La crítica socialista a la política comercial a fines del XIX

 Cartel político donde el Partido Liberal del Reino Unido enfrenta al proteccionismo con el libre comercio; La tienda de libre comercio está llena hasta el borde de los clientes debido a los bajos precios mientras que la tienda basada en el proteccionismo ha sufrido por los altos precios y la falta de costumbre. (Fuente: Wikipedia)

Autor: EDUARDO MONTAGUT
Fuente: Nueva Tribuna, 4/09/2019

Durante todo el siglo XIX se produjo un debate en España entre los proteccionistas y los librecambistas. Los primeros representaban los intereses de los grandes productores de cereal del interior peninsular, en alianza con los fabricantes textiles catalanes con evidente apoyo de los obreros del ramo, y los industriales siderúrgicos vascos. Frente a estos grupos que buscaban asegurarse el mercado español de la competencia externa, estaban los comerciantes, siempre interesados en poder comprar mercancías sin el coste añadido de los aranceles, y las compañías ferroviarias que necesitaban importar tecnología para poder montar las líneas de ferrocarril.

En la España del siglo XIX, con algunas excepciones, primó la adopción de políticas proteccionistas

En la España del siglo XIX, con algunas excepciones, primó la adopción de políticas proteccionistas. En 1826 se promulgó el Real Arancel General de entrada de frutos, géneros y efectos del extranjero, que establecía la prohibición expresa de entrada de más de seiscientos productos y el derecho diferencial de bandera. El proteccionismo comenzó a ser defendido ya con fuerza en estos primeros momentos por los industriales catalanes para preservar sus productos textiles de la competencia inglesa. Después de la pérdida de casi todas las colonias se estableció que Cuba y Puerto Rico quedarían como monopolio exclusivo de los productos agrícolas e industriales peninsulares. El proteccionismo siguió siendo la política seguida a la muerte de Fernando VII hasta la Regencia de Espartero, ya que, este político y militar cercano a Gran Bretaña, estableció el Arancel de 1841 que redujo considerablemente el número de artículos que no se podían importar. En otro sentido, se incorporó al País Vasco al sistema aduanero español, coincidiendo con la derrota carlista. La relajación del proteccionismo provocó el enfrentamiento de los catalanes, y la otra medida, la protesta de los vascos.

La reforma hacendística de Mon-Santillán de 1845 y el Arancel de 1849 introdujeron algunos matices librecambistas, aunque, a partir de entonces se dieron continuas modificaciones de tarifas aduaneras en distinto sentido. Los matices librecambistas estaban motivados por la necesidad de importar tecnología y bienes de equipo para la construcción del ferrocarril, y eran defendidos también por los comerciantes, mientras que los cambios en sentido proteccionista se debían, en gran medida, a la presión de los industriales catalanes, fuertemente organizados en torno al Instituto Industrial de Cataluña.

El Arancel Figuerola de 1869 se inclinó más claramente hacia el librecambismo porque suprimía el derecho diferencial de bandera, establecía un programa gradual de reducción de tarifas sobre los productos importados y no prohibía la importación de ningún producto. En todo caso, conviene relativizar el carácter librecambista de este Arancel, debido al ministro Laureano Figuerola al poco de triunfar la Revolución Gloriosa. Ciertamente lo fue, pero si lo comparamos con los anteriores y los posteriores.

Cánovas proclamó que el proteccionismo era un dogma fundamental del Partido Conservador

Pero en la época de la Restauración la política económica volvió a tener un marcado carácter proteccionista, como se puede comprobar en el Arancel de 1891. Cánovas proclamó que el proteccionismo era un dogma fundamental del Partido Conservador. El proteccionismo debía contentar a tres pilares fundamentales del sistema político liberal-conservador: los industriales catalanes, los grandes propietarios cerealistas castellanos y los empresarios siderúrgicos vascos.

LA POSTURA DEL PSOE EN 1887

Pues bien, en este artículo nos centraremos en la postura que adoptó el PSOE a la altura de 1887 sobre esta polémica. La posición socialista de publicó en el número 95 de El Socialistade 30 de diciembre de 1887.

