La desamortización española

Autor: EDMUNDO FAYANAS ESCUER

Fuente: Nueva Tribuna 18/12/2020

La Real Academia de la Lengua defines el término desamortización como Proceso por el cual se liberalizan los bienes que estaban en las llamadas manos muertas, por lo que no podían ser enajenados, bien por estar vinculados a un linaje (mayorazgo) o a instituciones (Iglesia, ayuntamientos, Estado, hospitales, etc.).

La desamortización fue un largo proceso histórico, económico y social iniciado a finales del siglo XVIII con la denominada “desamortización de Godoy” en el año 1798, aunque ya hubo un antecedente en el reinado de Carlos III.

Consistió en poner en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante una subasta pública, las tierras y bienes que hasta entonces no se podían vender, hipotecar o ceder y se encontraban en poder de las llamadas “manos muertas”, es decir, la iglesia católica y las órdenes religiosas que los habían acumulado como habituales beneficiarias de donaciones, testamentos y abintestatos (1) y los llamados baldíos (2) y las tierras comunales de los municipios, que servían de complemento para la precaria economía de los campesinos.

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Como dice Francisco Tomás y Valiente, la desamortización española presentó las características siguientes: apropiación por parte del Estado y por decisión unilateral suya de bienes inmuebles pertenecientes a “manos muertasventa de los mismos y asignación del importe obtenido con las ventas a la amortización de los títulos de la deuda”.

Sucedió un fenómeno de características más o menos parecidas en otros países. La finalidad prioritaria de las desamortizaciones realizadas en España fue conseguir unos ingresos extraordinarios para amortizar los títulos de Deuda Pública fundamentalmente los vales reales (3) que expedía el Estado para financiarse o extinguirlos, porque en alguna ocasión también se admitieron como pago en las subastas.

Persiguió acrecentar la riqueza nacional y crear una burguesía y clase media de labradores que fuesen propietarios de las parcelas, para que cultivaran y crearan las condiciones capitalistas y de esta forma el Estado pudiera recaudar más y mejores impuestos.

La desamortización fue una de las armas políticas con la que los liberales intentaron modificar el sistema de la propiedad del Antiguo Régimen con la finalidad de implantar el nuevo “estado liberal” durante la primera mitad del siglo XIX.

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LAS PRIMERAS DESAMORTIZACIONES

Los ilustrados mostraron una gran preocupación por el atraso de la agricultura española. Todos coincidían en que una de las causas principales del problema agrario del país era la enorme extensión que alcanzaba en España la propiedad amortizada en poder de la Iglesia y de los municipios.

Las tierras que detentaban estaban en general mal cultivadas, además de que quedaban al margen del mercado, pues no se podían enajenar, ni vender, ni hipotecar, ni ceder, con el consiguiente aumento del precio de la tierra libre, y además no tributaban a la Hacienda Real por los privilegios de sus propietarios. Se calcula que un tercio de las tierras agrícolas pertenecían a la Iglesia.

El conde de Floridablanca, que era ministro de Carlos III, en su famoso “Informe reservado” del año 1787 se quejaba de los perjuicios principales que provoca la propiedad de la tierra de la iglesia. Así dice:

“El principal problema es que estos bienes de la iglesia no pagan impuestos. Pero también hay otros dos problemas como es la recarga que sufren los demás vasallos y quedar estos bienes expuestos a deteriorarse y perderse luego que los poseedores no puedan cultivarlos o sean desaplicados o pobres, como se experimenta y ve con dolor en todas partes, pues no hay tierras, casas ni bienes raíces más abandonados y destruidos que los de capellanías(4) y otras fundaciones perpetuas, con perjuicio imponderable del Estado”.

Una de las propuestas que hicieron los ilustrados, especialmente Pablo de Olavide y Gaspar Melchor de Jovellanos, fue poner en venta los bienes llamados baldíos. Se trataba de tierras incultas y despobladas que pertenecían a los Ayuntamientos y que se solían destinar a pastos para el ganado.

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Para Olavide la protección que se había dado hasta entonces a la ganadería era una de las causas del atraso agrario, por lo que propugnaba que todas las tierras deben producir y por eso los baldíos debían venderse en primer lugar a los ricos, porque disponen de medios para cultivarlas, aunque una parte debía reservarse a los campesinos que tuvieran dos pares de bueyes.

Se constituiría con el dinero obtenido una Caja provincial que serviría para la construcción de obras públicas. De esta forma se conseguirían “vecinos útiles, arraigados y contribuyentes, logrando al mismo tiempo la extensión de la labranza, el aumento de la población y la abundancia de los frutos”.

La propuesta de Jovellanos respecto de los bienes de los municipios era mucho más radical, ya que a diferencia de Olavide, que solo proponía la venta de los baldíos respetando con ello la parte más importante de los recursos de los Ayuntamientos, también incluía en la privatización las tierras concejiles, por lo que se incluía los bienes propios, que eran las tierras que procuraban más rentas a las arcas municipales.

Jovellanos era partidario ferviente del liberalismo económico y decía: “el oficio de las leyes… no debe ser excitar ni dirigir, sino solamente proteger el interés de sus agentes, naturalmente activo y bien dirigido a su objeto”.

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Defendió la venta libre y absoluta de estos bienes, sin hacer distinciones entre los posibles compradores, porque para Jovellanos: “la liberación de baldíos y tierras concejiles es un bien en sí mismo, pues al dejar de estar tales tierras amortizadas, pasan a depender del interés individual y pueden ser inmediatamente puestas en cultivo”.

Los ilustrados no defendieron la desamortización de las tierras de la iglesia, sino que propugnaron que se limitara la adquisición de más tierras por parte de las instituciones eclesiásticas, aunque esta propuesta tan moderada fue rechazada por la Iglesia y también por la mayoría de los miembros del Consejo Real cuando se sometió a votación en junio del año 1766.

Los dos folletos donde se argumentaba la propuesta fueron incluidos en el Índice de libros prohibidos de la Inquisición:

  • “El Tratado de la regalía de Amortización” de Pedro de Campomanes, que fue publicado en el año 1765.
  •  “El Informe sobre la ley agraria” de Jovellanos, publicado en el año 1795.

La moderación del reformismo ilustrado se pone muy claramente de manifiesto cuando solo defiendan la limitación o paralización en el futuro de la amortización eclesiástica y la resistencia de la Iglesia a hacer concesiones en el terreno económico.

Carlos III

Las tímidas medidas desamortizadoras acordadas durante el reinado de Carlos III hay que situarlas en el contexto de los motines que tuvieron lugar en la primavera del año 1766 y que son conocidos con el nombre del motín de Esquilache.

La medida más importante fue una iniciativa del corregidor intendente de Badajoz que para aplacar la revuelta ordenó entregar en arrendamiento las tierras municipales a los “vecinos más necesitados, atendiendo en primer lugar a los senareros(5) y braceros que por sí o a jornal puedan labrarlas, y después de ellos a los que tengan una canga de burros, y labradores de una yunta, y por este orden a los de dos yuntas(6) con preferencia a los de tres, y así respectivamente”.

El conde de Aranda, recién nombrado ministro por Carlos III, extendió la medida a toda Extremadura mediante la Real Provisión del dos de mayo del año 1766. A partir del año 1767 se extendió a todo el Reino. Esta medida fue desarrollada por una Orden Real a lo largo del año 1768, donde se explicaba que la medida estaba destinada a atender a los jornaleros y campesinos más pobres, pues buscaba el común beneficio.

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Sin embargo, esta medida que no era una desamortización, porque las tierras eran arrendadas y seguían siendo propiedad de los municipios, estuvo vigente apenas tres años, pues fue derogada el veintiséis de mayo del año 1770.

Se justifica diciendo: “los inconvenientes que se han seguido en la práctica de las diferentes provisiones expedidas anteriormente sobre repartimiento de tierras”. Se dice esto como consecuencia de que muchos jornaleros y campesinos pobres que habían recibido lotes de tierras, no las habían podido cultivar adecuadamente, dejando de pagar los censos, porque carecían de los medios necesarios para ello, ya que las concesiones no fueron acompañadas de créditos que les permitieran adquirirlos.

Las tierras de los municipios pasaron a manos de las oligarquías de los municipios. Eran los mismos que habían criticado abiertamente las primeras medidas, porque estimaban que los braceros carecían de medios para poner en plena explotación las tierras que se les entregasen.

Para Francisco Tomás y Valiente, los políticos de Carlos III “actuaron movidos más por razones económicas que por otras de índole social, que o no aparecen en sus planes y en los preceptos legales, o cuando surgieron en éstos se vieron sofocadas en primer lugar por la falta de medios adecuados para su aplicación real, y en segundo término, por la resistencia que la plutocracia provinciana opuso a cualquier reforma social… con todo… las medidas desamortizadoras de Carlos III e incluso los correlativos planes de quienes entonces se ocuparon de esta cuestión poseen en común una característica importante y positiva: su conexión con un más amplio plan de reforma o regulación de la economía agraria”.

La desamortización de Godoy

Carlos IV obtuvo permiso de la Santa Sede, en el año 1798, para expropiar los bienes de los jesuitas y de obras pías (7) que, en conjunto, venían a ser una sexta parte de los bienes eclesiásticos. Se desamortizaron bienes de los jesuitas, sus hospitales, hospicios, Casas de Misericordia y de Colegios mayores universitarios e incluía también bienes no explotados de particulares.

Tomás y Valiente dice que con la desamortización de Godoy se da un giro decisivo al vincular la desamortización a los problemas de la Deuda Pública, a diferencia de lo ocurrido con las medidas desamortizadoras de Carlos III que buscaban, aunque de forma muy limitada, la reforma de la economía agraria.

Las desamortizaciones liberales del siglo XIX seguirán el planteamiento de la desamortización de Godoy y no el de las medidas de Carlos III.

LAS DESAMORTIZACIONES LIBERALES

José Bonaparte decretó, el dieciocho de agosto del año 1809, la supresión de todas las Órdenes regulares, monacales, mendicantes y clericales. Sus bienes pasarían automáticamente a propiedad de la nación.

Muchas instituciones religiosas quedaron de esta forma disueltas de hecho. La guerra de la Independencia produjo con frecuencia idénticos efectos en muchos conventos y monasterios.

José Bonaparte realizó también una pequeña desamortización que no implicó la supresión de la propiedad, sino la confiscación de sus rentas para el avituallamiento y gastos de guerra de las tropas francesas, de forma que se devolvieron en el año 1814.

Las Cortes de Cádiz

Los diputados de las Cortes de Cádiz reconocieron después de un intenso debate que tuvo lugar en marzo del año 1811, la enorme deuda acumulada en forma de Vales Reales producido durante el reinado de Carlos IV y que el Secretario de Hacienda interino, José Canga Argüelles calculó en unos 7.000 millones de reales.

Tras rechazar que los vales reales solo fueran reconocidos por su valor en el mercado, muy por debajo de su valor nominal, lo que significaba la ruina de sus detentadores y la imposibilidad de obtener nuevos créditos.

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José Argüelles presentó una Memoria Económica que proponía desamortizar determinados bienes que estuviesen en las llamadas manos muertas para que se pusiesen a la venta, siendo esta propuesta aprobada.

Se realizaron las subastas por el importe de los dos tercios del precio que había de pagarse mediante “títulos de la deuda nacional”, lo que incluía los vales reales de Carlos IV y los nuevos “billetes de crédito liquidados” que se habían emitido desde el año 1808 para sufragar los gastos de la guerra de la Independencia.

El dinero en efectivo obtenido en las subastas también se dedicaría al pago de los intereses y de los capitales de la Deuda del Estado.

La propuesta de Argüelles quedó realizada en el Decreto, de trece de septiembre, y por la cual se consideraban bienes nacionales a las propiedades que iban a ser incautadas por el Estado para venderlas en pública subasta.

Se trataba de los bienes confiscados o por confiscar a Manuel Godoy, a sus partidarios y a los denominados afrancesados. Además, los bienes de las Ordenes militares de San Juan de Jerusalén, Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa. Fueron vendidos los conventos y monasterios suprimidos o destruidos durante la guerra, las fincas de la Corona, salvo los Reales Sitios destinados a servicio y recreo del rey y la mitad de los baldíos y realengos (8) de los municipios.

Tomás y Valiente valora que “este decreto de 13 de septiembre de 1813, que en cierto modo constituye la primera norma legal general desamortizadora del siglo XIX, apenas pudo aplicarse debido al inmediato retorno de Fernando VII y del Estado absolutista. Pero junto con la Memoria de Canga Argüelles encierra todos los principios y mecanismos jurídicos de la posterior legislación desamortizadora”.

Para alcanzar estos tres fines a la vez se dividirían los bienes a desamortizar en dos mitades. La primera estaría vinculada al pago de la Deuda Nacional, por lo que serían vendidas en pública subasta, admitiéndose el pago por todo su valor en títulos de créditos pendientes desde el año 1808 o subsidiariamente en vales reales.

La segunda mitad se repartiría en lotes de tierras gratuitas en favor de los que hubiesen prestado servicios en la guerra y a los vecinos sin tierras, aunque estos últimos debían pagar un canon y si dejaban de hacerlo, perdían el lote asignado definitivamente, lo que invalidaba en gran parte la finalidad social proclamada en el Decreto.

Esto daba la razón a aquellos diputados como José María Calatrava y Vicente Terrero que se habían opuesto al Decreto, especialmente a la venta de los bienes de propios, patrimonio sobre el que descansa el gobierno económico y la política rural de los pueblos.

Terrero afirmó durante uno de los debates:

“Me opongo a la venta de propios y baldíos…¿para quién será el fruto de semejantes ventas? Acabo de oírlo: para tres o cuatro poderosos, que con harto poco estipendio engrasarían con perjuicio común sus propios intereses”.

El Trienio Liberal

Los gobiernos liberales del Trienio tuvieron que hacer frente de nuevo al problema de la deuda que durante el sexenio absolutista, entre los años 1814 y 1820 no se había resuelto.

Las nuevas Cortes revalidaron el Decreto de las Cortes de Cádiz, del trece de septiembre del año 1813, mediante un nuevo Decreto del nueve de agosto del año 1820 que añadió a los bienes a desamortizar las propiedades de la Inquisición recién extinguida.

La diferencia del Decreto del año 1820 sobre el del año 1813 era, que en el pago de los remates de las subastas no se admitiría dinero en efectivo sino solo por medio de vales reales y otros títulos de crédito público, y por su valor nominal a pesar de que su valor en el mercado era muy inferior. Tomás y Valiente lo consideró como el Decreto más radical de los que vinculaban desamortización con Deuda Pública.

A causa del bajísimo valor de mercado de los títulos de la deuda respecto de su valor nominal, el desembolso efectivo realizado por los compradores fue muy inferior al importe del precio de tasación. Sirva como ejemplo, que en alguna ocasión no pasó del 15 % de este valor. Ante tales ventas escandalosas, hubo diputados, en el año 1823, que propusieron su suspensión y la entrega de los bienes en propiedad a los arrendatarios de los mismos.

Uno de estos diputados declaró: “que por defecto de la enajenación, las fincas han pasado a manos de ricos capitalistas, y éstos, inmediatamente que han tomado posesión de ellas, han hecho un nuevo arriendo, generalmente aumentando la renta al pobre labrador, amenazándole con el despojo en el caso de que no la pague puntualmente”. No obstante de aquellos resultados y estas críticas, el proceso desamortizador siguió adelante, sin modificar su planteamiento.

Por una Orden, de ocho de noviembre del año 1820, que sería sustituida por un Decreto de veintinueve de junio del año 1822, las Cortes del Trienio también restablecieron el Decreto, del cuatro de enero del año 1813 de las Cortes de Cádiz, sobre la venta de baldíos y bienes de propios de los municipios.

La desamortización eclesiástica, a diferencia de las Cortes de Cádiz que no legisló nada al respecto, sí fue abordada por las Cortes del Trienio en relación con los bienes del clero regular.

El Decreto, del uno de octubre del año 1820. suprimió: “todos los monasterios de las Órdenes Monacales, los canónigos regulares de San Benito, de la congregación claustral tarraconense y cesaraugustana, los de San Agustín y los premonstratenses, los conventos y colegios de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava, Montesa y Alcántara, de la Orden de San Juan de Jerusalén, los de la de San Juan de Dios y los betlemitas, y todos los demás hospitales de cualquier clase”.

Sus bienes muebles e inmuebles quedaron sujetos al crédito público, por lo que fueron declarados bienes nacionales sujetos a su inmediata desamortización. Unos días después, por la Ley del once de octubre del año 1820, se prohibía adquirir bienes inmuebles a todo tipo de las denominadas “manos muertas” con lo que se hacía realidad la medida propugnada por los ilustrados del siglo XVIII, como Campomanes o Jovellanos.

Desamortización de Mendizábal

Durante la primera guerra carlista, que enfrentó a los partidarios de la reina Isabel II con los defensores de Carlos María Isidro como aspirante al trono español, Mendizábal debía encontrar recursos financieros para hacer frente a los gastos de la contienda.

El ministro decide aplicar y desarrollar un plan que había sido diseñado con anterioridad por el conde de Toreno: expropiar y vender los bienes eclesiásticos, tanto de órdenes regulares como seculares.

