Hitler se alimentaba del público como una estrella pop.

Adolf Hitler, en 1925, simulando un discurso. HEINRICH HOFFMANN GETTY IMAGES

Autora: Jacinto Antón

Fuente: El País. 13/06/2018

El narcisismo de Hitler y su deseo insaciable de recibir cada vez más atención son factores clave en la construcción y el desarrollo de la Alemania nazi, y en su consiguiente ruina. En ese aspecto de la retroalimentación, que provocaba su relación con el público, el líder del nacionalsocialismo actuaba “de manera que encaja en la definición de una estrella del pop o el rock”. Lo dice el historiador alemán Thomas Weber, que tras haber seguido minuciosamente la pista del personaje durante la Gran Guerra en La primera guerra de Hitler(Taurus, 2012), donde desveló que en realidad no había sido cabo y que los camaradas lo consideraban un enchufado, nos lleva en su nuevo libro a la que considera la etapa clave en la construcción del líder nazi: los años en Múnich de 1919 a 1923.

En la apasionante De Adolf a Hitler (Taurus), Weber rastrea ese periodo decisivo, cuestionando con una amplia documentación los mitos y mentiras que sembró interesadamente sobre su pasado el propio Hitler en Mi lucha. Para el investigador alemán, “el camino de Damasco, la epifanía de Hitler”, no tuvieron lugar en su época de Viena antes de la Primera Guerra Mundial, ni durante esta ni al final, sino después, ya en Múnich. Weber detalla incluso el día: el 9 de julio de 1919. “Fue de lejos el día más importante de su metamorfosis, el instante de la transformación política y la radicalización de Hitler, el día en que de verdad todo cambió para él”. Ese día se ratificó el Tratado de Versalles y Hitler, como muchos alemanes, cayó en la cuenta de que habían perdido realmente la guerra (hasta entonces lo veían como un empate) y lo que les iba a acarrear.

Hitler, apuntó Weber ayer en Madrid, se había movido hasta ese momento de manera algo vaga y errática, incluso coqueteando con las ideas de izquierdas (algo que se cuidó muy mucho de eliminar de sus memorias oficiales). Sin saber adónde se dirigía. “A partir de entonces se obsesionó con cuáles habían sido las causas de la derrota de Alemania y en pensar de qué manera se podía impedir que la nación volviera a encontrarse en una situación de debilidad semejante. Empezó a buscar ideas que le sirvieran y las que encontró las mantuvo hasta el día de su muerte”.

El libro de Weber es un paseo tremendo por un camino que Hitler empieza sobre las adoquinadas calles de Múnich vestido de manera estrafalaria, medio muerto de hambre y medrando en partidos insignificantes, y que llega hasta las ruinas de la Cancilleria del Reich y de toda Alemania tras pasar frente a los hornos de Auschwitz. “No es un camino recto, pero sí menos tortuosos de lo que muchos creen”.

“Narcisista funcional”

En el Múnich de 1919 y los años inmediatamente siguientes, Hitler encontró ideas y oportunidades. De las primeras se sirvió, tomadas de diferentes sitios, dice Weber “como de un bufé, creando su propio plato combinado”. Las testó con el público, “pasando de ser un narcisista fracasado a un narcisista funcional”, y las que mejor funcionaban las llevó más allá. Eso no significa, puntualiza el historiador, que se dejara llevar solo por el aplauso. Tenía ideas fijas, más ancladas, “su meollo”, de todo o nada, y otras más flexibles. Su antisemitismo, por ejemplo, era más radical en privado que en público y solo lo fue aumentando ante las audiencias al ver que le respondían.

Las oportunidades, como se detalla en el libro, las aprovechó. ¿Tuvo suerte? “Él habría hablado de destino, pero, claro, la suerte desempeñó un papel muy importante, y la coincidencia de sucesos. Sin embargo, uno de los talentos de Hitler fue saber responder a las crisis inesperadas. Cuando aparecían crisis que parecían destruirlo las convertía en un éxito atronador”.

¿Qué impresión nos produciría hoy Hitler? “El de entonces bastante anacrónica, algo fuera de lugar como esas películas antiguas que la primera vez nos parecieron trepidantes pero han quedado lentas. Pero si de lo que se trata es de juzgar cómo sería un Hitler de hoy, que aprovechara las oportunidades que le brinda nuestro mundo, como las redes sociales, podría gustar mucho. Sin duda encajaría. Es aterrador pensarlo”, reflexiona Weber.

EL MISTERIOSO ORIGEN DE SU ANTISEMITISMO VISCERAL

Thomas Weber, ayer, en Madrid.
Thomas Weber, ayer, en Madrid. INMA FLORESEL PAÍS

De Adolf a Hitler está lleno de interesantes detalles como lo de que el grito “Sieg Heil!” provendría de las animadoras del fútbol estadounidense (vía la amistad de Hitler con Helene Hanfstaengl, una chica alemana de Nueva York) y escenas como la de Hitler tras el fracasado Putsch de 1923 paseando por el salón de ella vestido con el albornoz azul de su marido y apuntándose con una pistola en la sien (desgraciadamente no apretó el gatillo hasta 1945). También explica Weber que a Hitler le dieron una paliza tremenda unos soldados a los que trataba de aleccionar políticamente en 1919 o que tras la perorata que soltó en una fiesta de la alta sociedad de Múnich el anfitrión hizo abrir los ventanales para que corriera el aire y disipar la sensación de que “había estado en el salón la sucia esencia de algo monstruoso”.

