Cuba y EE UU: de la Enmienda Platt al Cuartel Moncada

  Fulgencio Batista recibe al embajador Earl E. T. Smith, tras presentar sus credenciales, en 1957/ Bettman/Corbis

Autor: F. Javier Herrero

Fuente: El País, 15/03/2015

En 1960, el ex embajador norteamericano en Cuba, Earl E. T. Smith, declaró ante una subcomisión del Senado:”Hasta el arribo de Castro al poder, los Estados Unidos tenían en Cuba una influencia de tal manera irresistible que el embajador norteamericano era el segundo personaje del país, a veces aún más importante que el presidente cubano”. Pocos analistas vieron un alarde de inmodestia en esta declaración que recoge Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina (Siglo XXI) y que define el desequilibrio y dependencia que caracterizaron la relación que mantuvo Cuba con su poderoso vecino del norte en los años que van desde la derrota militar de la antigua metrópoli española en 1898 hasta el triunfo de la Revolución cubana en 1959. A la decisión de romper diplomáticamente con Cuba en enero de 1961, respondió Fidel Castro con la quiebra del sistema interamericano –acuerdos y normativas internacionales alcanzados desde 1890 entre Estados Unidos y las repúblicas americanas que daban cauce a la hegemonía estadounidense en el hemisferio- y la entrada de Cuba en el bloque soviético. El 17 de diciembre del año pasado se produjo un sorprendente y audaz movimiento por parte de los presidentes Obama y Raúl Castro cuando anunciaron el inicio de conversaciones que deberían conducir al restablecimiento de unas relaciones diplomáticas plenas. Este proceso tiene un capítulo importante este mes de abril con la asistencia de Cuba a la Cumbre de las Américas que se celebra en Panamá y la apertura de ambas embajadas coincidiendo con la celebración de la cumbre.

Pocos años después de proclamar su independencia en 1776, los dirigentes de Estados Unidos fijaron su interés en la isla caribeña a la que veían como un apéndice natural de la Florida. John Quincy Adams, sexto presidente de EE UU, afirmaba “…Hay leyes de gravitación política, así como las hay de gravitación física (…) así Cuba, separada por la fuerza de su conexión no natural con España, tendrá que caer hacia la Unión Norteamericana…” y las ofertas de compra de la isla a España no tardaron en llegar antes de la Guerra de Secesión americana. El rechazo indignado español no evitó la penetración económica de la isla y en la segunda mitad del siglo XIX, el comercio de Cuba con Estados Unidos era muy superior al mantenido con  España. Con su expansión continental terminada, la participación norteamericana en el conflicto independentista cubano en 1898 supone el estreno de otra potencia colonial en el tablero internacional. Las consecuencias de esta intervención son justificadas con el Corolario Roosevelt de 1904, que adapta la Doctrina Monroe a su versión más imperialista y “obliga a los Estados Unidos a ejercer (…) la facultad de ser una potencia de policía internacional” en el hemisferio americano. En 1903 finaliza la ocupación militar en Cuba a cambio de que sea introducida a perpetuidad en la Constitución cubana la Enmienda Platt, que autorizaba a EE UU a intervenir en Cuba cuando considerase que sus intereses económicos en la isla estaban en riesgo. La política del semiprotectorado cubano, a cargo de Tomás Estrada, sería supervisada por Washington, que obtenía el derecho de establecer bases navales como la de Guantánamo.

Theodore R

La inestabilidad salpicada de revoluciones, guerras civiles y corrupción fue el hábitat en que se desenvolvió la Cuba de esas décadas, afectada por la aplicación de la enmienda y la política del Gran Garrote de Theodore Roosevelt (a la izquierda, coronel de los Rough Riders en la guerra hispano-americana de 1898/ Corbis) que justificaron los desembarcos de marines en la isla en 1906-09 y 1917-22, lo que impidió el libre funcionamiento de las instituciones, alentando entre los políticos cubanos de todo signo la tendencia a pedir la intervención si la realidad política no respondía a sus planes. Aunque, como afirmó Antonio Elorza en EL PAÍS, las taras que arrastraba la nueva república cubana tenían diferentes causas: “No fue el ejemplo yanqui lo que provocó en la isla una corrupción rampante en los procesos electorales y en la gestión administrativa, sino la continuidad con el pasado español”. Esto permitió a EE UU mostrar su faceta imperialista ‘benevolente’ cuando el general Brooke, durante la primera ocupación, puso orden en los caóticos servicios públicos heredados de la colonia, o en 1920 cuando, por fin, se logró la primera sucesión presidencial pacífica en la persona de Alfredo Zayas, vigilado muy de cerca por el general Enoch Crowder para cumplir las leyes electorales. 

Y luego estaba el azúcar. Su sistema de explotación, favorecido por los capitalistas de EE UU, nuevos dueños de enormes propiedades compradas a precio de saldo en la primera ocupación militar, influía directamente en la política quitando y poniendo presidentes o dictadores, generó fabulosas fortunas y mantuvo la ya secular desigualdad de la sociedad caribeña. Al margen del daño medioambiental del cultivo extensivo de la caña, con el alza de precios se vivían tiempos de bonanza, pero al contar Estados Unidos con el monopolio parcial de la demanda, la economía isleña era rehén de la actitud de los importadores al norte del Golfo de México y las bajadas de precios provocaban crisis como la de 1921 que llevó a Cuba a la quiebra. Si se daba esta situación, EE UU tenía preparada la diplomacia del dólar de William H. Taft, que suponía una inyección de capital, condicionada a la exclusión de la inversión europea, con onerosas contrapartidas que hacían más dependientes aún a las economías latinoamericanas. Un ejemplo de la fragilidad del sistema de exportación del monocultivo lo experimentó el dictador Gerardo Machado que, al poco tiempo de poner en marcha su régimen autoritario, le llovieron encima las funestas consecuencias de la Gran Depresión de 1929, que se llevó por delante la endeble economía cubana y a la misma dictadura, acosada en 1933 desde todos los frentes de la oposición política con huelgas y violencia.

