, si bien, una vez más, su flanco débil fue la población femenina: solo logró el 30,5% de los votos de las chilenas, mientras que entre los hombres alcanzó el 41,6%.

Con sus hijas en el Estadio Nacional alrededor de 1950.
Allende con sus hijas en el Estadio Nacional alrededor de 1950. © Archivo de la Fundación Salvador Allende.

La alegría de Víctor Jara

Desde la medianoche, las emisoras de radio afines a la izquierda llamaban a sus partidarios a concentrarse en la Alameda, frente al viejo caserón de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. Hasta allí llegaron Víctor Jara y su esposa, Joan, y saludaron a los dirigentes de los distintos partidos de la izquierda, a otros artistas, diputados, senadores y miembros de la Central Única de Trabajadores. 

Todos conocían a Víctor por su trayectoria artística y su compromiso político, puesto que había participado en numerosos actos de la campaña y era miembro del Comité Central de las Juventudes Comunistas. 

Joan Jara recogió aquellos momentos en su libro (Víctor. Un canto inconcluso), una de las descripciones más bellas de aquel Chile: “Veo a los dirigentes comunistas Lucho Corvalán y Volodia Teitelboim y luego me doy cuenta de la presencia de Salvador Allende. Pienso cuántas veces y durante cuántos años han esperado los resultados de las elecciones, durante cuántos años han luchado con la esperanza de una victoria popular. Muchos de los asistentes son viejos trabajadores, con toda una vida de lucha a sus espaldas”.

En 2008, en una votación popular organizada por Televisión Nacional de Chile, fue elegido el ciudadano más importante de la historia del país.
En 2008, en una votación popular organizada por Televisión Nacional de Chile, Allende fue elegido el ciudadano más importante de la historia del país. © Luis Poirot – Archivo de la Fundación Salvador Allende.

Cuando tuvieron la confirmación definitiva del triunfo, estalló la emoción. “Dentro todo es alegría, abrazos, lágrimas”, escribió Joan Jara. “A mí me lleva el gentío. Todos se abrazan entre sí. La gente se empuja para llegar junto a Allende y felicitarle. Me toca el turno. Lo estrecho en lo que considero un desahogado estrujón de oso, pero él me dice: ‘¡Abrázame más fuerte, compañera! ¡Este no es momento para timideces!’”.

La noticia recorría ya el planeta: por primera vez, un candidato marxista, al frente de una amplia coalición y con un programa que planteaba la construcción del socialismo, alcanzaba el gobierno de un país en unas elecciones democráticas. “Fue un día de gloria”, sentencia –evocando La Marsellesa– el ingeniero Jacques Chonchol, a quien Allende designó ministro de Agricultura.

Las claves del triunfo

El sociólogo Manuel Castells (actual ministro español de Universidades), quien trabajó en Chile en aquellos años y escribió La lucha de clases en Chile (Siglo XXI, Buenos Aires, 1974), explicó la victoria de la Unidad Popular por la división de las fuerzas no marxistas y por la creación de un frente político que agrupaba al movimiento popular y parte de la pequeña burguesía bajo la hegemonía de la clase obrera, al tiempo que destacó que la campaña de la izquierda se había apoyado en la movilización de las masas en torno a propuestas programáticas precisas, no sobre la figura carismática del candidato, como en el caso de la derecha.

Por su parte, el abogado Joan Garcés, uno de los principales asesores de Allende, citó tres características del sistema político y de la sociedad chilena que permitían entender esa victoria. En primer lugar, destacó la unidad de la mayor parte del movimiento obrero en torno a los partidos Comunista y Socialista.

En segundo lugar, subrayó que, en aquel momento, los trabajadores y los sectores populares no estaban enfrentados a la pequeña burguesía y la clase media; al contrario, un sector amplio de estas capas se alineaba junto al proletariado, y eran la aristocracia terrateniente y los principales grupos económicos los que se encontraban diferenciados social y políticamente de los sectores medios.

Por último, constató que las Fuerzas Armadas habían permanecido al margen de la lucha por el poder.

El 3 de noviembre de 1970, en el inicio de su mandato presidencial, Salvador Allende y Hortensia Bussi saludan desde La Moneda.
El 3 de noviembre de 1970, en el inicio de su mandato presidencial, Salvador Allende y Hortensia Bussi saludan desde La Moneda. © Luis Poirot – Archivo de la Fundación Salvador Allende.