En el año 1887 todavía duraban los efectos de la Gran Depresión de 1873, que provocó la adopción en muchos países de políticas fuertemente proteccionistas. Los defensores de esta intervención del Estado en las relaciones comerciales y sus detractores librecambistas se enzarzaron en esta época en una intensa polémica, a la que no se vio ajena España. Cada posición achacaba a la otra la responsabilidad de los problemas económicos. Para los socialistas era una polémica entre dos facciones de la burguesía. Los librecambistas serían los defensores del “pan barato”, es decir, de permitir las importaciones de trigo para que bajaran los precios del principal alimento con el fin de no subir mucho los salarios. Por el contrario, los proteccionistas eran los defensores de los “buenos salarios”. Pero esta polémica era para el PSOE un “solemne disparate”.

Los librecambistas serían los defensores del “pan barato” y los proteccionistas defenderían los “buenos salarios”, en una polémica que para el PSOE era un “solemne disparate”

Ni unos ni otros ofrecerían soluciones a la supuesta causa fundamental del capitalismo: la imposibilidad para la clase trabajadora de poder adquirir todo o casi todo lo que se producía, es decir el desequilibrio entre oferta y demanda. El equilibrio entre ambas no se podría restablecer impidiendo que entrasen productos extranjeros a través de los aranceles (“impuestos protectores”). El proteccionismo solamente libraba a la producción española de la competencia, una producción que se realizaba con tecnología y sistemas de trabajo inferiores a los que se daban en el extranjero. Pero tampoco se veía en el librecambismo una solución, porque el fin de la protección no cambiaba la realidad de la superproducción. Todos los países sufrían la crisis, ya fueran adalides del libre cambio como Inglaterra, o defensores del proteccionismo como Francia o Alemania. España no se salvaba de esta crisis, aunque aplicase en ese momento un cierto eclecticismo, justo en el momento en el que gobernaban los liberales.

Las dos doctrinas serían, por lo tanto, siempre según los socialistas, ineficaces para terminar con el exceso de producción. La situación cambiaría no con la adopción de una u otra política, proteccionista o librecambista, sino cuando desapareciese el capitalismo. Los obreros no estaban recibiendo el valor de lo que producían, solamente una parte del mismo, y que les impedía consumir todo lo que creaban para poder satisfacer sus necesidades. La solución pasaría por la conquista del poder político, expropiando a los detentadores de la riqueza, evitando que nadie pudiera acaparar el fruto del trabajo de los demás. En fin, una solución revolucionaria.

El derrumbe del Antiguo Régimen

Autor: Enrique Llopis,

Fuente: El País, 22/01/2012

Las secuelas de la Revolución Francesa de 1789 desencadenaron el inicio de la crisis del Antiguo Régimen en España, un periodo caracterizado por las guerras, la debilidad y el derrumbe de muchas de las viejas instituciones, la inestabilidad política y la alteración de la dinámica económica.

Desde un punto de vista macroeconómico, entre 1789 y 1840, año en el que finalizó la primera guerra carlista y se asentó el régimen liberal, se alternaron dos fases expansivas, 1789-1801 y 1815-1840, y una recesiva, entre 1802 y 1814. Este artículo se ocupa esencialmente de la crisis de la década y media inicial del siglo XIX, pero también extiende su mirada al antes y al después.

En cuanto a las fases de crecimiento, resulta aparentemente paradójico que España, de 1789 a 1801 y de 1815 a 1840, obtuviera resultados económicos positivos en momentos de graves contratiempos internos y de cierta desintegración de la economía internacional. La principal clave explicativa radica en que el debilitamiento, primero, y el desplome, después, del Antiguo Régimen facilitaron la incorporación a la labranza de enormes extensiones de tierra.

En la España del XVIII coexistían dos velocidades, dos maneras de crecer

El siglo XIX se abrió con importantes epidemias y malas cosechas

La Guerra de la Independencia abortó la incipiente recuperación

Las colonias americanas prescindieron de la mediación hispana

La ocupación francesa debilitó las instituciones del Antiguo Régimen

La expansión del cultivo de cereal sostuvo el avance entre 1815 y 1850

 

En la España del siglo XVIII coexistieron dos velocidades y dos modos distintos de crecimiento económico. En los territorios interiores y en las regiones septentrionales, el PIB aumentó a una tasa no superior al 0,5%, el crecimiento tuvo un carácter marcadamente rural, la productividad del trabajo en la agricultura permaneció estancada y los progresos en la especialización y en los tráficos mercantiles fueron modestos.

