Sálvese quien pueda.

La balsa de la Medusa, de Théodore_Géricault, 1818-19. Museo del Louvre.

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Fuente: jotdown.es

El cabo Blanco que supuestamente avistaron en la Medusa horas antes del naufragio.

La Medusa

Se discutía por la mañana en la fragata francesa si aquella masa blanca que habían avistado sobre el horizonte sería el cabo Blanco, o solamente una capa de vapor, una nube.

Pasado el mediodía se discutía ya si no estarían navegando sobre el banco de Arguin, tan brava era la incompetencia del capitán. El plomo del escandallo alertó entonces diez metros de profundidad y De Chaumareys ordenó todo a estribor como quien se revuelve en vano ante la muerte triunfante.

Fue exactamente aquí, en estos bajíos que emergen al resguardo del cabo, a las tres y cuarto de la tarde del martes 2 de julio de 1816: el naufragio más importante en la historia de la cultura occidental.

El que fue el más importante, al menos, hasta que Rose y Jack empañaron el Renault Coupé de Ville en la bodega del Titanic.

Aquí encalló la Medusa.

Aquí se arruinó este soberbio navío que debía comandar una expedición —corbeta Eco, urca Loira y bergantín Argus— desde la isla de Aix hasta la ciudad de Saint Louis, en la desembocadura del río Senegal, para retomar la posesión de esta colonia, recuperada por Francia de la mano de los ingleses en la restauración del Congreso de Viena de 1815.

Pero aquella tarde de verano sahariano la Medusa quedó varada en la pleamar frente a las dunas de Mauritania.

La balsa

Aún permanecieron sus tripulantes tres días a bordo antes de comprender, así atrapados, que el casco se iría resquebrajando cada vez más y que la fragata estaba definitivamente perdida.

Sálvese quien pueda.

Casi la mitad de las doscientas cuarenta almas a bordo de la Medusa embarcaron en los seis botes de los que disponía el buque. Entre ellos, el gobernador Schmaltz y el capitán De Chaumareys

El resto, ciento cincuenta desgraciados, se apretujaron en una balsa improvisada que debía permanecer amarrada a esa flotilla de media docena de botes de náufragos.

Las seis lanchas habían prometido remolcar la balsa de la Medusa a tierra firme —si es que las arenas del desierto merecen tal consideración—, y desde la orilla formarían todos juntos una caravana para caminar el desierto rumbo sur desde el banco de Arguin hasta Saint Louis, a través de más de quinientos kilómetros.

Ese era el trato.

Pero poco después de evacuar el buque los botes concluyeron que la balsa los lastraba demasiado y largaron las amarras.

A menos de treinta kilómetros de la costa, con las dunas prácticamente a la vista, soltaron esa almadía de maderos mal atados, de veinte metros de largo por siete de ancho, que apenas mantenía a flote con el agua por las rodillas a centenar y medio de condenados a la agonía más atroz.

Los abandonaron a la deriva.

Más de una docena de aquellos infelices de la balsa fallecieron en la primera noche al pairo del Atlántico. Cuando el sol se puso por segunda vez estalló una refriega de cuchilladas y sablazos, y al amanecer del tercer día se contaban ya menos de ochenta vidas a bordo de la maderada. Sin comida. Ni agua. Devoraron los cadáveres secados al sol. Retomaron las bayonetas. Al quinto día, quedaban solo treinta tripulantes. En el día séptimo, sentenciaron a los más enfermos arrojándolos al mar. De los ciento cincuenta náufragos de la balsa de la Medusa solamente quince sobrevivieron a esa primera semana.

El bergantín Argus halló por sorpresa a estos quince muertos vivientes trece días después de haber sido abandonados en alta mar a una expresión animal de la lucha por la supervivencia.

La Medusa debía comandar una flotilla hasta Saint Louis, capital colonial del Senegal.

Los botes

Los tripulantes de los seis botes que abandonaron a tal suerte a la balsa tampoco garantizaron su propia vida.

Solamente dos de aquellas lanchas pudieron alcanzar sanos y salvos esta isla de Saint Louis, después de tres días y tres noches de meritoria navegación de emergencia desde el banco de Arguin.

