Sálvese quien pueda.

La balsa de la Medusa, de Théodore_Géricault, 1818-19. Museo del Louvre.

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Fuente: jotdown.es

El cabo Blanco que supuestamente avistaron en la Medusa horas antes del naufragio.

La Medusa

Se discutía por la mañana en la fragata francesa si aquella masa blanca que habían avistado sobre el horizonte sería el cabo Blanco, o solamente una capa de vapor, una nube.

Pasado el mediodía se discutía ya si no estarían navegando sobre el banco de Arguin, tan brava era la incompetencia del capitán. El plomo del escandallo alertó entonces diez metros de profundidad y De Chaumareys ordenó todo a estribor como quien se revuelve en vano ante la muerte triunfante.

Fue exactamente aquí, en estos bajíos que emergen al resguardo del cabo, a las tres y cuarto de la tarde del martes 2 de julio de 1816: el naufragio más importante en la historia de la cultura occidental.

El que fue el más importante, al menos, hasta que Rose y Jack empañaron el Renault Coupé de Ville en la bodega del Titanic.

Aquí encalló la Medusa.

Aquí se arruinó este soberbio navío que debía comandar una expedición —corbeta Eco, urca Loira y bergantín Argus— desde la isla de Aix hasta la ciudad de Saint Louis, en la desembocadura del río Senegal, para retomar la posesión de esta colonia, recuperada por Francia de la mano de los ingleses en la restauración del Congreso de Viena de 1815.

Pero aquella tarde de verano sahariano la Medusa quedó varada en la pleamar frente a las dunas de Mauritania.

La balsa

Aún permanecieron sus tripulantes tres días a bordo antes de comprender, así atrapados, que el casco se iría resquebrajando cada vez más y que la fragata estaba definitivamente perdida.

Sálvese quien pueda.

Casi la mitad de las doscientas cuarenta almas a bordo de la Medusa embarcaron en los seis botes de los que disponía el buque. Entre ellos, el gobernador Schmaltz y el capitán De Chaumareys

El resto, ciento cincuenta desgraciados, se apretujaron en una balsa improvisada que debía permanecer amarrada a esa flotilla de media docena de botes de náufragos.

Las seis lanchas habían prometido remolcar la balsa de la Medusa a tierra firme —si es que las arenas del desierto merecen tal consideración—, y desde la orilla formarían todos juntos una caravana para caminar el desierto rumbo sur desde el banco de Arguin hasta Saint Louis, a través de más de quinientos kilómetros.

Ese era el trato.

Pero poco después de evacuar el buque los botes concluyeron que la balsa los lastraba demasiado y largaron las amarras.

A menos de treinta kilómetros de la costa, con las dunas prácticamente a la vista, soltaron esa almadía de maderos mal atados, de veinte metros de largo por siete de ancho, que apenas mantenía a flote con el agua por las rodillas a centenar y medio de condenados a la agonía más atroz.

Los abandonaron a la deriva.

Más de una docena de aquellos infelices de la balsa fallecieron en la primera noche al pairo del Atlántico. Cuando el sol se puso por segunda vez estalló una refriega de cuchilladas y sablazos, y al amanecer del tercer día se contaban ya menos de ochenta vidas a bordo de la maderada. Sin comida. Ni agua. Devoraron los cadáveres secados al sol. Retomaron las bayonetas. Al quinto día, quedaban solo treinta tripulantes. En el día séptimo, sentenciaron a los más enfermos arrojándolos al mar. De los ciento cincuenta náufragos de la balsa de la Medusa solamente quince sobrevivieron a esa primera semana.

El bergantín Argus halló por sorpresa a estos quince muertos vivientes trece días después de haber sido abandonados en alta mar a una expresión animal de la lucha por la supervivencia.

La Medusa debía comandar una flotilla hasta Saint Louis, capital colonial del Senegal.

Los botes

Los tripulantes de los seis botes que abandonaron a tal suerte a la balsa tampoco garantizaron su propia vida.

Solamente dos de aquellas lanchas pudieron alcanzar sanos y salvos esta isla de Saint Louis, después de tres días y tres noches de meritoria navegación de emergencia desde el banco de Arguin.

En uno de esos botes había embarcado el gobernador Schmaltz. En el otro, el capitán De Chaumareys.

El resto de la flotilla se mantuvo igualmente a flote por tres días y tres noches, pero terminó encallando a más de ciento cincuenta kilómetros al norte de Saint Louis. Vagaron cinco jornadas por todos los infiernos del Sáhara, siguiendo la costa hacia el sur, antes de arrastrarse abrasados por las puertas de la capital de la colonia senegalesa a las siete de la tarde ​del sábado 13 de julio.

Mucho más lastimosa fue la caminata de sesenta y tres náufragos de esos mismos botes: en vez de mantenerse a bordo de las lanchas hasta encallar, este grupo se había apresurado a lanzarse a tierra solo un día después de haber abandonado la Medusa, aún más al norte de la duna de las Mottes d’Angel. Su procesión se alargó durante diecisiete días y diecisiete noches. Aparecieron cincuenta y cuatro espectros en Saint Louis el martes 23 de julio a mediodía.

Por el camino habían enterrado a seis compañeros, y extraviado a otros tres.