La España interior estaba lejos de aprovechar plenamente su potencial de crecimiento agrario: muchas zonas se hallaban aún poco colonizadas porque los grandes propietarios territoriales rentistas, las oligarquías locales con importantes negocios pecuarios, los dueños de cabañas trashumantes y la Mesta, grupos que acumulaban bastante poder, estaban interesados en frenar las roturaciones en las tierras municipales.

Por el contrario, en el área mediterránea y en la Andalucía atlántica, el PIB creció a una tasa cercana o algo superior al 1% y la expansión productiva se sustentó, al igual que en otras zonas de Europa occidental, en un cierto incremento de la productividad agraria, en el auge de la economía marítima, en el desarrollo de la protoindustria y en la mayor laboriosidad de la mano de obra familiar. En muchos casos, esa intensificación del factor trabajo fue la respuesta a la caída de los salarios reales y/o al descenso de ingresos netos de numerosas explotaciones agrarias, fruto del incremento de las rentas territoriales y de la reducción de su tamaño ocasionada por la mayor presión de la población sobre los recursos agrarios.

Por consiguiente, las «fuerzas económicas del progreso» (mayor comercio y especialización y pequeños avances tecnológicos) solo resultaban claramente hegemónicas en una parte minoritaria de España; de ahí que nuestro país siguiese divergiendo de Europa occidental en el siglo XVIII.

La década de 1790 fue un periodo de fuertes convulsiones, de desequilibrio financiero del Estado y de crisis sectoriales, pero también de aceleración del crecimiento demográfico y agrario. En la España del siglo XVIII, su último decenio fue, tras el de 1720, el de mayor crecimiento de los bautismos (véase el gráfico 1 basado en una muestra de más de 1.200 localidades). Lo más llamativo de este auge radicó en que fue protagonizado fundamentalmente por regiones que habían registrado una expansión modesta o moderada en el siglo XVIII (Andalucía occidental, Aragón y Castilla-La Mancha). En las zonas interiores, este crecimiento demográfico habría sido inalcanzable sin que simultáneamente se registrara una importante expansión agraria.

El impulso agrícola de la última década del siglo XVIII fue fruto de la necesidad, de los mayores incentivos y de las oportunidades abiertas por el nuevo panorama político. Los granos se encarecieron notablemente en todos los mercados y, además, el diferencial de precios del trigo entre la periferia y el interior se incrementó debido en buena medida a la disminución y a la mayor irregularidad de las importaciones resultantes de las perturbaciones que los conflictos bélicos ocasionaron al comercio exterior desde 1793. De modo que el interior se encontró con una coyuntura favorable para incrementar su participación en el abasto de cereales de la periferia. Además, el cambio de escenario político provocado por la Revolución Francesa indujo a los integrantes del frente antirroturador a moderar su oposición a los rompimientos. El notable incremento de la defraudación en el pago del diezmo, aparte de ser un exponente del inicio de la descomposición del Antiguo Régimen, también constituyó un acicate para ampliar las labores.

La década de 1790 presentó una cara, la expansión demográfica y cerealista, pero también una cruz: fuerte incremento de las tensiones inflacionistas y acusado descenso de los salarios reales, agudización de los problemas financieros de la Monarquía, reducción y mayor irregularidad del comercio exterior y dificultades para todas las economías periféricas que mantenían un apreciable grado de dependencia de los intercambios internacionales.

La recesión de la década y media inicial del siglo XIX estuvo integrada, en realidad, por dos crisis distintas: la ocasionada por las malas cosechas y las importantes epidemias (paludismo, tifus y fiebre amarilla) de principios del Ochocientos, y la desencadenada por la Guerra de la Independencia. Los factores exógenos a la economía y a la sociedad españolas desempeñaron un papel preponderante en dichas crisis, pero los endógenos no fueron ajenos a la magnitud de ambas: primero, la creciente desigualdad en el reparto del ingreso en la segunda mitad del Setecientos había acentuado la precariedad de muchas familias; y, segundo, la elevada mortalidad del periodo también obedeció a la incapacidad de los Gobiernos para paliar escaseces y carestías, y al deterioro del funcionamiento de los mercados y de instituciones asistenciales, como los pósitos, que estaban siendo sacrificadas para evitar el colapso financiero de la Monarquía.