El gobierno presidido por el conde de Toreno aprobó la Real Orden de Exclaustración Eclesiástica, del veinticinco de julio del año 1835 por la que se suprimían todos los conventos en los que no hubiera al menos doce religiosos profesos. Tras la dimisión del conde de Toreno, Mendizábal pasó a ser presidente del Consejo de Ministros. Inmediatamente decretó, el once septiembre del año 1835, la supresión de todos los monasterios de órdenes monacales y militares. Los siguientes Decretos serían:

  • Desarrollo del Decreto del once de octubre del año 1835.
  • El diecinueve de febrero del año 1836 se decretó la venta de los bienes inmuebles de esos monasterios.
  • Se amplió, el ocho de marzo del año 1836, la supresión a todos los monasterios y congregaciones de varones.
  • El Reglamento, del veinticuatro de marzo del año 1836, especificaba todos los cometidos de las juntas diocesanas encargadas de cerrar los conventos y monasterios y, en general, de todo lo necesario para la aplicación del Decreto del ocho de marzo.

Los pequeños labradores no pudieron entrar en las pujas y las tierras fueron compradas por nobles y burgueses urbanos adinerados, de forma que no pudo crearse una verdadera burguesía o clase media en España que sacase al país de su marasmo.

Los terrenos desamortizados por el gobierno fueron únicamente los pertenecientes al clero regular. Por esto, la Iglesia tomó la decisión de excomulgar tanto a los expropiadores como a los compradores de las tierras, lo que hizo que muchos no se decidieran a comprar directamente las tierras y lo hicieron a través de intermediarios o testaferros.

No podemos entender este proceso sin la Real Orden, de diecinueve de octubre de 1836, que dice:

Conformándose S.M…. se ha servido resolver, que el término para los plazos de pago de las cuatro quintas partes del importe en subasta de las fincas Nacionales que se enajenan, principie a contarse desde el día en que satisfecha la primera quinta parte, se le de posesión de ellas, extendiéndose con la misma fecha las obligaciones que deben firmar los compradores, a fin de evitar que éstos hagan suyos simultáneamente en el intermedio desde la toma de posesión hasta el día de la fecha de las obligaciones, los rendimientos de las fincas y los intereses del papel… y que sirva de rectificación a lo dispuesto por el artículo 14 de…”.

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La desamortización tuvo tres objetivos:

  • El objetivo principal fue financiero. Buscar ingresos para pagar la Deuda Pública del Estado, además de conseguir fondos para financiar la guerra carlista.
  • Había también un objetivo político: ampliar la base social del liberalismo con los compradores de bienes desamortizados. Además, buena parte del clero regular apoyaba a los carlistas.
  • Finalmente, se planteó de forma muy tímida un objetivo social: crear una clase media agraria de campesinos propietarios.

Los resultados no fueron todo lo positivos que se podría haber esperado:

  • No solucionó el grave problema de la Deuda Pública.
  • En el terreno político, el liberalismo ganó adeptos, pero también se creó una serie de enemigos que perduró largo tiempo entre el liberalismo y el cristianismo católico.
  • En el terreno social, la mayor parte de los bienes desamortizados fueron comprados por nobles y burgueses urbanos adinerados. Los campesinos pobres no pudieron pujar en las subastas.
  • La desamortización no sirvió para mitigar la desigualdad social, de hecho, muchos campesinos pobres vieron como los nuevos propietarios burgueses subieron los alquileres.

Los resultados de la desamortización explican por qué la nobleza, en general, apoyó al liberalismo, y por qué muchos campesinos se hicieron antiliberales (carlistas) al verse perjudicados por las reformas.

La Iglesia vio desmanteladas las bases económicas de su poder. A cambio de la expropiación, el Estado se comprometió a subvencionar económicamente al clero. El primer ejemplo presupuestario fue la Dotación de Culto y Clero del año 1841.

Mendizábal expresó con toda claridad que su objetivo primordial estribaba en extinguir el mayor número posible de títulos de la deuda y en ello puso todo su afán. No creemos que sea correcto calificar de fracaso el planteamiento de Mendizábal que era restablecer el crédito público, porque no persiguió otros fines o porque la deuda no sólo no se redujo sino que fue aumentando en años posteriores como resultado de la gestión de los gobiernos que le sucedieron.

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No se puede atribuir a Mendizábal esa responsabilidad, ni mucho menos considerarle el responsable material del estado de bancarrota en que se encontraba la Bolsa de Madrid a fines del año 1836.

La Desamortización de Espartero

El dos de septiembre del año 1841 el recién nombrado Regente del Reino, Baldomero Espartero, impuso la desamortización de bienes del clero secular, proyecto que elaboró Pedro Surra Rull. Esta ley durará escasamente tres años y al hundirse el partido progresista, la ley fue derogada.

En el año 1845, bajo la llamada Década Moderada, el Gobierno intentó restablecer las relaciones con la Iglesia, lo que lleva a la firma del Concordato del año 1851.

La Desamortización de Madoz

Durante el bienio progresista que coincidió con el gobierno de los generales Espartero y O’Donnell, el ministro de Hacienda, Pascual Madoz realiza una nueva desamortización en el año 1855 que fue ejecutada con mayor control que la realizada por Mendizábal.

Se publicaba en La Gaceta de Madrid, el tres de mayo del año 1855 y el tres de junio la Instrucción para desarrollarla y llevarla a la práctica.

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Se declaraban en venta todas las propiedades principalmente comunales del ayuntamiento, del Estado, del clero, de las cinco Órdenes Militares, cofradías, obras pías, santuarios, del ex infante Don Carlos, de los propios y comunes de los pueblos, de la beneficencia y de la instrucción pública, con las excepciones de las Escuelas Pías y los hospitalarios de San Juan de Dios, dedicados a la enseñanza y atención médica respectivamente, puesto que con estas actividades se reducían el gasto del Estado en estos ámbitos. Igualmente se permitía la desamortización de los censos pertenecientes a las mismas organizaciones.

Fue ésta la desamortización que alcanzó un mayor volumen de ventas y tuvo una importancia superior a todas las anteriores. Sin embargo, los historiadores se han ocupado tradicionalmente mucho más de la de Mendizábal, cuya importancia reside en su duración, el gran volumen de bienes movilizados y las grandes repercusiones que tuvo en la sociedad española.

Tras haber sido motivo de enfrentamiento entre conservadores y liberales, llegó un momento en que todos los partidos políticos reconocieron la necesidad de rescatar aquellos bienes inactivos, a fin de incorporarlos al mayor desarrollo económico del país.

Se habían vendido en total 198.523 fincas rústicas y 27.442 urbanas en el año 1867. El Estado ingresó 7.856.000.000 de reales entre los años 1855 y 1895, casi el doble de lo obtenido con la desamortización de Mendizábal.

Este dinero se dedicó fundamentalmente a cubrir el déficit del presupuesto del Estado, amortización de deuda pública y obras públicas, reservándose treinta millones de reales anuales para la reedificación y reparación de las iglesias de España.

La ley Madoz del año 1855 supone la fusión de las normas desvinculadoras, tanto en el campo de la desamortización civil como en el religioso y representa la última disposición que va a regir y mantener en vigor, a lo largo del siglo XIX, estas políticas expropiadoras.

Se calcula que de todo lo desamortizado en su conjunto, el 35% pertenecía a la iglesia, el 15% a beneficencia y un 50% a las propiedades municipales, fundamentalmente de los pueblos.

Afectó esencialmente a las tierras de los municipios y supuso la liquidación definitiva de la propiedad amortizada en España.

Sus resultados tampoco fueron muy positivos:

  • Empobreció a los Ayuntamientos, que, entre otras cosas, estaban al cargo de la instrucción pública.
  • No solucionó el sempiterno problema de la Deuda Pública.
  • Perjudicó a los vecinos más pobres que se vieron privados del aprovechamiento libre de las tierras comunales.

El Estatuto Municipal de José Calvo Sotelo del año 1924, bajo la dictadura del general Primo de Rivera derogó definitivamente las leyes sobre desamortización de los bienes de los pueblos y con ello la desamortización de Madoz.

La ley General de Desamortización del uno de mayo de 1855, conocida como la Ley Madoz, decía:

“Se declaran en estado de venta, con arreglo a las prescripciones de la presente ley, y sin perjuicio de cargas y servidumbres a que legítimamente estén sujetos, todos los predios rústicos y urbanos, censos y foros pertenecientes al Estado, al clero, a las órdenes militares de Santiago, Alcántara, Montesa y San Juan de Jerusalén, a cofradías, obras pías y santuarios, al secuestro del ex infante Don Carlos, a los propios y comunes de los pueblos, a la beneficencia, a la instrucción pública. Y cualesquiera otros pertenecientes a manos muertas, ya estén o no mandados vender por leyes anteriores”.

Consecuencias sociales de la desamortización

Pese a sus insuficiencias y errores, las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz cambiaron de forma radical la situación del campo español. Baste con señalar que afectaron a una quinta parte del conjunto del suelo. Lamentablemente, el atraso técnico y el desigual reparto de la propiedad de la tierra siguieron siendo problemas clave de la sociedad y de la economía española.

Tomás y Valiente considera: “Personalmente, creo que la desamortización eclesiástica era necesaria por razones económicas y sociales, y, por lo tanto, justa”.

Si seguimos los trabajos de Richard Herr, veremos como si dividimos España en una zona sur con predominio del latifundismo y una franja norte en la cual existe una mayoría de explotaciones medias y pequeñas, podemos extraer, que el resultado de la desamortización fue concentrar la propiedad en cada región en proporción al tamaño existente previamente, por lo que no se produjo un cambio radical en la estructura de la propiedad.

Las parcelas pequeñas que se subastaron fueron compradas por los habitantes de localidades próximas, mientras que las de mayor tamaño las adquirieron personas más ricas que vivían generalmente en ciudades a mayor distancia de la propiedad.

En la zona sur del país, de predominio latifundista, no existían pequeños agricultores que tuvieran recursos económicos suficientes para pujar en las subastas de grandes propiedades, con lo cual se reforzó el latifundismo. Sin embargo, esto no ocurrió en términos generales en la franja norte del país.

Otra cuestión diferente es la privatización de los bienes comunales que pertenecían a los municipios. Muchos campesinos se vieron afectados al verse privados de unos recursos que contribuían a su subsistencia pues empleaban los terrenos comunales para la obtención de la leña para calentar sus casas y el uso de los pastos comunales para sus ganados, etc. por lo cual se acentuó la tendencia emigratoria de la población rural, que se dirigió a zonas industrializadas del país o a América. Este fenómeno migratorio alcanzó niveles muy altos a finales del siglo XIX y principios del XX.

Otra de las consecuencias sociales fue la exclaustración de miles de religiosos que fue iniciada por el gobierno del conde de Toreno que aprobó la Real Orden de Exclaustración Eclesiástica, del veinticinco de julio del año 1835, por la que se suprimían todos los conventos en los que no hubiera al menos doce religiosos profesos. Bajo el gobierno presidido por Mendizábal se precisó por Real Orden del once de octubre de 1835 que sólo subsistirían ocho monasterios en toda España.

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Finalmente, el ocho de marzo del año 1836, se publica el Decreto que suprimía todos los conventos de religiosos con las excepciones de las órdenes de los escolapios y los hospitalarios. Se publica, el veintinueve de julio del año 1837, un nuevo Decreto que suprime los conventos femeninos con la excepción de las Hermanas de la Caridad.

Así relató A. Fernández de los Ríos veinte años después la exclaustración, que fue dirigida en Madrid por Salustiano de Olózaga:

“La operación se hizo con suma facilidad: la mayor parte de los frailes estaban provistos de vestidos profanos, y pocos pidieron compañía para salir de los conventos, de los cuales se marcharon con la presteza de quien anticipadamente tuviera dispuesta y organizada la mudanza. A las once de la mañana, todos los alcaldes habían dado parte de haber cumplido el primer extremo de su misión, el de desocupar los conventos: Don Manuel Cantero, que ejercía las funciones de alcalde, era el único de quien nada se sabía.

 Olózaga le escribió estas líneas:”Todos han dado ya parte de haber despachado menos usted”. Cantero contesto: “Los demás solo han tenido que vestirlos; yo tengo que afeitarlos”. Cantero tenía razón: en su distrito había ciento y tantos capuchinos de la Paciencia”.

Julio Caro Baroja se fija en la figura del viejo fraile exclaustrado pues, a diferencia del joven que trabajó donde pudo o se sumó a las filas carlistas o la de los milicianos nacionales, pero estos frailes vivieron “soportando su miseria, escuálido, enlevitado, dando clases de latín en los colegios, o realizando otros trabajillos mal pagados”.

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Como nos indica Caro Baroja, además de las económicas, la supresión de las órdenes religiosas, tuvo unas “consecuencias enormes en la historia social de España”. Caro Baroja cita al liberal progresista Fermín Caballero quien en el año 1837, poco después de la exclaustración, escribió lo siguiente:

“La extinción total de las órdenes religiosas es el paso más gigantesco que hemos dado en la época presente; es el verdadero acto de reforma y de revolución. A la generación actual le sorprende no hallar por parte alguna las capillas y hábitos que viera desde la niñez, de tan variadas formas y matices como eran multiplicados los nombres de benitos, gerónimos, mostenses, basilios, franciscos, capuchinos, gilitos, etc., ¡pero no admirarán menos nuestros sucesores la transformación, cuando tradicionalmente solo por los libros sepan lo que eran los frailes y cómo acabaron, y cuando para enterarse de sus trajes tengan que acudir a las estampas o a los museos! ¡Entonces sí que ofrecerán novedad e interés en las tablas El diablo predicador, La fuerza del sino y otras composiciones dramáticas en que median frailes!”.

Estos cambios sociales debidos a la desamortización se dejan notar en el cambio del aspecto exterior de las ciudades. Por ejemplo, Madrid gracias a Salustiano de Olózaga, que era el gobernador de la capital, mandó derribar diecisiete conventos, dejando de estar “ahogada por una cadena de conventos”.

LA ECONOMÍA

Las principales consecuencias económicas fueron:

  • Saneamiento de la Hacienda Pública, que ingresó más de 14. 000 millones de reales procedentes de las subastas.
  • Se produjo un aumento de la superficie cultivada y de la productividad agrícola; asimismo se mejoraron y especializaron los cultivos gracias a nuevas inversiones de los propietarios.
  • Se extendió considerablemente el olivar y la vid en Andalucía. Todo ello sin embargo influyó negativamente en el aumento de la deforestación.
  • La mayoría de los pueblos sufrieron un revés económico que afectó negativamente a la economía de subsistencia, pues las tierras comunales que eran utilizadas fundamentalmente para pastos pasaron a manos privadas.
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DESASTRE CULTURAL

Muchos cuadros y libros de monasterios fueron vendidos a precios bajos y acabaron en otros países, aunque gran parte de los libros fueron a engrosar los fondos de las bibliotecas públicas o universidades.

Muchos fueron a parar a manos de particulares, que sin tener noción del valor real de los mismos, se perdieron para siempre.

Quedaron abandonados numerosos edificios de interés artístico, como iglesias y monasterios, con la subsecuente ruina de los mismos, pero otros en cambio se transformaron en edificios públicos y fueron conservados para museos u otras instituciones

Consecuencias Políticas

Uno de los objetivos de la desamortización fue permitir la consolidación del régimen liberal y que todos aquellos que compraran tierras formaran una nueva clase de pequeños y medianos propietarios adeptos al régimen.

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Sin embargo, no se consiguió este objetivo, al adquirir la mayor parte de las tierras desamortizadas, particularmente en el sur de España, los grandes propietarios, como ya se ha comentado.

La mitad de las tierras que se vendían habían formado parte del comunal, las tierras comunes a los campesinos y gente rural. Las zonas rurales aún hoy suponen el 90 % del territorio de España. Las tierras comunales completaban la precaria economía de los campesinos, ya que suponían recolección de frutos o pasto y eran mantenidas y gestionadas por toda la comunidad.

Su desamortización significaba la destrucción de sistemas de vida y organizaciones populares de autogestión centenarias.

AFECCIONES AL MEDIO AMBIENTE

La desamortización supuso el paso a manos privadas de millones de hectáreas de montes, que acabaron siendo talados y roturados, causando un inmenso daño al patrimonio natural español, lo cual aún hoy es perceptible. En efecto, el coste de las reforestaciones, en curso desde hace setenta años, supera en mucho a lo que entonces se obtuviera de las ventas.

Las desamortizaciones del siglo XIX fueron seguramente la mayor catástrofe ecológica sufrida por la Península Ibérica durante los últimos siglos, particularmente la llamada desamortización de Madoz. Enormes extensiones de bosques de titularidad pública fueron privatizadas en esta desamortización.

Las clases poderosas compraron las tierras, en su mayor parte, pagaron las tierras haciendo carbón vegetal del bosque mediterráneo adquirido. Así esquilmaron todos los recursos de esos montes inmediatamente después de adquirirlos, y buena parte de la deforestación ibérica se originó en esa época, causando la extinción de gran número de especies vegetales y animales en esas regiones.

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Las ciudades

La desamortización de los conventos contribuyó a la modernización de las ciudades en el aspecto urbanístico. Se pasó de la ciudad conventual, con grandes edificios religiosos, a la ciudad burguesa, con construcciones de más altura, ensanches y nuevos espacios públicos.

