Las contradicciones de Garibaldi

Autora: ÀNGELS VILLAR

Fuente: La Vanguardia 30/04/2020

Durante gran parte del siglo XIX, Europa estuvo inmersa en un clima beligerante y revolucionario en el que diversas corrientes nacionalistas ansiaban acabar con el absolutismo, restaurado en el Congreso de Viena en 1815 tras la caída de Napoleón. Las grandes potencias europeas –Austria, Prusia, Rusia y Gran Bretaña– habían dividido el Viejo Continente a partir del principio de legitimidad monárquica, sin tener en cuenta las aspiraciones de las distintas nacionalidades.

Italia, prácticamente unificada bajo el dominio napoleónico, quedó nuevamente segmentada en distintos reinos y ducados, muchos de ellos bajo el yugo de potencias extranjeras. En ese entorno de convulsión creció Giuseppe Garibaldi. Seducido por los aires de nacionalismo y liberalismo de la época, llegó a convertirse en un referente para sus correligionarios. Y no solo entre los europeos.

Su leyenda como revolucionario se empezó a forjar en Sudamérica, donde participó en numerosas insurrecciones durante los doce años que permaneció al otro lado del Atlántico. Con el tiempo, sería conocido como el héroe “de dos Mundos”. Sin embargo, su fama se propulsó en el marco del proceso de unificación de Italia.

Para Garibaldi, Roma era el símbolo de Italia, y a esta la concebía unida bajo la fórmula de la federación. Se definía como republicano, porque consideraba la república el gobierno de los justos, y como anticlerical, porque en el clero veía el origen de todo despotismo. Aseguraba ser un amante de la paz, pero no por ello dudó en defender que “la guerra es la vida del hombre”.

Tras su primer fracaso revolucionario, Garibaldi llegó a Brasil para seguir con su lucha a favor de los oprimidos

Son varios los expertos que definen su papel en la unificación italiana como contradictorio. Si por un lado defendía el republicanismo, por otro aceptó la monarquía de los Saboya aun partiendo de premisas liberales. En todo caso, las circunstancias que rodean estas contradicciones explican en gran medida el camino que Garibaldi tomó.

De marino a exiliado

Nació en 1807 en la ciudad de Niza, entonces perteneciente al reino de Piamonte. Pasó diez años de su vida a bordo de buques mercantes siguiendo los pasos de su padre, un marino de origen genovés, y con el tiempo llegó a obtener la licencia de capitán. Se labraba un futuro como marinero, pero sus ansias de aventura truncaron esta carrera.

Tras sentirse seducido por el pensamiento socialista del francés Henri Saint-Simon, entró en contacto en uno de sus viajes con la sociedad secreta Joven Italia, fundada por Giuseppe Mazzini. El republicano Mazzini era acérrimo defensor de la unidad italiana a través de un levantamiento popular. Garibaldi abandonó el mar y se lanzó a la lucha por la libertad y la unión de Italia.

Casa en la que nació Garibaldi en Niza. (Dominio público)

La primera aventura revolucionaria en la que participó estuvo a punto de costarle la vida. Formó parte de la insurrección de Génova, que acabó en fracaso, y el joven Garibaldi fue condenado a muerte. Consiguió refugiarse en Marsella y, en 1835, huyó rumbo a Río de Janeiro. Con 28 años iniciaba su primer exilio.

La aventura americana

Ese revés no amedrentó a un Garibaldi que llegó a Brasil dispuesto a continuar con su lucha a favor de los oprimidos. En Sudamérica libró muchas batallas, la primera de ellas junto a los farrapos, campesinos que combatían la corrupción de la administración poscolonial. También fue allí donde conoció a la mujer a la que llamaría “la madre de mis hijos”.

La primera de sus tres esposas, Ana Maria de Jesus Ribeiro da Silva, conocida como Anita, se convirtió con solo 19 años en la compañera de aventuras de un Garibaldi de 32 que empezaba a ser muy conocido por su coraje en la guerra. El primer encuentro de la pareja está rodeado de un halo de romanticismo. Contraer matrimonio no había figurado hasta entonces entre los planes de Garibaldi, que se hallaba inmerso en una revolución tras otra. Pero la muerte de parte de sus amigos le hizo cambiar de opinión. El destino se encargó del resto.

Él mismo explica en sus memorias cómo conoció a Anita. Se encontraba una tarde en la cubierta del Itaparica, barco amarrado en la ciudad de Laguna, inmerso en sus propios pensamientos, cuando a través de unos prismáticos divisó a una mujer a los lejos. A su regreso a tierra intentó sin éxito ubicar la casa de la joven. Gracias a un lugareño que había conocido a su llegada a Laguna la encontró. Al saludarla simplemente le dijo: “Usted debe ser mía”.