Y aún hubo —aunque duela solo imaginarlo— quien padeció un calvario tres veces más prolongado que estos últimos náufragos vagabundos: aquella tarde nefasta en el banco de Arguin hubo diecisiete personas que se negaron a embarcar en la balsa y que se empeñaron en refugiarse en la fragata varada. Una goleta francesa que había partido de Saint Louis halló la Medusa tal como la habían abandonado al cabo de cincuenta y dos días.

Solamente tres de aquellos diecisiete desventurados habían sobrevivido allí, casi dos meses, en los mismos restos del naufragio.

Rescataron esos huesos moribundos. La tripulación de la goleta tomó inmediatamente después la Medusa como botín legítimo y la desvalijó hasta vender la bandera de Francia a precio de trapo.

Los supervivientes se hacinaron en el campamento de la playa de la Anse Bernard, en Dakar.

Los náufragos

El gobernador inglés se negó a entregar la colonia del Senegal a los franceses tras el vergonzoso desastre de la Medusa, y retrasó cuanto pudo el traspaso del territorio.

Expulsaron a los náufragos de Saint Louis.

Se fletó el bergantín Argus y un tres mástiles para transportarlos hasta el Cabo Verde, aún más al sur, entre los ríos Gambia y Senegal. Zarparon tres días después de haberse reagrupado en Saint Louis los esqueletos torturados de la balsa y de los botes. Los desembarcaron junto a un pueblo que llamaban Daccard.

Aquí, en Dakar, en la playa de la Anse Bernard, que mira de frente a la isla de Gorée, se levantó un campamento en el que hubieron de hacinarse entre los espasmos, las disenterías, y las fiebres pútridas de la estación de lluvias. Subsistieron en esa caleta a base de quina estropeada y farmacopea de marabú —ron caliente con té de pimienta— hasta finales de noviembre, cuando se les autorizó la vuelta a Saint Louis.

Así se trató a los náufragos.

Confrontaron la deshumanización más cruel, sepultaron a los suyos en el mar o en la arena, se asfixiaron días y noches por el océano y el desierto, y se les negó cualquier acto de compasión o misericordia cuando alcanzaron de milagro su destino.

Ni una mínima intención de desagravio, ni rastro de dignidad.

Los barrieron bajo la alfombra.

Eran incómodos para el gobernador y el capitán porque los náufragos de la Medusa encarnaban inequívocamente la alegoría de los súbditos abandonados por la corona a sufrimiento salvaje. La de los soldaditos de plomo conducidos a un trance repugnante por la nulidad de sus dirigentes.

El ingeniero Alexandre Corréard fue el superviviente más debilitado de la balsa de la Medusa y pudo quedarse en Saint Louis y evitar el campamento de Dakar. Ya en septiembre aprovechó una mejoría en las fiebres y salió de caza en Gandiolle, al sur de la capital colonial, donde encontraron campos de maíz y de mijo, un joven león, un lagarto del tamaño de un hombre, hierbas de más de dos metros de altura, y nubes de garcetas revoloteando alrededor de un baobab cuyo tronco trazaba en la tierra una circunferencia de veintipico metros.

Corréard zarpó de vuelta a casa en la urca Loira y atracó en la ciudad francesa de Brest antes del mes de octubre.

Corréard salió de cacería Gandiol, al sur de Saint Louis, antes de volver a Francia.

Los naufragios

El cirujano Henri Savigny también sobrevivió a la balsa de la Medusa y pudo embarcar en la corbeta Eco antes que Corréard. Llegó a Brest a primeros de septiembre. El día 12 entregó personalmente en el Ministerio de la Marina la memoria que había redactado del naufragio.

Su relato se filtró al momento a la prensa y apareció publicado el mismo 13 de septiembre en el Journal des Debats.

Se encendió un escándalo de alcance mundial.

Corréard y Savigny firmaron a continuación una versión conjunta: Naufrage de la Frégat La Méduse (El naufragio de la Medusa. Ediciones del Viento, 2014), testimonio en el que se fundamentan estas líneas.

Denunciaron los coautores que se había enchufado a De Chaumereys al mando del buque pese a su evidente impericia.

Y que horas antes del naufragio se habían ignorado señales clamorosas del riesgo que acometía la fragata aproximándose al banco de Arguin, como las advertencias luminosas de corbeta Eco, los avisos de los oficiales de guardia Maudet y Lapérè, los cambios de color característicos en el agua, o la arena y las hierbas apreciables en la superficie del océano.

Y que así, que de la manera más sonrojante, se había hundido uno de los navíos franceses más solventes en la época, la fragata que debía solemnizar la recuperación de los derechos sobre el Senegal.

La historia terminaría perpetuando a Corréard y Savigny en Le radeau de la MéduseThéodore Géricault les concedió el protagonismo del lienzo que trabajó con obsesión durante meses y que expuso tres años después del naufragio en el Salón de 1819.

Aquel verano no se habló de otra cosa en París.

Y, por lo tanto, en el mundo.

La balsa de la Medusa fue censurada y jaleada con idéntica rabia, pero todos sin distinción habían advertido la furia de la pintura contra una élite desmerecida que dilapidaba los tesoros del país y que sin dolor de conciencia podía pastorear a sus paisanos hasta un final abominable.

Los entusiastas que encumbraron o que aborrecieron a Géricault se habían estremecido por igual ante aquella obra maestra de la historia del arte, éxtasis terrible del romanticismo, de belleza perturbadora, casi inexplicable.

Para siempre queda en el Louvre esta escena de Corréard y Savigny avistando los rescatadores en la lejanía desde la balsa de la Medusa.

