Los 20.000 esclavos de Carlos III

Carlos III comiendo ante su corte (Luis Paret y Alcázar, 1775). WIKIMEDIA COMMONS / MUSEO DEL PRADO

Autor: JOSÉ MIGUEL LÓPEZ GARCÍA

Fuente: elpais.com 2020/07/25

Al concluir la Guerra de los Siete Años en 1763, los ministros de Carlos III decidieron impulsar el desarrollo de la esclavitud dentro del Imperio español. Para tal fin, nada mejor que fomentar en el Caribe plantaciones azucareras similares a las que ya habían creado los franceses y británicos. Esto implicaba auspiciar la creación de compañías nacionales de traficantes de esclavos, cuyos barcos desplazaran a los de otras potencias dedicadas al comercio de las valiosas piezas de indias; y proceder a la reducción de los aranceles que lo gravaban, hasta lograr el libre comercio de esclavos en 1789.

La expansión de la trata negrera corrió pareja a otro hecho de singular relevancia: el soberano se convirtió en el mayor propietario de mano de obra cautiva de la Monarquía hispánica.

La mitad de sus 20.000 esclavos estaban alojados en Cuba construyendo fortificaciones en La Habana o prestando sus servicios en la mina del Cobre en Santiago de Cuba. Otros 8.500 trabajaban en haciendas azucareras y ganaderas diseminadas por Colombia, Perú, Ecuador y Chile. Los 1.500 restantes estaban alojados en la península Ibérica, en los arsenales de la Armada, especialmente en Cartagena, o realizaban obras públicas en las inmediaciones de la Corte, como los 300 esclavos argelinos que desmontaron la subida al Alto del León en el puerto de Guadarrama.

Carlos VII, rey de Nápoles (futuro Carlos III de España), por Giovanni Maria delle Piane, 1737.
Carlos VII, rey de Nápoles (futuro Carlos III de España), por Giovanni Maria delle Piane, 1737. WIKIMEDIA COMMONS / MUSEO DEL PRADO

6.000 esclavos ‘madrileños’

El apogeo de la esclavitud tenía por fuerza que hacerse sentir en el centro neurálgico del Imperio español: al despuntar la década de 1760 había en Madrid unos 6.000 esclavos, que por entonces equivalían al 4% de su población total: su presencia cotidiana en las calles y plazas confería a la capital un aspecto de ciudad multiétnica.

Aviso de la venta de un negro de 20 años junto a un coche nuevo y un par de mulas publicado el 19 de octubre de 1765 en el 'Diario Noticioso de Madrid nº 1524'.
Aviso de la venta de un negro de 20 años junto a un coche nuevo y un par de mulas publicado el 19 de octubre de 1765 en el ‘Diario Noticioso de Madrid nº 1524’. BNE – HEMEROTECA DIGITAL

La mayoría formaba parte del servicio doméstico de los complejos palaciegos de la realeza y de las residencias pertenecientes a la aristocracia, el clero y otras fracciones de la clase dominante, dueñas por excelencia de las consideradas por entonces mercancías, cuyo disfrute también les confería reconocimiento social.

Junto a las múltiples actividades laborales desempeñadas en las casas de sus amos, otro grupo más reducido trabajaba en talleres artesanales, mientras que unos pocos cultivaban con éxito las bellas artes. Es el caso del miembro de la Casa de los Negros del Palacio Nuevo (Palacio Real) Antonio Carlos de Borbón, arquitecto de obras reales y autor de la fábrica de Porcelanas del Buen Retiro, o de su hermano Joseph Carlos de Borbón, pintor de Cámara, 10 de cuyas obras forman parte de la colección del Museo del Prado. Pero incluso estos “privilegiados” fámulos, que después de ser liberados llevaban el nombre y el apellido de su amo, acabaron muriendo en la más absoluta miseria.

Resistencia y rechazo

A finales del reinado de Carlos III, el esclavizado madrileño es un varón negro que tiene menos de 25 años. A diferencia de la centuria precedente, ya no es un «moro de presa«, esto es, un magrebí o un súbdito del Imperio otomano que ha sido capturado en una campaña militar, sino un negro de nación oriundo de las costas del África occidental y, cada vez con más frecuencia, de las colonias hispanoamericanas.

Dicho cambio en el fenotipo, y el consecuente alejamiento de las fuentes de aprovisionamiento de la mano de obra cautiva, hará que su precio en el mercado de esclavos madrileño sea a finales del siglo XVIII cuatro veces más alto que al despuntar la centuria. No obstante, las causas del declive de la esclavitud que por entonces se observa no fueron solo, ni principalmente, económicas, sino que tienen unas raíces sociales más profundas.

Porque, al carecer de los derechos sociales más elementales, estar marcado con un hierro en el rostro y sufrir duros castigos corporales, el esclavizado madrileño ansiaba, lógicamente, la libertad, de ahí que protagonizase numerosos actos de resistencia individual. Para disciplinar a estos rebeldes incorregibles y capturar a los cimarrones, los amos necesitarán del auxilio de las instituciones judiciales, policiales y militares del Estado absolutista, de manera que cuando este comience a quebrar, arrastrará en su caída a esa modalidad de trabajo embridado.