Los antiguos conventos se transformaron en edificios públicos, museos, hospitales, oficinas, cuarteles, otros se derribaron para ensanches y nuevas calles y plazas, y algunos se convirtieron en parroquias o tras subasta pasaron a manos privadas.


BIBLIOGRAFIA

Caro Baroja, Julio. “Historia del anticlericalismo español”. 2008. Caro Raggio. Madrid.
Giménez López, Enrique (1996). “El fin del Antiguo Régimen. El reinado de Carlos IV”. 1996. Historia 16-Temas de Hoy. Madrid.
Tomás y Valiente, Francisco. “El marco político de la desamortización en España”. 1972. Ariel. Barcelona.
Martín Martín, Teodoro. “La desamortización Textos político-jurídicos”. 1973. Editorial Narcea. Madrid.


NOTAS

(1) Es un término jurídico procedente del latín ab intestato (sin testamento), que se refiere al procedimiento judicial sobre la herencia y la adjudicación de los bienes del que muere sin testar o con un testamento nulo, pasando entonces la herencia, por ministerio de la ley, a los parientes más próximos.
(2) Se denomina bien baldío o terreno baldío al terreno urbano o rural sin edificar o cultivar que forma parte de los bienes del Estado porque se encuentra dentro de los límites territoriales y carece de otro dueño.
(3) El vale real fue un título de deuda pública de la Monarquía de España creado en el año 1780 bajo el reinado de Carlos III y con valor de papel moneda, aunque no de curso forzoso, para hacer frente al grave déficit de la Real Hacienda provocado por la intervención de España en favor de los colonos rebeldes durante la Guerra de Independencia de Estados Unidos.
(4) La capellanía o beneficio eclesiástico es una «institución hecha con autoridad de Juez Ordinario y fundación de rentas competente con obligación de Misas y algunas con asistencia a la Horas Canónicas. Las hay colativas, perpetuas y otras ad nutum amovibles.
(5) Senareros son los que cultivaban una “senara”: un pedazo de tierra pequeño que le cedía el dueño de la tierra a su capataz o a sus jornaleros para que la cultivaran en provecho propio. Casi siempre se consideraba como una parte del pago del jornal.
(6) Pareja de bueyes, mulas o cualquier otro animal que trabajan unidos, por medio de un yugo, con el fin de realizar labores en el campo.
(7) Las obras pías eran fundaciones que implicaban la donación de un capital, destinado a apoyar a los sectores desprotegidos de la sociedad, como huérfanos, viudas, doncellas sin dote y pobres.
(8) Realengo es la calificación jurisdiccional que tienen los lugares dependientes directamente del rey, es decir, cuyo señor jurisdiccional es el mismo rey. Se utiliza como término opuesto a señorío. Es propia del Antiguo Régimen en España, pero similar a la situación del resto de Europa Occidental.

Benedict Arnold, el traidor norteamericano

Autor: EDMUNDO FAYANAS ESCUER

Fuente: Nueva Tribuna 4/12/2020

Arnold nació en Norwich, el catorce de enero del año 1741, en el estado de Connecticut, como súbdito británico. Era el segundo de los seis hijos de Benedict Arnold y de Hannah Waterman King.

Su nombre fue elegido en honor a su bisabuelo Benedict Arnold, uno de los primeros gobernadores de la Colonia de Rhode Island. El padre de Arnold era un exitoso hombre de negocios y la familia se cambió a los barrios ricos de Norwich. Fue inscrito en una escuela privada en las cercanías de Canterbury, con el objetivo de que eventualmente asistiera a la Universidad de Yale.

Sin embargo, la muerte de sus hermanos dos años después puede haber contribuido a un declive en la fortuna familiar, ya que su padre comenzó a beber. Cuando tenía catorce años, no tenía dinero para pagar su educación privada.

En Norwich, en el estado de Connecticut, la ciudad natal de Arnold, alguien escribió “el traidor” junto a su registro de nacimiento en el ayuntamiento, y todas las lápidas de su familia han sido destruidas excepto la de su madre

SUS PRIMEROS AÑOS DE VIDA

El alcoholismo y la mala salud de su padre le impidieron enseñarle a Arnold en el negocio mercantil familiar. Sin embargo, las conexiones familiares de su madre le aseguraron un aprendizaje con sus primos Daniel y Joshua Lathrop, quienes operaban un exitoso boticario y comercio de mercancías en general en Norwich. Su aprendizaje con los Lathrops duró siete años.

Arnold estaba muy unido a su madre, que murió en el año 1759. El alcoholismo de su padre empeoró después de su muerte, y el joven asumió la responsabilidad de mantener a su padre y a su hermana menor. Su padre fue arrestado en varias ocasiones por embriaguez pública, su iglesia le negó la comunión y murió en el año 1761.


Arnold se sintió atraído por el sonido de las baterías de artillería en el año 1755 e intentó alistarse en la milicia provincial durante la guerra francesa e india, pero su madre se negó al permiso.

Cuando tenía dieciséis años, se alistó en la milicia de Connecticut. Se dirigió hacia Alban, Nueva York y Lake George. Los franceses habían sitiado Fort William Henry en el noreste de Nueva York, y sus aliados indios habían cometido atrocidades después de su victoria. La noticia del desastroso resultado del asedio llevó a la compañía a cambiar y Arnold sirvió solo durante trece días.

SUS NEGOCIOS

Arnold se estableció como farmacéutico y librero en New Haven, Connecticut, en el año 1762 con la ayuda de los Lathrops. Trabajó duro y tuvo éxito, y pudo expandir rápidamente su negocio.

Se asoció con Adam Babcock en el año 1764, que era otro joven comerciante de New Haven. Compraron tres barcos comerciales, utilizando las ganancias de la venta de su propiedad y establecieron un lucrativo comercio en las Indias Occidentales.

Durante este tiempo, Arnold llevó a su hermana Hannah a New Haven y la estableció en su botica para administrar el negocio en su ausencia. Viajó extensamente a través de Nueva Inglaterra y desde Quebec hasta las Indias Occidentales, a menudo al mando de uno de sus propios barcos.

En uno de sus viajes, se batió en duelo en Honduras con el capitán de un barco británico, que lo había llamado “maldito yanqui, desprovisto de buenos modales o de los de un caballero”. El capitán resultó herido en el primer tiroteo, y se disculpó cuando Arnold amenazó con apuntar a matar en el segundo.


La Ley del Azúcar del año 1764 y la Ley del Sello del año 1765 restringieron severamente el comercio mercantil en las colonias. La Ley del Timbre impulsó a Arnold a unirse al coro de voces de la oposición y también lo llevó a unirse a los Hijos de la Libertad, una organización secreta que abogaba por la resistencia a esas y otras medidas parlamentarias restrictivas.

Arnold inicialmente no participó en ninguna manifestación pública pero, como muchos comerciantes, continuó haciendo negocios abiertamente desafiando las leyes parlamentarias que legalmente equivalían al contrabando.

Se enfrentó la ruina financiera, endeudado con acreedores, que difundieron rumores de su insolvencia, hasta el punto de que emprendió acciones legales contra ellos.

Arnold y miembros de su tripulación dieron una paliza a un hombre sospechoso de intentar informar a las autoridades en la noche del veintiocho de enero del año 1767, sobre el contrabando de Arnold.

Fue condenado por alteración del orden público y multado con una cantidad relativamente pequeña de cincuenta chelines. La publicidad del caso y la simpatía generalizada por sus puntos de vista, probablemente contribuyeron a la leve sentencia.

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El veintidós de febrero del año 1767, Arnold se casó con Margaret Mansfield, hija de Samuel Mansfield, el sheriff de New Haven y miembro de la Logia Masónica local. Su hijo Benedict nació al año siguiente y fue seguido por los hermanos Richard y Henry.

Margaret murió el diecinueve de junio del año 1775, mientras que Arnold estaba en Fort Ticonderoga después de su captura. Está enterrada en la cripta de la Iglesia Central en New Haven Green. La casa estaba dominada por la hermana de Arnold, Hannah, incluso mientras Margaret estaba viva.

Se benefició de su relación con Mansfield, quien se convirtió en socio de su negocio y utilizó su puesto de sheriff para protegerlo de los acreedores.

Arnold estaba en las Indias Occidentales cuando tuvo lugar la masacre de Boston el cinco de marzo del año 1770. Escribió que estaba “muy conmocionado” y se preguntó “Dios mío, ¿están todos los estadounidenses dormidos y cediendo dócilmente sus libertades, o se han vuelto filósofos, que no toman venganza inmediata de tales malhechores?”



EL LUCHADOR POR LA INDEPENDENCIA

Comenzó la guerra como capitán de la milicia de Connecticut, cargo para el que fue elegido en marzo del año 1775. Su compañía se dirigió hacia el noreste para ayudar en el asedio de Boston, y posteriormente, en las batallas de Lexington y Concord.

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Propuso una acción al Comité de Seguridad de Massachusetts para apoderarse de Fort Ticonderoga en el norte del estado de Nueva York, pues sabía que estaba mal defendido. Inmediatamente se fue a Castleton en las disputadas New Hampshire Grants a tiempo para participar con Ethan Allen y sus hombres en la captura de Fort Ticonderoga.

Siguió esa acción con una incursión audaz en Fort Saint-Jean en el río Richelieu, al norte del lago Champlain. Tuvo una disputa con su comandante sobre el control del fuerte y renunció a su comisión en Massachusetts. Iba de camino a casa desde Ticonderoga cuando se enteró de que su esposa había muerto a principios de junio.

El II Congreso Continental autorizó una invasión de Quebec, en parte a instancias de Arnold, pero se le pasó por alto para el mando de la expedición. Fue a Cambridge, en el estado de Massachusetts y sugirió a George Washington una segunda expedición para atacar la ciudad de Quebec a través de una ruta salvaje a través de Maine.

Recibió el grado de coronel en el Ejército Continental para esta expedición y dejó Cambridge en septiembre del año 1775, con 1.100 hombres. Llegó a la ciudad de Quebec en noviembre, tras una travesía difícil en el que 300 hombres dieron media vuelta y otros 200 murieron en el camino. Richard Montgomery se unió a él y a sus hombres.

El pequeño ejército participó en el asalto del treinta y uno de diciembre a la ciudad de Quebec, en el que Montgomery fue asesinado y la pierna de le quedó destrozada.

Posteriormente viajó a Montreal, donde se desempeñó como comandante militar de la ciudad hasta que un ejército británico que había llegado a Quebec en mayo lo obligó a retirarse. Dirigió la retaguardia del Ejército Continental durante su retirada de Saint-Jean, donde James Wilkinson informó que fue la última persona en marcharse antes de que llegaran los británicos.

Dirigió la construcción de una flota para defender el lago Champlain, pero fue derrotado en la batalla de octubre del año 1776 en la isla Valcour. Sin embargo, sus acciones en Saint-Jean y Valcour Island jugaron un papel notable en el retraso del avance británico contra Ticonderoga hasta el año 1777.

Sin embargo, una enconada disputa con Moses Hazen, comandante del II Regimiento canadiense en Ticonderoga durante el verano del año 1776, hizo cambiar su situación. Sólo la acción del superior de Arnold en Ticonderoga impidió su propio arresto por contracargos formulados por Hazen.

También tuvo desacuerdos con John Brown y James Easton, dos oficiales de nivel inferior con conexiones políticas, que provocaron continuas sugerencias de irregularidades. Brown fue particularmente cruel, publicando un volante que decía de Arnold, “El dinero es el Dios de este hombre y para obtener suficiente sacrificaría su país”. Como vemos, patria y dinero se unían en Arnold.

El general Washington asignó a Arnold a la defensa de Rhode Island, tras la toma británica de Newport en diciembre del año 1776, donde la milicia estaba demasiado mal equipada para siquiera considerar un ataque contra los británicos.


Aprovechó la oportunidad para visitar a sus hijos mientras estaba cerca de su casa en New Haven, y pasó gran parte del invierno en Boston, donde cortejó sin éxito a una bella joven llamada Betsy Deblois.

Arnold se dirigía a Filadelfia para discutir su futuro cuando fue alertado de que una fuerza británica marchaba hacia un depósito de suministros en Danbury, Connecticut. Organizó la respuesta de la milicia, junto con David Wooster y el general de milicia del estado de Connecticut, Gold Selleck Silliman.

Lideró un pequeño contingente de milicias, que intentaba detener o frenar el regreso británico a la costa en la batalla de Ridgefield y nuevamente resultó herido en la pierna izquierda.

Continuó hacia Filadelfia, donde se reunió con miembros del Congreso para tratar sobre su rango. Su acción en Ridgefield resultó en su ascenso a mayor general, aunque su antigüedad no fue restaurada sobre aquellos que habían sido promovidos antes que él.

En medio de negociaciones sobre su graduación militar, escribió una carta de renuncia el once de julio, el mismo día en que llegó a Filadelfia la noticia de que Fort Ticonderoga había caído en manos de los británicos. Washington rechazó su renuncia y le ordenó ir al norte para que ayudara en la defensa de esta región.

Arnold llegó al campamento de Schuyler en Fort Edward, en el estado de Nueva York, el veinticuatro de julio. El trece de agosto, Schuyler lo envió con una fuerza de 900 hombres para aliviar el sitio de Fort Stanwix, donde logró con una artimaña levantar el sitio.

Arnold regresó al Hudson, donde el general Gates se había hecho cargo del mando del ejército norteamericano. Se distinguió en las batallas de Saratoga, a pesar de que el General Gates lo removió del mando de campo después de la primera batalla, luego de una serie de desacuerdos y disputas que culminaron en una pelea a gritos.

Durante la lucha en la segunda batalla, Arnold desobedeció las órdenes de Gates y se dirigió al campo de batalla para liderar los ataques a las defensas británicas. Volvió a ser gravemente herido en la pierna izquierda al final del combate.

Burgoyne se rindió diez días después de la segunda batalla, el diecisiete de octubre del año 1777. El Congreso restauró la antigüedad de mando de Arnold en respuesta a su valor en Saratoga. Sin embargo, interpretó la forma en que lo hicieron como un acto de simpatía por sus heridas y no como una disculpa o reconocimiento de que estaban corrigiendo un error.

Pasó varios meses recuperándose de sus heridas. Tenía su pierna toscamente ajustada, en lugar de permitir que se la amputaran, dejándola dos pulgadas más corta que la derecha. Regresó al ejército en Valley Forge, en el estado de Pensilvania, en mayo del año 1778, ante el aplauso de los hombres que habían servido a sus órdenes en Saratoga.

Allí participó en el primer juramento de lealtad registrado, junto con muchos otros soldados, como señal de lealtad a los Estados Unidos.


Los británicos se retiraron de Filadelfia en junio del año 1778 y Washington nombró a Arnold comandante militar de la ciudad. El conocido historiador John Shy afirma:

“Washington luego tomó una de las peores decisiones de su carrera, nombrando a Arnold como gobernador militar de la rica ciudad políticamente dividida. Nadie podría haber estado menos calificado para el puesto. Arnold había demostrado ampliamente su tendencia a verse envuelto en disputas, así como su falta de sentido político. Por encima de todo, necesitaba tacto, paciencia y equidad al tratar con un pueblo profundamente marcado por meses de ocupación enemiga”.

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Desde su cargo militar comenzó a planear capitalizar financieramente el cambio de poder en Filadelfia. Participó en una variedad de acuerdos comerciales diseñados para beneficiarse de los movimientos de suministro relacionados con la guerra y beneficiarse de la protección de su autoridad.

Tales esquemas no eran infrecuentes entre los oficiales norteamericanos, pero los esquemas de Arnold a veces fueron frustrados por poderosos políticos locales como Joseph Reed, quien eventualmente acumuló suficiente evidencia para emitir cargos en su contra públicamente.

Arnold exigió una corte marcial para aclarar los cargos, escribiendo a Washington en mayo del año 1779: «Habiéndome convertido en un lisiado al servicio de mi país, poco esperaba encontrar resultados ingratos».

Arnold vivió extravagantemente en Filadelfia y fue una figura prominente en la escena social. Durante el verano del año 1778, conoció a Peggy Shippen, la hija de dieciocho años del juez Edward Shippen, un simpatizante leal que había hecho negocios con los británicos mientras ocupaban la ciudad.

Se casó con Arnold el ocho de abril del año 1779. Shippen y su círculo de amigos habían encontrado métodos para mantenerse en contacto con amantes a través de las líneas de batalla, a pesar de las prohibiciones militares de comunicarse con el enemigo. Parte de esta comunicación se realizó a través de los servicios de Joseph Stansbury, un comerciante de Filadelfia.

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Arnold había sido gravemente herido dos veces en la batalla y había perdido su negocio en el estado de Connecticut, lo que lo amargaba profundamente. Se sintió resentido con varios generales rivales y más jóvenes, que habían sido promovidos antes que él y recibieron los honores que él pensaba que se merecían.

COMIENZA LA TRAICIÓN

Especialmente irritante fue una larga disputa con las autoridades civiles en Filadelfia, que condujo a su consejo de guerra. También fue condenado por dos cargos menores por usar su autoridad para obtener ganancias. El general Washington le dio una leve reprimenda, pero simplemente aumentó la sensación de traición de Arnold.