En marzo de 1933, Franklin D. Roosevelt anunciaba en su discurso de toma de posesión como presidente lo que se conocería como la política del Buen Vecino, con la que quería poner límites al ejercicio del ‘derecho de intervención’ en los asuntos internos de los países latinoamericanos, y ganarse sus voluntades mediante la diplomacia. Cuba tuvo la oportunidad de poner a prueba sus palabras enseguida, pues tras la caída de Machado, un motín dirigido por el sargento Fulgencio Batista coloca a Ramón Grau San Martín como presidente, con la intención de poner en marcha una agenda reformista. Roosevelt, que presidía un Gobierno con varios ministros con intereses azucareros, se dejó convencer para que el proyecto de Grau San Martín no saliese adelante y mandó 32 navíos de guerra a rondar las costas de la isla a la vez que no reconocía formalmente al Gobierno de Cuba. Batista estaba invitado de nuevo a amotinarse, y acabó con el “Gobierno de los 100 Días”. El historiador Gordon Conell-Smith afirma en Los Estados Unidos y la América Latina (FCE) que “el proceder de EE UU no pudo considerarse propio de un buen vecino”, sino de un Gran Garrote versión soft. Pocos meses después, El Gobierno de Mendieta consiguió derogar la Enmienda Platt, aunque la potencia hegemónica se encargó de reasegurar la estructura económica y social de la isla frente a posibles cambios revolucionarios nacionalistas con nuevos acuerdos económicos, y no aceptó abandonar Guantánamo.

Soldados americanos
Marineros americanos se divierten en Sloppy Joe’s en La Habana (1934) / Betmann/Corbis

Desde 1940 a 1952, Cuba atraviesa un período de relativa estabilidad y sucesiones pacíficas de gobierno que funcionaron con una nueva Constitución. Fue lo más parecido a una democracia que se haya conocido en la isla, con una separación de poderes bastante efectiva y una opinión pública plural, como muestra la medida que tomó Batista, primer presidente del periodo, de legalizar al partido comunista. Pero el caudillismo no había abandonado a Cuba. En marzo de 1952, Batista, de nuevo candidato a la presidencia, no espera a que se celebren las elecciones y da un golpe de Estado que termina con la democracia. La represión política y las torturas, así como la corrupción organizada desde la cúpula del Estado con la colaboración de la mafia americana de Meyer Lanski y Lucky Luciano -que controló los negocios de los casinos, las apuestas y hoteles de la isla, e intentó extender sus tentáculos hasta en el sector farmacéutico- fueron rasgos identitarios del régimen batistiano. Aunque no todo era negativo, pues la economía de este momento muestra que Cuba ha evolucionado, y ya no es la neocolonia de 1903. En los años finales de la dictadura, el país se aleja un poco de la monoproducción de azúcar, la inversión norteamericana se reorienta más hacia los servicios públicos, y el comercio exterior cubano encuentra nuevos mercados, como la URSS. El resultado de todo ello se reflejó en los indicadores económicos de 1958, que colocaban a Cuba en la tercera posición de Latinoamérica en crecimiento.

Batista trajo con su dictadura el renacer de la violencia política y casi desde el principio se preparan movimientos armados que invocan la restauración de la democracia y la Constitución de 1940. El 26 de julio de 1953, 120 jóvenes uniformados de sargento del Ejército cubano, la mayoría de ellos cercanos al Partido Ortodoxo de Eduardo Chibás y dirigidos por un novato abogado llamado Fidel Castro, intentan hacerse con las armas del Cuartel Moncada en Santiago con el fin de poner en marcha una insurrección general en Cuba. Todo termina en fracaso y Castro es condenado a 15 años de prisión y posteriormente amnistiado, pero esos jóvenes revolucionarios no saben que han protagonizado uno de los mitos de la revolución futura, que acabará obligando al dictador a poner pies en polvorosa la nochevieja de 1958. Batista se exilia y terminará sus días en una urbanización de Marbella, acogido hospitalariamente en la Madre Patria por su colega, el otro dictador Franco.

Si Obama y Raúl Castro logran descongelar el conflicto y recuperar la relación entre Cuba y EE UU, el último vestigio de la Guerra Fría en el hemisferio americano habrá desaparecido. Solo quedará el llamado “parque temático del estalinismo” de Corea del Norte, aunque algunos analistas ven una amenaza inesperada con ecos del pasado en la política exterior rusa de Vladímir Putin, que nos retrotrae a la tensión del mundo bipolar de la segunda mitad del siglo XX. Un conflicto puede cerrarse pero otro, de alcance desconocido, desafía a la diplomacia occidental.

Autor: José Moraga Campos

Mi nombre es José Moraga Campos y soy asesor del Ámbito Cívico-social en el CEP de Córdoba.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *