Memoria Histórica: 1808. Así vendieron España a Napoleón los Borbones

Autor: Julio Merino

Fuente: elcorreodeespana.com 25/07/2020

Por seis millones de francos anuales y dos castillos en Francia) Napoleón: “No se puede comprar un Imperio por menos”

La familia de Carlos IV de Goya

Me contaba mi viejo amigo Federico Carlos Sainz de Robles, el máximo conocedor de la obra de Galdós, que Don Benito se murió sin poder llevar a cabo el más grande de sus sueños literarios: escribir una obra de teatro sobre los Borbones, en la que pudiera sintetizar lo que fue la “Familia Borbón española”, desde Felipe V a Don Alfonso XIII… y que no había podido ni empezar , aunque los había estudiado a fondo e incluso lo había hablado con la Reina Isabel II en París, porque no sabía en qué género desarrollarla, si como comedia, como drama, como tragedia, como zarzuela, como vodevil, o como el grandioso “Parsifal” de Wagner, un compendio de bondades y miserias, de envidias y celos de traiciones y corrupciones y hasta de erotismo o pornografía… Y que al final había llegado a una conclusión, como le confesó a su amada Doña Emilia (se refería a la Condesa de Pardo Bazán): “Amor, me rindo, tengo que abandonar mi sueño de hacer la vida de los Borbones… para mi es imposible, esto solo lo podría hacer el loco de Valle-Inclán, ya que si existe un esperpento en el mundo ese es el de los Borbones españoles. ¡Un rotundo esperpento!”.

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Hace muchos años escribí una serie de relatos sobre los Borbones españoles. Hoy me complace reproducir el que le dediqué a Carlos IV y Fernando VII cuando la vergüenza de Bayona y la entrega de la Corona de los Reinos de España a Napoleón. En síntesis los “hechos” que llevaron a la sublevación del “2 de mayo” fueron estos:

  • Entre el 19 y 23 de marzo de 1808 se produjo el “Motín de Aranjuez”, que provocaron y pagaron en oro los nobles serviles al Príncipe de Asturias y en el que Godoy, Príncipe de la Paz, Grande de España y Primer Ministro, fue derrocado, apaleado y hecho prisionero.
  • Ante esta situación de fuerza el Rey Carlos IV abdica en su hijo: “Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del gobierno de mis reinos y me sea preciso para reparar mi salud gozar en un clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi corona en mi heredero y muy caro hijo el Príncipe de Asturias”. Y Fernando es proclamado Rey de España.
  • Enterado de ello el mariscal Murat, que como lugarteniente de Napoleón ya domina militarmente Madrid, rechaza la proclamación del Príncipe como Rey y convence a Carlos IV de que retire su abdicación, cosa que Carlos IV, presionado por la Reina María Luisa, hace en carta dirigida a Napoleón: “Yo fui forzado a renunciar; pero asegurado ahora con plena confianza en la magnanimidad y el genio del grande hombre que siempre ha mostrado ser amigo mío, yo he tomado la resolución de conformarme con todo lo que ese mismo grande hombre quiera disponer de nosotros y de mi suerte, la de la Reina y la del Príncipe de la Paz. Dirigido a V.M.I.  y R (Vuestra Majestad Imperial y Rey): una protesta contra los sucesos de Aranjuez y contra mi abdicación. Me entrego y enteramente confío en el corazón y amistad de V.M., con lo cual ruego a Dios que os conserve en su santa y digna guarda”.
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Castillo de Marracq (Bayona) donde se acordó la venta de España

Aunque al mismo tiempo y como única condición le pide al Mariscal francés que ponga en libertad al “pobre Príncipe de la Paz”. La Reina va más allá, y con una inconsciencia asombrosa, le pide a Murat que consiga de Napoleón la concesión al Rey su esposo, a ella misma y al Príncipe de la Paz de lo necesario para poder vivir los tres juntos en un lugar conveniente para su salud, sin autoridad y sin intrigas.

Lo que plantea una situación curiosa. El Príncipe es Rey por la abdicación de su padre y no es Rey porque su padre, el Rey, se ha retractado y retirado su abdicación… y quien manda y domina Madrid y España es Murat en nombre de Napoleón. Por tanto está claro que será Rey de España quien decida el Emperador francés (que además está amparado por el Tratado de Erfurt con el Emperador Alejandro I de Rusia, que le cede España y por el Tratado de Fontainebleau que unen los destinos de Francia y España).

Así vive España entre el ”Motín de Aranjuez” del mes de marzo y finales del mes de abril: con dos Reyes y sin ningún Rey. En este tiempo el Emperador, que ya tiene en la mente quedarse con la Corona de España para hacer Rey a uno de sus hermanos, envía a Madrid al servir general Savary, duque de Rovigo, para que por las buenas o por las malas les lleve a su presencia al Príncipe de Asturias y Fernando, ante el temor de que Napoleón apoye a su padre y él se quede sin Corona, acepta el “viaje” hacia el encuentro con el Emperador (en tres etapas: Burgos, Vitoria y Bayona).

El 19 de abril el Príncipe llega a Bayona y esa misma noche cena con Napoleón, en el castillo de Marracq, donde se ha instalado con la emperatriz Josefina y su Corte. Fernando se enfada porque es tratado como Príncipe y no como Rey.

Entonces los Reyes, Carlos IV y María Luisa, también temerosos de que Napoleón se incline por su hijo, toman con urgencia el camino de Bayona y se presentan ante el Emperador, acompañados, eso sí, del “querido Manuel” (Godoy), quien algo sorprendido le dice a Josefina:

  • “Yo no sé dónde voy a alojar a toda esta gente”

Y aquí comienza la tragicomedia. Porque nada más llegar a Bayona los Reyes y encontrarse con Napoleón éste, sin poder contener, le dice a Savary:

  • General ¡ y ésta es la Reina de España! ¡Qué barbaridad! Pero si tiene la piel totalmente amarilla y parece una momia… Jamás había visto una mujer con aire tan falso y malo, ni ridículo… ¿Y el Rey? No me extraña que España esté hundida.
  • Sire, ¿y qué me dice del amante?
  • ¿Godoy? Eso se lo diré después, pues ya llega el Príncipe.
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Manuel Godoy, Príncipe de la Paz y amante de la Reina María Luisa

Y ciertamente el Príncipe entró en la estancia acompañado del canónico Escoiquiz, su mentor y hombre de confianza, y tras saludar al Emperador se acercó a besar la mano a su padre. Entonces Carlos IV le dio un empujón y lo apartó de si sin contemplaciones: 

  • ¿Qué, no has ultrajado bastante mis canas? ¡Vete! ¡No quiero verte! ¡Vete!

Y tuvo que ser el propio Napoleón quien separase al padre y al hijo, los dos Reyes de España, y aplacar al Rey. Naturalmente el Príncipe se retiró. Tras esta primera escena el Emperador hizo pasar al comedor a los “invitados” y allí sucedió algo digno de Quevedo.

El protocolo imperial había montado dos mesas separadas: una para el Emperador, la Emperatriz y los Reyes y otras para los mariscales Lannes y Bessiéres, el general Savary y Godoy, el Príncipe de la Paz. Eso no le gustó al Rey y menos a la Reina. Querían que Godoy estuviese a su lado y así se lo hicieron saber a Napoleón, quien sin poder evitar una sonrisa acepta la petición y enseguida acomodan a Godoy en la mesa presidencial, justo a la derecha de la Reina. Los mariscales y Savary se llevan las manos a la cabeza ¡diplomáticamente!

Pero, antes de iniciarse la comida, todavía Napoleón tiene que presenciar el insólito “caso del agua”, ya que era costumbre del Rey de España ponerse ante sí tres jarras de agua con temperaturas distintas. Entonces el Rey, sabia y minuciosamente las mezclaba hasta encontrar el resultado a su gusto. Napoleón, Josefina y los Mariscales abrían los ojos con sorpresa.

