La madre de la química moderna que lo perdió (casi) todo en la Revolución Francesa

 Marie-Anne Pierrette Paulze

Autora: Rocío Benavente

Fuente: Nueva Tribuna, 5/10/2019

Durante la Revolución Francesa muchas ideas y conceptos que hoy damos por básicas en nuestro mundo nacieron o evolucionaron de forma fundamental. Entre ellas se encuentran las bases de la química moderna, que en este momento y de la mano de dos personajes, dio los pasos que separaban la alquimia de una ciencia moderna, racional y exacta. Uno de esos personajes fue Marie-Anne Pierrette Paulze, apodada precisamente la “madre de la química moderna” porque estuvo directamente implicada en la creación y modelado de esas ideas.

Pierrette Paulze nació en 1758 en Loire, en una familia de aristócratas de los que fue la única hija entre cuatro hermanos. Su madre murió cuando ella tenía tres años y su padre decidió que creciese en un convento, algo que se convirtió de hecho en una puerta a un mundo culto e ilustrado, ya que era en estos sitios donde más fácil resultaba recibir una educación de calidad en aquella época. En ese entorno y gracias a sus capacidades, su formación fue sólida y completa: aprendió varios idiomas, entre ellos inglés y latín, además de formarse en pintura hasta convertirse en una dibujante y grabadora con talento. Todo esto le serviría después en sus trabajos científicos.

Un matrimonio científico

Al llegar a la adolescencia el matrimonio era el objetivo, y no le faltaban candidatos. El principal, un hombre que le triplicaba la edad, el conde de Amerval, al que ella definió como “un tonto, un insensible rústico y un ogro”. Sin embargo, su padre, buscando un pretendiente algo más acorde a los gustos y personalidad de su hija, acordó finalmente casarla con Antoine Laurent Lavoisier, que solo tenía el doble de años (ella 14, él 28). A pesar de que seguía siendo una diferencia de edad notable, ambos se entendieron bien desde el principio, compartían intereses intelectuales y durante años su unión fue feliz y fructífera.

M. y Mme Lavoisier de Jacques-Louis David, 1788 (Museo Metropolitano de Nueva York). Imagen: Wikimedia Commons.

Antoine era ya un conocido científico y Marie-Anne comenzaría a trabajar con él, recibiendo y ampliando su educación formal en áreas científicas de la mano de renombrados químicos de la época y convirtiéndose en compañera de trabajo imprescindible de su marido. “La señora Lavoisier poseía una inteligencia arrolladora y no tardaría en trabajar productivamente al lado de su marido. A pesar de las exigencias del trabajo de él (abogado y economista y más adelante nombrado administrador de la pólvora del Arsenal de París) y de una activa social, conseguían la mayoría de los días dedicar cinco horas a la ciencia, así como todo el domingo”.

Desmontando la idea del flogisto

Como decíamos al principio, el trabajo de ambos fue esencial para la modernización de la química. Sus trabajos se centraron en la idea del flogisto que, proveniente de la alquimia, era central en los conceptos químicos de entonces. El flogisto era el nombre que recibía un supuesto elemento presente en los compuestos inflamables y que se liberaba durante la combustión. El flogisto era algo imposible de medir con precisión y que daba a los elementos que se quemaban propiedades difíciles de predecir, manteniendo a esa química incipiente en un estado confuso y con cierta irracionalidad.

Antoine, asistido siempre por Marie-Anne, criticó estas nociones y demostró que los elementos cuando arden responden a unas variaciones medibles y predecibles, aportando racionalidad y claridad a este aspecto de la química. Entre ambos y en colaboración con otros científicos de su época desarrollaron una nomenclatura sistemática para referirse a las sustancias químicas y sus compuestos, ampliando esa racionalidad científica que la química adolecía hasta entonces.

Traductora crítica, dibujante detallista

Dentro de su colaboración, el trabajo de Marie-Anne sentó las bases de los avances que podría lograr su marido, entre otras cosas porque gracias a sus conocimientos de latín e inglés tradujo para él obras fundamentales en el campo en el que trabajaba, principalmente el Ensayo sobre Flogisto de Richard Kirwan. Pero no se limitó a traducir de forma aséptica, sino que a medida que se iba formando introducía notas críticas sobre los errores químicos que ella percibía en el texto.

Experimentos sobre respiración humana. Dibujo de Madame Lavoisier, que muestra a la autora tomando notas en una mesa cercana. Imagen: Wikimedia Commons.

También su formación como pintora fue extremadamente útil en su tarea. Durante el día, el matrimonio Lavoisier pasaba horas en el laboratorio, él llevando a cabo experimentos y ella anotando observaciones, protocolos y resultados de forma metódica, además de dibujando diagramas y esquemas de los aparatos que utilizaba y sus diseños experimentales. Fueron trabajos tremendamente prácticos a posterior a la hora de entender los resultados del trabajo que hicieron. Ella se encargaría también más adelante de editar y organizar la publicación de los informes que elaboraban a partir de sus investigaciones. A pesar de ello, ella nunca incluyó su nombre en esas publicaciones.

La Revolución Francesa y el Terror

Lamentablemente, así como la Revolución Francesa sirvió de chispa que dio luz a esta época de avance científica, también tuvo en ella un impacto devastador. En 1973, durante la etapa llamada Reinado del Terror, Antoine fue acusado de traición debido a sus anteriores puestos de trabajo. El 28 de noviembre de ese año fue arrestado y encarcelado en la prisión de Port-Libre. Marie-Anne le visitaba con regularidad y trató de liberarle defendiéndole ante su acusador, que tenía a su vez el poder de liberarle. Utilizó entre sus argumentos la importancia de sus trabajos científicos y la gran repercusión que tendrían para Francia.

No sirvió de nada. El 8 de mayo de 1794, Antoine fue ejecutado en París, el mismo día que lo fue también el padre de Marie-Anne. Ella misma pasó un tiempo en prisión y todos sus bienes fueron confiscados. Tras la muerte de Antoine, ella siguió trabajando para recopilar todos sus resultados y, tras no encontrar un editor interesado, los publicó ella misma en 1803.

Marie-Anne volvió a casarse, esta vez con un científico inglés llamado Benjamin Thompson, conde de Rumford. Sin embargo, ella siempre mantuvo el apellido Lavoisier y la relación nunca fue la misma que la que tuvo con Antoine. Thompson nunca invitó a Marie-Anne a colaborar con él, su vida matrimonial y social nunca fue igual de feliz y al final terminaron divorciándose.

La casa de Marie-Anne siguió siendo hasta su muerte un lugar de encuentro de científicos e intelectuales donde se mantenían apasionadas conversaciones científicas. Falleció en 1836 a los 78 años.

Referencias

Marie-Anne Pierrette Paulze,Wikipedia

María Angélica Salmerón, Marie-Anne Paulze Lavoisier y el nacimiento de la química moderna, La ciencia y el hombre vol XXIII, no. 1, 2010

Adela Muñoz Paéz, Madame Lavoisier: la madre de la química moderna, Redes no. 8, 68-69

La vergüenza de la madre de Napoleón: “Mi útero contenía un monstruo”

La madre de Napoléon en 1770. FOTO: GETTY

Autora: Paula Corroto.

Fuente: elpais.es 31/08/2019

Se llamaba Letizia y llegó a ser la madre de un emperador odiado y amado a lo largo de todos los confines europeos. Pero su biografía es mucho más grande que el título maternal: administró sus bienes e inversiones de forma personal para vivir sin la necesidad de depender de su hijo, y cuando tuvo que despegarse de este, por su altanería y ambición desmesurada, lo hizo. A María Letizia Ramolino, madre de Napoleón, de cuyo nacimiento se cumple este 15 de agosto el 250 aniversario, no le tembló la mano en las cartas que le escribió en los años en los que su vástago estaba fuera de sí conquistando todas las tierras europeas (y hasta Rusia si hacía falta). “¿Qué haces, aborto del abismo?”, le preguntó en una de sus misivas que hoy se puede consultar en la Biblioteca Digital Hispánica (Biblioteca Nacional de España). Casi nadie había podido olisquear las verdaderas pretensiones de Napoleón cuando este era solamente un general del ejército francés; pero su madre, sí. Las madres calan hasta al emperador más astuto.

María Letizia Ramolino (Ajaccio, Córcega, 1750-Roma, 1836) fue una noble, hija de familia bien y con un fuerte sentimiento nacionalista corso. En su juventud la isla todavía pertenecía a Génova y allí no se hablaba en francés. Es más, todo lo francés le provocaba cierta repulsión. Recibió la educación que estaba prevista para todas las mujeres de su posición en su época: cuidado del hogar y de los hijos. Sin embargo, desde muy joven tuvo otros intereses más ligados con la política y la economía. A los 14 años, considerada como una de las bellezas de la isla, la casaron con el abogado Carlo Bonaparte, con quien, pese a haber sido un matrimonio concertado, llegó a llevarse bien. Tuvieron trece hijos y entre ambos administraron su capital. De hecho, Bonaparte solía pedirle consejo en los pleitos en los que trabajaba.

En 1769, cuando María Letizia estaba embarazada de Napoléon y tenía un hijo de un año, José –quien después sería José I de España–, Córcega fue conquistada por Francia. Para Ramolino fue un shock ideológico y sentimental y no dejó de inculcar en sus hijos su aversión hacia los franceses. El propio Napoleón, en su más temprana juventud, fue un firme seguidor del nacionalista Pasquale Paoli, que abogaba por la independencia de la isla. Las contradicciones de la vida.

