Los consejos que Napoleón despreció sobre la «locura» de conquistar España: «Se creía invencible y cayó»

Montaje de un detalle del cuadro de Paul Delaroche (1845) representando a Napoleón tras la abdicación en Fontainebleau, sobre una bandera de España utilizada en la Guerra de Indendencia – ABC

Autor: Israel Viana

Fuente: abc.es/historia 05/08/2020

Dicho por sus propios generales pocos años después de ser humillado en la Guerra de Independencia de 1808, a Napoleón Bonaparte le salió muy cara la osadía de intentar conquistar España. No cabe duda de que por aquellos años, el emperador francés se consideraba ya dueño y señor de Europa. En solo tres años se había designado Rey de Italia y colocado a su hermano Luis al frente del Reino de Holanda. Había conquistado el Reino de Nápoles y nombrado monarca a su hermano mayor, José. También había establecido y puesto bajo su protección la Confederación del Rin con casi todo los Estados alemanes. Y, por último, había aniquilado a los Ejércitos de Prusia, Rusia y Austria y conquistado Portugal, el ducado de Varsovia y el Reino de Westfalia.

Sin embargo, la invasión de España en 1808 fue su perdición. Un hecho que Napoleón no reconoció hasta encontrarse en su lecho de muerte en la isla de Santa Elena. «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades y fue una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península», escribió el emperador en las memorias que escribió durante su destierro.

No lo vio a tiempo, no calculó bien sus posibilidades y, sobre todo, no quiso escuchar los consejos de sus lugartenientes más experimentados. De ello había dejado constancia en 1807, cuando zanjó la discusión con sus generales con estas palabras: «Es un juego de niños. Esa gente no sabe lo que es un ejército francés, créanme, será rápido. Cuando mi gran carro político está lanzado, tiene que pasar, y pobre de aquel que caiga bajo sus ruedas».

«La gente sufría»

Con un montón de opositores y la prensa amordazada en Francia, uno de los primeros críticos de Napoleón fue uno de sus capitanes, Fraçois-Casimir, que describió así el sufrimiento de sus compañeros en España, durante los primeros compases de la guerra: «La gente sufría como si estuviera asfixiada entre dos colchones». Algo que experimentó él mismo en sus propias carnes, pues pasó varios años preso de los británicos antes de poder regresar a su país.

Antes del inicio de las hostilidades, Napoleón veía a España como un objetivo fácil. Un país muy dividido y en continua competencia por controlar el poder. Por un lado, los partidarios de Carlos IV y el primer ministro Manuel Godoy y, por otro, la nobleza, ejército y clero, que conspiraban alrededor del hijo del monarca, Fernando. El «Complot de El Escorial», en octubre de 1807, fue un reflejo de dicha crisis y Bonaparte, muy hábil, procuró situarse en medio de ambos bandos para ganarse el favor de todos y, en un futuro próximo, incorporar la Península Ibérica y todas sus riquezas coloniales al imperio francés.

El plan trazado parecía desarrollarse a la perfección. Engañó a Godoy para que firmara el Tratado de Fontainebleau en octubre de 1807. Así obtuvo el permiso de Carlos IV para atraversar España con 110.000 soldados, con el objetivo de, supuestamente, conquistar Portugal. Pero todo era un engaño. A su paso por nuestro país, el ambicioso general empezó a conquistar todas las ciudades que se encontró a su paso. No parecía que algo pudiera salir mal, sobre todo después de que Napoleón consiguiera que toda la Familia Real dejara España, en mayo de 1808, y viajara hasta Bayona para que el Rey y su hijo Fernando VII abdicaran oficialmente en favor de su hermano José.

La «úlcera» de Napoleón

La trampa estaba hecha, porque el general Joachim Murat, cuñado de Bonaparte y jefe de su Ejército en España, se encontraba ya apostado en Chamartín con 25.000 mil hombres. «Nos cuesta mucho trabajo creer que los propósitos de los franceses no fueran evidentes ante los ojos de nuestros conciudadanos. Los testigos nos hablan insistentemente del malestar creciente de la población madrileña. No sabían qué hacer, porque los galos tenían en la capital a todos aquellos soldados», explicaba el comandante José Manuel Guerrero en su artículo «El ejército francés en Madrid», publicado en la «Revista de Historia Militar» en 2004.

Joachim Murat, en un cuadro de Jean Baptiste Joseph Wicar
Joachim Murat, en un cuadro de Jean Baptiste Joseph Wicar

Cuando alguno de sus ministros intentó demostrarle que la conquista era una tarea muy difícil, los argumentos que le daban eran barridos por Napoleón con respuesta tan insolentes como: «Si esta guerra fuera a costarme 80.000 soldados, no la haría, pero no llegarán a 12.000». No se imaginaba entonces, ni por lo más remoto, que la mayoría de sus 110.000 soldados no regresaría jamás a Francia, ni que empezaba a gestarse la catástrofe que algunos historiadores calificaron como su «úlcera».

En varias ocasiones, el emperador francés expresó también su opinión despectiva hacia nuestro ejército y hacía España en general, asegurando que podría anexionarlo con tropas de segunda categoría, con poco presupuesto y escaso equipo. Y a pesar de las advertencias, se resistió a considerar como peligrosa la fuerza de los patriotas españoles, a los que a menudo calificaba de «brigands» (bandoleros). Nadie pudo hacerle entrar en razón. En palabras de Stendhal, el genial autor de «Rojo y negro», sus propios ministros estaban «se sentían embotados» por la autoridad desmedida que demostraba y por el desquiciado ritmo de trabajo que había impuesto a su Ejército durante los años anteriores.

«Napoleón ya no era el general Bonaparte»

El coronel Charles D’Agoult, que había sido nombrado segundo teniente con solo 17 años y que había participado activamente en la conquista de España, fue también muy crítico con su emperador:«Del genio a la locura no hay tanta distancia. Ya sea enajenación por el poder absoluto, ya sea por un debilitamiento prematuro de sus facultades, no hay duda de que Napoleón ya no era el general Bonaparte».

Al igual que Maximilien Sébastien Foy, el general francés que llegó a Tolosa y acabó retirándose a Irún, huyendo finalmente a Francia: «La naturaleza fija un límite más allá del cual las empresas locas no pueden ser conducidas con prudencia. Ese límite, el emperador lo alcanzó en España y lo rebasó en Rusia. Si entonces hubiese escapado a su ruina, su inflexible fatuidad lo hubiese llevado a encontrarlo en cualquier otra parte distinta a Bailén o Moscú».

No pensó que por el camino se encontraría al general Castaños, al Empecinado y a un pueblo entero dispuesto a hacerle frente aunque fuera con piedras, como demostró desde el mismo 2 de mayo de 1808, cuando Madrid saltó por los aires. «Se oían gritos de “¡armas, armas, armas!”. Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones. Y la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos al principio, después de la aparición de la artillería todos fueron actores», contaba Benito Pérez Galdós en sus «Episodios Nacionales». Los españoles no tardaron en levantarse, convencidos de que podía y debían echar al invasor. El Gobierno llamó a filas a sus ciudadanos y consiguieron reunir a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate.

«España destruyó mi reputación»

La Guerra de Independencia se saldó con 110.000 bajas entre los franceses, según las cifras de Jean Houdaille, a los que habría que sumar otros 60.000 muertos más de las tropas aliadas que les acompañaron. «España, fortuna de los generales, tumba de los soldados», llegaron a escribir con tiza muchos de sus soldados en las casas españoles, en abierta señal de desaprobación con las decisiones de Napoleón. Según François Malye en «Napoleón y la locura española» (Edaf, 2008), estas críticas se debían a que los soldados vivían la guerra como una «locura» y «un infierno», donde «la violencia del conflicto permanecerá en su memoria durante años, con aquellas feroces represalias que sucedían a unas atrocidades espantosas».

El historiador francés explica que algunos de estos, como es el caso de Junot y Fournier-Sarlovèze, sufrieron enfermedades mentales clínicamente probadas por los reveses sufridos en sus enfrentamientos con los españoles, puesto que eran soldados con el espíritu ya quebrado por las heridas y la furia de quince años de guerras. Otros mostraron su oposición al despotismo del emperador por razones mucho más egoístas. «Nos quitó de cargar la mochila antes de tiempo», reprochó en 1814 el mariscal Lefebvre, al considerar que no les había permitido enriquecerse tanto como él al ordenar la huida de España. Lo dijo precisamente tras la entrevista que los mariscales sostuvieron con él para forzarle a su primera abdicación. Y algunos generales, además, protagonizaron conspiraciones contra Napoleón, como la «de Oporto», en la que intentaron socavar su poder, pero este reaccionó a tiempo y los apartó del Ejército.

«¿Cómo pudo pensar que un conflicto de esta importancia podía dirigirse desde París, cuando sus correos tardaban dos meses en llegarles a sus generales, siempre y cuando los emisarios no fueran masacrados antes por los guerrilleros?», se pregunta Malye. «En 1807, el emperador, en la cima de su gloria, se creía invencible. Esa será la causa de su caída. Embriagado por dos años de victorias, de Austerlitz a Friendland, ahora reinaba sobre un inmenso imperio y distribuía las coronas de la vieja Europa entre los miembros de su familia», responde el historiador francés. Pero, efectivamente, Napoleón subestimó y menospreció el valor y la fuerza del Ejército español.

Cómo una epidemia en Haití ayudó a Estados Unidos a convertirse en una potencia

La revuelta de los esclavos haitianos puso en marcha cambios que terminaron afectando la geopolítica mundial.

Autor: Ángel Bermúdez

Fuente: BBC 28/06/2020

Fue una epidemia cuyos efectos cambiaron la geopolítica mundial por muchos siglos.

A finales de 1801, Napoleón Bonaparte envió a Haití una de las mayores flotillas desplegadas hasta entonces por la Armada de Francia y sus fuerzas terminaron sucumbiendo ante un mosquito.

Decenas de miles de soldados franceses murieron víctimas de la mayor epidemia de fiebre amarilla registrada en el Caribe en 300 años.

Así naufragaron los planes de Bonaparte para las Indias Occidentales, en los cuales Haití era una pieza central.

Su fracaso creó las condiciones propicias para la consolidación de una pujante pero aún joven nación: Estados Unidos, cuyo ascenso transformaría el tablero internacional en los siglos por venir.

Pero ¿de dónde surgía tanto interés de Bonaparte por Haití?

Un imperio de azúcar y café

Tras haberse establecido a inicios del siglo XXVII de forma informal en la parte occidental de La Española -como se conocía entonces al territorio que hoy ocupan República Dominicana y Haití-, Francia logró que la corona española le cediera formalmente un tercio de la isla en 1697 con la firma del Tratado de Rijswijk.

Barcos franceses en Saint Domingue.
Image captionMás de 700 barcos recalaban en Saint Domingue cada año para exportar sus productos, sobre todo, azúcar y café.

Bautizada entonces como Saint Domingue, pronto se convirtió en la más próspera posesión de Francia en todo el Nuevo Mundo gracias a su producción de azúcar y café, de los que era el principal exportador a Europa, y, en menor medida, de cacao y añil.

A inicios de la década de 1780, más de 700 barcos recalaban cada año a cargar productos de esta colonia que por entonces representaba dos tercios de las inversiones francesas en el extranjero.

Toda esa prosperidad, sin embargo, se erigía sobre la base del uso masivo y brutal de la mano de obra de esclavos africanos.

Estos estaban atrapados en un círculo vicioso pues los hacendados dedicaban a su manutención la menor cantidad posible de recursos, persuadidos de que no merecía la pena gastar más debido a su alta tasa de mortalidad.

Como consecuencia de ello, la mitad de los esclavos morían durante su primer año en Haití debido a las duras condiciones de vida.

Esto hacía necesario «importar» cada año decenas de miles de humanos, lo que -a su vez- convertía la trata de esclavos en un suculento negocio.

Socialmente, Saint Domingue era una bomba de tiempo con múltiples clases que se odiaban y se temían mutuamente. Como describió el historiador francés Paul Fregosi:

«Blancos, mulatos y negros se aborrecían entre sí.

«Los blancos pobres no toleraban a los blancos ricos; los blancos ricos despreciaban a los blancos pobres; los blancos de clase media estaban celosos de los blancos aristócratas; los blancos nacidos en Francia menospreciaban a los blancos locales.

«Los mulatos envidiaban a los blancos, repudiaban a los negros y eran despreciados por los blancos.

«Los negros libres vejaban a los que aún eran esclavos; los negros nacidos en Haití consideraban como salvajes a aquellos traídos de África.

«Todo el mundo -con mucha razón- vivía con terror de los demás…Haití era un infierno, pero Haití era rico«.

En 1791, paradójicamente inspirados en la Revolución Francesa y en su Declaración de los Derechos del Hombre, los esclavos de Saint Domingue iniciaron una revuelta que 13 años más tarde culminaría en la declaración de independencia, la primera de un país de América Latina.

Muchos hacendados murieron en manos de sus esclavos y numerosas plantaciones fueron quemadas.

Levantamiento de esclavos en gran plantación en Cap-Français
Image captionMuchos hacendados blancos fueron asesinados y muchas plantaciones quemadas durante la revuelta de esclavos de 1791.

El alzamiento derivó en una guerra civil entre castas, en la que interesadamente también se inmiscuyeron otras grandes potencias coloniales como España e Inglaterra, que apoyaron a uno u otro grupo según sus conveniencias.

La presión de la revuelta fue logrando extraer concesiones de las autoridades francesas, que comenzaron a ofrecer la libertad a los esclavos que se sumaran a sus filas, haciendo de la necesidad, virtud.

Para 1794, Francia abolió la esclavitud en todas sus colonias en el Caribe.

A inicios de la década siguiente, François-Dominique Toussaint Louverture, un exesclavo devenido en jefe militar que formalmente juraba lealtad a Francia, se hizo con el control de Saint Domingue y en 1801 se hizo nombrar «gobernador general vitalicio».

Sus movimientos no pasarían inadvertidos en París.

Una invasión, un engaño

Decidido recuperar el control efectivo sobre la antigua colonia y restaurar su «grandeur«, en el otoño de 1801, Bonaparte envió una flotilla conformada por 26 fragatas, 35 navíos de línea, 22.000 soldados y unos 20.000 marinos, según datos recogidos por el historiador estadounidense J.R. McNeill.

Desembarco de las tropas francesas en Saint Domingue.
Image captionCon tropas mejor entrenadas y apertrechadas, Leclerc no tuvo dificultades para conquistar terreno en Saint Domingue.

A finales de enero de 1802, esta fuerza inicial llegó a su destino, desembarcando en tres puertos distintos.

En los meses siguientes recibirían más refuerzos, aunque no hay consenso entre los expertos sobre la magnitud de los mismos. Se estima que la fuerza total enviada a Saint Domingue osciló entre los 60.000 y los 85.000 hombres.

Al frente de esta expedición iba el general Victor Emmanuel Charles Leclerc, esposo de Pauline, la hermana menor y favorita de Napoleón.

El jefe militar había recibido instrucciones secretas sobre su misión.

«Napoleón planeaba que Leclerc, por medio de engaños o por la fuerza, restaurara la economía de plantación, restituyera Saint Domingue a Francia y pusiera fin a la independencia de facto impuesta por Toussaint», escribe McNeill en su libro «Mosquito Empires: Ecology and War in the Greater Caribbean, 1620-1914«.

Sus designios también incluían la reinstauración de la esclavitud pero solamente cuando se hubiera desarmado a los negros y deportado a sus líderes a Francia, por lo que había que mantener la discreción sobre estos planes.

Napoleón también instruyó a Leclerc para que actuara con astucia ante Touissant: primero debía mostrarle respeto para que bajara su guardia y, entonces, debía capturarlo.

François-Dominique Toussaint Louverture
Image captionPara 1801, el líder haitiano Toussaint Loverture se había hecho con el control de Saint Domingue.

Con unas tropas experimentadas y bien apertrechadas frente a las mal equipadas milicias locales, no fue difícil para Leclerc ir ganando cada vez más terreno hasta que en mayo de 1802 acordó un armisticio con Toussaint, quien accedió a retirarse a una de sus muchas haciendas en el campo.

Un mes más tarde, sin embargo, el líder haitiano cometió la imprudencia de acudir a una cita con Leclerc, quien lo arrestó para luego deportarlo a Francia, donde murió en un calabozo menos de un año más tarde.

Un enemigo pequeño y mortal

Algunos historiadores consideran que la captura de Toussaint se precipitó luego de que Leclerc descubrió que el líder haitiano, en realidad, estaba intentando ganar tiempo a la espera de que los franceses se retiraran derrotados por un enemigo implacable: la fiebre amarilla.

