La desamortización española

Autor: EDMUNDO FAYANAS ESCUER

Fuente: Nueva Tribuna 18/12/2020

La Real Academia de la Lengua defines el término desamortización como Proceso por el cual se liberalizan los bienes que estaban en las llamadas manos muertas, por lo que no podían ser enajenados, bien por estar vinculados a un linaje (mayorazgo) o a instituciones (Iglesia, ayuntamientos, Estado, hospitales, etc.).

La desamortización fue un largo proceso histórico, económico y social iniciado a finales del siglo XVIII con la denominada “desamortización de Godoy” en el año 1798, aunque ya hubo un antecedente en el reinado de Carlos III.

Consistió en poner en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante una subasta pública, las tierras y bienes que hasta entonces no se podían vender, hipotecar o ceder y se encontraban en poder de las llamadas “manos muertas”, es decir, la iglesia católica y las órdenes religiosas que los habían acumulado como habituales beneficiarias de donaciones, testamentos y abintestatos (1) y los llamados baldíos (2) y las tierras comunales de los municipios, que servían de complemento para la precaria economía de los campesinos.

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Como dice Francisco Tomás y Valiente, la desamortización española presentó las características siguientes: apropiación por parte del Estado y por decisión unilateral suya de bienes inmuebles pertenecientes a “manos muertasventa de los mismos y asignación del importe obtenido con las ventas a la amortización de los títulos de la deuda”.

Sucedió un fenómeno de características más o menos parecidas en otros países. La finalidad prioritaria de las desamortizaciones realizadas en España fue conseguir unos ingresos extraordinarios para amortizar los títulos de Deuda Pública fundamentalmente los vales reales (3) que expedía el Estado para financiarse o extinguirlos, porque en alguna ocasión también se admitieron como pago en las subastas.

Persiguió acrecentar la riqueza nacional y crear una burguesía y clase media de labradores que fuesen propietarios de las parcelas, para que cultivaran y crearan las condiciones capitalistas y de esta forma el Estado pudiera recaudar más y mejores impuestos.

La desamortización fue una de las armas políticas con la que los liberales intentaron modificar el sistema de la propiedad del Antiguo Régimen con la finalidad de implantar el nuevo “estado liberal” durante la primera mitad del siglo XIX.

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LAS PRIMERAS DESAMORTIZACIONES

Los ilustrados mostraron una gran preocupación por el atraso de la agricultura española. Todos coincidían en que una de las causas principales del problema agrario del país era la enorme extensión que alcanzaba en España la propiedad amortizada en poder de la Iglesia y de los municipios.

Las tierras que detentaban estaban en general mal cultivadas, además de que quedaban al margen del mercado, pues no se podían enajenar, ni vender, ni hipotecar, ni ceder, con el consiguiente aumento del precio de la tierra libre, y además no tributaban a la Hacienda Real por los privilegios de sus propietarios. Se calcula que un tercio de las tierras agrícolas pertenecían a la Iglesia.

El conde de Floridablanca, que era ministro de Carlos III, en su famoso “Informe reservado” del año 1787 se quejaba de los perjuicios principales que provoca la propiedad de la tierra de la iglesia. Así dice:

“El principal problema es que estos bienes de la iglesia no pagan impuestos. Pero también hay otros dos problemas como es la recarga que sufren los demás vasallos y quedar estos bienes expuestos a deteriorarse y perderse luego que los poseedores no puedan cultivarlos o sean desaplicados o pobres, como se experimenta y ve con dolor en todas partes, pues no hay tierras, casas ni bienes raíces más abandonados y destruidos que los de capellanías(4) y otras fundaciones perpetuas, con perjuicio imponderable del Estado”.

Una de las propuestas que hicieron los ilustrados, especialmente Pablo de Olavide y Gaspar Melchor de Jovellanos, fue poner en venta los bienes llamados baldíos. Se trataba de tierras incultas y despobladas que pertenecían a los Ayuntamientos y que se solían destinar a pastos para el ganado.

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Para Olavide la protección que se había dado hasta entonces a la ganadería era una de las causas del atraso agrario, por lo que propugnaba que todas las tierras deben producir y por eso los baldíos debían venderse en primer lugar a los ricos, porque disponen de medios para cultivarlas, aunque una parte debía reservarse a los campesinos que tuvieran dos pares de bueyes.

Se constituiría con el dinero obtenido una Caja provincial que serviría para la construcción de obras públicas. De esta forma se conseguirían “vecinos útiles, arraigados y contribuyentes, logrando al mismo tiempo la extensión de la labranza, el aumento de la población y la abundancia de los frutos”.

La propuesta de Jovellanos respecto de los bienes de los municipios era mucho más radical, ya que a diferencia de Olavide, que solo proponía la venta de los baldíos respetando con ello la parte más importante de los recursos de los Ayuntamientos, también incluía en la privatización las tierras concejiles, por lo que se incluía los bienes propios, que eran las tierras que procuraban más rentas a las arcas municipales.

Jovellanos era partidario ferviente del liberalismo económico y decía: “el oficio de las leyes… no debe ser excitar ni dirigir, sino solamente proteger el interés de sus agentes, naturalmente activo y bien dirigido a su objeto”.

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Defendió la venta libre y absoluta de estos bienes, sin hacer distinciones entre los posibles compradores, porque para Jovellanos: “la liberación de baldíos y tierras concejiles es un bien en sí mismo, pues al dejar de estar tales tierras amortizadas, pasan a depender del interés individual y pueden ser inmediatamente puestas en cultivo”.

Los ilustrados no defendieron la desamortización de las tierras de la iglesia, sino que propugnaron que se limitara la adquisición de más tierras por parte de las instituciones eclesiásticas, aunque esta propuesta tan moderada fue rechazada por la Iglesia y también por la mayoría de los miembros del Consejo Real cuando se sometió a votación en junio del año 1766.

Los dos folletos donde se argumentaba la propuesta fueron incluidos en el Índice de libros prohibidos de la Inquisición:

  • “El Tratado de la regalía de Amortización” de Pedro de Campomanes, que fue publicado en el año 1765.
  •  “El Informe sobre la ley agraria” de Jovellanos, publicado en el año 1795.

La moderación del reformismo ilustrado se pone muy claramente de manifiesto cuando solo defiendan la limitación o paralización en el futuro de la amortización eclesiástica y la resistencia de la Iglesia a hacer concesiones en el terreno económico.

Carlos III

Las tímidas medidas desamortizadoras acordadas durante el reinado de Carlos III hay que situarlas en el contexto de los motines que tuvieron lugar en la primavera del año 1766 y que son conocidos con el nombre del motín de Esquilache.

La medida más importante fue una iniciativa del corregidor intendente de Badajoz que para aplacar la revuelta ordenó entregar en arrendamiento las tierras municipales a los “vecinos más necesitados, atendiendo en primer lugar a los senareros(5) y braceros que por sí o a jornal puedan labrarlas, y después de ellos a los que tengan una canga de burros, y labradores de una yunta, y por este orden a los de dos yuntas(6) con preferencia a los de tres, y así respectivamente”.

El conde de Aranda, recién nombrado ministro por Carlos III, extendió la medida a toda Extremadura mediante la Real Provisión del dos de mayo del año 1766. A partir del año 1767 se extendió a todo el Reino. Esta medida fue desarrollada por una Orden Real a lo largo del año 1768, donde se explicaba que la medida estaba destinada a atender a los jornaleros y campesinos más pobres, pues buscaba el común beneficio.

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Sin embargo, esta medida que no era una desamortización, porque las tierras eran arrendadas y seguían siendo propiedad de los municipios, estuvo vigente apenas tres años, pues fue derogada el veintiséis de mayo del año 1770.

Se justifica diciendo: “los inconvenientes que se han seguido en la práctica de las diferentes provisiones expedidas anteriormente sobre repartimiento de tierras”. Se dice esto como consecuencia de que muchos jornaleros y campesinos pobres que habían recibido lotes de tierras, no las habían podido cultivar adecuadamente, dejando de pagar los censos, porque carecían de los medios necesarios para ello, ya que las concesiones no fueron acompañadas de créditos que les permitieran adquirirlos.

Las tierras de los municipios pasaron a manos de las oligarquías de los municipios. Eran los mismos que habían criticado abiertamente las primeras medidas, porque estimaban que los braceros carecían de medios para poner en plena explotación las tierras que se les entregasen.

Para Francisco Tomás y Valiente, los políticos de Carlos III “actuaron movidos más por razones económicas que por otras de índole social, que o no aparecen en sus planes y en los preceptos legales, o cuando surgieron en éstos se vieron sofocadas en primer lugar por la falta de medios adecuados para su aplicación real, y en segundo término, por la resistencia que la plutocracia provinciana opuso a cualquier reforma social… con todo… las medidas desamortizadoras de Carlos III e incluso los correlativos planes de quienes entonces se ocuparon de esta cuestión poseen en común una característica importante y positiva: su conexión con un más amplio plan de reforma o regulación de la economía agraria”.

La desamortización de Godoy

Carlos IV obtuvo permiso de la Santa Sede, en el año 1798, para expropiar los bienes de los jesuitas y de obras pías (7) que, en conjunto, venían a ser una sexta parte de los bienes eclesiásticos. Se desamortizaron bienes de los jesuitas, sus hospitales, hospicios, Casas de Misericordia y de Colegios mayores universitarios e incluía también bienes no explotados de particulares.

Tomás y Valiente dice que con la desamortización de Godoy se da un giro decisivo al vincular la desamortización a los problemas de la Deuda Pública, a diferencia de lo ocurrido con las medidas desamortizadoras de Carlos III que buscaban, aunque de forma muy limitada, la reforma de la economía agraria.

Las desamortizaciones liberales del siglo XIX seguirán el planteamiento de la desamortización de Godoy y no el de las medidas de Carlos III.

LAS DESAMORTIZACIONES LIBERALES

José Bonaparte decretó, el dieciocho de agosto del año 1809, la supresión de todas las Órdenes regulares, monacales, mendicantes y clericales. Sus bienes pasarían automáticamente a propiedad de la nación.

Muchas instituciones religiosas quedaron de esta forma disueltas de hecho. La guerra de la Independencia produjo con frecuencia idénticos efectos en muchos conventos y monasterios.

José Bonaparte realizó también una pequeña desamortización que no implicó la supresión de la propiedad, sino la confiscación de sus rentas para el avituallamiento y gastos de guerra de las tropas francesas, de forma que se devolvieron en el año 1814.

Las Cortes de Cádiz

Los diputados de las Cortes de Cádiz reconocieron después de un intenso debate que tuvo lugar en marzo del año 1811, la enorme deuda acumulada en forma de Vales Reales producido durante el reinado de Carlos IV y que el Secretario de Hacienda interino, José Canga Argüelles calculó en unos 7.000 millones de reales.

Tras rechazar que los vales reales solo fueran reconocidos por su valor en el mercado, muy por debajo de su valor nominal, lo que significaba la ruina de sus detentadores y la imposibilidad de obtener nuevos créditos.

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José Argüelles presentó una Memoria Económica que proponía desamortizar determinados bienes que estuviesen en las llamadas manos muertas para que se pusiesen a la venta, siendo esta propuesta aprobada.

Se realizaron las subastas por el importe de los dos tercios del precio que había de pagarse mediante “títulos de la deuda nacional”, lo que incluía los vales reales de Carlos IV y los nuevos “billetes de crédito liquidados” que se habían emitido desde el año 1808 para sufragar los gastos de la guerra de la Independencia.

El dinero en efectivo obtenido en las subastas también se dedicaría al pago de los intereses y de los capitales de la Deuda del Estado.

La propuesta de Argüelles quedó realizada en el Decreto, de trece de septiembre, y por la cual se consideraban bienes nacionales a las propiedades que iban a ser incautadas por el Estado para venderlas en pública subasta.

Se trataba de los bienes confiscados o por confiscar a Manuel Godoy, a sus partidarios y a los denominados afrancesados. Además, los bienes de las Ordenes militares de San Juan de Jerusalén, Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa. Fueron vendidos los conventos y monasterios suprimidos o destruidos durante la guerra, las fincas de la Corona, salvo los Reales Sitios destinados a servicio y recreo del rey y la mitad de los baldíos y realengos (8) de los municipios.

Tomás y Valiente valora que “este decreto de 13 de septiembre de 1813, que en cierto modo constituye la primera norma legal general desamortizadora del siglo XIX, apenas pudo aplicarse debido al inmediato retorno de Fernando VII y del Estado absolutista. Pero junto con la Memoria de Canga Argüelles encierra todos los principios y mecanismos jurídicos de la posterior legislación desamortizadora”.

Para alcanzar estos tres fines a la vez se dividirían los bienes a desamortizar en dos mitades. La primera estaría vinculada al pago de la Deuda Nacional, por lo que serían vendidas en pública subasta, admitiéndose el pago por todo su valor en títulos de créditos pendientes desde el año 1808 o subsidiariamente en vales reales.

La segunda mitad se repartiría en lotes de tierras gratuitas en favor de los que hubiesen prestado servicios en la guerra y a los vecinos sin tierras, aunque estos últimos debían pagar un canon y si dejaban de hacerlo, perdían el lote asignado definitivamente, lo que invalidaba en gran parte la finalidad social proclamada en el Decreto.

Esto daba la razón a aquellos diputados como José María Calatrava y Vicente Terrero que se habían opuesto al Decreto, especialmente a la venta de los bienes de propios, patrimonio sobre el que descansa el gobierno económico y la política rural de los pueblos.

Terrero afirmó durante uno de los debates:

“Me opongo a la venta de propios y baldíos…¿para quién será el fruto de semejantes ventas? Acabo de oírlo: para tres o cuatro poderosos, que con harto poco estipendio engrasarían con perjuicio común sus propios intereses”.

El Trienio Liberal

Los gobiernos liberales del Trienio tuvieron que hacer frente de nuevo al problema de la deuda que durante el sexenio absolutista, entre los años 1814 y 1820 no se había resuelto.

Las nuevas Cortes revalidaron el Decreto de las Cortes de Cádiz, del trece de septiembre del año 1813, mediante un nuevo Decreto del nueve de agosto del año 1820 que añadió a los bienes a desamortizar las propiedades de la Inquisición recién extinguida.

La diferencia del Decreto del año 1820 sobre el del año 1813 era, que en el pago de los remates de las subastas no se admitiría dinero en efectivo sino solo por medio de vales reales y otros títulos de crédito público, y por su valor nominal a pesar de que su valor en el mercado era muy inferior. Tomás y Valiente lo consideró como el Decreto más radical de los que vinculaban desamortización con Deuda Pública.

A causa del bajísimo valor de mercado de los títulos de la deuda respecto de su valor nominal, el desembolso efectivo realizado por los compradores fue muy inferior al importe del precio de tasación. Sirva como ejemplo, que en alguna ocasión no pasó del 15 % de este valor. Ante tales ventas escandalosas, hubo diputados, en el año 1823, que propusieron su suspensión y la entrega de los bienes en propiedad a los arrendatarios de los mismos.

Uno de estos diputados declaró: “que por defecto de la enajenación, las fincas han pasado a manos de ricos capitalistas, y éstos, inmediatamente que han tomado posesión de ellas, han hecho un nuevo arriendo, generalmente aumentando la renta al pobre labrador, amenazándole con el despojo en el caso de que no la pague puntualmente”. No obstante de aquellos resultados y estas críticas, el proceso desamortizador siguió adelante, sin modificar su planteamiento.

Por una Orden, de ocho de noviembre del año 1820, que sería sustituida por un Decreto de veintinueve de junio del año 1822, las Cortes del Trienio también restablecieron el Decreto, del cuatro de enero del año 1813 de las Cortes de Cádiz, sobre la venta de baldíos y bienes de propios de los municipios.

La desamortización eclesiástica, a diferencia de las Cortes de Cádiz que no legisló nada al respecto, sí fue abordada por las Cortes del Trienio en relación con los bienes del clero regular.

El Decreto, del uno de octubre del año 1820. suprimió: “todos los monasterios de las Órdenes Monacales, los canónigos regulares de San Benito, de la congregación claustral tarraconense y cesaraugustana, los de San Agustín y los premonstratenses, los conventos y colegios de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava, Montesa y Alcántara, de la Orden de San Juan de Jerusalén, los de la de San Juan de Dios y los betlemitas, y todos los demás hospitales de cualquier clase”.

Sus bienes muebles e inmuebles quedaron sujetos al crédito público, por lo que fueron declarados bienes nacionales sujetos a su inmediata desamortización. Unos días después, por la Ley del once de octubre del año 1820, se prohibía adquirir bienes inmuebles a todo tipo de las denominadas “manos muertas” con lo que se hacía realidad la medida propugnada por los ilustrados del siglo XVIII, como Campomanes o Jovellanos.

Desamortización de Mendizábal

Durante la primera guerra carlista, que enfrentó a los partidarios de la reina Isabel II con los defensores de Carlos María Isidro como aspirante al trono español, Mendizábal debía encontrar recursos financieros para hacer frente a los gastos de la contienda.

El ministro decide aplicar y desarrollar un plan que había sido diseñado con anterioridad por el conde de Toreno: expropiar y vender los bienes eclesiásticos, tanto de órdenes regulares como seculares.

El gobierno presidido por el conde de Toreno aprobó la Real Orden de Exclaustración Eclesiástica, del veinticinco de julio del año 1835 por la que se suprimían todos los conventos en los que no hubiera al menos doce religiosos profesos. Tras la dimisión del conde de Toreno, Mendizábal pasó a ser presidente del Consejo de Ministros. Inmediatamente decretó, el once septiembre del año 1835, la supresión de todos los monasterios de órdenes monacales y militares. Los siguientes Decretos serían:

  • Desarrollo del Decreto del once de octubre del año 1835.
  • El diecinueve de febrero del año 1836 se decretó la venta de los bienes inmuebles de esos monasterios.
  • Se amplió, el ocho de marzo del año 1836, la supresión a todos los monasterios y congregaciones de varones.
  • El Reglamento, del veinticuatro de marzo del año 1836, especificaba todos los cometidos de las juntas diocesanas encargadas de cerrar los conventos y monasterios y, en general, de todo lo necesario para la aplicación del Decreto del ocho de marzo.

Los pequeños labradores no pudieron entrar en las pujas y las tierras fueron compradas por nobles y burgueses urbanos adinerados, de forma que no pudo crearse una verdadera burguesía o clase media en España que sacase al país de su marasmo.

Los terrenos desamortizados por el gobierno fueron únicamente los pertenecientes al clero regular. Por esto, la Iglesia tomó la decisión de excomulgar tanto a los expropiadores como a los compradores de las tierras, lo que hizo que muchos no se decidieran a comprar directamente las tierras y lo hicieron a través de intermediarios o testaferros.

No podemos entender este proceso sin la Real Orden, de diecinueve de octubre de 1836, que dice:

Conformándose S.M…. se ha servido resolver, que el término para los plazos de pago de las cuatro quintas partes del importe en subasta de las fincas Nacionales que se enajenan, principie a contarse desde el día en que satisfecha la primera quinta parte, se le de posesión de ellas, extendiéndose con la misma fecha las obligaciones que deben firmar los compradores, a fin de evitar que éstos hagan suyos simultáneamente en el intermedio desde la toma de posesión hasta el día de la fecha de las obligaciones, los rendimientos de las fincas y los intereses del papel… y que sirva de rectificación a lo dispuesto por el artículo 14 de…”.

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La desamortización tuvo tres objetivos:

  • El objetivo principal fue financiero. Buscar ingresos para pagar la Deuda Pública del Estado, además de conseguir fondos para financiar la guerra carlista.
  • Había también un objetivo político: ampliar la base social del liberalismo con los compradores de bienes desamortizados. Además, buena parte del clero regular apoyaba a los carlistas.
  • Finalmente, se planteó de forma muy tímida un objetivo social: crear una clase media agraria de campesinos propietarios.

Los resultados no fueron todo lo positivos que se podría haber esperado:

  • No solucionó el grave problema de la Deuda Pública.
  • En el terreno político, el liberalismo ganó adeptos, pero también se creó una serie de enemigos que perduró largo tiempo entre el liberalismo y el cristianismo católico.
  • En el terreno social, la mayor parte de los bienes desamortizados fueron comprados por nobles y burgueses urbanos adinerados. Los campesinos pobres no pudieron pujar en las subastas.
  • La desamortización no sirvió para mitigar la desigualdad social, de hecho, muchos campesinos pobres vieron como los nuevos propietarios burgueses subieron los alquileres.

Los resultados de la desamortización explican por qué la nobleza, en general, apoyó al liberalismo, y por qué muchos campesinos se hicieron antiliberales (carlistas) al verse perjudicados por las reformas.

La Iglesia vio desmanteladas las bases económicas de su poder. A cambio de la expropiación, el Estado se comprometió a subvencionar económicamente al clero. El primer ejemplo presupuestario fue la Dotación de Culto y Clero del año 1841.

Mendizábal expresó con toda claridad que su objetivo primordial estribaba en extinguir el mayor número posible de títulos de la deuda y en ello puso todo su afán. No creemos que sea correcto calificar de fracaso el planteamiento de Mendizábal que era restablecer el crédito público, porque no persiguió otros fines o porque la deuda no sólo no se redujo sino que fue aumentando en años posteriores como resultado de la gestión de los gobiernos que le sucedieron.

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No se puede atribuir a Mendizábal esa responsabilidad, ni mucho menos considerarle el responsable material del estado de bancarrota en que se encontraba la Bolsa de Madrid a fines del año 1836.

La Desamortización de Espartero

El dos de septiembre del año 1841 el recién nombrado Regente del Reino, Baldomero Espartero, impuso la desamortización de bienes del clero secular, proyecto que elaboró Pedro Surra Rull. Esta ley durará escasamente tres años y al hundirse el partido progresista, la ley fue derogada.

En el año 1845, bajo la llamada Década Moderada, el Gobierno intentó restablecer las relaciones con la Iglesia, lo que lleva a la firma del Concordato del año 1851.

La Desamortización de Madoz

Durante el bienio progresista que coincidió con el gobierno de los generales Espartero y O’Donnell, el ministro de Hacienda, Pascual Madoz realiza una nueva desamortización en el año 1855 que fue ejecutada con mayor control que la realizada por Mendizábal.

Se publicaba en La Gaceta de Madrid, el tres de mayo del año 1855 y el tres de junio la Instrucción para desarrollarla y llevarla a la práctica.

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Se declaraban en venta todas las propiedades principalmente comunales del ayuntamiento, del Estado, del clero, de las cinco Órdenes Militares, cofradías, obras pías, santuarios, del ex infante Don Carlos, de los propios y comunes de los pueblos, de la beneficencia y de la instrucción pública, con las excepciones de las Escuelas Pías y los hospitalarios de San Juan de Dios, dedicados a la enseñanza y atención médica respectivamente, puesto que con estas actividades se reducían el gasto del Estado en estos ámbitos. Igualmente se permitía la desamortización de los censos pertenecientes a las mismas organizaciones.

Fue ésta la desamortización que alcanzó un mayor volumen de ventas y tuvo una importancia superior a todas las anteriores. Sin embargo, los historiadores se han ocupado tradicionalmente mucho más de la de Mendizábal, cuya importancia reside en su duración, el gran volumen de bienes movilizados y las grandes repercusiones que tuvo en la sociedad española.

Tras haber sido motivo de enfrentamiento entre conservadores y liberales, llegó un momento en que todos los partidos políticos reconocieron la necesidad de rescatar aquellos bienes inactivos, a fin de incorporarlos al mayor desarrollo económico del país.

Se habían vendido en total 198.523 fincas rústicas y 27.442 urbanas en el año 1867. El Estado ingresó 7.856.000.000 de reales entre los años 1855 y 1895, casi el doble de lo obtenido con la desamortización de Mendizábal.

Este dinero se dedicó fundamentalmente a cubrir el déficit del presupuesto del Estado, amortización de deuda pública y obras públicas, reservándose treinta millones de reales anuales para la reedificación y reparación de las iglesias de España.

La ley Madoz del año 1855 supone la fusión de las normas desvinculadoras, tanto en el campo de la desamortización civil como en el religioso y representa la última disposición que va a regir y mantener en vigor, a lo largo del siglo XIX, estas políticas expropiadoras.

Se calcula que de todo lo desamortizado en su conjunto, el 35% pertenecía a la iglesia, el 15% a beneficencia y un 50% a las propiedades municipales, fundamentalmente de los pueblos.

Afectó esencialmente a las tierras de los municipios y supuso la liquidación definitiva de la propiedad amortizada en España.

Sus resultados tampoco fueron muy positivos:

  • Empobreció a los Ayuntamientos, que, entre otras cosas, estaban al cargo de la instrucción pública.
  • No solucionó el sempiterno problema de la Deuda Pública.
  • Perjudicó a los vecinos más pobres que se vieron privados del aprovechamiento libre de las tierras comunales.

El Estatuto Municipal de José Calvo Sotelo del año 1924, bajo la dictadura del general Primo de Rivera derogó definitivamente las leyes sobre desamortización de los bienes de los pueblos y con ello la desamortización de Madoz.

La ley General de Desamortización del uno de mayo de 1855, conocida como la Ley Madoz, decía:

“Se declaran en estado de venta, con arreglo a las prescripciones de la presente ley, y sin perjuicio de cargas y servidumbres a que legítimamente estén sujetos, todos los predios rústicos y urbanos, censos y foros pertenecientes al Estado, al clero, a las órdenes militares de Santiago, Alcántara, Montesa y San Juan de Jerusalén, a cofradías, obras pías y santuarios, al secuestro del ex infante Don Carlos, a los propios y comunes de los pueblos, a la beneficencia, a la instrucción pública. Y cualesquiera otros pertenecientes a manos muertas, ya estén o no mandados vender por leyes anteriores”.

Consecuencias sociales de la desamortización

Pese a sus insuficiencias y errores, las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz cambiaron de forma radical la situación del campo español. Baste con señalar que afectaron a una quinta parte del conjunto del suelo. Lamentablemente, el atraso técnico y el desigual reparto de la propiedad de la tierra siguieron siendo problemas clave de la sociedad y de la economía española.

Tomás y Valiente considera: “Personalmente, creo que la desamortización eclesiástica era necesaria por razones económicas y sociales, y, por lo tanto, justa”.

Si seguimos los trabajos de Richard Herr, veremos como si dividimos España en una zona sur con predominio del latifundismo y una franja norte en la cual existe una mayoría de explotaciones medias y pequeñas, podemos extraer, que el resultado de la desamortización fue concentrar la propiedad en cada región en proporción al tamaño existente previamente, por lo que no se produjo un cambio radical en la estructura de la propiedad.

Las parcelas pequeñas que se subastaron fueron compradas por los habitantes de localidades próximas, mientras que las de mayor tamaño las adquirieron personas más ricas que vivían generalmente en ciudades a mayor distancia de la propiedad.

En la zona sur del país, de predominio latifundista, no existían pequeños agricultores que tuvieran recursos económicos suficientes para pujar en las subastas de grandes propiedades, con lo cual se reforzó el latifundismo. Sin embargo, esto no ocurrió en términos generales en la franja norte del país.

Otra cuestión diferente es la privatización de los bienes comunales que pertenecían a los municipios. Muchos campesinos se vieron afectados al verse privados de unos recursos que contribuían a su subsistencia pues empleaban los terrenos comunales para la obtención de la leña para calentar sus casas y el uso de los pastos comunales para sus ganados, etc. por lo cual se acentuó la tendencia emigratoria de la población rural, que se dirigió a zonas industrializadas del país o a América. Este fenómeno migratorio alcanzó niveles muy altos a finales del siglo XIX y principios del XX.

Otra de las consecuencias sociales fue la exclaustración de miles de religiosos que fue iniciada por el gobierno del conde de Toreno que aprobó la Real Orden de Exclaustración Eclesiástica, del veinticinco de julio del año 1835, por la que se suprimían todos los conventos en los que no hubiera al menos doce religiosos profesos. Bajo el gobierno presidido por Mendizábal se precisó por Real Orden del once de octubre de 1835 que sólo subsistirían ocho monasterios en toda España.

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Finalmente, el ocho de marzo del año 1836, se publica el Decreto que suprimía todos los conventos de religiosos con las excepciones de las órdenes de los escolapios y los hospitalarios. Se publica, el veintinueve de julio del año 1837, un nuevo Decreto que suprime los conventos femeninos con la excepción de las Hermanas de la Caridad.

Así relató A. Fernández de los Ríos veinte años después la exclaustración, que fue dirigida en Madrid por Salustiano de Olózaga:

“La operación se hizo con suma facilidad: la mayor parte de los frailes estaban provistos de vestidos profanos, y pocos pidieron compañía para salir de los conventos, de los cuales se marcharon con la presteza de quien anticipadamente tuviera dispuesta y organizada la mudanza. A las once de la mañana, todos los alcaldes habían dado parte de haber cumplido el primer extremo de su misión, el de desocupar los conventos: Don Manuel Cantero, que ejercía las funciones de alcalde, era el único de quien nada se sabía.

 Olózaga le escribió estas líneas:”Todos han dado ya parte de haber despachado menos usted”. Cantero contesto: “Los demás solo han tenido que vestirlos; yo tengo que afeitarlos”. Cantero tenía razón: en su distrito había ciento y tantos capuchinos de la Paciencia”.

Julio Caro Baroja se fija en la figura del viejo fraile exclaustrado pues, a diferencia del joven que trabajó donde pudo o se sumó a las filas carlistas o la de los milicianos nacionales, pero estos frailes vivieron “soportando su miseria, escuálido, enlevitado, dando clases de latín en los colegios, o realizando otros trabajillos mal pagados”.

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Como nos indica Caro Baroja, además de las económicas, la supresión de las órdenes religiosas, tuvo unas “consecuencias enormes en la historia social de España”. Caro Baroja cita al liberal progresista Fermín Caballero quien en el año 1837, poco después de la exclaustración, escribió lo siguiente:

“La extinción total de las órdenes religiosas es el paso más gigantesco que hemos dado en la época presente; es el verdadero acto de reforma y de revolución. A la generación actual le sorprende no hallar por parte alguna las capillas y hábitos que viera desde la niñez, de tan variadas formas y matices como eran multiplicados los nombres de benitos, gerónimos, mostenses, basilios, franciscos, capuchinos, gilitos, etc., ¡pero no admirarán menos nuestros sucesores la transformación, cuando tradicionalmente solo por los libros sepan lo que eran los frailes y cómo acabaron, y cuando para enterarse de sus trajes tengan que acudir a las estampas o a los museos! ¡Entonces sí que ofrecerán novedad e interés en las tablas El diablo predicador, La fuerza del sino y otras composiciones dramáticas en que median frailes!”.

Estos cambios sociales debidos a la desamortización se dejan notar en el cambio del aspecto exterior de las ciudades. Por ejemplo, Madrid gracias a Salustiano de Olózaga, que era el gobernador de la capital, mandó derribar diecisiete conventos, dejando de estar “ahogada por una cadena de conventos”.

LA ECONOMÍA

Las principales consecuencias económicas fueron:

  • Saneamiento de la Hacienda Pública, que ingresó más de 14. 000 millones de reales procedentes de las subastas.
  • Se produjo un aumento de la superficie cultivada y de la productividad agrícola; asimismo se mejoraron y especializaron los cultivos gracias a nuevas inversiones de los propietarios.
  • Se extendió considerablemente el olivar y la vid en Andalucía. Todo ello sin embargo influyó negativamente en el aumento de la deforestación.
  • La mayoría de los pueblos sufrieron un revés económico que afectó negativamente a la economía de subsistencia, pues las tierras comunales que eran utilizadas fundamentalmente para pastos pasaron a manos privadas.
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DESASTRE CULTURAL

Muchos cuadros y libros de monasterios fueron vendidos a precios bajos y acabaron en otros países, aunque gran parte de los libros fueron a engrosar los fondos de las bibliotecas públicas o universidades.

Muchos fueron a parar a manos de particulares, que sin tener noción del valor real de los mismos, se perdieron para siempre.

Quedaron abandonados numerosos edificios de interés artístico, como iglesias y monasterios, con la subsecuente ruina de los mismos, pero otros en cambio se transformaron en edificios públicos y fueron conservados para museos u otras instituciones

Consecuencias Políticas

Uno de los objetivos de la desamortización fue permitir la consolidación del régimen liberal y que todos aquellos que compraran tierras formaran una nueva clase de pequeños y medianos propietarios adeptos al régimen.

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Sin embargo, no se consiguió este objetivo, al adquirir la mayor parte de las tierras desamortizadas, particularmente en el sur de España, los grandes propietarios, como ya se ha comentado.

La mitad de las tierras que se vendían habían formado parte del comunal, las tierras comunes a los campesinos y gente rural. Las zonas rurales aún hoy suponen el 90 % del territorio de España. Las tierras comunales completaban la precaria economía de los campesinos, ya que suponían recolección de frutos o pasto y eran mantenidas y gestionadas por toda la comunidad.

Su desamortización significaba la destrucción de sistemas de vida y organizaciones populares de autogestión centenarias.

AFECCIONES AL MEDIO AMBIENTE

La desamortización supuso el paso a manos privadas de millones de hectáreas de montes, que acabaron siendo talados y roturados, causando un inmenso daño al patrimonio natural español, lo cual aún hoy es perceptible. En efecto, el coste de las reforestaciones, en curso desde hace setenta años, supera en mucho a lo que entonces se obtuviera de las ventas.

Las desamortizaciones del siglo XIX fueron seguramente la mayor catástrofe ecológica sufrida por la Península Ibérica durante los últimos siglos, particularmente la llamada desamortización de Madoz. Enormes extensiones de bosques de titularidad pública fueron privatizadas en esta desamortización.

Las clases poderosas compraron las tierras, en su mayor parte, pagaron las tierras haciendo carbón vegetal del bosque mediterráneo adquirido. Así esquilmaron todos los recursos de esos montes inmediatamente después de adquirirlos, y buena parte de la deforestación ibérica se originó en esa época, causando la extinción de gran número de especies vegetales y animales en esas regiones.

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Las ciudades

La desamortización de los conventos contribuyó a la modernización de las ciudades en el aspecto urbanístico. Se pasó de la ciudad conventual, con grandes edificios religiosos, a la ciudad burguesa, con construcciones de más altura, ensanches y nuevos espacios públicos.

Los antiguos conventos se transformaron en edificios públicos, museos, hospitales, oficinas, cuarteles, otros se derribaron para ensanches y nuevas calles y plazas, y algunos se convirtieron en parroquias o tras subasta pasaron a manos privadas.


BIBLIOGRAFIA

Caro Baroja, Julio. “Historia del anticlericalismo español”. 2008. Caro Raggio. Madrid.
Giménez López, Enrique (1996). “El fin del Antiguo Régimen. El reinado de Carlos IV”. 1996. Historia 16-Temas de Hoy. Madrid.
Tomás y Valiente, Francisco. “El marco político de la desamortización en España”. 1972. Ariel. Barcelona.
Martín Martín, Teodoro. “La desamortización Textos político-jurídicos”. 1973. Editorial Narcea. Madrid.


NOTAS

(1) Es un término jurídico procedente del latín ab intestato (sin testamento), que se refiere al procedimiento judicial sobre la herencia y la adjudicación de los bienes del que muere sin testar o con un testamento nulo, pasando entonces la herencia, por ministerio de la ley, a los parientes más próximos.
(2) Se denomina bien baldío o terreno baldío al terreno urbano o rural sin edificar o cultivar que forma parte de los bienes del Estado porque se encuentra dentro de los límites territoriales y carece de otro dueño.
(3) El vale real fue un título de deuda pública de la Monarquía de España creado en el año 1780 bajo el reinado de Carlos III y con valor de papel moneda, aunque no de curso forzoso, para hacer frente al grave déficit de la Real Hacienda provocado por la intervención de España en favor de los colonos rebeldes durante la Guerra de Independencia de Estados Unidos.
(4) La capellanía o beneficio eclesiástico es una «institución hecha con autoridad de Juez Ordinario y fundación de rentas competente con obligación de Misas y algunas con asistencia a la Horas Canónicas. Las hay colativas, perpetuas y otras ad nutum amovibles.
(5) Senareros son los que cultivaban una “senara”: un pedazo de tierra pequeño que le cedía el dueño de la tierra a su capataz o a sus jornaleros para que la cultivaran en provecho propio. Casi siempre se consideraba como una parte del pago del jornal.
(6) Pareja de bueyes, mulas o cualquier otro animal que trabajan unidos, por medio de un yugo, con el fin de realizar labores en el campo.
(7) Las obras pías eran fundaciones que implicaban la donación de un capital, destinado a apoyar a los sectores desprotegidos de la sociedad, como huérfanos, viudas, doncellas sin dote y pobres.
(8) Realengo es la calificación jurisdiccional que tienen los lugares dependientes directamente del rey, es decir, cuyo señor jurisdiccional es el mismo rey. Se utiliza como término opuesto a señorío. Es propia del Antiguo Régimen en España, pero similar a la situación del resto de Europa Occidental.

El arte español expoliado por los Bonaparte

‘Napoleón cruzando los Alpes’ (1801), de Jacques-Louis David. (Dominio público)

Autor: CARLOS JORIC 

Fuente: La Vanguardia 11/02/2020

Primero fueron Bélgica y Holanda (1794), después Italia (1796), luego Egipto (1798) y más tarde Austria y Prusia (1806). Cuando las tropas napoleónicas entraron en España en 1808, llevaban más de una década saqueando el patrimonio artístico de los territorios que habían conquistado. La excusa para perpetrar estos expolios fue la creación en París del Muséum central des Arts (luego rebautizado como Museo Napoleón y más tarde como Louvre), una gran pinacoteca destinada a albergar los tesoros artísticos que, según las autoridades francesas, habían permanecido ocultos o ignorados en sus países de origen.

Inspirada por los ideales de la Ilustración, la Francia posrevolucionaria pretendía erigir un gran templo de las artes accesible a todos los franceses, una síntesis del arte mundial que sirviera como instrumento de instrucción pública y como expresión del poder y nivel cultural de la nueva nación.

Como dijo Napoleón Bonaparte en su discurso ante el Directorio: “La República Francesa, por su fuerza, la superioridad de su luz y de sus artistas, es el único país del mundo que puede proporcionar un asilo inviolable a estas obras maestras”. En la práctica, como veremos, este “deber cultural” será utilizado en muchas ocasiones como justificación para otro tipo de actividades mucho menos elevadas.

Las “plazuelas” de José I

La llegada al trono español en 1808 del hermano mayor de Napoleón, José Bonaparte , favoreció la implementación de una serie de medidas que contribuyeron a poner en circulación buena parte del patrimonio artístico español; unas obras de gran riqueza, muchas de las cuales habían permanecido inalteradas y prácticamente ignotas durante siglos en el interior de conventos y palacios. El mandato más importante fue un Real Decreto del 18 de julio de 1809 por el cual se suprimieron las órdenes religiosas masculinas y se incorporaron sus bienes –obras de arte, joyas, terrenos, edificios– al Estado.

Una de las medidas adoptadas por el nuevo gobierno fue un proyecto para crear un gran museo público en Madrid

Con esta desamortización, el nuevo monarca pretendía paliar la mala situación económica en la que se encontraba el país e iniciar una serie de reformas que le permitieran ganarse el favor del pueblo y afianzarse en su cuestionadísimo trono. Tanto el rey como los distintos gobernadores militares se afanaron en mejorar el estado de sus ciudades a través de la puesta en marcha de diversas obras de carácter público: se modernizaron los saneamientos, se trasladaron los cementerios a las afueras de las urbes y se abrieron plazas y paseos para descongestionar los abigarrados e insalubres centros urbanos.

Estas obras, que provocaron el derribo de decenas de edificios religiosos, fueron recibidas con desdén por gran parte de la población. Un menosprecio que tiene más que ver con el rechazo al rey intruso, a quien los madrileños empezaron a referirse como “Pepe Plazuelas”, que con el carácter de las reformas.

Otra de las medidas adoptadas por el nuevo gobierno fue un proyecto para crear un gran museo público en Madrid. Inspirado en el de Napoleón, el Museo Nacional de Pinturas, como se llamó inicialmente, iba a ser el equivalente español de otros museos nacionales creados por los Bonaparte en Europa, como la Pinacoteca de Brera en Milán o los museos de Bellas Artes de Bruselas y Ámsterdam.

Jose I fue proclamado rey de España por su hermano Napoleón.
Jose I fue proclamado rey de España por su hermano Napoleón. (Dominio público)

El objetivo era que el museo madrileño albergara una muestra representativa de las diferentes escuelas españolas de pintura con obras provenientes de los conventos y colecciones privadas incautados. Con este propósito, se hizo acopio de unos mil quinientos cuadros, que fueron depositados –la mayoría en muy malas condiciones de conservación– en varios edificios religiosos de toda España. El lugar elegido como sede fue el palacio de Buenavista (actual Cuartel General del Ejército), que había sido propiedad de la duquesa de Alba y posteriormente del defenestrado primer ministro Manuel Godoy.

De museo a botín

El Museo Josefino, como también se denominó, se proyectó como la punta de lanza de otros museos públicos que se irían abriendo en otras ciudades, como Sevilla (en el Alcázar), Granada (en el palacio de Carlos V) o Barcelona (en la Lonja). Sin embargo, a pesar de las buenas intenciones, el museo nunca se abrió. La inestabilidad política y el cambio de signo de la guerra lo impidieron.

¿Cuál fue el destino de todos esos cuadros? Paradójicamente, lo que empezó siendo una medida dispuesta para centralizar, proteger y dar a conocer el patrimonio artístico español terminó como la principal causa de su dispersión.

El proceso de recolección de estas obras fue aprovechado por gobernadores y marchantes para robarlas y comerciar con ellas. Uno de los máximos responsables de este saqueo fue el francés Frédéric Quilliet. Este oscuro personaje, mezcla de marchante y aventurero, había llegado a España antes de la guerra, durante el reinado de Carlos IV. Al cabo de poco tiempo logró introducirse en los círculos gubernamentales madrileños trabajando como asesor artístico.

Quilliet fue el encargado de inventariar las colecciones reales, en especial la del monasterio de El Escorial, de la que desarrolló un gran conocimiento, y otras importantes colecciones privadas, como la de Godoy. Cuando José I subió al trono, el marchante estaba considerado uno de los máximos expertos en pintura española. El hecho de que fuera francés influyó también para que el nuevo rey le nombrara comisario de Bellas Artes y agregado artístico del cuerpo expedicionario de Andalucía.

Gracias a su posición y conocimiento de las colecciones, Quilliet logró apropiarse de muchas de las obras que estaban destinadas a los depósitos reales. Su ambición y descaro llegaron a tal punto que, en 1810, fue cesado de su cargo acusado de apropiación indebida. Según las declaraciones de sus ayudantes, Quilliet les obligaba a borrar las señas de identificación de los cuadros para poder comerciar luego con ellos.

Regalos para todos

El saqueo institucional del patrimonio artístico español no se limitó a las artimañas de personajes como Quilliet. El propio rey contribuyó en gran medida al expolio. Por medio de varios decretos, José I utilizó los bienes incautados a las órdenes religiosas para ofrecerlos a los militares más renombrados “como testimonio particular de nuestra satisfacción por los servicios que nos han hecho”.

De esta manera, el mariscal Soult, comandante general de las fuerzas francesas en España, fue recompensado con seis cuadros, cinco de ellos procedentes de El Escorial. El general D’Armagnac, gobernador militar de Burgos y Cuenca, con cuatro. El general Sebastiani, que dirigió la ofensiva contra Andalucía, recibió tres. Y el general Dessolles, que tuvo un papel destacado en la victoriosa batalla de Ocaña, otros tres. Sin embargo, con quien más generoso se mostró el rey fue con su hermano Napoleón.

Real monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Real monasterio de San Lorenzo de El Escorial. (bluejayphoto / Getty Images/iStockphoto)

Por iniciativa propia, o quizá presionado por Vivant Denon, director del Museo Napoleón, José Bonaparte quiso contribuir a la pinacoteca parisina enviando una muestra representativa de pintura española. A través de un Real Decreto de 1809, ordenó que se formara una colección de obras de “pintores célebres de la escuela española, que ofreceremos a nuestro augusto hermano el Emperador de los franceses, manifestándole nuestros deseos de verla colocada en una de las salas del Museo Napoleón”.

La donación estaría compuesta de cincuenta cuadros de gran valor artístico, aunque, para evitar empobrecer la colección nacional, ninguno de ellos proveniente de los Reales Sitios. La tarea fue encomendada a Quilliet, quien todavía no había sido cesado de su cargo. El comisario de Bellas Artes, haciendo caso omiso a las recomendaciones del rey –y posiblemente azuzado por Denon–, realizó una selección que incluía destacadísimos lienzos pertenecientes a las colecciones reales, en especial de El Escorial, y muy pocos procedentes de los conventos suprimidos.

A pesar de las protestas del director del museo napoleónico, molesto por la tardanza, el rey no transigió. Aprovechó el expediente que se abrió al poco tiempo a Quilliet para justificar la realización de una nueva selección. Para ello nombró una comisión integrada por tres nuevos expertos: el conservador Manuel Napoli y los pintores de cámara Mariano Salvador Maella y Francisco de Goya.

Tradicionalmente se ha tendido a rebajar el grado de colaboración de esta comisión, difundiendo la idea de que sus componentes sabotearon el proyecto, de que eligieron a propósito las obras más mediocres para salvar las más sobresalientes. Sin embargo, actualmente esta versión está muy cuestionada. Algunos especialistas sostienen que esto fue más una excusa creada para limpiar el nombre de Goya, principalmente, que una realidad.

Retrato del artista Francisco de Goya.
Retrato del artista Francisco de Goya. (Archivo)

La “baja” calidad de las obras seleccionadas seguramente responde más a los deseos del rey de no donar las pinturas más importantes que a una audaz maniobra patriótica. Aunque la selección fue aprobada, el encargo continuó sufriendo retrasos a causa del mal estado de conservación de algunas obras, la desaparición de otras y las rectificaciones de última hora del monarca, que cambió varias veces de opinión sobre algunas de ellas.

Para recomponer el pedido se formó una nueva comisión. En ella ya no estaba Goya, pero sí, oficiosamente, Denon. El gerente del Museo Napoleón, harto de esperar, se había trasladado a Madrid para agilizar el envío. Durante su estancia, Denon aprovechó para elegir personalmente doscientos cincuenta lienzos más de los que se habían acordado, la mayoría pertenecientes a colecciones de la nobleza. Justificó su decisión explicando que era una indemnización por la campaña militar de España.

De los cuadros enviados, solo doce se consideraron apropiados para ser expuestos; el resto no se devolvió

De esta manera, el 26 de mayo de 1813 salieron hacia Francia trescientas pinturas. Aunque el convoy estuvo a punto de ser interceptado en la batalla de Vitoria, librada en julio de ese año, los lienzos llegaron a París en perfectas condiciones. Al final, de todos los cuadros enviados, solo doce se consideraron apropiados para ser expuestos en el museo. ¿Qué ocurrió con el resto? No se devolvió. Fueron dejados en depósito a la espera de su destino: servir como decoración para las residencias imperiales.

Patrimonio en venta

La acumulación de obras recogidas con destino al Museo Josefino excedió con mucho la capacidad de este. Para sacar partido al excedente, José I dispuso su venta como bienes nacionales. La medida fue recibida con escaso interés por los nobles españoles, muchos de ellos en el exilio y con sus propiedades intervenidas.

Pero no ocurrió lo mismo con los compradores extranjeros. Marchantes y coleccionistas de toda Europa, muchos de ellos “armados” con el Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España (una guía impresa por el historiador Juan Ceán Bermúdez en 1800), llegaron a España en busca de oportunidades de negocio.

Las encontraron de forma legal en las diferentes subastas públicas que se organizaron (como la gran almoneda de pinturas celebrada en julio de 1811 en la basílica madrileña de San Francisco el Grande), pero también en subastas anónimas y operaciones encubiertas, como las llevadas a cabo por el mencionado Quilliet.

'La Venus del espejo', obra de Velázquez conservada en la National Gallery de Londres y único desnudo femenino del artista.
‘La Venus del espejo’, obra de Velázquez conservada en la National Gallery de Londres y único desnudo femenino del artista. (.)

Sirva como ejemplo la transacción realizada por el pintor británico George Wallis, quien, comisionado por el anticuario William Buchanan (que dejó escrito en sus memorias que en España se conseguía pintura italiana más barata que en Italia), logró que Quilliet le vendiera de forma fraudulenta una de las joyas de la colección de Godoy: La Venus del espejo, de Velázquez . Otros marchantes prefirieron acompañar a las tropas napoleónicas en su avance por España y seguir el rastro de los botines de guerra.

Aprovechando la situación de caos y abandono en la que se encontraban las zonas en conflicto, estos comerciantes compraban a precios irrisorios todo tipo de joyas y obras de arte que los soldados habían obtenido mediante el pillaje y querían vender lo antes posible. Una práctica que representó Goya en toda su crudeza en su célebre grabado Así sucedió, perteneciente al ciclo “Los desastres de la guerra”, donde muestra a un soldado huyendo cargado de objetos preciosos tras haber matado al fraile custodio.

Para evitar estos robos, los religiosos optaron por dos soluciones: adelantarse y vender ellos mismos los tesoros de sus iglesias y conventos o esconderlos, normalmente bajo tierra o en casas particulares. Fue el caso del cabildo de la catedral de Sevilla, que decidió embarcar en un velero todo su patrimonio personal antes de que llegaran los franceses. El expolio fue tan generalizado que hasta los diplomáticos extranjeros realizaron provechosos negocios vendiendo en sus países obras adquiridas a bajo precio en España.

El rey prohibió la extracción de metales preciosos y ordenó la confiscación de todo lo que se hubiera ocultado

La situación llegó a tal extremo que el gobierno tuvo que intervenir. El 12 de septiembre de 1809, el rey prohibió la extracción de metales preciosos y ordenó la confiscación de todo lo que se hubiera ocultado. Solo se añadió una excepción: los oficiales del Ejército quedaban exentos, con la excusa de que podían haber traído sus propias joyas desde Francia. Casi un año después, el 1 de agosto de 1810, otro decreto prohibió la salida de obras de arte del país. Sin embargo, nuevamente el rey hizo excepciones.

Con la ley en vigor, muchos generales continuaron obteniendo licencias para exportar cuadros a Francia. Estas prerrogativas ponen de manifiesto una de las características del gobierno de José Bonaparte: el enorme poder que tenían los gobernadores militares de las distintas provincias y su alto grado de independencia con respecto a Madrid.

Soult, el gran expoliador

La mayoría de los mariscales franceses no se conformaron con los regalos recibidos por parte del rey. Con la excusa de la incautación de los bienes de la Iglesia, y aprovechando su gran capacidad de maniobra, muchos generales se hicieron con un considerable botín de obras de arte que luego enviaron a Francia.

Los mencionados Sebastiani, Dessolles y D’Armagnac, junto a otros como Charles Eblé, que saqueó Valladolid, o el príncipe Murat (esposo de Carolina Bonaparte, hermana del rey), que tenía predilección por la pintura italiana y flamenca, lograron sacar de España una gran cantidad de obras, que luego venderían, ellos o sus herederos, en subastas públicas.

Jean-de-Dieu Soult, uno de los principales responsables del saqueo napoleónico en España. Obra de Louis-Henri de Rudder.
Jean-de-Dieu Soult, uno de los principales responsables del saqueo napoleónico en España. Obra de Louis-Henri de Rudder. (Dominio público)

Todo ello sin olvidar el expolio perpetrado también por diplomáticos y empleados franceses. De entre todos los generales, el que destacó por su codicia y por la dimensión y calidad del botín fue el mariscal Soult. Desde su posición como general jefe del ejército de Andalucía, y tras la conquista de la región en 1810, logró apropiarse de una gran cantidad de cuadros para su disfrute personal. Para conseguirlo utilizaba habitualmente el método del chantaje.

Tras ocupar una ciudad, entraba en los conventos e iglesias y “ofrecía” su clemencia a los religiosos a cambio de que le vendieran a precios ridículos las obras de arte que más le interesaban. Más adelante, una vez instalado en Sevilla, Soult se buscó un cómplice. Este fue, nuevamente, Quilliet. Como agregado artístico del cuerpo expedicionario de Andalucía, el corrupto funcionario consiguió robar numerosos lienzos del millar de obras que se habían depositado en el Alcázar de Sevilla con vistas a trasladarse a los museos de Madrid y París.

Nadie pudo frenar el ansia depredadora de Soult. Ni los decretos imponiendo restricciones a la salida de obras de arte ni la mala relación que tuvo con el rey al término de su mandato. El mariscal estuvo enviando regularmente pinturas a su esposa en Francia hasta casi el final de la ocupación, en 1813.

Se han contabilizado diez partidas con ciento nueve óleos en total. Soult se saltaba las prohibiciones gracias a los contratos de compraventa que poseía de las obras, la mayoría obtenidos mediante coacción. Cuando no los tenía, hacía pasar las pinturas por regalos o por imitaciones sin ningún valor.

Los lienzos, que habían sido desclavados y enrollados, fueron enviados por Wellington a Inglaterra

Para facilitar su transporte, ordenaba a sus ayudantes que quitaran los marcos de los lienzos y enrollaran estos dentro de unos tubos. De esta manera, el mariscal consiguió reunir una fabulosa colección en la que destacaban los cuadros de Murillo y Zurbarán, sus pintores españoles predilectos y, en el caso del primero, el más conocido y cotizado fuera de España. Una colección que mantuvo durante toda su vida y exhibió con orgullo en su domicilio parisino y su castillo de Soult-Berg.

El equipaje del rey

Quien no lo tuvo tan fácil para sacar de España su propia colección fue José Bonaparte. En el verano de 1813, el monarca emprendió la huida hacia Francia junto a su ejército ante el rápido avance de las tropas anglo-españolas. Al llegar a Vitoria, el 21 de julio, fue interceptado por los soldados del británico duque de Wellington. Tras la decisiva batalla que se libró, saldada con la derrota francesa, el rey logró escapar y llegar hasta Francia. Sin embargo, dejó atrás parte de su equipaje.

¿Qué contenía? Además de mapas, cartas, documentos de Estado, joyas y hasta un orinal de plata, el convoy del destronado monarca portaba dibujos, grabados y más de doscientas pinturas que habían formado parte de los depósitos del frustrado Museo Josefino.

Los lienzos, que habían sido desclavados de sus bastidores y enrollados, fueron enviados por Wellington a Inglaterra. Tras ser catalogados y comprobarse que la mayoría pertenecían a las colecciones reales españolas, el general británico decidió restituirlos a España.

Las tropas británicas subastan el botín tomado durante la batalla de Vitoria.
Las tropas británicas subastan el botín tomado durante la batalla de Vitoria. (Dominio público)

A través de su hermano Henry Wellesley, entonces embajador británico en España, escribió al “deseado” Fernando VII, que había vuelto ya a ocupar el trono en Madrid, comunicándole su intención de devolverle las pinturas. No recibió respuesta. Lo volvió a intentar por medio del embajador de España en Londres. En esta ocasión sí recibió contestación.

Fue esta: “Su Majestad, conmovido por vuestra delicadeza, no desea privaros de lo que ha llegado a vuestra posesión por cauces tan justos como honorables”. De esta forma, a través de este acto de generosidad, ochenta y tres pinturas robadas por José Bonaparte de las colecciones reales, entre ellas, tres de Velázquez, cuelgan hoy de las paredes del Wellington Museum en la Apsley House de Londres.