Hacia la una y media de la madrugada del 5 de septiembre, Allende salió al balcón del vetusto edificio de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. Se aprestaba a pronunciar el discurso que había aguardado desde 1952, e iba a hacerlo en la sede de una de las organizaciones en las que se forjaron sus convicciones políticas, a finales de los años veinte y principios de los treinta.

Con un modesto micrófono que alcanzó a recoger la alegría del pueblo de Santiago, habló ya no como “el compañero Allende”, sino como “el compañero Presidente”: “La victoria alcanzada por ustedes tiene una honda significación nacional. Desde aquí declaro, solemnemente, que respetaré los derechos de todos los chilenos. Pero también declaro, y quiero que lo sepan definitivamente, que al llegar a La Moneda, y siendo el pueblo Gobierno, cumpliremos el compromiso histórico que hemos contraído de convertir en realidad el programa de la Unidad Popular”.

Con su gabinete de ministros en agosto de 1973.
Allende con su gabinete de ministros en agosto de 1973. © Archivo de la Fundación Salvador Allende.

Aquel programa contemplaba la nacionalización de las grandes minas de cobre (propiedad de multinacionales estadounidenses), así como de los principales monopolios industriales y de la banca; la profundización de la Reforma Agraria hasta erradicar los latifundios; la participación de los trabajadores en la dirección de la economía; una política internacional soberana en el mundo de la Guerra Fría; una política social con medidas tan emblemáticas y revolucionarias como el reparto diario de medio litro de leche a cada niño…

Y con afecto y respeto convocó la difícil tarea que empezaría a partir del día siguiente: “Les pido que se vayan a sus casas con la alegría sana de la limpia victoria alcanzada. Esta noche, cuando acaricien a sus hijos, cuando busquen el descanso, piensen en el mañana duro que tendremos por delante, cuando tengamos que poner más pasión, más cariño, para hacer cada vez más grande a Chile y cada vez más justa la vida en nuestra patria. Gracias, gracias, compañeras. Gracias, gracias, compañeros. Ya lo dije un día. Lo mejor que tengo me lo dio mi partido, la unidad de los trabajadores y la Unidad Popular. A la lealtad de ustedes, responderé con la lealtad de un gobernante del pueblo; con la lealtad del compañero Presidente”.

Nicolás II y su desastrosa guerra contra Japón

Soldados japoneses cerca de Chemulpo, en Corea, entre agosto y septiembre de 1904.
 Dominio público

Autora: EMPAR REVERT

Fuente: lavanguardia.com 05/09/2020

Nicolás II estaba exultante. Tras un decenio como soberano, su pueblo al fin le demostraba la entrega que tanto había anhelado. Toda Rusia reaccionaba como una sola voz contra el ataque japonés a la base imperial en Port Arthur. Bien, no toda. Algunas figuras de la corte, pocas, presintieron los peligros que una guerra encerraba para una Rusia tan grande como frágil. El ministro Sergei Witte era la principal de ellas.

A principios del siglo XX Rusia era un gigante con pies de barro que suplía la decadencia de sus estructuras con un incesante crecimiento territorial. El zar ostentaba aún el poder absoluto, y en el caso de Nicolás II eso era un problema. Los asuntos de Estado no eran lo suyo. El conde Witte, tan estimado por su padre, el zar Alejandro III, era un ministro capaz, pero no podía evitar menospreciar a Nicolás, que a su vez encontraba molesto al político.Lee también

El imperio de los Romanov no había abordado con firmeza el camino de la modernización. Siguiendo su inercia, la Rusia zarista buscaba su propia justificación a ojos del pueblo a través de guerras victoriosas. Impedida su expansión hacia el oeste y el sur europeos, sus miras desde mediados del siglo XIX se fijaban en Oriente.

La permanencia de estructuras semifeudales también había sido una característica esencial de la sociedad japonesa. La presión de Estados Unidos y Europa para obtener concesiones comerciales llevó a su organización tradicional a una crisis irreversible. Sin embargo, el Japón que emergió de esa crisis estaba decidido a tratar con el hombre blanco de igual a igual.

