Estados Unidos en el Sáhara: 45 años de favores a Marruecos

Henry Kissinger durante una audiencia con Franco en 1973 Biblioteca de la Universidad de Alcalá

Autor: Carlos Hernández-Echevarría

Fuente: eldiario.es 11/12/2020

“Hubo una época de mi vida en la que no sabía dónde estaba el Sáhara español y era igual de feliz que ahora”. Era 9 de octubre de 1974 y Henry Kissinger intentaba explicarle al ministro franquista Pedro Cortina lo poco que le importaba a EEUU el conflicto con Marruecos a cuenta de la descolonización. Cortina estaba inquieto porque había leído en el Washington Post que EEUU estaba a favor de un acuerdo para que España cediera el territorio a Hassan II y quería comprobar que EEUU mantendría su neutralidad. “Nunca leo el Washington Post, salvo la sección de deportes”, respondió Kissinger, “es un disparate”. 

Por supuesto, un año después, España salió huyendo de su colonia y EEUU torpedeó en la ONU cualquier acción internacional contra la ocupación marroquí. Los documentos desclasificados muestran que a Kissinger, efectivamente, no le importaba lo más mínimo la suerte de “40.000 personas que probablemente ni saben que viven en el Sáhara español”, pero lo que menos quería era una guerra entre dos aliados fundamentales. Tampoco a Donald Trump le importan ahora los saharauis pero, reconociendo por sorpresa esta semana la soberanía marroquí sobre el territorio, ha conseguido que otro país árabe normalice relaciones con Israel. Una vez más, los saharauis son peones en el tablero internacional.

Peones en la Guerra Fría

Cada vez que se habla de la relación Washington y Rabat, se cuenta que fue el sultán de Marruecos el primer monarca del mundo en reconocer la independencia de EEUU cuando abrió sus puertos al nuevo país en 1777. Sin embargo, cuando “la marcha verde” marroquí ocupó el Sáhara 200 años después, el vínculo entre ambos países era menos romántico y mucho más estratégico.

En 1975, Marruecos quería hacerse con el Sáhara, España quería salir de allí sin hacer el ridículo ni romper sus promesas y EEUU estaba entre medias de los dos. Por un lado, tenía una profunda relación militar con la España franquista y, con el dictador gravemente enfermo, no quería que una guerra colonial desestabilizara el país en un momento de cambios fundamentales. Por otro lado, EEUU tenía que proteger a Hassan II. 

En la Guerra Fría Marruecos era oficialmente un país neutral o “no alineado”, pero durante el reinado de Hassan II el país se había acercado a EEUU. El monarca presumía de anticomunismo y había reprimido con fuerza protestas de izquierdas en la década anterior. Durante la marcha verde, el propio Kissinger le dijo al presidente Ford que si Hassan no lograba ocupar el Sáhara español “estaba acabado” y corría el riesgo de perder la corona. Por tanto, añadió, “debemos trabajar para que lo consiga” a través de una votación “amañada” en la ONU. 

Hay debate sobre si EEUU presionó a España para que aceptara las demandas marroquíes y abandonara Marruecos, pero la mayoría de los historiadores creen que, con Franco en coma, el gobierno español necesitó poca motivación para firmar los acuerdos de Madrid y entregar de forma efectiva el Sáhara a Marruecos. El número dos de la CIA en aquel momento, Vernon Walters, era amigo personal del rey Hassan y ha sido acusado de haber presionado a las autoridades españolas, pero él nunca quiso dar detalles: “parecería que el rey de Marruecos y el Rey de España son peones de EEUU y eso interesa a nadie”. 

Lo que sí hizo EEUU fue asegurarse de que Marruecos no era castigado internacionalmente por haber ocupado el territorio. Cuando arrancó la marcha verde, pactó una resolución en el Consejo de Seguridad de la ONU que “deploraba” la invasión marroquí y pedía su retirada, pero que no incluía ninguna sanción ni nada parecido. El consejo no volvió a pronunciarse sobre tema y el entonces embajador de EEUU ante Naciones Unidas, Daniel Patrick Moynihan, escribió en sus memorias que su tarea había sido que la ONU “se mostrara tremendamente inefectiva” y que lo logró. 

El embajador cantaba victoria porque consideraba al Frente Polisario un “peón” de la Unión Soviética, aunque lo cierto es que la URSS nunca ayudó directamente a la lucha saharaui. Hassan II había intentado convencer a Kissinger del peligro de que en el Sáhara se creara un nuevo estado que cayera bajo la influencia de Moscú y, aunque no está muy claro que el diplomático se lo creyera, tras la retirada española el argumento sirvió para justificar las ayudas militares y de inteligencia de EEUU a Marruecos en los siguientes 15 años de guerra contra el Polisario. 

Marruecos, siempre clave

Mientras la Guerra Fría avanzó paralela a la guerra entre Marruecos y el Polisario, todos los gobiernos estadounidenses apoyaron económica y materialmente el esfuerzo militar de Rabat. Tanto los presidentes demócratas como los republicanos mantuvieron las ayudas. La Administración Carter argumentó increíblemente que la venta de armas a Marruecos “podía contribuir a la negociación de una solución que refleje los derechos” de los habitantes del Sáhara. El equipo de Ronald Regan fue más claro al declarar en sede parlamentaria que “las decisiones sobre la venta de material militar no se condicionarán a los intentos marroquíes de mostrar progreso hacia una paz negociada”.

Sin embargo, a principios de los 90, con la URSS en agonía y el fin de la Guerra Fría a la vista, se abrió la posibilidad de que EEUU pudiera ser algo más exigente con Marruecos. La ONU logró impulsar un alto el fuego y una misión internacional para celebrar un referéndum, y la administración Bush advirtió a Rabat de que la relación entre ambos países se vería “seriamente afectada” si no cooperaba. El gobierno estadounidense incluso entró en contactos directos con los saharauis mediante un encuentro entre el secretario de Estado y el presidente de la República Árabe Saharaui Democrática.

A pesar de todo esto, el rey Hassan II consiguió anular cualquier distancia que se hubiera creado EEUU gracias a una decisión audaz: cuando Bush padre anunció en 1990 que iba a atacar al Irak de Saddam Husseín tras su conquista de Kuwait, Marruecos no solo apoyó la operación sino que envió a 1.700 de sus soldados a contribuir a la campaña contra el que había sido un histórico aliado. Aunque parte de su propia población rechazó el movimiento con multitudinarias manifestaciones, lo cierto es que la relación con EEUU mejoró.

Desde el alto el fuego con el Polisario en 1990, Marruecos lleva 30 años alargando plazos y torpedeando la celebración de un referéndum de autodeterminación, mientras que EEUU cada vez toma posiciones más favorables a su causa. Si el apoyo de Rabat a la primera Guerra del Golfo solucionó algunas tensiones surgidas por el final de la Guerra Fría, en el mundo posterior al 11-S Washington no se podía permitir estar a malas con uno de sus grandes aliados en el mundo musulmán. Cuando Bush hijo ordenó ocupar Irak en 2003, el rey Mohammed VI no mostró el entusiasmo de su padre durante la primera invasión, pero sí que se cuidó muy mucho de criticar a EEUU a pesar de las protestas en las calles de Marruecos.

Conforme Marruecos ha ido consolidándose aún más como uno de los grandes aliados musulmanes de EEUU, la tibieza de Washington con respecto a la autodeterminación del Sáhara se ha ido acrecentando más y más. Desde 2001, Washington apuesta por una autonomía saharaui dentro del reino de Mohammed VI, negando la posibilidad de un estado propio, pero ahora Trump ha dado un paso más y uno que es difícilmente reversible. Con el reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental solo no se acerca la paz y sino que se reduce la capacidad estadounidense de presionar a Rabat.

Unas semanas antes de dejar la Casa Blanca, Trump se apunta un tanto en la que considera su gran contribución a la política exterior de EEUU: la normalización internacional de Israel. Está por ver si Joe Biden mantiene la apuesta o da marcha atrás enfureciendo a Marruecos pero, de momento y como tantas otras veces, son los saharauis los que pagan el precio de que un líder estadounidense tenga prioridades mayores que el destino de “40.000 personas que probablemente ni saben que viven en el Sáhara español”.

Por Navidad, todos a casa

Soldados británicos en la I GM

Autor: JESÚS ESPELOSÍN

Fuente: nuevatribuna.es 20/11/2020

Julio 1914. Europa se encuentra en máxima tensión después de varios años de prolongación de aquella paz que Bismarck había propiciado manteniendo el equilibrio entre las cinco potencias europeas. Pero aquello no se sostenía y la guerra parecía inevitable, además de que, se pensaba, podía ser una solución. «La guerra que acabaría con todas las guerras» llegó a decirse.

Por otra parte, la experiencia de las guerras del siglo XIX, después de las napoleónicas, decía que una guerra era cosa de pocos meses, no más de seis en el peor de los casos. Por eso, en Reino Unido se hizo famosa la frase de «Por Navidad, todos a casa«. Se refería a la vuelta de los muchachos que había enviado al frente en tierras francesas y belgas. Después, es sabido que, dividido en dos guerras mundiales, aquello no acabó hasta 1944.

La guerra contra el coronavirus, que debiera ser más mundial que las dos tan famosas del siglo pasado, no la estamos tratando como tal, los norteamericanos, al igual que en las dos guerras mundiales ya mencionadas, entraron tarde

Misma preocupación, la Navidad de 2020, parece existir hoy en la guerra contra el  coronavirus. Puede leerse que se están haciendo planes para que el virus nos dé una tregua en Navidad que permita a las familias reunirse en torno al belén, al abeto y, sobre todo, al pavo, en esos días tan entrañablemente distintos en los que hasta los cuñados son bien recibidos. Pero resulta que el coronavirus no es como aquellos soldados franceses y alemanes que en la noche del 24 de diciembre de 1914 salieron momentáneamente de las trincheras y dejaron de dispararse durante unas horas para pasar su Navidad. El virus, como no tiene sentimientos, no puede ponerse sentimental y, por tanto, no va a dar una tregua navideña. Mas bien, es de esperar que, favorecido por la cercanía de las personas, la concentración de las mismas y cierta efusividad, derivada de la situación, el virus haga su agosto en diciembre.

El hombre, y también la mujer desde las leyes de igualdad, es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra y, parece, que estamos dispuestos a tropezar nuevamente con esta piedra navideña pensando que la realidad va a ser como la deseamos sin hacer mucho para que así sea. Porque, además, esto de la Navidad no es lo único que no hemos aprendido.

La guerra contra el coronavirus, que debiera ser más mundial que las dos tan famosas del siglo pasado, no la estamos tratando como tal. Primero, porque hemos renunciado a tener un Estado Mayor. La Organización Mundial de la Salud, que debiera haber cumplido ese papel, está tan desprestigiada que nadie hace caso de sus recomendaciones. Debido a eso, cada cual hace la guerra por su cuenta, y nunca mejor empleada la frase. Frente a la unidad de acción del virus, cuya única estrategia, táctica, actividad y ocupación es reproducirse, cosa que hace con enorme facilidad y eficacia, los demás utilizamos multitud de respuestas.

Los norteamericanos, al igual que en las dos guerras mundiales ya mencionadas, entraron tarde. Esta vez no les podemos atribuir la «zona cero» de la gripe llamada «española» de 1918, pero el que el virus haya podido extenderse en una población de más de 300 millones de personas antes de que Trump se enterase del problema, no ha ayudado al caso. Y, mas, habida cuenta del papel de líder del mundo occidental que tienen atribuido. Quizás ese papel de liderazgo ha podido influir en que paises como México o Brasil, con gobernantes trumpistas y poblaciones millonarias, siguieran su ejemplo de negar la evidencia.

Pero es que, en Europa la respuesta ha sido, aunque temprana, dispersa. Habrá mucha reunión telemática entre responsables sanitarios y/o políticos pero la falta de unas directivas de Bruselas tan precisas como las que marcan el tamaño de las naranjas, por ejemplo, ha evitado la acción conjunta. Luego, la soberanía de cada país se ha encargado de que la lucha europea contra el coronavirus pueda recordarnos al gran Pancho Villa de sus mejores tiempos.

Excepto en España donde, además, el coronavirus nos pilló con el pie cambiado de una sanidad descentralizada en 17 responsables de su gestión, una por cada una de las comunidades autónomas en que está dividido nuestro país. Eso ha hecho que Sánchez no haya podido actuar como la admirada Merkel, la ciudadana prusiana que no tenía que convencer a 17 personas de lo que debía hacerse y ha actuado con la determinación de sus antecesores, no voy a decir como Hitler (que no era prusiano) pero si como Bismarck. Y he empezado por decir que excepto en España porque, estoy escribiendo de memoria, creo que somos la excepción en esa forma de proceder.

Eso de tomar decisiones por comunidades se ha llevado, no solo hasta el nivel territorial del municipio, si no al de barrios y, en algún sitio como Madrid, hasta la división administrativa de «zona sanitaria». Bien, no voy a ser yo, desde mi ignorancia en la materia, quien diga cómo debe hacerse, pero me extrañaría mucho que una pandemia mundial se combatiese como se hace en el mus cuando las cosas van mal: cada uno con las suyas.

Y, desde luego, que nadie piense en una tregua viral navideña. Podemos empeñarnos en levantar las restricciones una vez que se enciendan las luces multicolores de muchas calles españolas, pero, en ese caso, quien se va a dar un atracón en esas fiestas va a ser el virus.

Ah, y ya que estamos, Feliz Navidad.

Lo que la historia nos enseña sobre las consecuencias económicas de grandes epidemias como la peste

Fotograma de La Peste, serie de Alberto Rodríguez

Autora: Marina Estévez Torreblanca

Fuente: eldiario.es 15/03/2020

Hace siglos, los barcos estaban obligados a guardar cuarentenas en los puertos durante las pestes para evitar su propagación a las ciudades costeras. Ahora se prohíben los vuelos desde Italia a España o hacia Estados Unidos desde Europa. El coronavirus es incomparablemente menos letal que la peste negra, que asoló el mundo en varias oleadas sobre todo entre los siglos XIV y XVIII, acabando con la vida de unas 100 millones de personas en Europa, África y Asia (entre el 25 y el 60% de la población europea, según estimaciones).

Los contextos históricos y de desarrollo científico son también muy diferentes, pero, con todas las distancias y sin posibilidad de hacer una comparación directa, ambas son epidemias y podrían compartir ciertos rasgos comunes sociológicos y económicos, que también se encuentran en otras crisis sanitarias de envergadura como la gripe de 1918, explica a eldiario.es la profesora de Historia Económica de la Universitat Autònoma de Barcelona Carmen Sarasúa.

Los efectos de la pandemia de coronavirus aún son imposibles de estimar en su totalidad al estar aún inmersos en esta crisis. Pero se espera que el impacto económico a corto y medio plazo sea muy alto: se interrumpen los sistemas de transporte y abastecimiento y cae la producción de muchos sectores, además de la demanda. Y al caer la demanda, como explicaba Keynes tras la Depresión de 1929, baja el empleo y cae el ingreso de los hogares, lo que aumenta aún más el desempleo (además de la recaudación fiscal, los ingresos con los que cuenta el estado para financiar servicios públicos).

En el caso de la peste negra, esta epidemia supuso cambios importantísimos en la economía y un fortísimo retroceso; el descalabro de población tardó cien años en recuperarse. «Desapareció el comercio, cayeron las ciudades, la gente se fue al campo, murieron reyes, afectó a todos los estratos sociales», expone en una entrevista con Efe Pedro Gargantilla, profesor de Historia de la Medicina de la Universidad Francisco de Vitoria y jefe de Medicina Interna del Hospital de El Escorial (Madrid).

A corto plazo, las consecuencias económicas más relevantes de la también llamada peste bubónica, originada en el desierto del Gobi, se pueden resumir en que los campos quedaron sin trabajar y las cosechas se pudrieron. De ello se derivó una escasez de productos agrícolas, acaparados únicamente por aquellos que podían pagarlos. Los precios subieron, por lo que crecieron las penalidades y el sufrimiento de los menos pudientes.

«Es indudable que esta epidemia produjo efectos económicos que supusieron la recesión más drástica de la Historia. Es relevante destacar que es en esta época, con clara influencia de la epidemia de la peste, cuando se pone fin a la construcción masiva de monasterios, iglesias y catedrales. Por todo ello, se puede decir que es el motivo del cierre del periodo medieval», recalca esta publicación de BBVA.

El hambre, la peste y la guerra que marcaron el siglo XIV acabaron trasformando la sociedad y disparando las desigualdades. Los poderosos aumentaron su poder y su riqueza y el pueblo llano quedó más empobrecido y perdió algunos derechos de las generaciones anteriores, como se explica en este artículo.

Pero cuando se habla de los efectos económicos de la peste negra que asoló Europa a mediados del XIV, a pesar de sus inicios devastadores, los historiadores coinciden en señalar otros efectos económicos y sociales positivos para los supervivientes. Como explica Carmen Sarasúa, «la tierra era abundante, al caer la oferta de trabajo los salarios aumentaron, y se ha visto por ejemplo que las mujeres encontraron muchas más oportunidades laborales en los gremios que hasta entonces las habían vetado, en los jornales agrarios, etc». Unos efectos que también se han observado tras picos de mortalidad como los que se producen en las guerras, aunque no palíen ni compensen la devastación económica y social y la pérdida de vidas iniciales.

Además, las epidemias han servido para introducir mejoras de la salubridad pública que pretenden reducir el riesgo de las aglomeraciones urbanas. En el caso de las oleadas de peste, acabaron por favorecer la recogida de basuras y aguas fecales, la regulación de la presencia de animales vivos y muertos, o la construcción de cementerios fuera de los recintos urbanos y la obligación de encalar iglesias (tras  la promulgación de la Real Cédula Carlos III en 1787).

Consecuencias de otras epidemias

Otra epidemia que hundió la economía fue la gripe de 1918 (mal llamada gripe «española» por ser uno de los primeros países donde se informó de ella, al ser ajeno a la guerra), que causó más muertos que la I Guerra Mundial (unos 50 millones según estimaciones). Entre la enfermedad y la contienda se hundió la actividad económica y hubo cambios en los movimientos migratorios, aunque es difícil discernir qué parte del hundimiento de la economía se puede achacar a cada fenómeno.

Brotes infecciosos más recientes, incluso los temores de algunos relativamente contenidos, han afectado en las últimas décadas al comercio. Por ejemplo, la prohibición de la Unión Europea de exportar carne vacuna británica duró diez años debido a un brote de la enfermedad de las vacas locas en el Reino Unido, pese a que la transmisión a humanos es relativamente limitada.

Además, algunas epidemias prolongadas, como el VIH y la malaria, desalientan la inversión extranjera directa. Un informe del Fondo Monetario Internacional sobre epidemias estima el costo anual esperado de la gripe pandémica en unos 500.000 millones de dólares (0,6% del ingreso mundial), incluidos la pérdida de ingresos y el costo intrínseco del aumento de la mortalidad.

Y aunque el efecto sanitario de un brote es relativamente limitado, sus consecuencias económicas se pueden multiplicar con rapidez. Por ejemplo, Liberia sufrió una reducción del crecimiento del PIB de 8 puntos porcentuales entre 2013 y 2014 durante el brote de ébola en África occidental a pesar de la baja tasa general de mortalidad en el país durante ese período.

Ganadores y perdedores en las epidemias

Los efectos de los brotes y epidemias no se distribuyen de manera equitativa en la economía. Algunos sectores incluso podrían beneficiarse financieramente, mientras que otros sufrirán en forma desmedida. Las farmacéuticas que producen vacunas, antibióticos u otros productos necesarios para la respuesta al brote son posibles beneficiarios. 

Como explica Sarasúa, en todas las coyunturas hay sectores económicos que se benefician. Cuando hay una demanda excepcional de determinados bienes y servicios los sectores que los proporcionan «hacen su agosto» (podría ser el caso de mascarillas o alimentos de primera necesidad estos días en España), mientras que se hunden los que proporcionan bienes y servicios que dejamos de consumir y los que se ven afectados por la interrupción de componentes y materias primas.

Pero la desigualdad también se refleja en la enfermedad y la mortalidad. Ahora mismo, una de las grandes causas de desigualdad en el impacto de una epidemia es el acceso a la asistencia médica. En los países que carecen de sistemas públicos de asistencia médica universal, donde hay que pagar las pruebas de diagnóstico, los tratamientos, y la hospitalización (caso de EEUU), el nivel de renta será determinante.

Literatura como fuente histórica sobre las pandemias

La profesora recuerda tres obras literarias que resultan fuentes históricas de gran valor sobre las epidemias: El Decamerón, de Boccaccio, describe la peste que asoló Florencia en 1348; el Diario del año de la peste, escrito por Daniel Defoe en 1722, que narra la epidemia de peste que sufrió Londres en 1665, que mató a una quinta parte de la población. Y Manzoni, en Los novios, relata la peste de Milán en 1628.

«Las tres nos hablan del miedo, de cómo la sociedad se enfrenta a la muerte masiva e inesperada, algunos buscando culpables y acusando a determinados grupos o individuos, recurriendo a la magia y a la religión…otros tratando de entender las causas científicas de lo que ocurre, buscando soluciones racionales y cívicas que hacen avanzar a la sociedad y palían los efectos económicos adversos que tienen estas crisis», concluye Sarasúa.

La gran catástrofe de la frontera grecoturca

Autor: Jaume Pi.

Fuente: La Vanguardia 18/04/2020

Lo que hoy son las fronteras entre Grecia y Turquía representan mucho más que una simple separación entre dos países del Mediterráneo. División natural entre dos continentes, han significado el linde simbólico entre las civilizaciones de Occidente y Oriente. De la legendaria guerra de Troya a la conquista turca de Constantinopla, la historia ha reservado para la región un espacio privilegiado en sus crónicas. Hoy vuelve a estar en el punto de mira como escenario de una grave crisis humanitaria que afecta a miles de refugiados llegados de las guerras de Oriente Próximo. Hoy como ayer, la frontera sigue separando dos mundos.

Desgraciadamente existe un precedente de la actual situación. Hace unos 100 años la región vivió una crisis humanitaria de aún mayores proporciones, que afectó a la vida de millones de personas y que aún hoy representa una profunda herida para ambos países. El foco principal de aquel desastre se encuentra a unos escasos 100 kilómetros de la isla de Lesbos, epicentro de la actual crisis de refugiados: es la costera y populosa ciudad turca de Izmir o Esmirna.

Desde que Grecia lograra su independencia en el siglo XIX, el objetivo de los nacionalistas fue la ‘Megali Idea’: ampliar su territorio a sus fronteras históricas y ‘refundar’ el Imperio Bizantino

Pero entender que sucedió en Esmirna en 1923, unos hechos que aún los griegos bautizan como la ‘Gran Catástrofe’, nos obliga a remontarnos todavía más años atrás. Si hubo una gran catástrofe es porque antes hubo una Gran Idea. Así, Megali Idea, es como bautizaron los nacionalistas griegos a la utopía de reconstruir una moderna Magna Grecia (aunque en este caso miraría más hacia el Imperio Bizantino que hacia el sur de Italia). Desde que Grecia lograra su independencia del Imperio Otomano en 1831, este fue el objetivo de muchos nacionalistas: recuperar un idealizado Bizancio y unir a todos los griegos diseminados a lo largo y ancho del imperio.

La Grecia que nació en el siglo XIX era un Estado pequeño comparado con sus predecesores históricos. En parte nació gracias a las potencias occidentales, que necesitaban un estado satélite en medio del Imperio Otomano y que además idealizaban el mundo griego como cuna de su civilización.

El recién nacido estado, con capital en una Atenas de poco más de 5.000 habitantes que nada tenía que ver con la gloriosa polis de Pericles, apenas comprendía entonces las regiones del sur y el Peloponeso. Pero ambicionaba conquistar Macedonia, el Épiro, el Dodecaneso, las islas del Egeo, Creta, Chipre, Tracia y las costas occidental y norte de Anatolia. Y todo ello, con capital en Constantinopla, para reinstaurar por fin el esplendor del Imperio Bizantino. Toda la política exterior del nuevo Estado el siglo XIX y primera parte del siglo XX giró en torno a este ideal.

Estos planes tuvieron predicamento no solo en Grecia, sino entre buena parte de la diáspora que aún vivía en el seno del imperio turco, especialmente en Constantinopla y Esmirna, dos grandes ciudades de mayoría griega. Cabe recordar que el imperio otomano era en aquel entonces un Estado multiétnico y multirreligioso que se expandía por los Balcanes y Asia Menor, y que las distintas comunidades nacionales no estaban concentradas en un territorio propio, sino esparcidas por todo el imperio. A los griegos les unía sobre todo la religión cristina ortodoxa y, en menor medida, el idioma.

En Asia Menor, las distintas comunidades helenas habían sufrido su propia evolución y contaban ya con sus tradiciones propias. Poco tenía que ver un griego de Esmirna con un griego de la histórica región de Ponto, al noreste. Y poco tenían que ver ambos con los griegos europeos. Algunos hablaban turco pero profesaban la religión ortodoxa, otros hablaban un griego muy arcaico pero eran de religión musulmana. Por lo tanto, una mezcla difícil de conjugar en una única nación.

Ya hacia finales del XIX y con un decadente Imperio Otomano al que llamaban “el enfermo de Europa”, los nacionalismos de los Balcanes aspiraban a la construcción y expansión de sus propios estados. Los límites étnicos no estaban nada claros y el puerto de Tesalónica era codiciado tanto por griegos como por serbios y búlgaros. Además, en 1897 la isla de Creta se alzaría contra el imperio para unirse a Grecia. El estado griego declaró la guerra a los turcos sufriendo, sin embargo, una dolorosa derrota. La Megali Idea quedaba más lejos.

Las comunidades griegas estaban esparcidas por todo el Imperio Otomano , incluida Asia Menor, y eran mayoría en Esmirna; pero había muchas diferencias entre sí: algunos eran musulmantes grecoparlantes; otros ortodoxos de lengua turca

Sin embargo, fue precisamente un cretense, Eleftherios Venizelos, el que cambiaría el rumbo de los acontecimientos. Tras su irrupción en el poder en 1910, Venizelos retomó la aspiración de la Gran Idea y lideró a Grecia en las guerras balcánicas de 1912 y 1913, años en los que primero el Imperio Otomano perdió casi todos sus territorios en Europa y después los distintos estados emergentes se disputaron las fronteras de la península.

Grecia arrebató a serbios y búlgaros las regiones históricas del Epiro, Macedonia y Tracia Occidental, quedándose con el codiciado puerto de Tesalónica, además de sumar también Creta y Samos. Los territorios agregados a la nueva Grecia sumaban un 70% más a la extensión total del país, aumentando el número de habitantes en dos millones de habitantes, casi el doble de la población griega hasta el momento.

Poco después también arrancó en los balcanes la Primera Guerra Mundial (1914-1918), capítulo clave en esta historia, especialmente porque supondrá el desmembramiento definitivo del Imperio Otomano tras cinco siglos. Pese a que Grecia comenzó como estado neutral, la entrada otomana en el bando de las potencias centrales llevó a Venizelos a apoyar a los aliados.

De nuevo, la obsesiva Gran Idea tuvo la culpa: era la oportunidad de arrebatar los territorios históricos al moribundo imperio. Esta posición dividió al país entre partidarios de Venizelos, favorable a entrar en la Gran Guerra, y leales al rey Constantino I, favorable a mantener la neutralidad. La victoria de los aliados dio la razón al político cretense que al poco tiempo quiso cobrarse su apoyo reclamando su parte del pastel.

Tropas turcas marchan dirección a Esmirna en septiembre de 1922
Tropas turcas marchan dirección a Esmirna en septiembre de 1922 (Topical Press Agency / Getty)

La Gran Guerra también trajo con ella un odio irreconciliable entre las comunidades que durante siglos habían convivido más o menos pacíficamente en el seno del imperio. Durante el conflicto, más de 450.000 griegos tuvieron que exiliarse a las regiones occidentales de lo que hoy es Turquía.

