«Le llevaban las cabezas directo de la guillotina»: la extraordinaria vida de Madame Tussaud

Aunque a duras penas sabía leer o escribir en francés y llegó a Inglaterra sin saber inglés, triunfó.

Fuente: bbc.com 18/05/2017

En 1838, a los 80 años de edad, una extraordinaria mujer se dispuso a dictarle sus memorias a su amiga, contándolas en tercera persona: «Madame Tussaud nació en Berna en 1761».

Sus memorias, cartas y documentos ofrecen una visión única de la creación del mundialmente famoso imperio de museos de cera que lleva su nombre.

Y aunque algunos de los detalles del relato sobre su vida no eran precisamente exactos, hasta estos son fascinantes.

Licencia de autor

En sus manos, la verdad misma era tan moldeable como la cera. Incluso datos tan claros como el lugar de nacimiento y su parentesco no eran ciertos.

«Su padre, que murió antes de su nacimiento, era militar de profesión, y su nombre, Grosholtz, era prestigioso», aseguró.

La historia de Marie Tussaud realmente empezó en Strasburgo, no en la adinerada Berna. Y su familia estaba lejos de ser ilustre.

Manos en cera de dos de los Beatles
Image captionHasta hoy en día Madame Tussauds sigue utilizando las técnicas que Philippe Curtius le enseñó a Marie.

Cuando su padre murió, su madre acudió a su cuñado a pedirle ayuda.

Philippe Curtius era un doctor y anatomista convertido en modelador de cera en Berna.

Empleó a la madre de Marie como ama de llaves y se apegó mucho a la niña, a la que le enseñó su arte.

Primeros pasos

Philippe Curtius era una celebridad en Berna.

Lo consultaban por sus conocimientos mágicos y anatómicos, y había mucha demanda por sus modelos de cera.

Había aprendido a hacerlos solo a mediados del siglo XVIII, cuando se volvió más difícil conseguir cadáveres para disecar, así que se necesitaban modelos para aprender y enseñar anatomía.

Figura de cera de Voltaire
Image captionVoltaire fue uno de los que se pusieron «pacientemente en manos de la hermosa artista», dos meses antes de su muerte.

Cuando su fama aumentó, Curtius decidió abrir otro lugar de exhibición en el Boulevard Du Temple, Paris.

Al lado de los criminales, Curtius expuso bustos de las celebridades de la época, una fórmula que más tarde le daría fama mundial a su sobrina.

Tras descubrir que Marie era muy apta y aprendía rápido, Curtius la tomó de aprendiz y le confió la tarea de hacer los moldes de las cabezas de los personajes principales de ese período, que «pacientemente se ponían en manos de la hermosa artista».

¿Realmente real?

Al convertirse en una fabricante de modelos consumada, Marie empezó a involucrarse completamente en el proceso.

Sus habilidades aumentaron, así como su reputación… al menos según sus memorias.

Versalles
Image captionEn la corte de Versalles, no había mucho chance de que burgueses se codearan con la aristocracia.

«Entre los miembros de la familia real, que a menudo visitan los apartamentos y admiran el trabajo de Curtius y su sobrina… estaba Madame Elisabeth, la hermana del rey».

Cuenta que la princesa le pidió que le enseñara el arte de modelar en cera, y que le gustó tanto estar con ella que le pidió permiso a Monsieur Curtius para llevarla a vivir al Palacio de Versalles para poder disfrutar de su agradable compañía.

Todo lo cual es muy improbable. Marie Grosholtz no aparece en el registro oficial.

Además, en esa estructura jerárquica tan codificada y controlada, alguien que ganaba dinero con una exhibición comercial en París con Curtius nunca habría tenido acceso a ese íntimo círculo.

14 de julio de 1789: la toma de la Bastilla

Después de más recuentos de sus supuestas conversaciones con la realeza, las memorias se tornan dramáticas.

La vida de la joven Marie estaba a punto de recibir un revolcón. Se avecinaba la Revolución Francesa.

Ilustración de la toma de la Bastilla
Image captionLa toma de la Bastilla cambió completamente el enfoque de la exhibición de figuras de cera.

Los registros de este corto pero excitante período están repletos de ejemplos de la ferocidad más diabólica.

Como Marie, Curtius era monárquico pero también un astuto hombre de negocios. Sabía que tenía que cambiar su estilo para sobrevivir.

A partir de ese momento, era demasiado peligroso tener bustos de la familia real a la vista del público.

El primer evento que Madame Tussaud recuerda del «sanguinario comienzo de la Revolución» fue cuando «el público se empezó a congregar en las calles demandando bustos de los ídolos del pueblo».

La exhibición de figuras de cera empezó a cumplir el rol de los noticieros de hoy en día pues la gente la visitaba para enterarse de los últimos acontecimientos.

Por eso tenían que cambiar rápidamente los bustos de lugar, para reflejar los cambios de mando en la Revolución.

Figuras juntas de los ahora separados Angela Jolie y Bratt Pit
Image captionEn la actualidad, también tienen que estar pendientes de cambiar la exposición cuando algo ocurre.

Las cabezas decapitadas eran llevadas inmediatamente a donde Madame Tussaud «cuyos sentimientos pueden ser más fácilmente imaginados que descritos. Temblando de horror, estaba obligada a hacer un molde«.

Marie cuenta que hacía los modelos de cera de los guillotinados sentada en los escalones de la sala de exposición.

Aunque la escena parezca inverosímil, en este caso sí es real: está corroborada por relatos de otras personas y se sabe que efectivamente la exposición incorporó las cabezas de revolucionarios decapitados.

Por desagradable que fuera hacerlas, no hay duda de que los macabros retratos en cera de las víctimas más famosas atrajo aún más multitudes.

Marie con decapitados
Image captionLa horrenda escena descrita por Marie realmente ocurrió: le traían los cuerpos y ella hacía los moldes y las figuras de cera tan pronto como era posible.

En 1794, Robespierre, el principal arquitecto del Reino del Terror fue a la guillotina. El país estaba en guerra, tanto dentro como fuera de sus fronteras.

El caos en Francia empeoraba; al tío de Marie le ordenaron servir como traductor con el ejército francés.

Tras unos meses, retornó, muy enfermo. Murió poco después, dejando a Marie como única heredera de su casa en Versalles y el salón de exposiciones en Boulevard Du Temple.

La señora Tussaud

Marie no se quedó sola por mucho tiempo.

Se casó con François Tussaud, un ingeniero al que le gustaba comprar acciones, invertir en teatros, quien estaba con ella por su dinero y quien, francamente, como esposo, era una carga.

Pero Marie finalmente pudo dejar atrás el nombre de una familia de escasa alcurnia al pasar de ser Mademoiselle Grosholtz a Madame Tussaud.

Madame Tussaud en Baker Street.
Image captionEn ese momento, era difícil imaginarse cuál sería su destino.

Cuando Marie tuvo su primer hijo, Joseph, ella tenía 37 años. Su segunda hija murió al nacer y otro hijo nació el año siguiente: François.

Su vida de casaba era infeliz y la revolución estaba arruinando su negocio. Los turistas ya no venían a París; la gente tenía menos dinero y los ricos que sobrevivieron la guillotina, se habían ido de Francia.

Ese podría haber sido el final de la historia, pero una mañana de octubre de 1802, un encuentro con un amigo de la familia le cambió el curso de la vida.

«Phantasmagoria»

Paul de Philipsthal era un artista itinerante alemán que decía que podía conectarse con el más allá.

Cuando se reveló que era un charlatán, dejó su país y se fue a París en busca de una audiencia más susceptible.

Phantasmagoria
Image captionEl horror atraía al público.

