Los afrancesados: ilustres y perseguidos

El cuadro de Goya «La Verdad, el Tiempo y la Historia». (afrancesados Goya La Verdad, el Tiempo y la Historia)

Autora: MARÍA PILAR QUERALT DEL HIERRO

Fuente: La Vanguardia 22/08/2019

La crisis de la monarquía española se precipitó en los primeros años del siglo XIX. El vertiginoso ascenso de Manuel de Godoy, favorito de Carlos IV y María Luisa de Parma, había puesto en entredicho la moralidad pública y privada de la familia real. La sospecha de que el monarca pretendía hurtar la Corona a su legítimo heredero, el futuro Fernando VII, a favor de Godoy desencadenó en marzo de 1808 el llamado Motín de Aranjuez.

Esta insurrección popular, acaudillada por unos cuantos aristócratas, conllevó la abdicación del Rey en su hijo. La coyuntura fue aprovechada por Napoleón –a quien Carlos IV había solicitado ayuda– para atraer a la familia real a Bayona y, una vez allí, obligar a Fernando VII a devolver la Corona a su padre. La maniobra dio el resultado que Bonaparte esperaba.

José Bonaparte, hermano de Napoleón, y situado por este en el trono español.
José Bonaparte, hermano de Napoleón, y situado por este en el trono español. (TERCEROS)

Recuperado el trono, Carlos IV lo puso a disposición de Napoleón, quien de inmediato situó en él a su hermano José, mientras Fernando VII quedaba recluido en el castillo de Valençay. Sus padres y Godoy iniciaban un exilio forzoso, compensado por una cuantiosa renta otorgada por el Gran Corso.

Herederos de la Ilustración

No es de extrañar, pues, que en tal situación, con el descrédito planeando sobre los Borbones, un sector de la población aceptara de buen grado la posibilidad de un cambio dinástico. E incluso que, además de por prudencia, una selecta minoría lo hiciera por seguir sus más profundas convicciones. Estos eran los herederos intelectuales de los ilustrados reformistas que a mediados del siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III, habían intentado difundir la filosofía del Siglo de las Luces, basada en el dominio de la razón y en el espíritu de la Enciclopedia.

Entre estos fieles a la causa de José Bonaparte abundaban los nobles, los eclesiásticos y los terratenientes partidarios del régimen absoluto. Leales al principio monárquico, juraron sus cargos en defensa de la institución por encima de la legalidad dinástica. Esta elite ilustrada preconizaba la necesidad de llevar a cabo desde el poder determinadas reformas políticas y sociales, así como la conveniencia de evitar un enfrentamiento bélico con Francia.

Lo necesario era contar con un monarca digno y avalado por la rectitud de su conducta.

De hecho, entre las múltiples consecuencias de la guerra temían que una contienda y el consiguiente vacío de poder incentivase los propósitos independentistas de las colonias americanas. En su proyecto político, solo una monarquía reformista y puesta al día podía evitar la desmembración de la nación. Lo necesario era contar con un monarca digno y avalado por la rectitud de su conducta. Si, además, su vínculo con la Revolución Francesa permitía pensar que salvaría a España de su atraso social y económico, mejor que mejor.

Este pensamiento político se define por sí solo en las palabras de un célebre afrancesado, el escritor Leandro Fernández de Moratín. En respuesta a la promesa del nuevo rey de garantizar “la integridad y la independencia de España” y los “derechos individuales de los ciudadanos”, Moratín escribió: “Espero de José I una extraordinaria revolución capaz de mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la razón, la justicia y el poder”.

Perseguidos durante la guerra

Mientras la mayoría de españoles se levantaba en armas contra las tropas bonapartistas, el nuevo monarca solo encontraba apoyo en los afrancesados. El rey trataba de iniciar una reforma política y social encaminada a recortar el poder de la Iglesia y la nobleza a favor de la burguesía. El Estatuto de Bayona, promulgado en julio de 1808 y redactado por ilustres afrancesados, había puesto de relieve el alcance de aquellas transformaciones en ámbitos como la enseñanza, el derecho o la religión.