Mosquito Aedes aegypti.
Image captionEl pequeño Aedes aegypti puso fin a los planes de Bonaparte en el Nuevo Mundo.

«Toussaint tenía conocimiento médico y conciencia de cuándo y dónde las fiebres golpearían a sus enemigos europeos. Aparentemente él sabía que maniobrando para llevar a los blancos hacia los puertos y las tierras bajas durante la temporada de lluvias, estos morirían en masa», señalan los historiadores médicos John S. Marr y John T. Cathey.

Esta estrategia parece insinuarse en una carta que el general haitiano le escribió a Jean-Jacques Dessalines, quien le sucedería como líder y se convertiría en el primer mandatario del Haití postcolonial.

En su texto, Toussaint le da instrucciones a Dessalines para que incendie un puerto donde los franceses tenían una guarnición y le indica: «No olvides que mientras esperamos a la temporada de lluvia, que nos librará de nuestros enemigos, solamente tenemos la destrucción y el fuego como nuestras armas».

Sus cálculos estaban bien orientados, una vez iniciada la temporada de lluvias en 1802, las tropas francesas empezaron a caer bajo los ataques del pequeño pero implacable mosquito Aedes aegypti.

Leclerc da cuenta de que cuán difícil era esa batalla en una carta que por entonces envió al ministro de Defensa francés, Denis Descres:

«Un hombre no puede trabajar duro acá sin arriesgar su vida y es imposible para mí quedarme acá más de seis meses… ¡Mi salud es tan precaria que me consideraría afortunado si logro durar ese tiempo! La mortalidad sigue y el miedo causa estragos… usted verá que el ejército que calcula en 26.000 hombres está reducido en este momento a 12.000… en este momento tengo 3.600 hombres en el hospital», escribió.

«En las noches recientes he perdido entre 30 y 50 hombres al día en la colonia, y no pasa un día sin que entre 200 y 250 hombres entren en el hospital, de los cuales no más de 50 salen», agregó.

Victor Emmanuel Charles Leclerc,
Image captionEl general Leclerc, cuñado de Bonaparte, tenía instrucciones de reinstaurar la esclavitud en Haití.

Las condiciones en las que vivían las tropas francesas en fuertes atestados o en barcos en los puertos ofrecían un ambiente propicio para la reproducción y los ataques del mosquito.

Las fuerzas recién llegadas del extranjero no poseían, además, una cierta inmunidad a la enfermedad como la que podían haber desarrollado quienes llevaban tiempo residiendo en la isla.

Como consecuencia, las tropas de Leclerc se vieron diezmadas por la fiebre amarilla.

Según estimaciones de McNeill, entre 80% y 85% de los soldados franceses enviados a Haití perdieron la vida, la mayor parte de ellos debido a la enfermedad y solo unos pocos en combate.

«Según todos los estándares, el número de fallecidos y la tasa de mortalidad (en este caso) son difíciles de entender a menos que uno tome en cuenta la convergencia de factores ambientales y ecológicos ideales para un desastre epidemiológico«, resumieron John S. Marr y John T. Cathey.

Una de esas víctimas mortales fue el propio Leclerc, quien falleció en noviembre de 1802. Un año más tarde, las fuerzas francesas terminarían por retirarse de la isla y abandonar formalmente su intento de reconquista.

A su derrota contribuyeron algunos errores estratégicos como la captura de Toussaint, la decisión de Napoleón de reinstaurar la esclavitud en la isla de Guadalupe y las despiadadas acciones del sucesor de Leclerc, general Donatien Rochambeau, que llevaron a Francia a encontrar con cada vez mayor resistencia entre los negros y mulatos.

Ninguno de estos elementos, sin embargo, tuvo un efecto tan demoledor como la fiebre amarilla.

El nacimiento de una potencia

El intento de Napoleón de retomar el control de Saint Domingue fue seguido con interés por el resto de potencias pero causaba gran inquietud, especialmente, en un país recién independizado y aún en formación: Estados Unidos.

Thomas Jefferson
Image captionThomas Jefferson preveía que la ocupación francesa de Luisiana llevaría a conflictos con Estados Unidos.

A finales de 1800, España cedió a Francia a través de un acuerdo secreto la colonia de Luisiana.

Ese territorio abarcaba los actuales estados de Arkansas, Iowa, Misuri, Kansas, Oklahoma y Nebraska, así como partes de Minesota, Nuevo México, Dakota del Sur, Texas, Wyoming, Montana y Colorado; además del propio estado de Luisiana y de porciones de las provincias canadienses de Alberta y Saskatchewan.

Pero al gobierno de Thomas Jefferson no le preocupaba tanto la extensión del territorio sino su ubicación: controlaban el río Misisipi y el puerto de Nueva Orleans, por donde transitaban tres octavos de los productos que exportaba Estados Unidos.

Otro motivo de intranquilidad era el hecho de que el nuevo propietario fuera una potencia en pleno auge, como la Francia de Napoleón.

«Esto cambia completamente todas las relaciones políticas de Estados Unidos y generará una nueva época en el acontecer político», escribió el mandatario estadounidense en abril de 1802, poco después de haber recibido confirmación sobre la cesión de Luisiana.

«España habría podido retenerla tranquilamente durante años… no puede esperarse que esto ocurra nunca en las manos de Francia. La impetuosidad de su temperamento, la energía y lo inagotable de su carácter, la ponen en un punto de fricción eterna con nosotros…resulta imposible que Francia y Estados Unidos puedan seguir siendo amigos cuando se hallan en una situación tan irritante«, dijo el presidente estadounidense, según relata en su biografía el historiador Jon Meacham.

Intentando solucionar la crisis antes de que esta se presentara, Jefferson envió a inicios de 1803 a James Monroe como su enviado especial a París para negociar la compra de Nueva Orleans con Napoleón.

James Monroe
Image captionJames Monroe fue enviado a Francia a negociar la compra de Nueva Orleáns y adquirió toda la colonia de Luisiana.

El objetivo se consiguió pero con una sorpresa añadida: a la propuesta de compra de Nueva Orleans, Francia añadió la oferta de entregar toda la colonia de Luisiana.

Pero, ¿por qué tomó esta decisión?

«Para Francia mantener y defender tierras tan lejos de Europa se estaba haciendo cada vez más costoso y problemático. La derrota a manos de las fuerzas de los esclavos en Saint Domingue era especialmente irritante para Napoleón, quien creía que tenía que destinar sus recursos a campañas más próximas a casa», explica Meacham.

Así fue como el 30 de abril de 1803 se firmó el acuerdo mediante el cual Estados Unidos compraba Luisiana, con lo que ponía fin a cualquier preocupación sobre las ambiciones territoriales de Francia en su entorno más próximo y lograba duplicar su territorio a un precio de oferta: US$15 millones de la época, equivalentes a unos US$340 millones de 2020.

Historiadores como Bob Corbett colocan a Saint Domingue en el centro de la estrategia de Francia para el Nuevo Mundo, en la cual Luisiana estaba destinada a servir como productor de productos para alimentar a los esclavos de la isla.

«Sin la isla, el sistema tenía manos, pies e incluso cabeza pero no cuerpo. ¿De qué servía Luisiana cuando Francia había perdido la principal colonia que Luisiana debía alimentar y fortalecer?«, se preguntaba el historiador Henry Adams.

Otros investigadores creen -sobre la base de algunos indicios- que Bonaparte, en realidad, tenía planes para hacerse con el control de Luisiana y desde allí conquistar Estados Unidos o, al menos, establecerse como una gran fuerza en ese territorio, que había estado dividido entre estadounidenses, franceses y españoles.

Aún si alguno de esos escenarios hubiera fuera el correcto, la derrota en Saint Domingue parece haber puesto fin a esas ambiciones.

La compra de Luisiana abrió las puertas para la futura expansión estadounidense hacia el oeste, incluyendo la guerra con México tras la cual Estados Unidos se anexó Texas formalmente y compró California y el resto de los territorios al norte del Río Bravo.

Mapa de la compra de Luisiana.
Image captionLa compra de Luisiana permitió a EE.UU. duplicar su territorio y abrió las puertas para su expansión hacia el oeste.

Esta consolidación territorial no solamente ayudó a convertirle en el cuarto país con mayor territorio del mundo sino que además limitó a dos el número de países con los que compartía frontera terrestre y dejó a los océanos Atlántico y Pacífico como barreras naturales que le protegían de agresiones.

Todos estos elementos han sido fundamentales para evitar que el territorio continental de Estados Unidos sea atacado por enemigos externos y ha evitado que sus infraestructuras (y en gran medida su economía) se vean afectadas por conflictos bélicos.

Y todos estos cambios fueron posibles por la epidemia de fiebre amarilla que azotó a las tropas francesas en Haití.

Queda claro por qué el investigador Erwin Ackerknecht llegó a decir que probablemente esa haya sido «la epidemia más importante de la historia»

El arte español expoliado por los Bonaparte

‘Napoleón cruzando los Alpes’ (1801), de Jacques-Louis David. (Dominio público)

Autor: CARLOS JORIC 

Fuente: La Vanguardia 11/02/2020

Primero fueron Bélgica y Holanda (1794), después Italia (1796), luego Egipto (1798) y más tarde Austria y Prusia (1806). Cuando las tropas napoleónicas entraron en España en 1808, llevaban más de una década saqueando el patrimonio artístico de los territorios que habían conquistado. La excusa para perpetrar estos expolios fue la creación en París del Muséum central des Arts (luego rebautizado como Museo Napoleón y más tarde como Louvre), una gran pinacoteca destinada a albergar los tesoros artísticos que, según las autoridades francesas, habían permanecido ocultos o ignorados en sus países de origen.

Inspirada por los ideales de la Ilustración, la Francia posrevolucionaria pretendía erigir un gran templo de las artes accesible a todos los franceses, una síntesis del arte mundial que sirviera como instrumento de instrucción pública y como expresión del poder y nivel cultural de la nueva nación.

Como dijo Napoleón Bonaparte en su discurso ante el Directorio: “La República Francesa, por su fuerza, la superioridad de su luz y de sus artistas, es el único país del mundo que puede proporcionar un asilo inviolable a estas obras maestras”. En la práctica, como veremos, este “deber cultural” será utilizado en muchas ocasiones como justificación para otro tipo de actividades mucho menos elevadas.

Las “plazuelas” de José I

La llegada al trono español en 1808 del hermano mayor de Napoleón, José Bonaparte , favoreció la implementación de una serie de medidas que contribuyeron a poner en circulación buena parte del patrimonio artístico español; unas obras de gran riqueza, muchas de las cuales habían permanecido inalteradas y prácticamente ignotas durante siglos en el interior de conventos y palacios. El mandato más importante fue un Real Decreto del 18 de julio de 1809 por el cual se suprimieron las órdenes religiosas masculinas y se incorporaron sus bienes –obras de arte, joyas, terrenos, edificios– al Estado.

Una de las medidas adoptadas por el nuevo gobierno fue un proyecto para crear un gran museo público en Madrid

Con esta desamortización, el nuevo monarca pretendía paliar la mala situación económica en la que se encontraba el país e iniciar una serie de reformas que le permitieran ganarse el favor del pueblo y afianzarse en su cuestionadísimo trono. Tanto el rey como los distintos gobernadores militares se afanaron en mejorar el estado de sus ciudades a través de la puesta en marcha de diversas obras de carácter público: se modernizaron los saneamientos, se trasladaron los cementerios a las afueras de las urbes y se abrieron plazas y paseos para descongestionar los abigarrados e insalubres centros urbanos.

Estas obras, que provocaron el derribo de decenas de edificios religiosos, fueron recibidas con desdén por gran parte de la población. Un menosprecio que tiene más que ver con el rechazo al rey intruso, a quien los madrileños empezaron a referirse como “Pepe Plazuelas”, que con el carácter de las reformas.

Otra de las medidas adoptadas por el nuevo gobierno fue un proyecto para crear un gran museo público en Madrid. Inspirado en el de Napoleón, el Museo Nacional de Pinturas, como se llamó inicialmente, iba a ser el equivalente español de otros museos nacionales creados por los Bonaparte en Europa, como la Pinacoteca de Brera en Milán o los museos de Bellas Artes de Bruselas y Ámsterdam.

Jose I fue proclamado rey de España por su hermano Napoleón.
Jose I fue proclamado rey de España por su hermano Napoleón. (Dominio público)

El objetivo era que el museo madrileño albergara una muestra representativa de las diferentes escuelas españolas de pintura con obras provenientes de los conventos y colecciones privadas incautados. Con este propósito, se hizo acopio de unos mil quinientos cuadros, que fueron depositados –la mayoría en muy malas condiciones de conservación– en varios edificios religiosos de toda España. El lugar elegido como sede fue el palacio de Buenavista (actual Cuartel General del Ejército), que había sido propiedad de la duquesa de Alba y posteriormente del defenestrado primer ministro Manuel Godoy.

De museo a botín

El Museo Josefino, como también se denominó, se proyectó como la punta de lanza de otros museos públicos que se irían abriendo en otras ciudades, como Sevilla (en el Alcázar), Granada (en el palacio de Carlos V) o Barcelona (en la Lonja). Sin embargo, a pesar de las buenas intenciones, el museo nunca se abrió. La inestabilidad política y el cambio de signo de la guerra lo impidieron.

¿Cuál fue el destino de todos esos cuadros? Paradójicamente, lo que empezó siendo una medida dispuesta para centralizar, proteger y dar a conocer el patrimonio artístico español terminó como la principal causa de su dispersión.

El proceso de recolección de estas obras fue aprovechado por gobernadores y marchantes para robarlas y comerciar con ellas. Uno de los máximos responsables de este saqueo fue el francés Frédéric Quilliet. Este oscuro personaje, mezcla de marchante y aventurero, había llegado a España antes de la guerra, durante el reinado de Carlos IV. Al cabo de poco tiempo logró introducirse en los círculos gubernamentales madrileños trabajando como asesor artístico.

Quilliet fue el encargado de inventariar las colecciones reales, en especial la del monasterio de El Escorial, de la que desarrolló un gran conocimiento, y otras importantes colecciones privadas, como la de Godoy. Cuando José I subió al trono, el marchante estaba considerado uno de los máximos expertos en pintura española. El hecho de que fuera francés influyó también para que el nuevo rey le nombrara comisario de Bellas Artes y agregado artístico del cuerpo expedicionario de Andalucía.

Gracias a su posición y conocimiento de las colecciones, Quilliet logró apropiarse de muchas de las obras que estaban destinadas a los depósitos reales. Su ambición y descaro llegaron a tal punto que, en 1810, fue cesado de su cargo acusado de apropiación indebida. Según las declaraciones de sus ayudantes, Quilliet les obligaba a borrar las señas de identificación de los cuadros para poder comerciar luego con ellos.

Regalos para todos

El saqueo institucional del patrimonio artístico español no se limitó a las artimañas de personajes como Quilliet. El propio rey contribuyó en gran medida al expolio. Por medio de varios decretos, José I utilizó los bienes incautados a las órdenes religiosas para ofrecerlos a los militares más renombrados “como testimonio particular de nuestra satisfacción por los servicios que nos han hecho”.

De esta manera, el mariscal Soult, comandante general de las fuerzas francesas en España, fue recompensado con seis cuadros, cinco de ellos procedentes de El Escorial. El general D’Armagnac, gobernador militar de Burgos y Cuenca, con cuatro. El general Sebastiani, que dirigió la ofensiva contra Andalucía, recibió tres. Y el general Dessolles, que tuvo un papel destacado en la victoriosa batalla de Ocaña, otros tres. Sin embargo, con quien más generoso se mostró el rey fue con su hermano Napoleón.

Real monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Real monasterio de San Lorenzo de El Escorial. (bluejayphoto / Getty Images/iStockphoto)

Por iniciativa propia, o quizá presionado por Vivant Denon, director del Museo Napoleón, José Bonaparte quiso contribuir a la pinacoteca parisina enviando una muestra representativa de pintura española. A través de un Real Decreto de 1809, ordenó que se formara una colección de obras de “pintores célebres de la escuela española, que ofreceremos a nuestro augusto hermano el Emperador de los franceses, manifestándole nuestros deseos de verla colocada en una de las salas del Museo Napoleón”.

La donación estaría compuesta de cincuenta cuadros de gran valor artístico, aunque, para evitar empobrecer la colección nacional, ninguno de ellos proveniente de los Reales Sitios. La tarea fue encomendada a Quilliet, quien todavía no había sido cesado de su cargo. El comisario de Bellas Artes, haciendo caso omiso a las recomendaciones del rey –y posiblemente azuzado por Denon–, realizó una selección que incluía destacadísimos lienzos pertenecientes a las colecciones reales, en especial de El Escorial, y muy pocos procedentes de los conventos suprimidos.