Un año antes de morir, Anita vio cumplido uno de los sueños de su amado: luchar por Italia

Anita se convirtió en la madre de sus cuatro primeros hijos (Menotti, Ricciotti, Teresita y Rosita, que fallecería a los dos años y medio) y estuvo a su lado, combatiendo como un soldado más, hasta su muerte en 1849. Permanecieron juntos diez años y no se perdieron una sola batalla en Brasil y Uruguay.

Anita había abandonado su tierra y a su familia –incluso al hombre con el que estaba casada– para seguir los pasos de Garibaldi, más por el amor que sentía hacia él que por sus convicciones revolucionarias. Fue valiente en la guerra y celosa en su relación sentimental. En alguna ocasión se había presentado ante su marido portando dos pistolas: una para matarle a él y otra para la que sospechaba era su rival.

De Italia al nuevo destierro

Un año antes de morir, Anita vio cumplido uno de los sueños de su amado: luchar por Italia. Garibaldi y sus seguidores zarparon hacia Europa alentados por las noticias de una nueva revolución por la unidad de la península italiana. El líder de los “camisas rojas” (atuendo distintivo de los seguidores de Garibaldi) desembarcó en Génova con 41 años convertido en un personaje mítico. Pronto llegaría el desengaño.

Anita Garibaldi fue la combativa primera esposa del revolucionario italiano. (Dominio público)
Anita Garibaldi fue la combativa primera esposa del revolucionario italiano.

Combatió en Lombardía contra los austríacos, pero su intento de hacerles retroceder no prosperó, y se vio obligado a refugiarse en Suiza y posteriormente en Piamonte. No obstante, durante un breve lapso estuvo en su querida Roma, convertida en república, donde llegó a ocupar un escaño como diputado en la Asamblea Constituyente. Fue posible gracias a la huida del atemorizado papa Pío IX, que dejó la ciudad libre del gobierno eclesiástico, aunque por poco tiempo.

La oposición francesa a la nueva situación y los enfrentamientos con las tropas napolitanas consiguieron un año después expulsar de Roma a Garibaldi y los suyos. Anita falleció en el curso de la escapada a causa de unas fiebres. De nuevo era condenado al exilio. Partió hacia Estados Unidos. Pero en esta ocasión se iniciaba una de las etapas más amargas de su vida.

Viudo y lejos de sus hijos (Menotti estaba en una escuela militar en Niza, Ricciotti en un colegio de Inglaterra y Teresita vivía con unos amigos), Garibaldi se sentía destrozado. Medio mundo se empeñaba en tratarlo como un gran héroe, y no como el hombre en que se había convertido tras el fracaso de 1848.

Despertó tal admiración que en Gran Bretaña, las camisas rojas se habían convertido en una prenda de moda

Todo parecía estar en su contra, incluso en el terreno amoroso, donde sus relaciones no pasaban de meras aventuras. Tras la muerte de Anita desfilaron por su vida varias mujeres, pero ninguna llegó a suscitarle los sentimientos que ella le despertó, pese a que años después contraería matrimonio en otras dos ocasiones.

Promesa de inactividad

En Estados Unidos le acogió su amigo Antonio Meucci, originario de Florencia, para el que trabajó un tiempo en su fábrica de velas. Luego reemprendió su vida como capitán. Durante tres años, hasta 1854, surcó los mares de Australia, América del Sur y China. Pero todo fue inútil. Cansado y nostálgico, solicitó al gobierno de Piamonte autorización para regresar. Camilo Benso Cavour, presidente del reino piamontés y defensor de su monarca, Víctor Manuel II, se la concedió, pero con una condición: que se mantuviese alejado de la política.

El temor que sentía Cavour hacia Garibaldi estaba totalmente justificado. A mediados del siglo XIX el revolucionario era un hombre de una gran influencia. Sus heroicidades le habían convertido en un personaje idolatrado. En el punto más álgido de su fama un impreso satírico, que circuló entre sus seguidores, lo mostraba de pie sobre un altar, entre rifles y cañones, con una inscripción que rezaba así: “Hijos de Italia, si queréis secar las antiguas lágrimas de Roma y Venecia, no importa que el clérigo no diga misa: estas son las velas y este es el santo”.

Garibaldi retratado en un grabado. (Dominio público)

Y las anécdotas no son pocas. Despertó tal admiración que, años más tarde, en 1864, cuando visitó Gran Bretaña, las camisas rojas se habían convertido en una prenda de moda entre la vestimenta femenina. Había una polca con su nombre, además de un vals, unas galletas y un perfume. Pero esta veneración, tan extrema como superficial, nunca cambió la personalidad del revolucionario.