Uno no cuenta en la vida con rebatos tan poderosos de los naufragios que lo acechan.

Del desamparo que aguarda a la zozobra en la arena.

De las balsas de las medusas alrededor.

Sálvese quien pueda.

Mary Wollstonecraft, rompiendo esquemas.

Mary Wollstonecraft (detalle), por John Opie, 1899.

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Fuente: Jotdown.

«El recuerdo de mi madre ha sido siempre el orgullo y la dicha de mi vida, y la admiración que despierta en los demás ha sido la causa de la mayor parte de la felicidad de la que he gozado», escribióMary Shelley, en 1827, en una carta a Frances Wright. No fue casual que Shelley confiara sus sentimientos hacia su madre, Mary Wollstonecraft, a la escritora norteamericana: Wright se consideraba discípula de Wollstonecraft y, en cierta medida, había tomado su relevo. En el otro lado del Atlántico, la feminista norteamericana defendió públicamente la necesidad de una educación igualitaria y universal y abogó por la prohibición de la esclavitud, que ella, sin embargo, no llegaría a ver. Wright no había conocido personalmente a Wollstonecraft, sin embargo, su legado había sido determinante para la lucha social y política que había emprendido y que la llevaría a convertirse en una de las primeras mujeres con relevancia e influencia política de Estados Unidos. Mary Shelley tampoco la había conocido, su madre falleció pocas horas después de dar a luz, pero, a pesar de ello, Shelley siempre se sintió particularmente unida a su madre, de quien «se mantuvo como acérrima discípula». En efecto, como comenta Charlotte Gordon en Mary Wollstonecraft. Mary Shelley (Circe), el corpus de la obra de Shelley «destaca por su compromiso con los derechos de la mujer, y por su condena de la ambición masculina desatada». Ejemplo de ello es Lodore, novela que escribió tras la muerte de su marido, P. B. Shelley, y que no puede sino entenderse desde la asunción de los postulados maternos. En efecto, Lodore presenta personajes masculinos particularmente débiles y mujeres que toman las riendas de sus propias vidas. La protagonista, Fanny, es una mujer autónoma, vive «sin estorbos masculinos, apoyada por sus amigas» y «trabaja para reformar la sociedad, encarnando así el axioma de Wollstonecraft: si se les diera libertad a las mujeres, el mundo sería mejor para todos».

LodoreValperga —en ella, Shelley formula una dura crítica a la filosofía política de Maquiavelo, condenando su idea de que el fin justifica los medios, y retoma parte de las reflexiones de su madre en torno a la educación y al matrimonio— y, en parte, Frankenstein reflejan el peso que la obra de Wollstonecraft tuvo sobre su hija que, en 1836, una vez fallecido su padre, escribió en sus textos autobiográficos: «Fue Mary Wollstonecraft uno de esos seres que aparecen a lo sumo una vez cada generación para iluminar a la humanidad con un dorado rayo que ninguna diferencia de opiniones, ningún cambio de circunstancias, es capaz de empañar. Su genio fue innegable. (…) Fue una mujer a quien quisieron cuantos la conocían en persona. Han pasado muchos años desde que su palpitante corazón fue depositado en el sepulcro, frío y silencioso, pero nadie que la viera habla de ella jamás sin una entusiasta veneración».

Hoy, dos siglos después, Wollstonecraft es un nombre imprescindible dentro de la historia del feminismo; sus textos son fundamentales para comprender el movimiento por la liberación de la mujer del siglo XX y la lucha por el derecho al divorcio y al aborto, y su activismo abrió las puertas a nombres tan relevantes para el feminismo como Emmeline Pankhurst GouldenMargarita NelkenNelly RousselVirginia Woolf o Simone de Beauvoir. A pesar de ello, durante casi un siglo, su nombre desapareció de los libros y sus textos fueron condenados al olvido: la publicación de una biografía escrita por su viudo, William Godwin, y de parte de su correspondencia privada así como de algunos textos —a excepción de las obras de teatro inéditas, que Godwin decidió quemar al considerar que no tenían el suficiente valor para ser publicadas— condenó unánimemente a la autora de Vindicación de los derechos de la mujer. Si A Memoir, donde Godwin contaba sin escrúpulos la vida amorosa de su mujer, supuso de por sí un escándalo, Postumous Works no hizo más que acrecentar la polémica, dejando a los lectores «consternados por el tono furioso y el carácter obsesivo de las cartas sin corregir de Mary a Imlay». A partir de la publicación de estos dos libros, que, en contra de los deseos de Godwin, no tuvieron ningún éxito comercial, «la escritora profesional, la corresponsal política, la incisiva filósofa, la innovadora pedagógica, la atrevida empresaria que había mantenido a su familia y sus amigos sin que le temblara el pulso… todas ellas desaparecieron», solamente quedó de ella la imagen de una «radical enloquecida, autodestructiva y sedienta de sexo». A tal punto llegó su desprestigio que en The Anti-Jacobin Review, bajo el epígrafe «prostitución», el lector encuentra: «véase Mary Wollstonecraft».