Otro duro impacto fue la muerte de su marido Bonaparte en 1785, que la dejó viuda a los 35 años. Y, además, sin ingresos, con una prole importante y en una isla donde ya nadie la quería por sus afinidades políticas nacionalistas. Ahí comenzó el verdadero crecimiento personal de Ramolino, que empezó a rodearse de banqueros, políticos y empresarios con el fin de llevar a cabo inversiones –principalmente en bienes físicos como muebles y joyas– que pudieran sacar a su familia adelante.

Retratada por Francois Gerard. FOTO: GETTY

Por aquel entonces ya había estallado la Revolución francesa y sus hijos, sobre todo Napoleón, habían empezado a hacer carrera en el ejército. Este se uniría rápidamente a los jacobinos, que abogaban por la indivisibilidad de la nación y por un Estado central fuerte. El joven nacionalista observó por dónde podía subir en el escalafón militar y la mejor manera era ponerse en contra de los independentistas corsos. Su madre nunca estuvo de acuerdo, pero en 1793 abandonó Córcega para irse con él a Francia.

El siguiente enfrentamiento entre madre e hijo no fue por la política, sino por una mujer: Josefina de Beauharnais, con quien Napoleón se casó en 1796. Josefina era viuda de Alejandro de Beauharnais, terrateniente en la isla de Martinica que después había hecho carrera política durante la revolución. No acabó bien: fue guillotinado por contrarrevolucionario durante la época del Terror impuesto por los jacobinos. Pero Josefina había podido introducirse en los círculos políticos, donde conocería a Napoleón, quien se enamoró perdidamente de ella. Josefina no tanto. Su anterior matrimonio no había sido bueno y no perdió el tiempo con otros hombres mientras su nuevo marido batallaba fuera de Francia. Y eso a su suegra no le gustaba.

Más allá de los asuntos matrimoniales, lo que era evidente es que la carrera de Napoleón estaba disparada. Llevó a su ejército por Europa para anexionarse nuevos territorios. Incluso llegó a las costas más orientales del Mediterráneo causando varias masacres en ciudades como Jaffa, en la actual Tel Aviv. Su madre no estaba conforme y ni siquiera quería hacer vida en París. Pero su hijo sí tenía muy claro su objetivo y el 9 de noviembre de 1799 –el 18 de brumario– dio un golpe de Estado para autoproclamarse primer cónsul de Francia. Era admirado por muchos por sus ingeniosas estrategias militares y por el impulso a políticas liberales y progresistas. Uno de sus mayores admiradores era Beethoven. Aquellos fueron los mejores años de Napoleón.

Pero como siempre que se empieza a crecer de forma desmesurada, rápida, descontrolada y con mucho palmero alrededor, la historia no podía acabar bien. A Napoleón no le bastó ser cónsul y en 1804 se autoproclamó emperador de los franceses –ese antiguo nacionalista corso– con unción papal incluida. Para diciembre de aquel año montó un fastuoso acto en la catedral de Notre-Dame al que acudió la flor y nata del país. María Letizia se negó a asistir. No quería participar de un festejo que consideraba una pantomima. Ni siquiera vivía en la Corte. Eso sí, su hijo insistió en que apareciera en el cuadro que pintó Jean-Jacques David sobre la coronación. A veces se eliminan personajes de las fotografías o las pinturas y otras veces se incluyen. Y no contento con eso la nombró “su alteza imperial, madre del emperador”. Ramolino hizo caso omiso y continuó con sus particulares empresas económicas, sin depender de la riqueza que le ofrecía su hijo.

A partir de su autonombramiento como emperador, Napoleón emprendió sus verdaderas conquistas. Se iniciaron así las guerras napoleónicas contra Reino Unido –en las que implicó a España– y se dedicó a colocar a sus hermanos en los diversos reinos que iba anexionando. Así a José lo coronó en Nápoles y después en España, a Luis en Holanda, y a Jerónimo en Westfalia, en el norte de Alemania. Sólo a Luciano lo dejó sin territorios. Ambos estaban muy enemistados. Y en esta relación fraternal tuvo particular importancia la influencia de la madre.

De esta época data la carta enviada por ella a Napoleón que hoy se puede leer en la Biblioteca Nacional. Es una misiva muy dura con respecto a su hijo. En ella escribe, entre otras cosas, “cuánto mejor me hubiera estado la esterilidad, que haber contenido en mi desgraciado útero un monstruo”, en alusión a la ambición desmesurada del hijo y cómo ha llevado al resto de sus hermanos a la desgracia. Se pone del lado de Luciano, “que siempre abominó tus empresas ruidosas. El conocía bien tu carácter dominador” y destaca cómo “Luis, el desgraciado Luis, al que colocaste en el trono de Holanda, ya me anuncia que vacila la corona sobre su cabeza”, al sentirse un usurpador, “como lo fuiste tú del trono de Francia”. María Letizia es contundente: “Me has robado a mis tiernos hijos”. Y no duda en compararle con Calígula, Nerón y Caracalla, “monstruos, oprobios de la humanidad”. “¿Qué haces, aborto del abismo?”, le conmina, pese a que al final de la carta se despide con un tono entre cariñoso y resignado: “Pero soy tu madre y todavía te amo. Te amo, Napoleón, te ama tu desgraciada madre, Leticia”. Solo una alegría le dio en ese tiempo, que fue la firma del divorcio con Josefina en 1810 porque no le había dado un hijo. María Letizia estuvo presente durante aquel acto notarial. Como para perdérselo.

Sin embargo, no parece que Napoleón hiciera demasiado caso a su madre, ya que inició una campaña contra Rusia de la que no salió bien parado y que precipitó su final. Un buen número de países estaba en su contra y el emperador había perdido a muchos aliados, también dentro de Francia, por lo que acabó recluyéndose en la isla de Elba, a donde lo acompañó su madre, que pretendía que cambiara la relación con los hermanos. Desde allí, donde se enteró de la muerte de Josefina, lanzó su última campaña para recuperar el poder, que consiguió durante cien días en 1815. Pero otra batalla, en Waterloo, acabó definitivamente con sus delirios de grandeza.

Fue enviado por los británicos a la isla de Santa Elena, en medio del Atlántico, mientras María Letizia se trasladaba a Roma con toda la fortuna que había amasado con las inversiones que había realizado a lo largo de su vida. Ella ya pareció intuir que el final de su hijo sería desgraciado. Las relaciones entre ellos siempre fueron complicadas por los deseos ególatras del hijo, por el matrimonio con Josefina y por rechazar la religión católica y fomentar la laicidad del Estado. El narcisista Napoleón sabía que, de alguna manera, su madre llevaba razón: “Cuando ella muera, solo me quedarán inferiores”, afirmó en una ocasión. No le dio tiempo a comprobarlo, ya que murió en 1821 de un cáncer de estómago en Santa Elena. Completamente solo. María Letizia le sobreviviría quince años más. Falleció en 1836 a los 85 años de edad. Millonaria. Tal y como había nacido.

La guerra en tiempos de Napoleón.

Autor: Eduardo Montagut.

Fuente: nuevatribuna.es. 8/11/2018

Entre 1792 y 1815 la guerra fue constante en Europa: entre Francia y las potencias europeas, aunque en distintas combinaciones. Francia se enfrentó a otros estados pero, además, abanderando los cambios revolucionarios, cuando sus ejércitos conquistaban un territorio, sus nuevas autoridades emprendían profundas reformas para abolir el Antiguo Régimen.

Es importante destacar que los éxitos militares napoleónicos fueron tan importantes porque las batallas se libraban contra ejércitos del Antiguo Régimen y porque Francia contó con la colaboración en muchos países de personas y sectores sociales partidarios de las reformas napoleónicas: afrancesados, filojacobinos, ilustrados etc.. Las élites intelectuales europeas fueron afines a lo que pretendía Napoleón, aunque con el tiempo se produjo un divorcio en esta relación ante la deriva tiránica del emperador.

Napoleón contó con un ejército muy potente. Su núcleo principal era la Grande Armée, que en julio de 1812 llegó a contar con casi 600.000 soldados. En este ejército fue muy importante la participación de cuerpos de soldados extranjeros: italianos, alemanes y polacos destacaron en la colaboración. Además, Napoleón introdujo importantes cambios en la forma de hacer la guerra. El emperador creía en la movilización de grandes formaciones militares a través de grandes espacios, una gran velocidad para maniobrar y llevar a las formaciones al lugar necesario de la batalla con el fin de sorprender a los enemigos cuando estaban separados o separarlos cuando estaban reunidos. Por eso era importante moverse por la noche, produciendo la sorpresa al amanecer.

El ejército debía dividirse en tres líneas: la primera iniciaba el combate muy dispersada, apoyada por la caballería y la artillería; la segunda actuaba en masa, concentrando las fuerzas en los puntos donde la penetración era más fácil; y la tercera intervenía para rematar el ataque en el momento decisivo.

La concentración de las fuerzas en un punto es otro aspecto importante en la teoría de la guerra napoleónica porque provocaría la superioridad numérica en un lugar fundamental de la batalla. No había que atender todos los puntos, sino concentrarse donde el enemigo parecía más débil y atacar con todas las fuerzas para abrir una brecha.