El tema del antisemitismo de Hitler ocupa una parte esencial del libro. El líder nazi consiguió causar sensación en Múnich al ofrecer una variedad muy radical. Una variante biologizada en la que explicaba la supuesta influencia dañina de los judíos en términos médicos. Años después, en 1941, con los Einsatzgruppen de las SS exterminando por el Este, Hitler dijo que se sentía “el Robert Koch de la política”, en referencia al descubridor del bacilo de la tuberculosis. Weber reconoce que en el antisemitismo de Hitler hay algo aún no explicable y no descarta, como han hecho otros biógrafos, que tuviera parte de su origen en alguna experiencia personal. “El problema es que no hay pruebas”. Sin embargo, algunas investigaciones señalan que la clave estaría en el famoso año perdido de Hitler entre 1912 y 1913 y en la relación con una chica judía embarazada. Algunas fuentes sitúan incluso esa relación, ¡en Inglaterra! Y no es un sketch de Monty Python…

Henry Ford, el amigo americano de los nazis.

Autor: Nacho Otero.

Fuente: Muy Historia.

El lugar: Cleveland, Ohio (EE UU). La fecha: 30 de julio de 1938. Un emocionado pero vigoroso anciano que cumple ese día 75 años recibe, de manos del cónsul alemán, el mejor regalo de aniversario imaginable para un hombre como él, la Gran Cruz de la Orden del Águila Alemana –Grosskreuz des Ordens vom Deutsche Adler, consistente en una estrella de ocho puntas con una Cruz de Malta y una banda de color rojo. Es la más alta condecoración que los nazis conceden a un extranjero; el piloto Charles Lindbergh, otro “héroe americano” muy bien avenido con el hitlerismo –aunque luego redimido por su actuación en la II Guerra Mundial–, tendrá que conformarse, el 19 de octubre de ese mismo año, con una medalla de menor valor, la estrella de seis puntas. Pero es que ese anciano no es alguien cualquiera: se trata de Henry Ford, el único estadounidense mencionado por su nombre en Mein Kampf.

En efecto, Ford fue probablemente el más ilustre de los abiertos simpatizantes con que contó Hitler en las democracias occidentales, y aun más que eso: fue una de sus grandes influencias. Millonario nacido en la pobreza, inventor prolífico, fundador de la multinacional del automóvil Ford Motor Company y padre de la producción industrial en cadena –el fordismo–, era además un antisemita fanático con veleidades periodísticas. Y así, el libro El judío universal: el mayor problema mundial (1920), una recopilación de los artículos antijudíos que dictaba para su periódico The Dearborn Independent, sería leído por el dictador nazi cuando aún gestaba su ideario y se convertiría en su obra de cabecera. Hitler llegó a colgar la foto de Ford en la pared de la celda en la que pergeñó Mein Kampf (1925) y basó varias secciones de su libro en los escritos del americano, al que decía “reverenciar”: “Solo Ford mantiene su total independencia frente a los judíos (…). Haré lo que pueda para poner sus teorías en práctica en Alemania”. Dicho y hecho: el Volkswagen, el coche del pueblo orgullo del nazismo, fue modelado a imagen del Ford T.

La banca siempre gana

Pero Ford no solo proveyó a Hitler de ideas, sino también de dinero y material industrial, y en esa forma de colaboración con el enemigo no estuvo ni mucho menos solo. En su polémico libro Wall Street and the rise of Hitler (Wall Street y el ascenso de Hitler), el economista británico Antony C. Sutton afirma que, sin el apoyo de la banca y el mundo financiero e industrial americano, no habría existido Hitler, o al menos no habría logrado llevar al mundo, en 1938, al borde del abismo. Sutton ofrece contundentes testimonios y pruebas de la financiación del Partido Nazi desde sus mismos orígenes, y más tarde del ambicioso programa de obras públicas y rearme del Tercer Reich, por parte de diversos gigantes corporativos y grupos bancarios estadounidenses.

Los nombres citados no son los de ningún advenedizo. Aparte del ideológicamente afín Ford y su Ford Motor Company, aparecen otros personajes y empresas no menos señalados, aunque con motivaciones aparentemente más espurias (el mero ánimo de lucro): John D. Rockefeller y la Standard Oil; el Chase Bank y el Morgan Bank, también controlados por la familia Rockefeller; James Mooney, jefe ejecutivo para operaciones en el extranjero de General Motors –condecorado asimismo por los nazis–; la Union Banking Corporation, dirigida por Prescott Bush, padre y abuelo de sendos presidentes americanos… Se da la curiosa circunstancia de que esta última corporación sería la única castigada por la Administración Roosevelt por sus conexiones con el nazismo, si bien solo tras la entrada en la guerra de EE UU; antes, el Departamento del Tesoro había aprobado todas sus transacciones. En 1942, sus activos fueron incautados y Bush y otros directivos fueron a parar a la cárcel.