Tras un serio proceso de revisión, el Imperio nipón retuvo los que consideraba sus máximos valores –patriotismo, lealtad, diligencia– y los combinó con los modelos políticos y la tecnología occidentales. Bajo el reinado de Mutsuhito (el emperador Meiji), el poder pasó a manos de oligarcas plenamente involucrados en esta misión. La sociedad japonesa conoció un rápido proceso de modernización, y a finales del siglo XIX Japón ya estaba en posición de desempeñar un papel de primer orden en Asia oriental.

Retrato de Nicolás II coronado.
Retrato de Nicolás II coronado. Dominio público

El rival imprevisto

La resolución nipona se puso de manifiesto muy pronto, en la guerra chino-japonesa de 1894-95, derivada del choque de intereses entre ambos países sobre Corea. El coreano era un estado ligado a China por vínculos tributarios y juzgado por el gobierno de Tokio como el trampolín natural para su expansión en el continente. 

La rápida victoria nipona sobre China sorprendió y alarmó a las potencias occidentales, en particular a Rusia, que no esperaba competencia en la región. A expensas de Pekín, San Petersburgo se había anexionado decenios antes la isla de Sajalín y una amplia zona al norte del río Amur. Ahora acariciaba la idea de extender su influencia por Manchuria y la estratégica península de Liaotung. En ella, Port Arthur garantizaría a la marina imperial una salida al mar libre de hielos durante todo el año, algo que el puerto de Vladivostok, mucho más al norte, no podía ofrecer.

El tratado que ponía fin a la guerra entre China y Japón arrancaba al Imperio chino la península de Liaotung. Adiós al puerto libre de hielos. Y ya no era solo eso. Como intuía Witte, si Japón se instalaba en Liaotung, no se detendría allí. San Petersburgo recabó el apoyo de sus aliados europeos, Francia y Alemania, para obligar a los japoneses a renunciar a sus demandas sobre la península china. El Imperio nipón tuvo que ceder a las presiones y contentarse básicamente con Taiwán.

Caricatura que ironiza sobre el reparto de China que se hacía entre las grandes potencias.
Caricatura que ironiza sobre el reparto de China entre las grandes potencias. Dominio público

El pueblo japonés lo consideró un trato humillante, y su resentimiento se convirtió en indignación dos años después, cuando el imperio del zar dejó al descubierto sus intenciones. Rusia impuso al gobierno chino un acuerdo por el que obtenía la concesión de Liaotung –con Port Arthur– durante 25 años prorrogables. Japón vio claro que necesitaba aliados y que el enfrentamiento con Rusia era bastante probable.

Promesas incumplidas

Las relaciones diplomáticas ruso-japonesas empeoraron en 1900 a raíz de la guerra de los Bóxers, en que el estallido de una revuelta xenófoba en China desencadenó la intervención de un contingente europeo. A él se unió Japón para impedir que Rusia tomara ventaja de la situación, pero los nipones no pudieron evitarlo. 

Japón ofreció reconocer la hegemonía rusa en Manchuria si el Imperio zarista hacía lo propio con la japonesa sobre Corea

El foco más activo del movimiento xenófobo se encontraba en Manchuria, precisamente donde las fuerzas rusas eran mayores. El Imperio zarista lo aprovechó para ocupar toda la región, a lo que Gran Bretaña y Japón respondieron con una enérgica protesta. Cediendo a las presiones, los rusos decidieron firmar un acuerdo con el gobierno chino que preveía la evacuación de las tropas de Manchuria en varias fases.

La primera fase de evacuación de las tropas rusas de Manchuria se llevó a cabo puntualmente, pero cuando llegó el momento de poner en marcha la segunda fase, en 1903, Nicolás II decidió no solo no cumplirla, sino obtener de China nuevas concesiones en la región. Tokio intentó solucionar la crisis por la vía diplomática. Ofreció a Rusia el reparto de zonas de influencia: Japón reconocía la hegemonía rusa en Manchuria si el Imperio zarista hacía lo propio con la japonesa sobre Corea.

En San Petersburgo, la propuesta contó con el favor de algunos de los miembros de la corte, como Sergei Witte, en ese momento apartado del poder por el zar y que, consciente de las flaquezas del Imperio, siempre había abogado por una expansión por medios distintos de los militares.