No obstante, ya había iniciado negociaciones con los británicos, antes de que comenzara su consejo de guerra. Más tarde dijo en su propia defensa, que era leal a sus verdaderas creencias. Sin embargo, mintió al mismo tiempo al insistir en que Peggy era totalmente inocente e ignorante de sus planes.

Era un pesimista sobre el futuro del país. El diez de noviembre del año 1778, el general Nathanael Greene escribió al general John Cadwalader: “Me han dicho que el general Arnold se ha vuelto muy impopular entre ustedes, debido a que se ha asociado demasiado con los conservadores”.

Unos días más tarde, Arnold escribió a Greene y se lamentó por la mala situación del país en ese momento en particular, citando la depreciación de la moneda, la desafección del ejército y las luchas internas en el Congreso.

Peggy Shippen tuvo un papel importante en la trama. Ejerció una poderosa influencia sobre su esposo. Peggy provenía de una familia leal en Filadelfia y tenía muchos vínculos con los británicos. Ella era el conducto de información para los británicos.

A principios de mayo del año 1779, Arnold se reunió con el comerciante de Filadelfia Joseph Stansbury, quien se trasladó en secreto a Nueva York con una oferta de los servicios de Arnold al jefe británico Sir Henry Clinton. Stansbury ignoró las instrucciones de Arnold de no involucrar a nadie más en el complot. Cruzó la frontera británica y fue a ver a Jonathan Odell en Nueva York.

LA CONSUMACIÓN DE LA TRAICIÓN

André consultó con el general Clinton, quien le dio amplia autoridad para seguir la oferta de Arnold. André luego redactó instrucciones para Stansbury y Arnold. Esta carta inicial abrió una discusión sobre los tipos de ayuda e inteligencia que Arnold podría proporcionar, e incluyó instrucciones sobre cómo comunicarse en el futuro.

Se debían pasar cartas a través del círculo de mujeres, del que formaba parte Peggy. Sólo ésta sabría que algunas cartas contenían instrucciones que debían transmitirse a André, escritas en código tinta invisible, se empleó a Stansbury como mensajero.

En julio del año 1779, Benedict Arnold estaba proporcionando a los británicos las ubicaciones y las fuerzas de las tropas, así como la ubicación de los depósitos de suministros, mientras negociaba la compensación. Al principio, pidió indemnización por sus pérdidas de unas diez mil libras, cantidad que el Congreso Continental le había dado por sus servicios en el Ejército Continental.

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El general Clinton estaba realizando una campaña para hacerse con el control del valle del río Hudson y estaba interesado en planes e información sobre las defensas de West Point y otras defensas del río Hudson.

También comenzó a insistir en una reunión cara a cara y le sugirió a Arnold que buscara otro comando de alto nivel. En octubre del año 1779 las negociaciones se habían detenido.

El consejo de guerra le acusó de lucro cesante, comenzó a reunirse el uno de junio del año 1779, pero se retrasó hasta diciembre del año 1779 por la captura de Stony Point, en el estado de Nueva York por parte del general Clinton, lo que provocó que el ejército se lanzara a un frenesí de actividad para reaccionar.

Varios miembros del panel de jueces estaban mal dispuestos hacia Arnold por acciones y disputas a principios de la guerra. Sin embargo, Arnold fue absuelto de todos los cargos menores excepto dos, el veintiséis de enero del año 1780.

Arnold trabajó durante los siguientes meses, sin dar a conocer este hecho. Sin embargo, George Washington publicó una reprimenda formal por su comportamiento a principios de abril, solo una semana después de haber felicitado a Arnold, el diecinueve de marzo por el nacimiento de su hijo Edward Shippen Arnold. La reprimenda dice:

“El Comandante en Jefe habría estado mucho más feliz en la ocasión de otorgar elogios a un oficial, que había prestado servicios tan distinguidos a su país como el Mayor General Arnold; pero en el presente caso, el sentido del deber y la sinceridad lo obligan a declarar que considera su conducta como imprudente e impropia”.

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Una investigación del Congreso sobre los gastos de Arnold concluyó, que no había tenido en cuenta completamente los gastos incurridos durante la invasión de Quebec y que le debía al Congreso unas mil libras, en gran parte porque no pudo documentarlos. Una cantidad significativa de estos documentos se perdió durante la retirada de Quebec. Enojado y frustrado, Arnold renunció a su mando militar en Filadelfia a fines de abril.

A principios de abril, Philip Schuyler se había acercado a Arnold con la posibilidad de darle el mando en West Point. Las discusiones no habían dado frutos entre Schuyler y Washington a principios de junio.

Arnold reabrió los canales secretos con los británicos, informándoles de las propuestas de Schuyler e incluyendo la evaluación de Schuyler de las condiciones en West Point.

También proporcionó información sobre una propuesta de invasión franco-norteamericana de Quebec, que iba a remontar el río Connecticut. Arnold no sabía, que esta propuesta de invasión era un ardid destinado a desviar los recursos británicos.

El dieciséis de junio, Arnold inspeccionó West Point mientras se dirigía a su casa en Connecticut para ocuparse de sus asuntos personales, y envió un informe muy detallado a través del canal secreto. Cuando llegó a Connecticut, Arnold arregló la venta de su casa y comenzó a transferir activos a Londres a través de sus intermediarios en Nueva York.

A Clinton le preocupaba, que el ejército de Washington y la flota francesa se unieran en Rhode Island y nuevamente se fijó en West Point como un punto estratégico para capturar.

André tenía espías e informadores que seguían a Arnold para verificar sus movimientos. Emocionado por las perspectivas, Clinton informó a sus superiores de su golpe de inteligencia, pero no respondió a la carta de Arnold del siete de julio.

Benedict Arnold escribió a continuación una serie de cartas a Clinton, incluso antes de que pudiera haber esperado una respuesta a la carta del siete de julio. En una carta del once de julio, se quejaba de que los británicos no parecían confiar en él y amenazaba con interrumpir las negociaciones a menos, que se hiciera algún progreso.

El doce de julio, volvió a escribir, haciendo explícita la oferta de entregar West Point, aunque su precio se elevó a veinte mil libras, además de la indemnización por sus pérdidas, con un anticipo de mil libras, que se entregará con la respuesta. Estas cartas fueron entregadas por Samuel Wallis, otro empresario de Filadelfia, que espiaba para los británicos, en lugar de Stansbury.

El tres de agosto del año 1780, Arnold obtuvo el mando de West Point. El quince de agosto, recibió una carta codificada de André con la oferta final de Clinton: veinte mil libras y ninguna indemnización por sus pérdidas. Las cartas de Arnold continuaron detallando los movimientos de tropas de Washington y proporcionando información sobre los refuerzos franceses que se estaban organizando. El veinticinco de agosto, Peggy finalmente le entregó el acuerdo de Clinton sobre los términos.

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El mando de Arnold en West Point también le dio autoridad sobre todo el río Hudson controlado por los norteamericanos, desde Albany hasta las líneas británicas fuera de la ciudad de Nueva York.

Una vez que Arnold se estableció en West Point, comenzó a debilitar sistemáticamente sus defensas y fuerza militar. Nunca se ordenaron las reparaciones necesarias en la cadena al otro lado del Hudson.

Las tropas se distribuyeron generosamente dentro del área de comando de Arnold o se enviaron a Washington.

También acribilló a Washington con quejas sobre la falta de suministros y escribió: “Falta de todo”. Al mismo tiempo, trató de drenar los suministros de West Point para que el asedio tuviera más posibilidades de éxito.

Sus subordinados se quejaron de la distribución innecesaria de suministros de Arnold y finalmente llegaron a la conclusión de que los estaba vendiendo en el mercado negro para beneficio personal.

El treinta de agosto, Arnold envió una carta aceptando los términos de Clinton y proponiendo una reunión a André a través de otro intermediario más, William Heron, que era miembro de la Asamblea del estado Connecticut en quien pensaba que podía confiar.

Finalmente, se fijó una reunión para el once de septiembre, cerca de Dobb’s Ferry. Esta reunión se vio frustrada cuando las cañoneras británicas en el río dispararon contra su barco, sin ser informados de su inminente llegada.

Esperaba a Washington, con quien iba a desayunar en su cuartel general en la antigua casa de verano del coronel británico, Beverley Robinson, en la orilla este del Hudson. Arnold se enteró de que Jameson había enviado a Washington los documentos que André llevaba.

Arnold huyó a la ciudad de Nueva York. Desde el barco, escribió una carta a Washington solicitando que se le diera a Peggy un pasaje seguro a su familia en Filadelfia, que Washington concedió.

Washington mantuvo la calma cuando se le presentó evidencia de la traición de Arnold. Sin embargo, investigó su alcance y sugirió, que estaba dispuesto a cambiar a André por Arnold durante las negociaciones con el general Clinton sobre el destino de André.

Clinton rechazó esta sugerencia. Tras ser juzgado por un tribunal militar, André fue ahorcado en Tappan, en el estado de Nueva York, el dos de octubre. Washington también infiltró hombres en la ciudad de Nueva York en un intento por capturar a Arnold.

Este plan casi tuvo éxito, pero Arnold cambió de vivienda antes de zarpar hacia Virginia en diciembre y así evitó la captura. Justificó sus acciones en una carta abierta titulada “A los habitantes de América”, publicada en los periódicos en octubre del año 1780.

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También escribió en la carta a Washington solicitando un pasaje seguro para Peggy: “El amor a mi país impulsa mi conducta actual, sin embargo, puede parecer inconsistente para el mundo, que rara vez juzga correctas las acciones de cualquier hombre”.

Los británicos le dieron a Arnold el cargo de general de brigada con un ingreso anual de varios cientos de libras. Además, le pagaron sólo 6.315 libras más una pensión anual de 360 libras, a pesar de que su plan había fracasado.

En diciembre del año 1780, dirigió una fuerza de 1.600 soldados a Virginia bajo las órdenes de Clinton, donde capturó Richmond por sorpresa y luego se desató por Virginia, destruyendo casas de suministros, fundiciones y molinos.

El ejército norteamericano que lo perseguía incluía al marqués de Lafayette, que tenía órdenes de Washington de colgar sumariamente a Arnold si era capturado. Los refuerzos británicos llegaron a fines de marzo liderados por William Phillip, quien sirvió bajo Burgoyne en Saratoga.

Arnold estuvo al mando del ejército sólo hasta el veinte de mayo, cuando Lord Cornwallis llegó con el ejército del sur y se hizo cargo.

A su regreso a Nueva York en junio, Arnold hizo una variedad de propuestas de ataques a objetivos económicos para obligar a los norteamericanos a poner fin a la guerra. Clinton no estaba interesado en la mayoría de sus ideas agresivas, pero finalmente lo autorizó a asaltar el puerto de New London, en Connecticut.

Dirigió una fuerza de más de 1.700 hombres, que incendió la mayor parte de New London, el cuatro de septiembre, causando daños estimados en 500.000 dólares. También atacaron y capturaron Fort Griswold al otro lado del río en Groton, en Connecticut, matando a los norteamericanos después de que se rindieron tras la Batalla de Groton Height.

Sin embargo, las bajas británicas fueron elevadas, casi una cuarta parte de la fuerza murió o resultó herida, y Clinton declaró que no podía permitirse más victorias de este tipo.

Incluso antes de la rendición de Cornwallis en octubre, Arnold había pedido permiso a Clinton para ir a Inglaterra y contarle a Lord George Germain sus pensamientos sobre la guerra en persona. El ocho de diciembre de 1781, Arnold y su familia partieron de Nueva York hacia Inglaterra.

En Londres, Arnold se alineó con los conservadores y aconsejó a Germain y al rey Jorge III que reanudaran la lucha contra los norteamericanos. En la Cámara de los Comunes, Edmund Burke expresó la esperanza de que el gobierno no pusiera a Arnold “a la cabeza de una parte del ejército británico… para que los sentimientos de verdadero honor, que todo oficial británico tiene más querido que la vida, ser afligido”.

Los whigs pacifistas habían ganado la delantera en el Parlamento, y Germain se vio obligado a dimitir, y el gobierno de Lord North cayó poco después. Luego Arnold solicitó acompañar al general Carleton, que iba a Nueva York, para reemplazar a Clinton como comandante en jefe, pero la solicitud no llegó a ninguna parte.

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Todos los demás intentos fracasaron para ganar posiciones dentro del gobierno o la Compañía Británica de las Indias Orientales durante los próximos años, y se vio obligado a subsistir con la paga reducida del servicio fuera de la guerra.

Su reputación también fue criticada en la prensa británica, especialmente cuando se la compara con el Mayor André, quien fue célebre por su patriotismo. Un crítico dijo “que era un mercenario mezquino que, habiendo adoptado una causa por el saqueo, la abandona cuando es condenado por ese cargo”. George Johnstone lo rechazó para un puesto en la Compañía de las Indias Orientales y explicó:

“Aunque estoy satisfecho con la pureza de su conducta, la generalidad no lo cree así. Si bien este es el caso, ningún poder en este país podría colocarlo repentinamente en el situación a la que apunta bajo la Compañía de las Indias Orientales”.

Arnold y su hijo Richard se mudaron a Saint John, New Brunswick en el año 1785, donde especularon con la tierra y establecieron un negocio comercial con las Indias Occidentales. Arnold compró grandes extensiones de tierra en el área de Maugerville y adquirió lotes en la ciudad de Saint John y Fredericton.

La entrega de su primer barco, el Lord Sheffield, estuvo acompañada de acusaciones del constructor de que Arnold lo había engañado. Después de su primer viaje, Arnold regresó a Londres, en el año 1786, para llevar a su familia a Saint John. Mientras estaba allí, se liberó de una demanda por una deuda impaga, que Peggy había estado luchando mientras él estaba fuera, pagando 900 libras para liquidar un préstamo de 12.000 libras, que había adquirido mientras vivía en Filadelfia.

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La familia se mudó a Saint John en el año 1787, donde Arnold creó un escándalo con una serie de malos negocios y juicios menores. El más grave de ellos fue un juicio por difamación, que ganó contra un ex socio comercial y después de esto, la gente del pueblo lo quemó en una efigie frente a su casa, mientras Peggy y los niños observaban. La familia abandonó Saint John para regresar a Londres, en diciembre de 1791.

Luchó en un duelo incruento con el conde de Lauderdale, en julio del año 1792, después de que el conde impugnara su honor en la Cámara de los Lores. Con el estallido de la Revolución Francesa, Arnold equipó a un corsario, mientras continuaba haciendo negocios en las Indias Occidentales, aunque las hostilidades aumentaron el riesgo.

Fue encarcelado por las autoridades francesas en Guadalupe en medio de acusaciones de espionaje para los británicos, y eludió por poco la horca al escapar a la flota británica que bloqueaba, después de sobornar a sus guardias. Ayudó a organizar las fuerzas de la milicia en las islas bajo control británico, recibiendo elogios de los terratenientes por sus esfuerzos en su favor.

Esperaba que este trabajo le valiera un mayor respeto y un nuevo mando; en cambio, le valió a él ya sus hijos una concesión de tierras de 15.000 acres, unas 6.100 ha en el Alto Canadá, cerca de la actual Renfrew, Ontario.

En enero del año 1801, la salud de Benedict Arnold comenzó a deteriorarse. Había sufrido de gota desde el año 1775 y ya no tenía capacidad para hacerse a la mar. La otra pierna le dolía constantemente y caminaba solo con un bastón.

Arnold fue enterrado en Londres. Como resultado de un error administrativo en los registros parroquiales, sus restos fueron llevados a una fosa común sin marcar durante las renovaciones de la iglesia un siglo después.

Arnold dejó una pequeña propiedad, reducida en tamaño por sus deudas, que Peggy se comprometió a liquidar. Entre sus legados había regalos considerables a un tal John Sage, quizás un hijo o nieto ilegítimo.

El nombre de Benedict Arnold se convirtió en sinónimo de “traidor” poco después de que su traición se hiciera pública, y a menudo se invocaban temas bíblicos. Benjamín Franklin escribió que “Judas vendió a un solo hombre, Arnold tres millones”, y Alexander Scammell describió sus acciones como “negras como el infierno”.

En Norwich, en el estado de Connecticut, la ciudad natal de Arnold, alguien escribió “el traidor” junto a su registro de nacimiento en el ayuntamiento, y todas las lápidas de su familia han sido destruidas excepto la de su madre.

Los historiadores canadienses han tratado a Arnold como una figura relativamente menor. Su difícil época en New Brunswick llevó a los historiadores a resumirlo como lleno de “controversia, resentimiento y enredos legales” y a concluir que no era del agrado de los norteamericanos y los leales que vivían allí.

Por qué la América española se dividió en muchos países y Brasil quedó en uno solo

Fuente: bbc.com 11/09/2020

España y Portugal eran las grandes potencias marítimas del siglo XV y se disputaban el control comercial y religioso del mundo.

Cuando Cristóbal Colón volvió de su primer viaje a América, empezó una pelea entre los dos reinos, arbitrada por la Iglesia Católica, para ver quién tenía el derecho sobre esos territorios.

Tras duras negociaciones, acordaron repartirse el globo en el histórico Tratado de Tordesillas: todo lo que quedaba al este de la línea divisoria pasaba a manos de la corona portuguesa y lo que quedaba al oeste a manos de la corona castellana.

Los dos imperios coloniales dominaron de esta forma gran parte del continente durante más de 300 años, pero acabaron de forma muy distinta.