La sociedad inglesa de entonces condenó la conducta de una de sus pensadoras más lúcidas: no le perdonaron el haber tenido una hija con el norteamericano Gilbert Imlay, con el que nunca se casó, o el haber mantenido relaciones con el pintor Henry Fuseli estando este casado —se llegó a decir que Mary propuso a Henry y a su mujer mantener una relación abierta y convivir los tres juntos—. Sin embargo, no solo por su vida amorosa fue objeto de críticas: Wollstonecraft era incómoda, sus textos cuestionaban el sistema de poder y de organización social, así como los valores sobre los que se sustentaba la tradicional sociedad inglesa no abierta a los cambios. Wollstonecraft se había opuesto abiertamente al matrimonio, que consideraba una institución que restaba libertad a las mujeres —el matrimonio, sostenía la escritora, era una forma de adquisición a través de la cual la mujer se convertía en pertenencia de su marido, del que dependía completamente—; defendía la independencia económica de las mujeres y, para ello, una educación igualitaria que permitiera a las mujeres trabajar. En resumen, reclamaba un nuevo papel de la mujer en la sociedad y, por tanto, una reestructuración de los roles tradicionales y una ampliación de los derechos. Sus reivindicaciones no quedaron solamente sobre el papel, Wollstonecraft se convirtió en una escritora y periodista profesional que no solo no necesitaba la manutención de ningún hombre, sino que con sus ganancias ayudaba a más de un amigo y a sus dos hermanas, a una de las cuales había liberado de un matrimonio infeliz.

Tras su muerte, su nombre desapareció; ni tan siquiera Stuart Mill, que en privado se reconocía admirador de su obra, osó citarla en su libro Subjection of Women, donde planteaba la igualdad de los sexos. Tuvo que llegar Virginia Woolf para que el mundo de las letras y de la cultura reconociera el legado de Wollstonecraft: «Son muchos millones los que han muerto y caído en el olvido durante los (…) años transcurridos desde que fue enterrada, pero al leer sus cartas, escuchar sus argumentos, pensar en sus experimentos y darnos cuenta de con qué altivez y qué apasionamiento captó el pulso de la vida misma, no cabe duda de que le corresponde una especie de inmortalidad: está viva, es activa, argumenta, experimenta; oímos su voz, y reconocemos aún hoy, entre los vivos, su influencia».

La actualidad de Mary Wollstonecraft

Primera edición impresa de Vindicación de los derechos de la mujer: críticas acerca de asuntos políticos y morales, 1792.

Todo comenzó con un artículo. Era 1789, Mary vivía en Londres y se ganaba la vida con su escritura. Hacía reseñas para Analytical Review y fue precisamente en este periódico donde decidió contestar al todopoderoso Edmund Burke, que, si bien dos décadas antes había defendido la guerra de Independencia americana en nombre de la libertad, ahora, desde las filas whig y en nombre de la tradición y del respeto al Gobierno, condenaba la Revolución francesa, criticando con dureza Reflections on the Revolution in France, el libro del doctor Price que Wollstonecraft no había dudado en elogiar desde las páginas del periódico en el que escribía. Wollstonecraft, que suscribía los ideales que defendía la revolución —la quema de la Bastilla, escribió, «anunciaba el alba de un nuevo día y como un león a quien despiertan en su guarida, la libertad se levantó con dignidad y se sacudió tranquilamente»—, no podía tolerar las afirmaciones de Burke, según el cual los pobres «deben respetar la propiedad en la que no pueden participar» y, por tanto, «hay que enseñarles su consuelo en las proporciones finales de la justicia eterna». Apoyada por su editor Joseph Johnson, Wollstonecraft escribió un duro artículo de contestación a Burke: «Es posible, señor, hacer más felices a los pobres en este mundo sin privarlos del consuelo que les otorga usted de modo gratuito», y proseguía: «La caridad no es un reparto condescendiente de limosnas, sino una interacción de buenos oficios y mutuos beneficios, fundamentada en el respeto hacia la humanidad».

Extremadamente crítica con Burke y con la sociedad aristocrática inglesa, a la que acusaba de ir en contra de la libertad, Wollstonecraft solo recibió el apoyo de Johnson, que no dudó en publicarle su Vindicación de los derechos del hombre, un texto que puede considerarse como el borrador de la Vindicación de los derechos de la mujer y que está impregnado de los ideales de la Revolución francesa. En esta primera Vindicación, la autora no hacía ninguna diferencia entre sexos, su perspectiva era, principalmente, de clase y no de género, siendo, en gran parte, resultado del debate con Burke y de la constatación de la desigualdad en derechos y privilegios entre clases sociales. El término «hombre» utilizado por Wollstonecraft no apelaba al sexo masculino, sino a la colectividad, si bien no fue entendido de esta manera o, por lo menos, no quiso serlo. El hecho de que una mujer escribiera un texto sobre los derechos de los «hombres» fue, de inmediato, objeto de crítica y de burla; Walpole tardó muy poco en tacharla de «hiena con enaguas» y The Gentleman’s Magazine no tuvo reparos en publicar un artículo en el que se leía: «¡Los derechos del hombre expuestos por una bella dama! No puede ser que haya pasado la época de la caballería; a menos que los sexos se hayan intercambiado sus terrenos. […] Deberíamos pedir disculpas por reírnos de una bella dama, pero es que siempre nos habían enseñado a suponer que el tema indicado para el sexo femenino eran los derechos de las mujeres».