A pesar de las protestas del director del museo napoleónico, molesto por la tardanza, el rey no transigió. Aprovechó el expediente que se abrió al poco tiempo a Quilliet para justificar la realización de una nueva selección. Para ello nombró una comisión integrada por tres nuevos expertos: el conservador Manuel Napoli y los pintores de cámara Mariano Salvador Maella y Francisco de Goya.

Tradicionalmente se ha tendido a rebajar el grado de colaboración de esta comisión, difundiendo la idea de que sus componentes sabotearon el proyecto, de que eligieron a propósito las obras más mediocres para salvar las más sobresalientes. Sin embargo, actualmente esta versión está muy cuestionada. Algunos especialistas sostienen que esto fue más una excusa creada para limpiar el nombre de Goya, principalmente, que una realidad.

Retrato del artista Francisco de Goya.
Retrato del artista Francisco de Goya. (Archivo)

La “baja” calidad de las obras seleccionadas seguramente responde más a los deseos del rey de no donar las pinturas más importantes que a una audaz maniobra patriótica. Aunque la selección fue aprobada, el encargo continuó sufriendo retrasos a causa del mal estado de conservación de algunas obras, la desaparición de otras y las rectificaciones de última hora del monarca, que cambió varias veces de opinión sobre algunas de ellas.

Para recomponer el pedido se formó una nueva comisión. En ella ya no estaba Goya, pero sí, oficiosamente, Denon. El gerente del Museo Napoleón, harto de esperar, se había trasladado a Madrid para agilizar el envío. Durante su estancia, Denon aprovechó para elegir personalmente doscientos cincuenta lienzos más de los que se habían acordado, la mayoría pertenecientes a colecciones de la nobleza. Justificó su decisión explicando que era una indemnización por la campaña militar de España.

De los cuadros enviados, solo doce se consideraron apropiados para ser expuestos; el resto no se devolvió

De esta manera, el 26 de mayo de 1813 salieron hacia Francia trescientas pinturas. Aunque el convoy estuvo a punto de ser interceptado en la batalla de Vitoria, librada en julio de ese año, los lienzos llegaron a París en perfectas condiciones. Al final, de todos los cuadros enviados, solo doce se consideraron apropiados para ser expuestos en el museo. ¿Qué ocurrió con el resto? No se devolvió. Fueron dejados en depósito a la espera de su destino: servir como decoración para las residencias imperiales.

Patrimonio en venta

La acumulación de obras recogidas con destino al Museo Josefino excedió con mucho la capacidad de este. Para sacar partido al excedente, José I dispuso su venta como bienes nacionales. La medida fue recibida con escaso interés por los nobles españoles, muchos de ellos en el exilio y con sus propiedades intervenidas.

Pero no ocurrió lo mismo con los compradores extranjeros. Marchantes y coleccionistas de toda Europa, muchos de ellos “armados” con el Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España (una guía impresa por el historiador Juan Ceán Bermúdez en 1800), llegaron a España en busca de oportunidades de negocio.

Las encontraron de forma legal en las diferentes subastas públicas que se organizaron (como la gran almoneda de pinturas celebrada en julio de 1811 en la basílica madrileña de San Francisco el Grande), pero también en subastas anónimas y operaciones encubiertas, como las llevadas a cabo por el mencionado Quilliet.

'La Venus del espejo', obra de Velázquez conservada en la National Gallery de Londres y único desnudo femenino del artista.
‘La Venus del espejo’, obra de Velázquez conservada en la National Gallery de Londres y único desnudo femenino del artista. (.)

Sirva como ejemplo la transacción realizada por el pintor británico George Wallis, quien, comisionado por el anticuario William Buchanan (que dejó escrito en sus memorias que en España se conseguía pintura italiana más barata que en Italia), logró que Quilliet le vendiera de forma fraudulenta una de las joyas de la colección de Godoy: La Venus del espejo, de Velázquez . Otros marchantes prefirieron acompañar a las tropas napoleónicas en su avance por España y seguir el rastro de los botines de guerra.

Aprovechando la situación de caos y abandono en la que se encontraban las zonas en conflicto, estos comerciantes compraban a precios irrisorios todo tipo de joyas y obras de arte que los soldados habían obtenido mediante el pillaje y querían vender lo antes posible. Una práctica que representó Goya en toda su crudeza en su célebre grabado Así sucedió, perteneciente al ciclo “Los desastres de la guerra”, donde muestra a un soldado huyendo cargado de objetos preciosos tras haber matado al fraile custodio.

Para evitar estos robos, los religiosos optaron por dos soluciones: adelantarse y vender ellos mismos los tesoros de sus iglesias y conventos o esconderlos, normalmente bajo tierra o en casas particulares. Fue el caso del cabildo de la catedral de Sevilla, que decidió embarcar en un velero todo su patrimonio personal antes de que llegaran los franceses. El expolio fue tan generalizado que hasta los diplomáticos extranjeros realizaron provechosos negocios vendiendo en sus países obras adquiridas a bajo precio en España.

El rey prohibió la extracción de metales preciosos y ordenó la confiscación de todo lo que se hubiera ocultado

La situación llegó a tal extremo que el gobierno tuvo que intervenir. El 12 de septiembre de 1809, el rey prohibió la extracción de metales preciosos y ordenó la confiscación de todo lo que se hubiera ocultado. Solo se añadió una excepción: los oficiales del Ejército quedaban exentos, con la excusa de que podían haber traído sus propias joyas desde Francia. Casi un año después, el 1 de agosto de 1810, otro decreto prohibió la salida de obras de arte del país. Sin embargo, nuevamente el rey hizo excepciones.

Con la ley en vigor, muchos generales continuaron obteniendo licencias para exportar cuadros a Francia. Estas prerrogativas ponen de manifiesto una de las características del gobierno de José Bonaparte: el enorme poder que tenían los gobernadores militares de las distintas provincias y su alto grado de independencia con respecto a Madrid.

Soult, el gran expoliador

La mayoría de los mariscales franceses no se conformaron con los regalos recibidos por parte del rey. Con la excusa de la incautación de los bienes de la Iglesia, y aprovechando su gran capacidad de maniobra, muchos generales se hicieron con un considerable botín de obras de arte que luego enviaron a Francia.

Los mencionados Sebastiani, Dessolles y D’Armagnac, junto a otros como Charles Eblé, que saqueó Valladolid, o el príncipe Murat (esposo de Carolina Bonaparte, hermana del rey), que tenía predilección por la pintura italiana y flamenca, lograron sacar de España una gran cantidad de obras, que luego venderían, ellos o sus herederos, en subastas públicas.

Jean-de-Dieu Soult, uno de los principales responsables del saqueo napoleónico en España. Obra de Louis-Henri de Rudder.
Jean-de-Dieu Soult, uno de los principales responsables del saqueo napoleónico en España. Obra de Louis-Henri de Rudder. (Dominio público)

Todo ello sin olvidar el expolio perpetrado también por diplomáticos y empleados franceses. De entre todos los generales, el que destacó por su codicia y por la dimensión y calidad del botín fue el mariscal Soult. Desde su posición como general jefe del ejército de Andalucía, y tras la conquista de la región en 1810, logró apropiarse de una gran cantidad de cuadros para su disfrute personal. Para conseguirlo utilizaba habitualmente el método del chantaje.

Tras ocupar una ciudad, entraba en los conventos e iglesias y “ofrecía” su clemencia a los religiosos a cambio de que le vendieran a precios ridículos las obras de arte que más le interesaban. Más adelante, una vez instalado en Sevilla, Soult se buscó un cómplice. Este fue, nuevamente, Quilliet. Como agregado artístico del cuerpo expedicionario de Andalucía, el corrupto funcionario consiguió robar numerosos lienzos del millar de obras que se habían depositado en el Alcázar de Sevilla con vistas a trasladarse a los museos de Madrid y París.

Nadie pudo frenar el ansia depredadora de Soult. Ni los decretos imponiendo restricciones a la salida de obras de arte ni la mala relación que tuvo con el rey al término de su mandato. El mariscal estuvo enviando regularmente pinturas a su esposa en Francia hasta casi el final de la ocupación, en 1813.

Se han contabilizado diez partidas con ciento nueve óleos en total. Soult se saltaba las prohibiciones gracias a los contratos de compraventa que poseía de las obras, la mayoría obtenidos mediante coacción. Cuando no los tenía, hacía pasar las pinturas por regalos o por imitaciones sin ningún valor.

Los lienzos, que habían sido desclavados y enrollados, fueron enviados por Wellington a Inglaterra

Para facilitar su transporte, ordenaba a sus ayudantes que quitaran los marcos de los lienzos y enrollaran estos dentro de unos tubos. De esta manera, el mariscal consiguió reunir una fabulosa colección en la que destacaban los cuadros de Murillo y Zurbarán, sus pintores españoles predilectos y, en el caso del primero, el más conocido y cotizado fuera de España. Una colección que mantuvo durante toda su vida y exhibió con orgullo en su domicilio parisino y su castillo de Soult-Berg.

El equipaje del rey

Quien no lo tuvo tan fácil para sacar de España su propia colección fue José Bonaparte. En el verano de 1813, el monarca emprendió la huida hacia Francia junto a su ejército ante el rápido avance de las tropas anglo-españolas. Al llegar a Vitoria, el 21 de julio, fue interceptado por los soldados del británico duque de Wellington. Tras la decisiva batalla que se libró, saldada con la derrota francesa, el rey logró escapar y llegar hasta Francia. Sin embargo, dejó atrás parte de su equipaje.

¿Qué contenía? Además de mapas, cartas, documentos de Estado, joyas y hasta un orinal de plata, el convoy del destronado monarca portaba dibujos, grabados y más de doscientas pinturas que habían formado parte de los depósitos del frustrado Museo Josefino.

Los lienzos, que habían sido desclavados de sus bastidores y enrollados, fueron enviados por Wellington a Inglaterra. Tras ser catalogados y comprobarse que la mayoría pertenecían a las colecciones reales españolas, el general británico decidió restituirlos a España.

Las tropas británicas subastan el botín tomado durante la batalla de Vitoria.
Las tropas británicas subastan el botín tomado durante la batalla de Vitoria. (Dominio público)

A través de su hermano Henry Wellesley, entonces embajador británico en España, escribió al “deseado” Fernando VII, que había vuelto ya a ocupar el trono en Madrid, comunicándole su intención de devolverle las pinturas. No recibió respuesta. Lo volvió a intentar por medio del embajador de España en Londres. En esta ocasión sí recibió contestación.

Fue esta: “Su Majestad, conmovido por vuestra delicadeza, no desea privaros de lo que ha llegado a vuestra posesión por cauces tan justos como honorables”. De esta forma, a través de este acto de generosidad, ochenta y tres pinturas robadas por José Bonaparte de las colecciones reales, entre ellas, tres de Velázquez, cuelgan hoy de las paredes del Wellington Museum en la Apsley House de Londres.

La Revolución Francesa: el fin del Antiguo Régimen

Fuente: Historia National Geographic, 1/12/2016

Acabó con el Antiguo Régimen y consagró la libertad y la igualdad ante la ley, bases del actual Estado de derecho. Con ella se inicia la Edad Contemporánea.

La Revolución Francesa de 1789 representó el fin de un mundo, lo que luego se llamaría Antiguo Régimen, y el inicio de otro, una época moderna que en cierto modo sigue siendo la actual. Luis XVI encarnó en su tragedia personal la contradicción irresoluble entre las dos épocas. Convencido de que reinaba sobre los franceses en virtud de un derecho divino, y que por tanto no tenía que rendir cuentas de sus actos ante nadie, Luis se enfrentó a una situación totalmente nueva que nunca llegó a comprender, debatiéndose entre su personalidad afable y acomodaticia y el parecer de sus consejeros más autoritarios, entre ellos su esposa María Antonieta.

Aceptó de mala gana la convocatoria en 1788 de una asamblea estamental para discutir la crisis financiera de la monarquía, pero no creyó que la iniciativa fuera a tener consecuencias. Así, cuando se produjo el asalto popular contra la Bastilla, verdadero detonante de la Revolución, no consideró que el episodio tuviera suficiente importancia como para anotarlo en su diario personal. Los hechos enseguida le hicieron ver su error.

Unas semanas después, el palacio de Versalles era invadido por la masa revolucionaria, y Luis y María Antonieta eran llevados a París, donde se vieron obligados a actuar como reyes constitucionales. Tras el fracaso de su intento de huida en 1791, la hostilidad contra la monarquía se acentuó, hasta la insurrección de 1792 y la puesta en marcha del Terror revolucionario, una de cuyas primeras víctimas fue el mismo Luis XVI, guillotinado en 1793. Con esta ejecución y la proclamación de la República, los revolucionarios creían haber puesto fin a lo que veían como una larga época de opresión del pueblo por los reyes y la aristocracia, inaugurando una era de libertad, de igualdad y de fraternidad, como rezaba la principal máxima inspiradora de la revolución.

En la práctica, el desarrollo de la Revolución estuvo lejos de los sueños idealistas de los pensadores ilustrados. La guerra exterior, la lucha de partidos y la persecución implacable del adversario en el interior crearon una situación insostenible, que sólo se remedió con el establecimiento de un nuevo tipo de monarquía, la de Napoleón.

La guerra en tiempos de Napoleón.

Autor: Eduardo Montagut.

Fuente: nuevatribuna.es. 8/11/2018

Entre 1792 y 1815 la guerra fue constante en Europa: entre Francia y las potencias europeas, aunque en distintas combinaciones. Francia se enfrentó a otros estados pero, además, abanderando los cambios revolucionarios, cuando sus ejércitos conquistaban un territorio, sus nuevas autoridades emprendían profundas reformas para abolir el Antiguo Régimen.

Es importante destacar que los éxitos militares napoleónicos fueron tan importantes porque las batallas se libraban contra ejércitos del Antiguo Régimen y porque Francia contó con la colaboración en muchos países de personas y sectores sociales partidarios de las reformas napoleónicas: afrancesados, filojacobinos, ilustrados etc.. Las élites intelectuales europeas fueron afines a lo que pretendía Napoleón, aunque con el tiempo se produjo un divorcio en esta relación ante la deriva tiránica del emperador.

Napoleón contó con un ejército muy potente. Su núcleo principal era la Grande Armée, que en julio de 1812 llegó a contar con casi 600.000 soldados. En este ejército fue muy importante la participación de cuerpos de soldados extranjeros: italianos, alemanes y polacos destacaron en la colaboración. Además, Napoleón introdujo importantes cambios en la forma de hacer la guerra. El emperador creía en la movilización de grandes formaciones militares a través de grandes espacios, una gran velocidad para maniobrar y llevar a las formaciones al lugar necesario de la batalla con el fin de sorprender a los enemigos cuando estaban separados o separarlos cuando estaban reunidos. Por eso era importante moverse por la noche, produciendo la sorpresa al amanecer.

El ejército debía dividirse en tres líneas: la primera iniciaba el combate muy dispersada, apoyada por la caballería y la artillería; la segunda actuaba en masa, concentrando las fuerzas en los puntos donde la penetración era más fácil; y la tercera intervenía para rematar el ataque en el momento decisivo.

La concentración de las fuerzas en un punto es otro aspecto importante en la teoría de la guerra napoleónica porque provocaría la superioridad numérica en un lugar fundamental de la batalla. No había que atender todos los puntos, sino concentrarse donde el enemigo parecía más débil y atacar con todas las fuerzas para abrir una brecha.

Por fin, estaba la táctica de las maniobras. Napoleón creía en dos tipos de maniobras.

La lista de éxitos militares franceses es muy larga: Austerlitz contra austriacos y rusos en 1805; Jena, contra los prusianos (1806); Eylau y Friedland contra los rusos (1807); Wagram, contra austriacos (1809), etc..