En paralelo al conocido como genocidio armenio, los nacionalistas turcos y las autoridades otomanas también la tomaron contra los griegos de Anatolia, que sufrieron numerosas atrocidades: deportaciones indiscriminadas y crímenes que todavía hoy están por esclarecer. Especialmente sangrante fue la situación en la región de Ponto, al sudeste del Mar Negro. Aún hoy Grecia exige a la comunidad internacional que reconozca esos hechos como un genocidio.

Con el fin de la guerra, Venizelos reclamó las regiones que quedaban para formar la anhelada Gran Grecia, incluyendo las provincias occidentales de Asia Menor. Aunque las negociaciones no habían alcanzado su fin, y ante el temor de que un nuevo competidor, Italia, le arrebatara ahora la región, Venizelos se adelantó y el 15 de mayo de 1919 ocupó la ciudad de Esmirna y, con ello, arrancó la guerra grecoturca. El Tratado de Sévres de 1920 permitió a Grecia gestionar los nuevos territorios de Anatolia por cinco años, aunque la soberanía seguía siendo turca. Pasados estos cinco años, las regiones pasarían bajo poder griego tras referéndum.

Con la llegada de Venizelos al poder, el sueño se acerca: Grecia se aprovecha de las guerras balcánicas y la Gran Guerra para extender su territorio a costa del desmembrado Imperio Otomano

En solo nueve años, Grecia había pasado de tener una superficie de 64.679 km2 con una población de poco más de 2,5 millones de personas a extenderse por 173.799 km2 con una población total de más de 7 millones habitantes. El sueño parecía cumplido. Sin embargo, fue el inicio de la pesadilla.

El país llevaba 9 años seguidos de guerra ininterrumpida y fue incapaz de mantener cierto orden en sus nuevas conquistas. La administración de la ciudad, todavía muy multicultural y que en ese momento había acogido a unos 100.000 refugiados de la guerra, fue un auténtico caos. Los abusos de policía y civiles contra la comunidad turca de la ciudad fueron numerosos. El odio racial estaba en el orden del día.

Los acontecimientos se precipitaron los dos siguientes años. Grecia fue perdiendo el favor del mundo occidental, que vio en la nueva Turquía un aliado de más peso en la región. La revolución del movimiento nacionalista comandado por Mustafá Kemal, posteriormente conocido como Atatürk (‘padre de los turcos’), triunfó y la guerra estaba a punto de tomar otro rumbo. Con este empuje, Grecia sumaría las posteriores batallas por derrotas.

La catástrofe de Esmirna supuso el asesinato de miles de griegos y armenios en la ciudad
La catástrofe de Esmirna supuso el asesinato de miles de griegos y armenios en la ciudad (Keystone-France / Getty)

Pronto Esmirna se convertiría en el foco de atención para los turcos que se disponían ahora de recuperar lo que consideraban suyo. El ejército avanzaba por todos los frentes y se dirigía hacia la ‘infiel’ ciudad -así era conocida entre muchos turcos- con ganas de venganza. Grecia, ahora sin ningún apoyo exterior y con un ejército debilitado, se retiraba ofreciendo una tímida resistencia y dejando a Esmirna a la merced de las tropas de Kemal. El caos volvió a apoderarse de la ciudad.

La minoría turca, sabiendo la inminente victoria de los suyos, se tomó la justicia por su mano. Aunque en un primer momento la ocupación se hizo de forma pacífica, el odio étnico volvió a manchar de sangre toda la ciudad. Los barrios armenio y griego fueron literalmente arrasados por las llamas. Sólo el barrio turco y el judío se salvaron de un aberrante ejercicio de limpieza étnica con todo tipo de atrocidades. Los barcos de refugiados se amontaban en el puerto para tratar de rescatar al máximo número de personas de una ciudad incendiada. Un fin dantesco. La Gran Catástrofe fue un hecho un 13 de septiembre de 1922.

La guerra grecoturca estuvo marcada por el odio étnico. La caída de Esmirna, el 13 de septiembre de 1922, fue dantesca: los barrios armenio y griego fueron arrasados por las llamas y miles de personas asesinadas o obligadas a exiliarse

La caída de Esmirna fue traumática en términos simbólicos para el mundo griego y puso un final abrupto al sueño nacionalista. Pero las consecuencias prácticas fueron, por supuesto, mucho peores. El Tratado de Lausana, firmado el 30 de enero de 1923, planteó como única solución viable un intercambio masivo de poblaciones que, de hecho, ya se había producido con el efecto de la guerra. Una primera estadística de 1923 habla de un total 785.000 refugiados que se movieron en condiciones paupérrimas. Se estima que en los primeros nueve meses después del influjo, se produjeron 6.000 muertos al mes.

La primera estadística oficial en 1928 fijaba los refugiados en más de 1,2 millones de personas y hoy se calcula que probablemente fueron 1,4 millones. Por el lado turco, unas 500.000 musulmanes que vivían en zonas griegas se desplazaron a Asia Menor. Se trata del segundo mayor intercambio de poblaciones del siglo XX tras el que protagonizaron India y Pakistan en la década de los años 40.

El impacto demográfico y social fue brutal, en especial en las zonas urbanas. En el Pireo, por ejemplo, se pasó de 123 habitantes a 69.000 en sólo siete años. Más allá de la precariedad social, también hubo un importante choque cultural. Cabe recordar que muchos de estos griegos ‘asiáticos’ eran completamente distintos en tradiciones a sus compatriotas europeos. Todavía hoy se arrastran las diferencias y muchos descendientes de ese éxodo forzado mantienen vivo el orgullo de sus orígenes.

Durante esos años de exilio, en el sur de una ya superpoblada Atenas, nació un suburbio bautizado como Nueva Esmirna. Es uno de los recuerdos de la ciudad de Asia Menor, que contó con presencia griega desde tiempos homéricos, y desde hace un siglo borrada del mundo helénico para siempre.

Todavía hoy descendientes de los griegos de Asia Menor recuerdan sus orígenes
Todavía hoy descendientes de los griegos de Asia Menor recuerdan sus orígenes (SAKIS MITROLIDIS / AFP)

La historia secreta de la guerra de Afganistán

Dos soldados norteamericanos en la provincia afgana de Paktika en 2009. ANDREW SMITH CC

Autor: Iñigo Sáenz de Ugarte

Fuente: eldiario.es 9/12/2019

Casi 50 años después de la difusión de los Papeles del Pentágono sobre la guerra de Vietnam, The Washington Post ofrece ahora una serie de documentos que dejan patente el fracaso de la ocupación militar de Afganistán y la dramática diferencia entre la realidad y las declaraciones públicas de los responsables políticos y militares de las Administraciones de George Bush y Barack Obama.

Lo que se ha escrito en muchos artículos periodísticos desde hace 18 años aparece ahora confirmado por quienes tenían como misión ganar esa guerra, aunque ni siquiera tenían claro qué significaba la idea de ganar ni contaban con una estrategia viable. 

Mientras políticos y generales afirmaban que se estaban haciendo «progresos constantes» en la guerra, en ocasiones con la intención de justificar el envío de más tropas, los que sabían qué estaba sucediendo en ese país sabían que sólo estaban ocultando fracaso tras fracaso.

Se trata de 2.000 páginas con transcripciones y notas de las entrevistas con más de 600 personas con conocimiento de lo ocurrido. Revelan que «se ha mentido de forma constante al pueblo norteamericano», en palabras de John Sopko, la persona que dirigió el proyecto de revisión de la guerra a través de un organismo llamado Oficina del Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán, conocido por las siglas SIGAR. El proyecto se llamó ‘Lecciones aprendidas’ y su principal objetivo era descubrir qué había fracasado. Esa oficina ha publicado varios informes, pero sin incluir los comentarios más críticos ni la mayoría de los nombres de los entrevistados. El periódico ha conseguido tener acceso a esos documentos, no a todos, gracias a la Ley de Libertad de Información.

Algunas frases son tan gráficas como sarcásticas, el tipo de comentarios que no aparecen en los informes oficiales. «Después de la muerte de Osama bin Laden, dije que Osama estaba probablemente riéndose en su tumba submarina al ver cuánto dinero nos estábamos gastando en Afganistán», dijo Jeffrey Eggers, exmilitar con experiencia en los SEAL y asesor en la Casa Blanca con Bush y Obama.

Más grave es la confirmación de las mentiras ofrecidas a la opinión pública para dar una imagen falsa y benévola de la ocupación. En definitiva, para sostener que se estaba ganando la guerra y que los actos violentos de los talibanes sólo reflejaban su nivel de «desesperación». En un reflejo casi idéntico a lo que ocurrió en Vietnam, las estadísticas se distorsionaban por razones políticas. «Cada dato era alterado para presentar la mejor imagen posible», dijo Bob Crowley, teniente coronel del Ejército y asesor de operaciones de contrainsurgencia.

«Era imposible crear buenas métricas. Intentamos usar el número de tropas (afganas) entrenadas, niveles de violencia, control del territorio, y ninguna ofrecía una imagen precisa», dijo en 2016 un alto cargo del Consejo de Seguridad Nacional no identificado. «Los datos fueron siempre manipulados durante toda la duración de la guerra».