Paisaje con ruinas y figuras pintado por Joseph Carlos de Borbón.
Paisaje con ruinas y figuras pintado por Joseph Carlos de Borbón. WIKIMEDIA COMMONS / MUSEO DEL PRADO

Una muerte anunciada

Finalmente, tampoco podemos pasar por alto el rechazo que esta institución brutal y lucrativa provocó entre las clases populares de la metrópoli, de suerte que sus miembros no dudarán en ayudar a los esclavos en apuros o incluso procederán a linchar a algún amo que maltrataba a su negro en la vía pública en 1808.

Desde esta perspectiva, el decreto de las Cortes españolas que en 1837 abolió la esclavitud legal en la península Ibérica solo puso el punto y final a la crónica de una muerte anunciada.


El presente artículo constituye un resumen de una parte de la obra ‘La esclavitud a finales del Antiguo Régimen. Madrid, 1701-1837. De moros de presa a negros de nación’. Madrid: Alianza Editorial, 2020, en la cual el curioso lector podrá encontrar todas las referencias bibliográficas y archivísticas.


José Miguel López García es profesor titular del Departamento de Historia Moderna y Coordinador del Equipo Madrid de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Madrid.

Esclavos, barro y burdeles: así nació Washington City

El Capitolio en construcción en 1860. Wikimedia Commons / National Archives and Records Administration

Autora: Montserrat Huguet

Fuente: theconversation.com 23/07/2020

La ciudad que hoy conocemos como Washington D.C. poco tiene que ver con el Washington City del siglo XIX. Unos pocos hitos urbanísticos y arquitectónicos se mantienen desde entonces: el Mall, la Casa Blanca o Capitol Hill, en un plano en uve entre las riberas del Potomac. Desde luego, no es una ciudad embarrada y recorrida por cuerdas de esclavos.

Proyecto inconcluso

La ciudad de Washington surgió de la concurrencia entre el proyecto urbanístico del arquitecto L´Enfant (1790) y el pragmatismo cotidiano para solventar los problemas de construcción. Los planos originales aportaban ideas: amplias avenidas como expresión de la democracia, accesibilidad sin restricción de clase a los edificios de la soberanía popular, y monumentos que expresaban el triunfo de la república virtuosa.

Plan de L’Enfant para Washington, revisado por Andrew Ellicott. Wikimedia Commons / Library of Congress

Pero no se habían considerado los imponderables: que el terreno se inundaba con las mareas o que, a la hora de avanzar en las obras, tendían a primar los intereses espurios de políticos y comerciantes. La ciudad de las imponentes avenidas, en el recién creado Distrito de Columbia, se levantaba para albergar la administración federal y ofrecer al mundo la imagen de la República, pero a finales del siglo XIX seguía inconclusa. Las arcas municipales siempre estaban vacías y las obras se frustraban por razones impredecibles.

A pesar de ello en el día a día el tejido de la urbe iba tomando cuerpo. La sociedad capitalina reclamaba soluciones eficaces en materia de alojamientos, de transportes e de infraestructuras. Y el primer alcalde, Robert Brent con los arquitectos Latrobe o Hoban, autores de las arquitecturas relevantes de la ciudad, impulsaban un proyecto complejo, al que además cada Presidente quería aportar matices. En los archivos urbanos y crónicas se constata la excepcional actividad de las autoridades ante el reto de una urbe erigida ex nihilo.

Newspaper Row, Washington, D.C. Grabado de Harper’s New Monthly Magazine (enero de 1874). Wikimedia Commons / National Archives and Records Administration

Barro y trifulcas

A la altura del segundo tercio del siglo XIX la imagen de Washington City era chocante, a juicio de los viajeros: las vías excesivas sin acabar, los edificios públicos inconclusos, los hospedajes pobretones e inadecuados a la dignidad de políticos y viajeros. Los ciudadanos estaban mal instalados pese a que había solares vacíos junto a zonas abigarradas y los saneamientos urbanos eran deficientes todavía bajo el mandato de Lincoln.

Con el deshielo y el calor, la capital de los Estados Unidos se convertía en un barrizal insalubre. Los diplomáticos detestaban ser destinados a Washington City incluso si la municipalidad les regalaba suelo para abrir legaciones. En las principales calles, reyertas y trifulcas daban fe de la enorme tensión social.

Una ciudad de hombres… aburridos

La sociedad de Washington fue en origen masculina. Las mujeres se resistían a acompañar a sus maridos hasta la capital. Debido a las pobres comunicaciones y la dureza del viaje en invierno, al principio, durante la temporada legislativa, los congresistas –también los militares– residían en la ciudad sin sus familias. Asistían a sus obligaciones en Capitol Hill y veían cómo hacer fortuna personal.

Pero se aburrían. De modo que frecuentaban las casas de esparcimiento. La prostitución fue una industria muy beneficiosa, alcanzando altas cotas en los años cincuenta. Los burdeles movían dinero, directa e indirectamente, en los negocios asociados: hoteles, juego, comercios de ropa y complementos, lavanderías, artículos de lujo, tabaco, fotos pornográficas… Hooker´s Division en Murder´s Bay fue una zona con notable actividad prostibularia.