En uno de esos botes había embarcado el gobernador Schmaltz. En el otro, el capitán De Chaumareys.

El resto de la flotilla se mantuvo igualmente a flote por tres días y tres noches, pero terminó encallando a más de ciento cincuenta kilómetros al norte de Saint Louis. Vagaron cinco jornadas por todos los infiernos del Sáhara, siguiendo la costa hacia el sur, antes de arrastrarse abrasados por las puertas de la capital de la colonia senegalesa a las siete de la tarde ​del sábado 13 de julio.

Mucho más lastimosa fue la caminata de sesenta y tres náufragos de esos mismos botes: en vez de mantenerse a bordo de las lanchas hasta encallar, este grupo se había apresurado a lanzarse a tierra solo un día después de haber abandonado la Medusa, aún más al norte de la duna de las Mottes d’Angel. Su procesión se alargó durante diecisiete días y diecisiete noches. Aparecieron cincuenta y cuatro espectros en Saint Louis el martes 23 de julio a mediodía.

Por el camino habían enterrado a seis compañeros, y extraviado a otros tres.

Y aún hubo —aunque duela solo imaginarlo— quien padeció un calvario tres veces más prolongado que estos últimos náufragos vagabundos: aquella tarde nefasta en el banco de Arguin hubo diecisiete personas que se negaron a embarcar en la balsa y que se empeñaron en refugiarse en la fragata varada. Una goleta francesa que había partido de Saint Louis halló la Medusa tal como la habían abandonado al cabo de cincuenta y dos días.

Solamente tres de aquellos diecisiete desventurados habían sobrevivido allí, casi dos meses, en los mismos restos del naufragio.

Rescataron esos huesos moribundos. La tripulación de la goleta tomó inmediatamente después la Medusa como botín legítimo y la desvalijó hasta vender la bandera de Francia a precio de trapo.

Los supervivientes se hacinaron en el campamento de la playa de la Anse Bernard, en Dakar.

Los náufragos

El gobernador inglés se negó a entregar la colonia del Senegal a los franceses tras el vergonzoso desastre de la Medusa, y retrasó cuanto pudo el traspaso del territorio.

Expulsaron a los náufragos de Saint Louis.

Se fletó el bergantín Argus y un tres mástiles para transportarlos hasta el Cabo Verde, aún más al sur, entre los ríos Gambia y Senegal. Zarparon tres días después de haberse reagrupado en Saint Louis los esqueletos torturados de la balsa y de los botes. Los desembarcaron junto a un pueblo que llamaban Daccard.

Aquí, en Dakar, en la playa de la Anse Bernard, que mira de frente a la isla de Gorée, se levantó un campamento en el que hubieron de hacinarse entre los espasmos, las disenterías, y las fiebres pútridas de la estación de lluvias. Subsistieron en esa caleta a base de quina estropeada y farmacopea de marabú —ron caliente con té de pimienta— hasta finales de noviembre, cuando se les autorizó la vuelta a Saint Louis.

Así se trató a los náufragos.

Confrontaron la deshumanización más cruel, sepultaron a los suyos en el mar o en la arena, se asfixiaron días y noches por el océano y el desierto, y se les negó cualquier acto de compasión o misericordia cuando alcanzaron de milagro su destino.

Ni una mínima intención de desagravio, ni rastro de dignidad.

Los barrieron bajo la alfombra.

Eran incómodos para el gobernador y el capitán porque los náufragos de la Medusa encarnaban inequívocamente la alegoría de los súbditos abandonados por la corona a sufrimiento salvaje. La de los soldaditos de plomo conducidos a un trance repugnante por la nulidad de sus dirigentes.

El ingeniero Alexandre Corréard fue el superviviente más debilitado de la balsa de la Medusa y pudo quedarse en Saint Louis y evitar el campamento de Dakar. Ya en septiembre aprovechó una mejoría en las fiebres y salió de caza en Gandiolle, al sur de la capital colonial, donde encontraron campos de maíz y de mijo, un joven león, un lagarto del tamaño de un hombre, hierbas de más de dos metros de altura, y nubes de garcetas revoloteando alrededor de un baobab cuyo tronco trazaba en la tierra una circunferencia de veintipico metros.