Adolf Hitler, el gallinita

Adolf Hitler y Eva Braun

Autor: Carlos Prieto, 17/05/2015.

fuente: El Confidencial

Hitler no está vivo. Lo decimos porque, ahora que se cumplen siete décadas de su suicidio, quizá se topen ustedes con algún artículo asegurando que el icono del Tercer Reich está tomando las aguas en Bariloche, compartiendo bungaló brasileño con Elvis o en la mismísima Luna… En efecto, lo crean o no, una de las teorías de la conspiración más populares asegura que los nazis enviaron a Hitler a la Luna en un cohete poco antes de la toma rusa de Berlín; si esto es así, a Neil Armstrong le debió dar un infarto cuando se topó en el satélite con un tipo con bigote completamente desaforado…

Bromas aparte, los últimos pasos de Hitler están lo suficientemente documentados como para que existan ensayos como La máscara del mando (Turner), de John Keegan, estudio que compara el liderazgo militar de cuatro figuras históricas: Alejandro Magno, Wellington, Grant y Hitler.

Aunque cada uno de estos líderes es hijo de su época –a Alejandro Magno le gustaba jugarse el pescuezo en el frente, loca costumbre que ha ido perdiendo fuerza con el tiempo­–  el análisis de las particularidades militares de Hitler nos permite comprender mejor los últimos días del Tercer Reich.

El título del largo capítulo dedicado al líder nacionalsocialista (90 páginas) no deja lugar a muchas dudas:  El falso heroísmo: Hitler como jefe supremo. ¿Era Hitler un gallinita?

He aquí las palabras del Führer al pueblo alemán el día (22 de diciembre de 1941) que decidió asumir el mando pleno de las operaciones militares:

“Conozco la guerra desde el tremendo conflicto en el frente occidental de 1914 a 1918. Experimenté personalmente los horrores de casi todas las batallas como soldado raso. Fui herido en dos ocasiones y después estuve a punto de quedarme ciego. Es el ejército el que carga con el peso de la batalla. He decidido, por lo tanto, en mi condición de jefe supremo de las fuerzas armadas alemanas, asumir personalmente la jefatura del ejército. De este modo, nada de lo que os atormente, de lo que os pese y de lo que os angustie me será desconocido”.

¿Conclusiones de Keegan sobre el arrojo militar del líder? Que no pisaba el frente bélico ni en pintura.

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Franco y Hitler: un odio interesado

Fotografiada (trucada por la dictadura) del encuentro de Hitler y Franco en Hendaya.

Fuente: El País, 14/03/2015.

Autor: Jesús Ruiz Mantilla.

El Eje fue un salón de desconfianza a tres bandas. Hitler, Mussolini y Franco. El trío quería dominar Europa y perpetuarse en el trono con poder absoluto. Para ello, se necesitaban. Pero, al tiempo que se enviaban telegramas de felicitación y agradecimiento, como el que publicamos hoy perteneciente a la Colección José María Castañé, se colaban espías por el patio trasero que realizaban informes sobre las mutuas debilidades y en cuanto se daban la vuelta se criticaban como porteras.

Hitler y Mussolini despreciaban a Franco. Los dos acabaron en el hoyo tragándose sus fracasos políticos y militares. El español murió en la cama tras haber jugado todas las bazas a su favor: las del fascismo y, después, dulcificando su imagen como el protector paterno para la patria que él jamás tuvo en casa, las de las democracias occidentales.

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El incendio del Reichstag.

Fuente: Anatomía de la Historia. 27/02/2015

Autor:  Ignacio López Mulero

Antecedentes

Dos días antes del final de la Primera Guerra Mundial, el 9 de noviembre de 1918, el emperador alemán Guillermo II abandona la jefatura de Estado, después de que el amotinamiento de los marineros de Wilhelmshaven le afectara emocionalmente. Esta abdicación, que supone el final del II Imperio Alemán, daría lugar a la creación de la República de Weimar.

La República de Weimar se caracterizó por ser una República multipartidista, semipresidencialista y por una serie de problemas que analizo a continuación.

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El fascismo que sobrevivió a Hitler.

El general Franco y Adolfo Hitler durante su entrevista en Hendaya, en 1940

Fuente: El País, 1 de febrero, 2015.

Cuando acabó la Guerra Civil española, más de la mitad de los 28 estados europeos estaban dominados por dictaduras con poderes absolutos, que no dependían de mandatos constitucionales ni de elecciones democráticas. Excepto en el caso de la Unión Soviética de Stalin, todas esas dictaduras procedían del firmamento político de la ultraderecha y tenían como uno de sus principales objetivos la destrucción del comunismo.

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