Los consejos que Napoleón despreció sobre la «locura» de conquistar España: «Se creía invencible y cayó»

Montaje de un detalle del cuadro de Paul Delaroche (1845) representando a Napoleón tras la abdicación en Fontainebleau, sobre una bandera de España utilizada en la Guerra de Indendencia – ABC

Autor: Israel Viana

Fuente: abc.es/historia 05/08/2020

Dicho por sus propios generales pocos años después de ser humillado en la Guerra de Independencia de 1808, a Napoleón Bonaparte le salió muy cara la osadía de intentar conquistar España. No cabe duda de que por aquellos años, el emperador francés se consideraba ya dueño y señor de Europa. En solo tres años se había designado Rey de Italia y colocado a su hermano Luis al frente del Reino de Holanda. Había conquistado el Reino de Nápoles y nombrado monarca a su hermano mayor, José. También había establecido y puesto bajo su protección la Confederación del Rin con casi todo los Estados alemanes. Y, por último, había aniquilado a los Ejércitos de Prusia, Rusia y Austria y conquistado Portugal, el ducado de Varsovia y el Reino de Westfalia.

Sin embargo, la invasión de España en 1808 fue su perdición. Un hecho que Napoleón no reconoció hasta encontrarse en su lecho de muerte en la isla de Santa Elena. «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades y fue una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península», escribió el emperador en las memorias que escribió durante su destierro.

No lo vio a tiempo, no calculó bien sus posibilidades y, sobre todo, no quiso escuchar los consejos de sus lugartenientes más experimentados. De ello había dejado constancia en 1807, cuando zanjó la discusión con sus generales con estas palabras: «Es un juego de niños. Esa gente no sabe lo que es un ejército francés, créanme, será rápido. Cuando mi gran carro político está lanzado, tiene que pasar, y pobre de aquel que caiga bajo sus ruedas».

«La gente sufría»

Con un montón de opositores y la prensa amordazada en Francia, uno de los primeros críticos de Napoleón fue uno de sus capitanes, Fraçois-Casimir, que describió así el sufrimiento de sus compañeros en España, durante los primeros compases de la guerra: «La gente sufría como si estuviera asfixiada entre dos colchones». Algo que experimentó él mismo en sus propias carnes, pues pasó varios años preso de los británicos antes de poder regresar a su país.

Antes del inicio de las hostilidades, Napoleón veía a España como un objetivo fácil. Un país muy dividido y en continua competencia por controlar el poder. Por un lado, los partidarios de Carlos IV y el primer ministro Manuel Godoy y, por otro, la nobleza, ejército y clero, que conspiraban alrededor del hijo del monarca, Fernando. El «Complot de El Escorial», en octubre de 1807, fue un reflejo de dicha crisis y Bonaparte, muy hábil, procuró situarse en medio de ambos bandos para ganarse el favor de todos y, en un futuro próximo, incorporar la Península Ibérica y todas sus riquezas coloniales al imperio francés.

El plan trazado parecía desarrollarse a la perfección. Engañó a Godoy para que firmara el Tratado de Fontainebleau en octubre de 1807. Así obtuvo el permiso de Carlos IV para atraversar España con 110.000 soldados, con el objetivo de, supuestamente, conquistar Portugal. Pero todo era un engaño. A su paso por nuestro país, el ambicioso general empezó a conquistar todas las ciudades que se encontró a su paso. No parecía que algo pudiera salir mal, sobre todo después de que Napoleón consiguiera que toda la Familia Real dejara España, en mayo de 1808, y viajara hasta Bayona para que el Rey y su hijo Fernando VII abdicaran oficialmente en favor de su hermano José.

La «úlcera» de Napoleón

La trampa estaba hecha, porque el general Joachim Murat, cuñado de Bonaparte y jefe de su Ejército en España, se encontraba ya apostado en Chamartín con 25.000 mil hombres. «Nos cuesta mucho trabajo creer que los propósitos de los franceses no fueran evidentes ante los ojos de nuestros conciudadanos. Los testigos nos hablan insistentemente del malestar creciente de la población madrileña. No sabían qué hacer, porque los galos tenían en la capital a todos aquellos soldados», explicaba el comandante José Manuel Guerrero en su artículo «El ejército francés en Madrid», publicado en la «Revista de Historia Militar» en 2004.

Joachim Murat, en un cuadro de Jean Baptiste Joseph Wicar
Joachim Murat, en un cuadro de Jean Baptiste Joseph Wicar

Cuando alguno de sus ministros intentó demostrarle que la conquista era una tarea muy difícil, los argumentos que le daban eran barridos por Napoleón con respuesta tan insolentes como: «Si esta guerra fuera a costarme 80.000 soldados, no la haría, pero no llegarán a 12.000». No se imaginaba entonces, ni por lo más remoto, que la mayoría de sus 110.000 soldados no regresaría jamás a Francia, ni que empezaba a gestarse la catástrofe que algunos historiadores calificaron como su «úlcera».