Entonces, y solo entonces (o sea, cuando vio a Godoy sentado en su mesa y se había servido y probado el primer vaso de agua) se dirigió a Napoleón en estos términos:

  • Sire, sabe que soy un admirador y servidor de S.M.I. (Su Majestad Imperial) y que haré lo que S.M.I. se digne a decidir sobre mis Reinos. Francia será más grande con España a su lado. Disponga, pues, S.M.I. y R. de la Corona de España como mejor le plazca y mi admiración por el hombre más grande de la Historia será total. 
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Fernando VII, el Rey “felón”

Naturalmente Napoleón se sintió halagado y sobre todo satisfecho, pues veía cumplirse sus planes. Así que tomó la palabra y tras “echarle piropos” al Rey y a la Reina (y hasta al Príncipe de la Paz) les fue explicando y convenciendo de la necesidad que tenía, en bien de Europa, de la Corona de España. Palabras, palabras, palabras… que cuando Napoleón se ponía a hablar de sus sueños y sus proyectos hasta resultaba simpático y arrollador. También sacó a relucir la situación del Príncipe de Asturias y sus temores ante la tozudez que mostraba, “Su hijo está mal aconsejado por esos nobles que tanto le influyen y tanto le perjudican” (especialmente -dijo- ese canónigo que no le deja ni a sol ni a sombra).

Pero, el Rey, que parecía estar en otro mundo, en lugar de responder algo al Emperador se limitó a decirle a la Reina:

  • Oye, Luisa, come más de esto que está buenísimo.

Napoleón, una vez más sorprendido, miraba a sus generales y sonreía con toda la pillería que había aprendido del sibilino Talleyrand y pensando que “aquel fantoche solo pensaba en comer mientras le arrebataban su Corona y sus Reinos”.

Lo curioso es que esta comida y esta escena sucedían, precisamente, el día “2 de mayo” de 1808… justo mientras los mamelucos aplastaban a los madrileños en la Puerta del Sol y en el Parque de Monteleón. ¡¡Ironías del destino!!

Sin embargo, lo “gordo” vino tres días después, el 5 de mayo, es decir, cuando las noticias de la masacre y los fusilamientos de Madrid llegaron a Bayona, porque entonces el Emperador “voló” a caballo a la residencia donde había instalado a los Reyes de España y hasta allí hizo llevar al Príncipe Fernando… a quien acusó nada más verle y frontalmente de haber fomentado el motín. Carlos IV aprueba las palabras del Emperador y le grita al hijo:

  • ¡Tú! ¡Tú has sido seguro el incitador de esa carnicería! ¡La sangre de mis vasallos ha corrido y también la de los soldados de mi gran amigo Napoleón por tu culpa! ¡Vete! ¡No quiero verte más!

Y la Reina, “hecha una furia” -según el biógrafo Castelot- insulta ferozmente a su hijo y le grita a la cara:

  • ¡Bastardo! ¡Eres un bastardo! ¡Y maldita la hora que te traje al mundo! ¡Te teníamos que haber fusilado cuando lo de El Escorial!

Y dirigiéndose a Napoleón:

  • Sire, no lo dude ¡mande a este bastardo al cadalso!

Napoleón, sin embargo, aprovecha el momento y la situación para decirle con cara de pocos amigos al Príncipe de Asturias:

  • Si de aquí a media noche no habéis reconocido a vuestro padre como Rey legítimo y lo comunicáis a Madrid, seréis tratado por mí como un rebelde. Se acabaron las contemplaciones.

Y Fernando, cobarde como siempre, espantado y lleno de miedo, no solo cede, abdica y reconoce a su padre como Rey legítimo, sino que se acerca a Carlos IV y se hinca de rodillas llorando y pidiéndole perdón, como hijo y como súbdito.

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Castillo de Valençay, residencia del Ministro Talleyrand

Mariscal Lannes -dice Napoleón- acompañe al Príncipe a su residencia y asegúrese que mañana mismo salga para su nuevo destino en el castillo de Valençay.

Y al quedarse solo con los Reyes, Carlos IV ya no duda y abdica a favor de Napoleón. El Reino de España ya tiene nuevo Rey, porque el Emperador ya había elegido a su hermano José para sustituir a los españoles.

Sin embargo, la Reina, más atrevida o más insensata que el Rey, se dirige a Napoleón y le dice:

  • Sire, al Rey y a la Reina les complace que este asunto tan espinoso se haya resuelto a favor de S.M.I., pero creo que a cambio S.M.I. debería proporcionarnos los medios necesarios para nuestra subsistencia y un lugar decente para retirarnos con nuestro querido Príncipe de la Paz. Los tres queremos vivir apartados y lejos de cualquier intriga.
  • Señora -le responde Napoleón- Francia nunca abandona a sus amigos. Serán siempre atendidos como Reyes.
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Ninguno de los tres volverían a España en vida.

Los Reyes y Godoy recibirían 6 millones de francos anuales y los castillos de Compiègne y Chambord, más la servidumbre necesaria, y de por vida.

Sin embargo, sí volvieron a ver en dos ocasiones a S.M.I. Napoleón Bonaparte, una a la vuelta de su rápida campaña en España y la toma de Madrid y otra poco antes de su marcha a la campaña de Rusia. Entonces supo por el siempre servir general Savary lo siguiente:

  • Sire, lo de esta familia no tiene nombre. ¿Sabe, Sire, que el Rey, la Reina y Godoy viven juntos los tres como si fuesen un solo matrimonio?
  • ¿En la cama también? -pregunta con sorna el Emperador.
  • Según sus servidores, también. Bueno, en realidad tienen tres dormitorios, cada uno el suyo… pero las Damas de Honor de la Reina y las doncellas aseguran que muchas mañanas los han encontrado a los tres en la cama de la Reina.
  • O sea, una cama redonda.
  • Por lo que se dice, sí, Sire.
  • Bueno, general, si ellos son felices así no se inmiscuya en sus vidas privadas. ¡Son pobres gentes! … y no se puede comprar un Imperio por menos.

Bueno, ya lo saben, yo ni quito ni pongo Rey pero ayudo a mi señor…y mi señor será siempre… ¡La verdad y la Historia! (o la Intrahistoria).

Julio MERINO

Periodista y Miembro de la Real Academia de Córdoba

José I, un rey sin súbditos

El reinado de José I fue poco eficaz debido a la guerra de independencia.
 El reinado de José I Bonaparte

Autor: JOAN-MARC FERRANDO

Fuente: lavanguardia.com 23/12/2018

A mediados de 1808, José Bonaparte pisaba España. Primero pasó por San Sebastián y de allí se dirigió a Madrid, con una breve estancia en Vitoria. La capital recibió con hostilidad al nuevo rey. Ello quedó reflejado cuando, a los pocos días, fue proclamado oficialmente monarca de España y las Indias en una ceremonia en la que casi ningún cortesano le dio apoyo.

Contrariamente a la leyenda popular, José I era un hombre inteligente, sumamente culto y con talento para moverse en las turbulentas aguas de la política. Además, era honesto y, a pesar de su rechazo inicial de la corona española, pretendía gobernar con magnanimidad y acento ilustrado.

Pero tenía una debilidad: admiraba a su hermano pequeño. Napoleón Bonaparte quería poner al frente de la débil monarquía española a un familiar suyo. Para ello, llamó a Carlos IV y a su valido, Manuel Godoy, a Bayona. También acudió Fernando VII con la intención de ser legitimado como rey.

Fernando VII también acudió a Bayona para hablar con Napoleón. TERCEROS

Napoleón puso fin a la discusión entre los monarcas sobre quién debía reinar. Primero, forzó a Fernando VII a que devolviera la corona a su padre, Carlos IV, y después, forzó a este último a cedérsela a cambio de una renta de 30 millones anuales. Poco más tarde, el Emperador se la entregó a su hermano José, que en junio de 1808 era proclamado por Napoleón como rey de España.

Un rey intruso

Ya como monarca, antes de asentarse en sus nuevos dominios, José I reunió a una comisión de notables en Bayona, donde redactó una constitución inspirada en el Código Napoleónico. El texto jurídico, que pretendía congraciarse con los súbditos españoles, combinaba elementos del derecho español con los principios ilustrados de la Revolución Francesa.

También formó un gobierno con españoles partidarios del candidato napoleónico. Tan solo un reducido grupo de “afrancesados”, entre los que se contaba Leandro Fernández de Moratín o Francisco Goya, prestaba su apoyo al nuevo rey.