El escritor Leandro Fernández de Moratín fue uno de los afrancesados de mayor prestigio.
El escritor Leandro Fernández de Moratín fue uno de los afrancesados de mayor prestigio. (TERCEROS)

Así, se llevaron a cabo importantes medidas, como la igualdad contributiva o la desamortización de los bienes de conventos. Pero el propio curso de la guerra, la falta de fuentes financieras y el contrapoder simbolizado en la Junta Central (máximo órgano gubernativo de la España no ocupada) se erigieron en graves obstáculos para el desarrollo de las acciones reformistas. En este clima tan adverso, la situación de los partidarios de José I no fue fácil.

En las zonas ya liberadas de la ocupación gala, la Junta ordenó incautaciones y amplió el número de proscritos “ingratos a su legítimo soberano, traidores a la patria y, como tales, acreedores de toda la severidad de las leyes”. A ello se unió la vandálica actitud de los ciudadanos. Fueron muchos los casos de linchamiento de presuntos simpatizantes con la causa del invasor a cargo de sus propios convecinos.

En esta postura no dejaba de haber un importante componente social, puesto que, por lo general, en las pequeñas poblaciones el afrancesado pertenecía a la elite local de la villa (el médico, el boticario, el maestro…), mientras que el grueso de sus agresores nacía del pueblo llano.

Las Cortes de Cádiz

De modo paralelo al transcurso de la guerra tuvo lugar un hecho histórico tan solo comprensible por el excepcional contexto que atravesaba el país. Debilitado el poder de la Junta Central tras una serie de derrotas militares, este órgano de gobierno, refugiado en Cádiz, dio paso a una regencia colectiva. En aquella ciudad, foco de liberales antibonapartistas, se produjo en 1810 una reunión a Cortes.

Su situación no hizo más que empeorar a lo largo de 1813, a medida que se hacía patente el fin de la soberanía de José Bonaparte.

Dos años más tarde sus diputados promulgaban una constitución de marcado talante liberal, con reformas de carácter más avanzado que las propuestas por José Bonaparte, en la que se reconocía a Fernando VII como rey de España. Pero no como rey absoluto, sino como monarca constitucional. Precisamente, el retorno de este a España acabaría con tal sueño.

Por su “colaboración con el enemigo”, los afrancesados fueron en su mayor parte incapacitados para desempeñar cargos públicos durante las Cortes de Cádiz. Su situación no hizo más que empeorar a lo largo de 1813, a medida que se hacía patente el fin de la soberanía de José Bonaparte. El monarca ofreció una salida digna para aquellos que aún no habían sido detenidos y con cuyo favor había contado.

Para ello organizó caravanas enteras con destino a la frontera francesa. Tras la batalla de Vitoria, que puso el final definitivo a la aventura napoleónica en España, la expedición de fugitivos que cruzaron el Bidasoa constaba de unos doce mil componentes.

Cae el rey José I

La vida de los afrancesados se complicó terriblemente a la caída del régimen josefino. La reacción popular fue terrible: venganzas, linchamientos, denuncias… La represión oficial, al menos, conseguía que se respetase la integridad física de los implicados, que solo podían defenderse mediante pliegos y pliegos de descargo redactados con el fin de librarse del estigma de su colaboracionismo.

Promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812. (TERCEROS)

Para controlar el proceso depurador se creó un tribunal que instruía procesos y recogía testimonios y apelaciones a favor o en contra de los encausados. Las prisiones se llenaron hasta rebosar y, para concentrar a los detenidos, hubo que habilitarse un sector del madrileño parque del Retiro. El rigor de la justicia y un irracional deseo de venganza no se paraban ante persona alguna por mínima que hubiese sido su implicación.

Desengaño en el exilio

Los exiliados confiaban en que Francia les compensaría de los servicios prestados al hermano del emperador. Sin embargo, la respuesta gala fue muy distinta de lo que esperaban. Concentrados en la región de la Gironda, el Estado francés ni siquiera escuchó las continuas peticiones de José Bonaparte a favor de quienes le habían ayudado. Por fin, hubo de hacerse cargo de ellos personalmente mediante la entrega de un millón de francos de su peculio particular.