Usaba la Linterna Mágica, que era un desarrollo de la cámara obscura, el antecesor de los proyectores de diapositivas, que en el siglo XVII era una distracción que fascinaba a los europeos acomodados.

Los espectáculos se llamaban phantasmagoria (reunión de fantasmas). El público entraba en una habitación completamente oscura y era bombardeado con una serie de imágenes de fantasmas y espíritus diabólicos.

Philipsthal estaba buscando otros elementos para agregarle a su espectáculo y le sugirió a Marie que se fuera con él a Inglaterra.

Ella empacó sus cosas, dejó a su irresponsable esposo encargado del salón de exhibiciones en París y a su hijo menor con su madre, y cruzó el Canal de la Mancha con su hijo mayor Joseph, que para entonces tenía 5 años.

El hombre de su vida

En 1802, llegó a una Inglaterra a la que todo lo francés producía fascinación y repulsión.

Retrato de Napoleón Bonaparte de Paul Delaroche
Image captionA diferencia de su marido, Napoleón la ayudó a volverse rica.

Francia era el enemigo. Napoleón era la figura central de esa extraña atracción y aborrecimiento.

Y Madame Tussaud la tenía… en cera.

Así que Napoleón se convirtió en la figura central de su exhibición.

Luego de romper con Philipsthal -quien no resultó un buen socio-, empezó a recorrer Inglaterra con un show que hasta 1808, se llamó «El gabinete de curiosidades de Curtius».

Al llegar a un sitio nuevo, producía carteles que anunciaban: «Especialmente para tu ciudad por tiempo limitado… el gabinete de curiosidades de Curtius».

El «tiempo limitado» no tenía fecha exacta pues había aprendido a trasladarse sólo cuando empezaba a ganar menos.

Sabía además que el viaje mismo era publicitario pues cada uno de sus carruajes tenían el nombre del show y su siguiente destino.

Carroza de Madame Tussaud
Image captionLas carrozas que transportaban sus figuras de cera eran carteles publicitarios.

Y como quería atraer a la nueva clase media adinerada, a diferencia de otros espectáculos itinerantes, rentaba grandes salones, bien amueblados y decorados. Los modelos de cera eran distribuidos de manera que la gente pudiera caminar entre ellos y tocarlos.

Así le cambió la cara a la modelación en cera que en Reino Unido había estado asociada al entretenimiento popular o a la anatomía. Madame Taussaud la tornó en una forma de entretenimiento educativa e informativa para la clase media con aspiraciones.

«Todos se asombran con mis figuras, no habían visto algo así. Aquí me tratan como una gran dama».

Salón de exhibiciones de Madame Tussaud
Image captionLos visitantes caminaban entre las figuras de cera de los famosos.

Las giras del gabinete curiosidades por Reino Unido eran cada vez más rentables y ella continuaba enviándole dinero a su esposo, quien seguía en Francia supuestamente ocupándose de la educación de François, el hijo menor.

Pero realmente se lo gastó todo y en 1812 François se vio obligado a vender las figuras de cera de Boulevard Du Temple.

En 1817, tras la separación de sus padres, François llegó a Londres cargando un recuerdo de la familia para confirmar su identidad, pues no había visto a su madre y hermano por 15 años.

Era carpintero y su lugar en el negocio de su madre fue hacer los brazos y piernas de las figuras.

Los dos hijos trabajaban bajo las órdenes de la mamá y la exhibición cambió de nombre a Madame Tussaud e hijos.

Londres, Baker Street

Portada del catálogo de la exposición de Madame Tusssaud e hijos en Baker Street.
Image captionPortada del catálogo de la exposición de Madame Tusssaud e hijos en Baker Street.

En 1835, tras tres décadas de recorrer los caminos de Reino Unido, Madame Tussaud e hijos era un negocio próspero.

Finalmente Marie tenía lo suficiente para alquilar un salón de exposiciones en Baker Street, Londres.

En ese momento, no sabía que se convertiría en un lugar permanente. El plan era estar ahí, en el centro de Londres, de la moda, del área cultural y burguesa durante unos meses. Pero como siguieron ganando dinero, se quedaron.

Su «Cámara del Horror«, que combinaba la sangrienta violencia de la Revolución Francesa con figuras de asesinos famosos, atraía multitudes.

En una época en la que las ejecuciones habían dejado de ser públicas, le permitía a la gente acercarse un poco al oculto mundo del crimen y castigo.

Y podían estar seguros de que el modelo había sido tomado de la cabeza del muerto.

Cámara del horror, ilustración
Image captionEl horror atraía a la gente.

En 1837 una nueva atracción llevó a Madame Tussaud y a su exhibición a otro nivel: la joven reina Victoria permitió que la modelara en cera y que la figura vistiera réplicas exactas de su atuendo de coronación.

La reina quedó tan complacida con la obra que llevaba a sus hijos a verla y animaba a otros aristócratas a hacer lo mismo.

«Tras 36 años de residencia, incluyendo los últimos cinco en Londres, Madame Tussaud está más de moda que nunca. Escapó masacres, fue liberada de la prisión, se salvó de la guillotina y llegó a un retiro pacífico. Sana y salva, se despide de sus lectores».

Así termina su brillante autobiografía, un excelente retrato de cómo ella quería que se le recordara.

Madame Tussaud creó tanto el mito como la realidad que lo inspiró.

Figura de cera de Madame Tussaud
Image captionElla misma era lo suficientemente famosa como para merecer una figura de cera con su semejanza.

Murió el 15 de abril de 1850 a la edad de 89 años. Su obituario apareció en casi todos los diarios que calificaron, sin excepción, que Madame Tussaud era una «institución nacional».

Su museo que sigue siendo espectacularmente exitoso entre londinenses y visitantes. Hoy en día, Madame Tussands tiene nueve sedes en Asia, siete en Europa, siete en Estados Unidos y uno en Oceanía.

El Congreso de Viena: cuando Europa quiso congelar el tiempo

Caricatura sobre el equilibrio de poderes entre las grandes potencias, cuyo logro fue uno de los objetivos de las reuniones en Viena. (Wikimedia Commons)

Autor: JOSEP TOMÀS CABOT

Fuente: La Vanguardia 20/12/2019

En 1814, las potencias que habían derrotado a Napoleón se reunieron en Viena para reorganizar Europa. El reparto del pastel territorial sería duradero, pero no la pretensión de regresar a los valores del Antiguo Régimen.

Napoleón Bonaparte, hijo de la Revolución Francesa, representó en un determinado momento las ideas políticas y sociales implantadas en su país por el pueblo llano y la burguesía a partir de 1789. El joven Bonaparte consiguió, con el ejército popular de la República, dirigido por su genio militar, extender por todo el continente la influencia francesa.

Había modificado fronteras, impuesto alianzas que parecían antinaturales (llegó a casarse con la hija del emperador de Austria, uno de los soberanos más absolutistas del mundo), creado nuevas naciones satélites de Francia y transformado en el seno de muchas de ellas el pensamiento político y económico, así como su gobierno efectivo.

Pero alcanzó un poder personal absoluto con el que no habrían estado de acuerdo los revolucionarios de 1789. Quince años después, en 1804, se hizo proclamar emperador. ¿Había sido infiel a sus ideales? Es posible. Pero Europa se sometía a sus deseos, y ello significaba una espectacular grandeur para Francia. Por este motivo, sus compatriotas le perdonaban lo que pudo parecer una traición ideológica.

Las monarquías europeas se tambalearon durante mucho tiempo, pero la victoria de la última gran coalición antinapoleónica en Leipzig y la entrada en París de los aliados victoriosos, en marzo de 1814, obligaron a Napoleón a abdicardejando paso a la Restauración (en la persona de Luis XVIII) de la monarquía francesa decapitada en 1793.