Por fin, estaba la táctica de las maniobras. Napoleón creía en dos tipos de maniobras.

La lista de éxitos militares franceses es muy larga: Austerlitz contra austriacos y rusos en 1805; Jena, contra los prusianos (1806); Eylau y Friedland contra los rusos (1807); Wagram, contra austriacos (1809), etc..

El conflicto con Gran Bretaña, siempre presente en las coaliciones contra Napoleón, obedecía más a causas económicas y de equilibrio internacional de poderes, que a cuestiones ideológicas, que animaban más a los reyes y emperadores absolutos europeos continentales. Tenemos que tener en cuenta que Napoleón intentó desafiar el poderío comercial y marítimo de Gran Bretaña. Para ello, decretó el bloqueo continental el 21 de noviembre de 1806, que prohibía el comercio de cualquier país europeo con Gran Bretaña. El objetivo era hundir la economía británica y también se deseaba potenciar la industria francesa al hacerse con los mercados que tendrían que abandonar los británicos. El bloqueo tuvo dos fases, con el año 1810 como punto de inflexión. En la primera se buscó la aplicación rigurosa del bloqueo pero Napoleón tuvo que aflojarlo porque comprobó que también se resentía la economía francesa, de ahí la segunda etapa. Por otro lado, la aplicación del bloqueo presentó tres grandes problemas. En primer lugar, había que obligar a países neutrales a cumplirlo, de ahí que, hubiera que emprender empresas militares de gran envergadura como en Italia y la invasión de Portugal. El problema que no tenía solución lo representaban los Estados Unidos. El contrabando fue el segundo problema. En el Mediterráneo y en el Báltico se pudo más o menos controlar. Napoleón presionó a la Hansa y vigiló el Elba, pero en el mar del Norte fracasó claramente por el poder inglés en la zona. Por fin, el estallido de la guerra en España dio un claro respiro y salvó al comercio británico. Junto con la presencia del ejército de Wellington llegaron los productos ingleses y hacerse con algunas materias primas. Además penetró claramente en el comercio con las colonias españolas y portuguesas americanas. El cáncer que suponía para Napoleón el conflicto español le obligó a retirar tropas en la Confederación Germánica, disparando el contrabando en el mar Báltico, ya mucho menos controlado. La guerra en Rusia remató finalmente el bloque continental.

Bailén: la batalla en la que los españoles humillaron a Napoleón.

Autor: Ángel Viñas,

Fuente: El Mundo, 19/07/2018

Tal día como hoy de hace 210 años se descubrió algo que, a esas alturas, parecía impensable: los ejércitos de Napoleón que dominaban Europa no eran invencibles. Ocurrió en una pequeña localidad española que desde entonces pasó a la historia, Bailén. Allí tuvo lugar la primera derrota en una batalla digna de tal nombre del ejército francés. Fue al poco de empezar lo que nosotros conocemos como Guerra de la Independencia, los ingleses como Peninsular War y Napoleón como la maldita guerra de España.

El chispazo fue la sublevación madrileña del Dos de Mayo. Sofocada por los franceses, dio paso, en las semanas siguientes, a una cascada de declaraciones de guerra por parte de las provincias y regiones españolas. A partir de entonces, los franceses ya no tenían que soportar sólo las miradas de odio, los encontronazos y altercados con los paisanos de aquel país montaraz y atrasado. Ahora se enfrentaban a una situación de guerra abierta, una guerra para la que, además, no estaban preparados.

En ese mes de junio es nombrado rey de España José Bonaparte, hermano del emperador, y éste le envía rápidamente a Madrid para que ocupe el trono. Antes, y tras ver cómo se ponían aquí las cosas tras el Dos de Mayo, ha mandado a uno de sus mejores generales, Pierre Dupont, a controlar Andalucía. El 7 de junio, Dupont toma Córdoba, defendida mayoritariamente por paisanos armados, cuyo empeño por expulsar a los franceses no se corresponde con su capacidad de combate. Pero, frente al espontaneísmo del paisanaje, las tropas regulares del Ejército español en Andalucía se han organizado bajo el mando del general Castaños y se disponen a atacarle.

Las tropas que manda Dupont no están, por otra parte, a la altura de la fama de la Grand Armée. Como señala Emilio de Diego, uno de los máximos especialistas en la Guerra de la Independencia, en su imprescindible España, el infierno de Napoleón (La Esfera de los Libros), «en cuanto a su preparación, tanto sus cuadros como la tropa dejaban mucho que desear», algo extensible al conjunto de los ejércitos franceses en la península, de los que sólo un 20% contaba con experiencia de la guerra, y, entre estos, la mayoría tenía una edad excesiva.

El francés afronta unos inconvenientes muy claros: un frente demasiado largo entre Andújar y las estribaciones de Sierra Morena, con las consiguientes dificultades de aprovisionamiento, la hostilidad de la población, la adversidad del terreno y del clima, y la mala información.

En cuanto al ejército mandado por el español Castaños, es más numeroso, pero tiene también sus propias dificultades, empezando por la de ser un conglomerado heterogéneo de militares y paisanos. Demos la palabra al gran Pérez Galdós: «Cuerpos reglamentados españoles, con algunos suizos y walones; regimientos de línea que eran la flor de la tropa española; regimientos provinciales que ignoraban la guerra, pero que se disponían a aprenderla; honrados paisanos que en su mayor parte eran muy duchos en el arte de la caza, y por lo general tiraban admirablemente; y por último, contrabandistas, granujas, vagabundos de la sierra, chulillos de Córdoba, holgazanes convertidos en guerreros al calor de aquel fuego patriótico que inflamaba el país… Se formó de lo que existía; entraron a componer aquel gran amasijo la flor y la escoria de la Nación; nada quedó escondido, porque aquella fermentación lo sacó todo a la superficie, y el cráter de nuestra venganza esputaba lo mismo el puro fuego, que las pestilentes lavas».

En la primera quincena de julio Dupont recibe algunos refuerzos, de modo que sus tropas superan los 20.000 hombres, pero 2.000 de ellos están dedicados a asegurar las comunicaciones con Madrid entre La Carolina y Manzanares. El resto estaban en Andújar y entre Guarromán, Bailén, Mengíbar y Linares.

José Sánchez-Arcilla, codirector, junto con el citado Emilio de Diego, de otra obra imprescindible, el Diccionario de la Guerra de la Independencia (Actas, dos tomos), se ocupa en él de la entrada correspondiente a Bailén. Ahí explica cómo el plan de ataque del ejército español se elaboró en Porcuna el 11 de julio, cómo unas informaciones erróneas y la preocupación por no perder la línea de comunicación con Madrid llevaron a los franceses a una serie de movimientos que dejaron desguarnecidos algunos puntos esenciales, además de provocarles un desgaste que les pasaría factura.

Las divisiones españolas mandadas por Reding y Coupigny se adelantaron a Dupont, ocupando unos cerros estratégicos en Bailén. Tras las escaramuzas de los días previos, a las tres de la madrugada del 18 de julio empezó la batalla con el ataque francés al campo español. Frenado éste, el ataque español se dirigió a los dos flancos del enemigo. Tras una serie de ataques y contraataques con diversas alternativas, se produjo un intenso combate artillero en el que se impuso el mayor calibre de las piezas españolas. Los dos bandos temían la llegada de refuerzos para el enemigo (Vedel, en el caso francés, y el propio Castaños para los españoles). Eso empujó a Dupont a un último esfuerzo que acabó dejándole exhausto a mediodía. Las esperadas tropas de Vedel, que habían estado moviéndose un tanto erráticamente por las localidades cercanas (La Carolina, Andújar) llegaron a Bailén cuando todo estaba decidido. «¡Ay!, ¡si Vedel hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protector en aquel día de la España oprimida y saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua, y se había principiado a negociar la capitulación», escribe Galdós.

Muchos soldados franceses acabaron deportados en la isla de Cabrera, en condiciones infrahumanas, en uno de los capítulos más negros de una guerra que abundó en ellos. Las consecuencias de Bailén no se hicieron esperar. Enseguida llegaron rumores a Madrid. José Bonaparte, que había llegado a la capital el día 20 y había sido proclamado públicamente Rey de España el día 25, tuvo la confirmación definitiva de la derrota el 28 de julio. El 1 de agosto salía de la capital junto con sus generales. Bailén supuso también que se levantara el sitio de Zaragoza. García de Cortázar ha recordado cómo la batalla inspiró a gente como Shelley, Wordsworth o Turguénev y «fue una gran esperanza para los europeos que luchaban contra Napoleón».

Luego habría más batallas, Napoleón entraría en España y José I volvería a Madrid. Pero Bailén demostró la vulnerabilidad del ejército francés a causa de lo que también se llamó la úlcera española.

Mary Wollstonecraft, rompiendo esquemas.

Mary Wollstonecraft (detalle), por John Opie, 1899.

Autor: 

Fuente: Jotdown.

«El recuerdo de mi madre ha sido siempre el orgullo y la dicha de mi vida, y la admiración que despierta en los demás ha sido la causa de la mayor parte de la felicidad de la que he gozado», escribióMary Shelley, en 1827, en una carta a Frances Wright. No fue casual que Shelley confiara sus sentimientos hacia su madre, Mary Wollstonecraft, a la escritora norteamericana: Wright se consideraba discípula de Wollstonecraft y, en cierta medida, había tomado su relevo. En el otro lado del Atlántico, la feminista norteamericana defendió públicamente la necesidad de una educación igualitaria y universal y abogó por la prohibición de la esclavitud, que ella, sin embargo, no llegaría a ver. Wright no había conocido personalmente a Wollstonecraft, sin embargo, su legado había sido determinante para la lucha social y política que había emprendido y que la llevaría a convertirse en una de las primeras mujeres con relevancia e influencia política de Estados Unidos. Mary Shelley tampoco la había conocido, su madre falleció pocas horas después de dar a luz, pero, a pesar de ello, Shelley siempre se sintió particularmente unida a su madre, de quien «se mantuvo como acérrima discípula». En efecto, como comenta Charlotte Gordon en Mary Wollstonecraft. Mary Shelley (Circe), el corpus de la obra de Shelley «destaca por su compromiso con los derechos de la mujer, y por su condena de la ambición masculina desatada». Ejemplo de ello es Lodore, novela que escribió tras la muerte de su marido, P. B. Shelley, y que no puede sino entenderse desde la asunción de los postulados maternos. En efecto, Lodore presenta personajes masculinos particularmente débiles y mujeres que toman las riendas de sus propias vidas. La protagonista, Fanny, es una mujer autónoma, vive «sin estorbos masculinos, apoyada por sus amigas» y «trabaja para reformar la sociedad, encarnando así el axioma de Wollstonecraft: si se les diera libertad a las mujeres, el mundo sería mejor para todos».

LodoreValperga —en ella, Shelley formula una dura crítica a la filosofía política de Maquiavelo, condenando su idea de que el fin justifica los medios, y retoma parte de las reflexiones de su madre en torno a la educación y al matrimonio— y, en parte, Frankenstein reflejan el peso que la obra de Wollstonecraft tuvo sobre su hija que, en 1836, una vez fallecido su padre, escribió en sus textos autobiográficos: «Fue Mary Wollstonecraft uno de esos seres que aparecen a lo sumo una vez cada generación para iluminar a la humanidad con un dorado rayo que ninguna diferencia de opiniones, ningún cambio de circunstancias, es capaz de empañar. Su genio fue innegable. (…) Fue una mujer a quien quisieron cuantos la conocían en persona. Han pasado muchos años desde que su palpitante corazón fue depositado en el sepulcro, frío y silencioso, pero nadie que la viera habla de ella jamás sin una entusiasta veneración».

Hoy, dos siglos después, Wollstonecraft es un nombre imprescindible dentro de la historia del feminismo; sus textos son fundamentales para comprender el movimiento por la liberación de la mujer del siglo XX y la lucha por el derecho al divorcio y al aborto, y su activismo abrió las puertas a nombres tan relevantes para el feminismo como Emmeline Pankhurst GouldenMargarita NelkenNelly RousselVirginia Woolf o Simone de Beauvoir. A pesar de ello, durante casi un siglo, su nombre desapareció de los libros y sus textos fueron condenados al olvido: la publicación de una biografía escrita por su viudo, William Godwin, y de parte de su correspondencia privada así como de algunos textos —a excepción de las obras de teatro inéditas, que Godwin decidió quemar al considerar que no tenían el suficiente valor para ser publicadas— condenó unánimemente a la autora de Vindicación de los derechos de la mujer. Si A Memoir, donde Godwin contaba sin escrúpulos la vida amorosa de su mujer, supuso de por sí un escándalo, Postumous Works no hizo más que acrecentar la polémica, dejando a los lectores «consternados por el tono furioso y el carácter obsesivo de las cartas sin corregir de Mary a Imlay». A partir de la publicación de estos dos libros, que, en contra de los deseos de Godwin, no tuvieron ningún éxito comercial, «la escritora profesional, la corresponsal política, la incisiva filósofa, la innovadora pedagógica, la atrevida empresaria que había mantenido a su familia y sus amigos sin que le temblara el pulso… todas ellas desaparecieron», solamente quedó de ella la imagen de una «radical enloquecida, autodestructiva y sedienta de sexo». A tal punto llegó su desprestigio que en The Anti-Jacobin Review, bajo el epígrafe «prostitución», el lector encuentra: «véase Mary Wollstonecraft».

La sociedad inglesa de entonces condenó la conducta de una de sus pensadoras más lúcidas: no le perdonaron el haber tenido una hija con el norteamericano Gilbert Imlay, con el que nunca se casó, o el haber mantenido relaciones con el pintor Henry Fuseli estando este casado —se llegó a decir que Mary propuso a Henry y a su mujer mantener una relación abierta y convivir los tres juntos—. Sin embargo, no solo por su vida amorosa fue objeto de críticas: Wollstonecraft era incómoda, sus textos cuestionaban el sistema de poder y de organización social, así como los valores sobre los que se sustentaba la tradicional sociedad inglesa no abierta a los cambios. Wollstonecraft se había opuesto abiertamente al matrimonio, que consideraba una institución que restaba libertad a las mujeres —el matrimonio, sostenía la escritora, era una forma de adquisición a través de la cual la mujer se convertía en pertenencia de su marido, del que dependía completamente—; defendía la independencia económica de las mujeres y, para ello, una educación igualitaria que permitiera a las mujeres trabajar. En resumen, reclamaba un nuevo papel de la mujer en la sociedad y, por tanto, una reestructuración de los roles tradicionales y una ampliación de los derechos. Sus reivindicaciones no quedaron solamente sobre el papel, Wollstonecraft se convirtió en una escritora y periodista profesional que no solo no necesitaba la manutención de ningún hombre, sino que con sus ganancias ayudaba a más de un amigo y a sus dos hermanas, a una de las cuales había liberado de un matrimonio infeliz.

Tras su muerte, su nombre desapareció; ni tan siquiera Stuart Mill, que en privado se reconocía admirador de su obra, osó citarla en su libro Subjection of Women, donde planteaba la igualdad de los sexos. Tuvo que llegar Virginia Woolf para que el mundo de las letras y de la cultura reconociera el legado de Wollstonecraft: «Son muchos millones los que han muerto y caído en el olvido durante los (…) años transcurridos desde que fue enterrada, pero al leer sus cartas, escuchar sus argumentos, pensar en sus experimentos y darnos cuenta de con qué altivez y qué apasionamiento captó el pulso de la vida misma, no cabe duda de que le corresponde una especie de inmortalidad: está viva, es activa, argumenta, experimenta; oímos su voz, y reconocemos aún hoy, entre los vivos, su influencia».

La actualidad de Mary Wollstonecraft

Primera edición impresa de Vindicación de los derechos de la mujer: críticas acerca de asuntos políticos y morales, 1792.

Todo comenzó con un artículo. Era 1789, Mary vivía en Londres y se ganaba la vida con su escritura. Hacía reseñas para Analytical Review y fue precisamente en este periódico donde decidió contestar al todopoderoso Edmund Burke, que, si bien dos décadas antes había defendido la guerra de Independencia americana en nombre de la libertad, ahora, desde las filas whig y en nombre de la tradición y del respeto al Gobierno, condenaba la Revolución francesa, criticando con dureza Reflections on the Revolution in France, el libro del doctor Price que Wollstonecraft no había dudado en elogiar desde las páginas del periódico en el que escribía. Wollstonecraft, que suscribía los ideales que defendía la revolución —la quema de la Bastilla, escribió, «anunciaba el alba de un nuevo día y como un león a quien despiertan en su guarida, la libertad se levantó con dignidad y se sacudió tranquilamente»—, no podía tolerar las afirmaciones de Burke, según el cual los pobres «deben respetar la propiedad en la que no pueden participar» y, por tanto, «hay que enseñarles su consuelo en las proporciones finales de la justicia eterna». Apoyada por su editor Joseph Johnson, Wollstonecraft escribió un duro artículo de contestación a Burke: «Es posible, señor, hacer más felices a los pobres en este mundo sin privarlos del consuelo que les otorga usted de modo gratuito», y proseguía: «La caridad no es un reparto condescendiente de limosnas, sino una interacción de buenos oficios y mutuos beneficios, fundamentada en el respeto hacia la humanidad».

Extremadamente crítica con Burke y con la sociedad aristocrática inglesa, a la que acusaba de ir en contra de la libertad, Wollstonecraft solo recibió el apoyo de Johnson, que no dudó en publicarle su Vindicación de los derechos del hombre, un texto que puede considerarse como el borrador de la Vindicación de los derechos de la mujer y que está impregnado de los ideales de la Revolución francesa. En esta primera Vindicación, la autora no hacía ninguna diferencia entre sexos, su perspectiva era, principalmente, de clase y no de género, siendo, en gran parte, resultado del debate con Burke y de la constatación de la desigualdad en derechos y privilegios entre clases sociales. El término «hombre» utilizado por Wollstonecraft no apelaba al sexo masculino, sino a la colectividad, si bien no fue entendido de esta manera o, por lo menos, no quiso serlo. El hecho de que una mujer escribiera un texto sobre los derechos de los «hombres» fue, de inmediato, objeto de crítica y de burla; Walpole tardó muy poco en tacharla de «hiena con enaguas» y The Gentleman’s Magazine no tuvo reparos en publicar un artículo en el que se leía: «¡Los derechos del hombre expuestos por una bella dama! No puede ser que haya pasado la época de la caballería; a menos que los sexos se hayan intercambiado sus terrenos. […] Deberíamos pedir disculpas por reírnos de una bella dama, pero es que siempre nos habían enseñado a suponer que el tema indicado para el sexo femenino eran los derechos de las mujeres».

