Delacroix, un símbolo de Francia.

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Fuente: La Vanguardia, 03/07/2018.

La exposición dedicada al pintor Eugène Delacroix (1798-1863) permite detectar el sentir de Francia en la actualidad. Hay que ir al Museo del Louvre y soportar las clásicas colas para sumergirse en el esprit de un pintor excepcional y de una época única en la historia europea de la magistral mano de los comisarios Sébastien Allard y Côme Fabre. Hallaremos un homenaje sentido, bien presentado y excelentemente explicado del pintor de la larga cabellera negra, las espesas cejas, los ojos oscuros y la tez cetrina que fue capaz de poner las reglas a su servicio para dar a entender al público de su tiempo, pero también del nuestro, el valor de la agitación revolucionaria, la agonía del alma creadora; no en vano Baudelaire llegaría a decir de él que era como “un volcán disimulado artísticamente bajo ramilletes de flores”. Por esa aura de héroe byroniano que tenía, Delacroix afrontó como ningún otro francés de su tiempo (en pintura, claro) que la transfiguración del espacio escénico es una respuesta a la noción del tiempo histórico.

Romanticismo, en definitiva. Con las fuerzas irracionales tratando de salir a flote, entre gritos de rabia y desespero pero también de alegría, de fiesta ciudadana, el mismo día en que el viejo general Lafayette volvió a cabalgar sobre su caballo blanco para ver si se ponía fin de una vez por todas a la dinastía de los Borbones. Y mientras recorremos las salas nos hacemos la gran pregunta cuya respuesta es precisamente la exposición: ¿qué tiene Delacroix que fascina cuando nos acercamos a él? Tiene que es el testigo de un momento estelar de Francia, los tres días de julio de 1830, “las tres gloriosas” que dignificaron el sentido de la revuelta del pueblo contra ese Antiguo Régimen que se negaba a ser lo que al cabo ya era, un resto de una historia acabada pues Carlos X con su incapacidad innata para entender el curso de los acontecimientos ofreció sin pretenderlo argumentos para el desarrollo del movimiento romántico.

Un mismo espíritu

Eso ya estaba claro unos años antes, en 1815, cuando Delacroix se reunía, junto a Géricault, otro gran pintor de ese tiempo, en el estudio de Horace Vernet para hacer frente amigablemente a los que se reunían en Barbizon en pleno bosque de Fontainebleau (Corot, Daubigny). A los ojos de los escritores como Victor Hugo o Alfred de Vigny no eran cenáculos rivales, eran partes de un mismo espíritu que se elevaba en Francia para canalizar los impulsos que venían del espíritu de la época. Fueron quince años de espera, que sirvieron para madurar las ideas, las formas de pintar, pero también el estilo de vida, que a Delacroix le llevó hasta el dandismo inglés, pues era en Londres donde se hacía los trajes, no en vano era hijo natural de Tayllerand. Pero siempre atento a todo lo nuevo, a lo más avanzado, como el recurso a la litografía para ilustrar en 1828 el Fausto de Goethe.

El ambiente cosmopolita de Londres le llevó a compartir confidencias con Chopin o George Sand, sus grandes amigos: confidencias sobre su amor por Elisabeth Salter, a la que escribía en inglés, “esa endemoniada lengua” como solía decir. Fue entonces, mientras estudiaba los colores del gran pintor John Constable, cuando encontró el tono de sus grandes obras, comenzando por La masacre de Quíos, con la que respondía a las exigencias de la ­intelectualidad de su época sobre la ­liberación de Grecia de la opresión otomana, ofreciendo como tema para el Salón de 1824 una atrocidad turca que había provocado repudio en toda Europa. Esta pintura donde ya queda clara su deuda con Miguel Ángel y Rubens labró su reputación de la noche a la mañana. No puede extrañarnos ya que aquí el tema principal son las escenas de la ­masacre y la batalla forma parte de un telón de fondo apenas entrevisto. Fue un éxito que le hizo profundizar en el alma humana de la mano de sus tres autores preferidos: Walter Scott, William Shakespeare y Lord Byron.

Efecto inglés

Desde ese momento hay un efecto inglés en su pintura que se percibe con fuerza en otro lienzo de reivindicación de Grecia en las ruinas de Missolongui, donde ya aparece el motivo de la mujer con los brazos abiertos pidiendo ayuda. Es una suerte de ensayo de su obra maestra con la que Delacroix rindió homenaje a la revolución de 1830: La Libertad guiando al pueblo, “en las barricadas” como él solía llamarla, donde madame France mira hacia atrás para ver si la sigue el pueblo, y avanza imparable adelante, advirtiendo al espectador que o bien se une a ella, o terminará aplastado por los ideales.

La libertad mira hacia atrás para ver si la sigue el pueblo, y avanza imparable hacia delante

Una vez vista esta bella obra de Delacroix descubrimos que constituye una verdad eterna para todo aquel que aliente el deseo de una vida honesta al servicio del pueblo. Tiene ese toque que se intuye también en el Hernani de Hugo (estrenado en París en febrero de 1830) o en la Sinfonía Fantástica de Berlioz (compuesta en 1830): sueños de una generación de jóvenes audaces que coincidieron en París en 1830: Gautier con diecinueve años, Chopin y De Musset con veinte, Berlioz y George Sand con veintisiete, Hugo con veintiocho, Balzac treinta y uno, Delacroix treinta y dos, Thiers y De Vigny treinta y tres. Al final cada uno de ellos, y en particular Delacroix convertido en el pintor oficial de la monarquía de Julio, apostaron por el poder del pueblo, del demos, es decir, por la democracia.