Tras censarles, se les adjudicó residencia fija y se les concedió una cantidad de dinero proporcional al número de componentes de la familia. Los españoles estaban convencidos de que el exilio sería algo pasajero. De ahí que sobrellevaran su situación con buen talante. Había llegado hasta ellos el rumor de que, en las conversaciones de paz entabladas entre el duque de San Carlos en nombre de Fernando VII y el embajador La Forest, representando a Napoleón, se establecía que cuantos habían servido a José I recuperarían su condición civil, sus posesiones y sus cargos.

El 2 de mayo en Madrid, ilustrado por el pincel de Francisco de Goya. (TERCEROS)

Por otra parte, la firma del Tratado de Valençay, que ponía fin a la contienda, abría las puertas a un posible retorno de los exiliados gracias a un decreto de amnistía que esperaban se promulgase con motivo de la onomástica del rey, Fernando VII, en 1814.

La represión final

No contaban con el carácter avieso e inmisericorde del nuevo monarca. Este inició un durísimo proceso represivo contra todos aquellos que, en mayor o menor medida, habían colaborado con el invasor. Se establecieron cuatro tipos diferentes de delito: en primer lugar, se dictaminaban las penas de los que habían sido solicitados para cualquier cargo o implicación con el nuevo régimen pero lo habían rechazado.

En segundo, los castigos para quienes habían continuado en sus puestos durante el gobierno de José I, aun sin participar ideológicamente del mismo. Le seguían las sanciones destinadas a los que habían obtenido prebendas y honores. Y por fin, como última y más grave categoría, se dictaban las penas para los que habían realizado proselitismo o habían destacado por los servicios prestados a la causa josefina.

Joaquín Sorolla ilustra así el levantamiento contra los franceses en el cuartel de Monteleón de Madrid.
Joaquín Sorolla ilustra así el levantamiento contra los franceses en el cuartel de Monteleón de Madrid. (TERCEROS)

La consecuencia fue la expatriación perpetua de todos los ministros, consejeros de Estado, cargos políticos, dignidades eclesiásticas, títulos nobiliarios, militares o embajadores que habían colaborado con el gobierno de José I. Es decir, casi cinco mil personas, puesto que la medida se hacía extensiva a las esposas y familiares directos de los implicados.

Pese a las innumerables súplicas, pliegos de descargo, cartas y alegatos dirigidos a Fernando VII, en que los exiliados explicaban y razonaban sus diferentes posturas, la situación empeoró. Sobre todo durante la efímera vuelta al trono francés de Napoleón en 1815, en la que estos se manifestaron dispuestos a colaborar con el emperador. Con ello, tras la caída definitiva del Imperio napoleónico, el retorno de los exiliados a su patria resultó impensable.

Lanzando sus dardos represores contra afrancesados y liberales, el absolutismo fernandino pudo asentarse. Sólo en 1820, cuando el paréntesis del trienio liberal restableció la Constitución de 1812, las fronteras se abrieron para acoger a los expatriados. Para entonces, muchos ya habían muerto. Otros reemprenderían el camino del exilio en 1823, cuando, gracias a la ayuda de otro ejército francés, el de los Cien Mil Hijos de San Luis, garantes del absolutismo en Europa, se suprimieron de nuevo las garantías constitucionales. Había llegado el exilio definitivo para los afrancesados.

El Congreso de Viena: cuando Europa quiso congelar el tiempo

Caricatura sobre el equilibrio de poderes entre las grandes potencias, cuyo logro fue uno de los objetivos de las reuniones en Viena. (Wikimedia Commons)

Autor: JOSEP TOMÀS CABOT

Fuente: La Vanguardia 20/12/2019

En 1814, las potencias que habían derrotado a Napoleón se reunieron en Viena para reorganizar Europa. El reparto del pastel territorial sería duradero, pero no la pretensión de regresar a los valores del Antiguo Régimen.

Napoleón Bonaparte, hijo de la Revolución Francesa, representó en un determinado momento las ideas políticas y sociales implantadas en su país por el pueblo llano y la burguesía a partir de 1789. El joven Bonaparte consiguió, con el ejército popular de la República, dirigido por su genio militar, extender por todo el continente la influencia francesa.

Había modificado fronteras, impuesto alianzas que parecían antinaturales (llegó a casarse con la hija del emperador de Austria, uno de los soberanos más absolutistas del mundo), creado nuevas naciones satélites de Francia y transformado en el seno de muchas de ellas el pensamiento político y económico, así como su gobierno efectivo.

Pero alcanzó un poder personal absoluto con el que no habrían estado de acuerdo los revolucionarios de 1789. Quince años después, en 1804, se hizo proclamar emperador. ¿Había sido infiel a sus ideales? Es posible. Pero Europa se sometía a sus deseos, y ello significaba una espectacular grandeur para Francia. Por este motivo, sus compatriotas le perdonaban lo que pudo parecer una traición ideológica.

Las monarquías europeas se tambalearon durante mucho tiempo, pero la victoria de la última gran coalición antinapoleónica en Leipzig y la entrada en París de los aliados victoriosos, en marzo de 1814, obligaron a Napoleón a abdicardejando paso a la Restauración (en la persona de Luis XVIII) de la monarquía francesa decapitada en 1793.

La delegación rusa ocupaba un lugar muy destacado entre las potencias vencedoras en Viena

El emperador, abatido, buscó entonces la protección de los ingleses, que habían sido sus más tenaces adversarios, y aceptó resignado lo que ellos le ofrecían: un dorado retiro en la isla de Elba, en medio del Mediterráneo, no lejos de su amada cuna corsa, de sus antiguos intereses y de sus viejos amigos.

Cita diplomática en Viena

Con la creencia de que había pasado el peligro, firmada la Paz de París y alejado Napoleón del escenario de sus fulgurantes acciones bélicas, su suegro y sempiterno enemigo, el emperador de Austria Francisco I, convocó un congreso internacional en la capital de su imperio. Esta cita diplomática tenía como finalidad la reorganización política e ideológica de Europa, alterada durante muchos años por la Revolución Francesa y las campañas de Napoleón.

Aquel continente que en 1814 sentía, a través de sus clases más trasnochadas –monarquías fantasmagóricas y rancia nobleza estéril–, la falsa seguridad y la engañosa satisfacción de haberse recobrado a sí mismo, ya comenzaba a llamarse entonces “la Europa de la Restauración” y quería asegurar su propio futuro, un largo futuro sin más sobresaltos, ni revoluciones cruentas ni cambios de ningún tipo.

Con este objetivo se reunieron entonces en Viena todos los enemigos de Napoleón y algunos de sus antiguos aliados (los reyes de Sajonia y Dinamarca, por ejemplo) para discutir las soluciones planteadas por los vencedores. Entre estos, la delegación rusa ocupaba un lugar muy destacado.

El diplomático francés Charles Maurice de Talleyrand, uno de los protagonistas del congreso.
El diplomático francés Charles Maurice de Talleyrand, uno de los protagonistas del congreso. (Wikimedia Commons)

Estaba encabezada por el propio zar, Alejandro I, dispuesto a gestionar personalmente los negocios públicos de su país, del mismo modo que había dirigido sus tropas cuando entraron en París medio año antes. Le acompañaban sus más fieles consejeros, entre ellos, su ministro Nesselrode y el conde Razumovski, antiguo embajador en Austria y uno de los personajes más cultos, ricos e influyentes de la época.

Durante aquellos meses, Razumovski demostró ser un diplomático eficaz para los intereses rusos. La sociedad vienesa apreció, además, el delicado gusto artístico del diplomático ruso, de quien se decía que era hijo de Catalina la Grande.

Los prusianos acudieron con su rey Federico Guillermo III a la cabeza, convencidos de que el trabajo en el congreso no lo haría el soberano, poco dotado para las sutilezas políticas, sino sus plenipotenciarios Hardenberg y Humboldt (Wilhelm, hermano del famoso naturalista). Por su parte, la monarquía inglesa estuvo representada primero por lord Castlereagh, embajador antipático pero eficaz en las cuestiones políticas, y con posterioridad por el duque de Wellington.

Los franceses, que acudían como derrotados, cariacontecidos y humildes, tuvieron al frente de su delegación al incombustible Talleyrand, que en poco tiempo logró cambiar los papeles. El antiguo ministro de Napoleón, político brillante y eterno conspirador, actuó como un patriota en el Congreso de Viena, y suyos fueron los grandes éxitos. Talleyrand consiguió sentar en Europa el principio del respeto a Francia y el de la titularidad borbónica del trono francés.

También los españoles, los portugueses y los representantes de varios estados germánicos, eslavos y nórdicos, así como los enviados desde los Estados Pontificios, se sentaron en las mesas de negociación y pudieron defender sus reclamaciones con mayor o menor fortuna.

El secretariado del congreso estuvo a cargo del diplomático austríaco Von Gentz, pero el alma del mismo fue siempre el omnipotente ministro Klemens von Metternich, apasionado partidario del Antiguo Régimen. Pese a no intervenir en las discusiones políticas, el emperador austríaco tuvo buen cuidado en organizar la vida y el ocio de sus ilustres invitados.

El príncipe austriaco Klemence Von Metternich, gran opositor del liberalismo.
El príncipe austriaco Klemence Von Metternich, gran opositor del liberalismo. (Wikimedia Commons)

Cambios en la delegación inglesa

En marzo de 1815 continuaban las sesiones de trabajo sin grandes novedades. Solo había ocurrido un hecho destacable. El delegado inglés lord Castlereagh, soberbio y huraño, pero considerado una de las mentes más sólidas en aquellas reuniones políticas, había sido sustituido por voluntad de sus superiores y obligado a regresar a Londres.

Desde principios de febrero, el nuevo representante británico en Viena era el famoso general Wellesley, duque de Wellington, coronado de laureles desde sus recientes campañas victoriosas en Portugal y España. Pero lo más sorprendente del cambio para casi todos los asistentes al congreso no fue la sustitución de un diplomático por otro, sino la llegada de una mujer joven, bella y fascinante, la cantante francesa Madame Grazy –amante de Wellington–, que enseguida pasó a ocupar el lugar dejado vacante por la esposa necia y poco agraciada de Castlereagh.

Justo un mes después de su llegada, Wellington, al igual que los otros grandes personajes reunidos en Viena, recibió una noticia estremecedora. Napoleón había escapado de la isla de Elba, había podido desembarcar en las costa francesa y se dirigía, aclamado por sus compatriotas, a la ciudad de París, desorientada y acéfala, pues el jefe de la monarquía restaurada, Luis XVIII, había huido rápidamente a Bélgica.

El Congreso interrumpió sus sesiones después de declarar oficialmente a Napoleón persona non grata y fuera de la ley. Casi todos los congresistas permanecieron en la capital austríaca, pero Wellington, reclamado por su gobierno y considerado por toda la Europa antinapoleónica como su único salvador posible, volvió rápidamente al campo de batalla.

Los enemigos de Napoleón triunfaban y podían seguir con sus reuniones, cacerías, óperas y banquetes

En junio, otra noticia, esta favorable, llegó a Viena y puso nuevamente en marcha todos los resortes del Congreso. En Waterloo, las tropas francesas de Napoleón habían sido definitivamente vencidas por las inglesas de Wellington, con el apoyo de un contingente prusiano al mando del mariscal Gebhard Blücher.

La noticia se completaba con otras dos todavía mejores: la definitiva abdicación del emperador galo, ocurrida en París cuatro días después de la derrota, y el anuncio de su obligada vuelta al destierro, esta vez en medio del Atlántico, en la solitaria isla de Santa Elena y de modo perpetuo.

Los enemigos de Napoleón triunfaban de nuevo en Viena y podían seguir con sus reuniones, sus cacerías, sus funciones de ópera, sus opulentos banquetes. “Le Congrés ne marche pas, il danse”, rezaba la frase que el príncipe de Ligne pronunció, y que ha pasado a la historia como símbolo de aquel ambiente mundano y cosmopolita que dominó los días del congreso.

En cualquier caso, cuando se firmó el acta final había existido tiempo más que suficiente para crear y desarrollar en aquel lugar la idea de una Santa Alianza entre los tres soberanos más tradicionales, devotos y absolutistas de Europa.

Portada de las Actas del Congreso de Viena.
Portada de las Actas del Congreso de Viena. (Wikimedia Commons)

Los tres, presentes en Viena, coincidían en este punto: la necesidad de mantenerse siempre unidos y vigilantes contra los liberales, los republicanos y los ateos, “en nombre de la Muy Santa e Indivisible Trinidad y para la defensa de la Justicia, la Caridad cristiana y la Paz en todo el mundo”. Pocas semanas después de clausurado el Congreso, el emperador de Austria, el zar de Rusia y el rey de Prusia suscribieron con un gran fervor aquel solemne pacto místico.

La gran cita diplomática de la Europa de la Restauración que fue el Congreso de Viena dio frutos notables y persistentes. La organización internacional, el entramado de naciones y las fronteras políticas creadas entonces tuvieron una existencia firme y larga. Pero los logros ideológicos fueron escasos y de poca duración.

Pese a las acciones preventivas, tanto de carácter político como militar, no se pudo impedir la difusión de los ideales liberales y demócratas que estallarían en las revoluciones de 1830 y 1848. Lo cierto es que, al margen de la faceta frívola que inspiró a literatos, comediógrafos, libretistas de ópera y directores de cine, aquel congreso dejó huellas importantes en casi toda la Europa del siglo XIX.

EL CONGRESO SE DIVIERTE

En aquellos meses, Viena, sus residencias palaciegas, sus parques y sus bosques fueron escenario de infinidad de actividades lúdicas. Las personalidades extranjeras solían acudir con sus familias, un numeroso servicio, caballos y carruajes. Había que acomodarlos a todos, habilitando las estancias vacías de grandes palacios, como los de Hofburg, Schönbrunn y Belvedere.

Hubo que crear cuadras de dimensiones insólitas, porque los caballos acumulados llegaron a ser más de dos mil, y los innumerables perros de caza exigían perreras no solo limpias y confortables, sino también lujosas, que no habían sido previstas por los anfitriones.

Las fiestas palaciegas con grandes banquetes y conciertos eran frecuentes. Los cronistas del momento relataron la profusión de bailes, sin especificar qué tipo de danza se practicaba. La fantasía de algunos literatos y cineastas posteriores les ha hecho incurrir en un anacronismo. Sugestionados por la fama del vals vienés , han imaginado las parejas entrelazadas y un vistoso revuelo de valses en los salones del emperador Francisco.

Palacio Schönbrunn en Viena, Austria.
Palacio Schönbrunn en Viena, Austria. (vichie81 / Getty Images)

Pero en 1814 el vals no existía aún como danza distinguida de salón, pues los aristócratas rechazaban el indecoroso abrazo de la pareja. Quienes serían sus compositores más famosos, Joseph Lanner y el primer Strauss, ya habían nacido, pero aún no habían cruzado la adolescencia. La danza más usual en aquellos escenarios aristócratas era el clásico minué, en que las parejas apenas rozan la punta de sus dedos.

En ambientes menos sofisticados, los congresistas podían divertirse bailando un rápido Deutscher Tanz o un menos vertiginoso Ländler, danzas de pareja en compás ternario, muy corrientes en la Viena popular de la época. De estas brillantes reuniones sociales, la que tuvo un carácter más artístico y cultural fue el concierto que se celebró en noviembre de 1814 en el suntuoso escenario de la Redountensaal vienesa, con la asistencia de dos emperatrices, la de Austria y la de Rusia.

Acudieron también los soberanos de Prusia y de Wurtemberg, así como los más altos dignatarios del Imperio austríaco y los ministros y embajadores de otras legaciones. Se estrenó en este concierto una cantata de Beethoven compuesta expresamente para este acto, con un título bien expresivo: El momento gloriosoEl concierto fue un éxito memorable, pero tuvo un carácter más político y social que filarmónico.