La prioridad era justificar la presencia –a veces, aumento– de las tropas en Afganistán y que ese despliegue estaba dando los resultados deseados. Eso era especialmente acuciante en los años de Obama cuando el presidente fue convencido de aumentar el número de soldados a pesar de que se mostraba al principio reticente sobre la utilidad de la medida y había prometido sacar a todas las tropas antes del final de su presidencia. Una vez adoptada esa política, la Administración no podía reconocer en público que los resultados eran ínfimos o contraproducentes.

Un helicóptero toma tierra para evacuar a unos soldados norteamericanos en la provincia afgana de Paktika en 2009.
Un helicóptero toma tierra para evacuar a unos soldados norteamericanos en la provincia afgana de Paktika en 2009. ANDRYA HILL CC

Ni siquiera con una total superioridad de medios, es posible ganar una guerra que se prolonga con la ocupación posterior sin una estrategia definida. Los testimonios recogidos en el estudio inciden en la falta de un conocimiento real de la realidad política de Afganistán, por no hablar de su historia, así como del objetivo general de la misión y de las consecuencias de las acciones propias.

«Carecíamos de una comprensión básica sobre lo que es Afganistán. No sabíamos lo que estábamos haciendo», dijo en 2015 el general Douglas Lute, que dirigió el programa antidrogas en ese país en las dos administraciones. «¿Qué estamos intentando hacer aquí? No teníamos ni la más ligera idea de lo que nos estábamos proponiendo hacer».

«Los extranjeros leen en el avión ‘Cometas en el cielo’ (la novela de Khaled Hosseini que ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo) y creen que son expertos en Afganistán. Nunca escuchan. Lo único en que son expertos es en burocracia», dijo el exministro Mohamed Essan Zia, uno de los pocos afganos interrogados para este estudio. 

«Estamos intentando hacer lo imposible en vez de conseguir lo posible», opinó Richard Boucher, responsable del Sur de Asia en el Departamento de Estado entre 2006 y 2009.

Ni siquiera había una idea clara sobre quién era el enemigo –cómo había surgido y cuáles eran sus puntos vulnerables– sin la cual era imposible derrotarle. «¿Por qué convertimos a los talibanes en el enemigo cuando habíamos sido atacados por Al Qaeda?», se preguntaba Eggers.

Después de que Al Qaeda fuera eliminada en ese país, EEUU, con el apoyo de la OTAN, tuvo como prioridad la formación de un Gobierno estable, la celebración de elecciones y la protección de los derechos de las minorías, entre otros asuntos. Se vendió la ocupación como un intento de impedir que en el futuro otro grupo yihadista volviera a utilizar el país como base para lanzar atentados terroristas contra EEUU y Europa. El primer ministro británico, Gordon Brown, llegó a decir que se estaba combatiendo contra los terroristas en Afganistán para no tener que hacerlo en las calles de las ciudades europeas.

Sin embargo, los talibanes afganos nunca tuvieron una idea de yihad global, a diferencia por ejemplo de algunos grupos talibanes paquistaníes, y enfocaron su lucha de la misma forma que lo habían hecho las tribus afganas contra los británicos en el siglo XIX y los muyahidines contra los soviéticos en el siglo XX: expulsar a las tropas extranjeras que querían imponer ideas ajenas a las tradiciones locales.

Si bien su Gobierno había sido dictatorial, cruel y caótico, los talibanes se habían convertido en la principal fuerza política y militar de los pastunes afganos, el grupo étnico más numeroso del país. Representaban a una parte de la sociedad afgana de la que no se podría prescindir si se pretendía diseñar desde fuera su futuro.

«Un gran error que cometimos fue tratar a los talibanes igual que a Al Qaeda», dijo Barnett Rubin, quizá el único auténtico experto en Afganistán que trabajó en el Departamento de Estado. «Los principales líderes talibanes estaban interesados en dar una oportunidad al nuevo sistema, pero nosotros no les dimos esa oportunidad». 

El periódico recuerda que Zalmay Khalilzad, que fue embajador de EEUU en Afganistán, está dirigiendo las negociaciones con los talibanes, hasta ahora sin éxito. En el estudio, aparece su opinión en 2016 sobre el error en no reconocer a sus dirigentes como interlocutores. «Quizá no fuimos lo bastante ágiles o inteligentes en contactar con los talibanes al principio, al pensar que estaban derrotados y que debían ser llevados ante la justicia, en vez de alcanzar algún acuerdo o reconciliación con ellos». 

Entre 2002 y 2004, la actividad militar de los talibanes fue relativamente escasa por haber sido arrollados por el poder del Ejército norteamericano y la mayoría de sus líderes, obligados a huir a Pakistán o a zonas aisladas del país. Después, todo cambió, Washington pasó a centrarse en la ocupación de Irak y los talibanes recuperaron su fuerza. Su objetivo era hacer imposible la reconstrucción del país y lo consiguieron. Los norteamericanos comprobaron demasiado tarde que sus enemigos no podían ser derrotados militarmente. 

Un soldado británico mira a unas niñas en una patrulla en Lashkar Gah, Afganistán, en 2008.
Un soldado británico mira a unas niñas en una patrulla en Lashkar Gah, Afganistán, en 2008.

Como ejemplo de la falta de interés de Bush en Afganistán, el Post ofrece un breve texto no conocido de su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, sobre el día en que propuso al presidente que se reuniera con el jefe de las Fuerzas Armadas y con el general Dan McNeill, jefe de las tropas en Afganistán. «Él (Bush) dijo: ‘¿Quién es el general McNeill?’. Le dije que era el general al mando en Afganistán. Dijo: ‘Bueno, no necesito reunirme con él'», escribió Rumsfeld. 

El periódico recuerda que el mismo día del discurso de Bush en un barco de guerra con la gran pancarta «Misión cumplida» en Irak –1 de mayo de 2003–, Rumsfeld anunció en Kabul «el fin de las principales operaciones de combate» en Afganistán.

Cuando en 2009 Al Qaeda ya no era una amenaza en el país, los responsables de la Casa Blanca obligaron a incluir el nombre del grupo terrorista en los planes estratégicos, porque era la única forma de vender a los norteamericanos la necesidad de mantener allí a miles de soldados. En uno de esos documentos, se dijo que «no se trataba de una guerra en el sentido convencional» con el fin de obviar las dudas legales sobre la ocupación que existían dentro del propio Gobierno estadounidense.

Un Estado corrupto desde su cúpula

Todos los soldados del mundo no iban a conseguir levantar un Estado sobre las cenizas de una guerra que había acabado con un régimen que en realidad tampoco estaba al frente de un Estado moderno. Los norteamericanos optaron por inundarlo de dinero con proyectos muy alejados de la realidad económica del país y que sólo contribuyeron a extender la corrupción a todos los niveles. 

«Afganistán no es un país volcado en la agricultura», explicó Rubin. «La mayor industria es la guerra. Luego, la droga. Luego, los servicios. La agricultura está abajo, en el cuarto o quinto puesto».

El cultivo de opio era la principal fuente de ingresos de amplias zonas del país. Pagar a los agricultores para que quemaran esas cosechas sólo servía para que al año siguiente aumentaran su producción. Destruirlas sin darles los recursos para cultivar otros productos que tuvieran una salida comercial hacía que los habitantes de esas zonas se entregaran a los talibanes, que permitían esos cultivos a cambio de un impuesto.

EEUU se ha gastado 9.000 millones de dólares en solucionar ese problema desde 2001. Afganistán fue el origen en 2018 del 82% de la producción global de opio, según datos de la ONU. La extensión cultivada es cuatro veces superior a la de 2002.

Washington puso en el poder a Hamid Karzai, un dirigente pastún que había tenido un cargo menor durante un tiempo en el gobierno de los talibanes y al que trajeron del exilio. Vendido como un moderado, sus modales suaves y declaraciones pragmáticas hicieron que la mayoría de los medios de comunicación occidentales lo considerara la gran esperanza.

«Nuestra política consistía en crear un fuerte Gobierno central, lo que era idiota porque Afganistán no se caracteriza por tener una historia de gobiernos centrales fuertes», dijo en 2015 una fuente no identificada del Departamento de Estado. 

El resultado terminó siendo la creación de una estructura central corrupta, cuyo poder se basaba fuera de la capital en el apoyo a señores de la guerra, algunos elegidos en elecciones amañadas, que también reclamaban para ellos y sus partidarios una parte del botín. 

Según el testimonio del coronel Christopher Kolenda, destinado en Afganistán en varias ocasiones, Karzai acabó formando una cleptocracia pocos años después de llegar al poder. «Me gusta usar una analogía con el cáncer. La pequeña corrupción es como el cáncer de piel. Hay formas de tratarlo y puedes acabar bien. La corrupción dentro de los ministerios, al más alto nivel, es como el cáncer de colon. Es peor, pero si lo pillas a tiempo, quizá salgas bien. La cleptocracia, sin embargo, es como un tumor cerebral. Es fatal». 

Al permitir ese escandaloso nivel de corrupción, los norteamericanos destruyeron la legitimidad que pudiera tener el Gobierno. Todos los puestos importantes en la Administración –incluidos el Ejército y la Policía– podían comprarse con dinero. Y más tarde, los beneficiados necesitaban compensar con los sobornos los fondos invertidos. 

Una de las consecuencias fue la existencia de miles de «soldados fantasma», un hecho conocido, y que también se produjo en Irak. Los mandos militares recibían fondos para mantener un regimiento o una división. Una buena parte de sus soldados sólo existían sobre el papel. Eran números por los que recibían dinero que coroneles y generales se embolsaban para pagar a tropas imaginarias. 