Retrato de Sergéi Witte.
Sergei Witte. Dominio público

Nicolás II no accedió a la oferta ni propuso alternativas. Creía que Japón no iría a la guerra. A principios de enero de 1904, Tokio optó por romper las relaciones. Días después, la marina nipona atacaba por sorpresa a las fuerzas rusas destacadas en Port Arthur.

Estalla la lucha

Pese a todo, Nicolás II no se alarmó. Sobre el mapa, Japón era un país mínimo que no hacía tanto que se defendía con katanas. El zar se dejó arrullar por el fervor popular en una empresa que parecía hacer olvidar las incipientes muestras de descontento social. 

Pero las ventajas del Imperio ruso eran solo aparentes. Los efectivos rusos en Manchuria eran inferiores. Los refuerzos podían llegar únicamente por el ferrocarril transiberiano, que no estaba listo para el transporte de grandes cantidades de hombres y suministros. Para asistir a la flota de Port Arthur apenas podría contarse con la de Vladivostok, impedida por los hielos, ni con la del mar Negro, que por convención internacional tenía prohibido atravesar el estrecho del Bósforo, mientras que la del Báltico tendría que rodear África antes de llegar a la zona de conflicto. A pesar de todo esto, en San Petersburgo, como en casi toda Europa, primaba la convicción de que Rusia saldría vencedora.Lee también

Frente al ataque de la flota japonesa dirigida por el almirante Togo, el vicealmirante ruso Makarov, al mando en Port Arthur, apostó por una estrategia ofensiva que arrebatara a los nipones el dominio del mar Amarillo. Sus objetivos se truncaron cuando, al regresar al puerto tras una incursión, su nave topó con una mina. Murieron Makarov y casi toda la tripulación. Los japoneses tuvieron desde ese momento el control absoluto del mar.

Ante el revés, el zar puso al contralmirante Rozhestvenski a la cabeza de la flota del Báltico, que tendría que prepararse para emprender una travesía de varios meses hasta Port Arthur. Rozhestvenski, un mando competente y severo, accedió con una petición. Era consciente de que Port Arthur caería antes de su llegada, y solicitó el refuerzo de la flota –un montón de chatarra– con la compra a Argentina y Chile de siete cruceros de fabricación reciente. Su solicitud se aceptó, pero no se llegaría a cumplir.

Zinovi Petrovich Rozhestvenski, a quien el zar puso al frente de la flota del Báltico.
Zinovi Petrovich Rozhestvenski, a quien el zar puso al frente de la flota del Báltico. Dominio público

Mientras tanto, un ejército japonés pasaba de Corea a Manchuria, y poco después un segundo contingente desembarcaba en la península de Liaotung. Port Arthur estaba rodeado. En cuestión de semanas, las fuerzas niponas entraban en el vecino puerto de Dairen, evacuado por los rusos.

Los intentos del general Kuropatkin, comandante de las tropas rusas en Manchuria, de romper el cerco de Port Arthur no tuvieron éxito y, tras una contraofensiva japonesa, los rusos se vieron, además, obligados a retirarse al norte, hacia Mukden.

De Port Arthur a Tsushima

En enero de 1905, tras un asedio de cinco meses, Port Arthur se rendía. Las naves de Rozhestvenski, que habían partido de Rusia a finales del año anterior, se hallaban aún en Madagascar. El desastre causó una honda impresión en el Imperio y atizó a la oposición interna, que pedía reformas sociales y libertades políticas. 

Retirada de las tropas rusas tras la batalla de Mukden, en 1905.
Retirada de las tropas rusas tras la batalla de Mukden, en 1905. Dominio público

Pocas semanas después de la caída de Port Arthur, una multitud reunida ante el palacio de Invierno en demanda de mejoras era dispersada a tiros por la guardia del zar. El episodio, que pasó a la historia como el Domingo Sangriento, se cobró más de cien muertos y dos mil heridos.

Sin embargo, la pérdida de Port Arthur no había decidido la guerra. El grueso del ejército ruso seguía intacto. Las tropas del zar y las del Sol Naciente se enfrentaron en la batalla de Mukden y, esta vez sí, los japoneses infligieron graves daños al ejército ruso, que no tuvo más remedio que replegarse al norte de esa ciudad. Manchuria se había convertido de pronto en un sueño fuera de su alcance.