Las críticas, sin embargo, fueron compensadas con los elogios, la mayor parte de ellos provenientes de los sectores liberales —Thomas Paine afirmó estar orgulloso de tener una defensora como Mary— y el libro fue un éxito de ventas; sin embargo, las críticas habían calado en Wollstonecraft, quien asumió que si había algo urgente era reivindicar los derechos de las mujeres. Le bastaron tres meses para presentar, en enero de 1792, el manuscrito de Vindicación de los derechos de la mujer a su editor, que, una vez más, decidió apoyarla. Johnson era una rara avis entre sus pares: odiaba la injusticia en todas sus formas, defendía los derechos de las mujeres y de los judíos; estaba en contra de la esclavitud y del trabajo infantil. Al mismo tiempo, no era un «simple idealista con la cabeza en las nubes», todo lo contrario, era «un negociador sagaz y habilidoso», cualidades que lo convirtieron en uno de los editores de más éxito.

Johnson había creído en Wollstonecraft desde el primer momento, cuando le llegó el manuscrito de Reflexiones sobre la educación de las hijas, donde, con un estilo sencillo, carente de toda floritura, la autora abogaba por «mejorar la educación de las mujeres y ampliar el abanico de opciones con las que ganarse la vida siendo mujer». Tras ese texto, resultado de la experiencia personal de la propia Wollstonecraft como profesora y de su atenta lectura de Rousseau, Wollstonecraft escribiría Mary, una novela en la que plasmaba a través de su protagonista las ideas defendidas en su primer ensayo, y Relatos originales de la vida real. Todos estos textos junto con la primera Vindicación sirvieron como preparación para escribir la obra que la consagraría definitivamente: Vindicación de los derechos de la mujer. En su ensayo, Wollstonecraft partía de Locke, Rousseau o Adam Smith para sostener la idea de que la mujer no puede ser considerada ni biológica ni socialmente como un ser inferior.

La autora contestaba así a una idea plenamente asumida y defendida por parte de los teóricos en cuyas obras ella se había formado y asumida también por parte de las mujeres que, «educadas para no tener nada en la cabeza, […] se enorgullecían de su fragilidad», considerando «su debilidad como un activo». Para Wollstonecraft, las mujeres «no eran intrínsecamente menos racionales que los hombres, ni carentes de temple moral», pero eran educadas para serlo, puesto que, como sostenía el propio Rousseau, la educación tenía como objetivo convertir a la mujer en el ser que el hombre quería que fuera: «La educación de las mujeres siempre debe ser relativa a los hombres. Agradarnos, sernos de utilidad, hacernos amarlas y estimarlas, educarnos cuando somos jóvenes y cuidarnos de adultos, aconsejarnos, consolarnos, hacer nuestras vidas fáciles y agradables: estas son las obligaciones de las mujeres durante todo el tiempo y lo que debe enseñárseles en la infancia». Frente a esta postura, la contestación de Wollstonecraft no podía ser más contundente: «La libertad es la madre de la virtud, y si por su misma constitución las mujeres son esclavas, y no se les permite respirar el aire vigoroso de la libertad, deben languidecer por siempre y ser consideradas como exóticas y hermosas imperfecciones de la naturaleza».

El libro no dejó indiferente a nadie y, si bien sus detractores no se quedaron atrás, los aplausos se impusieron. A pesar de ello, Wollstonecraft no quedó del todo satisfecha, sentía que habría podido «escribir un libro mejor», más complejo en sus planteamientos, consciente de que esa complejidad implicara repensar las cuestiones planteadas desde una perspectiva general, es decir, retomar, en cierta manera, el carácter de la primera Vindicación e incluir la defensa de los derechos de la mujer en una defensa de un nuevo modelo de sociedad, más igualitaria, menos autoritaria y más libre. «Me siento apenada, sumamente apenada al pensar en la sangre que ha manchado la causa de la libertad en París», escribirá poco tiempo después de llegar a París, en 1792, ciudad donde aquellas ideas que habían quedado in nuce en sus ensayos se desarrollarán en sus textos periodísticos y personales, y donde encontrará, en parte, el modelo de sociedad que ella deseaba para su Inglaterra natal: «La Revolución había influido para bien en las vidas de las mujeres, otorgándoles privilegios legales significativos», y, en efecto, en 1791 se había legalizado el divorcio y se había permitido a las mujeres heredar. En las filas de los liberales se abogaba por legalizar el voto femenino y la sociedad francesa demostraba una gran apertura con respecto a la sexualidad: Su amiga, Helen Maria «vivía con un inglés casado, John Hurford Stone, lo cual no impedía que en sus fiestas del domingo por la noche se llenara de visitas su salón. Madame de Staël estaba embarazada de su amante», y a los parisinos, cada vez más, «les costaba tomarse en serio los votos maritales».

Tras dejar París en 1795, Wollstonecraft realizó un viaje por el norte de Europa y, una vez más, volvió a romper esquemas. Dejó de lado su trabajo como corresponsal y se adentró en la literatura de viaje, «un género habitualmente reservado a los hombres». En pocos meses, escribió Cartas escritas durante una corta estancia en Suecia, donde la autora mezclaba el relato autobiográfico con reflexiones políticas, para las cuales su trabajo como periodista y su estancia en París habían sido determinantes. Como apunta Charlotte Gordon, estas cartas componen algo más que «un autorretrato encantador», es «un viaje psicológico y uno de los primeros exámenes explícitos de la vida interior de un escritor […], es un libro reflexivo e innovador, un anuncio emocional, pero también filosófico, de las metas artísticas de su autora, que con él pone en marcha una revolución artística».

Sus Cartas pondrán fin a un recorrido intelectual y literario sólido, del que, sin embargo, todavía hoy se tienen pocas noticias. Si bien es cierto que su Vindicación de los derechos de la mujer es hoy un texto clave de toda historia del feminismo, sus textos periodísticos así como sus críticas literarias han sido completamente ignorados, al menos por lo que se refiere al campo literario español, donde solamente fueron traducidas sus dos Vindicaciones y sus Reflexiones sobre la educación de las hijas. Reivindicar a la ensayista, la periodista y la narradora Mary Wollstonecraft es hoy más necesario que nunca, reivindicarla es la única manera de salvarla de ese olvido al que fueron condenadas tantas autoras, excluidas de un canon en el que ellas, las mujeres, no tenían ni presencia ni voz.

Napoleón ha vuelto… y está de moda.

Ilustración de Napoleón y sus obsesiones mentales para la exposición Napoleón estratega, en el Museo del Ejército de París. ILUSTRACIÓN DE VIOLAINE & JÉRÉMY

AUTOR: BORJA HERMOSO.

FUENTE: El País, 23/05/2018

Dos siglos después, debajo de su bicornio inmortal, Napoleón Bonapartesigue cabalgando a lomos de Marengo y ganando batallas: ni Austerlitz ni Wagram, ni Friedland ni las Pirámides de Egipto, sino victorias póstumas. Las que otorga el veredicto del tiempo. Aquellas más relacionadas con la trascendencia histórica y el juicio de los hombres que con la sangre, el honor y la conquista. Hasta aquí, todo perfecto y bien enmarcado. Claro que, como la Historia es así de caprichosa y no nos llega en forma de hechos comprobados sino como sucesivas interpretaciones y reinterpretaciones según los autores y las fuentes, podría decirse que dos siglos después, bajo su casaca de general de división, Napoleón sigue huyendo del enemigo y perdiendo batallas: ni Leipzig ni Waterloo, sino derrotas póstumas. Las que otorga el veredicto del tiempo. Las que hablan más que de una gloria nacional de un bragado sanguinario que mandó a la tumba a millones de personas. Las que prefieren la versión de un führer avant la lettre a la de un héroe al servicio de Francia.

Napoleón aportó a las campañas militares nuevas formas de hacer la guerra, como el uso de redes de espionaje y el estudio geográfico y político de las zonas de batalla

 

Las dos versiones valen, probablemente porque el Primer Cónsul y Emperador de los Franceses fue ambas cosas: héroe y sanguinario a partes iguales. Un cruce de caminos entre el hombre bien pertrechado de códigos de honor y el invasor insaciable de Europa. Las dos valen porque son, sencillamente, las que conviven 197 años después de su muerte en el destierro de Santa Elena. Conviven entre sus eternos compatriotas, los franceses, y conviven entre sus eternos estudiosos, los historiadores de medio mundo. Pero una cosa está clara: Napoleón I ha vuelto y –perdónese la expresión- está de moda. Aunque justo es decir que nunca se fue.

El joven general, durante la batalla de Arcole, pintura de Antoine-Jean Gros (1796).
El joven general, durante la batalla de Arcole, pintura de Antoine-Jean Gros (1796). GÉRARD BLOT (RMN-GRAND PALAIS-VERSALLES)

Todo resulta extraordinario y ambiguo en la figura de Bonaparte, que sigue, pues, ganando y perdiendo batallas. Entre sus activos: su astucia como estratega en el campo de batalla y su capacidad para salir victorioso en inferioridad numérica y en situaciones críticas, sus incomparables dotes para ganarse el fervor de mariscales y soldados rasos a pesar de una escasa o nula empatía, su habilidad para traducir los triunfos militares en triunfos políticos, su mano de hierro a la hora de condenar al oprobio y la deshonra a sus colaboradores caídos en desgracia… y sobre todo su indisimulada ansia de poder hasta el punto de dar golpes de estado (18 Brumario), urdir bodas de interés (la suya con la emperatriz María Luisa, sobrina de María Antonieta e hija del Emperador de Austria, tras divorciarse de Josefina Beauharnais) o autocoronarse Emperador en la mismísima Notre-Dame y en presencia del Papa. Entre los pasivos: no conocer sus límites, no saber perder ni retirarse a tiempo con honor, no observar ni piedad ni respeto por el adversario y, muy probablemente, un egotismo tan exacerbado que llegó a creerse el auténtico Dios inmortal de los franceses, en la estirpe que va desde Hugo Capeto a Luis XIV y desde De Gaulle a Emmanuel Macron. Y aquí se llega al meollo del asunto.