Francisco Goya inicialmente formó parte de los afrancesados. TERCEROS

José I inició un programa de reformas que chocaba constantemente con la oposición de sus súbditos. En las calles, corrían rumores y bulos acerca del alcoholismo del rey y su adicción al juego, lo que le granjeó el apodo de Pepe Botella.

En España la guerra se recrudecía, lo cual obligó a Napoleón a intervenir personalmente en el conflicto para combatir a los españoles. Ello provocó que José se viera supeditado a los designios de su hermano pequeño.

Viñeta que alude al falso alcoholismo de José Bonaparte. TERCEROS

A pesar de la guerra, el año 1810 fue el más estable del reinado de José I gracias a las victorias militares francesas. Sin embargo, el conflicto bélico no cesaba y era una verdadera sangría para el ejército imperial. Para someter a los españoles, el Emperador gobernaba de forma autoritaria y ordenó a sus tropas que emplearan severas medidas para aplastar a la población.

Las injerencias de Napoleón en el reinado de su hermano fueron cada vez más frecuentes a medida que el curso de la guerra se torcía para los Bonaparte, incluso se anexionó virtualmente Cataluña al Imperio francés.

José I reinó apenas cinco años, con escasa efectividad debido a la guerra de Independencia, pero con un ambicioso programa reformista.

En 1812, José I intentó un último gobierno efectivo. Convocó las Cortes generales con la esperanza de contrarrestar la influencia de las Cortes de Cádiz, pero fracasó. En los meses siguientes, las tropas imperiales fueron derrotadas en España así que, a mediados de 1813, José I regresó a Francia, donde abdicó del trono.

Atrás quedaron los apenas cinco años de reinado, con escasa efectividad debido a la guerra de Independencia, pero con un ambicioso programa reformista. Estas fueron las medidas más importantes que José I intentó llevar a cabo:

Las cortes de Cádiz de 1812 intentaron ser contrarrestadas por José I. TERCEROS

1. Suprimió los señoríos y el Consejo de Castilla, la institución principal del Antiguo Régimen. También reprimió a los Grandes de España que se opusieron a su gobierno.

2. Hizo varias reformas en el trazado urbano de Madrid, para lo cual derribó viviendas insalubres y abrió nuevas plazas. Por ello los madrileños le bautizaron con el apodo de Pepito Plazuelas.

3. Planteó la idea de crear una pinacoteca pública donde exponer la Colección Real. Su idea no prosperó, pero fue el germen del futuro Museo del Prado.

4. Napoleón decidió en febrero de 1810 poner las provincias vascas, Navarra, Aragón y Cataluña bajo gobiernos militares independientes en detrimento de la autoridad de su hermano José I. Para contrarrestarlo, este intentó reorganizar España en prefecturas, al estilo francés. El emperador se opondría tajantemente.

Los afrancesados: ilustres y perseguidos

El cuadro de Goya «La Verdad, el Tiempo y la Historia». (afrancesados Goya La Verdad, el Tiempo y la Historia)

Autora: MARÍA PILAR QUERALT DEL HIERRO

Fuente: La Vanguardia 22/08/2019

La crisis de la monarquía española se precipitó en los primeros años del siglo XIX. El vertiginoso ascenso de Manuel de Godoy, favorito de Carlos IV y María Luisa de Parma, había puesto en entredicho la moralidad pública y privada de la familia real. La sospecha de que el monarca pretendía hurtar la Corona a su legítimo heredero, el futuro Fernando VII, a favor de Godoy desencadenó en marzo de 1808 el llamado Motín de Aranjuez.

Esta insurrección popular, acaudillada por unos cuantos aristócratas, conllevó la abdicación del Rey en su hijo. La coyuntura fue aprovechada por Napoleón –a quien Carlos IV había solicitado ayuda– para atraer a la familia real a Bayona y, una vez allí, obligar a Fernando VII a devolver la Corona a su padre. La maniobra dio el resultado que Bonaparte esperaba.

José Bonaparte, hermano de Napoleón, y situado por este en el trono español.
José Bonaparte, hermano de Napoleón, y situado por este en el trono español. (TERCEROS)

Recuperado el trono, Carlos IV lo puso a disposición de Napoleón, quien de inmediato situó en él a su hermano José, mientras Fernando VII quedaba recluido en el castillo de Valençay. Sus padres y Godoy iniciaban un exilio forzoso, compensado por una cuantiosa renta otorgada por el Gran Corso.

Herederos de la Ilustración

No es de extrañar, pues, que en tal situación, con el descrédito planeando sobre los Borbones, un sector de la población aceptara de buen grado la posibilidad de un cambio dinástico. E incluso que, además de por prudencia, una selecta minoría lo hiciera por seguir sus más profundas convicciones. Estos eran los herederos intelectuales de los ilustrados reformistas que a mediados del siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III, habían intentado difundir la filosofía del Siglo de las Luces, basada en el dominio de la razón y en el espíritu de la Enciclopedia.

Entre estos fieles a la causa de José Bonaparte abundaban los nobles, los eclesiásticos y los terratenientes partidarios del régimen absoluto. Leales al principio monárquico, juraron sus cargos en defensa de la institución por encima de la legalidad dinástica. Esta elite ilustrada preconizaba la necesidad de llevar a cabo desde el poder determinadas reformas políticas y sociales, así como la conveniencia de evitar un enfrentamiento bélico con Francia.

Lo necesario era contar con un monarca digno y avalado por la rectitud de su conducta.

De hecho, entre las múltiples consecuencias de la guerra temían que una contienda y el consiguiente vacío de poder incentivase los propósitos independentistas de las colonias americanas. En su proyecto político, solo una monarquía reformista y puesta al día podía evitar la desmembración de la nación. Lo necesario era contar con un monarca digno y avalado por la rectitud de su conducta. Si, además, su vínculo con la Revolución Francesa permitía pensar que salvaría a España de su atraso social y económico, mejor que mejor.

Este pensamiento político se define por sí solo en las palabras de un célebre afrancesado, el escritor Leandro Fernández de Moratín. En respuesta a la promesa del nuevo rey de garantizar “la integridad y la independencia de España” y los “derechos individuales de los ciudadanos”, Moratín escribió: “Espero de José I una extraordinaria revolución capaz de mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la razón, la justicia y el poder”.

Perseguidos durante la guerra

Mientras la mayoría de españoles se levantaba en armas contra las tropas bonapartistas, el nuevo monarca solo encontraba apoyo en los afrancesados. El rey trataba de iniciar una reforma política y social encaminada a recortar el poder de la Iglesia y la nobleza a favor de la burguesía. El Estatuto de Bayona, promulgado en julio de 1808 y redactado por ilustres afrancesados, había puesto de relieve el alcance de aquellas transformaciones en ámbitos como la enseñanza, el derecho o la religión.

El escritor Leandro Fernández de Moratín fue uno de los afrancesados de mayor prestigio.
El escritor Leandro Fernández de Moratín fue uno de los afrancesados de mayor prestigio. (TERCEROS)

Así, se llevaron a cabo importantes medidas, como la igualdad contributiva o la desamortización de los bienes de conventos. Pero el propio curso de la guerra, la falta de fuentes financieras y el contrapoder simbolizado en la Junta Central (máximo órgano gubernativo de la España no ocupada) se erigieron en graves obstáculos para el desarrollo de las acciones reformistas. En este clima tan adverso, la situación de los partidarios de José I no fue fácil.

En las zonas ya liberadas de la ocupación gala, la Junta ordenó incautaciones y amplió el número de proscritos “ingratos a su legítimo soberano, traidores a la patria y, como tales, acreedores de toda la severidad de las leyes”. A ello se unió la vandálica actitud de los ciudadanos. Fueron muchos los casos de linchamiento de presuntos simpatizantes con la causa del invasor a cargo de sus propios convecinos.

En esta postura no dejaba de haber un importante componente social, puesto que, por lo general, en las pequeñas poblaciones el afrancesado pertenecía a la elite local de la villa (el médico, el boticario, el maestro…), mientras que el grueso de sus agresores nacía del pueblo llano.