El conflicto con Gran Bretaña, siempre presente en las coaliciones contra Napoleón, obedecía más a causas económicas y de equilibrio internacional de poderes, que a cuestiones ideológicas, que animaban más a los reyes y emperadores absolutos europeos continentales. Tenemos que tener en cuenta que Napoleón intentó desafiar el poderío comercial y marítimo de Gran Bretaña. Para ello, decretó el bloqueo continental el 21 de noviembre de 1806, que prohibía el comercio de cualquier país europeo con Gran Bretaña. El objetivo era hundir la economía británica y también se deseaba potenciar la industria francesa al hacerse con los mercados que tendrían que abandonar los británicos. El bloqueo tuvo dos fases, con el año 1810 como punto de inflexión. En la primera se buscó la aplicación rigurosa del bloqueo pero Napoleón tuvo que aflojarlo porque comprobó que también se resentía la economía francesa, de ahí la segunda etapa. Por otro lado, la aplicación del bloqueo presentó tres grandes problemas. En primer lugar, había que obligar a países neutrales a cumplirlo, de ahí que, hubiera que emprender empresas militares de gran envergadura como en Italia y la invasión de Portugal. El problema que no tenía solución lo representaban los Estados Unidos. El contrabando fue el segundo problema. En el Mediterráneo y en el Báltico se pudo más o menos controlar. Napoleón presionó a la Hansa y vigiló el Elba, pero en el mar del Norte fracasó claramente por el poder inglés en la zona. Por fin, el estallido de la guerra en España dio un claro respiro y salvó al comercio británico. Junto con la presencia del ejército de Wellington llegaron los productos ingleses y hacerse con algunas materias primas. Además penetró claramente en el comercio con las colonias españolas y portuguesas americanas. El cáncer que suponía para Napoleón el conflicto español le obligó a retirar tropas en la Confederación Germánica, disparando el contrabando en el mar Báltico, ya mucho menos controlado. La guerra en Rusia remató finalmente el bloque continental.

El Antiguo Régimen: ocaso y consecuencias.

Autor: José Alberto Cepas Palanca

Fuente: Alerta Digital, 30/10/2015

Ambiente: Los finales del siglo XVIII y los inicios del XIX marcan el ocaso del Antiguo Régimen (1808-1814). El año 1808 es la fecha comúnmente aceptada en la historia peninsular para marcar el nacimiento de la Edad Contemporánea. El Antiguo Régimen se basó en una demografía antigua, una natalidad y mortalidades elevadas, ristra de malas cosechas, innumerables guerras y abundantes epidemias. Una sociedad estamental heredada de la Edad Media, organizada en grupos conforme a unas atribuciones de funciones que aseguraba –a algunos – el disfrute de privilegios. La nobleza y el clero eran los privilegiados, lo que implicaba que el resto – tercer estado o estado llano – no tenían acceso a dichas prerrogativas; ricos comerciantes o agricultores, mendigos y vagabundos. Todo esto coronado por el rey que ocupaba el lugar principal y desde el cual se controlaba todo. Monarquía absoluta, o basada en la idiosincrasia inglesa, la moderada, en la creencia que era el sistema político perfecto para la sociedad de la época y el sistema político indiscutible. La economía descansaba en la agricultura, con unos sistemas de explotación – propiedad de la tierra y derechos adquiridos – que limitaban gravemente su desarrollo y abocaban a crisis de subsistencias y generación de hambrunas, de graves consecuencias. La industria, muy limitada, y el comercio, escaso, debido a la poca integración de los mercados nacionales, acompañados por los problemas de todo tipo en el desarrollo de los mercados coloniales.

La España de la fase final del Antiguo Régimen tenía entre diez y doce millones de habitantes. Madrid unos 200.000. El peso de la agricultura era cinco veces superior a la industria, y la principal producción eran las tejas y baldosas. Sólo se dedicaban a la industria, principalmente artesanal, unos 280.000 individuos, a excepción de la textil.

El número de funcionarios era aproximadamente unos 30.000 y el de comerciantes, más o menos idéntica cifra. La posesión de la tierra constituía el fundamento económico de la sociedad. Aproximadamente dos tercios de la propiedad estaba amortizada siendo más de la mitad en régimen de señorío. La crítica a los privilegios del clero era sobre todo a las órdenes religiosas. La Iglesia (el clero contaba con unas 150.000 personas) poseía la mitad de la tierra en Galicia, muy poca en Granada o en el País Vasco. Había 40 órdenes religiosas con más de 2.000 conventos. La nobleza contaba con unas 480.000 personas. El régimen señorial suponía el 95% de la Guadalajara actual. La explotación se hacía prácticamente sin ánimo de lucro. El señor tenía unos privilegios y era objeto de unas prestaciones que de hecho le convertían en dueño de la industria y el comercio en su señorío. No existía un único sistema de pesos, medidas y monedas y el sistema fiscal era complicado y muy injusto. El poder del rey revestía un carácter sagrado, semejante a la familia. La función de las Cortes sólo eran el reconocimiento del heredero y los actos de jura al mismo.

Melchor Gaspar de Jovellanos
Melchor Gaspar de Jovellanos

Había desaparecido el Consejo de Aragón, y el Consejo de Estado era el organismo central de la administración, que tenía competencias de rango administrativo, ejecutivo, judicial y legislativo, siendo los secretarios el medio directo de gobierno por parte del rey. La administración territorial (Capitanías generales, Audiencias, intendencias, etc.) era caótica. La administración local estaba en manos de los señores o de los Corregidores, según se tratara de un señorío o no. Existía una gran crisis económica potencial provocada por las limitaciones que la situación jurídica de la tierra imponía a la producción, añadida por las malas cosechas y la consecuente crisis de subsistencia. La legislación era muy abundante y complicadísima. La Inquisición apenas era temida y se dedicaba de manera casi exclusiva a perseguir beatas inventoras de milagros.

No obstante, en toda Europa, en el siglo XVIII, especialmente en los últimos decenios, se notaron algunos vientos de cambio, en algunas áreas. En España disminuyó la mortalidad, se incrementó la nupcialidad y, por tanto, la natalidad. El cambio más importante se observó en el ámbito de las ideas, los análisis y las críticas. Pocos eran los intelectuales del siglo XVIII especialmente en España que creían, vislumbraban o intuían los cambios que se podían producir, siendo algunos de los más prominentes Gaspar Melchor de Jovellanos (1744 -1811), Mariano Luis de Urquijo [(1769 – 1817), condenado por la Inquisición por traducir una tragedia de Voltaire] y José Blanco White (1775 – 1841); el resto de esa élite seguía anclados en el Antiguo Régimen, siendo un ejemplo claro el conde Floridablanca [José Moñino y Redondo, (1728-1808)].

Desencadenantes

Carlos IV
Carlos IV

Se nombró secretario de Estado al conde de Aranda, Pedro Pablo Abarca de Bolea (1718-1798), sustituyendo al anciano conde de Floridablanca en 1792, que fue totalmente marginado, aunque al final fue rehabilitado. Ese año Francia proclamó la Republica. Los folletos y todo tipo de propaganda anti borbónica empezaron a entrar clandestinamente en España, a pesar del endurecimiento de Aranda, que dificultaba su política, pasando a primera línea de urgencia la de salvar la vida del primo del rey Carlos IV, el rey francés Luis XVI. Con las noticias revolucionarias precedentes de Francia se produjo una drástica limitación de las posibilidades de tolerancia en el marco del régimen de despotismo ilustrado. Desapareció una parte de la prensa y, al resto, se les prohibió cualquier alusión directa al gobierno y a sus magistrados.

Desde agosto de 1798 se prohibieron las escarapelas con los colores nacionales franceses y el uso de chalecos con la palabra liberté así como la entrada de folletos y dibujos que pudieran pervertir o inquietar cabezas mal compaginadas. De todos modos, el impacto en las élites de las noticias provenientes de Francia fue muy grande, con independencia de la posición de cada uno. Si a eso se une el desprestigio de la Corona, se apreciará hasta qué punto era congruente la situación con el desenlace que se produjo. El cambio histórico se produjo desde las esferas más altas, al quedar inservibles todas las instituciones del Antiguo Régimen cuando tuvo lugar la invasión francesa, pero el cambio efectivo lo hicieron las esferas bajas.

Carlos IV, nombró a Godoy secretario de Estado, fulminando a Aranda. Godoy, acusado posteriormente de despotismo ministerial, era un joven inexperto, cuyo mérito conocido popularmente, era ser “el querido o el cortejo” de la reina, que aunque aceptada esa institución por la sociedad de la época, nunca había llevado consigo un ascenso social y político tan descomunal y tan rápido. En el fondo, no se aceptaba por la gente sencilla, que un joven advenedizo aunque de origen hidalgo – fue un simple Guardia de Corps – ascendiera al poder por medios muy poco lícitos extendiéndose, cual mancha de aceite por todo el reino.

Manuel Godoy

Manuel Godoy
Manuel Godoy

El pacense Manuel Godoy y Álvarez de Faria (1767-1851), ocho años después de su ingreso en la “Guardia de Corps” (*), el 15 de noviembre de 1792, fue elevado al cargo de primer secretario de Estado o del Despacho, es decir, Primer Ministro o “ministro universal”, por Carlos IV, quien desde que subió al trono no había cesado de llenarle de honores: cadete, ayudante general de la “Guardia de Corps”, Brigadier, Mariscal de campo y sargento mayor de la Guardia, duque de Alcudia, Grande de España de primera clase, regidor perpetuo de la ciudad de Santiago de Compostela, Caballero del Toisón de Oro, Gran Cruz de la Orden de Carlos III, Comendador de Valencia del Ventoso, Consejero de Estado, secretario de la reina, Superintendente general de Correos y Caminos, Gentilhombre de cámara con ejercicio, Capitán general de los Reales Ejércitos, inspector y sargento mayor del Real Cuerpo de la Guardia de Corps. A todos estos honores los reyes le añadirán el de “Príncipe de la Paz” por la firma del segundo Tratado de Basilea, en 1795. Más tarde, Godoy fue nombrado señor de Soto de Roma y del Estado de Albalá; Regidor perpetuo de la villa de Madrid y de las ciudades de Cádiz, Málaga, Écija y Reus, conllevando este último cargo el título de barón de Mascalbó, Caballero Gran Cruz de la Orden de Cristo y de la Religión de San Juan, protector de la Real Academia de Nobles Artes y de los Reales Institutos de Historia Natural, Jardín Botánico, Laboratorio Químico y Observatorio.

En 1801 fue nombrado Generalísimo, título nunca otorgado antes en España. Finalmente, en 1807, cerca ya de su caída, Carlos IV le concedió el título de Gran Almirante, con tratamiento de Alteza Serenísima y presidente del Consejo de Estado. Nada más y nada menos.

Era un progresista tibio, amigo de la Ilustración, que se atrajo el odio de curas y frailes que al final contribuyeron a su caída; atacó el emparedamiento, la costumbre de enterrar a los muertos en el interior de las ciudades – influenciado personalmente por José I – , las órdenes mendicantes y las corridas de toros. Se creía que era amante de la reina, María Luisa, y el mejor amigo del complaciente Carlos IV. Su correspondencia con la reina, que acaso permita negar la existencia de una relación carnal, revela la pobreza de su espíritu cortesano y tema constante; la salud de la pareja real. Su vinculación a la reina, parece haber sido de naturaleza más hipocondriaca que sexual. Su pecado no era la perversidad, sino la vulgaridad, la ostentación y la inexperiencia política de un recién llegado. Godoy era un apuesto oficial de la Guardia de Corps, que tenía 25 años cuando le fue otorgado un poder absoluto, superior al que pudo ostentar cualquier gobernante de España, posterior a él, hasta llegar al General Franco.

El apoyo del valido a la alianza francesa estuvo condicionado por su deseo de emplearlo contra sus enemigos en la corte, o por su esperanza de una retirada segura ante esos enemigos a un principado de Portugal que – según él – Francia tendría que concederle. Napoleón le despreció y explotó porque adivinó sus deseos y no podía tomar en serio su defensa de la independencia española. Hacia 1808 la impopularidad de Godoy se había extendido de los círculos intelectuales para abarcar todas las clases sociales, y la revolución profetizada en 1798 se volvía contra la Corte que apoyaba su poder; una Monarquía capaz de deshonrarse a sí misma, a su política exterior, de someter a España a la inflación, a la carestía y a la pérdida del Imperio colonial americano, debía ser limitada por una Constitución. El vago reformismo de la época iba emparejado con un constitucionalismo aristocrático que reafirmaba los privilegios de los grandes ricos hombres de Castilla, quienes podían tolerar ser gobernados por burócratas de carrera, pero la fulgurante carrera del valido era un privilegio aristocrático que no debía ser ejercido por el “choricero” Godoy. Mientras que el hijo del rey, Fernando, con su partido fernandino desacreditaba a la Corte de su padre, a Carlos IV, y a Godoy, porque creía que éste le estaba excluyendo del trono a través de una regencia. No iba mal encaminado.

Desarrollo

Napoleon Bonaparte
Napoleon Bonaparte

Godoy sabía que el príncipe de Asturias estaba intrigando contra él, junto con el embajador francés. El deseo de mantenerse en el poder o el temor de que llegaron al rey las acusaciones hacia su persona, hicieron que Godoy intentara separar a Carlos IV de su hijo: el príncipe de Asturias. Para lograr la desunión familiar, el valido apartó totalmente de las tareas del gobierno a Fernando, a pesar que Carlos III hizo entrar a su hijo en el Consejo durante el ministerio de Grimaldi, manteniéndole en una constante minoría de edad y conservando así el manejo exclusivo de los negocios del reino. Según palabras del propio Fernando, Godoy decía de él que era un joven sin talento, sin instrucción, sin aplicación, en fin, un incapaz, una bestia, que tales fueron las expresiones con que llegaron a honrarme en sus conversaciones él y su gavilla. El príncipe aglutinó en torno a sí a todos los que aborrecían a Godoy, formando el partido fernandino que fue creciendo en la medida que aumentaba el poderío de Godoy. La opinión pública del momento consideraba a Carlos IV, bueno, débil y necio; a la reina, María Luisa de Parma, una mala mujer; a Godoy un monstruo, y al príncipe de Asturias, la esperanza personificada.

La ambición de Godoy le llevó a intentar desheredar a Fernando y a conseguir un trono propio e independiente. Comenzó a expandir la idea que Fernando era incapaz de gobernar y, como sus hermanos eran menores de edad, sería necesario nombrar un regente en caso de fallecimiento del rey Carlos IV. Los fernandinos reaccionaron preparando un decreto en blanco firmado por Fernando, como rey de Castilla, para el caso de que acaeciera el fallecimiento del rey. Godoy se enteró de la trama y mediante un anónimo, comunicó al rey una conspiración dirigida por su hijo para destronarle y envenenar a la reina. El rey secuestró los papeles de su hijo y éste fue arrestado, como reo de alta traición. Godoy, viendo el panorama y de la reacción popular a favor del príncipe, se presentó como conciliador entre el padre y el hijo, de tal forma que el rey concedía el perdón a Fernando, aunque la causa continuó contra los cómplices. El Consejo de Castilla, sin hacer caso a Godoy, dictó sentencia absolutoria para todos, pero fueron desterrados gubernamentalmente de Madrid y los sitios reales. Se llamó el proceso de El Escorial. Fue contraproducente para el valido, pues mostró la desunión y debilidad de la familia real y el pueblo quedó indignado y dispuesto a una revolución – según expresó León y Pizarro.

Preludio de la intervención francesa

Tratado de Fontainebleau
Tratado de Fontainebleau

La debilidad de Godoy y la impotencia del príncipe de Asturias hicieron que ambos buscaran una ayuda que les apoyara en sus posiciones, ya de por sí precarias. La ayuda les llegó de la mano de Napoleón Bonaparte, el hombre más grande del siglo, un auténtico delirio en la mentalidad de la época. El emperador francés representaba la gran síntesis revolucionaria. Napoleón se convirtió en el árbitro de los destinos de España cuando su fama y poder estaba en pleno clímax, después de las victorias de Austerlitz (1805), Jena (1806) y firmar la paz con Rusia en Tilsit (1807). El desastre de la batalla naval de Trafalgar (1805) librada por la marina inglesa contra la franco-española no le impidió seguir con sus planes de expansión militar. El trasfondo de todo era que Napoleón quería invadir las Islas Británicas para poner fin a las correrías navales inglesas; al fracasar en el empeño, empezó a pensar que España, una aliada débil pero forzosa y, sin marina importante, sólo le podía servir como paso hacia Portugal, para de esta manera, evitar en lo posible el tráfico naval inglés cerrando sus costas el tráfico comercial con Inglaterra mediante el tratado de Fontainebleau.

El prestigio de Napoleón fue el que llevó a Godoy a firmar el citado tratado. Ahí empezaron las verdaderas desgracias para España. Aunque antes de la firma del tratado, un ejército francés al mando del general Junot cruzó el Bidasoa en octubre de 1807, con el pretexto de “tomar parte” en la guerra de Portugal, país siempre aliado de Inglaterra. En 1801, Napoleón conmina a Portugal a que rompa su alianza tradicional con Inglaterra y cierre sus puertos a los barcos ingleses. En esta pretensión arrastró a la España de Godoy, mediante la firma del tratado de Madrid de 1801. Según este tratado, España se comprometía a declarar la guerra a Portugal si ésta mantenía su apoyo a los ingleses. Ante la negativa portuguesa a someterse a las pretensiones franco-españolas, se desencadena la Guerra de las Naranjas, [llamada así popularmente debido al ramo de naranjas que Godoy hizo llegar a la reina María Luisa cuando sitiaba la ciudad de Elvas (Portugal)]. Dicha conflagración duró sólo 18 días.