Quedaba Rozhestvenski, la última esperanza del zar. Al contralmirante, en cambio, no le quedaba ninguna. Con los medios de que disponía, estaba convencido de que navegaba hacia el desastre. Desoídas sus opiniones al respecto, se resignaba a perder la vida en combate, aunque dispuesto a convertirse en un enemigo difícil de batir.

Togo y su tripulación antes de entrar en combate.
Togo y su tripulación antes de entrar en combate. Dominio público

Mediado mayo, dejaba atrás las costas de Indochina. Sus órdenes eran unirse con la flota de Vladivostok, ahora libre de hielos. Se decidió por la ruta menos mala, aun sabiendo que era la más directa hacia la armada japonesa: a través del golfo de Corea. A finales de mes, Togo y Rozhestvenski se enfrentaron en el estrecho de Tsushima. Fue un duelo a la altura de sus aptitudes, pero el contralmirante volvía a estar en lo cierto. La flota del Báltico no estaba en condiciones. Fue casi completamente destruida y su comandante capturado.

La rápida firma de la paz

La derrota en Tsushima y los aires de rebelión interna convencieron al zar de la necesidad de negociar la paz, para lo que rehabilitó al conde Witte. Japón, pese al triunfo, tenía la misma prisa, porque el esfuerzo bélico había dejado exhausto al país. Ambos contendientes aceptaron la oferta de mediación del presidente estadounidense Theodore Roosevelt, y en agosto se inauguró la Conferencia de Portsmouth. 

Japón logró el control de la península de Liaotung y de la parte meridional de Sajalín, el protectorado sobre Corea y la evacuación del ejército ruso de Manchuria. Menos de lo que esperaba. Aun así, el prestigio japonés creció como la espuma en el resto de Asia, que no previó el dominio, tanto o más feroz que el occidental, que la nueva potencia impondría sobre buena parte del continente en los años siguientes.

Para la Rusia autocrática representó un paso más hacia la tumba. El estallido de la Revolución de 1905, aplastada a finales de año, fue el preludio de la que doce años después derrocaría a Nicolás II.

¿Y qué fue de los dos contendientes de Tsushima? En el juicio por la derrota, celebrado en 1906, Rozhestvenski se autoinculpó, pero la sentencia le declaró inocente, tras lo cual decidió retirarse. Murió en 1909, a los 60 años. En cuanto a Togo, convertido en héroe, fue nombrado jefe del Estado Mayor Naval y miembro del Consejo Supremo de Guerra. Recibió el título de conde y se le encargó la educación del príncipe heredero Hirohito. Murió en 1934, a los 86 años.

Esclavos, barro y burdeles: así nació Washington City

El Capitolio en construcción en 1860. Wikimedia Commons / National Archives and Records Administration

Autora: Montserrat Huguet

Fuente: theconversation.com 23/07/2020

La ciudad que hoy conocemos como Washington D.C. poco tiene que ver con el Washington City del siglo XIX. Unos pocos hitos urbanísticos y arquitectónicos se mantienen desde entonces: el Mall, la Casa Blanca o Capitol Hill, en un plano en uve entre las riberas del Potomac. Desde luego, no es una ciudad embarrada y recorrida por cuerdas de esclavos.

Proyecto inconcluso

La ciudad de Washington surgió de la concurrencia entre el proyecto urbanístico del arquitecto L´Enfant (1790) y el pragmatismo cotidiano para solventar los problemas de construcción. Los planos originales aportaban ideas: amplias avenidas como expresión de la democracia, accesibilidad sin restricción de clase a los edificios de la soberanía popular, y monumentos que expresaban el triunfo de la república virtuosa.

Plan de L’Enfant para Washington, revisado por Andrew Ellicott. Wikimedia Commons / Library of Congress

Pero no se habían considerado los imponderables: que el terreno se inundaba con las mareas o que, a la hora de avanzar en las obras, tendían a primar los intereses espurios de políticos y comerciantes. La ciudad de las imponentes avenidas, en el recién creado Distrito de Columbia, se levantaba para albergar la administración federal y ofrecer al mundo la imagen de la República, pero a finales del siglo XIX seguía inconclusa. Las arcas municipales siempre estaban vacías y las obras se frustraban por razones impredecibles.