Las críticas, sin embargo, fueron compensadas con los elogios, la mayor parte de ellos provenientes de los sectores liberales —Thomas Paine afirmó estar orgulloso de tener una defensora como Mary— y el libro fue un éxito de ventas; sin embargo, las críticas habían calado en Wollstonecraft, quien asumió que si había algo urgente era reivindicar los derechos de las mujeres. Le bastaron tres meses para presentar, en enero de 1792, el manuscrito de Vindicación de los derechos de la mujer a su editor, que, una vez más, decidió apoyarla. Johnson era una rara avis entre sus pares: odiaba la injusticia en todas sus formas, defendía los derechos de las mujeres y de los judíos; estaba en contra de la esclavitud y del trabajo infantil. Al mismo tiempo, no era un «simple idealista con la cabeza en las nubes», todo lo contrario, era «un negociador sagaz y habilidoso», cualidades que lo convirtieron en uno de los editores de más éxito.

Johnson había creído en Wollstonecraft desde el primer momento, cuando le llegó el manuscrito de Reflexiones sobre la educación de las hijas, donde, con un estilo sencillo, carente de toda floritura, la autora abogaba por «mejorar la educación de las mujeres y ampliar el abanico de opciones con las que ganarse la vida siendo mujer». Tras ese texto, resultado de la experiencia personal de la propia Wollstonecraft como profesora y de su atenta lectura de Rousseau, Wollstonecraft escribiría Mary, una novela en la que plasmaba a través de su protagonista las ideas defendidas en su primer ensayo, y Relatos originales de la vida real. Todos estos textos junto con la primera Vindicación sirvieron como preparación para escribir la obra que la consagraría definitivamente: Vindicación de los derechos de la mujer. En su ensayo, Wollstonecraft partía de Locke, Rousseau o Adam Smith para sostener la idea de que la mujer no puede ser considerada ni biológica ni socialmente como un ser inferior.

La autora contestaba así a una idea plenamente asumida y defendida por parte de los teóricos en cuyas obras ella se había formado y asumida también por parte de las mujeres que, «educadas para no tener nada en la cabeza, […] se enorgullecían de su fragilidad», considerando «su debilidad como un activo». Para Wollstonecraft, las mujeres «no eran intrínsecamente menos racionales que los hombres, ni carentes de temple moral», pero eran educadas para serlo, puesto que, como sostenía el propio Rousseau, la educación tenía como objetivo convertir a la mujer en el ser que el hombre quería que fuera: «La educación de las mujeres siempre debe ser relativa a los hombres. Agradarnos, sernos de utilidad, hacernos amarlas y estimarlas, educarnos cuando somos jóvenes y cuidarnos de adultos, aconsejarnos, consolarnos, hacer nuestras vidas fáciles y agradables: estas son las obligaciones de las mujeres durante todo el tiempo y lo que debe enseñárseles en la infancia». Frente a esta postura, la contestación de Wollstonecraft no podía ser más contundente: «La libertad es la madre de la virtud, y si por su misma constitución las mujeres son esclavas, y no se les permite respirar el aire vigoroso de la libertad, deben languidecer por siempre y ser consideradas como exóticas y hermosas imperfecciones de la naturaleza».

El libro no dejó indiferente a nadie y, si bien sus detractores no se quedaron atrás, los aplausos se impusieron. A pesar de ello, Wollstonecraft no quedó del todo satisfecha, sentía que habría podido «escribir un libro mejor», más complejo en sus planteamientos, consciente de que esa complejidad implicara repensar las cuestiones planteadas desde una perspectiva general, es decir, retomar, en cierta manera, el carácter de la primera Vindicación e incluir la defensa de los derechos de la mujer en una defensa de un nuevo modelo de sociedad, más igualitaria, menos autoritaria y más libre. «Me siento apenada, sumamente apenada al pensar en la sangre que ha manchado la causa de la libertad en París», escribirá poco tiempo después de llegar a París, en 1792, ciudad donde aquellas ideas que habían quedado in nuce en sus ensayos se desarrollarán en sus textos periodísticos y personales, y donde encontrará, en parte, el modelo de sociedad que ella deseaba para su Inglaterra natal: «La Revolución había influido para bien en las vidas de las mujeres, otorgándoles privilegios legales significativos», y, en efecto, en 1791 se había legalizado el divorcio y se había permitido a las mujeres heredar. En las filas de los liberales se abogaba por legalizar el voto femenino y la sociedad francesa demostraba una gran apertura con respecto a la sexualidad: Su amiga, Helen Maria «vivía con un inglés casado, John Hurford Stone, lo cual no impedía que en sus fiestas del domingo por la noche se llenara de visitas su salón. Madame de Staël estaba embarazada de su amante», y a los parisinos, cada vez más, «les costaba tomarse en serio los votos maritales».

Tras dejar París en 1795, Wollstonecraft realizó un viaje por el norte de Europa y, una vez más, volvió a romper esquemas. Dejó de lado su trabajo como corresponsal y se adentró en la literatura de viaje, «un género habitualmente reservado a los hombres». En pocos meses, escribió Cartas escritas durante una corta estancia en Suecia, donde la autora mezclaba el relato autobiográfico con reflexiones políticas, para las cuales su trabajo como periodista y su estancia en París habían sido determinantes. Como apunta Charlotte Gordon, estas cartas componen algo más que «un autorretrato encantador», es «un viaje psicológico y uno de los primeros exámenes explícitos de la vida interior de un escritor […], es un libro reflexivo e innovador, un anuncio emocional, pero también filosófico, de las metas artísticas de su autora, que con él pone en marcha una revolución artística».