El total de soldados franceses acantonados en España ascendía a unos 90.000, que controlaban no sólo las comunicaciones con Portugal, sino también con Madrid, así como la frontera francesa. La presencia de estas tropas terminó por alarmar a Godoy. En marzo de 1808, temiéndose lo peor, la familia real se retiró a Aranjuez para, en caso de necesidad, seguir camino hacia el sur, hacia Sevilla y embarcarse para América, por consejo del embajador inglés en Portugal, y azuzado por el propio Godoy, que estaba más preocupado por su rivalidad con Fernando, que por la suerte de la monarquía de la que era súbdito. Cuando no se habían cumplido dos meses desde la firma del tratado, las tropas francesas ocupaban Lisboa, y más soldados franceses continuaban cruzando los Pirineos y tomando posiciones en territorio español con el pretexto de “prevenir” una posible reacción inglesa. Rápidamente ocuparon Burgos, Salamanca, Pamplona, San Sebastián, Barcelona y Figueras.

En resumen: la política interior española se había convertido en una lucha a muerte entre las dos facciones, lo que motivó a Napoleón a desconfiar de todos. Eso lo aprovechó en su propio beneficio, engañando a todo el mundo aprovechando las sucias intrigas. A comienzos de 1793, Carlos IV, intercedió por la vida su primo, condenado a muerte por la Convención francesa lo que empeoró la situación con Francia, acarreando la declaración de guerra por parte francesa en marzo de ese año. La contienda no fue en nada favorable a los intereses españoles, que unida a la difícil relación con Inglaterra, aliada antifrancesa en ese escenario, llevó a la firma de la paz con Francia en el verano de 1795. Aunque al inicio de esa guerra hubo victorias españolas, lo que atenuó el descontento popular, los reveses de 1794 dieron nuevas alas a Godoy que ya era el príncipe de la Paz, lo que exacerbó más los ánimos en su contra. Hubo conspiraciones como la de Picornell (el ilustrado mallorquín Juan Picornell (1759-1825), —cuyas preocupaciones hasta entonces se habían centrado en la renovación pedagógica y en el fomento de la educación pública), en la que los conjurados trataban de dar un golpe de Estado apoyado por las clases populares madrileñas para salvar a la Patria de la entera ruina que la amenaza. Tras el triunfo del golpe, se formaría una Junta Suprema, que actuaría como gobierno provisional en representación del pueblo, y tras la elaboración de una Constitución se habrían celebrado elecciones, sin que estuviera claro si los conjurados se decantaban por la Monarquía constitucional o por la República, aunque sí sabían que la divisa del nuevo régimen sería libertad, igualdad y abundancia; la de Alejandro Malaspina (1754- 1809), que en septiembre de 1795, envió al gobierno español sus escritos sobre su expedición marítima, pero éste juzgó poco oportuna su publicación en la situación política por entonces existente. Desencantado, Malaspina tomó parte en una conspiración para derribar a Godoy, lo que condujo a su arresto en noviembre. Tras un dudoso juicio, en 1796, fue condenado a diez años de prisión en el castillo de San Antón de La Coruña.

También el incidente protagonizado por el conde de Montijo (Eugenio de Palafox y Portocarrero (1770-1834), que parece ser que, desde 1805 a 1808, dedicó su tiempo a conspirar contra Godoy con diversos planes, uno de los cuales dio lugar al Motín de Aranjuez de 1808). Todas fueron reprimidas con dureza, lo que no impidió que los descontentos siguieran en aumento.
Tratado de Fontainebleau.

Fue firmado el 27 de octubre de 1807 en la ciudad francesa de Fontainebleau (ciudad del área metropolitana de Paris) entre los respectivos representantes plenipotenciarios de Godoy, valido del rey de España, y Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses. En él se estipulaba la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, que se había unido a Inglaterra y se permitía para ello el paso de las tropas francesas por territorio español, siendo así el antecedente de la posterior invasión francesa de la Península ibérica y de la Guerra de la Independencia Española. En 1806, tras fracasar su intento de invasión de Inglaterra, Napoleón decreta el bloqueo continental, que prohibía el comercio de productos británicos en el continente europeo. Portugal, tradicional aliada de Inglaterra, se niega a acatarlo y Napoleón decide su invasión. Para ello necesita transportar allí sus tropas terrestres. Manuel Godoy, representado por su plenipotenciario, el Consejero de Estado y Guerra, Eugenio Izquierdo, firma con Gérard Duroc, representante de Napoleón, el tratado de Fontainebleau, en el que se estipula la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, para lo que se permite el paso de tropas francesas por territorio español.

Conforme al tratado, una vez invadido Portugal, éste sería dividido en tres zonas: el Norte se reserva para el Rey de España (exactamente para el rey de Etruria – estado satélite francés – cuyo rey, Luis I de Borbón, era sobrino de la reina de España), el Sur (Alentejo y Algarve) se darán en propiedad a Godoy y el resto de Portugal queda de momento sin decidir hasta que la situación se normalice. Igualmente se habla de repartir el inmenso imperio colonial portugués, aunque no se precisa más. El emperador francés reconocería al rey de España como emperador de las Américas una vez que terminara la conquista de Portugal y las aguas volvieran a su cauce, que se calculaba en tres años.

El motín de Aranjuez

Motín de Aranjuez
Motín de Aranjuez

Es una ironía que Godoy fuera derribado y tratado deshonrosamente como un traidor en el momento en que estaba decidido a oponerse a Napoleón; tenía el plan de trasladar a los reyes a Sevilla, lejos de las zarpas francesas, pero fue la gota que colmó el vaso para que se produjera el motín de Aranjuez. Según Godoy, el motín de Aranjuez fue obra de unos cuentos plebeyos seducidos, cuadrilla de lacayos, cocheros, marmitones, que habían sido comprados. La realidad fue que, aunque se produjo abajo, se indujo arriba.
El príncipe Fernando esperaba con toda su alma que Napoleón sancionara la revolución de Aranjuez, pero el emperador no tenía ninguna intención de malgastar la oportunidad que se le presentaba, apoyando a un rey títere de cuyo carácter e intenciones, desconfiaba. El 13 de marzo de 1808 Godoy llegó a Aranjuez procedente de Madrid tomando la decisión de trasladar la Corte a Sevilla el 15, mandando que vinieran sin estrépito una gran parte de las tropas acantonadas en Madrid.

Esta decisión sirvió para que los fernandinos mostraran una oposición al viaje real que habría supuesto la pérdida de la presunta amistad y protección de Napoleón, y lograsen unificar a todas las fuerzas políticas del país. Hicieron correr la voz de que había salido la orden del viaje de los reyes, creando en Aranjuez un clima de intranquilidad y malestar que según Félix Amat (confesor del rey) fue grande e igual en tropas y paisanos. En Madrid, el conde de Montijo, reunió en torno al príncipe de Asturias a todos los nobles y lograr el visto bueno del Consejo de Castilla, máximo órgano representativo del reino. En el Consejo de Ministros del día 14, el ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero (1754-1821), marqués de Caballero, se negó a firmar cualquier decreto que supusiese la huida de la familia real y por vez primera se enfrentó a Godoy, especificando lo que era su vida al lado de la familia real y diciendo al rey que tal resolución no es otra cosa que la guerra y, por tanto, es un mal cierto, que al contrario, la de quedarse y mostrarse confiado, si puede ser un mal, es muy incierto y probable. Las palabras de Caballero desembocaron en que los demás ministros hicieran lo propio, contándole al rey lo que habían callado durante más de 15 años; el poder del valido comenzó a disiparse.

El rey confuso, y como era preceptivo, mandó que se consultase el Consejo de Castilla. Al día siguiente, el Consejo ganado previamente por Montijo, adoptó una postura clara en contra de Godoy, desaconsejando el viaje real, negándose a proclamar un bando tranquilizador en Madrid y, después de retrasar todo lo que pudo la marcha de las tropas a Aranjuez, ordenando a éstas que impidieran al precio que fuera, el viaje de la familia real a Sevilla.

En Aranjuez se intentó eliminar el descontento, pero la agitación se palpaba mediante una proclama del rey en la que desmentía la posibilidad de cualquier viaje. La proclama electrizó todos los ánimos en términos que aquella tarde salieron los reyes y el príncipe por medio de un pueblo numeroso que los llenó de aclamaciones… pero no por esto el pueblo dejó de seguir desconfiado y vigilante, porque seguían llegando tropas a Aranjuez alcanzando la cifra de 10.000 soldados, cuando la población no alcanzaba los 4.000. Además, Montijo y otros nobles habían soliviantado a los habitantes de los pueblos cercanos para que acudieran a Aranjuez en defensa del rey. El plan que debía acabar con el poderío de Godoy estaba dispuesto para cuando Carlos IV, que con toda seguridad obedecería al valido, abandonase el Real Sitio.

Trafalgar
Trafalgar

El motín de Aranjuez se desencadenó debido a varias causas; las consecuencias de la derrota de Trafalgar, que recayó fundamentalmente en las clases bajas; el descontento de la nobleza; la impaciencia del príncipe de Asturias por reinar; la acción de los agentes de Napoleón; las intrigas de la Corte en donde se iba creando un núcleo opositor – el partido fernandino – en torno al príncipe de Asturias formado por aristócratas recelosos del poder de Godoy; el escándalo de las supuestas relaciones de éste con la reina María Luisa de Parma; el temor del clero a las medidas desamortizadoras y la presencia de tropas francesas en España, en virtud del Tratado de Fontainebleau, que se había ido haciendo amenazante a medida que iban ocupando (sin ningún respaldo del tratado) diversas localidades españolas.

En la noche del jueves 17, al viernes 18 de marzo, se formaron en Aranjuez numerosos grupos de cuatro a seis hombres embozados y armados de palos que, atravesaban silenciosos las calles del pueblo, capitaneados por el conde de Montijo rondando la casa de Godoy y las inmediaciones del camino a Ocaña. La tropa fue a los distintos puntos desde donde podría emprender el viaje, mientras que el pueblo rodeaba el palacio. El príncipe de Asturias y el resto de la familia real se asomaron a un balcón para demostrar que no se habían marchado, lo que calmó bastante a la gente. Aunque el pretexto de los incidentes fue al anuncio de la retirada de la familia real y de la corte a Andalucía, la realidad era el odio a Godoy; marcharon a su casa provistos de palos, picos, teas y azadas destrozando a hachazos la puerta principal y saqueando todo el palacio a excepción de una pequeña habitación repleta de alfombras y esterillas, donde el valido se había encerrado con llave. Los reyes, enterados del saqueo del palacio de Godoy y preocupados más por la suerte del valido que por la suya propia y, para apaciguar el tumulto organizado, cedieron a las presiones de los ministros firmando Carlos IV – a las cinco de la mañana – un decreto por el cual tomaba personalmente el mando del Ejército y la Marina, exonerando a Godoy de los empleos de Generalísimo y Almirante. A las seis de la mañana lo ánimos estaban aparentemente calmados.

El 19 por la mañana, Godoy acosado por el cansancio, el hambre y la sed salió de su cubículo, pero rápidamente fue descubierto. La noticia se difundió a la velocidad del rayo, dándose rápidamente cuenta a los reyes. Nuevamente un numeroso hervidero de hombres y mujeres acudió al palacio del valido para intentar acabar con su vida. Los Guardias de Corps evitaron que el pueblo entrase en el palacio y linchara al valido. Carlos IV, al enterarse, instó a su hijo a tranquilizar al pueblo para que pudiera conducirle, sin peligro para su vida, al cuartel de la citada Guardia de Corps, prometiendo que el decreto del día anterior sería cumplido, y le alejaría lejos de la Corte. Fernando logró calmar a la gente prometiendo que a Godoy se le encausaría y que se le llevaría al cuartel protegido por un escuadrón del mismo cuerpo, pero a pesar de esta protección y según un testigo de la época llegó con un ojo casi saltado de una pedrada, un muslo herido de un navajazo y los pies destrozados por los cascos de los caballos. La aparición de un coche tirado por seis mulas ante el cuartel para trasladar a Granada al príncipe de la Paz, por orden real, evitando así la apertura inmediata de la causa contra él, desató nuevamente la furia e ira de los manifestantes que se concentraron ante el cuartel, matando a una mula, cortando los tirantes del coche y destrozándolo. Los amotinados manifestaron en el patio del cuartel que no permitirían que se sacase al odiado valido, pidiendo que se le encausara en Aranjuez o en Madrid.

Nuevamente tuvo que intervenir Fernando para calmar a la enfurecida turba. Carlos IV, visto que se le iba a privar de su valido, sin consultar a la reina, incapaz de tomar decisión alguna y muy escaso de energía, consultó con los ministros, sobre la conducta que debía tomar. Unánimemente le aconsejaron abdicar en su hijo. A las siete de la noche del 19 de marzo, el rey convocó a todos los ministros y les leyó su abdicación del reino en favor de su hijo Fernando, príncipe de Asturias. Godoy fue enviado preso al castillo de Villaviciosa. Comenzaba el reinado del infausto Fernando VII.
La noticia de la abdicación se conoció en Madrid a las once de la noche de ese mismo día, pero no cundió demasiado debido a que era muy tarde y además, sábado. El día siguiente, ya domingo, el Consejo de Castilla anunció la subida al trono de Fernando VII. El entusiasmo de la gente no tuvo límites. El retrato del nuevo rey fue llevado por todas las calles hasta ser colocado en el Ayuntamiento. Según Mesonero Romanos: no hay que decir que todos los balcones se abrieron y atestaron de gente que con vivas y aclamaciones respondían a tal algazara, agitaban los pañuelos y con las palmas de las manos, con panderos, clarines y tambores de Navidad, reproducían hasta lo infinito, aquel estallido del entusiasmo popular. El júbilo en toda España fue enorme. En provincias, conocida la noticia, se repitieron las fiestas y las algaradas con que había comenzado en Madrid el nuevo reinado. En la mayoría de ciudades y pueblos se arrastraba el busto y el retrato de Godoy por las calles, se echaron las campanas al vuelo y se acababa con un solemne Te Deum en la catedral o en la iglesia mayor. Pero lo peor estaba por venir.

Abdicaciones de Bayona

Abdicación de Bayona
Abdicación de Bayona

A pesar de todo lo sucedido, la realidad era que el ejército francés tenía desplegados en la Península más de 95.000 hombres. Napoleón aprovechó los cambios producidos en el reino de España, para seguir implementando sus posibilidades, opciones y poderío. Su idea secreta era apoderarse del débil reinado de Fernando VII, – y de España con sus colonias – como lo había hecho en otras naciones europeas. El emperador nombró al mariscal Joachim Murat, el duque de Berg, cuñado suyo (su esposa era Carolina Bonaparte), jefe de las tropas francesas en la Península, que llegó a Madrid el 23 de marzo, un día antes que el rey Fernando. El mariscal francés empezó sus maniobras diplomáticas en su propio beneficio: consiguió del ex rey Carlos un documento en que éste declaraba nulo su decreto del 19 de marzo abdicando en favor de su hijo, con lo que ambos, padre e hijo, vieron debilitadas sus posiciones y consiguiendo una nueva discusión sobre la legitimidad del titular como rey de España. El general francés Jean René Savary, llegó a Madrid, como enviado especial de Napoleón, para convencer a Fernando en que se reuniera con éste para asegurar el apoyo francés a la causa fernandina. El joven acudió a la cita, engañado, acompañado por Savary y “tropas” del general Murat, ignorando que el final del viaje acabaría en Francia. En Madrid, quedó una Junta Suprema de Gobierno, presidida por el infante Antonio Pascual (hermano menor de Carlos IV) y algunos de los ministros de Fernando, con instrucciones poco precisas (fundamentalmente tener buenas relaciones con el ejército ocupante) para cubrir el vacío de poder, que de poco valió.

A finales de abril, Napoleón tenía en su poder a casi todos los miembros de la familia real, a Godoy y al canónigo Juan Escóiquiz Morata (ambicioso e intrigante preceptor de Fernando, partidario abierto de Napoleón, que llegó incluso a convencerle para que escribiera una sumisa carta al emperador en la que solicitaba humildemente una mujer de su familia con la que casarse), empezando su presión sobre ellos, para de esta manera, dividirlos y ahondándolos aún más, de acuerdo con sus intereses. Pocos días después, Carlos IV, se reafirmó en la nulidad de su abdicación, resultado de la fuerza y de la violencia – según él – cediendo sus derechos al emperador a cambio de asilo en Francia y unas rentas, argumentando que Napoleón era el único que podía poner paz en España. Al día siguiente, el 6 de mayo, Fernando, que aún no conocía la decisión paterna, también se sometió a la voluntad napoleónica. El resultado fue que Napoleón se convirtió, en un santiamén, en dueño y señor de España. Pero en la Península, las fuerzas invasoras, comenzaron a tener las primeras escaramuzas, no con la Junta de Gobierno nombrado por el rey Fernando, sino con el pueblo llano, que ya se estaba dando cuenta de las verdaderas intenciones de los franceses.