Las Cortes de Cádiz

De modo paralelo al transcurso de la guerra tuvo lugar un hecho histórico tan solo comprensible por el excepcional contexto que atravesaba el país. Debilitado el poder de la Junta Central tras una serie de derrotas militares, este órgano de gobierno, refugiado en Cádiz, dio paso a una regencia colectiva. En aquella ciudad, foco de liberales antibonapartistas, se produjo en 1810 una reunión a Cortes.

Su situación no hizo más que empeorar a lo largo de 1813, a medida que se hacía patente el fin de la soberanía de José Bonaparte.

Dos años más tarde sus diputados promulgaban una constitución de marcado talante liberal, con reformas de carácter más avanzado que las propuestas por José Bonaparte, en la que se reconocía a Fernando VII como rey de España. Pero no como rey absoluto, sino como monarca constitucional. Precisamente, el retorno de este a España acabaría con tal sueño.

Por su “colaboración con el enemigo”, los afrancesados fueron en su mayor parte incapacitados para desempeñar cargos públicos durante las Cortes de Cádiz. Su situación no hizo más que empeorar a lo largo de 1813, a medida que se hacía patente el fin de la soberanía de José Bonaparte. El monarca ofreció una salida digna para aquellos que aún no habían sido detenidos y con cuyo favor había contado.

Para ello organizó caravanas enteras con destino a la frontera francesa. Tras la batalla de Vitoria, que puso el final definitivo a la aventura napoleónica en España, la expedición de fugitivos que cruzaron el Bidasoa constaba de unos doce mil componentes.

Cae el rey José I

La vida de los afrancesados se complicó terriblemente a la caída del régimen josefino. La reacción popular fue terrible: venganzas, linchamientos, denuncias… La represión oficial, al menos, conseguía que se respetase la integridad física de los implicados, que solo podían defenderse mediante pliegos y pliegos de descargo redactados con el fin de librarse del estigma de su colaboracionismo.

Promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812. (TERCEROS)

Para controlar el proceso depurador se creó un tribunal que instruía procesos y recogía testimonios y apelaciones a favor o en contra de los encausados. Las prisiones se llenaron hasta rebosar y, para concentrar a los detenidos, hubo que habilitarse un sector del madrileño parque del Retiro. El rigor de la justicia y un irracional deseo de venganza no se paraban ante persona alguna por mínima que hubiese sido su implicación.

Desengaño en el exilio

Los exiliados confiaban en que Francia les compensaría de los servicios prestados al hermano del emperador. Sin embargo, la respuesta gala fue muy distinta de lo que esperaban. Concentrados en la región de la Gironda, el Estado francés ni siquiera escuchó las continuas peticiones de José Bonaparte a favor de quienes le habían ayudado. Por fin, hubo de hacerse cargo de ellos personalmente mediante la entrega de un millón de francos de su peculio particular.

Tras censarles, se les adjudicó residencia fija y se les concedió una cantidad de dinero proporcional al número de componentes de la familia. Los españoles estaban convencidos de que el exilio sería algo pasajero. De ahí que sobrellevaran su situación con buen talante. Había llegado hasta ellos el rumor de que, en las conversaciones de paz entabladas entre el duque de San Carlos en nombre de Fernando VII y el embajador La Forest, representando a Napoleón, se establecía que cuantos habían servido a José I recuperarían su condición civil, sus posesiones y sus cargos.

El 2 de mayo en Madrid, ilustrado por el pincel de Francisco de Goya. (TERCEROS)

Por otra parte, la firma del Tratado de Valençay, que ponía fin a la contienda, abría las puertas a un posible retorno de los exiliados gracias a un decreto de amnistía que esperaban se promulgase con motivo de la onomástica del rey, Fernando VII, en 1814.

La represión final

No contaban con el carácter avieso e inmisericorde del nuevo monarca. Este inició un durísimo proceso represivo contra todos aquellos que, en mayor o menor medida, habían colaborado con el invasor. Se establecieron cuatro tipos diferentes de delito: en primer lugar, se dictaminaban las penas de los que habían sido solicitados para cualquier cargo o implicación con el nuevo régimen pero lo habían rechazado.

En segundo, los castigos para quienes habían continuado en sus puestos durante el gobierno de José I, aun sin participar ideológicamente del mismo. Le seguían las sanciones destinadas a los que habían obtenido prebendas y honores. Y por fin, como última y más grave categoría, se dictaban las penas para los que habían realizado proselitismo o habían destacado por los servicios prestados a la causa josefina.

Joaquín Sorolla ilustra así el levantamiento contra los franceses en el cuartel de Monteleón de Madrid.
Joaquín Sorolla ilustra así el levantamiento contra los franceses en el cuartel de Monteleón de Madrid. (TERCEROS)

La consecuencia fue la expatriación perpetua de todos los ministros, consejeros de Estado, cargos políticos, dignidades eclesiásticas, títulos nobiliarios, militares o embajadores que habían colaborado con el gobierno de José I. Es decir, casi cinco mil personas, puesto que la medida se hacía extensiva a las esposas y familiares directos de los implicados.

Pese a las innumerables súplicas, pliegos de descargo, cartas y alegatos dirigidos a Fernando VII, en que los exiliados explicaban y razonaban sus diferentes posturas, la situación empeoró. Sobre todo durante la efímera vuelta al trono francés de Napoleón en 1815, en la que estos se manifestaron dispuestos a colaborar con el emperador. Con ello, tras la caída definitiva del Imperio napoleónico, el retorno de los exiliados a su patria resultó impensable.

Lanzando sus dardos represores contra afrancesados y liberales, el absolutismo fernandino pudo asentarse. Sólo en 1820, cuando el paréntesis del trienio liberal restableció la Constitución de 1812, las fronteras se abrieron para acoger a los expatriados. Para entonces, muchos ya habían muerto. Otros reemprenderían el camino del exilio en 1823, cuando, gracias a la ayuda de otro ejército francés, el de los Cien Mil Hijos de San Luis, garantes del absolutismo en Europa, se suprimieron de nuevo las garantías constitucionales. Había llegado el exilio definitivo para los afrancesados.

La rebelión de Riego: el Año Nuevo que agitó la historia de España

Proclamación de la Constitución de Cádiz en la plaza mayor de Madrid, en marzo de 1820.

Autor: AGUSTÍN MONZÓN 

Fuente: El independiente. 31/12/2019

Una rebelión de «cuatro facciosos» condenada al fracaso. Al general Francisco Javier de Elío la noticia de la sublevación de varios batallones del Ejército acantonado en Andalucía para marchar hacia América no pareció preocuparle en exceso.

Al fin y al cabo, el que se había erigido en uno de los principales baluartes del absolutismo de Fernando VII ya había tenido que enfrentarse en los últimos años a diversos pronunciamientos que habían resultado desbaratados sin excesivos problemas.

Y lo cierto es que el iniciado en Las Cabezas de San Juan el día de Año Nuevo de 1820 no parecía destinado a correr mejor suerte. Transcurridas varias jornadas desde el levantamiento, las fuerzas sublevadas aparecían recluidas en la isla de León, carentes de iniciativa tras el fracaso de su asalto a Cádiz. Como describe el prestigioso hispanista Raymond Carr, la revolución «quedó en sedición militar y parecía destinada a morir de muerte natural».

El fracaso de los sublevados en la toma de Cádiz parecía condenar al fracaso el golpe

Aquella situación debió causar una gran desazón en el coronel del Riego. Él había completado a la perfección la misión que se le había encomendado. A las nueve de la mañana del día de Año Nuevo había formado a sus hombres en la plaza mayor de la localidad sevillana de Las Cabezas de San Juan para exhortarles a alzarse en armas contra el despotismo y por la libertad y los derechos de la nación.

«Desde este momento, la sabia Constitución española […] vuelve a regir en toda su fuerza y vigor en toda la Nación Española», proclamó. Y tras instaurar allí el nuevo orden, partió con los batallones de Asturias y Sevilla hacia Arcos, donde ejecutó el arresto de los principales dirigentes del Ejército expedicionario, incluido su general en jefe, Félix María Callejón, conde de Calderón.