Ciudad provinciana en muchos aspectos, Washington no era timorata. El estilo en los hábitos cotidianos entre hombres y mujeres resultaba indecoroso a ojos de los visitantes europeos como la escritora inglesa Frances Trollope.

El geógrafo Von Humboldt o el héroe Lafayette encontraron en cambio muy interesante la sociedad washingtoniana.

Subasta de esclavos. Ilustración de Narrative of the Life and Adventures of Henry Bibb, An American Slave, Written by Himself, 1815. Documenting the American South (DocSouth) – University of North Carolina at Chapel Hill

Códigos de negros

Los afrodescendientes actuales reivindican que la ciudad de Washington fue construida por sus ancestros esclavos, lo que es cierto, aunque parcialmente. A lo largo de los primeros años, para abrir avenidas, cavar canales y elevar edificios se contó además con población negra libre y, sobre todo, con miles de europeos, la mayoría de procedencia irlandesa, tan menesterosos que necesitaban la asistencia municipal para subsistir.

Slave state, free state, ilustración de Narrative of the Life and Adventures of Henry Bibb, An American Slave, Written by Himself, 1815. Documenting the American South (DocSouth) – University of North Carolina at Chapel Hill

En torno a 1800, la esclavitud era un negocio que daba buenos réditos en una ciudad en la que flojeaban las empresas. George Washington y Thomas Jefferson, primer y tercer presidentes, poseían plantaciones prósperas gracias al trabajo esclavo. John Adams, que gobernó entre ambos, fue la excepción. Abolicionista convencido, no aceptaba la presencia de esclavos en la Casa presidencial.

Pese al constante debate en torno a la esclavitud, en la capital muchos de los representantes estatales tenían a su servicio esclavos doméstico y no veían objeciones a una “industria” lucrativa que tenía en Washington City el principal mercado de esclavos con destino a las plantaciones del sur.

Negros libres y esclavos se mezclaban en tareas artesanas, comerciales y domésticas. En la práctica era difícil distinguir la condición legal de un hombre negro. Los libres, que estaban obligados a portar una cédula que acreditaba su condición, no gozaban de facto de toda su libertad. Como la de los esclavos, su vida se regía por los llamados Códigos de Negros, compendios pormenorizados sobre la interacción social de las personas negras, entre sí y con los blancos.

El abolicionismo acabaría ganando el favor público en Washington City, en parte gracias al debate fomentado por la Negro Press, como The Liberator, de William Lloyd Garrison.

En los años cincuenta del siglo XIX, en el distrito de Columbia, la economía se transformaba y los esclavos ya no representaban un recurso tan beneficioso.

Estilo digno

La gente de esta ciudad, en la avanzadilla de lo que luego sería el Sur, resultaba encantadora. Como sociedad que se esfuerza por mostrar lo mejor de sí, las crónicas muestran un Washington City que abunda en eventos sociales y soirées.

Retrato de Margaret Bayard Smith por Charles Bird King. Wikimedia Commons / Smithsonian Institute

Desde la Presidencia, Jefferson, para distinguirse del elitismo y la rigidez de las cortes europeas, perfiló un estilo relajado, aunque digno, que proporcionó a la ciudad fama de hospitalaria. A su mesa, la figura de Margaret Bayard Smith, cronista local y autora de un texto clave para la historia social de la ciudad en sus inicios: The First Forty Years of Washington Society, publicada en 1906.

Bayard fue representativa de las mujeres que lideraron la articulación social de la capital, con figuras como las esposas de los presidentes, a quienes no se llamaba aún primeras damas. Para los estadounidenses, Abigail Adams o Dolley Madison, la “Reina Dolly”, no necesitan presentación.

Afán por la educación y la prensa

Algunos aspectos del tejido de la ciudad desde sus orígenes se han mantenido dando continuidad al proyecto. Desde su fundación, los periódicos fueron clave para la ciudad de Washington y en general la cultura republicana. Imprescindible el Intelligencer, empresa privada pero herramienta gubernamental, ejemplo de la partisan press (prensa partidista).

También fue especialmente relevante el capítulo de las instituciones educativas colleges y escuelas superiores de enfermería y medicina.

El afán por educar a la gente, y no solo las élites, fue constante en los procesos de configuración de la sociedad de Washington City. A comienzos del siglo XIX, y pese a lo efímero de muchas iniciativas religiosas y laicas, a falta aún de una mentalidad colectiva propicia, se abrían en Washington locales populares de préstamo de libros y escuelas. También para las niñas, y para los escolares negros, libres o esclavos.

Tras varias décadas de elogiables, pero frustrantes desarrollos urbanísticos –dependían de los fondos del Congreso– la ciudad de Washington había adquirido fama de lugar que conviene visitar, aunque no para instalarse. Las ventajas derivadas de la capitalidad federal quedan mermadas por una cotidianidad desesperante. Hasta bien entrado el siglo XX la capital de los Estados Unidos carecería del atractivo de ciudades históricas cercanas, como Boston y Filadelfia, o el dinamismo de Nueva York.