El dos de mayo

El día uno de mayo, la tensión es ya palpable; por la mañana aparecen unos impresos titulados Carta de un oficial retirado en Toledo donde se propone el cambio de dinastía. Horas más tarde, Murat pasa revista a sus tropas en el madrileño paseo del Prado, desde la puerta de Atocha hasta la de Recoletos, y al volver a su palacio del Almirantazgo- expropiado a Godoy y situado en la madrileña plaza de la Marina, esquina a Bailén – es alcanzado por varias piedras que le lanza la gente reunida en la Puerta del Sol. Rápidamente intervienen las autoridades y el suceso no va a más.

El lunes, dos de mayo, amanece despejado, tras una noche lluviosa. A las siete de la mañana salen de las caballerizas reales dos carruajes hacia la puerta del Príncipe del palacio Real. Murat ha dispuesto la salida para Francia de la reina de Etruria (**), con sus hijos y del infante Francisco de Paula. La de éste, pretende retrasarla a la noche para ocultarla a la población y evitar posibles alteraciones. La reina de Etruria no es muy querida por el pueblo a causa de las maniobras que ha hecho ante Murat para derogar la abdicación de su padre, y la intermediación por la liberación de Godoy. El infante es el hijo pequeño de Carlos IV y junto a su tío Antonio, presidente de la Junta de Gobierno, formada tras la marcha de Fernando VII son los últimos miembros de la familia real que quedan en Madrid. A las ocho y media de la mañana la reina de Etruria sale por la puerta del Príncipe y se monta en uno de los dos carruajes, junto a sus hijos, una aya y un mayordomo. Una vez todo dispuesto, parte hacia Francia ante la mirada de un pequeño grupo de gente que se ha reunido frente al palacio Real. El otro carruaje queda junto a la puerta a la espera de que monte el resto de la servidumbre que acompañará a la reina de Etruria o el pequeño infante, tal como teme la gente, que sigue acercándose a palacio y que ya forma un número significativo de personas. Entre éstas se encuentra Blas Molina, cerrajero de profesión, que al observar detenidamente el carruaje sospecha de la salida de los infantes exclamando en voz alta: ¡Traición! ¡Traición! ¡Nos han llevado al rey y se nos quieren llevar a todas las personas reales! ¡Mueran, mueran los franceses! Un grupo de los reunidos en la puerta, con Blas a la cabeza, se introduce en palacio y suben a las plantas nobles, donde se encuentran los infantes. Ante su presencia se calman los ánimos, y con la promesa de la salida del infante Francisco a un balcón de palacio para tranquilizar al pueblo, se les convence para que se retiren.

Por el balcón a la derecha de la puerta del Príncipe, aparece el príncipe causando el delirio de la ya gran multitud que se ha congregado frente a la residencia real. Murat, desde su palacio, observa el tumulto y manda a uno de sus ayudantes a que se informe de lo que pasa. Al llegar, el francés sufre la ira del pueblo y si no es por la protección de un oficial de las Guardias Walonas (***) hubiera peligrado su vida. Un correo que lleva órdenes para el general francés Grouchy es acorralado, consiguiendo escapar en el último momento. Un soldado francés procedente del cercano cuartel de San Nicolás, es asesinado. Estos acontecimientos alarman a Murat que toca generala poniéndose en movimiento las tropas situadas en los diversos campamentos y acantonamientos franceses de Madrid, y en las afueras.

El primer acto de la rebelión y que quedó como simbolismo del nacionalismo revolucionario – el levantamiento del 2 de mayo – fue obra del bajo pueblo y alarmó al Consejo de Castilla tanto como al general Murat. Éste, presionó ostensiblemente sobre la Junta de Gobierno, para que autorizase la salida del infante Francisco de Paula (decimocuarto hijo de Carlos IV), hacia Francia, lo que llevó a aquélla a convocar una reunión para hablar sobre el tema. Fueron llamados representantes del Consejo de Castilla, de Hacienda, de la Indias y Órdenes, además de otras altas personalidades del reino. En la tensa reunión se planteó la posibilidad una guerra para defender y hacer frente a la ocupación francesa. En esa reunión se decidió crear otra Junta suplente por si Murat cumplía sus amenazas de acabar con la que había nombrado Fernando VII.

En la mañana del día siguiente de esa segunda reunión – ya era el dos de mayo – comenzó una agitación en Madrid entre los que asistieron a la salida de palacio de los últimos miembros de la familia real. El intento de evitar que abandonasen la ciudad provocó un choque entre la población madrileña y una unidad militar francesa. El levantamiento popular se generalizó al ser público el número de muertos y heridos producidos por la reacción francesa, al sofocar la revuelta. El pueblo ignoró las recomendaciones reiteradas de calma por parte de las ya desprestigiadas autoridades españoles, produciéndose asesinatos, fusilamientos en masa a causa de la durísima represión que siguió, ordenada por Murat. Se generó una sangrienta y desordenada lucha entre los madrileños y las tropas francesas. Hubo actos heroicos como los protagonizados por los capitanes Luis Daoíz y Pedro Velarde, aunque a costa de sus vidas. Francisco de Goya, plasmó esas situaciones en cuadros como “La carga de los mamelucos” y “Los fusilamientos del dos de Mayo”.

Los madrileños comenzaron así un levantamiento popular espontáneo pero largamente larvado desde la entrada en el país de las tropas francesas, improvisando soluciones a las necesidades de la lucha callejera. Se constituyeron partidas de barrio comandadas por caudillos espontáneos; se buscó el aprovisionamiento de armas, ya que en un principio las únicas de que dispusieron fueron navajas; se comprendió la necesidad de impedir la entrada en la ciudad de nuevas tropas francesas. Todo esto no fue suficiente y Murat pudo poner en práctica una táctica tan sencilla como eficaz; cuando los madrileños quisieron hacerse con las puertas que estaban cerca de la ciudad para impedir la llegada de las fuerzas francesas, acantonadas en sus afueras, el grueso de las tropas (unos 30.000 hombres) ya había penetrado, haciendo un movimiento concéntrico para dirigirse hacia el centro. No obstante, la gente siguió luchando durante toda la jornada utilizando cualquier objeto que fuera susceptible de servir de arma, como piedras, ramas de árboles, tirachinas, todo tipo de barras, cubos de agua, macetas arrojadas desde los balcones, etc. Así, los acuchillamientos, degollamientos y detenciones se sucedieron en una jornada sangrienta. Mamelucos y lanceros napoleónicos extremaron su crueldad con la población y varios cientos de madrileños, hombres y mujeres, así como soldados franceses, murieron en la refriega.

Si bien la resistencia al avance francés fue mucho más eficaz de lo que Murat había previsto, especialmente en la puerta de Toledo, la puerta del Sol y en el Parque de Artillería de Monteleón (actualmente existe un arco de entrada a dicho Parque de Artillería integrado en el monumento a Daoíz y Velarde, en la Plaza del dos de Mayo de Madrid), su operación de cerco le permitió someter a Madrid bajo la jurisdicción militar y poner bajo sus órdenes a la Junta de Gobierno. Poco a poco, los focos de resistencia popular fueron cayendo. Como un reguero de pólvora corrieron las noticias de lo que estaba aconteciendo en Madrid. La gente estaba cansada de soportar a los franceses.

El mismo día que estalló la revuelta en Madrid, en el pueblo de Móstoles, cercano a la capital, su alcalde ordinario por el Estado, Andrés Torrejón García, junto a Simón Hernández, alcalde ordinario por el Estado General, firmó el conocido como Bando de Independencia, redactado por Juan Pérez Villamil, que alertaba sobre la masacre cometida en Madrid por las tropas napoleónicas y que llamaba al auxilio de la capital por parte de otras autoridades, incitando a la nación a armarse contra los invasores franceses. Tuvo una enorme repercusión, ya que en las siguientes semanas se fueron produciendo revueltas en bastantes provincias. Aparte, las tensiones producidas en España por el centralismo borbónico y la marginación de sectores de la población en ciudades pobladas, ayudaron bastante en el desarrollo del estallido antifrancés.

La situación de los defensores del Antiguo Régimen fue indecisa. Se vieron obligados a decidir: apoyar el levantamiento, en contra de su filosofía, o bien, aceptar los planes de Napoleón.
Las abdicaciones de Bayona, por desgracia, habían abierto aún más el camino del emperador que continuaba presionando a la Junta y al Consejo de Castilla para legalizar sus decisiones. Pero el diez de mayo, éste organismo, desafortunadamente para el reino, aceptó a Murat como teniente general de la monarquía, lo que implicaba que el general francés ejercería el mando supremo en el ejército español. Mientras tanto, Napoleón continuaba con su inmisericorde labor de zapa ofreciendo a su hermano, José, el reino de España, dejando su trono italiano, que ostentaba en esos momentos. Murat recibió instrucciones concretas para preparar la llegada del nuevo rey, cosa que no le costó mucho trabajo debido al beneplácito de las instituciones españolas, a las que les quedaban pocas horas de libertad, así como a todo el pueblo español.

Conclusión

En el fondo, Napoleón y los franceses no comprendieron en absoluto el significado de este levantamiento popular. Los funcionarios franceses sabían que el patriotismo de las clases oficiales era dudoso y vacilante; pensaban que si los capitanes generales se sometían, el pueblo les seguiría. Creían que el pueblo español estaba plagado de cobardes, como los árabes – según decían ellos. En cuanto a la tropa, José I, aseguró a su hermano que seguiría al mejor postor. La nobleza, el clero y los militares se unieron al pueblo a tiempo y apaciguaron los desórdenes, que iban en aumento día tras día. A medida que los ejércitos franceses avanzaban, en la zona cada vez más reducida controlada por los anti franceses, en el que hubo diversos gobiernos españoles (Junta, Regencia, Cortes), el gobierno efectivo y el esfuerzo bélico de los años 1808-1814 estuvo en manos de las juntas que concedían pasaportes, hacían levas locales, expedían licencias a los boticarios, etc. Por encima de las juntas ciudadanas se hallaban las juntas provinciales, organismos controlados por propietarios locales, clérigos, oficiales y funcionarios que se habían unido a la causa patriótica.

El Consejo de Castilla, pese a sus repetidos llamamientos a que era la única autoridad legalmente constituida, estaba desacreditado por su sumisión a Murat por lo que las juntas provinciales trataban sus órdenes despreciativamente. En septiembre de 1808, los delegados de las juntas provinciales se reunieron en Aranjuez – ya se había librado la decisiva batalla de Bailén a favor de las tropas españolas – constituyendo la Junta Central. Pero esta Junta tenía mala fama. La formaban 35 personas presididas por Floridablanca que entre otras cosas pretendía que, al anciano presidente, se le llamara “majestad”.

Había empezado la Guerra de la Independencia y el Antiguo Régimen había pasado a mejor vida… aparentemente.

(*) La Guardia de Corps (1706-1814), estaba compuesta por gente escogida, recomendada por la nobleza y destinada a prestar servicio en la inmediación del monarca y generalmente estaba constituida por tropas de Caballería. Los soldados del cuerpo de Guardias de Corps tenían la categoría de oficiales; los cadetes eran capitanes; los exentos y ayudantes, tenientes coroneles; los tenientes eran generales y los capitanes, Grandes de España y Capitanes Generales del ejército. Al principio, el efectivo total fue bastante reducido, pero más tarde se llegaron a constituir seis compañías o brigadas: unas de italianos y otras de flamencos y españoles e incluso de americanos de noble estirpe hasta completar, al terminar el siglo XVII, unos mil hombres. Tan desproporcionado cuerpo para el propósito que debía cumplir y las exageradas prerrogativas de que disfrutaba, sin que el verdadero prestigio ganado por brillantes acciones militares o las cualidades sobresalientes de sus individuos los distinguiesen de los demás cuerpos, propició su desaparición. Posteriormente, esa función fue desempeñada por el cuerpo de Guardias Alabarderos y el escuadrón de la Escolta Real.

(**) María Luisa de Borbón o María Luisa de España (1782- 1824), era hija de Carlos IV, y por tanto hermana de Fernando VII. En el año 1801, Napoleón Bonaparte ocupa el territorio del ducado de Parma (que fue un antiguo estado italiano existente entre 1545 y 1860, a excepción de un corto periodo en el que pasó a formar parte de Francia) e inmediatamente asigna a los duques de Parma el territorio del reino de Etruria, creado sobre el antiguo Gran Ducado de Toscana. La compensación territorial se hace ya que la familia Borbón de España, de la cual era miembro la duquesa, era aliada de la causa bonapartista en aquel momento. El reino de Etruria tiene una efímera vida y en 1807 desaparece.

(***) Las Guardias Walonas (1713-1815), fue un Cuerpo de Infantería reclutado originalmente en los Países Bajos, fundamentalmente en la Valonia católica. La Guardia valona o walona era un cuerpo escogido en el ejército del rey, cuya creación se remonta a la época en la que los Países Bajos formaban parte de la Monarquía de los Habsburgo. Se reclutaban entre los hombres más aguerridos y de mayor estatura para ser empleados en misiones de especial riesgo, como encabezar un asalto o cubrir una retirada. Realizaban también labores de seguridad ciudadana. Estaba formada por flamencos o valones en número de unos 4.000 hombres. Después de la emancipación de aquellos territorios, continuó subsistiendo en España la Infantería valona que, junto con la española, la irlandesa, la italiana y la suiza, constituían los distintos regimientos de soldados profesionales en la Guardia Real y como unidades de refuerzo en tiempo de campaña a la Caballería e Infantería del ejército español.

Bailén: la batalla en la que los españoles humillaron a Napoleón.

Autor: Ángel Viñas,

Fuente: El Mundo, 19/07/2018

Tal día como hoy de hace 210 años se descubrió algo que, a esas alturas, parecía impensable: los ejércitos de Napoleón que dominaban Europa no eran invencibles. Ocurrió en una pequeña localidad española que desde entonces pasó a la historia, Bailén. Allí tuvo lugar la primera derrota en una batalla digna de tal nombre del ejército francés. Fue al poco de empezar lo que nosotros conocemos como Guerra de la Independencia, los ingleses como Peninsular War y Napoleón como la maldita guerra de España.

El chispazo fue la sublevación madrileña del Dos de Mayo. Sofocada por los franceses, dio paso, en las semanas siguientes, a una cascada de declaraciones de guerra por parte de las provincias y regiones españolas. A partir de entonces, los franceses ya no tenían que soportar sólo las miradas de odio, los encontronazos y altercados con los paisanos de aquel país montaraz y atrasado. Ahora se enfrentaban a una situación de guerra abierta, una guerra para la que, además, no estaban preparados.

En ese mes de junio es nombrado rey de España José Bonaparte, hermano del emperador, y éste le envía rápidamente a Madrid para que ocupe el trono. Antes, y tras ver cómo se ponían aquí las cosas tras el Dos de Mayo, ha mandado a uno de sus mejores generales, Pierre Dupont, a controlar Andalucía. El 7 de junio, Dupont toma Córdoba, defendida mayoritariamente por paisanos armados, cuyo empeño por expulsar a los franceses no se corresponde con su capacidad de combate. Pero, frente al espontaneísmo del paisanaje, las tropas regulares del Ejército español en Andalucía se han organizado bajo el mando del general Castaños y se disponen a atacarle.

Las tropas que manda Dupont no están, por otra parte, a la altura de la fama de la Grand Armée. Como señala Emilio de Diego, uno de los máximos especialistas en la Guerra de la Independencia, en su imprescindible España, el infierno de Napoleón (La Esfera de los Libros), «en cuanto a su preparación, tanto sus cuadros como la tropa dejaban mucho que desear», algo extensible al conjunto de los ejércitos franceses en la península, de los que sólo un 20% contaba con experiencia de la guerra, y, entre estos, la mayoría tenía una edad excesiva.

El francés afronta unos inconvenientes muy claros: un frente demasiado largo entre Andújar y las estribaciones de Sierra Morena, con las consiguientes dificultades de aprovisionamiento, la hostilidad de la población, la adversidad del terreno y del clima, y la mala información.