A pesar de ello en el día a día el tejido de la urbe iba tomando cuerpo. La sociedad capitalina reclamaba soluciones eficaces en materia de alojamientos, de transportes e de infraestructuras. Y el primer alcalde, Robert Brent con los arquitectos Latrobe o Hoban, autores de las arquitecturas relevantes de la ciudad, impulsaban un proyecto complejo, al que además cada Presidente quería aportar matices. En los archivos urbanos y crónicas se constata la excepcional actividad de las autoridades ante el reto de una urbe erigida ex nihilo.

Newspaper Row, Washington, D.C. Grabado de Harper’s New Monthly Magazine (enero de 1874). Wikimedia Commons / National Archives and Records Administration

Barro y trifulcas

A la altura del segundo tercio del siglo XIX la imagen de Washington City era chocante, a juicio de los viajeros: las vías excesivas sin acabar, los edificios públicos inconclusos, los hospedajes pobretones e inadecuados a la dignidad de políticos y viajeros. Los ciudadanos estaban mal instalados pese a que había solares vacíos junto a zonas abigarradas y los saneamientos urbanos eran deficientes todavía bajo el mandato de Lincoln.

Con el deshielo y el calor, la capital de los Estados Unidos se convertía en un barrizal insalubre. Los diplomáticos detestaban ser destinados a Washington City incluso si la municipalidad les regalaba suelo para abrir legaciones. En las principales calles, reyertas y trifulcas daban fe de la enorme tensión social.

Una ciudad de hombres… aburridos

La sociedad de Washington fue en origen masculina. Las mujeres se resistían a acompañar a sus maridos hasta la capital. Debido a las pobres comunicaciones y la dureza del viaje en invierno, al principio, durante la temporada legislativa, los congresistas –también los militares– residían en la ciudad sin sus familias. Asistían a sus obligaciones en Capitol Hill y veían cómo hacer fortuna personal.

Pero se aburrían. De modo que frecuentaban las casas de esparcimiento. La prostitución fue una industria muy beneficiosa, alcanzando altas cotas en los años cincuenta. Los burdeles movían dinero, directa e indirectamente, en los negocios asociados: hoteles, juego, comercios de ropa y complementos, lavanderías, artículos de lujo, tabaco, fotos pornográficas… Hooker´s Division en Murder´s Bay fue una zona con notable actividad prostibularia.

Ciudad provinciana en muchos aspectos, Washington no era timorata. El estilo en los hábitos cotidianos entre hombres y mujeres resultaba indecoroso a ojos de los visitantes europeos como la escritora inglesa Frances Trollope.

El geógrafo Von Humboldt o el héroe Lafayette encontraron en cambio muy interesante la sociedad washingtoniana.

Subasta de esclavos. Ilustración de Narrative of the Life and Adventures of Henry Bibb, An American Slave, Written by Himself, 1815. Documenting the American South (DocSouth) – University of North Carolina at Chapel Hill

Códigos de negros

Los afrodescendientes actuales reivindican que la ciudad de Washington fue construida por sus ancestros esclavos, lo que es cierto, aunque parcialmente. A lo largo de los primeros años, para abrir avenidas, cavar canales y elevar edificios se contó además con población negra libre y, sobre todo, con miles de europeos, la mayoría de procedencia irlandesa, tan menesterosos que necesitaban la asistencia municipal para subsistir.

Slave state, free state, ilustración de Narrative of the Life and Adventures of Henry Bibb, An American Slave, Written by Himself, 1815. Documenting the American South (DocSouth) – University of North Carolina at Chapel Hill

En torno a 1800, la esclavitud era un negocio que daba buenos réditos en una ciudad en la que flojeaban las empresas. George Washington y Thomas Jefferson, primer y tercer presidentes, poseían plantaciones prósperas gracias al trabajo esclavo. John Adams, que gobernó entre ambos, fue la excepción. Abolicionista convencido, no aceptaba la presencia de esclavos en la Casa presidencial.

Pese al constante debate en torno a la esclavitud, en la capital muchos de los representantes estatales tenían a su servicio esclavos doméstico y no veían objeciones a una “industria” lucrativa que tenía en Washington City el principal mercado de esclavos con destino a las plantaciones del sur.

Negros libres y esclavos se mezclaban en tareas artesanas, comerciales y domésticas. En la práctica era difícil distinguir la condición legal de un hombre negro. Los libres, que estaban obligados a portar una cédula que acreditaba su condición, no gozaban de facto de toda su libertad. Como la de los esclavos, su vida se regía por los llamados Códigos de Negros, compendios pormenorizados sobre la interacción social de las personas negras, entre sí y con los blancos.