En varias ocasiones, el emperador francés expresó también su opinión despectiva hacia nuestro ejército y hacía España en general, asegurando que podría anexionarlo con tropas de segunda categoría, con poco presupuesto y escaso equipo. Y a pesar de las advertencias, se resistió a considerar como peligrosa la fuerza de los patriotas españoles, a los que a menudo calificaba de «brigands» (bandoleros). Nadie pudo hacerle entrar en razón. En palabras de Stendhal, el genial autor de «Rojo y negro», sus propios ministros estaban «se sentían embotados» por la autoridad desmedida que demostraba y por el desquiciado ritmo de trabajo que había impuesto a su Ejército durante los años anteriores.

«Napoleón ya no era el general Bonaparte»

El coronel Charles D’Agoult, que había sido nombrado segundo teniente con solo 17 años y que había participado activamente en la conquista de España, fue también muy crítico con su emperador:«Del genio a la locura no hay tanta distancia. Ya sea enajenación por el poder absoluto, ya sea por un debilitamiento prematuro de sus facultades, no hay duda de que Napoleón ya no era el general Bonaparte».

Al igual que Maximilien Sébastien Foy, el general francés que llegó a Tolosa y acabó retirándose a Irún, huyendo finalmente a Francia: «La naturaleza fija un límite más allá del cual las empresas locas no pueden ser conducidas con prudencia. Ese límite, el emperador lo alcanzó en España y lo rebasó en Rusia. Si entonces hubiese escapado a su ruina, su inflexible fatuidad lo hubiese llevado a encontrarlo en cualquier otra parte distinta a Bailén o Moscú».

No pensó que por el camino se encontraría al general Castaños, al Empecinado y a un pueblo entero dispuesto a hacerle frente aunque fuera con piedras, como demostró desde el mismo 2 de mayo de 1808, cuando Madrid saltó por los aires. «Se oían gritos de “¡armas, armas, armas!”. Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones. Y la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos al principio, después de la aparición de la artillería todos fueron actores», contaba Benito Pérez Galdós en sus «Episodios Nacionales». Los españoles no tardaron en levantarse, convencidos de que podía y debían echar al invasor. El Gobierno llamó a filas a sus ciudadanos y consiguieron reunir a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate.

«España destruyó mi reputación»

La Guerra de Independencia se saldó con 110.000 bajas entre los franceses, según las cifras de Jean Houdaille, a los que habría que sumar otros 60.000 muertos más de las tropas aliadas que les acompañaron. «España, fortuna de los generales, tumba de los soldados», llegaron a escribir con tiza muchos de sus soldados en las casas españoles, en abierta señal de desaprobación con las decisiones de Napoleón. Según François Malye en «Napoleón y la locura española» (Edaf, 2008), estas críticas se debían a que los soldados vivían la guerra como una «locura» y «un infierno», donde «la violencia del conflicto permanecerá en su memoria durante años, con aquellas feroces represalias que sucedían a unas atrocidades espantosas».

El historiador francés explica que algunos de estos, como es el caso de Junot y Fournier-Sarlovèze, sufrieron enfermedades mentales clínicamente probadas por los reveses sufridos en sus enfrentamientos con los españoles, puesto que eran soldados con el espíritu ya quebrado por las heridas y la furia de quince años de guerras. Otros mostraron su oposición al despotismo del emperador por razones mucho más egoístas. «Nos quitó de cargar la mochila antes de tiempo», reprochó en 1814 el mariscal Lefebvre, al considerar que no les había permitido enriquecerse tanto como él al ordenar la huida de España. Lo dijo precisamente tras la entrevista que los mariscales sostuvieron con él para forzarle a su primera abdicación. Y algunos generales, además, protagonizaron conspiraciones contra Napoleón, como la «de Oporto», en la que intentaron socavar su poder, pero este reaccionó a tiempo y los apartó del Ejército.

«¿Cómo pudo pensar que un conflicto de esta importancia podía dirigirse desde París, cuando sus correos tardaban dos meses en llegarles a sus generales, siempre y cuando los emisarios no fueran masacrados antes por los guerrilleros?», se pregunta Malye. «En 1807, el emperador, en la cima de su gloria, se creía invencible. Esa será la causa de su caída. Embriagado por dos años de victorias, de Austerlitz a Friendland, ahora reinaba sobre un inmenso imperio y distribuía las coronas de la vieja Europa entre los miembros de su familia», responde el historiador francés. Pero, efectivamente, Napoleón subestimó y menospreció el valor y la fuerza del Ejército español.

Autor: José Moraga Campos

Mi nombre es José Moraga Campos y soy asesor del Ámbito Cívico-social en el CEP de Córdoba.

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