En cuanto al ejército mandado por el español Castaños, es más numeroso, pero tiene también sus propias dificultades, empezando por la de ser un conglomerado heterogéneo de militares y paisanos. Demos la palabra al gran Pérez Galdós: «Cuerpos reglamentados españoles, con algunos suizos y walones; regimientos de línea que eran la flor de la tropa española; regimientos provinciales que ignoraban la guerra, pero que se disponían a aprenderla; honrados paisanos que en su mayor parte eran muy duchos en el arte de la caza, y por lo general tiraban admirablemente; y por último, contrabandistas, granujas, vagabundos de la sierra, chulillos de Córdoba, holgazanes convertidos en guerreros al calor de aquel fuego patriótico que inflamaba el país… Se formó de lo que existía; entraron a componer aquel gran amasijo la flor y la escoria de la Nación; nada quedó escondido, porque aquella fermentación lo sacó todo a la superficie, y el cráter de nuestra venganza esputaba lo mismo el puro fuego, que las pestilentes lavas».

En la primera quincena de julio Dupont recibe algunos refuerzos, de modo que sus tropas superan los 20.000 hombres, pero 2.000 de ellos están dedicados a asegurar las comunicaciones con Madrid entre La Carolina y Manzanares. El resto estaban en Andújar y entre Guarromán, Bailén, Mengíbar y Linares.

José Sánchez-Arcilla, codirector, junto con el citado Emilio de Diego, de otra obra imprescindible, el Diccionario de la Guerra de la Independencia (Actas, dos tomos), se ocupa en él de la entrada correspondiente a Bailén. Ahí explica cómo el plan de ataque del ejército español se elaboró en Porcuna el 11 de julio, cómo unas informaciones erróneas y la preocupación por no perder la línea de comunicación con Madrid llevaron a los franceses a una serie de movimientos que dejaron desguarnecidos algunos puntos esenciales, además de provocarles un desgaste que les pasaría factura.

Las divisiones españolas mandadas por Reding y Coupigny se adelantaron a Dupont, ocupando unos cerros estratégicos en Bailén. Tras las escaramuzas de los días previos, a las tres de la madrugada del 18 de julio empezó la batalla con el ataque francés al campo español. Frenado éste, el ataque español se dirigió a los dos flancos del enemigo. Tras una serie de ataques y contraataques con diversas alternativas, se produjo un intenso combate artillero en el que se impuso el mayor calibre de las piezas españolas. Los dos bandos temían la llegada de refuerzos para el enemigo (Vedel, en el caso francés, y el propio Castaños para los españoles). Eso empujó a Dupont a un último esfuerzo que acabó dejándole exhausto a mediodía. Las esperadas tropas de Vedel, que habían estado moviéndose un tanto erráticamente por las localidades cercanas (La Carolina, Andújar) llegaron a Bailén cuando todo estaba decidido. «¡Ay!, ¡si Vedel hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protector en aquel día de la España oprimida y saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua, y se había principiado a negociar la capitulación», escribe Galdós.

Muchos soldados franceses acabaron deportados en la isla de Cabrera, en condiciones infrahumanas, en uno de los capítulos más negros de una guerra que abundó en ellos. Las consecuencias de Bailén no se hicieron esperar. Enseguida llegaron rumores a Madrid. José Bonaparte, que había llegado a la capital el día 20 y había sido proclamado públicamente Rey de España el día 25, tuvo la confirmación definitiva de la derrota el 28 de julio. El 1 de agosto salía de la capital junto con sus generales. Bailén supuso también que se levantara el sitio de Zaragoza. García de Cortázar ha recordado cómo la batalla inspiró a gente como Shelley, Wordsworth o Turguénev y «fue una gran esperanza para los europeos que luchaban contra Napoleón».

Luego habría más batallas, Napoleón entraría en España y José I volvería a Madrid. Pero Bailén demostró la vulnerabilidad del ejército francés a causa de lo que también se llamó la úlcera española.

Napoleón ha vuelto… y está de moda.

Ilustración de Napoleón y sus obsesiones mentales para la exposición Napoleón estratega, en el Museo del Ejército de París. ILUSTRACIÓN DE VIOLAINE & JÉRÉMY

AUTOR: BORJA HERMOSO.

FUENTE: El País, 23/05/2018

Dos siglos después, debajo de su bicornio inmortal, Napoleón Bonapartesigue cabalgando a lomos de Marengo y ganando batallas: ni Austerlitz ni Wagram, ni Friedland ni las Pirámides de Egipto, sino victorias póstumas. Las que otorga el veredicto del tiempo. Aquellas más relacionadas con la trascendencia histórica y el juicio de los hombres que con la sangre, el honor y la conquista. Hasta aquí, todo perfecto y bien enmarcado. Claro que, como la Historia es así de caprichosa y no nos llega en forma de hechos comprobados sino como sucesivas interpretaciones y reinterpretaciones según los autores y las fuentes, podría decirse que dos siglos después, bajo su casaca de general de división, Napoleón sigue huyendo del enemigo y perdiendo batallas: ni Leipzig ni Waterloo, sino derrotas póstumas. Las que otorga el veredicto del tiempo. Las que hablan más que de una gloria nacional de un bragado sanguinario que mandó a la tumba a millones de personas. Las que prefieren la versión de un führer avant la lettre a la de un héroe al servicio de Francia.

Napoleón aportó a las campañas militares nuevas formas de hacer la guerra, como el uso de redes de espionaje y el estudio geográfico y político de las zonas de batalla

 

Las dos versiones valen, probablemente porque el Primer Cónsul y Emperador de los Franceses fue ambas cosas: héroe y sanguinario a partes iguales. Un cruce de caminos entre el hombre bien pertrechado de códigos de honor y el invasor insaciable de Europa. Las dos valen porque son, sencillamente, las que conviven 197 años después de su muerte en el destierro de Santa Elena. Conviven entre sus eternos compatriotas, los franceses, y conviven entre sus eternos estudiosos, los historiadores de medio mundo. Pero una cosa está clara: Napoleón I ha vuelto y –perdónese la expresión- está de moda. Aunque justo es decir que nunca se fue.

El joven general, durante la batalla de Arcole, pintura de Antoine-Jean Gros (1796).
El joven general, durante la batalla de Arcole, pintura de Antoine-Jean Gros (1796). GÉRARD BLOT (RMN-GRAND PALAIS-VERSALLES)

Todo resulta extraordinario y ambiguo en la figura de Bonaparte, que sigue, pues, ganando y perdiendo batallas. Entre sus activos: su astucia como estratega en el campo de batalla y su capacidad para salir victorioso en inferioridad numérica y en situaciones críticas, sus incomparables dotes para ganarse el fervor de mariscales y soldados rasos a pesar de una escasa o nula empatía, su habilidad para traducir los triunfos militares en triunfos políticos, su mano de hierro a la hora de condenar al oprobio y la deshonra a sus colaboradores caídos en desgracia… y sobre todo su indisimulada ansia de poder hasta el punto de dar golpes de estado (18 Brumario), urdir bodas de interés (la suya con la emperatriz María Luisa, sobrina de María Antonieta e hija del Emperador de Austria, tras divorciarse de Josefina Beauharnais) o autocoronarse Emperador en la mismísima Notre-Dame y en presencia del Papa. Entre los pasivos: no conocer sus límites, no saber perder ni retirarse a tiempo con honor, no observar ni piedad ni respeto por el adversario y, muy probablemente, un egotismo tan exacerbado que llegó a creerse el auténtico Dios inmortal de los franceses, en la estirpe que va desde Hugo Capeto a Luis XIV y desde De Gaulle a Emmanuel Macron. Y aquí se llega al meollo del asunto.

Napoleón Bonaparte está de moda, sí, aunque la expresión pueda indignar a historiadores y profesores. Regresa el Emperador. Lo hace en forma de exposiciones, ensayos, gigantescos volúmenes de cartas, libros de ficción con base histórica e incluso líneas de interpretación que emparentan al viejo militar, guerrero y estadista corso con el actual inquilino del Palacio del Elíseo. ¿Guardan Napoleón Bonaparte y Emmanuel Macron las similitudes de las que tanto se ha hablado y escrito en Francia? ¿Son meras aproximaciones de trazo grueso y vocación oportunista? Pues depende del cristal con que se mire.

“Fue un general al servicio de la Revolución, pero en el fondo sentía un gusto secreto por la realeza y sus símbolos” (Frédéric Lacaille, comisario de exposición)

 

En su reciente y controvertido libro Macron Bonaparte, el ensayista y analista político Jean-Dominique Merchet dejó bien clara su personal tetralogía de puntos concomitantes entre ambos personajes. Merchet los ha explicado así: “El espíritu de conquista, término que utilizaba Bonaparte y que el propio Macron utilizó en su campaña electoral y que un De Gaulle, por ejemplo, nunca hubiera empleado; la irrupción de dos personajes, Napoleón y Macron que triunfan frente a políticos incapaces de gestionar el país y que tienen presiones de la extrema izquierda y de la extrema derecha: los jacobinos y los realistas en el caso de Napoleón, y la izquierda de Mélenchon en el caso de Macron; una mezcla de autoritarismo, capacidad de seducción y falta de empatía en ambos personajes; y el hecho de tomarse los dos la política como una aventura personal y casi novelesca, debido a sus personalidades ególatras”.

Napoleón I descansando en el campo de batalla de Wagram, el 6 de julio de 1809. Pintura al óleo de Adolphe Roehn.
Napoleón I descansando en el campo de batalla de Wagram, el 6 de julio de 1809. Pintura al óleo de Adolphe Roehn. RMN-PALACIO DE VERSALLES

Una interpretación que se dio de bruces con otra opuesta, también en forma de libro, en lo que supuso el germen de uno de sus debates editorial-intelectuales genuinamente franceses. En este caso fue el también ensayista Olivier Gracia quien, en La Historia siempre se repite dos veces, sostenía que el actual presidente de la República no se parecía en realidad a Napoleón, sino a Luis Felipe de Orléans, el último rey de Francia. ¿Su argumentación?: “Macron ha despolitizado la burguesía; da igual que sea de derechas o de izquierdas, lo único importante es que la economía funcione… y eso es exactamente lo que hizo Luis Felipe, un rey que reconcilió los dos bloques. Ni Macron ni Luis Felipe son ni bonapartistas, ni legitimistas, ni republicanos… son ellos mismos”.

Cabe preguntarse si, en la Francia de Macron, es un estricto fruto del azar el hecho de que estén abiertas al público dos gigantescas exposiciones a la mayor gloria de Bonaparte. “No es más que una casualidad, no hay que buscarle más explicaciones”, zanja con un ligero rictus de ironía Fréderic Lacaille. Él es conservador jefe del patrimonio en los Museos Nacionales de Versalles y Trianon, además de uno de los comisarios de la muestra Napoleón. Imágenes de la leyenda, que abrió sus puertas el pasado 7 de octubre en el Museo de Bellas Artes de Arras (norte de Francia), donde permanecerá hasta el mes de noviembre.

En el libro ‘Macron Bonaparte’, el analista político Jean-Dominique Merchet subraya las similitudes entre el actual presidente francés y el cónsul y emperador

 

Se trata de un verdadero desembarco de los tesoros artísticos que en torno a la figura del general, cónsul y emperador albergan las galerías históricas creadas en el palacio de Versalles por el rey Luis Felipe de Orleans en 1837. “Versalles sigue siendo un gran museo napoleoniano que guarda la mayor parte de las pinturas, esculturas y objetos decorativos encargados por Bonaparte entre 1799 y 1815 con el fin de comunicar su poder. Pero estas colecciones son mal conocidas, porque la mayor parte de la gente que va a Versalles quiere a Luis XIV y a María Antonieta, y ni siquiera saben que todas estas obras están allí”, explica Lacaille en el vestíbulo de la antigua abadía de Saint-Vaast, hoy sede del museo.

Esta pintura al óleo de Eugène Isabey muestra el regreso de las cenizas de Napoleón Bonaparte de la isla de Santa Elena a Francia. 1840.
Esta pintura al óleo de Eugène Isabey muestra el regreso de las cenizas de Napoleón Bonaparte de la isla de Santa Elena a Francia. 1840. RMN-PALACIO DE VERSALLES

El conjunto es apabullante. La exposición recorre con lujo de detalle la vida del personaje desde su nacimiento en Ajaccio (Córcega) en 1769 hasta su muerte en la isla británica de Santa Elena en 1821. Es la biografía artístico-histórica de un hombre que se graduó con 15 años en la Real Escuela Militar de París, que con 26 ya era general de brigada, que conquistó media Europa y que acabó alcanzando las mayores cotas de poder imaginables, como Cónsul, primero, y como Emperador, después. Revolución francesa, Directorio, Consulado, Imperio y Monarquía: Napoleón Bonaparte lo vivió todo y lo vivió sin desmayo. Francia nunca le respondió con un veredicto unánime: demonio para unos, héroe para otros.

Pistola hallada en la maleta de Napoleón en Waterloo.
Pistola hallada en la maleta de Napoleón en Waterloo.RMN-PALACIO DE VERSALLES-MUSÉE DE L’ARMÉE

El bicornio de Napoleón en la campaña de Rusia.
El bicornio de Napoleón en la campaña de Rusia.MUSEO DEL EJÉRCITO-RMN-GRAND PALAIS

“Fue un joven general al servicio de la Revolución pero si usted contempla algunas de estas pinturas comprobará que, en el fondo, sentía un secreto gusto por la realeza y sus símbolos”, argumenta el comisario de la exposición. Las emperatrices Josefina y María Luisa, los mariscales de Napoleón –Murat, Duroc, Lannes, Lefebvre, Ney…-, los políticos y ministros a su servicio como Tayllerand, Denon o Carnot, los miembros de su familia –sus padres, sus hermanos José Bonaparte o Caroline Bonaparte…-, y algunos personajes de la época con quienes mantuvo relaciones tormentosas, como Chateaubriand, Madame de Staël o el siniestro ministro de Policía Joseph Fouché, desfilan por las salas de la exposición con la firma de los principales artistas al servicio de Napoleón: David, Gérard, Gros, Lefèvre y Lejeune, entre otros. Pero son ante todo las grandes pinturas de batallas las que vertebran el conjunto. Las campañas de Italia y Egipto, las sucesivas y triunfales contiendas contra Gran Bretaña, Rusia, Prusia y Austria… y también las sonoras derrotas en España y Rusia delimitan en luces y sombras la asombrosa trayectoria del militar y el hombre de Estado. Algunas de las obras más célebres sobre Napoleón están aquí, como una de las cinco versiones ejecutadas por Jacques-Louis David de Bonaparte cruzando los Alpes a lomos de su caballo blanco (aunque en realidad los cruzó montado en una mula, pero él encargó el cuadro para asimilarse a Aníbal y a Alejandro Magno, cosas del ansia de posteridad).

La otra cita es en el Museo del Ejército, situado en el edificio de Los Inválidos de París. A tiro de piedra de la colosal tumba de mármol donde reposan desde 1861 los restos del Emperador -siempre rodeada de turistas y donde el presidente Macron llevó del brazo a Donald Trump durante la visita del presidente de EEUU a París en julio del año pasado-, se despliegan las siete salas de la exposición Napoleón estratega.

Casaca de coronel de caballería de la Guardia Imperial.
Casaca de coronel de caballería de la Guardia Imperial. RMN-PALACIO DE VERSALLES-MUSÉE DE L’ARMÉE

La muestra, con un sinfín de obras de arte, casacas, gorros militares, armas (como la espada del Emperador durante la batalla de Austerlitz), mapas, maquetas e instalaciones interactivas,se centra en las hazañas militares del general corso y del arte de la guerra que corría por sus muy belicosas venas. Inaugurada el pasado 6 de abril (hasta el 22 de julio), pretende dar cuenta de la preparación de las campañas militares, a las que Napoleón aportó a partes iguales sus profundos conocimientos de la instrucción militar clásica y nuevas formas de hacer la guerra, que incluyen la puestas en marcha de redes de espionaje, el estudio geográfico y político previo y profundo de las zonas de batalla y, ante todo, un principio innegociable: llegar al escenario del combate antes que el enemigo.

Telescopio del general en la batalla de las Pirámides.
Telescopio del general en la batalla de las Pirámides.MUSEO DEL EJÉRCITO-RMN-GRAND PALAIS

Básicamente Napoléon avanzaba rápido y en línea recta, y le daban igual las distancias y los accidentes geográficos o meteorológicos. En 1805 contaba con un imponente ejército de 150.000 soldados. Siete años y muchas victorias después, eran más de medio millón. Fue el único jefe militar que tomó sucesivamente Berlín (1806), Viena (1805 y 1809) y Moscú (1812). “Pero en su país, en España, Napoleón se encontró con una forma de guerra que no conocía y para la que sus ejércitos demostraron no estar preparados: la guerra de guerrillas… y esa, junto con Rusia, fue su tumba”, explica la historiadora y conservadora Émilie Robbe, comisaria de esta asombrosa exposición.