El abolicionismo acabaría ganando el favor público en Washington City, en parte gracias al debate fomentado por la Negro Press, como The Liberator, de William Lloyd Garrison.

En los años cincuenta del siglo XIX, en el distrito de Columbia, la economía se transformaba y los esclavos ya no representaban un recurso tan beneficioso.

Estilo digno

La gente de esta ciudad, en la avanzadilla de lo que luego sería el Sur, resultaba encantadora. Como sociedad que se esfuerza por mostrar lo mejor de sí, las crónicas muestran un Washington City que abunda en eventos sociales y soirées.

Retrato de Margaret Bayard Smith por Charles Bird King. Wikimedia Commons / Smithsonian Institute

Desde la Presidencia, Jefferson, para distinguirse del elitismo y la rigidez de las cortes europeas, perfiló un estilo relajado, aunque digno, que proporcionó a la ciudad fama de hospitalaria. A su mesa, la figura de Margaret Bayard Smith, cronista local y autora de un texto clave para la historia social de la ciudad en sus inicios: The First Forty Years of Washington Society, publicada en 1906.

Bayard fue representativa de las mujeres que lideraron la articulación social de la capital, con figuras como las esposas de los presidentes, a quienes no se llamaba aún primeras damas. Para los estadounidenses, Abigail Adams o Dolley Madison, la “Reina Dolly”, no necesitan presentación.

Afán por la educación y la prensa

Algunos aspectos del tejido de la ciudad desde sus orígenes se han mantenido dando continuidad al proyecto. Desde su fundación, los periódicos fueron clave para la ciudad de Washington y en general la cultura republicana. Imprescindible el Intelligencer, empresa privada pero herramienta gubernamental, ejemplo de la partisan press (prensa partidista).

También fue especialmente relevante el capítulo de las instituciones educativas colleges y escuelas superiores de enfermería y medicina.

El afán por educar a la gente, y no solo las élites, fue constante en los procesos de configuración de la sociedad de Washington City. A comienzos del siglo XIX, y pese a lo efímero de muchas iniciativas religiosas y laicas, a falta aún de una mentalidad colectiva propicia, se abrían en Washington locales populares de préstamo de libros y escuelas. También para las niñas, y para los escolares negros, libres o esclavos.

Tras varias décadas de elogiables, pero frustrantes desarrollos urbanísticos –dependían de los fondos del Congreso– la ciudad de Washington había adquirido fama de lugar que conviene visitar, aunque no para instalarse. Las ventajas derivadas de la capitalidad federal quedan mermadas por una cotidianidad desesperante. Hasta bien entrado el siglo XX la capital de los Estados Unidos carecería del atractivo de ciudades históricas cercanas, como Boston y Filadelfia, o el dinamismo de Nueva York.

Los 20 000 esclavos de Carlos III, el ‘mejor’ alcalde de Madrid

Carlos III comiendo ante su corte (Luis Paret y Alcázar, 1775). Wikimedia Commons / Museo del Prado

Autor: José Miguel López García

Fuente: theconversation.com 23/07/2020

Al concluir la Guerra de los Siete Años en 1763, los ministros de Carlos III decidieron impulsar el desarrollo de la esclavitud dentro del Imperio español. Para tal fin, nada mejor que fomentar en el Caribe plantaciones azucareras similares a las que ya habían creado los franceses y británicos. Esto implicaba auspiciar la creación de compañías nacionales de traficantes de esclavos, cuyos barcos desplazaran a los de otras potencias dedicadas al comercio de las valiosas piezas de indias; y proceder a la reducción de los aranceles que lo gravaban, hasta lograr el libre comercio de esclavos en 1789.

La expansión de la trata negrera corrió pareja a otro hecho de singular relevancia: el soberano se convirtió en el mayor propietario de mano de obra cautiva de la Monarquía hispánica.

Carlos VII, rey de Nápoles (futuro Carlos III de España), por Giovanni Maria delle Piane, 1737. Wikimedia Commons / Museo del Prado

La mitad de sus 20 000 esclavos estaban alojados en Cuba construyendo fortificaciones en La Habana o prestando sus servicios en la mina del Cobre en Santiago de Cuba. Otros 8 500 trabajaban en haciendas azucareras y ganaderas diseminadas por Colombia, Perú, Ecuador y Chile. Los 1 500 restantes estaban alojados en la Península ibérica, en los arsenales de la Armada, especialmente en Cartagena, o realizaban obras públicas en las inmediaciones de la corte, como los 300 esclavos argelinos que desmontaron la subida al Alto del León en el puerto de Guadarrama.