En la España interior de la época moderna, la crisis de mortalidad de 1803-1805 fue, tras la de 1596-1602, la que tuvo un mayor alcance territorial e intensidad. El desastre demográfico de 1803-1805 fue fruto de una crisis de subsistencias muy profunda (el promedio anual del precio del trigo se incrementó, con respecto al de la década precedente, más de un 125%), pero también de una importantísima crisis epidémica. Aparte de la mortalidad catastrófica, también aumentó notablemente la ordinaria en la década y media inicial del siglo XIX. En 25 pueblos de la provincia de Guadalajara, el cociente difuntos/bautizados fue de 0,87 en 1785-1799, de 1,14 en 1800-1814 y de 0,72 en 1815-1829 (véase el gráfico 2).

Las áreas periféricas también tuvieron que afrontar unos importantes contratiempos económicos en los albores del siglo XIX. Las guerras navales, las dificultades y la carestía del transporte marítimo y la crisis agraria y demográfica de los territorios no marítimos provocaron un descenso en el nivel de actividad manufacturera y comercial. Desde 1805, las colonias americanas prácticamente prescindieron de la mediación hispana en sus tráficos exteriores.

La Guerra de la Independencia abortó la recuperación que la agricultura española había iniciado después de 1805. Ahora bien, las secuelas de este conflicto fueron mucho más allá del desencadenamiento de una nueva crisis económica. Entre las principales, han de contabilizarse:

1. Tras la ocupación del país por las tropas francesas, muchas de las instituciones fundamentales del Antiguo Régimen se desmoronaron o quedaron muy debilitadas.

2. El vacío de poder en la metrópoli propició el estallido de movimientos independentistas en buena parte de las colonias americanas.

3. La crisis financiera del Estado absolutista se intensificó extraordinariamente.

4. La sobremortalidad y la merma de nacimientos ocasionadas por la guerra ascendieron a no menos de medio millón de personas.

En el terreno más estrictamente económico, deben mencionarse:

a) Numerosas explotaciones agrarias vieron reducidas sus disponibilidades de fuerza de trabajo y de ganado; de ahí que muchas de ellas tratasen de incorporar mayores cantidades del factor tierra para compensar las pérdidas en los otros factores y restablecer un cierto equilibrio productivo.

b) Los saqueos y las destrucciones de cosechas provocaron daños de consideración en no pocas zonas.

c) Las secuelas del conflicto perjudicaron de un modo especialmente intenso al comercio y a la industria.

d) Los ahorros de los propietarios rurales fueron absorbidos por gravámenes extraordinarios, requisas, suministros y préstamos forzosos a los ejércitos, a la guerrilla y a los municipios. Los más pudientes acumularon unos activos de elevado valor nominal sobre unos concejos cuyo nivel de endeudamiento les impedía atender sus obligaciones financieras, salvo que se desprendiesen de parte de sus todavía extensos patrimonios territoriales. De modo que tales acreedores enseguida se percataron de que solo había una alternativa para recuperar sus contribuciones a la financiación del conflicto bélico: la privatización de tierras municipales.

Es indudable que la Guerra de la Independencia tuvo, en el corto plazo, un impacto económico muy negativo, pero también generó otras secuelas que contribuyeron a inducir, en el medio y largo plazo, cambios en la velocidad y en el tipo de crecimiento económico, en la política comercial y en los niveles de desigualdad.

El mayor potencial de crecimiento agrícola de España, al menos a corto y medio plazo, estribaba en las enormes extensiones de tierras que podían roturarse. Durante la Guerra de la Independencia se crearon condiciones favorables para el estallido de una gran oleada de rompimientos, que se moderó en las etapas de restablecimiento del absolutismo, pero que mantuvo un ritmo relativamente intenso hasta mediados del siglo XIX: tras el hundimiento del Antiguo Régimen, ni las viejas autoridades locales, ni las nuevas pudieron refrenar las ansias de numerosísimos productores agrarios de ocupar y roturar tierras comunales; la desamortización silenciosa de tierras municipales facilitó los rompimientos de extensas áreas de pastizales y bosques; y, el incremento de los precios de los granos también constituyó un acicate para extender los cultivos cerealistas.