Vuelta a las andadas

Tras el período de destierro debía empezar una nueva vida alejado del ajetreo político y la guerra. Dispuesto a ello, utilizó los pocos ahorros de los que disponía y la herencia de un hermano para comprar parte de la isla sarda de Caprera (un decenio después unos amigos ingleses le regalaron el resto). Con su habitual tenacidad, Garibaldi se empeñó en construir su propia casa en la isla, a pesar de su más bien escasa destreza como albañil.

Intentando cumplir la condición impuesta por el gobierno piamontés, el héroe de grandes batallas se dedicó a la pesca, a cuidar animales y a cultivar hortalizas, mientras vivía algún que otro escarceo amoroso. Él mismo definía esta etapa como un período sin importancia. Tanta tranquilidad no iba a durar demasiado. Su residencia en Caprera se convirtió en punto de encuentro de políticos, exiliados y aventureros con planes descabellados para reanudar la lucha por la unificación de Italia.

Volvía a estar en el campo de batalla, siendo consciente de que los políticos se servían de su fama

Por ello, Garibaldi no tardó en volver a las andadas, pero esta vez en un bando distinto. Entró en contacto con el llamado Grupo de Génova, formado sobre todo por antiguos garibaldinos que habían abandonado el republicanismo y se habían adherido al programa de la Sociedad Nacional. Esta era una asociación que concebía la unidad italiana bajo un sistema monárquico, y no republicano como Mazzini.

Al parecer, el alegato de uno de los fundadores de la organización convenció al viejo revolucionario. Giorgio Pallavicino Trivulzio dijo: “Lo que necesitamos son armas, no la cháchara de Mazzini. El Piamonte tiene soldados y cañones, por tanto soy piamontés. Hoy el Piamonte es monárquico por tradición y por inteligencia y está en guardia, por tanto no soy republicano”.

Garibaldi, durante años exponente del republicanismo, se convirtió al principio monárquico. Argumentaba que siempre defendería la república, pero que, presentándose en ese momento la oportunidad de unir Italia combinando las fuerzas monárquicas y las nacionalistas, él estaba dispuesto a aceptar este reto. Mantuvo varias reuniones con Cavour, que le nombró general de división. Volvía a estar en el campo de batalla, siendo consciente de que los políticos se servían de su fama y luchando bajo el mando del rey Víctor Manuel.

Giuseppe Garibaldi en los Alpes junto a otros revolucionarios. (Picasa / Dominio público)

Sin embargo, nada fue como antaño. El trato que Garibaldi y los suyos recibieron por parte de las autoridades no era ni el deseado ni el que merecían: les prohibieron usar sus camisas rojas, los uniformes les llegaban con cuentagotas e incompletos, no disponían de unidades de caballería, ni de artillería ni tropas de apoyo. Tan solo voluntarios. Pero no por ello cejaron en su empeño.

Desengaño y lucha

Estando involucrado en la guerra, Garibaldi contrajo por segunda vez matrimonio, aunque su duración fue escasamente de cinco minutos. Durante una campaña militar en 1859 conoció a la condesa Giuseppina Raimondi. Una vez más el soldado mantenía una relación con una joven de 18 años. No obstante, la aristócrata tenía un amplio bagaje en intrigas amorosas, y cuando se casó con Garibaldi estaba embarazada de un antiguo amante.

El revolucionario recibió una nota anónima el día del enlace en la que se le comunicaba la fatal noticia. Nada más abandonar la iglesia el matrimonio se dio por roto, aunque, cuando años más tarde quisieron obtener el divorcio, sufrieron la gran humillación de ver aireada en la prensa la verdad de su relación.

Bajo la consigna de “Roma o la muerte” luchó durante años contra el poder pontificio sin grandes avances

Para olvidar esta breve pero ultrajante historia, Garibaldi se dedicó a la guerra por completo. El reino de Italia se proclamaría dos años después. Al fin veía su gran sueño convertido en realidad, aunque fuese en un régimen monárquico.

Pero el eterno defensor de la libertad no se mostró satisfecho: Roma seguía siendo ciudad papal. Bajo la consigna de “Roma o la muerte” luchó durante años contra el poder pontificio sin grandes avances, siendo herido en una ocasión y detenido en otras. Nunca consiguió entrar en la Ciudad Eterna.