Riego había recibido las últimas instrucciones para llevar adelante aquel plan durante los últimos días de 1819. En la noche del 27 al 28 de diciembre, había mantenido una reunión para perfilar los últimos detalles de la rebelión, con dos de sus principales promotores, Antonio Alcalá Galiano y Juan Álvarez Mendizábal, dos jóvenes de ideas liberales que en las décadas siguientes desempeñarían un papel principal en la historia política de España.

Historia de la bandera de España.

Aquellos hombres habían encontrado en las tropas concentradas en los alrededores de Cádiz para ser enviadas a Ultramar un ambiente propicio para poner en marcha sus planes de reavivar el espíritu del liberalismo que había alumbrado la Constitución de 1812 y que había sido aplastado por Fernando VII a su regreso a España en 1814, con la intención de restaurar el poder absoluto de la monarquía.

Pero el absolutismo se había mostrado incapaz, desde entonces, de dar respuesta a los desafíos de un régimen inadecuado para contener la rebelión de las provincias de Ultramar y reactivar una economía paralizada por la caída de los flujos de plata de América.

Como explica, Raúl Pérez López-Portillo en La España de Riego (Silex, 2005), el régimen absolutista era inviable desde la misma base, sobre todo por la pérdida de las colonias americanas, «y resultaba políticamente sin futuro incluso en la reaccionaria Europa de la restauración posnapoleónica».

A esto, las tropas añadían el malestar por sus poco confortables condiciones de vida, mientras aguardaban una misión que generaba escaso entusiasmo y que, en cualquier caso, se iba dilantando de forma persistente.

Las ideas revolucionarias germinaban en unas tropas molestas con su envío a América

Por eso no es de extrañar la alegría con la que recibieron las tropas de Riego aquel mensaje del 1 de enero. «Los oficiales y soldados prorrumpen en alegres vivas y aplauden con el mayor entusiasmo la decisión y arrojo de su comandante; unos y otros juran obedecerle constantemente, seguirle a donde quiera guiarlos, y derramar toda su sangre en defensa del sagrado código proclamado. Todo es júbilo y asombro en Las Cabezas desde aquel momento: la alegría y efusión de corazón reina en los soldados; sobre el pueblo cae un pasmo profundo, que le obliga a admirarlos en silencio», explica Fernando Miranda, uno de los militares testigos de aquel episodio.

El éxito de Riego no tendría, sin embargo, refrendo en la que se articulaba como uno de los movimientos esenciales de la sublevación: la toma de Cádiz, que había sido encomendada al general Antonio Quiroga. En La España de Fernando VII (RBA, 2005), Miguel Artola explica que Quiroga inició su movimiento con un día de retraso y sin la premura necesaria, lo que dio tiempo a las autoridades de Cádiz de prepararse para frenar el asalto.

Este fue el escenario que se encontró Riego al reunirse con sus compañeros de sublevación en la isla de León el 7 de enero. Pero el militar asturiano no estaba dispuesto a ceder al desánimo.

«Lo más difícil de la obra ya está hecho, el valor no nos faltó al principio; yo confío en que tampoco nos abandonará hasta verla terminada. Quizás se opongan a nuestros designios los poderosos de la Tierra; pero sus huestes ¿podrán hacernos vacilar?… no. Desafiaremos el poder de los tiranos, que está fundado en la violencia; el nuestro lo está en la razón y en la justicia», exhortó a sus hombres antes de realizar nuevos intentos, frustrados, de apoderarse de Cádiz.

Respuesta débil

Mientras tanto, el Gobierno de Fernando VII articulaba una respuesta tibia al desafío de aquellos militares, evidenciando su confianza en que el movimiento se apagaría por sí mismo.

En cualquier caso, la proximidad de las tropas realistas convenció a Riego de la necesidad de dar un nuevo impulso a la sublevación y el 27 de enero parte de la isla de León, acompañado de 1.500 hombres, con la misión de recorrer las ciudades de alrededor en busca de nuevos apoyos a la sublevación.

Durante 40 días Riego recorre casi 1.000 kilómetros tratando de extender la rebelión por Andalucía

A lo largo de los siguientes 40 días, Riego y sus hombres recorrerán alrededor de un millar de kilómetros, primero por las costas de Cádiz y Málaga, y posteriormente por las localidades del interior, proclamando la Constitución, ante la indiferencia de la mayor parte de la población, y la inacción del general José O’Donnell, quien al mando de las fuerzas destinadas para sofocar aquel movimiento, apenas se anima a buscar el enfrentamiento directo.

El religioso Juan Escoiquiz lamentaría aquella falta de contundencia, que no venía a mostrar sino las debilidades del régimen y la falta de confianza de los militares realistas en sus tropas. «Nadie puede comprender cómo teniendo el general Freire un ejército, que entre infantería y caballería no puede bajar, sin contar la guarnición de Cádiz, de veinte y cuatro mil hombres, se están burlando hace más de quince días dos mil rebeldes sin caballería de todas sus fuerzas, paseándose tranquilamente a su vista, por llano y por sierra…».

Pero las escasas refriegas a las que tuvieron que hacer frente y las penalidades de una marcha que apenas ofrecía resultados fueron haciendo decaer los ánimos en la expedición de Riego, que iba perdiendo efectivos día tras día. Ni siquiera la creación de un himno -el que pasará a la historia como Himno de Riego- destinado a infundir nuevos ánimos a la tropa lograría detener las deserciones.

Cuando llega a Córdoba, el 7 de marzo, apenas le acompañan ya 300 hombres, y el militar asturiano tenía decidido ya dirigirse hacia la frontera portuguesa, con intención de marchar al exilio.

Riego apenas tenía idea entonces de que, durante su largo recorrido por tierras andaluzas, en otras ciudades del reino había ido prendiendo su ejemplo, dando un nuevo brío a la revolución. Primero fue La Coruña, donde un grupo de elementos civiles y militares, dirigidos por el coronel Félix María Álvarez Acevedo, proclamó la Constitución el 21 de febrero.

Desde los últimos días de febrero, la rebelión se fue extendiendo por distintas ciudades de España

Dos días después, aquel movimiento se había extendido a otras localidades de Galicia (Ferrol, Vigo…) y en las jornadas sucesivas, al resto de la región. Mientras tanto, Oviedo y Murcia, a finales de febrero, y Zaragoza, Tarragona, Segovia, Barcelona o Pamplona, a comienzos de marzo, también se sumaron a la sublevación.

Las noticias de aquella secuencia de levantamientos no tardaron en generar alarma en la Corte de Fernando VII. El rey y sus consejeros aún intentaron aplacar la subversión ofreciendo una serie de reformas que, indudablemente, llegaban tarde y quedaban muy lejos de las aspiraciones de los sublevados.

El día 4 de marzo, el conde de La Bisbal, Enrique José O’Donnell (hermano del que perseguía a Riego por Andalucía), enviado al frente de un destacamento para enfrentarse a los sublevados, se pronunció a favor de la Constitución en la localidad de Ocaña. Y poco después, el general Francisco López Ballesteros, nombrado jefe del Ejército del Centro, advertía al rey de que no podía confiar plenamente en la lealtad de la guarnición madrileña.

La sensación de falta de apoyos y la creciente presión que se respiraba en las calles de Madrid llevarían a Fernando VII a decidirse a firmar la Constitución que él mismo había anulado seis años antes.

La revolución de 1868: Cuando España clamó "¡abajo los Borbones!".
Cuando España clamó por primera vez «¡abajo los Borbones!»
De repente, tras las barricadas que se habían levantado a través de las calles de Madrid, un grito se alzó como el crujido que delata un desgarro: «¡Abajo los Borbones!». […]

«Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional; y mostrando a la Europa un modelo de sabiduría, orden y perfecta moderación en una crisis que en otras naciones ha sido acompañada de lágrimas y desgracias, hagamos admirar y reverenciar el nombre Español, al mismo tiempo que labramos para siglos nuestra felicidad y nuestra gloria», declararía el monarca en un famoso manifiesto al pueblo, el 10 de marzo de 1820.

Habían transcurrido más de dos meses desde el estallido de la sublevación en Las Cabezas de San Juan. Al gran protagonista de aquellos hechos, Rafael del Riego, la noticia le alcanzó en tierras extremeñas, cuando ya su escasa partida, que apenas alcanzaba los 50 efectivos, había acordado disolverse. «Riego no había derrotado al régimen, había mostrado su incapacidad y había dado tiempo a que cuajara una nueva secuencia de pronunciamientos», explican Ángel Bahamonde y Jesús A. Martínez en su Historia de España. Siglo XIX (Cátedra, 2005).

El nuevo régimen liberal se enfrentaría casi desde el primer día a las maniobras del rey en su contra

Riego pudo entonces disfrutar de la gloria que durante aquellos casi dos meses y medio se le había resistido. El militar de Tuña se dirigió hacia Sevilla, donde entró el 20 de marzo, acompañado de una comitiva a la que se habían ido sumando paisanos y militares, ahora ansiosos de acompañar al nuevo héroe del liberalismo en España.

Los agasajos que aquel día le brindó el pueblo sevillano no hacían presagiar las dificultades a las que se habría de enfrentar el primer régimen liberal (al margen de los episodios de la Guerra de la Independencia) de la historia de España, ante el que el propio rey maniobraría casi desde el primer día de su Constitución.

Resistencia y cambio

Tradicionalmente, ese periodo, conocido como Trienio Liberal (1820-1823), ha sido entendido como un mero oasis en medio de dos grandes fases absolutistas. Pero lo cierto es que contribuyó con fuerza al devenir futuro de la historia de España.

Como señalan Bahamonde y Martínez, es durante ese periodo cuando empieza a tomar cuerpo la opinión liberal en un pueblo liberal, aunque aún poco maduro, se acelera el desarrollo del mundo urbano y se abren nuevas expectativas de las burguesías ligadas al comercio, negocios, propiedad y profesiones liberales, hasta entonces constreñidas por los rigores del absolutismo.

Y no puede obviarse que bajo el epíteto de la Década Ominosa, como se conoce al periodo posterior de regreso al absolutismo, se muestra un régimen mucho menos convencido del rumbo a seguir, en el que el monarca tendrá que hacer frente también a una oposición reaccionaria.

«Entre 1823 y 1834 el absolutismo se debate entre el inmovilismo y una estrategia de remozamiento precisamente razonada por el temor a la revolución», debido a que «la llegada del Trienio había demostrado que el régimen absoluto, teóricamente inmutable, era vulnerable en sí mismo y no necesariamente por una invasión exterior como la de 1808», explican Bahamonde y Martínez.

España había abierto la espita del enfrentamiento entre los abanderados de la libertad y el cambio y los defensores de un mundo que se negaba a dejar paso a las nuevas ideas.

«Soldados, la patria nos llama a la lid, juremos por ella vencer o morir», alentaba el Himno de Riego. En las décadas posteriores serían muchos lo que sentirían ese llamamiento, en una u otra dirección, plagando la historia de España de lides, vencedores y, obviamente, vencidos.

Riego, el hombre que no quiso ser Napoleón

Riego conducido por los realistas a la cárcel de La Carolina. (Dominio público)

Autor: Francisco Martinez Hoyos

Fuente: La Vanguardia 1/01/2020

Tras una larga guerra en la que su pueblo había luchado por devolverle el trono, Fernando VII se apresuró a abolir la Constitución de Cádiz. Corría el año 1814. En aquella España que regresaba al absolutismo, el monarca pretendía que todos hicieran como si la revolución liberal no hubiera existido. En sus propias palabras, deseaba quitar las innovaciones “de en medio del tiempo”. Sin embargo, los partidarios del gobierno constitucionalista no estaban dispuestos a obedecer así como así.

Apenas seis años después, un pronunciamiento reinstauraba la Carta Magna. Este año se cumple el bicentenario del comienzo del Trienio Liberal, un período en el que brilló el coronel Rafael del Riego (1794-1823), figura central en su época, aunque a menudo mal conocida hoy. La izquierda le ha venerado como gran precursor de la democracia, mientras la derecha suele denostarle.

Para evitar los tópicos de las reseñas biográficas al uso, disponemos de la tesis de doctorado de Víctor Sánchez Martín, Rafael del Riego, símbolo de la revolución liberal (Universidad de Alicante, 2016), un trabajo hercúleo de más de mil páginas que maneja fuentes procedentes de numerosos archivos. Como señala el autor, debemos esclarecer quién fue el personaje hasta 1819, porque su juventud es una etapa poco conocida.

Retrato de Rafael del Riego.
Retrato de Rafael del Riego. (Dominio público)

Sabemos que combatió en la guerra de la Independencia y, al ser hecho prisionero, acabó deportado en Francia. Según la versión más repetida, allí entró en contacto con el liberalismo y la masonería. En realidad, no hay datos que avalen esta hipótesis. Cuando regresó a España, reanudó su carrera militar sin que el gobierno absolutista sospechara de sus convicciones ideológicas. Es más, obtuvo puestos de estado mayor. Solo se politizó en sentido liberal al comprobar la incapacidad de la monarquía para resolver los problemas del país.

El pronunciamiento

En 1819 ya se había convertido en un partidario de la Constitución. Ese año, un poderoso ejército se había reunido en Cádiz, preparado para marchar a reprimir los levantamientos independentistas en los territorios americanos. Riego, uno de sus comandantes, se alzó el 1 de enero de 1820 contra la autoridad real. El militar publicó un manifiesto en el que criticaba la guerra por injusta, convencido de que no había que combatir el secesionismo con las armas.

Bastaba, a su juicio, con el restablecimiento de la Constitución: eso haría que el independentismo dejara de tener apoyos. La verdad es que su planteamiento pecaba de ingenuo, porque, a esas alturas, se hiciera en la península lo que se hiciera, la independencia de América ya era irreversible. Carece de sentido imaginar, como tantas veces se hace, que las cosas hubieran podido ser distintas si el ejército de Cádiz hubiera llegado a cruzar el Atlántico.

Fernando VII se apresuró a jurar fidelidad al liberalismo con unas palabras hipócritas

En un primer momento pareció que la sublevación de Riego estaba destinada al fracaso por falta de respaldo popular. Sin embargo, cuando su columna estaba a punto de disolverse, estallaron rebeliones en ciudades como La Coruña y El Ferrol. Fernando VII, asustado, se apresuró a jurar fidelidad al liberalismo con unas palabras que desde entonces son el paradigma de la hipocresía política: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. Era un engaño, pero muchos le creyeron.

No a cualquier precio

Se ha dicho que Riego proclamó la Constitución de Cádiz por iniciativa propia, pero esta no es una afirmación demostrable. Su actuación refleja los deseos de los militares más progresistas del momento. El problema fue la falta de consenso en torno a esta medida: el liberalismo se dividió entre los partidarios de la Carta Magna y los que criticaban el texto de 1812 como excesivamente radical. A lo largo del Trienio, Riego sería acusado falsamente de rebelde y republicano.

Como muestra Sánchez Martín, se distinguió por su escrupuloso respeto a las normas constitucionales. Por inclinación personal simpatizaba con el liberalismo más progresista de la época, pero como presidente de las Cortes Generales trató de mantener una posición neutral.

Placa conmemorativa en Tuña, Asturias, lugar de nacimiento de Riego.
Placa conmemorativa en Tuña, Asturias, lugar de nacimiento de Riego. (Dominio público)

Las reformas democratizadoras no contaban con el suficiente apoyo. En medio de continuas peleas entre las corrientes liberales, el orden público empezó a venirse abajo por la proliferación de guerrillas absolutistas.

Para reprimirlas, el gobierno no podía fiarse de muchas autoridades de dudosa lealtad, dispuestas a cambiar de bando a la menor ocasión. ¿Cómo sacar adelante, en aquellas circunstancias tan complicadas, el programa liberal? Algunas voces se alzaron a favor de la mano dura. Había que hacer como los revolucionarios franceses y aplastar la oposición reaccionaria por la fuerza.

Riego rechazó este camino, incapaz de tomarlo en consideración por su respeto a la legalidad. No estaba dispuesto a convertirse en una especie de Napoleón español con poderes dictatoriales. De hecho, prefería retirarse de la vida pública si su presencia contribuía a desunir al liberalismo.

Esta voluntad conciliadora quedó patente en numerosas ocasiones, sobre todo con motivo de las manifestaciones en las que su retrato se paseaba por las calles como gesto de afirmación política radical. Él nunca estuvo de acuerdo con estas convocatorias, ante el temor de que fueran contraproducentes y contribuyeran a que los ánimos se desbordaran. El supuesto Riego extremista, por tanto, no es más que una leyenda. Lo que encontramos es un espíritu apaciguador.

La situación se hizo desesperada cuando las tropas francesas invadieron la península en 1823 para devolver a Fernando VII sus plenos poderes. Riego se puso al frente de sus tropas, pero fue vencido. Se ha dicho que su derrota obedeció a su ineptitud militar, pero, para ser justos, debe tenerse en cuenta que mandaba soldados inexpertos.

De nuevo con autoridad ilimitada, el rey no tuvo piedad. Nuestro protagonista murió en la horca. Se consolidó así un mito de largo alcance. Un siglo después, el himno que cantaban las tropas de Riego se convirtió en el oficial de la Segunda República.

Riego, 200 años del golpe por la libertad

El mariscal Rafael de Riego, líder liberal español del siglo XIX. ATENEO DE MADRID

Autora: Amalia Bulnes.

Fuente: El País 31/12/2019

Hace dos siglos, el general asturiano se alzó contra la monarquía absoluta de Fernando VII. Su victoria inauguró el Trienio liberal

Las Cabezas de San Juan, en la provincia de Sevilla, una villa enclavada en el Bajo Guadalquivir que aún hoy es tránsito obligado hacia Cádiz, amanecía, a las 8 de la mañana del 1 de enero de 1820, escribiendo la página más sobresaliente de su historia. Un episodio que es también trascendental para enmarcar la historia contemporánea en España: el pronunciamiento del general Rafael del Riego (Tuña, Asturias, 1784 – Madrid, 1823) que, alzado en armas, pretendía obligar a Fernando VII a abandonar el régimen absolutista restaurado en 1814, tras la Guerra de la Independencia, y volver a acatar la Constitución proclamada por las Cortes de Cádiz en 1812. El triunfo -aunque no inmediato- de esta revolución abrió la puerta al llamado Trienio Liberal, un periodo en el que, por primera vez en la historia, España iba a estar regida por un sistema constitucional. “Las luces de Europa no permiten ya, señor, que las naciones sean gobernadas como posesiones absolutas de los reyes (…). Resucitar la Constitución de España, he aquí su objeto: decidir que es la Nación legítimamente representada quien tiene solo el derecho de darse leyes a sí misma”, rezaba el manifiesto que, dirigido al monarca absolutista, leyó el militar en la hoy llamada plaza de la Constitución del municipio sevillano aquel primero de año del que se cumplen dos siglos.

Personaje sobre el que aún hoy no existe un consenso —“ha pasado a la historia como un personaje controvertido, héroe para unos, militar golpista para otros”, reconoce el exvicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra—, es no obstante indudable que Riego fue el gran protagonista del que está considerado el primer golpe militar de la historia de España. Infiltrado desde el final de la Guerra de la Independencia en los movimientos clandestinos del Ejército que ejercían la oposición liberal al régimen de Fernando VII —que había abolido la Constitución del 12 “como si no hubiera ocurrido jamás”—, el general se encontraba aquel 1 de enero en las provincias limítrofes con Cádiz junto a otros 20.000 hombres. Todos ellos debían embarcar a América con el fin de sofocar las revueltas independentistas que estaban irrumpiendo en territorios del aún Imperio Español. Pero, en un giro que daría la vuelta al curso de la historia española, se salió del guion y proclamó la Constitución de Cádiz.

Las voces más críticas, entre las que se encuentra la de Manuel Moreno Alonso, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla, creen que “Riego encontró un pretexto excelente, toda la parafernalia liberal del triunfo de la Constitución, para no ir a las colonias. Nunca se ha puesto de relieve, pero la causa clave es que no quería ir a América”, asegura el profesor, para quien “la labor de Riego fue desgraciada en todos los sentidos y sumió al país en el caos”. “La celebración de esta efeméride debe evitar una única visión histórica determinada», insiste Moreno Alonso. «Hay que ser críticos con las cosas disonantes que tuvo el golpe: lo hicieron dejando a un lado a los doceañistas, esto es, embistieron contra los propios liberales, y Riego obedeció, no a la voluntad popular, sino a las logias masónicas a las que se debía”. En ellas había ingresado años antes por encontrar allí uno de los resortes más poderosos en la lucha contra el absolutismo.

Por el contrario, Guerra cree que “no es posible olvidar que, más allá de las conjeturas acerca de la motivación personal que le indujo a actuar como lo hizo, Riego se subleva reclamando la Constitución liberal de 1812, se opone a la felonía del Rey absolutista y es reprimido brutalmente con un final trágico de descuartizamiento. A partir de 1812, la vida política española tomó el camino del autoritarismo hasta 1978 con la Constitución vigente, salvando el corto período de la República de 1931, que terminó también de manera autoritaria”.

A esta voz se suma la del profesor Alberto González Troyano, profesor de Literatura en las universidades de Fez (Marruecos), Cádiz y Sevilla y Premio Iberoamericano Cortes de Cádiz de Ciencias Sociales en 2012. “La gesta de Riego ha repercutido de manera más que positiva en la construcción de la España liberal. Deberíamos enfocar el acontecimiento del pronunciamiento como el primer ejemplo en la historia de nuestro país de un militar que se alza en favor de la causa constitucional. Riego no es él mismo, ni sus causas particulares, sino lo que representa: recogió la voluntad colectiva y logró que, durante tres años, el liberalismo triunfara en España”, asegura.

Fernando VII tardó en reaccionar casi tres meses. Fue necesario que una gran multitud rodeara el Palacio Real de Madrid para que atendiera a las exigencias de Riego. Lo hizo con un manifiesto que incluía la histórica proclamación por la que fue apodado El felón, en relación con su deslealtad: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. Así comenzaba el Trienio Liberal, un sueño breve que acabó con Riego guillotinado en la Plaza de la Cebada de Madrid por orden del propio monarca, que no había dejado de maniobrar para hacer fracasar el ensayo liberal y que se consumó con la entrada en España de los Cien Mil Hijos de San Luis comandados por el duque de Angulema. “Riego asistió solo a su final, abandonado por todo el mundo. Fue un hombre de pocas luces, un mito inconsistente construido sobre un personaje que estaba hecho con una cera que ardía mal”, insiste el profesor Moreno Alonso.

No obstante, recuerda Guerra, “no está nuestra historia contemporánea tan llena de personajes que hayan dado su vida por defender los valores democráticos constitucionales como para dejar pasar un aniversario redondo, 200 años, sin recordar al general Riego. Durante más de dos siglos en España no se alcanzó la construcción de un Estado moderno porque las fuerzas reaccionarias del momento se conjuraban para impedirlo: el trono, la espada, el altar y las grandes fortunas agrarias. El principio liberal que proclama el liberal Riego se confirma con la Constitución del 78, que se mira mucho en la del 12, con un Ejército que asume el papel que le consigna la Constitución y con un monarca —en realidad son dos— que defienden la democracia constitucional, en febrero de 1981 y en octubre de 2017 como fechas culminantes”.

HIMNO DE RIEGO

Otro de los grandes hitos por los que el nombre de Riego sigue asociado a la historia del Liberalismo de España es el himno que lleva su nombre y que nació ese mismo 1 de enero de 1812 para acompañar la marcha del general con las tropas sublevadas que obligaron al rey a firmar la Constitución en 1820. A pesar de seguir siendo conocido por el nombre de Riego, la letra fue obra de su amigo Evaristo Fernández de San Miguel, teniente coronel y compañero en la insurrección. El autor de la música, sin embargo, se desconoce de manera oficial, aunque existen varias teorías, entre las que sobresale la autoría del compositor romántico José Melchor Gomis. A pesar de su enorme popularidad en la I y la II República –con la inclusión de una letra satírica- solo llegó a ser himno oficial en el Trienio Liberal.

Torrijos, la forja de un héroe liberal

El fusilamiento de este militar opuesto a Fernando VII fue convertido en icono del liberalismo por el gobierno de Sagasta. El Museo del Prado lo muestra en el contexto político que promovió su realización

Autor: Juan Ignacio Samperio Iturralde

Fuente: La Aventura de la Historia. 13/05/2019

Cuando se cumplen 150 años de la nacionalización de las colecciones del Prado, el museo dedica una exposición, El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros1886-88. Una pintura para una nación, al famoso cuadro de GisbertLa obra fue un encargo del Gobierno español presidido por el liberal Sagasta –cuyo retrato por Casado del Alisal también se expone– con destino específico para el museo. El lienzo muestra el fusilamiento de Torrijos y sus compañeros al amanecer de un domingo, el 11 de diciembre de 1831, después de ser traicionado por el general Vicente González Moreno y ser condenado a muerte por Fernando VII, en la playa de San Andrés.

Gisbert se había asociado con los liberales y, en 1860, había pintado Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo, que es un claro antecedente, y que en la exposición se ha situado frente al fusilamiento. Torrijos era un héroe nacional vinculado a la independencia española y a la lucha por la libertad. Era culto, amigo de intelectuales como Espronceda y el duque de Rivas, que le retrató en su exilio londinense en un cuadro que también se expone. En Cambridge fascinó a poetas como Shelley y Robert Boyd, que sería fusilado con él.

José María de Torrijos, 1826, por el duque de Rivas, Madrid, Museo de Historia.

Su memoria fue rehabilitada durante la regencia de María Cristina. También se hicieron grabados, alguno de los cuales están en la exposición, e incluso se levantó un obelisco en su memoria en la malagueña plaza de la Merced.

Antonio Gisbert fue director del Museo del Prado entre 1868 y 1873, y en 1885 propuso la realización del cuadro al ministro de Fomento, aprovechando que, en 1881, el Congreso había adquirido la carta que Torrijos le dirigió a su esposa antes de morir. El atrevimiento de Gisbert fue grande, pues el antecedente a superar era Los fusilamientos de la Moncloa, de Goya.

El trabajo de Gisbert es una alegoría de la dignidad ante la muerte. Para ello, flexibilizó la veracidad de los hechos, ya que Torrijos y sus compañeros fueron los primeros fusilados, y en el cuadro aparecen por el suelo varios cadáveres. También sabemos que fueron abatidos de rodillas y que no se dejó a Torrijos dar la orden de disparar, aunque Gisbert deja clara su condición de militar por las botas que calza.

La escena transcurre en una atmósfera de serena nobleza. La mano suelta en primer plano recuerda a Géricault y el sombrero de copa está sacado de un cuadro de Gerôme. Con sus rostros serenos, los que van a morir se llenan de dignidad. Sabemos que murieron dando vivas a la libertad, atados, vendados y de rodillas. Este cuadro es el equivalente a un resumen de nuestra historia durante el siglo XIX.

Fernando VII, ¿el deseado?

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Fuente: Historia de la Iberia vieja. 26/XI/2018

n 1814, tras la derrota de los ejércitos franceses y la expulsión de José Bonaparte, Napoleón acabó reconociendo a Fernando VII como rey, liberándole y devolviéndole el trono mediante el Tratado de Valençay. Nada más poner un pie en España, entrando por el camino de Valencia, recibe de la mano de un grupo de diputados afectos a su persona el llamado Manifiesto de los Persas, una auténtica declaración a favor de la restauración del régimen absolutista.

Lo firmaban 69 diputados en total y lo habían mandado a imprimir, además, para que fuera “conocido por todos por medio de la prensa”. El título completo del documento era Representación y manifiesto que algunos diputados a las Cortes Ordinarias firmaron en los mayores apuros de su opresión en Madrid, para que la Magestad del Señor D. Fernando el VII a la entrada en España de vuelta de su cautividad, se penetrase del estado de la nación, del deseo de sus provincias, y del remedio que creían oportuno; todo fue presentado á S.M. en Valencia por uno de dichos diputados, y se imprime en cumplimiento de real orden.

Así pues, El Deseado pasó a cumplir los deseos de sus partidarios de restaurar el régimen absolutista, perseguir a los liberales e instaurar un gobierno caracterizado por la mano de hierro. Fue exactamente lo mismo que hicieron el resto de monarquías europeas tras la caída del Imperio napoleónico, ni más ni menos: esforzarse por legitimarse en la tradición, combatiendo los principios revolucionarios que habían acabado desembocando en la Revolución Francesa, el asesinato de la familia real francesa y la posterior instauración del Imperio –que había puesto la soberanía nacional en manos de la voluntad general de los súbditos, en contraposición a la soberanía por derecho divino.

Para llevar a cabo esta tarea, Fernando VII instauró un régimen de represión y persecución tan feroz, que fue necesaria la creación de la Policía, cuerpo de seguridad que ha llegado hasta nuestros días. Las funciones que Fernando VII dio a la recién creada “Policía General del Reino” por aquella época quedaron reflejadas en el decreto publicado el 13 de enero de 1824:

“Debe hacerme conocer la opinión y las necesidades de mis pueblos, e indicarme los medios para reprimir el espíritu de sedición, de extirpar los elementos de la discordia y de obstruir todos los manantiales de la prosperidad”, aunque también había otras más cotidianas, como “impedir que se coloquen tiestos, cajas u otros objetos de esta clase en ventanas, azoteas o tejados donde puedan caerse y dañar a los que por ellas transiten”.

Tras el breve paréntesis del Trienio Liberal (1820-1823), en el que Fernando VII simuló someterse a un nuevo régimen constitucional, dio comienzo lo que la historia bautizó como la Década Ominosa (1823- 1833), el último periodo de su reinado, en el que actuó con más dureza si cabe, llevado por el enfado y los deseos de venganza. Ya le habían quitado la varita del poder dos veces, y no estaba dispuesto a dejar que sucediera una tercera vez.

Cerró periódicos y universidades, erradicó cualquier atisbo de liberalismo, prohibió las sociedades secretas tanto en España como en América, y se produjeron levantamientos absolutistas. Fue durante este periodo cuando empezó a desmembrarse el Imperio Español, con la pérdida de la práctica totalidad de las colonias americanas. Hoy, parece que lo único que hizo este rey por sus súbditos fue engañarles, imponerles un régimen absolutista y actuar únicamente a favor de sus intereses personales. En general, el perfil de este monarca se ha pintado con una paleta de colores peyorativos: chaquetero, corrupto, dictatorial, traicionero y vengativo.

Algunos, incluso, han llegado a afirmar que, de todos los reyes y reinas que ha tenido la Corona española, Fernando VII fue el que menos satisfizo a los españoles durante su regencia. Pero, ¿es cierto? ¿Hizo alguna aportación beneficiosa? Pasados los años, y con las gafas de la distancia, si le sometiéramos a una especie de juicio moderno, ¿cuál sería el veredicto? ¿Culpable o inocente?

Es verdad que, como rey de España, quizá no supo estar a la altura de un pueblo que derramó sangre por él, luchando en el frente de batalla para que “El Deseado”, como así le llamaban,volviera a coger las riendas del poder tras la ocupación napoleónica; pero no es menos cierto que a este monarca le tocó enfrentarse con un enemigo inédito: el terror gabacho había degollado a la monarquía francesa. Las cabezas de Luis XVI y María Antonieta sobre el cesto lanzaban un mensaje muy claro: un día, tu propio pueblo, instigado por los afrancesados, te puede mandar al cadalso en nombre de palabras tan gloriosas como “igualdad, libertad y fraternidad”.

Fernando VII el felón.

Artículo sobre Fernando VII, uno de los reyes más odiados y odiosos de la Historia de España.

Fuente: Nuevatribuna.es

Autor: Edmundo Fayanas

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Fernando VII padecía macrosomía genital, siendo esta enfermedad consecuencia de la costumbre borbónica de casarse primos con primos para así preservar la sangre real.

 Nace el 14 de octubre de 1784. Era hijo de Carlos IV y de María Luisa de Parma. Fue el noveno hijo de los catorce que tuvo su madre. Creció aborreciendo a su madre y al favorito Manuel Godoy. Tuvo una educación adecuada para lo que iba ser, el futuro rey de España. También tuvo malas relaciones con su padre, pues no se entendían.

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