La espada de Napoleón en la batalla de Austerlitz.
La espada de Napoleón en la batalla de Austerlitz.RMN-PALACIO DE VERSALLES-MUSÉE DE L’ARMÉE

Fue el Gran Corso un joven general imbuido de los principios de la Revolución que guerreó por toda Europa en defensa de la grandeur francesa. También, sin duda alguna, un émulo discreto del Rey Sol, un apasionado del boato y la alcurnia de los salones de la realeza y las intrigas de corte. Quizá, al cabo, un monumental ídolo con pies de barro, un pobre diablo atrapado en su incapacidad de poner límite a la codicia política y militar. Desde luego, un personaje real que supera toda ficción, como lo demuestra la excelente novelita La muerte de Napoleón, de Simon Leys, editada recientemente en español por Acantilado.

La culminación, por parte de la Fundación Napoleón y la editorial francesa Fayard, de la correspondencia completa de Bonaparte -15 años de trabajo, 15 volúmenes para un total de 40.000 cartas escritas o dictadas- acaba de cerrar el círculo de la semblanza definitiva de uno de los personajes más importantes de la Historia mundial. Muchas de ellas permanecían inéditas hasta ahora. Por ejemplo, una fechada el 5 de mayo de 1821 en Longwood (isla de Santa Helena, Atlántico Sur) que dice: “Señor Gobernador, el Emperador Napoleón ha muerto a las seis menos diez de esta tarde como consecuencia de una penosa enfermedad. Tengo el honor de informaros de ello, él me autorizó a comunicaros, si así lo deseáis, sus últimas voluntades”.

La carta la firma el Conde de Montholon.

En realidad la había dejado escrita Napoleón Bonaparte, Emperador de los Franceses.

¿Cuándo Bonaparte dejó de ser Bonaparte para pasar a ser Napoléon?

Fuente: Historias de la Historia

Autor: JAVIER SANZ

Esta redundante pregunta aparece en la mente de cualquiera que haya leído una biografía del corso que gobernó Francia, ya que enseguida se puede observar esta diferencia entre el joven general Bonaparte y el emperador Napoleón I. Pero ¿cuándo Bonaparte se convirtió en Napoleón? ¿Por qué dejó de ser un ciudadano o un primus inter parespara convertirse en un emperador muy próximo a ser un dios al estilo greco-romano? ¿Qué le hizo cambiar su idealismo revolucionario por el absolutismo? ¿El poder? ¿La fama? ¿La idolatría de los demás? ¿Será cierto aquello de «el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente»?

El cambio oficial que sufrió este personaje, el cambio que le llevó a abandonar su categoría de ciudadano Bonaparte para ser simplemente Napoleón, es la coronación en la Catedral de Notre Dame de París el 2 de diciembre de 1804. Este acto simboliza el ascenso definitivo que el corso había ido asumiendo a lo largo de los cinco años de consulado. Sin embargo, este solo sería la transformación de cara al público y la opinión internacional, el auténtico cambio había tenido lugar en otro momento. Divagar sobre una fecha exacta sería un error, ya que es imposible fechar un pensamiento de un hombre que hace dos siglos que murió, pero podríamos llegar fácilmente a una conclusión razonable si tenemos en cuenta dos fechas clave de la vida de Napoleón. En primer lugar, el 9 de noviembre de 1799: apoyado por el ejército y diversos políticos, Napoleón dio un golpe de estado que lo llevó a convertirse en Cónsul de la República de Francia. Dejando de ser un mero espectador de la intrincada política revolucionaria para pasar a ser un actor protagonista del juego. Y, en segundo, el 2 de diciembre de 1805: exactamente un año después de su coronación, cerca del pequeño pueblo de Austerlitz —en la actual República Checa—, la Grande Armée de Napoleón derrotó de forma increíble a los ejércitos de la Tercera Coalición.
Teniendo en cuenta estos dos hechos, con los que Napoléon llegó a lo más alto, debemos suponer que la fecha que buscamos se encuentra entre ellos, pero ¿cuándo exactamente?

Antes de pasar a concretar una fecha, deberíamos tener en cuenta los motivos que provocaron este “cambio radical” en la mentalidad de Napoleón que estuvieron en su forma de ser desde que ingresó en la Escuela Militar de Briennes, y fueron también los motivos que lo hicieron sobrevivir a lo largo de su carrera. Hemos estado hablando del poder, incluso podríamos afirmar que el principal motivo de su cambio fuera este, pero más que el poder lo que era típico de la personalidad del Emperador no era en sí el poder, sino el deseo de poder, es decir, la ambición. Fue esta la que lo llevó a triunfar en Toulon, en Austerlitz, y en una larga lista de campos de batalla; incluso, le favoreció en su regreso después del exilio en Elba. Pero al mismo tiempo fue esta la que lo perdió en Moscú, Leipzig o Waterloo, llevándolo a su desgraciado final en Santa Elena.

Ya puestos en precedentes —tanto de historia como de “psicología napoleónica”—, debemos considerar que, aun siendo el líder de Francia, entre 1799 y 1803, Napoleón seguía considerándose hijo de la Revolución y un ferviente seguidor de sus ideales. No sería hasta que el ministro de policíaFouché le sugirió el Imperio a finales de 1803, que se le pasaría por la cabeza tal idea, ya que el joven Bonaparte era un hombre con unas ideas firmes. Por lo que el golpe de estado de finales de 1799 no fue la fecha que le hizo cambiar. Pero, si lo pensamos bien, tampoco debe ser la coronación de diciembre de 1804, ya que en ese instante ya se había producido el cambio, en aquel momento ya se creía alguien lo suficientemente poderosos como para coronarse a sí mismo. Entonces, ¿qué sucedió durante la primera mitad de 1804 que implicará un cambio en el equilibrio de poderes internos y externos de Francia, que hiciera que Napoleón se creyera invencible? El 21 de marzo de 1804 la oposición al gobierno de Napoleón fue eliminada. El pariente más cercano a los Borbones, y muy posible líder de las conspiraciones contra Napoleón, el Duque de Enghien, fue secuestrado y ejecutado de forma sumaria, logrando, de este modo, que el pequeño corso actuara por primera vez como un dios, eliminando a un hombre a su placer y deseo, a pesar de que se acepta que tal vez no estuvo involucrado directamente.

"El arresto del duque de Enghien" de  Alphonse Lalauze

Podríamos afirmar, y estaríamos en lo cierto, que después de la muerte del Duque de Enghien, Napoleón ya no tenía enemigos que no lo temieran, estaba solo ante el poder, era el único que podía dirigir Francia hasta la cumbre. Esto, junto a su carácter claramente ambicioso, provocó que el mismo se cargara encima sus espaldas el peso de un país, de un imperio, y fue también el factor que hizo que el corso cambiara el chip —a pesar de que en los discursos y arengas se siga considerando hijo de la Revolución— para pasar de ser un joven militar idealista y ferviente seguidor de los ideales revolucionarios, a un monarca absoluto ilustrado con el único objetivo de ser el amo de Europa y del Mundo.

Waterloo en sangre y tinta.

Carga de la caballería británica durante la batalla de Waterloo

Fuente: eldiario.es

Autor: Joaquín Torán

El domingo 18 de junio de 1815 llovió intensamente. El suelo se embarró de tal forma que apenas se podía maniobrar. Los soldados se trababan en combates cuerpo a cuerpo, a bayonetazos. Los cadáveres, despedazados por el fuego de artillería, salpicaban el escenario. Las tropas aliadas, un contingente heterodoxo formado por holandeses, belgas renuentes a formar parte del yugo imperial napoleónico, británicos y alemanes, estaban dirigidas por Arthur Wellesley, el duque de Wellington, y por el septuagenario príncipe Gebhard Leberech von Blücher, un duro general que se creía embarazado de un elefantito. Del otro lado, estaba el feroz ejército de Napoleón. Ambos cuadros se habían masacrado durante dos días en las accidentadas inmediaciones de Bruselas.

El decisivo enfrentamiento entre Napoleón y sus adversarios se inició a las 11.30 y se prolongó durante casi doce horas. Aunque la victoria estuvo a punto de inclinarse varias veces del lado francés, con un Ejército más numeroso y fiero, fueron los sucesivos errores de sus mandos los que terminaron por decantar la batalla.

Napoleón encargó la dirección y planificación de la contienda al mariscal Ney, «el más valiente entre los valientes», un soldado aguerrido pero impetuoso, cuya precipitación acabó condenando a su Ejército. Además, el emperador vitalicio (ostentaba el rango como concesión de sus antiguos enemigos) cometió el peor error posible en un militar experimentado: subestimó al rival. Napoleón creyó en todo momento poder separar al Ejército británico del prusiano, machacarlos por separado, y plantarse en apenas una jornada en el palacio real de Bruselas. La realidad, sin embargo, fue que su milagroso regreso del exilio mantuvo al mundo en vilo durante aproximadamente cien días.

Las consecuencias de la derrota de Napoleón se extendieron por toda Europa. El declive del general puso fin a las aspiraciones independentistas de los polacos, cuyas tierras pertenecían al imperio ruso. Entre sus más insignes miembros, se encontraba el conde Jan Potocki. Viajero infatigable, matemático, soldado, Potocki debe su fama universal a Manuscrito encontrado en Zaragoza (1804-1805), novela gótica que nace de sus experiencias bélicas napoleónicas. Al descubrir que el mundo que soñó se desintegraba, enfermo de neurastenia, se disparó en diciembre de 1815 un tiro en su biblioteca. La bala la fabricó limando una cucharilla de plata.

'La carga de los escoceses grises en Waterloo', de Stanley Berkeley

Una batalla muy literaria: humanidad y épica

Las noticias del triunfo aliado no tardarían en propagarse. Cuando el mayor Percy, hijo de buena familia, realizó su memorable viaje para presentarse ante la plana mayor del Gobierno inglés con la noticia del triunfo, cuentan que el habitualmente contenido príncipe regente, ante quien debía responder, chilló histéricamente. Es una anécdota más de las numerosas que se conocen sobre aquella batalla. Muchos de sus participantes, así como de los testigos de aquellos días, sabedores de la trascendencia del conflicto, llenaron páginas sobre sus impresiones y sobre maniobras técnicas. La batalla de Waterloo es una de las más estudiadas de la historia. Ayuda la abundancia de datos sobre la misma.

Un buen manual sobre lo que fue y supuso Waterloo acaba de llegar a las librerías.Waterloo. La historia de cuatro días, tres ejércitos y tres batallas (Edhasa) es el último libro del escritor Bernard Cornwell, especialista en novela histórica. Cornwell posiblemente sea uno de los mayores expertos en aquel conflicto que «lo cambió todo». En 1981 creó al fusilero Richard Sharpe, protagonista de 22 novelas en las que se narra su participación en importantes acontecimientos de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Sean Bean le puso rostro televisivo.

La postrera aparición del fusilero será en la decisiva famosa batalla en suelo belga.  Sharpe en Waterloo, de 1992, encumbró a Cornwell como estudioso: su vívida y honesta recreación es de las mejores que se han escrito sobre el 18 de junio de 1815. Su reciente ensayo sigue esa estela de honestidad y viveza.

Cornwell, en contra de lo que es habitual dentro de la triunfalista historiografía británica, no se decanta por ningún bando. Su obra es amena, exhaustiva, logra embutir al lector dentro de una casaca y situarlo, con pavor, en los bucólicos páramos devastados de Bélgica.

El mayor de sus méritos es el de transmitir la sensación de chapuza, improvisación y desbandada que caracterizó las últimas jornadas guerreras de un Napoleón en el ocaso. El escritor priva de toda épica el conflicto, rebajándolo a su dimensión humana. Nada que ver con Arthur Conan Doyle.

'La carga de los coraceros franceses en Waterloo', H.F. Philippoteaux

Mundialmente conocido por ser el padre del detective Sherlock Holmes, Conan Doyle suspiró por ser más bien reconocido como escritor de novelas históricas. Él mismo se declaraba más partidario de este tipo de literatura. Como buen novelista británico de su tiempo, se atrevió con todos los géneros populares. Sus relatos de terror son muy dignos. La novela policíaca dio en sus manos un salto cualitativo como pasatiempo de salón.

Conan Doyle admiraba y temía a Napoleón. Concibió una serie humorística y casi picaresca sobre el brigadier Gerard, soldado del Ejército francés. Del narrador escocés es también esta frase: «Estaba muy bien pintar caricaturas suyas (del general francés), y cantar tonadas burlescas sobre él, y considerarle un usurpador, pero yo he de hablar acerca del miedo que despertaba ese hombre, y que se extendió como una sombra negra sobre toda Europa». Pertenece a  La gran sombra(Valdemar), una novela breve, de algo más de cien páginas, llena de momentos hermosos, como corresponde a un libro melancólico y triste.

En La gran sombra (1892), Conan Doyle cede el protagonismo a dos amigos campestres que acaban enrolándose contra Napoleón para consumar una venganza. La presencia del general es una amenaza paralizante. El escritor le otorga un cameo imponente. También se tomará la licencia de convertir en personaje de ficción al abogado, y posterior novelista, Walter Scott; en su ficción, Scott luchaba contra el temible enemigo francés, algo que jamás hizo en la realidad. Fue, eso sí, uno de los primeros europeos en visitar el campo de batalla tras el armisticio y en hablar con veteranos.

A Waterloo le dedicó un poema, por el que no quiso percibir nada: las ganancias las destinó a un fondo para viudas y huérfanos de la guerra. El poema, tremendamente flojo, no figura entre lo más granado de su producción.

Una batalla muy literaria: el desencanto y la crítica

Para tener una visión modélica, en la ficción, de lo que fue Waterloo, hay que dejar de lado la documentada imaginación de Conan Doyle y recurrir a las fuentes. En la práctica, La Cartuja de Parma, de Stendhal, lo es. Marie-Henri Beyle, verdadero nombre del autor, participó como intendente militar, y testigo de excepción, en varias de las campañas del Gran Corso, hasta su primera caída en 1814. Con él estuvo en Brunswick, en España, en Italia. Coincidía con el general en sus simpatías republicanas.

La Cartuja de Parma es casi su testamento literario: compuesta en apenas dos meses durante 1839, es una novela marcada por la pasión. Es, además, la catarsis de un hombre acuciado por la soledad y el desafecto. Su estampa de Waterloo no es amable. Tiene visos de locura, de pesadilla. Sitúa a Fabricio, su ingenuo protagonista, en un escenario presidido por el estrépito y la barahúnda, en el que se mata y se sobrevive de manera infame.

Esta aproximación descarnada a la batalla, alejada de cualquier atisbo romántico, disgustó a sus contemporáneos franceses, salvo a Balzac. León Tolstói, afrancesado como la mayoría de nobles de su país, admitiría haberse enamorado de esas pocas y cruentas páginas y de haberlas usado para su retrato de Austerlitz, uno de los más sonados éxitos de Napoleón, en su monumental Guerra y paz (1865).

Stendhal escribe: «Con que la guerra no era ya aquel noble y común arrebato de almas generosas que él (Fabricio) se había imaginado por las proclamas de Napoleón». El desencanto del ferviente republicano francés es mayúsculo. La magnitud de esta distancia es clamorosa, por proferirla quien dedicara una incompleta biografía, y varias escenas en Rojo y negro (1830), al amado general.

En esa sentencia, se opuso al juicio de Victor Hugo cuando proclamaba que «Waterloo no fue una batalla sino un cambio de frente por parte del Universo». La derrota francesa sólo pudo deberse, refiere el autor de Los miserables, y así lo creyeron muchos de sus compatriotas, a inescrutables disposiciones del Destino. La propaganda napoleónica, auspiciada por el propio Emperador, hizo creer en la imbatibilidad de Francia y en la invencibilidad de Napoleón. El corso, cultivado como era, amaba a los hagiógrafos latinos.

La visión mítica de Napoleón no fue compartida por todos los franceses. Por ejemplo, los escritores Erckmann-Chatrian, que formaban un talentoso y exitoso tándem, serían muy críticos con la política de movilización y levas implantada por el general. Quizás les pesaba el origen: Émile Erckmann y Alexandre Chatrian eran oriundos de Lorena, región disputada por Francia y Alemania a lo largo de la historia. Waterloo (1865), secuela de Historia de un recluta de 1813 (1864), es un alegato antibelicista que rehúye el entusiasmo.

El general Rapp informa a Napoleón de la carga contra los rusos, pintura del barón Gérard

Artículo completo