El reposo del guerrero

Incansable y tenaz, tras casi un decenio de batallas y desacuerdos con el gobierno italiano, decidió prestar sus servicios durante un año a la República Francesa, donde fue diputado en la Asamblea de Burdeos. Poco antes había caído el imperio de Napoleón III a raíz de la guerra franco-prusiana, en la que Garibaldi participó, aunque rebelándose ante el mando francés.

Regresó a Caprera para ver crecer a sus tres nuevos hijos, Clelia, Rosa y Manlio, fruto de la relación que había iniciado un lustro atrás con Francesca Armosino, para volver a la política tres años más tarde, ocupando un escaño en el Parlamento romano. Poco después se retiraba definitivamente a Caprera, donde Francesca le cuidaría en unos años de vejez que aprovechó para escribir sus memorias.

Garibaldi, con limitados recursos económicos, quiso pasar el tiempo que le restaba en el ámbito de la paz doméstica, cómodo con sus costumbres. Baños de agua fría, que consideraba buenos para la salud, y una misma dieta: aceitunas, tomate, aceite de oliva, albahaca, anchoas y vino. La poca carne que consumía la cocinaba al estilo sudamericano.

Pero estos pequeños placeres no aplacaban los pesares que surgieron. Vio cómo Francesca se deshizo de todos aquellos amigos que le disgustaban, sufrió que sus hijos y nietos abandonaran el hogar para iniciar su vida en solitario y soportó que las conversaciones diarias en la hacienda versaran sobre todo en torno al dinero.

Fotografía de Giuseppe Garibaldi del año 1866. (Dominio público)

Su situación económica era pésima, a pesar del negocio que dirigía Francesca, que en 1880 se convirtió en su tercera esposa al formalizarse la relación. Garibaldi se negaba continuamente a aceptar la pensión que el gobierno italiano le ofreció después de que en los periódicos saliera publicada la noticia sobre el estado de cuentas de la familia.

Finalmente, presionado por los suyos, se humilló y aceptó la anualidad ofrecida por el Estado, pero él no disfrutó del dinero. Las cincuenta mil liras se desvanecieron, repartidas entre sus hijos. La mayor parte se la llevó Menotti, que se encontraba en bancarrota. El resto se distribuyó entre Teresita, Francesca, Clelia, Manlio y Ricciotti, que vivía en Londres muy por encima de sus posibilidades.

Ante la situación, el antiguo revolucionario solo halló refugio en la literatura. En los últimos años de su vida escribió, además de sus memorias, Clelia, Los voluntarios Cantoni Los Mil, todas ellas novelas históricas que no cosecharon demasiado éxito. La muerte le llegó la tarde del 2 de junio de 1882, a la edad de 75 años.

¿Existe el nacionalismo español?

 

EVA VÁZQUEZ

Fuente: El País. 10 MAR 2015

Autor: Francesc de Carreras.

Mi viejo y querido amigo Luis Feduchi me reprochó hace unos meses que en mis artículos sólo tratara del nacionalismo catalán y muy poco, o nada, del español. Le prometí escribir sobre el tema. Ahí va el artículo, Luis.

Aclaremos el punto de partida. Nacionalismo deriva de nación, pero no de cualquier concepto de nación sino, al menos en el contexto europeo moderno, de uno específico: del concepto de nación identitaria (o cultural), muy distinto al de nación jurídica (o política).

Sin entrar en complejas disquisiciones, entendemos por nación identitaria aquella comunidad cuyo vínculo de unión entre las personas que la componen está basado en un sentimiento de pertenencia debido a compartir ciertos rasgos peculiares que condicionan o determinan su personalidad individual. Estos rasgos, de naturaleza más o menos objetiva, suelen ser una lengua, una religión, una raza, un pasado histórico común, una cultura, un territorio o unas arraigadas costumbres. Se considera que tales rasgos —todos, algunos o solo uno de ellos— confieren una identidad colectiva nacional que genera una corriente de afecto mutuo y de solidaridad entre sus miembros, capaz de crear una sociedad diferenciada respecto de su entorno.

Muy distinto es el concepto de nación jurídica (también denominada nación política). Desde esta perspectiva, la nación está formada por un conjunto de personas libres e iguales en derechos, es decir, por ciudadanos, que residen en un determinado territorio y cuyo vínculo de unión es una Constitución elaborada y aprobada por ellos mismos o por sus representantes. Su función consiste en delimitar el ámbito de libertad de estos ciudadanos mediante normas jurídicas y garantizarlo mediante órganos institucionales. A este conjunto de normas y órganos le denominamos Estado de Derecho y, si asegura la igual libertad de todos, le añadimos los calificativos de democrático y social.

 

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