6 000 esclavos ‘madrileños’

Aviso de la venta de un negro de 20 años junto a un coche nuevo y un par de mulas publicado el 19 de octubre de 1765 en el Diario Noticioso de Madrid nº 1524. BNE – Hemeroteca Digital

El apogeo de la esclavitud tenía por fuerza que hacerse sentir en el centro neurálgico del Imperio español: al despuntar la década de 1760 había en Madrid unos 6 000 esclavos, que por entonces equivalían al 4% de su población total: su presencia cotidiana en las calles y plazas confería a la capital un aspecto de ciudad multiétnica.

La mayoría formaba parte del servicio doméstico de los complejos palaciegos de la realeza y de las residencias pertenecientes a la aristocracia, el clero y otras fracciones de la clase dominante, dueñas por excelencia de estas valiosas mercancías, cuyo disfrute también les confería reconocimiento social.

Junto a las múltiples actividades laborales desempeñadas en las casas de sus amos, otro grupo más reducido trabajaba en talleres artesanales, mientras que unos pocos cultivaban con éxito las bellas artes. Es el caso del miembro de la Casa de los Negros del Palacio Nuevo (Palacio Real) Antonio Carlos de Borbón, arquitecto de obras reales y autor de la fábrica de Porcelanas del Buen Retiro, o de su hermano Joseph Carlos de Borbón, pintor de Cámara, diez de cuyas obras forman parte de la colección del Museo del Prado. Pero incluso estos “privilegiados” fámulos, que después de ser liberados llevaban el nombre y el apellido de su amo, acabaron muriendo en la más absoluta miseria.

Paisaje con ruinas y figuras pintado por Joseph Carlos de Borbón. Wikimedia Commons / Museo del Prado

Resistencia y rechazo

A finales del reinado de Carlos III, el esclavizado madrileño es un varón negro que tiene menos de 25 años. A diferencia de la centuria precedente, ya no es un moro de presa, esto es, un magrebí o un súbdito del Imperio otomano que ha sido capturado en una campaña militar, sino un negro de nación oriundo de las costas del África occidental y, cada vez con más frecuencia, de las colonias hispanoamericanas.

Dicho cambio en el fenotipo, y el consecuente alejamiento de las fuentes de aprovisionamiento de la mano de obra cautiva, hará que su precio en el mercado de esclavos madrileño sea a finales del siglo XVIII cuatro veces más alto que al despuntar la centuria. No obstante, las causas del declive de la esclavitud que por entonces se observa no fueron solo, ni principalmente, económicas, sino que tienen unas raíces sociales más profundas.

Porque, al carecer de los derechos sociales más elementales, estar marcado con un hierro en el rostro y sufrir duros castigos corporales, el esclavizado madrileño ansiaba la libertad, de ahí que protagonizase numerosos actos de resistencia individual. Para disciplinar a estos rebeldes incorregibles y capturar a los cimarrones, los amos necesitarán del auxilio de las instituciones judiciales, policiales y militares del Estado absolutista, de manera que cuando este comience a quebrar, arrastrará en su caída a esa modalidad de trabajo embridado.

Una muerte anunciada

Finalmente, tampoco podemos pasar por alto el rechazo que esta institución brutal y lucrativa provocó entre las clases populares de la metrópoli, de suerte que sus miembros no dudarán en ayudar a los esclavos en apuros o incluso procederán a linchar a algún amo que maltrataba a su negro en la vía pública en 1808.

Desde esta perspectiva, el decreto de las Cortes españolas que en 1837 abolió la esclavitud legal en la Península ibérica sólo puso el punto y final a la crónica de una muerte anunciada.


El presente artículo constituye un resumen de una parte de la obra ‘La esclavitud a finales del Antiguo Régimen. Madrid, 1701-1837. De moros de presa a negros de nación’. Madrid: Alianza Editorial, 2020, en la cual el curioso lector podrá encontrar todas las referencias bibliográficas y archivísticas.

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