La delegación rusa ocupaba un lugar muy destacado entre las potencias vencedoras en Viena

El emperador, abatido, buscó entonces la protección de los ingleses, que habían sido sus más tenaces adversarios, y aceptó resignado lo que ellos le ofrecían: un dorado retiro en la isla de Elba, en medio del Mediterráneo, no lejos de su amada cuna corsa, de sus antiguos intereses y de sus viejos amigos.

Cita diplomática en Viena

Con la creencia de que había pasado el peligro, firmada la Paz de París y alejado Napoleón del escenario de sus fulgurantes acciones bélicas, su suegro y sempiterno enemigo, el emperador de Austria Francisco I, convocó un congreso internacional en la capital de su imperio. Esta cita diplomática tenía como finalidad la reorganización política e ideológica de Europa, alterada durante muchos años por la Revolución Francesa y las campañas de Napoleón.

Aquel continente que en 1814 sentía, a través de sus clases más trasnochadas –monarquías fantasmagóricas y rancia nobleza estéril–, la falsa seguridad y la engañosa satisfacción de haberse recobrado a sí mismo, ya comenzaba a llamarse entonces “la Europa de la Restauración” y quería asegurar su propio futuro, un largo futuro sin más sobresaltos, ni revoluciones cruentas ni cambios de ningún tipo.

Con este objetivo se reunieron entonces en Viena todos los enemigos de Napoleón y algunos de sus antiguos aliados (los reyes de Sajonia y Dinamarca, por ejemplo) para discutir las soluciones planteadas por los vencedores. Entre estos, la delegación rusa ocupaba un lugar muy destacado.

El diplomático francés Charles Maurice de Talleyrand, uno de los protagonistas del congreso.
El diplomático francés Charles Maurice de Talleyrand, uno de los protagonistas del congreso. (Wikimedia Commons)

Estaba encabezada por el propio zar, Alejandro I, dispuesto a gestionar personalmente los negocios públicos de su país, del mismo modo que había dirigido sus tropas cuando entraron en París medio año antes. Le acompañaban sus más fieles consejeros, entre ellos, su ministro Nesselrode y el conde Razumovski, antiguo embajador en Austria y uno de los personajes más cultos, ricos e influyentes de la época.

Durante aquellos meses, Razumovski demostró ser un diplomático eficaz para los intereses rusos. La sociedad vienesa apreció, además, el delicado gusto artístico del diplomático ruso, de quien se decía que era hijo de Catalina la Grande.

Los prusianos acudieron con su rey Federico Guillermo III a la cabeza, convencidos de que el trabajo en el congreso no lo haría el soberano, poco dotado para las sutilezas políticas, sino sus plenipotenciarios Hardenberg y Humboldt (Wilhelm, hermano del famoso naturalista). Por su parte, la monarquía inglesa estuvo representada primero por lord Castlereagh, embajador antipático pero eficaz en las cuestiones políticas, y con posterioridad por el duque de Wellington.

Los franceses, que acudían como derrotados, cariacontecidos y humildes, tuvieron al frente de su delegación al incombustible Talleyrand, que en poco tiempo logró cambiar los papeles. El antiguo ministro de Napoleón, político brillante y eterno conspirador, actuó como un patriota en el Congreso de Viena, y suyos fueron los grandes éxitos. Talleyrand consiguió sentar en Europa el principio del respeto a Francia y el de la titularidad borbónica del trono francés.

También los españoles, los portugueses y los representantes de varios estados germánicos, eslavos y nórdicos, así como los enviados desde los Estados Pontificios, se sentaron en las mesas de negociación y pudieron defender sus reclamaciones con mayor o menor fortuna.

El secretariado del congreso estuvo a cargo del diplomático austríaco Von Gentz, pero el alma del mismo fue siempre el omnipotente ministro Klemens von Metternich, apasionado partidario del Antiguo Régimen. Pese a no intervenir en las discusiones políticas, el emperador austríaco tuvo buen cuidado en organizar la vida y el ocio de sus ilustres invitados.

El príncipe austriaco Klemence Von Metternich, gran opositor del liberalismo.
El príncipe austriaco Klemence Von Metternich, gran opositor del liberalismo. (Wikimedia Commons)

Cambios en la delegación inglesa

En marzo de 1815 continuaban las sesiones de trabajo sin grandes novedades. Solo había ocurrido un hecho destacable. El delegado inglés lord Castlereagh, soberbio y huraño, pero considerado una de las mentes más sólidas en aquellas reuniones políticas, había sido sustituido por voluntad de sus superiores y obligado a regresar a Londres.

Desde principios de febrero, el nuevo representante británico en Viena era el famoso general Wellesley, duque de Wellington, coronado de laureles desde sus recientes campañas victoriosas en Portugal y España. Pero lo más sorprendente del cambio para casi todos los asistentes al congreso no fue la sustitución de un diplomático por otro, sino la llegada de una mujer joven, bella y fascinante, la cantante francesa Madame Grazy –amante de Wellington–, que enseguida pasó a ocupar el lugar dejado vacante por la esposa necia y poco agraciada de Castlereagh.

Justo un mes después de su llegada, Wellington, al igual que los otros grandes personajes reunidos en Viena, recibió una noticia estremecedora. Napoleón había escapado de la isla de Elba, había podido desembarcar en las costa francesa y se dirigía, aclamado por sus compatriotas, a la ciudad de París, desorientada y acéfala, pues el jefe de la monarquía restaurada, Luis XVIII, había huido rápidamente a Bélgica.

El Congreso interrumpió sus sesiones después de declarar oficialmente a Napoleón persona non grata y fuera de la ley. Casi todos los congresistas permanecieron en la capital austríaca, pero Wellington, reclamado por su gobierno y considerado por toda la Europa antinapoleónica como su único salvador posible, volvió rápidamente al campo de batalla.

Los enemigos de Napoleón triunfaban y podían seguir con sus reuniones, cacerías, óperas y banquetes

En junio, otra noticia, esta favorable, llegó a Viena y puso nuevamente en marcha todos los resortes del Congreso. En Waterloo, las tropas francesas de Napoleón habían sido definitivamente vencidas por las inglesas de Wellington, con el apoyo de un contingente prusiano al mando del mariscal Gebhard Blücher.

La noticia se completaba con otras dos todavía mejores: la definitiva abdicación del emperador galo, ocurrida en París cuatro días después de la derrota, y el anuncio de su obligada vuelta al destierro, esta vez en medio del Atlántico, en la solitaria isla de Santa Elena y de modo perpetuo.

Los enemigos de Napoleón triunfaban de nuevo en Viena y podían seguir con sus reuniones, sus cacerías, sus funciones de ópera, sus opulentos banquetes. “Le Congrés ne marche pas, il danse”, rezaba la frase que el príncipe de Ligne pronunció, y que ha pasado a la historia como símbolo de aquel ambiente mundano y cosmopolita que dominó los días del congreso.

En cualquier caso, cuando se firmó el acta final había existido tiempo más que suficiente para crear y desarrollar en aquel lugar la idea de una Santa Alianza entre los tres soberanos más tradicionales, devotos y absolutistas de Europa.

Portada de las Actas del Congreso de Viena.
Portada de las Actas del Congreso de Viena. (Wikimedia Commons)

Los tres, presentes en Viena, coincidían en este punto: la necesidad de mantenerse siempre unidos y vigilantes contra los liberales, los republicanos y los ateos, “en nombre de la Muy Santa e Indivisible Trinidad y para la defensa de la Justicia, la Caridad cristiana y la Paz en todo el mundo”. Pocas semanas después de clausurado el Congreso, el emperador de Austria, el zar de Rusia y el rey de Prusia suscribieron con un gran fervor aquel solemne pacto místico.