Sus Cartas pondrán fin a un recorrido intelectual y literario sólido, del que, sin embargo, todavía hoy se tienen pocas noticias. Si bien es cierto que su Vindicación de los derechos de la mujer es hoy un texto clave de toda historia del feminismo, sus textos periodísticos así como sus críticas literarias han sido completamente ignorados, al menos por lo que se refiere al campo literario español, donde solamente fueron traducidas sus dos Vindicaciones y sus Reflexiones sobre la educación de las hijas. Reivindicar a la ensayista, la periodista y la narradora Mary Wollstonecraft es hoy más necesario que nunca, reivindicarla es la única manera de salvarla de ese olvido al que fueron condenadas tantas autoras, excluidas de un canon en el que ellas, las mujeres, no tenían ni presencia ni voz.

Delacroix, un símbolo de Francia.

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Fuente: La Vanguardia, 03/07/2018.

La exposición dedicada al pintor Eugène Delacroix (1798-1863) permite detectar el sentir de Francia en la actualidad. Hay que ir al Museo del Louvre y soportar las clásicas colas para sumergirse en el esprit de un pintor excepcional y de una época única en la historia europea de la magistral mano de los comisarios Sébastien Allard y Côme Fabre. Hallaremos un homenaje sentido, bien presentado y excelentemente explicado del pintor de la larga cabellera negra, las espesas cejas, los ojos oscuros y la tez cetrina que fue capaz de poner las reglas a su servicio para dar a entender al público de su tiempo, pero también del nuestro, el valor de la agitación revolucionaria, la agonía del alma creadora; no en vano Baudelaire llegaría a decir de él que era como “un volcán disimulado artísticamente bajo ramilletes de flores”. Por esa aura de héroe byroniano que tenía, Delacroix afrontó como ningún otro francés de su tiempo (en pintura, claro) que la transfiguración del espacio escénico es una respuesta a la noción del tiempo histórico.

Romanticismo, en definitiva. Con las fuerzas irracionales tratando de salir a flote, entre gritos de rabia y desespero pero también de alegría, de fiesta ciudadana, el mismo día en que el viejo general Lafayette volvió a cabalgar sobre su caballo blanco para ver si se ponía fin de una vez por todas a la dinastía de los Borbones. Y mientras recorremos las salas nos hacemos la gran pregunta cuya respuesta es precisamente la exposición: ¿qué tiene Delacroix que fascina cuando nos acercamos a él? Tiene que es el testigo de un momento estelar de Francia, los tres días de julio de 1830, “las tres gloriosas” que dignificaron el sentido de la revuelta del pueblo contra ese Antiguo Régimen que se negaba a ser lo que al cabo ya era, un resto de una historia acabada pues Carlos X con su incapacidad innata para entender el curso de los acontecimientos ofreció sin pretenderlo argumentos para el desarrollo del movimiento romántico.

Un mismo espíritu

Eso ya estaba claro unos años antes, en 1815, cuando Delacroix se reunía, junto a Géricault, otro gran pintor de ese tiempo, en el estudio de Horace Vernet para hacer frente amigablemente a los que se reunían en Barbizon en pleno bosque de Fontainebleau (Corot, Daubigny). A los ojos de los escritores como Victor Hugo o Alfred de Vigny no eran cenáculos rivales, eran partes de un mismo espíritu que se elevaba en Francia para canalizar los impulsos que venían del espíritu de la época. Fueron quince años de espera, que sirvieron para madurar las ideas, las formas de pintar, pero también el estilo de vida, que a Delacroix le llevó hasta el dandismo inglés, pues era en Londres donde se hacía los trajes, no en vano era hijo natural de Tayllerand. Pero siempre atento a todo lo nuevo, a lo más avanzado, como el recurso a la litografía para ilustrar en 1828 el Fausto de Goethe.

El ambiente cosmopolita de Londres le llevó a compartir confidencias con Chopin o George Sand, sus grandes amigos: confidencias sobre su amor por Elisabeth Salter, a la que escribía en inglés, “esa endemoniada lengua” como solía decir. Fue entonces, mientras estudiaba los colores del gran pintor John Constable, cuando encontró el tono de sus grandes obras, comenzando por La masacre de Quíos, con la que respondía a las exigencias de la ­intelectualidad de su época sobre la ­liberación de Grecia de la opresión otomana, ofreciendo como tema para el Salón de 1824 una atrocidad turca que había provocado repudio en toda Europa. Esta pintura donde ya queda clara su deuda con Miguel Ángel y Rubens labró su reputación de la noche a la mañana. No puede extrañarnos ya que aquí el tema principal son las escenas de la ­masacre y la batalla forma parte de un telón de fondo apenas entrevisto. Fue un éxito que le hizo profundizar en el alma humana de la mano de sus tres autores preferidos: Walter Scott, William Shakespeare y Lord Byron.

Efecto inglés

Desde ese momento hay un efecto inglés en su pintura que se percibe con fuerza en otro lienzo de reivindicación de Grecia en las ruinas de Missolongui, donde ya aparece el motivo de la mujer con los brazos abiertos pidiendo ayuda. Es una suerte de ensayo de su obra maestra con la que Delacroix rindió homenaje a la revolución de 1830: La Libertad guiando al pueblo, “en las barricadas” como él solía llamarla, donde madame France mira hacia atrás para ver si la sigue el pueblo, y avanza imparable adelante, advirtiendo al espectador que o bien se une a ella, o terminará aplastado por los ideales.