Napoleón Bonaparte está de moda, sí, aunque la expresión pueda indignar a historiadores y profesores. Regresa el Emperador. Lo hace en forma de exposiciones, ensayos, gigantescos volúmenes de cartas, libros de ficción con base histórica e incluso líneas de interpretación que emparentan al viejo militar, guerrero y estadista corso con el actual inquilino del Palacio del Elíseo. ¿Guardan Napoleón Bonaparte y Emmanuel Macron las similitudes de las que tanto se ha hablado y escrito en Francia? ¿Son meras aproximaciones de trazo grueso y vocación oportunista? Pues depende del cristal con que se mire.

“Fue un general al servicio de la Revolución, pero en el fondo sentía un gusto secreto por la realeza y sus símbolos” (Frédéric Lacaille, comisario de exposición)

 

En su reciente y controvertido libro Macron Bonaparte, el ensayista y analista político Jean-Dominique Merchet dejó bien clara su personal tetralogía de puntos concomitantes entre ambos personajes. Merchet los ha explicado así: “El espíritu de conquista, término que utilizaba Bonaparte y que el propio Macron utilizó en su campaña electoral y que un De Gaulle, por ejemplo, nunca hubiera empleado; la irrupción de dos personajes, Napoleón y Macron que triunfan frente a políticos incapaces de gestionar el país y que tienen presiones de la extrema izquierda y de la extrema derecha: los jacobinos y los realistas en el caso de Napoleón, y la izquierda de Mélenchon en el caso de Macron; una mezcla de autoritarismo, capacidad de seducción y falta de empatía en ambos personajes; y el hecho de tomarse los dos la política como una aventura personal y casi novelesca, debido a sus personalidades ególatras”.

Napoleón I descansando en el campo de batalla de Wagram, el 6 de julio de 1809. Pintura al óleo de Adolphe Roehn.
Napoleón I descansando en el campo de batalla de Wagram, el 6 de julio de 1809. Pintura al óleo de Adolphe Roehn. RMN-PALACIO DE VERSALLES

Una interpretación que se dio de bruces con otra opuesta, también en forma de libro, en lo que supuso el germen de uno de sus debates editorial-intelectuales genuinamente franceses. En este caso fue el también ensayista Olivier Gracia quien, en La Historia siempre se repite dos veces, sostenía que el actual presidente de la República no se parecía en realidad a Napoleón, sino a Luis Felipe de Orléans, el último rey de Francia. ¿Su argumentación?: “Macron ha despolitizado la burguesía; da igual que sea de derechas o de izquierdas, lo único importante es que la economía funcione… y eso es exactamente lo que hizo Luis Felipe, un rey que reconcilió los dos bloques. Ni Macron ni Luis Felipe son ni bonapartistas, ni legitimistas, ni republicanos… son ellos mismos”.

Cabe preguntarse si, en la Francia de Macron, es un estricto fruto del azar el hecho de que estén abiertas al público dos gigantescas exposiciones a la mayor gloria de Bonaparte. “No es más que una casualidad, no hay que buscarle más explicaciones”, zanja con un ligero rictus de ironía Fréderic Lacaille. Él es conservador jefe del patrimonio en los Museos Nacionales de Versalles y Trianon, además de uno de los comisarios de la muestra Napoleón. Imágenes de la leyenda, que abrió sus puertas el pasado 7 de octubre en el Museo de Bellas Artes de Arras (norte de Francia), donde permanecerá hasta el mes de noviembre.

En el libro ‘Macron Bonaparte’, el analista político Jean-Dominique Merchet subraya las similitudes entre el actual presidente francés y el cónsul y emperador

 

Se trata de un verdadero desembarco de los tesoros artísticos que en torno a la figura del general, cónsul y emperador albergan las galerías históricas creadas en el palacio de Versalles por el rey Luis Felipe de Orleans en 1837. “Versalles sigue siendo un gran museo napoleoniano que guarda la mayor parte de las pinturas, esculturas y objetos decorativos encargados por Bonaparte entre 1799 y 1815 con el fin de comunicar su poder. Pero estas colecciones son mal conocidas, porque la mayor parte de la gente que va a Versalles quiere a Luis XIV y a María Antonieta, y ni siquiera saben que todas estas obras están allí”, explica Lacaille en el vestíbulo de la antigua abadía de Saint-Vaast, hoy sede del museo.

Esta pintura al óleo de Eugène Isabey muestra el regreso de las cenizas de Napoleón Bonaparte de la isla de Santa Elena a Francia. 1840.
Esta pintura al óleo de Eugène Isabey muestra el regreso de las cenizas de Napoleón Bonaparte de la isla de Santa Elena a Francia. 1840. RMN-PALACIO DE VERSALLES

El conjunto es apabullante. La exposición recorre con lujo de detalle la vida del personaje desde su nacimiento en Ajaccio (Córcega) en 1769 hasta su muerte en la isla británica de Santa Elena en 1821. Es la biografía artístico-histórica de un hombre que se graduó con 15 años en la Real Escuela Militar de París, que con 26 ya era general de brigada, que conquistó media Europa y que acabó alcanzando las mayores cotas de poder imaginables, como Cónsul, primero, y como Emperador, después. Revolución francesa, Directorio, Consulado, Imperio y Monarquía: Napoleón Bonaparte lo vivió todo y lo vivió sin desmayo. Francia nunca le respondió con un veredicto unánime: demonio para unos, héroe para otros.

Pistola hallada en la maleta de Napoleón en Waterloo.
Pistola hallada en la maleta de Napoleón en Waterloo.RMN-PALACIO DE VERSALLES-MUSÉE DE L’ARMÉE

El bicornio de Napoleón en la campaña de Rusia.
El bicornio de Napoleón en la campaña de Rusia.MUSEO DEL EJÉRCITO-RMN-GRAND PALAIS

“Fue un joven general al servicio de la Revolución pero si usted contempla algunas de estas pinturas comprobará que, en el fondo, sentía un secreto gusto por la realeza y sus símbolos”, argumenta el comisario de la exposición. Las emperatrices Josefina y María Luisa, los mariscales de Napoleón –Murat, Duroc, Lannes, Lefebvre, Ney…-, los políticos y ministros a su servicio como Tayllerand, Denon o Carnot, los miembros de su familia –sus padres, sus hermanos José Bonaparte o Caroline Bonaparte…-, y algunos personajes de la época con quienes mantuvo relaciones tormentosas, como Chateaubriand, Madame de Staël o el siniestro ministro de Policía Joseph Fouché, desfilan por las salas de la exposición con la firma de los principales artistas al servicio de Napoleón: David, Gérard, Gros, Lefèvre y Lejeune, entre otros. Pero son ante todo las grandes pinturas de batallas las que vertebran el conjunto. Las campañas de Italia y Egipto, las sucesivas y triunfales contiendas contra Gran Bretaña, Rusia, Prusia y Austria… y también las sonoras derrotas en España y Rusia delimitan en luces y sombras la asombrosa trayectoria del militar y el hombre de Estado. Algunas de las obras más célebres sobre Napoleón están aquí, como una de las cinco versiones ejecutadas por Jacques-Louis David de Bonaparte cruzando los Alpes a lomos de su caballo blanco (aunque en realidad los cruzó montado en una mula, pero él encargó el cuadro para asimilarse a Aníbal y a Alejandro Magno, cosas del ansia de posteridad).

La otra cita es en el Museo del Ejército, situado en el edificio de Los Inválidos de París. A tiro de piedra de la colosal tumba de mármol donde reposan desde 1861 los restos del Emperador -siempre rodeada de turistas y donde el presidente Macron llevó del brazo a Donald Trump durante la visita del presidente de EEUU a París en julio del año pasado-, se despliegan las siete salas de la exposición Napoleón estratega.

Casaca de coronel de caballería de la Guardia Imperial.
Casaca de coronel de caballería de la Guardia Imperial. RMN-PALACIO DE VERSALLES-MUSÉE DE L’ARMÉE

La muestra, con un sinfín de obras de arte, casacas, gorros militares, armas (como la espada del Emperador durante la batalla de Austerlitz), mapas, maquetas e instalaciones interactivas,se centra en las hazañas militares del general corso y del arte de la guerra que corría por sus muy belicosas venas. Inaugurada el pasado 6 de abril (hasta el 22 de julio), pretende dar cuenta de la preparación de las campañas militares, a las que Napoleón aportó a partes iguales sus profundos conocimientos de la instrucción militar clásica y nuevas formas de hacer la guerra, que incluyen la puestas en marcha de redes de espionaje, el estudio geográfico y político previo y profundo de las zonas de batalla y, ante todo, un principio innegociable: llegar al escenario del combate antes que el enemigo.