La gran cita diplomática de la Europa de la Restauración que fue el Congreso de Viena dio frutos notables y persistentes. La organización internacional, el entramado de naciones y las fronteras políticas creadas entonces tuvieron una existencia firme y larga. Pero los logros ideológicos fueron escasos y de poca duración.

Pese a las acciones preventivas, tanto de carácter político como militar, no se pudo impedir la difusión de los ideales liberales y demócratas que estallarían en las revoluciones de 1830 y 1848. Lo cierto es que, al margen de la faceta frívola que inspiró a literatos, comediógrafos, libretistas de ópera y directores de cine, aquel congreso dejó huellas importantes en casi toda la Europa del siglo XIX.

EL CONGRESO SE DIVIERTE

En aquellos meses, Viena, sus residencias palaciegas, sus parques y sus bosques fueron escenario de infinidad de actividades lúdicas. Las personalidades extranjeras solían acudir con sus familias, un numeroso servicio, caballos y carruajes. Había que acomodarlos a todos, habilitando las estancias vacías de grandes palacios, como los de Hofburg, Schönbrunn y Belvedere.

Hubo que crear cuadras de dimensiones insólitas, porque los caballos acumulados llegaron a ser más de dos mil, y los innumerables perros de caza exigían perreras no solo limpias y confortables, sino también lujosas, que no habían sido previstas por los anfitriones.

Las fiestas palaciegas con grandes banquetes y conciertos eran frecuentes. Los cronistas del momento relataron la profusión de bailes, sin especificar qué tipo de danza se practicaba. La fantasía de algunos literatos y cineastas posteriores les ha hecho incurrir en un anacronismo. Sugestionados por la fama del vals vienés , han imaginado las parejas entrelazadas y un vistoso revuelo de valses en los salones del emperador Francisco.

Palacio Schönbrunn en Viena, Austria.
Palacio Schönbrunn en Viena, Austria. (vichie81 / Getty Images)

Pero en 1814 el vals no existía aún como danza distinguida de salón, pues los aristócratas rechazaban el indecoroso abrazo de la pareja. Quienes serían sus compositores más famosos, Joseph Lanner y el primer Strauss, ya habían nacido, pero aún no habían cruzado la adolescencia. La danza más usual en aquellos escenarios aristócratas era el clásico minué, en que las parejas apenas rozan la punta de sus dedos.

En ambientes menos sofisticados, los congresistas podían divertirse bailando un rápido Deutscher Tanz o un menos vertiginoso Ländler, danzas de pareja en compás ternario, muy corrientes en la Viena popular de la época. De estas brillantes reuniones sociales, la que tuvo un carácter más artístico y cultural fue el concierto que se celebró en noviembre de 1814 en el suntuoso escenario de la Redountensaal vienesa, con la asistencia de dos emperatrices, la de Austria y la de Rusia.

Acudieron también los soberanos de Prusia y de Wurtemberg, así como los más altos dignatarios del Imperio austríaco y los ministros y embajadores de otras legaciones. Se estrenó en este concierto una cantata de Beethoven compuesta expresamente para este acto, con un título bien expresivo: El momento gloriosoEl concierto fue un éxito memorable, pero tuvo un carácter más político y social que filarmónico.

La Revolución Francesa: el fin del Antiguo Régimen

Fuente: Historia National Geographic, 1/12/2016

Acabó con el Antiguo Régimen y consagró la libertad y la igualdad ante la ley, bases del actual Estado de derecho. Con ella se inicia la Edad Contemporánea.

La Revolución Francesa de 1789 representó el fin de un mundo, lo que luego se llamaría Antiguo Régimen, y el inicio de otro, una época moderna que en cierto modo sigue siendo la actual. Luis XVI encarnó en su tragedia personal la contradicción irresoluble entre las dos épocas. Convencido de que reinaba sobre los franceses en virtud de un derecho divino, y que por tanto no tenía que rendir cuentas de sus actos ante nadie, Luis se enfrentó a una situación totalmente nueva que nunca llegó a comprender, debatiéndose entre su personalidad afable y acomodaticia y el parecer de sus consejeros más autoritarios, entre ellos su esposa María Antonieta.

Aceptó de mala gana la convocatoria en 1788 de una asamblea estamental para discutir la crisis financiera de la monarquía, pero no creyó que la iniciativa fuera a tener consecuencias. Así, cuando se produjo el asalto popular contra la Bastilla, verdadero detonante de la Revolución, no consideró que el episodio tuviera suficiente importancia como para anotarlo en su diario personal. Los hechos enseguida le hicieron ver su error.

Unas semanas después, el palacio de Versalles era invadido por la masa revolucionaria, y Luis y María Antonieta eran llevados a París, donde se vieron obligados a actuar como reyes constitucionales. Tras el fracaso de su intento de huida en 1791, la hostilidad contra la monarquía se acentuó, hasta la insurrección de 1792 y la puesta en marcha del Terror revolucionario, una de cuyas primeras víctimas fue el mismo Luis XVI, guillotinado en 1793. Con esta ejecución y la proclamación de la República, los revolucionarios creían haber puesto fin a lo que veían como una larga época de opresión del pueblo por los reyes y la aristocracia, inaugurando una era de libertad, de igualdad y de fraternidad, como rezaba la principal máxima inspiradora de la revolución.

En la práctica, el desarrollo de la Revolución estuvo lejos de los sueños idealistas de los pensadores ilustrados. La guerra exterior, la lucha de partidos y la persecución implacable del adversario en el interior crearon una situación insostenible, que sólo se remedió con el establecimiento de un nuevo tipo de monarquía, la de Napoleón.

Mary Wollstonecraft, rompiendo esquemas.

Mary Wollstonecraft (detalle), por John Opie, 1899.

Autor: 

Fuente: Jotdown.

«El recuerdo de mi madre ha sido siempre el orgullo y la dicha de mi vida, y la admiración que despierta en los demás ha sido la causa de la mayor parte de la felicidad de la que he gozado», escribióMary Shelley, en 1827, en una carta a Frances Wright. No fue casual que Shelley confiara sus sentimientos hacia su madre, Mary Wollstonecraft, a la escritora norteamericana: Wright se consideraba discípula de Wollstonecraft y, en cierta medida, había tomado su relevo. En el otro lado del Atlántico, la feminista norteamericana defendió públicamente la necesidad de una educación igualitaria y universal y abogó por la prohibición de la esclavitud, que ella, sin embargo, no llegaría a ver. Wright no había conocido personalmente a Wollstonecraft, sin embargo, su legado había sido determinante para la lucha social y política que había emprendido y que la llevaría a convertirse en una de las primeras mujeres con relevancia e influencia política de Estados Unidos. Mary Shelley tampoco la había conocido, su madre falleció pocas horas después de dar a luz, pero, a pesar de ello, Shelley siempre se sintió particularmente unida a su madre, de quien «se mantuvo como acérrima discípula». En efecto, como comenta Charlotte Gordon en Mary Wollstonecraft. Mary Shelley (Circe), el corpus de la obra de Shelley «destaca por su compromiso con los derechos de la mujer, y por su condena de la ambición masculina desatada». Ejemplo de ello es Lodore, novela que escribió tras la muerte de su marido, P. B. Shelley, y que no puede sino entenderse desde la asunción de los postulados maternos. En efecto, Lodore presenta personajes masculinos particularmente débiles y mujeres que toman las riendas de sus propias vidas. La protagonista, Fanny, es una mujer autónoma, vive «sin estorbos masculinos, apoyada por sus amigas» y «trabaja para reformar la sociedad, encarnando así el axioma de Wollstonecraft: si se les diera libertad a las mujeres, el mundo sería mejor para todos».