La libertad mira hacia atrás para ver si la sigue el pueblo, y avanza imparable hacia delante

Una vez vista esta bella obra de Delacroix descubrimos que constituye una verdad eterna para todo aquel que aliente el deseo de una vida honesta al servicio del pueblo. Tiene ese toque que se intuye también en el Hernani de Hugo (estrenado en París en febrero de 1830) o en la Sinfonía Fantástica de Berlioz (compuesta en 1830): sueños de una generación de jóvenes audaces que coincidieron en París en 1830: Gautier con diecinueve años, Chopin y De Musset con veinte, Berlioz y George Sand con veintisiete, Hugo con veintiocho, Balzac treinta y uno, Delacroix treinta y dos, Thiers y De Vigny treinta y tres. Al final cada uno de ellos, y en particular Delacroix convertido en el pintor oficial de la monarquía de Julio, apostaron por el poder del pueblo, del demos, es decir, por la democracia.

La Rebelión contra España de los criollos de Oruro y la emancipación de Argentina

La Rebelión contra España de los criollos de Oruro

La Rebelión contra España de los criollos de Oruro y la emancipación de Argentina

Los calabozos de Oruro en Buenos Aires, albergaron a los cabecillas de la rebelión orureña iniciada el 10 de febrero de 1781, que adquirió características excepcionales para España, al ser una masacre de ricos comerciantes y mineros peninsulares protagonizada por criollos, siendo juzgada la causa en la capital del Virreinato del Río de la Plata. Al ser caratulada como secreta fue desconocida hasta nuestros días, y a su desconocimiento colaboró el que estuvieran el Regimiento Fijo de Infantería, de Burgos y de Extremadura, alojados en el mismo solar que los reos. Sin embargo, en aquellos días debió ser conocida porque ellos fueron trasladados en varias oportunidades, y tuvieron libertad condicional dentro del marco de la ciudad.

La Rebelión contra España de los criollos de Oruro

La rebelión de Oruro, Alto Perú (actual Bolivia) fue una de las primeras rebeliones encabezadas por criollos en América, a la cual podría achacársele móviles caudillescos e individualistas de ambición personal más que anticoloniales, porque la carencia de un programa libertario permitió a sus líderes un comportamiento ambivalente y oportunista entre el apoyo a Túpac Amaru o a los españoles, según fuera su conveniencia coyuntural.

La Rebelión contra España de los criollos de Oruro

La condición de criollos les deparaba una serie de privilegios estamentales, de los cuales carecían los indios que encabezaron las rebeliones indígenas, siendo notorias las diferencias sustentadas con los juicios sumarios y ejecuciones llevados a cabo contra estos últimos. En cambio, a los criollos de Oruro, luego de un largo juicio en Buenos Aires, penoso por las condiciones en que se los mantuvo encarcelados en los primeros años, el Consejo de Indias los dejó en libertad, anulando la causa al alegar vicios de procedimiento notorios que impedían aprobar la sentencia dictada.

La Rebelión contra España de los criollos de Oruro

Por ello, debe considerársele un caso judicial en que los pasos de procedimiento mal aplicados complicaron la causa de tal modo que no existió otra posibilidad que desechar todas las pruebas y testimonios; el cual, de haber sido llevado a cabo legalmente y en tiempo lógico, podría haber concluido con condenas a muerte para los principales ejecutores.

Con todo, parece probable que los españoles empezaran a sentir que no podían perder el apoyo de los criollos, sus aliados naturales, cuando comenzaban a soplar vientos ideológicos emancipatorios en las colonias americanas, y corrían el peligro de perderlas. De modo que, el Consejo de Indias habría enmascarado una resolución política detrás de un dictamen profesional, pudiendo desechar todos los testimonios de los estamentos y castas, para terminar no aprobando ciertamente los dichos de los criollos implicados en la rebelión, aunque dejando dudas razonables al respecto.

La Rebelión contra España de los criollos de Oruro

Pudo haber un nexo conductor a través del presbítero Mariano Bernal, reo de la causa, que prestó servicios en el Real Colegio durante algunos años, y por las libertades condicionales. Suponiéndose que tal situación podría haber redundado en el conocimiento de su accionar subversivo contra el poder español, de parte de muchos porteños y la identificación consecuente. No por casualidad, después de mayo de 1810 serían identificados como “libertadores del Perú”, y secuaces de Túpac Amaru, aunque ello no fuera verídico, cuando debido a sus privilegios (haciendas y minas) pronto se enfrentaron con los seguidores del inca.

La Rebelión contra España de los criollos de Oruro

También puede establecerse que el Brigadier Cornelio Saavedra, potosino, llamaba Oruro a la actual calle Moreno, debido a la cita que Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López hacen de un parte de batalla de las invasiones inglesas donde la menciona con ese nombre, especificando esa única cuadra que actualmente va de Perú a Bolívar.

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Historia del vestido, el siglo XIX.

Fuente: Revista de Historia.

Durante las dos primeras décadas del siglo XIX hay una continuidad del estilo Imperio que había empezado en el siglo anterior. El traje femenino llegaba hasta el tobillo y tenía un amplio escote, lo que puso de moda enormes chales para cubrirse.

Historia del vestido, el siglo XIX

Las conquistas napoleónicas también influían en el vestir; tras la expedición de Napoleón en Egipto la moda se tiñó de cierta orientalidad y se puso de actualidad el turbante.