Una vez concluido el conflicto, la recuperación demográfica fue inmediata e impetuosa, sobre todo en las regiones cerealistas meridionales. El vigor de ese proceso obedeció al fuerte crecimiento del producto agrícola, pero también al relativamente reducido nivel de la mortalidad entre 1815 y 1830. De 1820 a 1850, la población española creció al 0,9% y la europea al 0,81%. Las estimaciones de Álvarez Nogal y Prados de la Escosura apuntan a que, entre 1787 y 1857, el PIB y el PIB por habitante se expandieron a una tasa cercana al 1% y a otra superior al 0,2%, respectivamente. Es indudable, pues, que el conflicto con los franceses también entrañó una ruptura en el ámbito económico: nunca antes la población y el PIB habían crecido tan velozmente en España como lo hicieron entre 1815 y 1850.

El impulso agrícola posterior a 1815 tuvo tres pilares esenciales: la marea roturadora, el rápido crecimiento de la población y la implantación y pervivencia de una política comercial prohibicionista en materia de cereales. Varios factores nos ayudan a entender por qué España adoptó en 1820 tal política comercial y por qué la mantuvo tantos años:

1. La oleada de proteccionismo enérgico en la que estuvieron involucrados numerosos países europeos y Estados Unidos, países que habían impulsado procesos de sustitución de importaciones entre 1793 y 1815.

2. La necesidad de defender una nueva e importante actividad cerealista de la competencia exterior en los mercados litorales una vez concluidas las guerras napoleónicas, nueva actividad que se había desarrollado en periodos de precios absolutos y relativos de los granos muy altos.

3. El régimen liberal, necesitado de ampliar su base social, utilizó el prohibicionismo cerealista para frenar el descenso de las rentas agrarias y de los precios agrícolas, lo que tornó más atractivas las compras de las tierras desamortizadas.

4. Los propietarios y cultivadores de tierras de cereal contaron con el decidido apoyo de los industriales catalanes en la defensa del prohibicionismo.

5. La pérdida de las colonias americanas originó un fuerte deterioro de las cuentas externas y un drástico cambio en el panorama monetario (del intenso crecimiento del stock de oro y plata en el periodo 1770-1796, se pasó a una fase de descenso apreciable del mismo). Los sucesivos Gobiernos tuvieron que emprender una política de reequilibrio de la balanza de pagos y el prohibicionismo constituyó un instrumento esencial de la misma.

La presión que el prohibicionismo ejerció sobre los precios de los cereales resultó clave para la formidable extensión de los cultivos en la primera mitad del siglo XIX, pero otros factores también contribuyeron a la aceleración del crecimiento económico: la notable ampliación del mercado nacional derivada, ante todo, del intenso auge demográfico; el impulso en la urbanización desde la década de 1820; el modesto incremento de la productividad en la agricultura; los avances en la integración de los mercados; el inicio de la industrialización catalana, y el dinamismo de la demanda exterior de productos agrarios mediterráneos y de minerales a medida que tomaba cuerpo la industrialización europea.

El balance económico del periodo 1815-1850 presenta luces y sombras. Por un lado, el crecimiento se aceleró fuertemente con respecto a las fases precedentes y la distribución del ingreso se tornó menos desigual (entre 1788-1807 y 1815-1839, la ratio renta de la tierra/salarios agrícolas descendió un 21% y un 28% en Navarra y Castilla la Vieja, respectivamente). En contrapartida, España, pese a su impulso económico, se alejó de Europa; el prohibicionismo perjudicó a las regiones exportadoras, sobre todo a Valencia, Murcia y a la Andalucía marítima; y, además, el modelo de crecimiento de después de la Guerra de la Independencia tenía una fecha de caducidad cercana: la expansión agraria se debilitó a medida que iba completándose el proceso colonizador y que empeoraban las condiciones de acceso a la tierra; de hecho, a finales de la década de 1850 ya se hallaba prácticamente agotado.

Sin embargo, nuestro país no acabaría en el callejón sin salida al que parecía abocado: merced en buena medida a los ferrocarriles, en los que los capitales, la tecnología y el capital humano foráneos fueron trascendentales, y a la creciente demanda exterior de minerales y de distintos productos agrarios mediterráneos, especialmente de vinos, España pudo ir deslizándose hacia un nuevo modelo de crecimiento económico en el que el cultivo del cereal, actividad en la que España no tenía ninguna ventaja comparativa, dejó poco a poco de tener una hegemonía tan nítida y en el que los cultivos mediterráneos, las actividades urbanas, el comercio exterior y, en general, las relaciones económicas internacionales ganaron protagonismo.

Las lecciones del pasado decimonónico apuntan en la misma dirección que las del siglo XX: los vientos europeos fueron cruciales para derribar el Antiguo Régimen (aunque para ello el país sufriera un conflicto bélico muy costoso en vidas y recursos), primero, y para dar un nuevo impulso al crecimiento económico español, más tarde, desde que comenzó a agotarse el modelo que había tenido uno de sus pilares esenciales en el prohibicionismo cerealista y algodonero. La historia contemporánea evidencia, pues, el grave error que el aislacionismo ha entrañado para nuestro país.

Cómo fue la «crisis de los tulipanes», la primera gran burbuja financiera de la historia mundial.

Derechos de autor de la imagen ALAMY Image caption Los tulipanes llegaron a los Países Bajos en el siglo XVII y causaron furor. Una pintura de Ambrosius Bosschaert del siglo XVII

Fuente: BBC Mundo

En la secuela de la película «Wall Street» que se estrenó en 2010, el personaje del inescrupuloso financista Gordon Gekko -famosamente interpretado por Michael Douglas- advierte sobre los peligros de la especulación financiera, usando como ejemplo «la peor burbuja de todos los tiempos».

«En los años 1600 los holandeses tuvieron fiebre especulativa hasta el punto de que se podía comprar una hermosa casa en el canal de Ámsterdam por el precio de un bulbo», afirma Gekko, apuntando a unos tulipanes.

«Lo llamaron tulipomanía. Luego colapsó», agrega. «La gente fue aniquilada».

El personaje se estaba refiriendo a lo que también se conoció como la «crisis de los tulipanes«, un fenómeno que se produjo en los Países Bajos en la primera mitad del siglo XVII.

Es ampliamente considerada la primera gran burbuja especulativa de todos los tiempos y hoy son varios los expertos que remiten a ese ejemplo para advertir sobre los peligros del bitcoin, la criptomoneda que más ha crecido en todo el mundo.

En noviembre pasado esta moneda virtual alcanzó valores récord, llegando a aumentar su precio en más de 1.200%.

Desde entonces, su valor ha fluctuado. Pero los más escépticos creen que ese repentino aumento de precio en un producto que no tiene valor intrínseco tiene todas las características de una tulipomanía.

Bitcoin
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image caption Muchos trazan paralelos entre lo que pasa con los bitcoins y lo que pasó con los tulipanes en los Países Bajos en el siglo XVII.

¿Mito o realidad?

Aunque muchos usen ese ejemplo histórico lo cierto es que no hay un consenso sobre lo que realmente ocurrió durante la crisis de los tulipanes.

Algunas de las anécdotas más llamativas de la época señalan lo que dijo Gekko: que en las décadas de 1620 y 1630 los bulbos de esta flor llegaron a costar lo mismo que una casa.

En su libro de 1999 «Tulipomanía: La historia de la flor más codiciada del mundo y las pasiones extraordinarias que despertó», el historiador Mike Dash confirma este hecho.

Dash detalla que para 1637 un solo bulbo de una variedad llamada Semper Augustus llegó a costar 10.000 florines.

«Eso era suficiente para alimentar, vestir y alojar a toda una familia holandesa por media vida o para comprar una de las mejores casas en el canal más de moda de Ámsterdam», señala el autor.

En cambio, otra de las anécdotas más coloridas de la crisis -que muchos quedaron en bancarrota y se lanzaron a los canales en desesperación cuando la burbuja de los tulipanes explotó- no parece tener tanto asidero.

Incluso hay quienes disputan el hecho de que se trató de una crisis generada por la especulación financiera.

De moda

El programa sobre economía «More or Less» de la BBC Radio 4, analizó la tulipomanía y llegó a la conclusión de que en realidad «hemos malinterpretado el comercio de los tulipanes».

Pintura de los Países Bajos mostrando la venta de bulbos de tulipán.
Derechos de autor de la imagen ALAMY Image caption La locura de los holandeses por el comercio de tulipanes fue satirizado por algunos artistas de la época.