La lectura de los testimonios sorprende a veces por lo mucho que recuerdan a experiencias históricas anteriores en las que otros imperios pensaron que un país tan atrasado como Afganistán sería fácil de someter.

En 2009, el periodista Steve Coll trazó las similitudes entre la invasión soviética de Afganistán en 1979 y la norteamericana en 2001. Los soviéticos fueron incapaces de convertir sus logros tácticos gracias a su inmensa superioridad militar en una estrategia exitosa a largo plazo porque no pudieron detener la ayuda que los muyahidines recibían desde Pakistán, y a través de ese país de Estados Unidos. Nunca pudieron imponer su ideología en un país marcado por el peso de la religión y las instituciones tribales. No lograron establecer la unidad política del país. Les fue imposible poner en práctica una estrategia de reconciliación nacional que terminara provocando la división entre las fuerzas de sus enemigos. 

Es un resumen que se ajusta bastante bien a los problemas de EEUU en ese país décadas después.

Actualmente, 13.000 soldados norteamericanos permanecen en Afganistán.


Espectros del Fascismo. Curso-seminario sobre el pasado y el presente de la extrema derecha

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Fuente: socialescepcor.wordpress.com 

Comenzamos las actividades de la asesoría del ámbito cívico-social del CEP de Córdoba con una propuesta de gran inteŕes y actualidad. Se trata de un curso-seminario sobre la extrema derecha, pasado y presente. En esta actividad pretendemos hacer una reflexión sobre diversos aspectos de esta ideología que, tras su derrota en 1945, parecía haber desaparecido pero que, como estamos viendo en la actualidad, ha vuelto con mucha fuerza. ¿Es el mismo Fascismo o se trata de una nueva ideología inspirada en aquella y adecuada a las nuevas condiciones y problemática del siglo XXI?.

El curso-seminario está dirigido tanto al profesorado de Ciencias Sociales como al de Filosofía. en él participarán profesores y especialistas del tema como Álvaro Castro, autor de una tesis sobre el pensador gaditano José Permartín , uno de los promotores del pensamiento reaccionario español de la época franquista; el profesor de la Universidad Complutense de Madrid José Luis Villacañas, autor de una amplia obra de carácter filosófico e histórico y el periodista y ensayista Esteban Hernández , autor de diversos ensayos sobre la derecha española y el surgimiento de nuevos partidos de izquierda como es el caso de Podemos.

Se pretende que sea una actividad participativa y reflexiva, en la que los asistentes debatan con los ponentes sobre estos aspectos de gran interés tanto desde el punto de vista histórico como político y puedan llevarse a sus clases las conclusiones que de esteos debates se obtengan.

Iremos informando del desarrollo de la actividad.

Incluyo a continuación el programa de este seminario.

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La normalización del fascismo

Hitler y Mussolini en Munich, Alemania, el 18 de junio de 1940. Everett Historical / Shutterstock

Autor: John Broich

Fuente: The Conversation, 10/09/2019

¿Cuál es la manera apropiada de informar sobre un fascista?

¿Cómo se debe cubrir el auge de un líder político que va dejando un reguero documental que da cuenta de su anticonstitucionalismo, racismo y enaltecimiento de la violencia? ¿La prensa debe destacar el hecho de que el individuo en cuestión actúa en los márgenes de las normas sociales establecidas o debe, por el contrario, resignarse a transmitir que quien gana unas elecciones es “normal” por definición porque su liderazgo refleja la voluntad del pueblo?

Estas fueron las cuestiones a las que la prensa estadounidense tuvo que hacer frente tras el ascenso de los líderes fascistas en Italia y Alemania durante los años veinte y treinta del siglo pasado.

Líder vitalicio

Benito Mussolini conquistó el poder en 1922, al culminar la marcha sobre Roma secundado por 30.000 camisas negras, y tres años después se declaró líder vitalicio. Aunque estas acciones no casaban con los valores estadounidenses, Mussolini gozaba del trato favorable de los mediosnorteamericanos, que le dedicaron al menos 150 artículos entre 1925 y 1932, la mayoría de ellos en un tono amable, neutral o pretendidamente difuso.

Benito Mussolini se dirige a la multitud durante la ceremonia de inauguración de la ciudad de Sabaudia el 24 de septiembre de 1934. AP Photo

El Saturday Evening Post incluso se atrevió a publicar por fascículos la autobiografía del Duce en 1928. Varios medios, desde el New York Tribunehasta el Chicago Tribune, pasando por el Plain Dealer de Cleveland, reconocían que el nuevo “movimiento Fascisti” empleaba unos “métodos algo duros” al tiempo que elogiaban la salvación de Italia frente a la extrema izquierda y valoraban la revitalización de su economía. Desde la perspectiva de estos medios, el anticapitalismo que surgiría tras la Segunda Guerra Mundial en Europa sería una amenaza mayor que el fascismo.

Curiosamente, mientras la prensa consideraba al fascismo un novedoso “experimento”, cabeceras como The New York Times solían asegurar que el movimiento había devuelto a lo que llamaban la “normalidad” a un país turbulento como Italia.

Por el contrario, periodistas como Hemingway y medios como el New Yorker rechazaron de plano la normalización de una figura antidemocrática como la de Mussolini. Y John Gunther, de Harper’s Magazine, le dedicó un afiladísimo perfil sobre su manipulación de una prensa estadounidense que no era capaz de resistirse a los encantos del dictador.

El “Mussolini alemán”

El éxito de Mussolini en Italia legitimó a los ojos de la prensa estadounidense el ascenso al poder de Hitler, al cual apodaron entre finales de los años veinte y principios de los treinta el “Mussolini alemán”. Dada la positiva acogida al italiano por parte de los medios, Hitler comenzó su andadura desde un punto de partida favorable a sus propósitos. Además, gozaba de la ventaja que le otorgaba el impresionante salto del Partido Nazi en las urnas desde finales de los veinte, cuando era una opción marginal para los teutones, a 1932, año en que ganó holgadamente las elecciones federales.

Sin embargo, parte de la prensa menospreciaba a Hitler al considerarlo poco más que un bufón. Era un “histérico extravagante” de “beligerante discurso” cuya apariencia, según Newsweek, era “caricaturesca” y “recuerda a Charlie Chaplin”. Cosmopolitan, por su parte, afirmaba que era “tan locuaz como inseguro”.

Jóvenes alemanes leen el periódico el 18 de mayo de 1931. AP Photo

Cuando el partido de Hitler vio incrementada su influencia en el Parlamento, e incluso después de haber sido investido canciller en 1933 (alrededor de un año y medio antes de hacerse con el poder de manera dictatorial), numerosos grupos mediáticos estadounidenses vaticinaron que sería desplazado por políticos más tradicionales o que tendría que moderar su discurso. Tenía un séquito de adeptos, sí, pero estaba formado por “votantes fácilmente impresionables” embaucados por “doctrinas radicales y remedios vacuos”, sostenía el Washington Post.

Ahora que Hitler tenía que trabajar con un gobierno, el New York Times y el Christian Science Monitor pronosticaban que los políticos “serios” acabarían con el movimiento nazi. Ya no le bastaría con tener un “agudo sentido del instinto dramático”. A la hora de gobernar, su falta de “sensatez” y su reducida “profundidad de pensamiento” lo dejarían expuesto.

De hecho, el New York Times escribió que la llegada de Hitler a la cancillería solo serviría para “dar cuenta al pueblo alemán de su propia futilidad”. La prensa se preguntaba entonces si Hitler no se arrepentiría de no haber pujado en la carrera por el Gabinete, donde seguramente habría asumido un número de responsabilidades mayor.

Si bien la prensa norteamericana tendía a condenar el documentado antisemitismo de Hitler a principios de los años treinta, se produjeron excepciones notables. Algunos periódicos no dieron importancia a episodios de violencia contra ciudadanos judíos alemanes, de los que aseguraron que se trataba de propaganda como la que proliferó durante la Primera Guerra Mundial. Numerosos diarios y periodistas, incluso aquellos que condenaban la violencia de manera categórica, repitieron una y otra vez, en un esfuerzo por alcanzar la normalidad, que las agresiones eran cosa del pasado.

Los periodistas eran conscientes de que no podían criticarlo con vehemencia si querían seguir teniendo acceso al régimen nazi. Tanto era así que un locutor de la CBS no informó sobre la paliza que sufrió su propio hijo a manos de unos camisas pardas por no haber saludado al Führer. Cuando Edgar Mowrer, corresponsal del Chicago Daily News, escribió en 1933 que Alemania se estaba convirtiendo en “un manicomio”, las autoridades germanas conminaron al Departamento de Estado de los Estados Unidos a llamar a capítulo a sus reporteros. Allen Dulles, quien posteriormente llegaría a ser director de la CIA, trasladó a Mowrer que “estaba tomándose la situación alemana demasiado en serio”. Así las cosas, el editor de Mowrer le buscó un destino fuera de Alemania, ya que temía por su vida.

Hacia finales de la década de los treinta la mayoría de los periodistas estadounidenses se habían dado cuenta del error que habían cometido al subestimar a Hitler o al no ser capaces de visualizar la gravedad de los actos que podía llevar a cabo. No obstante, se produjeron algunas vergonzosas excepciones, como la oda al régimen que compuso Douglas Chandler para el reportaje Changing Berlin de la revista National Geographic en 1937. Por su parte, Dorothy Thompson, que había calificado a Hitler en 1928 como un hombre de una “insignificancia asombrosa”, se percató de su desacierto hacia la mitad de la década siguiente, momento en que, al igual que Mowrer, comenzó a dar la voz de alarma.