Al independizarse, la América Española se fragmentó en muchos países y la portuguesa quedó en uno solo.

En este video con animaciones te explicamos por qué Brasil y el resto de América Latina tomaron rumbo tan distintos y cómo eso dio lugar al mapa político, económico y cultural que conocemos hoy.

Guión: Camilla Costa y Carol Olona; Presentación: Ana María Roura; Diseño, animación y sonido: Kako Abraham; Edición: Agustina Latourrette; Editora: Carol Olona

Esclavos, barro y burdeles: así nació Washington City

El Capitolio en construcción en 1860. Wikimedia Commons / National Archives and Records Administration

Autora: Montserrat Huguet

Fuente: theconversation.com 23/07/2020

La ciudad que hoy conocemos como Washington D.C. poco tiene que ver con el Washington City del siglo XIX. Unos pocos hitos urbanísticos y arquitectónicos se mantienen desde entonces: el Mall, la Casa Blanca o Capitol Hill, en un plano en uve entre las riberas del Potomac. Desde luego, no es una ciudad embarrada y recorrida por cuerdas de esclavos.

Proyecto inconcluso

La ciudad de Washington surgió de la concurrencia entre el proyecto urbanístico del arquitecto L´Enfant (1790) y el pragmatismo cotidiano para solventar los problemas de construcción. Los planos originales aportaban ideas: amplias avenidas como expresión de la democracia, accesibilidad sin restricción de clase a los edificios de la soberanía popular, y monumentos que expresaban el triunfo de la república virtuosa.

Plan de L’Enfant para Washington, revisado por Andrew Ellicott. Wikimedia Commons / Library of Congress

Pero no se habían considerado los imponderables: que el terreno se inundaba con las mareas o que, a la hora de avanzar en las obras, tendían a primar los intereses espurios de políticos y comerciantes. La ciudad de las imponentes avenidas, en el recién creado Distrito de Columbia, se levantaba para albergar la administración federal y ofrecer al mundo la imagen de la República, pero a finales del siglo XIX seguía inconclusa. Las arcas municipales siempre estaban vacías y las obras se frustraban por razones impredecibles.

A pesar de ello en el día a día el tejido de la urbe iba tomando cuerpo. La sociedad capitalina reclamaba soluciones eficaces en materia de alojamientos, de transportes e de infraestructuras. Y el primer alcalde, Robert Brent con los arquitectos Latrobe o Hoban, autores de las arquitecturas relevantes de la ciudad, impulsaban un proyecto complejo, al que además cada Presidente quería aportar matices. En los archivos urbanos y crónicas se constata la excepcional actividad de las autoridades ante el reto de una urbe erigida ex nihilo.

Newspaper Row, Washington, D.C. Grabado de Harper’s New Monthly Magazine (enero de 1874). Wikimedia Commons / National Archives and Records Administration

Barro y trifulcas

A la altura del segundo tercio del siglo XIX la imagen de Washington City era chocante, a juicio de los viajeros: las vías excesivas sin acabar, los edificios públicos inconclusos, los hospedajes pobretones e inadecuados a la dignidad de políticos y viajeros. Los ciudadanos estaban mal instalados pese a que había solares vacíos junto a zonas abigarradas y los saneamientos urbanos eran deficientes todavía bajo el mandato de Lincoln.

Con el deshielo y el calor, la capital de los Estados Unidos se convertía en un barrizal insalubre. Los diplomáticos detestaban ser destinados a Washington City incluso si la municipalidad les regalaba suelo para abrir legaciones. En las principales calles, reyertas y trifulcas daban fe de la enorme tensión social.

Una ciudad de hombres… aburridos

La sociedad de Washington fue en origen masculina. Las mujeres se resistían a acompañar a sus maridos hasta la capital. Debido a las pobres comunicaciones y la dureza del viaje en invierno, al principio, durante la temporada legislativa, los congresistas –también los militares– residían en la ciudad sin sus familias. Asistían a sus obligaciones en Capitol Hill y veían cómo hacer fortuna personal.

Pero se aburrían. De modo que frecuentaban las casas de esparcimiento. La prostitución fue una industria muy beneficiosa, alcanzando altas cotas en los años cincuenta. Los burdeles movían dinero, directa e indirectamente, en los negocios asociados: hoteles, juego, comercios de ropa y complementos, lavanderías, artículos de lujo, tabaco, fotos pornográficas… Hooker´s Division en Murder´s Bay fue una zona con notable actividad prostibularia.

Ciudad provinciana en muchos aspectos, Washington no era timorata. El estilo en los hábitos cotidianos entre hombres y mujeres resultaba indecoroso a ojos de los visitantes europeos como la escritora inglesa Frances Trollope.

El geógrafo Von Humboldt o el héroe Lafayette encontraron en cambio muy interesante la sociedad washingtoniana.

Subasta de esclavos. Ilustración de Narrative of the Life and Adventures of Henry Bibb, An American Slave, Written by Himself, 1815. Documenting the American South (DocSouth) – University of North Carolina at Chapel Hill

Códigos de negros

Los afrodescendientes actuales reivindican que la ciudad de Washington fue construida por sus ancestros esclavos, lo que es cierto, aunque parcialmente. A lo largo de los primeros años, para abrir avenidas, cavar canales y elevar edificios se contó además con población negra libre y, sobre todo, con miles de europeos, la mayoría de procedencia irlandesa, tan menesterosos que necesitaban la asistencia municipal para subsistir.

Slave state, free state, ilustración de Narrative of the Life and Adventures of Henry Bibb, An American Slave, Written by Himself, 1815. Documenting the American South (DocSouth) – University of North Carolina at Chapel Hill

En torno a 1800, la esclavitud era un negocio que daba buenos réditos en una ciudad en la que flojeaban las empresas. George Washington y Thomas Jefferson, primer y tercer presidentes, poseían plantaciones prósperas gracias al trabajo esclavo. John Adams, que gobernó entre ambos, fue la excepción. Abolicionista convencido, no aceptaba la presencia de esclavos en la Casa presidencial.

Pese al constante debate en torno a la esclavitud, en la capital muchos de los representantes estatales tenían a su servicio esclavos doméstico y no veían objeciones a una “industria” lucrativa que tenía en Washington City el principal mercado de esclavos con destino a las plantaciones del sur.

Negros libres y esclavos se mezclaban en tareas artesanas, comerciales y domésticas. En la práctica era difícil distinguir la condición legal de un hombre negro. Los libres, que estaban obligados a portar una cédula que acreditaba su condición, no gozaban de facto de toda su libertad. Como la de los esclavos, su vida se regía por los llamados Códigos de Negros, compendios pormenorizados sobre la interacción social de las personas negras, entre sí y con los blancos.

El abolicionismo acabaría ganando el favor público en Washington City, en parte gracias al debate fomentado por la Negro Press, como The Liberator, de William Lloyd Garrison.

En los años cincuenta del siglo XIX, en el distrito de Columbia, la economía se transformaba y los esclavos ya no representaban un recurso tan beneficioso.

Estilo digno

La gente de esta ciudad, en la avanzadilla de lo que luego sería el Sur, resultaba encantadora. Como sociedad que se esfuerza por mostrar lo mejor de sí, las crónicas muestran un Washington City que abunda en eventos sociales y soirées.

Retrato de Margaret Bayard Smith por Charles Bird King. Wikimedia Commons / Smithsonian Institute

Desde la Presidencia, Jefferson, para distinguirse del elitismo y la rigidez de las cortes europeas, perfiló un estilo relajado, aunque digno, que proporcionó a la ciudad fama de hospitalaria. A su mesa, la figura de Margaret Bayard Smith, cronista local y autora de un texto clave para la historia social de la ciudad en sus inicios: The First Forty Years of Washington Society, publicada en 1906.

Bayard fue representativa de las mujeres que lideraron la articulación social de la capital, con figuras como las esposas de los presidentes, a quienes no se llamaba aún primeras damas. Para los estadounidenses, Abigail Adams o Dolley Madison, la “Reina Dolly”, no necesitan presentación.

Afán por la educación y la prensa

Algunos aspectos del tejido de la ciudad desde sus orígenes se han mantenido dando continuidad al proyecto. Desde su fundación, los periódicos fueron clave para la ciudad de Washington y en general la cultura republicana. Imprescindible el Intelligencer, empresa privada pero herramienta gubernamental, ejemplo de la partisan press (prensa partidista).

También fue especialmente relevante el capítulo de las instituciones educativas colleges y escuelas superiores de enfermería y medicina.

El afán por educar a la gente, y no solo las élites, fue constante en los procesos de configuración de la sociedad de Washington City. A comienzos del siglo XIX, y pese a lo efímero de muchas iniciativas religiosas y laicas, a falta aún de una mentalidad colectiva propicia, se abrían en Washington locales populares de préstamo de libros y escuelas. También para las niñas, y para los escolares negros, libres o esclavos.

Tras varias décadas de elogiables, pero frustrantes desarrollos urbanísticos –dependían de los fondos del Congreso– la ciudad de Washington había adquirido fama de lugar que conviene visitar, aunque no para instalarse. Las ventajas derivadas de la capitalidad federal quedan mermadas por una cotidianidad desesperante. Hasta bien entrado el siglo XX la capital de los Estados Unidos carecería del atractivo de ciudades históricas cercanas, como Boston y Filadelfia, o el dinamismo de Nueva York.

El gran mito del liberalismo: ni surgió en Inglaterra ni lo inventó John Locke

‘Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga’, por Antonio Gisbert Museo del Prado

Autor: David Barreira 

Fuente: El Español 21/05/2020

Un atrevido ensayo cuestiona la tradición anglosajona de esta doctrina y señala que EEUU se apropió de ella, transformando sus principios originales, a mediados del siglo XX. 

Uno de los primeros vestigios documentales que hacen referencia a la palabra liberalismo se encuentra en un ejemplar de un periódico gallego, El Sensato, publicado a principios de julio de 1813, cuando la Pepa llevaba vigente algo más de un año. El articulista anónimo, seguramente un clérigo, lo define como «un sistema inventado en Cádiz en el año 12 del siglo XIX, fundado en la ignorancia, absurdo, antisocial, antimonárquico, anticatólico y exterminador del honor nacional». Más allá del alegato reactivo contra lo que la propaganda antiliberal consideraba una nueva forma de herejía, unas ideas subversivas procedentes de Francia, habitual durante toda la década, la mención constituye una valiosa prueba sobre las raíces de esta doctrina en España.

El partido liberal español, poco después de la invasión de las tropas de Napoleón, había instaurado las Cortes de Cádiz y promulgado una constitución que reconocía la soberanía nacional, la separación de poderes o el derecho a la libertad personal. Era un sistema enormemente radical para la época, y adelantó en el baremo democrático a países como Gran Bretaña o Estados Unidos, aunque poco después sería cercenado por la restauración —y la represión— fernandina. También en Suecia una formación de ideas similares había derrocado en 1809 al rey Gustavo IV Adolfo. La escritora Madame de Staël se mostraba jubilosa por el «impulso liberal» que estaba recorriendo Europa occidental.

Esta mujer y su marido, el político y filósofo Benjamin Constant, son según Helena Rosenblatt, profesora de Historia en el Graduate Center de la Universidad de Nueva York, los verdaderos padres del liberalismo. Un conjunto de ideas, dice en su obra La historia olvidada del liberalismo (Crítica), que buscaba consolidar y proteger los principales logros de la Revolución francesa, salvaguardándolos y protegiéndolos de las fuerzas extremistas, ya fueran de la izquierda o de la derecha, de arriba o de abajo. Sus esperanzas y «principios liberales» fueron truncados por el auge de Napoleón en Francia, pero prendieron en otros lugares, como el país vecino del sur.

‘La promulgación de la Constitución de 1812’, obra de Salvador Viniegra.

«España jugó un papel central en la historia del liberalismo, pero rara vez se reconoce», asegura Rosenblatt por correo electrónico a este periódico. «Los principios de su constitución no solo fueron discutidos en Europa, sino también en la India y Filipinas, mientras que en Sudamérica inspiró los movimientos independentistas. Cuando fueron anulados, muchos liberales españoles huyeron a Inglaterra y allí se unieron a una corriente internacional que continuó expandiendo estas ideas. Temerosos de los españoles, los tories más destacados intentaron estigmatizar a sus adversarios whig llamándolos ‘liberales británicos’.

Entones, ¿qué sucede con la enseñanza canónica que identifica al liberalismo como una tradición angloestadounidense y a John Locke como su padre? «Esto es un mito inventado a mediados del siglo XX», lanza tajante la historiadora. La versión más extendida señala que este sistema nació en Inglaterra y se expandió a Norteamérica en el siglo XVIII, donde sus principios fueron consagrados en la Declaración de Independencia y en la constitución de EEUU. Pero no es así: «A lo largo del siglo XIX, el liberalismo fue considerado, para bien o para mal, una doctrina francesa, asociada a los principios de la Revolución. En Inglaterra y EEUU la palabra liberal, en un contexto político, a menudo se deletreaba con una ‘e’ al final (‘liberale’) o en cursiva para indicar su extranjería y advertir de sus peligros», explica Rosenblatt.

Los orígenes

En su atrevida y rompedora obra, la historiadora reconstruye la evolución del término «liberal» —además del de «liberalismo»— desde la Antigüedad hasta nuestros días. La palabra deriva del término latino liber, que significa tanto «libre» como «generoso», y liberalis, «propio de una persona nacida libre». Y quien primero escribió sobre la importancia de ser liberal fue el gran orador romano Cicerón, que describía este espíritu en Sobre los deberes (44 a.C.) como «el vínculo de la sociedad humana», una ética fundamentalmente encomiable de la clase patricia y los gobernantes.

Portada de ‘La historia olvidada del liberalismo’. Crítica

En la actualidad el liberalismo se identifica con la libertad individual y social en lo político y la iniciativa privada en lo económico, pero durante casi dos milenios el concepto «liberal» fue algo bastante diferente. Se había utilizado, según recoge la historiadora en su ensayo, para designar las generosas concesiones de un soberano a sus súbditos o el comportamiento magnánimo y tolerante de una élite aristocrática; y consistía en exhibir las virtudes de un ciudadano, mostrar devoción por el bien común y respetar la importancia de la conexión mutua.

Esa gran transformación ideológica, además de reivindicar al Locke como el padre fundador de la doctrina, sucedió a mediados del siglo XX. ¿Cómo y por qué? «El cambio se produjo a raíz del ascenso de EEUU al estatus de superpotencia durante las dos guerra mundiales y la Guerra Fría —responde Helena Ronsenblatt—, cuando se hizo imprescindible distinguir sus valores de cualquier variante de totalitarismo, bien fuese el fascismo, el nazismo o especialmente el comunismo. El liberalismo fue entonces reconfigurado: los derechos individuales y sobre todo los de propiedad se enfatizaron como nunca se había hecho. Todo lo que oliese a ‘colectivismo’ fue formalmente rechazado».

El futuro

La palabra liberalismo, como revela el ejemplo introductorio, no comenzó a emplearse hasta principios del siglo XIX. Sus principios —libertad de pensamiento, separación del Estado y la Iglesia, divorcio, libertad sexual—, lógicos para el siglo XXI, fueron entonces calificados de provocativos. «Creo que nos hemos olvidado de lo peligroso que era ser liberal«, reflexiona la historiadora. «Fueron censurados, exiliados, encarcelados e incluso ejecutados por sus creencias. Cuando luchaban por la libertad religiosa les llamaban ateos; por la de prensa, anarquistas; y cuando defendieron el divorcio les acusaron de querer destruir la familia. La ideología fue tildada de veneno o incluso adoración al diablo».

Rosenblatt, preocupada por la pérdida de confianza en la democracia liberal y el auge de su antítesis, la «democracia iliberal» —como la de Viktor Orban en Hungría, o incluso algunos rasgos de los EEUU de Donald Trump—, y los populismos, cree que se han perdido valores liberales esenciales: «Me temo que nos hemos vuelto demasiado individualistas. Hay demasiado énfasis en los derechos, opciones e intereses individuales y no tanto en la comunidad y la ciudadanía. El gran teorista liberal, Alexis de Tocqueville, dijo que el individualismo era otra palabra para el egoísmo. No estoy diciendo que los derechos individuales no sean importantes, pero se necesita un cierto equilibrio. El liberalismo tiene los recursos para salvarse y emerger más fuerte si aprende de su propia historia». Su próximo reto: adaptarse a los cambios que provoque el coronavirus en nuestras sociedades.

La revolución de los negros de Haití

Autor: Josep Torroella Prats

Fuente: Descubrir la historia 14/03/2020

Haití fue la primera colonia latinoamericana que rompió sus lazos con la metrópoli. A costa de un gran derramamiento de sangre, entre 1792 y 1804 los negros haitianos no sólo lograron quitarse de encima el yugo colonial francés, sino también acabar con la esclavitud. Para lograr su objetivo tuvieron que combatir duramente durante años contra los franceses, pero también contra británicos y españoles.

Actualmente la República de Haití es uno de los países más pobres del mundo. En América, ocupa el último lugar entre los más desfavorecidos. Raramente es noticia, y cuando los medios hablan de él casi siempre es por el mismo motivo: una catástrofe natural, una crisis humanitaria o un conflicto político. Pero hubo un tiempo en que Haití fue una próspera colonia francesa con la que la metrópoli realizaba una cuarta parte de su comercio de ultramar. Allí estaban los colonos más ricos, las haciendas más florecientes del Imperio colonial francés, y en Por-au-Prince, la capital, se levantaban iglesias, bellos palacios, teatros y casas de placer.