LodoreValperga —en ella, Shelley formula una dura crítica a la filosofía política de Maquiavelo, condenando su idea de que el fin justifica los medios, y retoma parte de las reflexiones de su madre en torno a la educación y al matrimonio— y, en parte, Frankenstein reflejan el peso que la obra de Wollstonecraft tuvo sobre su hija que, en 1836, una vez fallecido su padre, escribió en sus textos autobiográficos: «Fue Mary Wollstonecraft uno de esos seres que aparecen a lo sumo una vez cada generación para iluminar a la humanidad con un dorado rayo que ninguna diferencia de opiniones, ningún cambio de circunstancias, es capaz de empañar. Su genio fue innegable. (…) Fue una mujer a quien quisieron cuantos la conocían en persona. Han pasado muchos años desde que su palpitante corazón fue depositado en el sepulcro, frío y silencioso, pero nadie que la viera habla de ella jamás sin una entusiasta veneración».

Hoy, dos siglos después, Wollstonecraft es un nombre imprescindible dentro de la historia del feminismo; sus textos son fundamentales para comprender el movimiento por la liberación de la mujer del siglo XX y la lucha por el derecho al divorcio y al aborto, y su activismo abrió las puertas a nombres tan relevantes para el feminismo como Emmeline Pankhurst GouldenMargarita NelkenNelly RousselVirginia Woolf o Simone de Beauvoir. A pesar de ello, durante casi un siglo, su nombre desapareció de los libros y sus textos fueron condenados al olvido: la publicación de una biografía escrita por su viudo, William Godwin, y de parte de su correspondencia privada así como de algunos textos —a excepción de las obras de teatro inéditas, que Godwin decidió quemar al considerar que no tenían el suficiente valor para ser publicadas— condenó unánimemente a la autora de Vindicación de los derechos de la mujer. Si A Memoir, donde Godwin contaba sin escrúpulos la vida amorosa de su mujer, supuso de por sí un escándalo, Postumous Works no hizo más que acrecentar la polémica, dejando a los lectores «consternados por el tono furioso y el carácter obsesivo de las cartas sin corregir de Mary a Imlay». A partir de la publicación de estos dos libros, que, en contra de los deseos de Godwin, no tuvieron ningún éxito comercial, «la escritora profesional, la corresponsal política, la incisiva filósofa, la innovadora pedagógica, la atrevida empresaria que había mantenido a su familia y sus amigos sin que le temblara el pulso… todas ellas desaparecieron», solamente quedó de ella la imagen de una «radical enloquecida, autodestructiva y sedienta de sexo». A tal punto llegó su desprestigio que en The Anti-Jacobin Review, bajo el epígrafe «prostitución», el lector encuentra: «véase Mary Wollstonecraft».

La sociedad inglesa de entonces condenó la conducta de una de sus pensadoras más lúcidas: no le perdonaron el haber tenido una hija con el norteamericano Gilbert Imlay, con el que nunca se casó, o el haber mantenido relaciones con el pintor Henry Fuseli estando este casado —se llegó a decir que Mary propuso a Henry y a su mujer mantener una relación abierta y convivir los tres juntos—. Sin embargo, no solo por su vida amorosa fue objeto de críticas: Wollstonecraft era incómoda, sus textos cuestionaban el sistema de poder y de organización social, así como los valores sobre los que se sustentaba la tradicional sociedad inglesa no abierta a los cambios. Wollstonecraft se había opuesto abiertamente al matrimonio, que consideraba una institución que restaba libertad a las mujeres —el matrimonio, sostenía la escritora, era una forma de adquisición a través de la cual la mujer se convertía en pertenencia de su marido, del que dependía completamente—; defendía la independencia económica de las mujeres y, para ello, una educación igualitaria que permitiera a las mujeres trabajar. En resumen, reclamaba un nuevo papel de la mujer en la sociedad y, por tanto, una reestructuración de los roles tradicionales y una ampliación de los derechos. Sus reivindicaciones no quedaron solamente sobre el papel, Wollstonecraft se convirtió en una escritora y periodista profesional que no solo no necesitaba la manutención de ningún hombre, sino que con sus ganancias ayudaba a más de un amigo y a sus dos hermanas, a una de las cuales había liberado de un matrimonio infeliz.

Tras su muerte, su nombre desapareció; ni tan siquiera Stuart Mill, que en privado se reconocía admirador de su obra, osó citarla en su libro Subjection of Women, donde planteaba la igualdad de los sexos. Tuvo que llegar Virginia Woolf para que el mundo de las letras y de la cultura reconociera el legado de Wollstonecraft: «Son muchos millones los que han muerto y caído en el olvido durante los (…) años transcurridos desde que fue enterrada, pero al leer sus cartas, escuchar sus argumentos, pensar en sus experimentos y darnos cuenta de con qué altivez y qué apasionamiento captó el pulso de la vida misma, no cabe duda de que le corresponde una especie de inmortalidad: está viva, es activa, argumenta, experimenta; oímos su voz, y reconocemos aún hoy, entre los vivos, su influencia».

La actualidad de Mary Wollstonecraft

Primera edición impresa de Vindicación de los derechos de la mujer: críticas acerca de asuntos políticos y morales, 1792.

Todo comenzó con un artículo. Era 1789, Mary vivía en Londres y se ganaba la vida con su escritura. Hacía reseñas para Analytical Review y fue precisamente en este periódico donde decidió contestar al todopoderoso Edmund Burke, que, si bien dos décadas antes había defendido la guerra de Independencia americana en nombre de la libertad, ahora, desde las filas whig y en nombre de la tradición y del respeto al Gobierno, condenaba la Revolución francesa, criticando con dureza Reflections on the Revolution in France, el libro del doctor Price que Wollstonecraft no había dudado en elogiar desde las páginas del periódico en el que escribía. Wollstonecraft, que suscribía los ideales que defendía la revolución —la quema de la Bastilla, escribió, «anunciaba el alba de un nuevo día y como un león a quien despiertan en su guarida, la libertad se levantó con dignidad y se sacudió tranquilamente»—, no podía tolerar las afirmaciones de Burke, según el cual los pobres «deben respetar la propiedad en la que no pueden participar» y, por tanto, «hay que enseñarles su consuelo en las proporciones finales de la justicia eterna». Apoyada por su editor Joseph Johnson, Wollstonecraft escribió un duro artículo de contestación a Burke: «Es posible, señor, hacer más felices a los pobres en este mundo sin privarlos del consuelo que les otorga usted de modo gratuito», y proseguía: «La caridad no es un reparto condescendiente de limosnas, sino una interacción de buenos oficios y mutuos beneficios, fundamentada en el respeto hacia la humanidad».

Extremadamente crítica con Burke y con la sociedad aristocrática inglesa, a la que acusaba de ir en contra de la libertad, Wollstonecraft solo recibió el apoyo de Johnson, que no dudó en publicarle su Vindicación de los derechos del hombre, un texto que puede considerarse como el borrador de la Vindicación de los derechos de la mujer y que está impregnado de los ideales de la Revolución francesa. En esta primera Vindicación, la autora no hacía ninguna diferencia entre sexos, su perspectiva era, principalmente, de clase y no de género, siendo, en gran parte, resultado del debate con Burke y de la constatación de la desigualdad en derechos y privilegios entre clases sociales. El término «hombre» utilizado por Wollstonecraft no apelaba al sexo masculino, sino a la colectividad, si bien no fue entendido de esta manera o, por lo menos, no quiso serlo. El hecho de que una mujer escribiera un texto sobre los derechos de los «hombres» fue, de inmediato, objeto de crítica y de burla; Walpole tardó muy poco en tacharla de «hiena con enaguas» y The Gentleman’s Magazine no tuvo reparos en publicar un artículo en el que se leía: «¡Los derechos del hombre expuestos por una bella dama! No puede ser que haya pasado la época de la caballería; a menos que los sexos se hayan intercambiado sus terrenos. […] Deberíamos pedir disculpas por reírnos de una bella dama, pero es que siempre nos habían enseñado a suponer que el tema indicado para el sexo femenino eran los derechos de las mujeres».

Las críticas, sin embargo, fueron compensadas con los elogios, la mayor parte de ellos provenientes de los sectores liberales —Thomas Paine afirmó estar orgulloso de tener una defensora como Mary— y el libro fue un éxito de ventas; sin embargo, las críticas habían calado en Wollstonecraft, quien asumió que si había algo urgente era reivindicar los derechos de las mujeres. Le bastaron tres meses para presentar, en enero de 1792, el manuscrito de Vindicación de los derechos de la mujer a su editor, que, una vez más, decidió apoyarla. Johnson era una rara avis entre sus pares: odiaba la injusticia en todas sus formas, defendía los derechos de las mujeres y de los judíos; estaba en contra de la esclavitud y del trabajo infantil. Al mismo tiempo, no era un «simple idealista con la cabeza en las nubes», todo lo contrario, era «un negociador sagaz y habilidoso», cualidades que lo convirtieron en uno de los editores de más éxito.

Johnson había creído en Wollstonecraft desde el primer momento, cuando le llegó el manuscrito de Reflexiones sobre la educación de las hijas, donde, con un estilo sencillo, carente de toda floritura, la autora abogaba por «mejorar la educación de las mujeres y ampliar el abanico de opciones con las que ganarse la vida siendo mujer». Tras ese texto, resultado de la experiencia personal de la propia Wollstonecraft como profesora y de su atenta lectura de Rousseau, Wollstonecraft escribiría Mary, una novela en la que plasmaba a través de su protagonista las ideas defendidas en su primer ensayo, y Relatos originales de la vida real. Todos estos textos junto con la primera Vindicación sirvieron como preparación para escribir la obra que la consagraría definitivamente: Vindicación de los derechos de la mujer. En su ensayo, Wollstonecraft partía de Locke, Rousseau o Adam Smith para sostener la idea de que la mujer no puede ser considerada ni biológica ni socialmente como un ser inferior.

La autora contestaba así a una idea plenamente asumida y defendida por parte de los teóricos en cuyas obras ella se había formado y asumida también por parte de las mujeres que, «educadas para no tener nada en la cabeza, […] se enorgullecían de su fragilidad», considerando «su debilidad como un activo». Para Wollstonecraft, las mujeres «no eran intrínsecamente menos racionales que los hombres, ni carentes de temple moral», pero eran educadas para serlo, puesto que, como sostenía el propio Rousseau, la educación tenía como objetivo convertir a la mujer en el ser que el hombre quería que fuera: «La educación de las mujeres siempre debe ser relativa a los hombres. Agradarnos, sernos de utilidad, hacernos amarlas y estimarlas, educarnos cuando somos jóvenes y cuidarnos de adultos, aconsejarnos, consolarnos, hacer nuestras vidas fáciles y agradables: estas son las obligaciones de las mujeres durante todo el tiempo y lo que debe enseñárseles en la infancia». Frente a esta postura, la contestación de Wollstonecraft no podía ser más contundente: «La libertad es la madre de la virtud, y si por su misma constitución las mujeres son esclavas, y no se les permite respirar el aire vigoroso de la libertad, deben languidecer por siempre y ser consideradas como exóticas y hermosas imperfecciones de la naturaleza».

El libro no dejó indiferente a nadie y, si bien sus detractores no se quedaron atrás, los aplausos se impusieron. A pesar de ello, Wollstonecraft no quedó del todo satisfecha, sentía que habría podido «escribir un libro mejor», más complejo en sus planteamientos, consciente de que esa complejidad implicara repensar las cuestiones planteadas desde una perspectiva general, es decir, retomar, en cierta manera, el carácter de la primera Vindicación e incluir la defensa de los derechos de la mujer en una defensa de un nuevo modelo de sociedad, más igualitaria, menos autoritaria y más libre. «Me siento apenada, sumamente apenada al pensar en la sangre que ha manchado la causa de la libertad en París», escribirá poco tiempo después de llegar a París, en 1792, ciudad donde aquellas ideas que habían quedado in nuce en sus ensayos se desarrollarán en sus textos periodísticos y personales, y donde encontrará, en parte, el modelo de sociedad que ella deseaba para su Inglaterra natal: «La Revolución había influido para bien en las vidas de las mujeres, otorgándoles privilegios legales significativos», y, en efecto, en 1791 se había legalizado el divorcio y se había permitido a las mujeres heredar. En las filas de los liberales se abogaba por legalizar el voto femenino y la sociedad francesa demostraba una gran apertura con respecto a la sexualidad: Su amiga, Helen Maria «vivía con un inglés casado, John Hurford Stone, lo cual no impedía que en sus fiestas del domingo por la noche se llenara de visitas su salón. Madame de Staël estaba embarazada de su amante», y a los parisinos, cada vez más, «les costaba tomarse en serio los votos maritales».

Tras dejar París en 1795, Wollstonecraft realizó un viaje por el norte de Europa y, una vez más, volvió a romper esquemas. Dejó de lado su trabajo como corresponsal y se adentró en la literatura de viaje, «un género habitualmente reservado a los hombres». En pocos meses, escribió Cartas escritas durante una corta estancia en Suecia, donde la autora mezclaba el relato autobiográfico con reflexiones políticas, para las cuales su trabajo como periodista y su estancia en París habían sido determinantes. Como apunta Charlotte Gordon, estas cartas componen algo más que «un autorretrato encantador», es «un viaje psicológico y uno de los primeros exámenes explícitos de la vida interior de un escritor […], es un libro reflexivo e innovador, un anuncio emocional, pero también filosófico, de las metas artísticas de su autora, que con él pone en marcha una revolución artística».

Sus Cartas pondrán fin a un recorrido intelectual y literario sólido, del que, sin embargo, todavía hoy se tienen pocas noticias. Si bien es cierto que su Vindicación de los derechos de la mujer es hoy un texto clave de toda historia del feminismo, sus textos periodísticos así como sus críticas literarias han sido completamente ignorados, al menos por lo que se refiere al campo literario español, donde solamente fueron traducidas sus dos Vindicaciones y sus Reflexiones sobre la educación de las hijas. Reivindicar a la ensayista, la periodista y la narradora Mary Wollstonecraft es hoy más necesario que nunca, reivindicarla es la única manera de salvarla de ese olvido al que fueron condenadas tantas autoras, excluidas de un canon en el que ellas, las mujeres, no tenían ni presencia ni voz.

¿Cuándo Bonaparte dejó de ser Bonaparte para pasar a ser Napoléon?

Fuente: Historias de la Historia

Autor: JAVIER SANZ

Esta redundante pregunta aparece en la mente de cualquiera que haya leído una biografía del corso que gobernó Francia, ya que enseguida se puede observar esta diferencia entre el joven general Bonaparte y el emperador Napoleón I. Pero ¿cuándo Bonaparte se convirtió en Napoleón? ¿Por qué dejó de ser un ciudadano o un primus inter parespara convertirse en un emperador muy próximo a ser un dios al estilo greco-romano? ¿Qué le hizo cambiar su idealismo revolucionario por el absolutismo? ¿El poder? ¿La fama? ¿La idolatría de los demás? ¿Será cierto aquello de «el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente»?

El cambio oficial que sufrió este personaje, el cambio que le llevó a abandonar su categoría de ciudadano Bonaparte para ser simplemente Napoleón, es la coronación en la Catedral de Notre Dame de París el 2 de diciembre de 1804. Este acto simboliza el ascenso definitivo que el corso había ido asumiendo a lo largo de los cinco años de consulado. Sin embargo, este solo sería la transformación de cara al público y la opinión internacional, el auténtico cambio había tenido lugar en otro momento. Divagar sobre una fecha exacta sería un error, ya que es imposible fechar un pensamiento de un hombre que hace dos siglos que murió, pero podríamos llegar fácilmente a una conclusión razonable si tenemos en cuenta dos fechas clave de la vida de Napoleón. En primer lugar, el 9 de noviembre de 1799: apoyado por el ejército y diversos políticos, Napoleón dio un golpe de estado que lo llevó a convertirse en Cónsul de la República de Francia. Dejando de ser un mero espectador de la intrincada política revolucionaria para pasar a ser un actor protagonista del juego. Y, en segundo, el 2 de diciembre de 1805: exactamente un año después de su coronación, cerca del pequeño pueblo de Austerlitz —en la actual República Checa—, la Grande Armée de Napoleón derrotó de forma increíble a los ejércitos de la Tercera Coalición.
Teniendo en cuenta estos dos hechos, con los que Napoléon llegó a lo más alto, debemos suponer que la fecha que buscamos se encuentra entre ellos, pero ¿cuándo exactamente?

Antes de pasar a concretar una fecha, deberíamos tener en cuenta los motivos que provocaron este “cambio radical” en la mentalidad de Napoleón que estuvieron en su forma de ser desde que ingresó en la Escuela Militar de Briennes, y fueron también los motivos que lo hicieron sobrevivir a lo largo de su carrera. Hemos estado hablando del poder, incluso podríamos afirmar que el principal motivo de su cambio fuera este, pero más que el poder lo que era típico de la personalidad del Emperador no era en sí el poder, sino el deseo de poder, es decir, la ambición. Fue esta la que lo llevó a triunfar en Toulon, en Austerlitz, y en una larga lista de campos de batalla; incluso, le favoreció en su regreso después del exilio en Elba. Pero al mismo tiempo fue esta la que lo perdió en Moscú, Leipzig o Waterloo, llevándolo a su desgraciado final en Santa Elena.

Ya puestos en precedentes —tanto de historia como de “psicología napoleónica”—, debemos considerar que, aun siendo el líder de Francia, entre 1799 y 1803, Napoleón seguía considerándose hijo de la Revolución y un ferviente seguidor de sus ideales. No sería hasta que el ministro de policíaFouché le sugirió el Imperio a finales de 1803, que se le pasaría por la cabeza tal idea, ya que el joven Bonaparte era un hombre con unas ideas firmes. Por lo que el golpe de estado de finales de 1799 no fue la fecha que le hizo cambiar. Pero, si lo pensamos bien, tampoco debe ser la coronación de diciembre de 1804, ya que en ese instante ya se había producido el cambio, en aquel momento ya se creía alguien lo suficientemente poderosos como para coronarse a sí mismo. Entonces, ¿qué sucedió durante la primera mitad de 1804 que implicará un cambio en el equilibrio de poderes internos y externos de Francia, que hiciera que Napoleón se creyera invencible? El 21 de marzo de 1804 la oposición al gobierno de Napoleón fue eliminada. El pariente más cercano a los Borbones, y muy posible líder de las conspiraciones contra Napoleón, el Duque de Enghien, fue secuestrado y ejecutado de forma sumaria, logrando, de este modo, que el pequeño corso actuara por primera vez como un dios, eliminando a un hombre a su placer y deseo, a pesar de que se acepta que tal vez no estuvo involucrado directamente.

"El arresto del duque de Enghien" de  Alphonse Lalauze

Podríamos afirmar, y estaríamos en lo cierto, que después de la muerte del Duque de Enghien, Napoleón ya no tenía enemigos que no lo temieran, estaba solo ante el poder, era el único que podía dirigir Francia hasta la cumbre. Esto, junto a su carácter claramente ambicioso, provocó que el mismo se cargara encima sus espaldas el peso de un país, de un imperio, y fue también el factor que hizo que el corso cambiara el chip —a pesar de que en los discursos y arengas se siga considerando hijo de la Revolución— para pasar de ser un joven militar idealista y ferviente seguidor de los ideales revolucionarios, a un monarca absoluto ilustrado con el único objetivo de ser el amo de Europa y del Mundo.

Waterloo en sangre y tinta.

Carga de la caballería británica durante la batalla de Waterloo

Fuente: eldiario.es

Autor: Joaquín Torán

El domingo 18 de junio de 1815 llovió intensamente. El suelo se embarró de tal forma que apenas se podía maniobrar. Los soldados se trababan en combates cuerpo a cuerpo, a bayonetazos. Los cadáveres, despedazados por el fuego de artillería, salpicaban el escenario. Las tropas aliadas, un contingente heterodoxo formado por holandeses, belgas renuentes a formar parte del yugo imperial napoleónico, británicos y alemanes, estaban dirigidas por Arthur Wellesley, el duque de Wellington, y por el septuagenario príncipe Gebhard Leberech von Blücher, un duro general que se creía embarazado de un elefantito. Del otro lado, estaba el feroz ejército de Napoleón. Ambos cuadros se habían masacrado durante dos días en las accidentadas inmediaciones de Bruselas.

El decisivo enfrentamiento entre Napoleón y sus adversarios se inició a las 11.30 y se prolongó durante casi doce horas. Aunque la victoria estuvo a punto de inclinarse varias veces del lado francés, con un Ejército más numeroso y fiero, fueron los sucesivos errores de sus mandos los que terminaron por decantar la batalla.

Napoleón encargó la dirección y planificación de la contienda al mariscal Ney, «el más valiente entre los valientes», un soldado aguerrido pero impetuoso, cuya precipitación acabó condenando a su Ejército. Además, el emperador vitalicio (ostentaba el rango como concesión de sus antiguos enemigos) cometió el peor error posible en un militar experimentado: subestimó al rival. Napoleón creyó en todo momento poder separar al Ejército británico del prusiano, machacarlos por separado, y plantarse en apenas una jornada en el palacio real de Bruselas. La realidad, sin embargo, fue que su milagroso regreso del exilio mantuvo al mundo en vilo durante aproximadamente cien días.

Las consecuencias de la derrota de Napoleón se extendieron por toda Europa. El declive del general puso fin a las aspiraciones independentistas de los polacos, cuyas tierras pertenecían al imperio ruso. Entre sus más insignes miembros, se encontraba el conde Jan Potocki. Viajero infatigable, matemático, soldado, Potocki debe su fama universal a Manuscrito encontrado en Zaragoza (1804-1805), novela gótica que nace de sus experiencias bélicas napoleónicas. Al descubrir que el mundo que soñó se desintegraba, enfermo de neurastenia, se disparó en diciembre de 1815 un tiro en su biblioteca. La bala la fabricó limando una cucharilla de plata.

'La carga de los escoceses grises en Waterloo', de Stanley Berkeley

Una batalla muy literaria: humanidad y épica

Las noticias del triunfo aliado no tardarían en propagarse. Cuando el mayor Percy, hijo de buena familia, realizó su memorable viaje para presentarse ante la plana mayor del Gobierno inglés con la noticia del triunfo, cuentan que el habitualmente contenido príncipe regente, ante quien debía responder, chilló histéricamente. Es una anécdota más de las numerosas que se conocen sobre aquella batalla. Muchos de sus participantes, así como de los testigos de aquellos días, sabedores de la trascendencia del conflicto, llenaron páginas sobre sus impresiones y sobre maniobras técnicas. La batalla de Waterloo es una de las más estudiadas de la historia. Ayuda la abundancia de datos sobre la misma.