Telescopio del general en la batalla de las Pirámides.
Telescopio del general en la batalla de las Pirámides.MUSEO DEL EJÉRCITO-RMN-GRAND PALAIS

Básicamente Napoléon avanzaba rápido y en línea recta, y le daban igual las distancias y los accidentes geográficos o meteorológicos. En 1805 contaba con un imponente ejército de 150.000 soldados. Siete años y muchas victorias después, eran más de medio millón. Fue el único jefe militar que tomó sucesivamente Berlín (1806), Viena (1805 y 1809) y Moscú (1812). “Pero en su país, en España, Napoleón se encontró con una forma de guerra que no conocía y para la que sus ejércitos demostraron no estar preparados: la guerra de guerrillas… y esa, junto con Rusia, fue su tumba”, explica la historiadora y conservadora Émilie Robbe, comisaria de esta asombrosa exposición.

La espada de Napoleón en la batalla de Austerlitz.
La espada de Napoleón en la batalla de Austerlitz.RMN-PALACIO DE VERSALLES-MUSÉE DE L’ARMÉE

Fue el Gran Corso un joven general imbuido de los principios de la Revolución que guerreó por toda Europa en defensa de la grandeur francesa. También, sin duda alguna, un émulo discreto del Rey Sol, un apasionado del boato y la alcurnia de los salones de la realeza y las intrigas de corte. Quizá, al cabo, un monumental ídolo con pies de barro, un pobre diablo atrapado en su incapacidad de poner límite a la codicia política y militar. Desde luego, un personaje real que supera toda ficción, como lo demuestra la excelente novelita La muerte de Napoleón, de Simon Leys, editada recientemente en español por Acantilado.

La culminación, por parte de la Fundación Napoleón y la editorial francesa Fayard, de la correspondencia completa de Bonaparte -15 años de trabajo, 15 volúmenes para un total de 40.000 cartas escritas o dictadas- acaba de cerrar el círculo de la semblanza definitiva de uno de los personajes más importantes de la Historia mundial. Muchas de ellas permanecían inéditas hasta ahora. Por ejemplo, una fechada el 5 de mayo de 1821 en Longwood (isla de Santa Helena, Atlántico Sur) que dice: “Señor Gobernador, el Emperador Napoleón ha muerto a las seis menos diez de esta tarde como consecuencia de una penosa enfermedad. Tengo el honor de informaros de ello, él me autorizó a comunicaros, si así lo deseáis, sus últimas voluntades”.

La carta la firma el Conde de Montholon.

En realidad la había dejado escrita Napoleón Bonaparte, Emperador de los Franceses.

¿Cuándo Bonaparte dejó de ser Bonaparte para pasar a ser Napoléon?

Fuente: Historias de la Historia

Autor: JAVIER SANZ

Esta redundante pregunta aparece en la mente de cualquiera que haya leído una biografía del corso que gobernó Francia, ya que enseguida se puede observar esta diferencia entre el joven general Bonaparte y el emperador Napoleón I. Pero ¿cuándo Bonaparte se convirtió en Napoleón? ¿Por qué dejó de ser un ciudadano o un primus inter parespara convertirse en un emperador muy próximo a ser un dios al estilo greco-romano? ¿Qué le hizo cambiar su idealismo revolucionario por el absolutismo? ¿El poder? ¿La fama? ¿La idolatría de los demás? ¿Será cierto aquello de «el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente»?

El cambio oficial que sufrió este personaje, el cambio que le llevó a abandonar su categoría de ciudadano Bonaparte para ser simplemente Napoleón, es la coronación en la Catedral de Notre Dame de París el 2 de diciembre de 1804. Este acto simboliza el ascenso definitivo que el corso había ido asumiendo a lo largo de los cinco años de consulado. Sin embargo, este solo sería la transformación de cara al público y la opinión internacional, el auténtico cambio había tenido lugar en otro momento. Divagar sobre una fecha exacta sería un error, ya que es imposible fechar un pensamiento de un hombre que hace dos siglos que murió, pero podríamos llegar fácilmente a una conclusión razonable si tenemos en cuenta dos fechas clave de la vida de Napoleón. En primer lugar, el 9 de noviembre de 1799: apoyado por el ejército y diversos políticos, Napoleón dio un golpe de estado que lo llevó a convertirse en Cónsul de la República de Francia. Dejando de ser un mero espectador de la intrincada política revolucionaria para pasar a ser un actor protagonista del juego. Y, en segundo, el 2 de diciembre de 1805: exactamente un año después de su coronación, cerca del pequeño pueblo de Austerlitz —en la actual República Checa—, la Grande Armée de Napoleón derrotó de forma increíble a los ejércitos de la Tercera Coalición.
Teniendo en cuenta estos dos hechos, con los que Napoléon llegó a lo más alto, debemos suponer que la fecha que buscamos se encuentra entre ellos, pero ¿cuándo exactamente?

Antes de pasar a concretar una fecha, deberíamos tener en cuenta los motivos que provocaron este “cambio radical” en la mentalidad de Napoleón que estuvieron en su forma de ser desde que ingresó en la Escuela Militar de Briennes, y fueron también los motivos que lo hicieron sobrevivir a lo largo de su carrera. Hemos estado hablando del poder, incluso podríamos afirmar que el principal motivo de su cambio fuera este, pero más que el poder lo que era típico de la personalidad del Emperador no era en sí el poder, sino el deseo de poder, es decir, la ambición. Fue esta la que lo llevó a triunfar en Toulon, en Austerlitz, y en una larga lista de campos de batalla; incluso, le favoreció en su regreso después del exilio en Elba. Pero al mismo tiempo fue esta la que lo perdió en Moscú, Leipzig o Waterloo, llevándolo a su desgraciado final en Santa Elena.

Ya puestos en precedentes —tanto de historia como de “psicología napoleónica”—, debemos considerar que, aun siendo el líder de Francia, entre 1799 y 1803, Napoleón seguía considerándose hijo de la Revolución y un ferviente seguidor de sus ideales. No sería hasta que el ministro de policíaFouché le sugirió el Imperio a finales de 1803, que se le pasaría por la cabeza tal idea, ya que el joven Bonaparte era un hombre con unas ideas firmes. Por lo que el golpe de estado de finales de 1799 no fue la fecha que le hizo cambiar. Pero, si lo pensamos bien, tampoco debe ser la coronación de diciembre de 1804, ya que en ese instante ya se había producido el cambio, en aquel momento ya se creía alguien lo suficientemente poderosos como para coronarse a sí mismo. Entonces, ¿qué sucedió durante la primera mitad de 1804 que implicará un cambio en el equilibrio de poderes internos y externos de Francia, que hiciera que Napoleón se creyera invencible? El 21 de marzo de 1804 la oposición al gobierno de Napoleón fue eliminada. El pariente más cercano a los Borbones, y muy posible líder de las conspiraciones contra Napoleón, el Duque de Enghien, fue secuestrado y ejecutado de forma sumaria, logrando, de este modo, que el pequeño corso actuara por primera vez como un dios, eliminando a un hombre a su placer y deseo, a pesar de que se acepta que tal vez no estuvo involucrado directamente.

"El arresto del duque de Enghien" de  Alphonse Lalauze

Podríamos afirmar, y estaríamos en lo cierto, que después de la muerte del Duque de Enghien, Napoleón ya no tenía enemigos que no lo temieran, estaba solo ante el poder, era el único que podía dirigir Francia hasta la cumbre. Esto, junto a su carácter claramente ambicioso, provocó que el mismo se cargara encima sus espaldas el peso de un país, de un imperio, y fue también el factor que hizo que el corso cambiara el chip —a pesar de que en los discursos y arengas se siga considerando hijo de la Revolución— para pasar de ser un joven militar idealista y ferviente seguidor de los ideales revolucionarios, a un monarca absoluto ilustrado con el único objetivo de ser el amo de Europa y del Mundo.

Waterloo en sangre y tinta.

Carga de la caballería británica durante la batalla de Waterloo

Fuente: eldiario.es

Autor: Joaquín Torán

El domingo 18 de junio de 1815 llovió intensamente. El suelo se embarró de tal forma que apenas se podía maniobrar. Los soldados se trababan en combates cuerpo a cuerpo, a bayonetazos. Los cadáveres, despedazados por el fuego de artillería, salpicaban el escenario. Las tropas aliadas, un contingente heterodoxo formado por holandeses, belgas renuentes a formar parte del yugo imperial napoleónico, británicos y alemanes, estaban dirigidas por Arthur Wellesley, el duque de Wellington, y por el septuagenario príncipe Gebhard Leberech von Blücher, un duro general que se creía embarazado de un elefantito. Del otro lado, estaba el feroz ejército de Napoleón. Ambos cuadros se habían masacrado durante dos días en las accidentadas inmediaciones de Bruselas.

El decisivo enfrentamiento entre Napoleón y sus adversarios se inició a las 11.30 y se prolongó durante casi doce horas. Aunque la victoria estuvo a punto de inclinarse varias veces del lado francés, con un Ejército más numeroso y fiero, fueron los sucesivos errores de sus mandos los que terminaron por decantar la batalla.