La Revolución francesa de 1789 no fue solamente un hecho europeo. Las ideas de libertad, igualdad y fraternidad no tardaron en cruzar el Atlántico y desembarcar en América. Uno de los lugares donde llegaron primero fue la parte francesa de La Española, la isla antillana explorada por Cristóbal Colón y primer asentamiento europeo en el Nuevo Mundo. España tuvo que ceder el tercio occidental de esta isla a Francia en 1692 por la paz de Ryswick, durante el desafortunado reinado de Carlos II, el último Habsburgo hispánico. La pequeña colonia, que los franceses llamaban Saint-Domingue luego pasó a denominarse Haití.

En el siglo XVIII Haití era el territorio más rico de las Antillas; más que Cuba y que Jamaica. Algunos publicistas llamaban a Haití «la perla de las Antillas». Francia realizaba una cuarta parte de su comercio ultramarino con aquella pequeña posesión caribeña. A Port-au-Prince, la capital, y otros puertos haitianos llegaban cada año cientos de barcos franceses. Descargaban esclavos africanos y brandy, y partían con las bodegas llenas de diversos productos rumbo a Marsella, Burdeos, Nantes y otros puertos franceses. En vísperas de la revolución, Haití producía casi la mitad del azúcar que se consumía en Europa y América. Solo en Burdeos había dieciséis fábricas que refinaban el azúcar haitiano. Haití también exportaba algodón, índigo, café y cacao. Todo el chocolate que consumían los franceses se obtenía a partir de cacao procedente de Haití.

Estos productos eran muy valiosos en el Siglo de las Luces. Como las clases altas y medias cada vez consumían más café y té, aumentó la demanda de azúcar. Los productos agrícolas que producía Haití eran el fruto del trabajo de cientos de miles de esclavos. En términos porcentuales, ninguna otra isla caribeña tenía tantos. En 1789 había en Haití cerca de 500.000 esclavos para una población libre de 30.000 colonos.

Con la explotación de aquella masa de mano de obra gratuita se habían enriquecido unas cuantas miles de familias blancas. Los negros hacían todo tipo de trabajos: desbrozaban los montes, cultivaban las plantaciones, cargaban y descargaban los barcos, transportaban la caña recogida en las plantaciones a los ingenios azucareros, trabajaban en las mansiones de sus amos… Para incrementar la producción se les trataba con brutalidad. Era frecuente ver a blancos azotando a esclavos en las calles de Port-au-Prince.

La pirámide social de Haití tenía por tanto una base muy amplia. Por encima de la masa de esclavos se encontraban los llamados gens de couleur; o sea, mulatos (algunos eran propietarios de tierras) y negros libertos. Más arriba, les petits blancs. Y en la cúspide, les grans blancs; europeos o criollos, eran dueños de vastas plantaciones, grandes comerciantes, traficantes de esclavos, funcionarios civiles y militares de alto rango. O sea, la flor y nata de Haití. Las desigualdades sociales en la colonia no podían ser más extremas. Y los intereses opuestos de unos y otros sólo podían desembocar en un conflicto violento.

La Citadelle (Wikimedia).

Para prevenir cualquier rebelión, la población esclava era tratada con suma severidad. Toda falta era castigada con dureza; todo intento de rebelión, con extrema crueldad. La brutalidad con que amos y capataces trataban a los esclavos empujó a muchos de ellos a huir a las montañas, donde se ocultaban entre la espesura y formaban bandas que sobrevivían como podían, a menudo asaltando haciendas, por lo que eran perseguidos sin tregua. Eran los cimarrones.

En 1757 un esclavo manco llamado Mackandal huyó al monte. Gran orador, desde su refugio llamó a sus congéneres a la rebelión. Como era un sacerdote vudú, pronto se convirtió en el líder. El cimarrón pretendía envenenar los pozos, quemar las haciendas, matar a los colonos. Pero su plan aniquilador llegó a oídos de éstos. Capturado después de muchas batidas, Mackandal fue quemado vivo en una plaza en presencia de muchos esclavos. Sin embargo, los esclavos haitianos se negaron a creer que las llamas habían acabado con él. El cimarrón se convirtió en una leyenda.

La Revolución francesa y los haitianos

Al llegar a la colonia la noticia del estallido de la revolución en Francia, los diversos sectores sociales de Haití celebraron el suceso. Todos vieron en el movimiento revolucionario una oportunidad para lograr sus objetivos. Los colonos esperaban conseguir la libertad de comercio y más autonomía política; las gentes de color libres, la igualdad de derechos que reclamaban desde hacía tiempo; los esclavos, naturalmente la abolición de la esclavitud. Los intereses de unos y otros eran contrapuestos. En un primer momento, sólo los grandes propietarios lograron sus propósitos.

Las revueltas de mulatos fueron duramente reprimidas por las autoridades y los colonos. El dirigente de la primera, iniciado en octubre de 1790, era Vincent Ogé, un instruido y rico mulato que se encontraba en Francia por razones de negocios cuando estalló la revolución. Allí había conocido a algunos políticos y sus discursos le habían inflamado. De regreso a Haití, Ogé encabezó una revuelta. Perseguidos, los mestizos insurrectos buscaron refugio en el territorio español de la isla. Allí, las autoridades entregaron a Ogé y a sus seguidores a los franceses. En febrero de 1791 Ogé fue ejecutado. Sus verdugos le rompieron los huesos en la rueda. Haití no era Francia. En la remota colonia los colonos defendieron sus intereses pasando por encima de las leyes.

Al llegar a la capital francesa la noticia del atroz ajusticiamiento de Ogé, fueron muchos los que se horrorizaron. En la Asamblea Nacional, Robespierre declaró que era mejor que Francia perdiera sus colonias si aquel era el precio que había que pagar por la libertad. El mestizo Ogé se convirtió en símbolo de las injusticias cometidas por los blancos de Haití. Aquella privilegiada minoría quería restringir los beneficios de la revolución a su clase, la de los grandes propietarios.

En cuanto a los esclavos, los grandes principios de la revolución —Liberté, Egalité, Fraternité— tropezaron muy pronto con los intereses económicos de los colonos de Haití. ¿Serían rentables las plantaciones si había que pagar un salario a los negros por su trabajo, hasta entonces gratuito? Para ellos, resultaba evidente que no. Por consiguiente, su liberación se demoró. Si los negros de Haití querían quitarse las cadenas de encima, tendrían que luchar para conseguirlo. Cuando se sublevaron, contaron con el apoyo de muchos hombres libres de color.

Cuando, en 1789, se convocaron los Estados Generales en Versalles, los colonos de Haití quisieron tener voz en aquella asamblea que no se reunía desde hacía más de un siglo. Pero en la isla había mulatos y negros libres que deseaban lo mismo. Aquella aspiración abrió las puertas de un debate en el centro del cual se encontraba la lacra de la esclavitud. A medida que la revolución progresaba, el debate se acentuó.

No se podía hablar de los principios de la revolución olvidando la existencia de medio millón de esclavos en Haití. En la vecina Inglaterra, la abolición del esclavismo cada vez tenía más defensores. En 1787 se había creado allí The Society for the Abolition of the Slave. Sus fundadores era dueños de una imprenta y las publicaciones de la sociedad pronto llegaron a Francia.

Batalla en Santo Domingo, cuadro de January Suchodolsk inspirado en un choque contra los haitianos en Santo Domingo, territorio que llegaron a dominar durante varios años tras su revolución (Wikimedia).

En 1788 se fundó en París la Societé dels Amis des Noirs, que abogaba por la abolición de la esclavitud en las colonias francesas. Entre sus miembros se hallaban el conde de Mirabeau, el marqués de Condorcet, Robespierre, Brissot y otros conocidos personajes de la cultura, el pensamiento y política de Francia. Incluso figuraba una mujer, Olympe de Gouges, autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de los Ciudadanos, abolicionista como todas las feministas de su tiempo.

François Dominique Toussaint

La independencia de Haití fue un proceso revolucionario de carácter abolicionista. No se trataba sólo de liberar a la colonia de la metrópoli, sino también de acabar con el esclavismo. El protagonista principal de este proceso fue François Dominique Toussaint, llamado L’Ouverture por sus seguidores porque abrió una puerta hacia la esperanza, hacia la libertad.

Toussaint era un antiguo esclavo hijo de un príncipe de Benín llevado a América como esclavo. Puesto que los esclavos eran vistos como mercancía por sus propietarios, su fecha de nacimiento se desconoce. Hombre muy capacitado, en la plantación donde vino al mundo pronto se convirtió en el cochero de su capataz. Más tarde se le encargó de cuidar de todo el ganado que pacía en la hacienda. Su dueño, que le tenía en gran estima, le concedió la libertad en 1776.

Entre 1793 y 1802 Toussaint dirigió la revuelta haitiana de esclavos con éxito. Era una persona inteligente, instruida. Su amo le había enseñado a leer y le había proporcionado algunos libros. Además, Toussaint tenía carisma y dotes de mando, sabía cómo arengar a sus tropas de desharrapados. Este ejército era numeroso, pero iba mal armado y estaba poco disciplinado, pero con él luchó contra británicos y franceses, a quienes puso en jaque y obligó a abandonar Haití.

«He emprendido la venganza de mi raza —escribió Toussaint al principio de la insurrección—. Quiero que la libertad y la igualdad reinen en Santo Domingo. Uniros, hermanos, y combatid conmigo por la misma causa».

Pese a la violencia del sistema esclavista, Toussaint nunca actuó con sed de venganza como hicieron muchos de sus compañeros. Era católico —su amo le había hecho bautizar— y no quería saber nada del mundo de vudú, tan arraigado entre los negros de Haití. Protegió a la familia de su antiguo dueño y la de otros colonos que conocía de los desmanes, de la carnicería que se desató en la isla. Por esta razón recibió duras críticas de los individuos más radicales del alzamiento.

El año 1791 estalló una revuelta de esclavos en el norte de Haití y Toussaint se unió a los sublevados. Aunque él ya era un hombre libre —e incluso propietario de una pequeña plantación— quería estar al lado de los que no lo eran y compartir sus penalidades. En poco tiempo Toussaint se convirtió en el líder de los alzados. Unos seis mil hombres le seguían dispuestos a vencer o morir. Iban armados con hachas, palos, machetes, cuchillos y algunas carabinas. Sus dirigentes, vestidos con uniformes chillones, se autoproclamaban generales y almirantes. Para acabar con la esclavitud, quemaban plantaciones, destruían ingenios y mataban a propietarios.

Cuando Toussaint se enteró de que en Francia los revolucionarios habían guillotinado a Luis XVI, propuso a sus hombres ponerse bajo la bandera de Carlos IV, el monarca español. En la vecina colonia española de Santo Domingo recibió instrucción militar. España estaba en guerra contra Francia desde 1793, tras la decapitación del monarca francés. Toussaint llegó a convertirse en general de las tropas de Carlos IV, y las autoridades hispánicas ofrecieron la libertad a todos los negros haitianos que pisaran suelo español. Pero aquella situación duró poco tiempo. El Tratado de Basilea, en julio de 1795, puso fin a la guerra de la Convención entre España y Francia. Pero entonces Toussaint ya era el líder indiscutible de la negritud haitiana.

El 4 de febrero de 1794 la Asamblea Nacional abolió la esclavitud en todos los territorios coloniales franceses. Era una decisión esperada tras la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin embargo, el Gobierno francés mantuvo el dominio sobre sus colonias en la creencia que los no europeos no estaban preparados para gobernarse, y Haití no era una excepción. Los esclavos haitianos eran libres pero seguían estando bajo el yugo francés.

Los colonos blancos que sobrevivieron a las matanzas huyeron despavoridos a Jamaica y Estados Unidos. Si los negros se habían pasado temporalmente a España, ellos se pasaron a Gran Bretaña, que envió tropas a Haití desde Jamaica. Un tercio de los 25.000 soldados que desembarcaron en la isla perdió la vida allí, más por la fiebre amarilla que por heridas de guerra. Los británicos finalmente capitularon. Fue una vergonzosa derrota que se ocultó durante mucho tiempo. Toussaint entró triunfante en Port-au-Prince.

Durante el Directorio, la Asamblea Nacional envió a Haití dos comisarios para ganarse a Toussaint con la promesa de libertad. Lentamente la colonia se recuperó, se fomentó la agricultura y se abrieron escuelas. Entonces Toussaint declaró la guerra a los españoles, que en Santo Domingo mantenían el comercio de esclavos. España contaba con escasas fuerzas militares en aquella colonia, mientras que Toussaint lideraba multitudes. Se alzó con la victoria.

De esta manera el antiguo esclavo gobernó sobre toda la isla caribeña hasta que España recuperó su dominio sobre Santo Domingo en 1814.

Henri I de Haití (Wikimedia).

Entonces, sin haber osado aún proclamar la independencia de Francia, Toussaint reunió a un grupo de hombres para que redactaran una constitución. Los redactores fueron negros, mulatos e incluso algún blanco. Toussaint no podía prescindir de los colonos que sobrevivieron a las matanzas porque la mayoría de los negros y muchos mulatos eran analfabetos.

Napoleón y Haití

Mientras tanto, en Francia, Napoleón Bonaparte había sido nombrado Primer Cónsul. Napoleón no amaba mucho a los negros y pronto se dispuso a intervenir en Haití. De momento envió delegados a la colonia. Cuando, en 1802, firmó la paz con Gran Bretaña por el Tratado de Amiens, ordenó preparar una poderosa fuerza armada. En la empresa participaron España y Holanda, países aliados de Francia. En dos años fueron enviados a Haití más de 10.000 soldados. Al frente de los invasores iba el general Leclrec, cuñado de Napoleón. Su esposa, Paulina Bonaparte a —la que retrató el artista italiano Canova como Venus Victoriosa— soñaba con un pequeño reino antillano. De hecho, la hermana del Primer Cónsul vivió en Haití unos meses con su marido y su hijo.

La guerra fue larga y ambos bandos perdieron muchos hombres. Como años antes los británicos, los franceses tuvieron muchas bajas a causa de la malaria. Al final Toussaint se vio obligado a aceptar la paz porque muchos de sus «generales» se habían pasado a los franceses. Engañado, Toussaint fue capturado y enviado a la prisión más segura de Francia, donde murió un año después de ingresar en ella. Cabe suponer que no fue muy bien tratado por sus carceleros.

Pero en Haití se reanudó la contienda. Los haitianos no daban su brazo a torcer. Ahora quien dirigía la lucha era Jean-Jacques Dessalines, un antiguo esclavo de un negro liberto. Tras vencer a las tropas napoleónicas, el 1 de enero de 1804 Dessalines proclamó la independencia de Haití. Como no quería ser menos que Napoleón, poco después se proclamó emperador con el nombre de Jacques I. Dessalines gobernó como un sátrapa y fue asesinado durante una revuelta de mulatos. Entonces la joven república se fragmentó en dos partes. Al norte, un reino dirigido por Henri Christophe, otro hombre con delirios de grandeza. Al sur, una república dirigida por un mulato llamado Pieton.

Henri Christophe se hizo coronar y tomó el nombre de Henri I. Hizo construir varios palacios, entre los cuales el de Sans Souci, como el de Federico II de Prusia. Ante la amenaza de una nueva invasión francesa, ordenó levantar una poderosa fortaleza sobre una montaña, La Citadelle, donde almacenó armas, municiones y alimentos para resistir un largo sitio. Miles de súbditos, incluso mujeres y niños, trabajaron en la obra. Henri I también dio instrucciones sobre cómo había que actuar cuando tuviera lugar el desembarco de tropas francesas. En pocas palabras, había que poner en práctica una política de tierra quemada, una acción devastadora que ya se había llevado a cabo en diversos momentos históricos.

Sin embargo, la tan temida invasión francesa nunca de produjo. Napoleón renunció para siempre a Haití, aquel lejano territorio donde los negros defendían con uñas y dientes su libertad y la de su país. De hecho, Francia renunció a reconstruir el dominio colonial de Francia en el Caribe. En 1803, un año antes que los haitianos proclamasen la independencia de su país, Napoleón había vendido la Luisiana al gobierno de Estados Unidos. 

Para saber más

—Franco, José Luciano (1966). Historia de la revolución de Haití. La Habana: Instituto de Historia.

—Gainot, Bernard (2017). La Révolution dels esclaves d’Haïti, 1763-1803. Vendemiaire.

—Roupert, Catherine Eve (2011). Histoire d’Haïti. La première republique noire du Nouveau Monde. Perrin.

—Arciniegas, Germán: Biografía del Caribe. Círculo de Lectores, 1975.

—James, C.L.R.: The Black Jacobins: Toussain L’Ouverture and the San Domingo Revolution. Vintage, 1989.

El cólera y los bulos: desinformación antes del coronavirus

Autor: JAVIER MARTÍN GARCÍA

Fuente: La Vanguardia 07/04/2020

La extensión del cólera en España en 1834 nos mostró cómo las ‘fake news’ y la falta de información pueden agravar los efectos de una plaga

Es mediodía en un tenso 17 de julio de 1834 en la Puerta del Sol. La incertidumbre es palpable en toda España, más aún en Madrid, donde la actualidad política y social deja poco espacio para la calma. Hace apenas diez meses que ha muerto el rey Fernando VII, y el país se prepara para afrontar una guerra civil. El hermano del antiguo monarca, Carlos María Isidro, reclama la sucesión frente a la decisión de aquel, que apostó por su hija, Isabel II. El postulante ha logrado entrar en la península por el País Vasco y dirige un ejército que busca implantar sus ideas absolutistas en toda España.

Aquel 17 de julio, una desgracia sanitaria se suma a estas preocupaciones. Lo que al principio solo eran rumores se ha convertido en un clamor. Una enfermedad está atacando con especial virulencia a las clases más populares de la capital. Decenas de personas están muriendo entre vómitos, diarreas y dolores. Todo parece indicar que la ciudad sufre un brote de cólera, el mismo cólera que ya ha arrasado media Europa y cuya gravedad tanto poderes públicos como medios de comunicación están tratando de disimular con escaso éxito.

Solo falta una chispa para que Madrid estalle. Aquel mediodía, un mozalbete de los muchos que pululan por la populosa Puerta del Sol se acerca a un aguador e introduce barro en la cuba en la que porta el líquido. Un grupo de personas que contemplan la escena atacan furiosamente al muchacho. La violencia se extiende por la ciudad. ¿Por qué una trastada mil y una veces repetida genera esta vez una reacción desmesurada?

Caricatura sobre la relación del carlismo con el clero en una revista satírica del siglo XIX.
Caricatura sobre la relación del carlismo con el clero en una revista satírica del siglo XIX. (Dominio público)

El boca a boca propaga entre los madrileños que el temido cólera está afectando a individuos sanos que enferman justo después de beber o entrar en contacto con el agua. A ello se suma el hecho de que las autoridades apenas ofrecen información sobre lo que ocurre. El pueblo empieza a buscar culpables. Mientras tanto, Madrid teme el avance de las tropas carlistas, defensoras, entre otras cosas, de los privilegios de la Iglesia.

La matanza de frailes

Un bulo se extiende por la capital: como una quinta columna de los carlistas, los religiosos están contratando a niños e indigentes para que envenenen las aguas de las que se surten los madrileños. Es la Iglesia la que está propagando el cólera… No ayudará a desmentirlo el hecho de que, tal como explica el historiador Antonio Moliner Prada en el libro colectivo El anticlericalismo español contemporáneoel clero insista una y otra vez en que la enfermedad es un “castigo divino” por la ausencia de fe de los ciudadanos.

Desatada la tensión, una turba de madrileños agrede a un franciscano que pasea por la céntrica calle Toledo. En la misma vía, la muchedumbre consigue acceder al Colegio Imperial, administrado por los jesuitas, y asesina a cuanto religioso se encuentra. La situación se descontrola y son asaltados conventos de diferentes órdenes religiosas, cuyos habitantes son acuchillados, asesinados a garrotazos o quemados vivos.

El convento de San Francisco el Grande se lleva la peor parte, con cerca de cuarenta muertos. Según datos de Julio Caro Baroja en su Historia del anticlericalismo español, “alrededor de setenta y cinco religiosos fueron asesinados en Madrid el 17 de julio de 1834”.

Un bulo generado a partir del miedo y la desinformación había provocado una terrible “matanza de frailes”

Un bulo engendrado a partir del miedo y la desinformación había generado una jornada funesta, que se conocería como “la matanza de frailes”. Algo que, por otro lado, no ocurrió exclusivamente en nuestro país. Años antes, en Varsovia, y también ante la aparición del cólera, el exacerbado antisemitismo había culpado a los judíos de propagar la enfermedad, mientras que en París llegó a intervenir el Ejército para frenar los desmanes populares contra los que consideraban responsables de extender la plaga: médicos, curas, boticarios o ricos. El cólera mataba, pero también lo hacía la desinformación.

¿Cómo se coló en España?

La pandemia del conocido como cólera-morbo, o asiático, tiene su origen en el año 1817, cuando se desplaza desde las zonas próximas al río Ganges (donde era endémico) hasta las localidades limítrofes. Después, en varias oleadas y siguiendo las tradicionales rutas de la comunicación y el comercio, alcanzó Europa. En España irrumpió, concretamente en el puerto de Vigo, en enero de 1833 desde Portugal. Poco después penetró en la frontera extremeña y desde allí se extendió por Andalucía.

El invierno frenó la expansión, pero el movimiento de tropas para sofocar el levantamiento carlista diseminó la enfermedad por toda España, sobre todo a partir de junio de 1834. Tardará más de un año y medio en desaparecer, afectando fatalmente a alrededor de un 3% de la población.

El encubrimiento de información por parte del gobierno del moderado Francisco Martínez de la Rosa, temeroso de que un estado de pánico generalizado paralizase aún más la precaria economía española, fue contraproducente a la hora de frenar su expansión.

Francisco Martínez de la Rosa, presidente del consejo de ministros durante el brote de cólera.
Francisco Martínez de la Rosa, presidente del consejo de ministros durante el brote de cólera. (Dominio público)

Los medios de comunicación tardaron también en reaccionar, contagiados por este clima de prudencia. Un ejemplo paradigmático de esta disfunción se desarrolló en Madrid. El 2 de julio de 1834, los partes que emitían los médicos a la Junta Municipal advertían de la existencia de casos de cólera en las calles de la capital. Sin embargo, al menos durante los diez primeros días del mes, Diario de Avisos de Madridel medio oficial, se limitaba a ofrecer consejos sobre la forma de evitar contraer la enfermedad y a presentar las medidas que se estaban poniendo en marcha para que la epidemia no entrase en la ciudad, dando a entender que esto aún no había ocurrido.

Una prevención insuficiente

Desde luego, casi todo acerca del cólera era desconocido. La enfermedad llevaba a la muerte a un alto porcentaje de los contagiados en menos de una semana. Se ignoraban su causa y su medio de transmisión, y los planes preventivos puestos en práctica no pasaban de ser ensayos a ciegas.

En 1827 se había creado la Real Junta Superior Gubernativa de Medicina y Cirugía, que unificaba a los colegios de Medicina y Cirugía. Con su patrocinio se envió una comisión de tres expertos a varios países europeos castigados por el cólera y se nombró al prestigioso médico Mateo Seoane corresponsal médico en las islas británicas. Los informes de unos y otro, diecinueve entre 1831 y 1833, apenas tuvieron eco más allá del ámbito científico.

Una muchedumbre ataca una iglesia de los jesuitas en Madrid.
Una muchedumbre ataca una iglesia de los jesuitas en Madrid. (Dominio público)

La Comisión Médica propuso, en orden de prioridad, cinco medidas para frenar el contagio y reducir sus efectos: eliminar los focos de insalubridad, reducir la miseria en las clases populares, facilitar los cuidados médicos, instruir a la población en sanidad y “evitar la introducción de las causas morbíficas”. Este último punto, centrado en el aislamiento de las poblaciones contaminadas y en prohibir la comunicación con focos internacionales de contagio, fue el único que se llevó a cabo.

A finales de 1831, se pusieron en cuarentena los barcos procedentes de países en los que se desarrollase la epidemia, y pronto se hizo lo mismo respecto al contacto terrestre con poblaciones contaminadas, creándose los llamados cordones sanitarios. En 1832, se crearon Juntas de Sanidad en las provincias fronterizas que debían velar por el cumplimiento de esas medidas. Todas ellas fueron insuficientes para frenar el contagio a partir de 1833.

Los pobres, principales damnificados

Lo que resultaba imposible de frenar eran las transformaciones que se estaban produciendo en el mundo. El tránsito diluía las fronteras. El desarrollo de los transportes y la industrialización fueron los principales estimuladores de la extensión de la plaga y de las que se sucederán. A partir de entonces, queda claro que es un disparate disociar los aspectos científicos y sociales al tratar de controlar una pandemia.

El cólera se convirtió en uno de los principales impulsores de la medicina preventiva de la modernidad

La enfermedad afectaba en especial a los estratos más bajos, sobre todo en el ámbito urbano, donde se hacinaban miles de personas que habían acudido a las capitales en busca de trabajo. Las pésimas condiciones de vida favorecían el contagio y la letalidad del cólera. Aquellos forasteros que no habían conseguido un puesto eran expulsados a sus lugares de origen.

La represión contra las clases populares y los indigentes fue una constante que se pretendía justificar por la ausencia de higiene. Sin embargo, esta represión también respondía al hecho de que eran los más pobres quienes espoleaban en mayor medida los levantamientos contra los privilegiados.

Lecciones aprendidas

Como toda crisis sanitaria, también esta enfermedad trajo consigo lecciones. El grado de mortalidad en espacios sobrepoblados y la insalubridad asociada a los mismos impulsó la mejora de elementos como el suministro de aguas, el alcantarillado o la limpieza de fábricas, instituciones públicas u hospitales. El cólera se convirtió en uno de los principales acicates de la medicina preventiva de la modernidad.

No menos importante fue la toma de conciencia de la trascendencia de los médicos y su formación. Hasta poco antes, las supersticiones convivían y a veces tenían más influencia que la labor científica, y el médico era concebido apenas como un simple sangrador. Las medidas higiénicas, sumadas a una mayor organización, con hospitales más modernos y pulcros, supusieron un paso de gigante en la lucha contra las pandemias.

La historia nos ha enseñado que toda situación sanitaria crítica, como la que estamos viviendo hoy con el coronavirus, es una catástrofe, pero al mismo tiempo supone una oportunidad de aprendizaje para regenerar los aspectos sanitarios, sociales y económicos que han sido sobrepasados por la enfermedad.

Los afrancesados: ilustres y perseguidos

El cuadro de Goya «La Verdad, el Tiempo y la Historia». (afrancesados Goya La Verdad, el Tiempo y la Historia)

Autora: MARÍA PILAR QUERALT DEL HIERRO

Fuente: La Vanguardia 22/08/2019

La crisis de la monarquía española se precipitó en los primeros años del siglo XIX. El vertiginoso ascenso de Manuel de Godoy, favorito de Carlos IV y María Luisa de Parma, había puesto en entredicho la moralidad pública y privada de la familia real. La sospecha de que el monarca pretendía hurtar la Corona a su legítimo heredero, el futuro Fernando VII, a favor de Godoy desencadenó en marzo de 1808 el llamado Motín de Aranjuez.

Esta insurrección popular, acaudillada por unos cuantos aristócratas, conllevó la abdicación del Rey en su hijo. La coyuntura fue aprovechada por Napoleón –a quien Carlos IV había solicitado ayuda– para atraer a la familia real a Bayona y, una vez allí, obligar a Fernando VII a devolver la Corona a su padre. La maniobra dio el resultado que Bonaparte esperaba.

José Bonaparte, hermano de Napoleón, y situado por este en el trono español.
José Bonaparte, hermano de Napoleón, y situado por este en el trono español. (TERCEROS)

Recuperado el trono, Carlos IV lo puso a disposición de Napoleón, quien de inmediato situó en él a su hermano José, mientras Fernando VII quedaba recluido en el castillo de Valençay. Sus padres y Godoy iniciaban un exilio forzoso, compensado por una cuantiosa renta otorgada por el Gran Corso.

Herederos de la Ilustración

No es de extrañar, pues, que en tal situación, con el descrédito planeando sobre los Borbones, un sector de la población aceptara de buen grado la posibilidad de un cambio dinástico. E incluso que, además de por prudencia, una selecta minoría lo hiciera por seguir sus más profundas convicciones. Estos eran los herederos intelectuales de los ilustrados reformistas que a mediados del siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III, habían intentado difundir la filosofía del Siglo de las Luces, basada en el dominio de la razón y en el espíritu de la Enciclopedia.

Entre estos fieles a la causa de José Bonaparte abundaban los nobles, los eclesiásticos y los terratenientes partidarios del régimen absoluto. Leales al principio monárquico, juraron sus cargos en defensa de la institución por encima de la legalidad dinástica. Esta elite ilustrada preconizaba la necesidad de llevar a cabo desde el poder determinadas reformas políticas y sociales, así como la conveniencia de evitar un enfrentamiento bélico con Francia.

Lo necesario era contar con un monarca digno y avalado por la rectitud de su conducta.

De hecho, entre las múltiples consecuencias de la guerra temían que una contienda y el consiguiente vacío de poder incentivase los propósitos independentistas de las colonias americanas. En su proyecto político, solo una monarquía reformista y puesta al día podía evitar la desmembración de la nación. Lo necesario era contar con un monarca digno y avalado por la rectitud de su conducta. Si, además, su vínculo con la Revolución Francesa permitía pensar que salvaría a España de su atraso social y económico, mejor que mejor.

Este pensamiento político se define por sí solo en las palabras de un célebre afrancesado, el escritor Leandro Fernández de Moratín. En respuesta a la promesa del nuevo rey de garantizar “la integridad y la independencia de España” y los “derechos individuales de los ciudadanos”, Moratín escribió: “Espero de José I una extraordinaria revolución capaz de mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la razón, la justicia y el poder”.

Perseguidos durante la guerra

Mientras la mayoría de españoles se levantaba en armas contra las tropas bonapartistas, el nuevo monarca solo encontraba apoyo en los afrancesados. El rey trataba de iniciar una reforma política y social encaminada a recortar el poder de la Iglesia y la nobleza a favor de la burguesía. El Estatuto de Bayona, promulgado en julio de 1808 y redactado por ilustres afrancesados, había puesto de relieve el alcance de aquellas transformaciones en ámbitos como la enseñanza, el derecho o la religión.

El escritor Leandro Fernández de Moratín fue uno de los afrancesados de mayor prestigio.
El escritor Leandro Fernández de Moratín fue uno de los afrancesados de mayor prestigio. (TERCEROS)

Así, se llevaron a cabo importantes medidas, como la igualdad contributiva o la desamortización de los bienes de conventos. Pero el propio curso de la guerra, la falta de fuentes financieras y el contrapoder simbolizado en la Junta Central (máximo órgano gubernativo de la España no ocupada) se erigieron en graves obstáculos para el desarrollo de las acciones reformistas. En este clima tan adverso, la situación de los partidarios de José I no fue fácil.

En las zonas ya liberadas de la ocupación gala, la Junta ordenó incautaciones y amplió el número de proscritos “ingratos a su legítimo soberano, traidores a la patria y, como tales, acreedores de toda la severidad de las leyes”. A ello se unió la vandálica actitud de los ciudadanos. Fueron muchos los casos de linchamiento de presuntos simpatizantes con la causa del invasor a cargo de sus propios convecinos.

En esta postura no dejaba de haber un importante componente social, puesto que, por lo general, en las pequeñas poblaciones el afrancesado pertenecía a la elite local de la villa (el médico, el boticario, el maestro…), mientras que el grueso de sus agresores nacía del pueblo llano.

Las Cortes de Cádiz

De modo paralelo al transcurso de la guerra tuvo lugar un hecho histórico tan solo comprensible por el excepcional contexto que atravesaba el país. Debilitado el poder de la Junta Central tras una serie de derrotas militares, este órgano de gobierno, refugiado en Cádiz, dio paso a una regencia colectiva. En aquella ciudad, foco de liberales antibonapartistas, se produjo en 1810 una reunión a Cortes.

Su situación no hizo más que empeorar a lo largo de 1813, a medida que se hacía patente el fin de la soberanía de José Bonaparte.

Dos años más tarde sus diputados promulgaban una constitución de marcado talante liberal, con reformas de carácter más avanzado que las propuestas por José Bonaparte, en la que se reconocía a Fernando VII como rey de España. Pero no como rey absoluto, sino como monarca constitucional. Precisamente, el retorno de este a España acabaría con tal sueño.

Por su “colaboración con el enemigo”, los afrancesados fueron en su mayor parte incapacitados para desempeñar cargos públicos durante las Cortes de Cádiz. Su situación no hizo más que empeorar a lo largo de 1813, a medida que se hacía patente el fin de la soberanía de José Bonaparte. El monarca ofreció una salida digna para aquellos que aún no habían sido detenidos y con cuyo favor había contado.

Para ello organizó caravanas enteras con destino a la frontera francesa. Tras la batalla de Vitoria, que puso el final definitivo a la aventura napoleónica en España, la expedición de fugitivos que cruzaron el Bidasoa constaba de unos doce mil componentes.

Cae el rey José I

La vida de los afrancesados se complicó terriblemente a la caída del régimen josefino. La reacción popular fue terrible: venganzas, linchamientos, denuncias… La represión oficial, al menos, conseguía que se respetase la integridad física de los implicados, que solo podían defenderse mediante pliegos y pliegos de descargo redactados con el fin de librarse del estigma de su colaboracionismo.

Promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812. (TERCEROS)

Para controlar el proceso depurador se creó un tribunal que instruía procesos y recogía testimonios y apelaciones a favor o en contra de los encausados. Las prisiones se llenaron hasta rebosar y, para concentrar a los detenidos, hubo que habilitarse un sector del madrileño parque del Retiro. El rigor de la justicia y un irracional deseo de venganza no se paraban ante persona alguna por mínima que hubiese sido su implicación.

Desengaño en el exilio

Los exiliados confiaban en que Francia les compensaría de los servicios prestados al hermano del emperador. Sin embargo, la respuesta gala fue muy distinta de lo que esperaban. Concentrados en la región de la Gironda, el Estado francés ni siquiera escuchó las continuas peticiones de José Bonaparte a favor de quienes le habían ayudado. Por fin, hubo de hacerse cargo de ellos personalmente mediante la entrega de un millón de francos de su peculio particular.

Tras censarles, se les adjudicó residencia fija y se les concedió una cantidad de dinero proporcional al número de componentes de la familia. Los españoles estaban convencidos de que el exilio sería algo pasajero. De ahí que sobrellevaran su situación con buen talante. Había llegado hasta ellos el rumor de que, en las conversaciones de paz entabladas entre el duque de San Carlos en nombre de Fernando VII y el embajador La Forest, representando a Napoleón, se establecía que cuantos habían servido a José I recuperarían su condición civil, sus posesiones y sus cargos.

El 2 de mayo en Madrid, ilustrado por el pincel de Francisco de Goya. (TERCEROS)

Por otra parte, la firma del Tratado de Valençay, que ponía fin a la contienda, abría las puertas a un posible retorno de los exiliados gracias a un decreto de amnistía que esperaban se promulgase con motivo de la onomástica del rey, Fernando VII, en 1814.

La represión final

No contaban con el carácter avieso e inmisericorde del nuevo monarca. Este inició un durísimo proceso represivo contra todos aquellos que, en mayor o menor medida, habían colaborado con el invasor. Se establecieron cuatro tipos diferentes de delito: en primer lugar, se dictaminaban las penas de los que habían sido solicitados para cualquier cargo o implicación con el nuevo régimen pero lo habían rechazado.

En segundo, los castigos para quienes habían continuado en sus puestos durante el gobierno de José I, aun sin participar ideológicamente del mismo. Le seguían las sanciones destinadas a los que habían obtenido prebendas y honores. Y por fin, como última y más grave categoría, se dictaban las penas para los que habían realizado proselitismo o habían destacado por los servicios prestados a la causa josefina.

Joaquín Sorolla ilustra así el levantamiento contra los franceses en el cuartel de Monteleón de Madrid.
Joaquín Sorolla ilustra así el levantamiento contra los franceses en el cuartel de Monteleón de Madrid. (TERCEROS)

La consecuencia fue la expatriación perpetua de todos los ministros, consejeros de Estado, cargos políticos, dignidades eclesiásticas, títulos nobiliarios, militares o embajadores que habían colaborado con el gobierno de José I. Es decir, casi cinco mil personas, puesto que la medida se hacía extensiva a las esposas y familiares directos de los implicados.

Pese a las innumerables súplicas, pliegos de descargo, cartas y alegatos dirigidos a Fernando VII, en que los exiliados explicaban y razonaban sus diferentes posturas, la situación empeoró. Sobre todo durante la efímera vuelta al trono francés de Napoleón en 1815, en la que estos se manifestaron dispuestos a colaborar con el emperador. Con ello, tras la caída definitiva del Imperio napoleónico, el retorno de los exiliados a su patria resultó impensable.

Lanzando sus dardos represores contra afrancesados y liberales, el absolutismo fernandino pudo asentarse. Sólo en 1820, cuando el paréntesis del trienio liberal restableció la Constitución de 1812, las fronteras se abrieron para acoger a los expatriados. Para entonces, muchos ya habían muerto. Otros reemprenderían el camino del exilio en 1823, cuando, gracias a la ayuda de otro ejército francés, el de los Cien Mil Hijos de San Luis, garantes del absolutismo en Europa, se suprimieron de nuevo las garantías constitucionales. Había llegado el exilio definitivo para los afrancesados.

La rebelión de Riego: el Año Nuevo que agitó la historia de España

Proclamación de la Constitución de Cádiz en la plaza mayor de Madrid, en marzo de 1820.

Autor: AGUSTÍN MONZÓN 

Fuente: El independiente. 31/12/2019

Una rebelión de «cuatro facciosos» condenada al fracaso. Al general Francisco Javier de Elío la noticia de la sublevación de varios batallones del Ejército acantonado en Andalucía para marchar hacia América no pareció preocuparle en exceso.

Al fin y al cabo, el que se había erigido en uno de los principales baluartes del absolutismo de Fernando VII ya había tenido que enfrentarse en los últimos años a diversos pronunciamientos que habían resultado desbaratados sin excesivos problemas.

Y lo cierto es que el iniciado en Las Cabezas de San Juan el día de Año Nuevo de 1820 no parecía destinado a correr mejor suerte. Transcurridas varias jornadas desde el levantamiento, las fuerzas sublevadas aparecían recluidas en la isla de León, carentes de iniciativa tras el fracaso de su asalto a Cádiz. Como describe el prestigioso hispanista Raymond Carr, la revolución «quedó en sedición militar y parecía destinada a morir de muerte natural».

El fracaso de los sublevados en la toma de Cádiz parecía condenar al fracaso el golpe

Aquella situación debió causar una gran desazón en el coronel del Riego. Él había completado a la perfección la misión que se le había encomendado. A las nueve de la mañana del día de Año Nuevo había formado a sus hombres en la plaza mayor de la localidad sevillana de Las Cabezas de San Juan para exhortarles a alzarse en armas contra el despotismo y por la libertad y los derechos de la nación.

«Desde este momento, la sabia Constitución española […] vuelve a regir en toda su fuerza y vigor en toda la Nación Española», proclamó. Y tras instaurar allí el nuevo orden, partió con los batallones de Asturias y Sevilla hacia Arcos, donde ejecutó el arresto de los principales dirigentes del Ejército expedicionario, incluido su general en jefe, Félix María Callejón, conde de Calderón.

Riego había recibido las últimas instrucciones para llevar adelante aquel plan durante los últimos días de 1819. En la noche del 27 al 28 de diciembre, había mantenido una reunión para perfilar los últimos detalles de la rebelión, con dos de sus principales promotores, Antonio Alcalá Galiano y Juan Álvarez Mendizábal, dos jóvenes de ideas liberales que en las décadas siguientes desempeñarían un papel principal en la historia política de España.

Historia de la bandera de España.

Aquellos hombres habían encontrado en las tropas concentradas en los alrededores de Cádiz para ser enviadas a Ultramar un ambiente propicio para poner en marcha sus planes de reavivar el espíritu del liberalismo que había alumbrado la Constitución de 1812 y que había sido aplastado por Fernando VII a su regreso a España en 1814, con la intención de restaurar el poder absoluto de la monarquía.

Pero el absolutismo se había mostrado incapaz, desde entonces, de dar respuesta a los desafíos de un régimen inadecuado para contener la rebelión de las provincias de Ultramar y reactivar una economía paralizada por la caída de los flujos de plata de América.

Como explica, Raúl Pérez López-Portillo en La España de Riego (Silex, 2005), el régimen absolutista era inviable desde la misma base, sobre todo por la pérdida de las colonias americanas, «y resultaba políticamente sin futuro incluso en la reaccionaria Europa de la restauración posnapoleónica».

A esto, las tropas añadían el malestar por sus poco confortables condiciones de vida, mientras aguardaban una misión que generaba escaso entusiasmo y que, en cualquier caso, se iba dilantando de forma persistente.

Las ideas revolucionarias germinaban en unas tropas molestas con su envío a América

Por eso no es de extrañar la alegría con la que recibieron las tropas de Riego aquel mensaje del 1 de enero. «Los oficiales y soldados prorrumpen en alegres vivas y aplauden con el mayor entusiasmo la decisión y arrojo de su comandante; unos y otros juran obedecerle constantemente, seguirle a donde quiera guiarlos, y derramar toda su sangre en defensa del sagrado código proclamado. Todo es júbilo y asombro en Las Cabezas desde aquel momento: la alegría y efusión de corazón reina en los soldados; sobre el pueblo cae un pasmo profundo, que le obliga a admirarlos en silencio», explica Fernando Miranda, uno de los militares testigos de aquel episodio.

El éxito de Riego no tendría, sin embargo, refrendo en la que se articulaba como uno de los movimientos esenciales de la sublevación: la toma de Cádiz, que había sido encomendada al general Antonio Quiroga. En La España de Fernando VII (RBA, 2005), Miguel Artola explica que Quiroga inició su movimiento con un día de retraso y sin la premura necesaria, lo que dio tiempo a las autoridades de Cádiz de prepararse para frenar el asalto.

Este fue el escenario que se encontró Riego al reunirse con sus compañeros de sublevación en la isla de León el 7 de enero. Pero el militar asturiano no estaba dispuesto a ceder al desánimo.

«Lo más difícil de la obra ya está hecho, el valor no nos faltó al principio; yo confío en que tampoco nos abandonará hasta verla terminada. Quizás se opongan a nuestros designios los poderosos de la Tierra; pero sus huestes ¿podrán hacernos vacilar?… no. Desafiaremos el poder de los tiranos, que está fundado en la violencia; el nuestro lo está en la razón y en la justicia», exhortó a sus hombres antes de realizar nuevos intentos, frustrados, de apoderarse de Cádiz.

Respuesta débil

Mientras tanto, el Gobierno de Fernando VII articulaba una respuesta tibia al desafío de aquellos militares, evidenciando su confianza en que el movimiento se apagaría por sí mismo.

En cualquier caso, la proximidad de las tropas realistas convenció a Riego de la necesidad de dar un nuevo impulso a la sublevación y el 27 de enero parte de la isla de León, acompañado de 1.500 hombres, con la misión de recorrer las ciudades de alrededor en busca de nuevos apoyos a la sublevación.

Durante 40 días Riego recorre casi 1.000 kilómetros tratando de extender la rebelión por Andalucía

A lo largo de los siguientes 40 días, Riego y sus hombres recorrerán alrededor de un millar de kilómetros, primero por las costas de Cádiz y Málaga, y posteriormente por las localidades del interior, proclamando la Constitución, ante la indiferencia de la mayor parte de la población, y la inacción del general José O’Donnell, quien al mando de las fuerzas destinadas para sofocar aquel movimiento, apenas se anima a buscar el enfrentamiento directo.

El religioso Juan Escoiquiz lamentaría aquella falta de contundencia, que no venía a mostrar sino las debilidades del régimen y la falta de confianza de los militares realistas en sus tropas. «Nadie puede comprender cómo teniendo el general Freire un ejército, que entre infantería y caballería no puede bajar, sin contar la guarnición de Cádiz, de veinte y cuatro mil hombres, se están burlando hace más de quince días dos mil rebeldes sin caballería de todas sus fuerzas, paseándose tranquilamente a su vista, por llano y por sierra…».

Pero las escasas refriegas a las que tuvieron que hacer frente y las penalidades de una marcha que apenas ofrecía resultados fueron haciendo decaer los ánimos en la expedición de Riego, que iba perdiendo efectivos día tras día. Ni siquiera la creación de un himno -el que pasará a la historia como Himno de Riego- destinado a infundir nuevos ánimos a la tropa lograría detener las deserciones.

Cuando llega a Córdoba, el 7 de marzo, apenas le acompañan ya 300 hombres, y el militar asturiano tenía decidido ya dirigirse hacia la frontera portuguesa, con intención de marchar al exilio.

Riego apenas tenía idea entonces de que, durante su largo recorrido por tierras andaluzas, en otras ciudades del reino había ido prendiendo su ejemplo, dando un nuevo brío a la revolución. Primero fue La Coruña, donde un grupo de elementos civiles y militares, dirigidos por el coronel Félix María Álvarez Acevedo, proclamó la Constitución el 21 de febrero.

Desde los últimos días de febrero, la rebelión se fue extendiendo por distintas ciudades de España

Dos días después, aquel movimiento se había extendido a otras localidades de Galicia (Ferrol, Vigo…) y en las jornadas sucesivas, al resto de la región. Mientras tanto, Oviedo y Murcia, a finales de febrero, y Zaragoza, Tarragona, Segovia, Barcelona o Pamplona, a comienzos de marzo, también se sumaron a la sublevación.

Las noticias de aquella secuencia de levantamientos no tardaron en generar alarma en la Corte de Fernando VII. El rey y sus consejeros aún intentaron aplacar la subversión ofreciendo una serie de reformas que, indudablemente, llegaban tarde y quedaban muy lejos de las aspiraciones de los sublevados.

El día 4 de marzo, el conde de La Bisbal, Enrique José O’Donnell (hermano del que perseguía a Riego por Andalucía), enviado al frente de un destacamento para enfrentarse a los sublevados, se pronunció a favor de la Constitución en la localidad de Ocaña. Y poco después, el general Francisco López Ballesteros, nombrado jefe del Ejército del Centro, advertía al rey de que no podía confiar plenamente en la lealtad de la guarnición madrileña.

La sensación de falta de apoyos y la creciente presión que se respiraba en las calles de Madrid llevarían a Fernando VII a decidirse a firmar la Constitución que él mismo había anulado seis años antes.

La revolución de 1868: Cuando España clamó "¡abajo los Borbones!".
Cuando España clamó por primera vez «¡abajo los Borbones!»
De repente, tras las barricadas que se habían levantado a través de las calles de Madrid, un grito se alzó como el crujido que delata un desgarro: «¡Abajo los Borbones!». […]

«Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional; y mostrando a la Europa un modelo de sabiduría, orden y perfecta moderación en una crisis que en otras naciones ha sido acompañada de lágrimas y desgracias, hagamos admirar y reverenciar el nombre Español, al mismo tiempo que labramos para siglos nuestra felicidad y nuestra gloria», declararía el monarca en un famoso manifiesto al pueblo, el 10 de marzo de 1820.

Habían transcurrido más de dos meses desde el estallido de la sublevación en Las Cabezas de San Juan. Al gran protagonista de aquellos hechos, Rafael del Riego, la noticia le alcanzó en tierras extremeñas, cuando ya su escasa partida, que apenas alcanzaba los 50 efectivos, había acordado disolverse. «Riego no había derrotado al régimen, había mostrado su incapacidad y había dado tiempo a que cuajara una nueva secuencia de pronunciamientos», explican Ángel Bahamonde y Jesús A. Martínez en su Historia de España. Siglo XIX (Cátedra, 2005).

El nuevo régimen liberal se enfrentaría casi desde el primer día a las maniobras del rey en su contra

Riego pudo entonces disfrutar de la gloria que durante aquellos casi dos meses y medio se le había resistido. El militar de Tuña se dirigió hacia Sevilla, donde entró el 20 de marzo, acompañado de una comitiva a la que se habían ido sumando paisanos y militares, ahora ansiosos de acompañar al nuevo héroe del liberalismo en España.

Los agasajos que aquel día le brindó el pueblo sevillano no hacían presagiar las dificultades a las que se habría de enfrentar el primer régimen liberal (al margen de los episodios de la Guerra de la Independencia) de la historia de España, ante el que el propio rey maniobraría casi desde el primer día de su Constitución.

Resistencia y cambio

Tradicionalmente, ese periodo, conocido como Trienio Liberal (1820-1823), ha sido entendido como un mero oasis en medio de dos grandes fases absolutistas. Pero lo cierto es que contribuyó con fuerza al devenir futuro de la historia de España.

Como señalan Bahamonde y Martínez, es durante ese periodo cuando empieza a tomar cuerpo la opinión liberal en un pueblo liberal, aunque aún poco maduro, se acelera el desarrollo del mundo urbano y se abren nuevas expectativas de las burguesías ligadas al comercio, negocios, propiedad y profesiones liberales, hasta entonces constreñidas por los rigores del absolutismo.

Y no puede obviarse que bajo el epíteto de la Década Ominosa, como se conoce al periodo posterior de regreso al absolutismo, se muestra un régimen mucho menos convencido del rumbo a seguir, en el que el monarca tendrá que hacer frente también a una oposición reaccionaria.

«Entre 1823 y 1834 el absolutismo se debate entre el inmovilismo y una estrategia de remozamiento precisamente razonada por el temor a la revolución», debido a que «la llegada del Trienio había demostrado que el régimen absoluto, teóricamente inmutable, era vulnerable en sí mismo y no necesariamente por una invasión exterior como la de 1808», explican Bahamonde y Martínez.

España había abierto la espita del enfrentamiento entre los abanderados de la libertad y el cambio y los defensores de un mundo que se negaba a dejar paso a las nuevas ideas.

«Soldados, la patria nos llama a la lid, juremos por ella vencer o morir», alentaba el Himno de Riego. En las décadas posteriores serían muchos lo que sentirían ese llamamiento, en una u otra dirección, plagando la historia de España de lides, vencedores y, obviamente, vencidos.

Haití y República Dominicana: cómo se dividió en dos países la isla más poblada de América

Fuente: Santo Domingo. Mapas generales.. Biblioteca Nacional de España

Fuente: BBC 12/01/2020

En este video te contamos cómo la isla más poblada de América acabó dividida en dos países que hoy son muy diferentes, Hatí y República Dominicana.

Haití es el país más pobre del hemisferio occidental y República Dominicana, una de las economías de América Latina que más rápido crece.

Los dos comparten la misma isla y siglos de explotación colonial, pero hablan idiomas distintos y tienen culturas diferentes, aunque no siempre fue así.

Presentación: Ana María Roura; Investigación y guion: Inma Gil y Ana María Roura; Edición de video y gráficos: Agustina Latourrette; Editora: Natalia Pianzola.