“Nadie puede reconocer a un dictador antes de que él mismo se quite la careta”, argumentó en 1935. “No se presenta a las elecciones con la vitola de dictador, sino que pretende representarse a sí mismo como el instrumento de la voluntad nacional”, añadió. Trasladando la lección a Estados Unidos, escribió: “Si tuviéramos un dictador, sin duda aparentaría ser uno de los nuestros y tendría por propósito defender a capa y espada los valores americanos tradicionales”.

El agente naranja sigue pudriendo los suelos de Vietnam 50 años después.

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La imagen, tomada en noviembre de 1962, muestra el efecto del agente naranja en la margen derecha del río. ALAMY

Autor: Miguel Ángel Criado
Fuente: El País, 16/03/2019

En Vietnam, el ejército de EE UU mantuvo dos guerras: una contra el Viet Cong y otra contra la naturaleza. En esta, los militares estadounidenses usaron millones de litros de herbicidas contra la selva donde se escondían los comunistas y los cultivos de arroz que les alimentaban. El herbicida más usado fue el agente naranja. Una revisión de diversos estudios muestra que, 50 años después de que dejaran de rociarlo, aún hay restos altamente tóxicos de este defoliante en suelos y sedimentos, desde los que entran en la cadena alimenticia.

Fue el presidente Kennedy quien, en el marco de una nueva estrategia para impedir que Vietnam del Sur colapsara bajo la presión de los nacionalistas y comunistas del norte, abrió la puerta a la mayor guerra química de la historia. Los primeros herbicidas llegaron al sudeste asiático en enero de 1962 en una operación que acabaría llamándose proyecto Ranch Hand. Usaron diversos compuestos químicos, muchos de ellos desarrollados durante la guerra mundial para destruir las cosechas de alemanes y japoneses.

Diversos informes de las Academias Nacionales de Ciencia de EE UU (NAS) y agencias gubernamentales como la USAID estiman que en la Guerra de Vietnam se usaron más 80.000 millones de litros de herbicidas. El más usado fue el agente naranja, un defoliante. Los militares no se rompieron mucho la cabeza al nombrarlo: iba en barriles con una franja de ese color para diferenciarlo del agente blanco, el agente púrpura, el agente rosa o el agente verde (contra vegetación de hoja ancha) y el agente azul (usado contra los arrozales).

El 20% de las selvas del país y 10 millones de hectáreas de arrozal fueron rociadas al menos una vez con dosis 20 veces mayores a las recomendadas

La lógica militar era la siguiente: ya que los comunistas usaban la selva como un arma más contra ellos, había que neutralizarla. El trabajo recién publicado en una revista especializada en suelos muestra que el 20% de las selvas de Vietnam fueron fumigadas al menos una vez. Pero el arroz y otros productos agrícolas también fueron objetivos. Hasta el 40% de los herbicidas se usaron contra los cultivos. Aunque los militares intentaran diferenciar entre arrozales de amigos y enemigos, unos 10 millones de hectáreas fueron rociadas con agente azul, que acababa con la cosecha en horas. El tercer principal uso de los herbicidas fue el de acabar con todo el verde que hubiera en los alrededores de las bases militares estadounidenses, creando así un perímetro de seguridad.

Los efectos de todos los herbicidas eran temporales y había que volver a rociarlos cada cierto tiempo. Para ello usaban desde mochilas a la espalda hasta las lanchas para rociar las riberas. Pero fueron una flotilla de aviones C-123 Provider y helicópteros adaptados para levantar tanques de 3.800 litros los que protagonizaron el proyecto Ranch Hand, con más de 19.000 salidas entre 1962 y 1971.

El agente naranja era en realidad un compuesto a partes iguales de dos herbicidas, el ácido 2,4-diclorofenoxiacético (2,4-D) y el ácido 2, 4, 5- triclorofenoxiacético (2,4,5-T). Son reguladores hormonales del crecimiento y en unos días, semanas como mucho, dejan de actuar. Pero lo que no se sabía entonces era que el agente naranja contenía una dioxina altamente tóxica, la TCDD. Para acelerar la producción, se elevó la temperatura unos 5º y el cloro presente en el compuesto a altas temperaturas generaba entre 6.000 y 10.000 partes por millón (ppm) de TCDD más que en condiciones normales. Esta sustancia carcinogénica es hidrofóbica, así que no se disuelve en el agua. Tampoco se absorbe, sino que se adsorbe. Se quedaba pegada como una lapa a las hojas que, al caer, llevaban la dioxina hasta el suelo y la naturaleza se encargaba de propagarla.

La Fuerza Aérea de EE UU realizó unas 20.000 misiones herbicidas.
La Fuerza Aérea de EE UU realizó unas 20.000 misiones herbicidas. U.S. AIR FORCE PHOTO

«La dioxina contaminante se adhiere al carbono orgánico y partículas arcillosas del suelo en las zonas contaminadas y procesos de erosión mueven los sedimentos contaminados mediante escorrentías hasta los cursos de agua, ríos, estanques y lagos, donde las condiciones anaeróbicas protegen la dioxina de la degradación microbiana, extendiendo su vida media», comenta en un correo el experto en suelos y coautor del estudio Ken Olson, profesor de la universidad de Illinois (EE UU).

Expuesta a la acción del sol, la TCDD se degrada en menos de tres años. Pero en suelos protegidos por la vegetación tarda en degradarse hasta 50 y, si está en sedimentos fluviales o marinos, más de un siglo. «Los peces y camarones que se alimentan en el fondo atrapan los sedimentos contaminados y la dioxina se acumula en sus tejidos. Peces más grandes se comen a estos peces y los vietnamitas a ellos», recuerda Olson.

En uno de los informes más recientes revisados por Olson y su colega, la socióloga rural de la Universidad Estatal de Iowa Lois Wright Morton, los investigadores oficiales analizaron los suelos de la base aérea de Bien Hoa y sus alrededores. Fue una de las principales bases desde las que partían las misiones herbicidas y allí se acumularon los bidones sobrantes cuando se suspendió Ranch Hand. «Recogieron 1.300 muestras de suelo de 76 puntos diferentes de la base, tierras cercanas y lagos. Unas 550 muestras tenían niveles de dioxina por encima de la normativa para el uso de la tierra del Ministerio de Defensa Nacional de Vietnam», comenta el profesor estadounidense.

Treinta años después de ser usados en Vietnam, varios aviones aún tenían la dioxina pegada

Los suelos de otras 16 bases áreas estadounidenses tanto en Vietnam como Tailandia están contaminados y muchos de los vietnamitas y estadounidenses expuestos en su momento a estos productos desarrollaron enfermedades. Pero se sabe poco del impacto del agente naranja que queda más allá de las bases. Junto a la de Bien Hoa está la ciudad homónima, en la que viven unas 900.000 personas, y está prohibida la pesca en ríos y lagos de la zona aún hoy.

La persistencia de la TCDD es tal que varios de los aviones que se usaron para rociar el agente naranja tuvieron que ser retirados de una subasta e incinerados porque, 30 años después de volver de Vietnam, aún tenían la dioxina pegada. El último de los informes de las NAS sobre los efectos del agente naranja en los veteranos de guerra, publicado en noviembre pasado, añadía nuevas patologías que aparecían correlacionadas con la exposición al herbicida. Estos informes se publican cada dos años y son un mandato del Congreso de EE UU.

Aunque se estima que hay aún tres millones de vietnamitas que sufren los efectos de los defoliantes, no tienen un seguimiento similar al de los veteranos estadounidenses. «Los efectos negativos sobre la población y los veteranos vietnamitas nunca se determinaron bien y tampoco se han llevado a cabo estudios con la suficiente potencia estadística», asegura la profesora emérita de la Universidad de Columbia (EE UU) en salud pública y una de las mayores investigadoras del uso militar de los herbicidas, Jeanne Stellman.

Uno de sus trabajos, que fue portada de la revista Nature en 2003, usó los registros de la Fuerza Aérea de EE UU para determinar que al menos 3.000 aldeas y poblados fueron fumigados directamente con el agente naranja. Sus cálculos arrojan una cifra de entre dos y cuatro millones de personas expuestas. Además, para Stellman, es un error fijarse solo en la dioxina. «Los herbicidas del grupo fenoxi (el 2,4,5-T y el 2,4-D) en sí no son inocuos», recuerda.

De los pocos estudios internacionales sobre la persistencia de la TCDD en el ambiente destaca uno publicado hace ya 10 años por investigadores japoneses y vietnamitas. En él compararon los niveles de contaminación de los suelos de una de las aldeas rociadas con agente naranja con los de otras que se libraron. En la primera, la presencia de dioxina quintuplicaba a la de la segunda, aunque su concentración era más baja que la observada en la base aérea de Bien Hoa. El trabajo también halló mayores niveles de dioxina en la leche materna, pero no puede descartarse que se deban a la exposición más reciente a pesticidas agrícolas.

Olson cree que sería exagerado y sin base científica considerar que todos los suelos rociados hace 50 años sigan contaminados hoy. En todo caso, solo en Bien Hoa hay al menos 414.000 metros cúbicos de suelos que deberían ser tratados. Para Olson, el método definitivo para acabar con la dioxina sería incinerarlos, quemar la tierra.