Corréard zarpó de vuelta a casa en la urca Loira y atracó en la ciudad francesa de Brest antes del mes de octubre.

Corréard salió de cacería Gandiol, al sur de Saint Louis, antes de volver a Francia.

Los naufragios

El cirujano Henri Savigny también sobrevivió a la balsa de la Medusa y pudo embarcar en la corbeta Eco antes que Corréard. Llegó a Brest a primeros de septiembre. El día 12 entregó personalmente en el Ministerio de la Marina la memoria que había redactado del naufragio.

Su relato se filtró al momento a la prensa y apareció publicado el mismo 13 de septiembre en el Journal des Debats.

Se encendió un escándalo de alcance mundial.

Corréard y Savigny firmaron a continuación una versión conjunta: Naufrage de la Frégat La Méduse (El naufragio de la Medusa. Ediciones del Viento, 2014), testimonio en el que se fundamentan estas líneas.

Denunciaron los coautores que se había enchufado a De Chaumereys al mando del buque pese a su evidente impericia.

Y que horas antes del naufragio se habían ignorado señales clamorosas del riesgo que acometía la fragata aproximándose al banco de Arguin, como las advertencias luminosas de corbeta Eco, los avisos de los oficiales de guardia Maudet y Lapérè, los cambios de color característicos en el agua, o la arena y las hierbas apreciables en la superficie del océano.

Y que así, que de la manera más sonrojante, se había hundido uno de los navíos franceses más solventes en la época, la fragata que debía solemnizar la recuperación de los derechos sobre el Senegal.

La historia terminaría perpetuando a Corréard y Savigny en Le radeau de la MéduseThéodore Géricault les concedió el protagonismo del lienzo que trabajó con obsesión durante meses y que expuso tres años después del naufragio en el Salón de 1819.

Aquel verano no se habló de otra cosa en París.

Y, por lo tanto, en el mundo.

La balsa de la Medusa fue censurada y jaleada con idéntica rabia, pero todos sin distinción habían advertido la furia de la pintura contra una élite desmerecida que dilapidaba los tesoros del país y que sin dolor de conciencia podía pastorear a sus paisanos hasta un final abominable.

Los entusiastas que encumbraron o que aborrecieron a Géricault se habían estremecido por igual ante aquella obra maestra de la historia del arte, éxtasis terrible del romanticismo, de belleza perturbadora, casi inexplicable.

Para siempre queda en el Louvre esta escena de Corréard y Savigny avistando los rescatadores en la lejanía desde la balsa de la Medusa.

Uno no cuenta en la vida con rebatos tan poderosos de los naufragios que lo acechan.

Del desamparo que aguarda a la zozobra en la arena.

De las balsas de las medusas alrededor.

Sálvese quien pueda.

Delacroix, un símbolo de Francia.

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Fuente: La Vanguardia, 03/07/2018.

La exposición dedicada al pintor Eugène Delacroix (1798-1863) permite detectar el sentir de Francia en la actualidad. Hay que ir al Museo del Louvre y soportar las clásicas colas para sumergirse en el esprit de un pintor excepcional y de una época única en la historia europea de la magistral mano de los comisarios Sébastien Allard y Côme Fabre. Hallaremos un homenaje sentido, bien presentado y excelentemente explicado del pintor de la larga cabellera negra, las espesas cejas, los ojos oscuros y la tez cetrina que fue capaz de poner las reglas a su servicio para dar a entender al público de su tiempo, pero también del nuestro, el valor de la agitación revolucionaria, la agonía del alma creadora; no en vano Baudelaire llegaría a decir de él que era como “un volcán disimulado artísticamente bajo ramilletes de flores”. Por esa aura de héroe byroniano que tenía, Delacroix afrontó como ningún otro francés de su tiempo (en pintura, claro) que la transfiguración del espacio escénico es una respuesta a la noción del tiempo histórico.