Napoleón encargó la dirección y planificación de la contienda al mariscal Ney, «el más valiente entre los valientes», un soldado aguerrido pero impetuoso, cuya precipitación acabó condenando a su Ejército. Además, el emperador vitalicio (ostentaba el rango como concesión de sus antiguos enemigos) cometió el peor error posible en un militar experimentado: subestimó al rival. Napoleón creyó en todo momento poder separar al Ejército británico del prusiano, machacarlos por separado, y plantarse en apenas una jornada en el palacio real de Bruselas. La realidad, sin embargo, fue que su milagroso regreso del exilio mantuvo al mundo en vilo durante aproximadamente cien días.

Las consecuencias de la derrota de Napoleón se extendieron por toda Europa. El declive del general puso fin a las aspiraciones independentistas de los polacos, cuyas tierras pertenecían al imperio ruso. Entre sus más insignes miembros, se encontraba el conde Jan Potocki. Viajero infatigable, matemático, soldado, Potocki debe su fama universal a Manuscrito encontrado en Zaragoza (1804-1805), novela gótica que nace de sus experiencias bélicas napoleónicas. Al descubrir que el mundo que soñó se desintegraba, enfermo de neurastenia, se disparó en diciembre de 1815 un tiro en su biblioteca. La bala la fabricó limando una cucharilla de plata.

'La carga de los escoceses grises en Waterloo', de Stanley Berkeley

Una batalla muy literaria: humanidad y épica

Las noticias del triunfo aliado no tardarían en propagarse. Cuando el mayor Percy, hijo de buena familia, realizó su memorable viaje para presentarse ante la plana mayor del Gobierno inglés con la noticia del triunfo, cuentan que el habitualmente contenido príncipe regente, ante quien debía responder, chilló histéricamente. Es una anécdota más de las numerosas que se conocen sobre aquella batalla. Muchos de sus participantes, así como de los testigos de aquellos días, sabedores de la trascendencia del conflicto, llenaron páginas sobre sus impresiones y sobre maniobras técnicas. La batalla de Waterloo es una de las más estudiadas de la historia. Ayuda la abundancia de datos sobre la misma.

Un buen manual sobre lo que fue y supuso Waterloo acaba de llegar a las librerías.Waterloo. La historia de cuatro días, tres ejércitos y tres batallas (Edhasa) es el último libro del escritor Bernard Cornwell, especialista en novela histórica. Cornwell posiblemente sea uno de los mayores expertos en aquel conflicto que «lo cambió todo». En 1981 creó al fusilero Richard Sharpe, protagonista de 22 novelas en las que se narra su participación en importantes acontecimientos de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Sean Bean le puso rostro televisivo.

La postrera aparición del fusilero será en la decisiva famosa batalla en suelo belga.  Sharpe en Waterloo, de 1992, encumbró a Cornwell como estudioso: su vívida y honesta recreación es de las mejores que se han escrito sobre el 18 de junio de 1815. Su reciente ensayo sigue esa estela de honestidad y viveza.

Cornwell, en contra de lo que es habitual dentro de la triunfalista historiografía británica, no se decanta por ningún bando. Su obra es amena, exhaustiva, logra embutir al lector dentro de una casaca y situarlo, con pavor, en los bucólicos páramos devastados de Bélgica.

El mayor de sus méritos es el de transmitir la sensación de chapuza, improvisación y desbandada que caracterizó las últimas jornadas guerreras de un Napoleón en el ocaso. El escritor priva de toda épica el conflicto, rebajándolo a su dimensión humana. Nada que ver con Arthur Conan Doyle.

'La carga de los coraceros franceses en Waterloo', H.F. Philippoteaux

Mundialmente conocido por ser el padre del detective Sherlock Holmes, Conan Doyle suspiró por ser más bien reconocido como escritor de novelas históricas. Él mismo se declaraba más partidario de este tipo de literatura. Como buen novelista británico de su tiempo, se atrevió con todos los géneros populares. Sus relatos de terror son muy dignos. La novela policíaca dio en sus manos un salto cualitativo como pasatiempo de salón.

Conan Doyle admiraba y temía a Napoleón. Concibió una serie humorística y casi picaresca sobre el brigadier Gerard, soldado del Ejército francés. Del narrador escocés es también esta frase: «Estaba muy bien pintar caricaturas suyas (del general francés), y cantar tonadas burlescas sobre él, y considerarle un usurpador, pero yo he de hablar acerca del miedo que despertaba ese hombre, y que se extendió como una sombra negra sobre toda Europa». Pertenece a  La gran sombra(Valdemar), una novela breve, de algo más de cien páginas, llena de momentos hermosos, como corresponde a un libro melancólico y triste.

En La gran sombra (1892), Conan Doyle cede el protagonismo a dos amigos campestres que acaban enrolándose contra Napoleón para consumar una venganza. La presencia del general es una amenaza paralizante. El escritor le otorga un cameo imponente. También se tomará la licencia de convertir en personaje de ficción al abogado, y posterior novelista, Walter Scott; en su ficción, Scott luchaba contra el temible enemigo francés, algo que jamás hizo en la realidad. Fue, eso sí, uno de los primeros europeos en visitar el campo de batalla tras el armisticio y en hablar con veteranos.

A Waterloo le dedicó un poema, por el que no quiso percibir nada: las ganancias las destinó a un fondo para viudas y huérfanos de la guerra. El poema, tremendamente flojo, no figura entre lo más granado de su producción.

Una batalla muy literaria: el desencanto y la crítica

Para tener una visión modélica, en la ficción, de lo que fue Waterloo, hay que dejar de lado la documentada imaginación de Conan Doyle y recurrir a las fuentes. En la práctica, La Cartuja de Parma, de Stendhal, lo es. Marie-Henri Beyle, verdadero nombre del autor, participó como intendente militar, y testigo de excepción, en varias de las campañas del Gran Corso, hasta su primera caída en 1814. Con él estuvo en Brunswick, en España, en Italia. Coincidía con el general en sus simpatías republicanas.

La Cartuja de Parma es casi su testamento literario: compuesta en apenas dos meses durante 1839, es una novela marcada por la pasión. Es, además, la catarsis de un hombre acuciado por la soledad y el desafecto. Su estampa de Waterloo no es amable. Tiene visos de locura, de pesadilla. Sitúa a Fabricio, su ingenuo protagonista, en un escenario presidido por el estrépito y la barahúnda, en el que se mata y se sobrevive de manera infame.

Esta aproximación descarnada a la batalla, alejada de cualquier atisbo romántico, disgustó a sus contemporáneos franceses, salvo a Balzac. León Tolstói, afrancesado como la mayoría de nobles de su país, admitiría haberse enamorado de esas pocas y cruentas páginas y de haberlas usado para su retrato de Austerlitz, uno de los más sonados éxitos de Napoleón, en su monumental Guerra y paz (1865).

Stendhal escribe: «Con que la guerra no era ya aquel noble y común arrebato de almas generosas que él (Fabricio) se había imaginado por las proclamas de Napoleón». El desencanto del ferviente republicano francés es mayúsculo. La magnitud de esta distancia es clamorosa, por proferirla quien dedicara una incompleta biografía, y varias escenas en Rojo y negro (1830), al amado general.

En esa sentencia, se opuso al juicio de Victor Hugo cuando proclamaba que «Waterloo no fue una batalla sino un cambio de frente por parte del Universo». La derrota francesa sólo pudo deberse, refiere el autor de Los miserables, y así lo creyeron muchos de sus compatriotas, a inescrutables disposiciones del Destino. La propaganda napoleónica, auspiciada por el propio Emperador, hizo creer en la imbatibilidad de Francia y en la invencibilidad de Napoleón. El corso, cultivado como era, amaba a los hagiógrafos latinos.

La visión mítica de Napoleón no fue compartida por todos los franceses. Por ejemplo, los escritores Erckmann-Chatrian, que formaban un talentoso y exitoso tándem, serían muy críticos con la política de movilización y levas implantada por el general. Quizás les pesaba el origen: Émile Erckmann y Alexandre Chatrian eran oriundos de Lorena, región disputada por Francia y Alemania a lo largo de la historia. Waterloo (1865), secuela de Historia de un recluta de 1813 (1864), es un alegato antibelicista que rehúye el entusiasmo.

El general Rapp informa a Napoleón de la carga contra los rusos, pintura del barón Gérard

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Denis Diderot o la pasión.

Autora: María José Villaverde.

Fuente: El País, 5/X/2013

Sapere aude:atrévete a pensar por ti mismo, a cribar las creencias religiosas establecidas, las ideas políticas convencionales, las concepciones científicas tradicionales, las costumbres, la moral… Bajo ese lema ilustrado y en el salón de la rue Royale del barón D’Holbach, se reunieron dos veces por semana durante un cuarto de siglo los librepensadores e intelectuales más avanzados de su época. En torno a una mesa de platos refinados y de vinos exquisitos destacaba el verbo apasionado del más audaz de todos ellos, Diderot.

Denis Diderot, que se convertirá en la punta de lanza de la Ilustración radical, había nacido el 5 de octubre de 1713 en Langres (Francia). Cuando, con 15 años, aterriza en París para ingresar en uno de los grandes colegios jesuitas, el Louis-le-Grand, vivero de personajes célebres como Molière o Voltaire, es un devoto muchacho de provincias que se prepara para ser sacerdote pero que será, más tarde, arrastrado hacia la vida bohemia. Como tantos otros plebeyos desde Rousseau a Raynal (su padre era un próspero forjador de cuchillos), conquistará París y acabará siendo el alma del salón de D’Holbach.

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