Nakba, la «catástrofe» de los palestinos.

Sentados en camiones cargados con burros o caballos, o sencillamente a pie. En interminables filas avanzaban en el verano de 1948 miles de personas que, tras la fundación de Israel, perdieron su patria y debieron huir.

Autor: Kersten Knipp (DZC/CT), 13/05/2018

Fuente: dw.com

Durante mucho tiempo se había anunciado la «Nakba», o la catástrofe, como conocen los palestinos a las consecuencias del surgimiento de Israel. Más de 30 años antes, el 1 de noviembre de 1917, el ministro de Exteriores británico, lord Arthur James Balfour, le había explicado al presidente de la Federación Sionista Británica, Lionel Walter Rothschild, que Gran Bretaña respaldaría y apoyaría con fuerza la creación de una «patria» para el pueblo judío.

Poco tiempo antes, miles de judíos escapaban de Europa y de los pogromos, las acciones antisemitas, hacia Palestina. Entre 1882 y 1939 fueron cerca de 380 mil personas. Llegaron a un país donde vivían 450 mil personas, de los cuales cerca del 90 por ciento eran árabes musulmanes.

Los árabes se sienten amenazados

Desde la década de 1920, las tensiones provocadas por la inmigración aumentaron. Pronto, dos movimientos nacionales se enfrentaron: el judío-sionista por un lado y el palestino por el otro. Los árabes veían su propia existencia cada vez más amenazada, un sentimiento que llevó a un primer levantamiento entre 1936 y 1939.

Libro sobre la Nakba.
Libro sobre la «Nakba».

 

Para aminorar las tensiones, Gran Bretaña restringió la llegada de más judíos, a pesar de la creciente presión generada por los judíos que querían abandonar la Alemania nacionalsocialista. Esto llevó a cada vez más grupos sionistas a enfrentarse contra los británicos del Mandato. Ya en 1942, sus dirigentes exigieron la creación de un Estado judío una vez que finalizara la Segunda Guerra Mundial.

Después de 1945, luego de que los nazis asesinaran a un estimado de seis millones de personas, las tensiones continuaron. Gran Bretaña pidió la mediación de las Naciones Unidas, que decidió en noviembre de 1947 la partición de Palestina. El Estado judío se quedaría con el 57 por ciento del territorio, quedando el 43 por ciento restante para los árabes.

Guerra tras la fundación

El 14 de mayo, el ministro de Gobierno provisional David Ben Gurión, leyó la proclamación de independencia del nuevo estado de Israel. Poco después comenzó la guerra entre israelíes y árabes. Por un lado peleaban cinco estados (Egipto, Irak, Jordania, Líbano y Siria), y por el otro los israelíes, para los que las fronteras establecidas ya no se aplicaban más debido a los enfrentamientos. La guerra no finalizó hasta la firma de numerosos tratados de paz.

El conflicto significó para los árabes de la región una verdadera catástrofe. Ellos, escribió el autor palestino Sari Nusseibeh, uno de los grandes defensores del entendimiento entre ambas partes, fueron desde un comienzo inferiores a los combatientes sionistas. Estos habían formado un «Ejército de espíritu espartano, templado por los horrores de Europa. Además, estaban mucho mejor equipados: disponían de un enorme arsenal de armas que habían sido introducidas de contrabando en el país desde el Viejo Continente o que habían sido robadas durante la guerra a los británicos. En pequeños talleres fabricaban vehículos blindados, morteros y granadas», escribió Nusseibeh en sus memorias «Érase una vez un país. Una vida en Palestina».

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Las llaves, símbolo de una esperanza.

Un enorme número de personas debió abandonar sus casas ubicadas en barrios ahora controlados por las fuerzas israelíes. Alrededor de 530 aldeas fueron destruidas deliberadamente, tras una cuidadosa planificación, con el único fin de impedir que los palestinos tuvieran chances de sobrevivir en ellas. En ciudades como Tel Aviv, Jaffa, Haifa y Jerusalén apenas quedaron árabes. Tanto en el campo como en la ciudad, los colonos judíos se apropiaron de las pertenencias de los desplazados.

«Como toda Palestina, Jerusalén también entró en una guerra civil», dice Nusseibeh. «Profesores, médicos y comerciantes de ambos bandos tomaron posiciones y dispararon a personas que, en otros tiempos, felices habrían recibido en sus casas como visitantes. Las reglas de la civilización fueron redefinidas, dos pueblos amantes de la paz ahora solo pensaban en la batalla».

Las llaves, símbolo de esperanza

«750.000 personas perdieron con la fundación de Israel sus bienes y propiedades. Esa fue la cantidad que la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA, por sus siglas en inglés) registró desde que comenzó su trabajo, en 1950», escribió la experta en Medio Oriente Marlène Schnieper en su libro «Nakba. Las heridas abiertas». Las consecuencias de ese éxodo masivo son visibles hasta el día de hoy. «Con sus hijos e hijos de sus hijos, los refugiados han llegado a ser cinco millones», apunta Schnieper. «Y la cifra sigue creciendo». Por ahora, los refugiados palestinos registrados viven en campos reconocidos oficialmente en Líbano, Jordania y Siria, así como en la Franja de Gaza y Cisjordania, incluida Jerusalén Oriental. Muchos, al ser expulsados, se llevaron consigo las llaves de sus casas, con las que reflejan la esperanza de los palestinos por alguna vez volver a ellas.

La masacre de Deir Yassin perpetrada por soldados israelíes.
La masacre de Deir Yassin perpetrada por soldados israelíes.

El conflicto árabe-israelí sigue sin ser resuelto hasta hoy. Al contrario, los enfrentamientos entre los bandos se han repetido a lo largo de los años. Entre los más relevantes se cuenta la llamada «Guerra de los Seis Días» en 1967, en la que Israel se defendió exitosamente de ataques coordinados por fuerzas egipcias, sirias y jordanas. Como consecuencia, ocupó la Franja de Gaza, Cisjordania y parte de la Península del Sinaí.

Conflicto latente

A raíz de la guerra de 1967, Israel comenzó a construir asentamientos en Cisjordania. La resistencia contra la anexión no reconocida por Naciones Unidas ha llevado a dos levantamientos: la primera (1987-1993) y la segunda Intifada (2000-2005). Los palestinos, claramente superados militarmente, dependen de acciones armadas aisladas, como atentados suicidas contra el transporte público, para hacer patente su malestar. Los israelíes, por su parte, ejercen una fuerte presión a los palestinos a través de sus fuerzas de seguridad. Uno de los medios más polémicos ha sido la destrucción de las casas de los atacantes suicidas.

El conflicto sigue sin resolver 70 años después. En la primavera, a propósito del aniversario de la fundación de Israel, miles de personas se han manifestado en la Franja de Gaza, en la frontera con Israel. La «catástrofe», como llaman los palestinos a la creación del Estado judío, sigue negándose a una solución.

Las cuentas pendientes de la antigua URSS.

Autor: JULIO MARTÍN ALARCÓN.

Fuente: El Mundo.  16/04/2015.

Cuando la mente curiosa se introduce, incauta, de forma superficial en uno de los innumerables conflictos armados civiles del siglo XX,es habitual encontrarse con una narración cronológica de tipo enciclopédico que acumula acontecimientos, causas y desarrollo, de una forma teóricamente aséptica, y en el caso de que sea una entrada de la Wikipedia, es fácil encontrarse el disclaimer: «Este artículo puede tener errores».

Lo que se puede esperar, en esencia, es un relato del estilo: «La organización NPO fundada para la preservación de la identidad nacional elaboró un documento por el que consideraba a los miembros de la antigua SSN responsables de la usurpación de la soberanía del pueblo, al tiempo que la SSN, escindida en una rama pro autóctona, se enfrentó a la NPO, aludiendo su falta de representación popular, por lo que dieron un golpe de Estado…».

Esta ficticia narración, en la que las siglas, acciones y desarrollo podrían ser trastocadas, sin muchas dificultades, por las de una guerra civil real fruto de la desintegración de la URSS, u otros procesos del siglo XX, es precisamente la impresión en negativo de lo que propone Tangerines (2013). Sobre la base de la guerra civil georgiana del periodo 1992-1993, tras la caída del bloque comunista y la formación de la Federación Rusa, la notable historia antibelicista que propone el director georgiano Zaza Urushadze, se debate, sin embargo, entre la sobria pero emotiva deriva de cuatro personajes antagónicos atrapados en un conflicto -que acaban trascendiendo con los lazos personales-, y la metáfora de la mediación exterior.

Chechenos pro rusos

Un combatiente checheno pro ruso -sí, es correcto- y un soldado de la milicia georgiana caen heridos en un enfrentamiento y son socorridos por un agricultor y su amigo, ambos de origen estonio, que les curan a ambos bajo la promesa de que no se harán daño mientras estén en su casa, al tiempo que tratan de recoger una cosecha de mandarinas, sin jornaleros suficientes, en mitad de una guerra.

Los mimbres del argumento hacen funcionar una historia en la que es imposible no atisbar un trasunto con los organismos internacionales, o las potencias mediadoras -en cierto modo paternalistas- en la figura del sabio estonio Ivo, o al menos de lo que podrían ser, cuando sienta a ambos enemigos a una misma mesa bajo un mismo techo y les obliga a compartir las mismas normas, sin diferencias de trato, para que observen la futilidad de la lucha.

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