Historia del vestido, el siglo XIX

La Guerra de la Independencia volvió a despertar interés hacia lo español. Los hombres adoptaron nuevamente la capa española, y la mantilla, la peineta y el abanico reclamaban la atención de las mujeres.

Historia del vestido, el siglo XIX

Por su parte, el vestuario masculino acusó una gran influencia inglesa. Aparece el fenómeno del dandy, el hombre que destaca por su elegancia sin llamar la atención. Se ponen de moda los fracs, chalecos y corbatas. A partir de ahora será la mujer la que se convierta en la gran protagonista de la moda.

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Sixto Cámara (1824-1859), un aldeano revolucionario

Fuente: Anatomía de la Historia.

Autor: Roberto Pastor Cristóbal, 13/05/2015

El siglo XIX es el momento de las grandes revoluciones pero también, y valga la obviedad, el de los héroes revolucionarios.

En la época del romanticismo se elevaron los espíritus y pasiones, contribuyendo a forjar los grandes mitos nacionales encarnados en acontecimientos y personajes. Así nació la Historia como disciplina formalizada, para contar las grandes hazañas que habían llevado al hombre hasta el camino del progreso. El recuerdo es, sin embargo, selectivo y a pesar de que poseemos crónicas y biografías que narran multitud de hechos únicamente algunos han prevalecido en la memoria de las naciones europeas.

La Rioja dio al liberalismo español a Salustiano de Olózaga (1805-1873) y a Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903). Mas en un humilde pueblo de la ribera del Ebro nació un quizás más desconocido pero no menos singular protagonista de grandes sucesos en la convulsa etapa decimonónica española. Hablamos de Sixto Cámara, un socialista utópico español.

La forja de un rebelde

Sixto Sáenz de la Cámara y Echarri nació el 6 de agosto de 1824 en Aldeanueva de Ebro (actualmente, en la comunidad autónoma de La Rioja), un pueblo con una gran historia en movimientos y hombres contrarios al statu quo. Fue hijo de Escolástica Echarri y de Saturio Sáenz de la Cámara, quien había sido escribano del ayuntamiento y alcalde en pleno final del Trienio Liberal (1823). La familia era humilde y poca formación pudo darle pero sí le inculcaron el ardor de la lucha, y en plena adolescencia se alistó en una milicia para combatir al carlismo. La Rioja era tierra fronteriza entre el bando cristino o liberal y los absolutistas partidarios de Carlos, hermano de Fernando VII.

Sixto Cámara nació, vivió y murió en plena época de transformación de España, a todos los niveles. Políticamente se estaba constituyendo un régimen liberal-burgués basado en la constitución de un nuevo Estado controlado por oligarquías. Un control al servicio del régimen de la propiedad, nuevo definidor del sistema social. Débil pero constante fue el cambio económico con una agricultura que debía orientarse al mercado capitalista y una frágil industrialización periférica. Madrid aunaría todos estos cambios y además, quizás junto a Barcelona, se convertiría en el gran epicentro de los acontecimientos y de las nuevas ideas que venían de Europa.

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Declaración de independencia de Grecia (1822).

La matanza de Quíos, 1824.

«Nosotros, descendientes de los sabios y nobles pueblos de la Hélade, nosotros que somos los contemporáneos de las esclarecidas y civilizadas naciones de Europa […] no encontramos ya posible sufrir sin cobardía y autodesprecio el yugo cruel del poder otomano que nos ha sometido por más de cuatro siglos […].
La nación griega toma por testigos al cielo y la tierra de que, a pesar del yugo espantoso de los otomanos que amenazaban con aniquilarla, existe todavía. Después de esta prologada esclavitud hemos decidido recurrir a las armas para vengarnos y vengar a nuestra patria contra una terrible tiranía. […] Después de haber rechazado la violencia únicamente gracias a la valentía de sus hijos, declara hoy ante Dios y ante los hombres, mediante el órgano de sus representantes legítimos reunidos en congreso nacional, su independencia política.
Esta guerra contra los turcos en la que nos hallamos empeñados no es la de una fracción o el resultado de una sedición. No está destinada a la obtención de ventajas para una parte aislada del pueblo griego; es una guerra nacional, una guerra sagrada, una guerra cuyo objetivo es reconquistar los derechos de la libertad individual, de la propiedad y del honor, derechos que los pueblos civilizados de Europa, nuestros vecinos, gozan hoy.
¿Deberían se los griegos los únicos europeos apartados, como si fueran indignos, de esos derechos que Dios ha establecido para todos los hombres? ¿O bien estaban condenados por su naturaleza a una esclavización eterna que perpetuaba en su país la expoliación y las masacres? La fuerza brutal de unas cuantas hordas de bárbaros que, sin que se les hubiera provocado, vinieron, precedidas por la matanza y seguidas por el espíritu de destrucción, a establecerse entre nosotros ¿podría ser legalizada en algún momento por el derecho de los habitantes de Europa?
Partiendo de estos principios y convencidos de nuestros derechos, solo queremos, solo reclamamos nuestra reintegración a la asociación europea, ya que nuestra religión, nuestras costumbres y nuestra posición nos invitan a unirnos a la gran familia de los cristianos. Caminemos de común acuerdo hacia nuestra liberación, con la firme resolución de obtenerla o sepultar para siempre nuestras desgracias bajo una ruina digna de nuestro origen.

Asamblea Nacional Griega, 27 de enero de 1822. Proclamación de la independencia de Grecia.

Richard Clogg: Una concisa Historia de Grecia, 1998.