Un buen manual sobre lo que fue y supuso Waterloo acaba de llegar a las librerías.Waterloo. La historia de cuatro días, tres ejércitos y tres batallas (Edhasa) es el último libro del escritor Bernard Cornwell, especialista en novela histórica. Cornwell posiblemente sea uno de los mayores expertos en aquel conflicto que «lo cambió todo». En 1981 creó al fusilero Richard Sharpe, protagonista de 22 novelas en las que se narra su participación en importantes acontecimientos de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Sean Bean le puso rostro televisivo.

La postrera aparición del fusilero será en la decisiva famosa batalla en suelo belga.  Sharpe en Waterloo, de 1992, encumbró a Cornwell como estudioso: su vívida y honesta recreación es de las mejores que se han escrito sobre el 18 de junio de 1815. Su reciente ensayo sigue esa estela de honestidad y viveza.

Cornwell, en contra de lo que es habitual dentro de la triunfalista historiografía británica, no se decanta por ningún bando. Su obra es amena, exhaustiva, logra embutir al lector dentro de una casaca y situarlo, con pavor, en los bucólicos páramos devastados de Bélgica.

El mayor de sus méritos es el de transmitir la sensación de chapuza, improvisación y desbandada que caracterizó las últimas jornadas guerreras de un Napoleón en el ocaso. El escritor priva de toda épica el conflicto, rebajándolo a su dimensión humana. Nada que ver con Arthur Conan Doyle.

'La carga de los coraceros franceses en Waterloo', H.F. Philippoteaux

Mundialmente conocido por ser el padre del detective Sherlock Holmes, Conan Doyle suspiró por ser más bien reconocido como escritor de novelas históricas. Él mismo se declaraba más partidario de este tipo de literatura. Como buen novelista británico de su tiempo, se atrevió con todos los géneros populares. Sus relatos de terror son muy dignos. La novela policíaca dio en sus manos un salto cualitativo como pasatiempo de salón.

Conan Doyle admiraba y temía a Napoleón. Concibió una serie humorística y casi picaresca sobre el brigadier Gerard, soldado del Ejército francés. Del narrador escocés es también esta frase: «Estaba muy bien pintar caricaturas suyas (del general francés), y cantar tonadas burlescas sobre él, y considerarle un usurpador, pero yo he de hablar acerca del miedo que despertaba ese hombre, y que se extendió como una sombra negra sobre toda Europa». Pertenece a  La gran sombra(Valdemar), una novela breve, de algo más de cien páginas, llena de momentos hermosos, como corresponde a un libro melancólico y triste.

En La gran sombra (1892), Conan Doyle cede el protagonismo a dos amigos campestres que acaban enrolándose contra Napoleón para consumar una venganza. La presencia del general es una amenaza paralizante. El escritor le otorga un cameo imponente. También se tomará la licencia de convertir en personaje de ficción al abogado, y posterior novelista, Walter Scott; en su ficción, Scott luchaba contra el temible enemigo francés, algo que jamás hizo en la realidad. Fue, eso sí, uno de los primeros europeos en visitar el campo de batalla tras el armisticio y en hablar con veteranos.

A Waterloo le dedicó un poema, por el que no quiso percibir nada: las ganancias las destinó a un fondo para viudas y huérfanos de la guerra. El poema, tremendamente flojo, no figura entre lo más granado de su producción.

Una batalla muy literaria: el desencanto y la crítica

Para tener una visión modélica, en la ficción, de lo que fue Waterloo, hay que dejar de lado la documentada imaginación de Conan Doyle y recurrir a las fuentes. En la práctica, La Cartuja de Parma, de Stendhal, lo es. Marie-Henri Beyle, verdadero nombre del autor, participó como intendente militar, y testigo de excepción, en varias de las campañas del Gran Corso, hasta su primera caída en 1814. Con él estuvo en Brunswick, en España, en Italia. Coincidía con el general en sus simpatías republicanas.

La Cartuja de Parma es casi su testamento literario: compuesta en apenas dos meses durante 1839, es una novela marcada por la pasión. Es, además, la catarsis de un hombre acuciado por la soledad y el desafecto. Su estampa de Waterloo no es amable. Tiene visos de locura, de pesadilla. Sitúa a Fabricio, su ingenuo protagonista, en un escenario presidido por el estrépito y la barahúnda, en el que se mata y se sobrevive de manera infame.

Esta aproximación descarnada a la batalla, alejada de cualquier atisbo romántico, disgustó a sus contemporáneos franceses, salvo a Balzac. León Tolstói, afrancesado como la mayoría de nobles de su país, admitiría haberse enamorado de esas pocas y cruentas páginas y de haberlas usado para su retrato de Austerlitz, uno de los más sonados éxitos de Napoleón, en su monumental Guerra y paz (1865).

Stendhal escribe: «Con que la guerra no era ya aquel noble y común arrebato de almas generosas que él (Fabricio) se había imaginado por las proclamas de Napoleón». El desencanto del ferviente republicano francés es mayúsculo. La magnitud de esta distancia es clamorosa, por proferirla quien dedicara una incompleta biografía, y varias escenas en Rojo y negro (1830), al amado general.

En esa sentencia, se opuso al juicio de Victor Hugo cuando proclamaba que «Waterloo no fue una batalla sino un cambio de frente por parte del Universo». La derrota francesa sólo pudo deberse, refiere el autor de Los miserables, y así lo creyeron muchos de sus compatriotas, a inescrutables disposiciones del Destino. La propaganda napoleónica, auspiciada por el propio Emperador, hizo creer en la imbatibilidad de Francia y en la invencibilidad de Napoleón. El corso, cultivado como era, amaba a los hagiógrafos latinos.

La visión mítica de Napoleón no fue compartida por todos los franceses. Por ejemplo, los escritores Erckmann-Chatrian, que formaban un talentoso y exitoso tándem, serían muy críticos con la política de movilización y levas implantada por el general. Quizás les pesaba el origen: Émile Erckmann y Alexandre Chatrian eran oriundos de Lorena, región disputada por Francia y Alemania a lo largo de la historia. Waterloo (1865), secuela de Historia de un recluta de 1813 (1864), es un alegato antibelicista que rehúye el entusiasmo.

El general Rapp informa a Napoleón de la carga contra los rusos, pintura del barón Gérard

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Denis Diderot o la pasión.

Autora: María José Villaverde.

Fuente: El País, 5/X/2013

Sapere aude:atrévete a pensar por ti mismo, a cribar las creencias religiosas establecidas, las ideas políticas convencionales, las concepciones científicas tradicionales, las costumbres, la moral… Bajo ese lema ilustrado y en el salón de la rue Royale del barón D’Holbach, se reunieron dos veces por semana durante un cuarto de siglo los librepensadores e intelectuales más avanzados de su época. En torno a una mesa de platos refinados y de vinos exquisitos destacaba el verbo apasionado del más audaz de todos ellos, Diderot.

Denis Diderot, que se convertirá en la punta de lanza de la Ilustración radical, había nacido el 5 de octubre de 1713 en Langres (Francia). Cuando, con 15 años, aterriza en París para ingresar en uno de los grandes colegios jesuitas, el Louis-le-Grand, vivero de personajes célebres como Molière o Voltaire, es un devoto muchacho de provincias que se prepara para ser sacerdote pero que será, más tarde, arrastrado hacia la vida bohemia. Como tantos otros plebeyos desde Rousseau a Raynal (su padre era un próspero forjador de cuchillos), conquistará París y acabará siendo el alma del salón de D’Holbach.

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