Una microhistoria del fascismo: la defensa del fascista Telesio Interlandi

 Leonardo Sciascia

Autor: Javier Gimeno.

Fuente: Nueva Tribuna 25/01/2020

“El fascismo constituye una enfermedad moral, un morbo contemporáneo esparcido por todos los lugares del mundo”.Benedetto Croce

El 25 de abril de 1945 y tras años de lucha contra el fascismo, la movilización popular logró acabar con la llamada República Social italiana de Benito Mussolini y éste fue ejecutado públicamente en una plaza de Roma. El periodista Telesio Interlandi [1], brazo derecho del Duce, dirigió por encargo suyo las principales publicaciones del fascio italiano, como el periódico Il Tevereo las revistas Quadrivio y La difesa della razza. Esta última era la más influyente, especialmente querida por el dictador, por ser el órgano propagandístico en Italia del nacionalsocialismo como arma ideológica para fundar el racismo italiano, cuyo principal teórico y mentor no era otro que el propio Telesio Interlandi.

Una vez derrotado el régimen faccioso, cientos de partisanos se lanzaron a las calles a perseguir y fusilar sin juicio a cuantos fascistas se toparan. Telesio Interlandi tuvo la inmensa fortuna de salvar su vida gracias a su detención junto con su hijo Cesare. Fortuna que vio colmada con la aparición del abogado socialista Enzo Paroli, cuya calidad ética y humana le llevó no sólo a ejercer su defensa en el juicio correspondiente sino también a arriesgar su vida y la de su familia escondiendo en su casa a Interlandi y a su hijo para librarles de la ira partisana.

Antes de decidir su defensa, el abogado quería conocer de su propia voz el pensamiento de Interlandi y para ello fue a visitarle a la cárcel. Enzo Paroli rechazaba el viejo maniqueísmo que de forma simplista divide a los hombres en dos bloques monolíticos y cerrados: el de los buenos y el de los malos, de modo tal que quienes pertenecen a uno jamás pueden recibir influencias del otro ni mucho menos abandonar el que le corresponde para pasarse al contrario. Paroli entendía que ambos bandos son perfectamente permeables y por consiguiente no resulta extraño que existan hombres a caballo entre uno y otro como algo consustancial a la naturaleza humana donde existe el bien y el mal en diferentes grados. Como hombre, el abogado se consideraba ejemplo de ello.

Tal vez por eso el abogado decidió asumir la defensa de aquel individuo, acaso porque la vida nos demanda a todos, justamente, la necesidad de vivir y de afirmar la propia vida en sí misma. También a los seres dominados por la vileza y la ignominia como el que tenía delante

“La historia humana es el pensamiento de Dios sobre la tierra de los hombres”, sostenía Interlandi, para quien Roma es una “fórmula divina a la que se tiende universalmente sin tener conciencia de ello”. Esta idea era nueva y antigua a la vez porque era la idea de la Nación y de la Patria con mayúsculas. Para el fascismo genuino, la Nación y la Patria se sustentaban en Roma como “fórmula divina a la que universalmente se tiende, el nuevo esplendor que busca aflorar entre las miles de miserias del mundo actual para dar a la criatura humana una patria menos ingrata”. Ello bajo la incuestionable idea de Dios como encarnación de la única Verdad reveladora de la identidad del espíritu que sustenta a la Raza Superior, la cual se sustancia en una “certeza absoluta, rotunda… la única capaz de dar sentido a las cosas, a la vida de un pueblo… liberadora de aquello que anhela perturbar la perfección de la ley que la rige, la absoluta perfección interna de cada idea verdadera y el orden que irremediablemente se desprende de ella”.

Para el fascista el mundo gravitaba con una indiferencia enorme y soberana que había combatido toda su vida, “la indiferencia de los débiles y necios, la perezosa y simulada mansedumbre de los temerosos y de los eternos indecisos”. Indiferencia y mansedumbre contra las que él mismo desde las páginas de sus publicaciones se había rebelado con firmeza removiendo la conciencia de los inertes y persuadiendo a los comedidos, de todos los incrédulos de la grandeza de la Patria, de la nueva Italia, del proyecto antiguo y siempre nuevo del Duce.

Interlandi estaba convencido de que los judíos se han comportado desde sus orígenes como una sola nación siempre agazapada e infiltrada en otras naciones, en especial, la germánica y la italiana, apoderándose de sus instituciones, de sus organizaciones sociales, de sus gobiernos, con afán de enriquecerse y controlar la economía para su uso exclusivo. Comportamiento que de siempre ha venido aparejado,a juicio del fascista, de un soberano desprecio a la hospitalidad de aquellas naciones que les han acogido.

“Había que acabar con eso de una vez por todas, ponerlos en posición de no hacer daño a la nación que delante de todos tenían el valor de llamar patria pero a la que estaban chupando la sangre como vampiros”, le explicaba Interlandi al abogado.Tras escucharle, éste se convenció de que en su intelecto y en su alma ese hombre portaba el mal en su sentido más profundo. Persuadido de que el pueblo judío era el pueblo más despreciable de la tierra y de que la raza a la que pertenecían era inferior –algo que nunca dejó de predicar durante años en las publicaciones fascistas que había dirigido-, el intelectual faccioso expresaba la firme convicción de su exterminio.

Sorprendió al abogado la existencia en ese hombre de una inteligencia constituida coherentemente, con lucidez, en un instrumento de abyección. Y comprendió que la posesión de un intelecto brillante no bastaba para inclinarse al mal y a la perversión. Se requería poseer, además, una suerte de lo que él llamaba “suplemento del alma”, un sentimiento recóndito en lo más profundo del alma humana que quien lo posee deja traslucir la verdad y el bien. Y también la piedad que inspira la compasión hacia un hombre a punto de ser condenado, y acaso, de morir. Y era justamente ese suplemento del alma lo que el Duce, Interlandi y todos los teóricos del fascismo en todas sus variantes se han empeñado –y continúan a día de hoy- en erradicar. Obviamente, aquéllos jamás han experimentado la debilidad que subyace en la compasión ante un hombre indefenso. Paroli, en cambio, se compadecía de su propio miedo y del pensamiento de quien tenía en frente y de lo que había provocado: la sed de venganza, la violencia agazapada en las miradas, en el lenguaje, en cualquier rincón; el “exilio de la razón”.

Se preguntaba Paroli si su alma dispondría de ese suplemento, no hallando respuesta. Sin embargo, decidió acometer la defensa de aquel individuo, quizá porque la vida nos demanda a todos, justamente, la necesidad de vivir y de afirmar la propia vida en sí misma. También a los seres dominados por la vileza y la ignominia como el que tenía delante, cuyos argumentos en defensa del exterminio de una raza inferior, y en consecuencia, de todas las otras razas igualmente inferiores, podrían convencer a cualquiera cuya alma no estuviera en posesión del suplemento antes aludido.

Paroli era consciente de que su defendido no había cometido en puridad ningún delito. Y sin embargo, fue el autor intelectual de las premisas ideológicas de las cámaras de gas que los nazis implantaron. No tuvo que deportar a nadie a los campos de exterminio –sin cuyas teorías tampoco habrían existido– pero había difundido pensamientos asesinos sin haber matado a ninguna persona con sus propias manos aunque sí con el arma más poderosa que tenemos: el pensamiento. Con sus ideas, Interlandi había provocado uno de los mayores, si no el mayor horror de la humanidad en su historia:“Usted ha contribuido, le decía Paroli, a que se consumase posiblemente el peor de los crímenes: ¡que haya razas y no hombres!… Desde ese punto de vista usted es indefendible… Sin embargo, su presencia aquí… representa para mí la prueba máxima de mi existencia, de mi honor como hombre… Salvarle a usted es salvarme a mí mismo”.

Tal vez por eso el abogado decidió asumir la defensa de aquel individuo, acaso porque la vida nos demanda a todos, justamente, la necesidad de vivir y de afirmar la propia vida en sí misma. También a los seres dominados por la vileza y la ignominia como el que tenía delante.

Enzo Paroli tuvo que sopesar todos los riesgos que enfrentaba al asumir la defensa. El primero, obviamente, era el que corría él y su familia de ser agredidos o asesinados por grupos de partisanos en cuanto se extendiera la voz de que iba a ser el abogado defensor de un fascista, y no de uno cualquiera. Como ocurría no pocas veces en situaciones semejantes, cuando caía un régimen desaparecían por arte de magia sus partidarios, y de la noche a la mañana todo el mundo se convertía en fiel seguidor del nuevo sistema. “Los peores enemigos son siempre los semejantes, los que forman en la misma fila”, pensaba Paroli. Es lo que estaba sucediendo en Italia nada más desaparecer el régimen de Mussolini.

Como ha recordado el filósofo Enzo Traverso, el antifascismo se convirtió en una suerte de religión civil en su afán de practicar la violencia revolucionaria contra cualquier sospechoso de fascista. Esa práctica ignominiosa que Passolini describió en una colección de sus ensayos recién publicada en Italia como el fascismo de los antifascistas[ii]. Ideas nobles como las que poseen argumentos sólidos que refutan los fundamentos de una ideología execrable pueden llegar a convertirse en su justificación por quienes las malinterpretan o tergiversan. Ejemplos los hallamos en las quemas de iglesias o persecuciones y asesinatos sin juicio de curas y monjas o de individuos adeptos –o tan sólo sospechosos sin pruebas de adepción- a los sublevados de la II República española.

En determinadas ocasiones, pensaba el abogado, la vida nos enfrenta a nuestras propias contradicciones, nos llama a ser nosotros mismos o a repudiarnos para siempre. Recordaba El entierro del conde de Orgaz que contempló en Toledo, la “gran serenidad y equilibrio de gesto” de la muerte expresada en su rostro ya cadavérico y en todos los caballeros que acompañaban su cuerpo. Y en ese momento pensaba que “es la muerte la que confiere dignidad a la vida: por qué se muere, por quién se muere”.

Dios, Nación, Patria, Raza Superior, Fórmula Divina, Idea Verdadera, Nuevo Esplendor, Verdad Reveladora, Certeza Absoluta, Absoluta Perfección, Orden, indiferencia de los débiles y necios, mansedumbre de los temerosos, de los pusilánimes y eternos indecisos. Mimbres que conforman las señas de identidad del fascismo, ideas fuerza argumentales de la raza superior frente a la raza inferior: la judía. Como bien sabemos, el fascismo se reproduce adaptando su lenguaje a la coyuntura de cada época y de cada lugar. Sustituyamos Nación o Patria por España, Francia, Alemania, Italia…; cambiemos Raza Superior o Absoluta Perfección por Españoles, Franceses, Alemanes, Italianos… también con mayúscula; en lugar de raza inferior estemos atentos para oír hablar de inmigrantes y pobres;si antes hablaban de desorden hoy hablan de dictadura progre; los que entonces eran débiles, necios, pusilánimes o eternos indecisos hoy son homosexuales, lesbianas, transexuales,ideología de género;frente al adoctrinamiento ideológico de populistas, comunistas y bolivarianos escucharemos a Dios, su Verdad Reveladora, la Fórmula Divina, el Pin Parental.

[i]Texto inspirado en la novela corta del escritor y juez italiano Vincenzo Vitale publicada en España con el título «En esta noche del tiempo» por El Perro Malo/Laertes, 2019. La idea inicial era de Leonardo Sciascia pero su enfermedad le impidió escribirla y poco antes de su muerte se la encargó a su íntimo amigo Vincenzo Vitale. Es de agradecer la labor que desempeñan pequeñas editoriales difundiendo obras de autores desconocidos en nuestro país, como la que hace El Perro Malo/Laertes de la mano de su editor Paco Carvajal. La introducción, traducción y entrevista que realiza Manuel Carreras al autor son también dignas de reconocimiento.

[ii] Colección de ensayos publicados en Italia en 2018 por la editorial Garzanti Classici. No existe edición española.

Autor: José Moraga Campos

Mi nombre es José Moraga Campos y soy asesor del Ámbito Cívico-social en el CEP de Córdoba.

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