Según los periodistas Lizzy McNeill y Sachin Croker las investigaciones más recientes sugieren que «no fue una fiebre especulativa sino factores culturales los que hicieron que la gente valorara estas flores».

El programa entrevistó a la profesora de historia europea temprana Anne Goldgar, del King’s College de Londres, quien explicó por qué se pusieron de moda algunos tipos de tulipanes.

«Después de cultivar un tulipán blanco durante nueve años, más o menos, de repente se verá rayado o moteado», explicó Goldgar. «Esto se debe a una enfermedad, pero la gente no sabía eso en ese momento».

«Realmente no sabías lo que iba a pasar con tus tulipanes y la gente amaba el hecho de que constantemente cambiaban».

En el siglo XVII los tulipanes -originalmente cultivados en el Imperio Otomano- eran algo nuevo en los Países Bajos y sus colores cambiantes los convirtieron en un producto codiciado por quienes valoraban lo estético y la moda.

Por otra parte, en un artículo escrito para la BBC, el crítico de arte del diario británico Daily Telegraph Alastair Sooke remarcó que «el creciente interés por los tulipanes coincidió con un período especialmente próspero en la historia de los Países Bajos».

«En el siglo XVII (Holanda) dominaba el comercio mundial y se convirtió en el país más rico de Europa».

«Como resultado, no solo los ciudadanos aristocráticos, sino también los adinerados comerciantes e incluso los artesanos y comerciantes de la clase media de repente descubrieron que tenían dinero extra para gastar en lujos como flores caras».

Tulipanes
Derechos de autor de la imagenPA Image caption La profesora de historia europea temprana Anne Goldgar sostiene que el interés por los tulipanes no tuvo que ver con la especulación financiera.

Estatus

Goldgar mantiene que fue un interés cultural y una cuestión de status social -y no una especulación económica- lo que llevó a algunos a gastar fortunas en tulipanes.

Pero relativiza aquello de los precios alocados que se pagaron durante la tulipomanía.

«Solo encontré 37 personas que gastaron más de 400 florines en flores en esa época», contó, poniendo en contexto los 10.000 florines que llegaron a costar los tulipanes, según recogió Dash.

Además, la experta explicó que quienes pagaron las sumas más grandes eran coleccionistas de arte con mucho dinero para gastar.

«Las personas que compraban pinturas tendían a ser las mismas que compraban tulipanes».

Eso explica por qué uno de los principales mitos sobre esta burbuja financiera no es verdad: según Goldgar, nadie se arrojó a un canal por las pérdidas sufridas cuando se desplomó el precio de los tulipanes.

«De hecho, no pude encontrar a nadie que estuviera en bancarrota debido a la tulipomanía», señaló.

¿Qué pasó?

Lo que sí es cierto es que después de alcanzar niveles récord en 1636, el valor de los tulipanes cayó estrepitosamente en febrero de 1637.

Charles Mackay
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionEl sensacionalista historiador escocés del siglo XIX Charles Mackay fue el primero que popularizó el mito sobre la tulipomanía.

Las causas, según esta profesora, fueron los temores de una sobredemanda y lo insostenible de un mercado que había empezado como un hobby entre unos pocos amantes de la horticultura.

No obstante, Goldgar asegura que la explosión de la burbuja no afectó la economía de los Países Bajos, como sostienen otros expertos.

¿Por qué entonces se hizo tan famosa la supuesta fiebre especulativa del tulipán?

El responsable -o uno de ellos- parece haber sido un historiador escocés del siglo XIX llamado Charles Mackay, a quien le encantaban las historias sensacionalistas.

Fue él quien popularizó el relato sobre la tulipomanía.

A Mackay no se lo tomó muy en serio como historiador. Sin embargo, sus coloridas crónicas han perdurado.

Irónicamente, el propio Mackay se vio envuelto en una verdadera manía especulativa: la burbuja ferroviaria británica de la década de 1840, que algunos estudiosos consideran la mayor burbuja tecnológica de la historia y uno de los mayores fracasos financieros.

Sin dudas, la historia de Mackay es una lección para todos: es muy fácil burlarse de las burbujas especulativas del pasado e incluso mofarse de la estupidez de quienes quedaron atrapados en ellas.

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