Romanticismo, en definitiva. Con las fuerzas irracionales tratando de salir a flote, entre gritos de rabia y desespero pero también de alegría, de fiesta ciudadana, el mismo día en que el viejo general Lafayette volvió a cabalgar sobre su caballo blanco para ver si se ponía fin de una vez por todas a la dinastía de los Borbones. Y mientras recorremos las salas nos hacemos la gran pregunta cuya respuesta es precisamente la exposición: ¿qué tiene Delacroix que fascina cuando nos acercamos a él? Tiene que es el testigo de un momento estelar de Francia, los tres días de julio de 1830, “las tres gloriosas” que dignificaron el sentido de la revuelta del pueblo contra ese Antiguo Régimen que se negaba a ser lo que al cabo ya era, un resto de una historia acabada pues Carlos X con su incapacidad innata para entender el curso de los acontecimientos ofreció sin pretenderlo argumentos para el desarrollo del movimiento romántico.

Un mismo espíritu

Eso ya estaba claro unos años antes, en 1815, cuando Delacroix se reunía, junto a Géricault, otro gran pintor de ese tiempo, en el estudio de Horace Vernet para hacer frente amigablemente a los que se reunían en Barbizon en pleno bosque de Fontainebleau (Corot, Daubigny). A los ojos de los escritores como Victor Hugo o Alfred de Vigny no eran cenáculos rivales, eran partes de un mismo espíritu que se elevaba en Francia para canalizar los impulsos que venían del espíritu de la época. Fueron quince años de espera, que sirvieron para madurar las ideas, las formas de pintar, pero también el estilo de vida, que a Delacroix le llevó hasta el dandismo inglés, pues era en Londres donde se hacía los trajes, no en vano era hijo natural de Tayllerand. Pero siempre atento a todo lo nuevo, a lo más avanzado, como el recurso a la litografía para ilustrar en 1828 el Fausto de Goethe.

El ambiente cosmopolita de Londres le llevó a compartir confidencias con Chopin o George Sand, sus grandes amigos: confidencias sobre su amor por Elisabeth Salter, a la que escribía en inglés, “esa endemoniada lengua” como solía decir. Fue entonces, mientras estudiaba los colores del gran pintor John Constable, cuando encontró el tono de sus grandes obras, comenzando por La masacre de Quíos, con la que respondía a las exigencias de la ­intelectualidad de su época sobre la ­liberación de Grecia de la opresión otomana, ofreciendo como tema para el Salón de 1824 una atrocidad turca que había provocado repudio en toda Europa. Esta pintura donde ya queda clara su deuda con Miguel Ángel y Rubens labró su reputación de la noche a la mañana. No puede extrañarnos ya que aquí el tema principal son las escenas de la ­masacre y la batalla forma parte de un telón de fondo apenas entrevisto. Fue un éxito que le hizo profundizar en el alma humana de la mano de sus tres autores preferidos: Walter Scott, William Shakespeare y Lord Byron.

Efecto inglés

Desde ese momento hay un efecto inglés en su pintura que se percibe con fuerza en otro lienzo de reivindicación de Grecia en las ruinas de Missolongui, donde ya aparece el motivo de la mujer con los brazos abiertos pidiendo ayuda. Es una suerte de ensayo de su obra maestra con la que Delacroix rindió homenaje a la revolución de 1830: La Libertad guiando al pueblo, “en las barricadas” como él solía llamarla, donde madame France mira hacia atrás para ver si la sigue el pueblo, y avanza imparable adelante, advirtiendo al espectador que o bien se une a ella, o terminará aplastado por los ideales.

La libertad mira hacia atrás para ver si la sigue el pueblo, y avanza imparable hacia delante

Una vez vista esta bella obra de Delacroix descubrimos que constituye una verdad eterna para todo aquel que aliente el deseo de una vida honesta al servicio del pueblo. Tiene ese toque que se intuye también en el Hernani de Hugo (estrenado en París en febrero de 1830) o en la Sinfonía Fantástica de Berlioz (compuesta en 1830): sueños de una generación de jóvenes audaces que coincidieron en París en 1830: Gautier con diecinueve años, Chopin y De Musset con veinte, Berlioz y George Sand con veintisiete, Hugo con veintiocho, Balzac treinta y uno, Delacroix treinta y dos, Thiers y De Vigny treinta y tres. Al final cada uno de ellos, y en particular Delacroix convertido en el pintor oficial de la monarquía de Julio, apostaron por el poder del pueblo, del demos, es decir, por la democracia.