La aplastante y olvidada victoria de España sobre Inglaterra que decidió el futuro de Argentina

Autor: Luis Gorrochategui

Fuente: ABC 05/07/2019

Hoy hace 212 años, bonito capicúa, de una de las más decisivas victorias españolas de la historia. Una con un alcance geoestratégico aún incalculable. Me estoy refiriendo a lo ocurrido en Buenos Aires el 5 de julio de 1807. Algo de la envergadura del enfrentamiento entre Blas de Lezo Vernon en 1741 en Cartagena de Indias, felizmente hoy recuperado para nuestra consciencia colectiva, o del choque entre María Pita Drake en 1589, que supera al archideformado fiasco de la Invencible del año anterior, y está siendo ya aceptado por la comunidad historiográfica internacional. ¿Pero de qué me habla usted? ¿Otra gran victoria española en Buenos Aires en 1807? Pues sí. Se lo cuento.

Inglaterra se pasó siglos soñando con quedarse con la América hispana, y sus ínfulas se dispararon tras el Tratado de Utrecht (1713). España hubo de ceder el asiento de negros y un navío de permiso, una limitada penetración comercial en América que sin embargo generó en Inglaterra grandes expectativas de negocio, pronto frustradas, lo que propiciaría la Burbuja de los mares del Sur, la crisis financiera o crack británico de 1720. En este contexto nacerá el panfleto anónimo Una propuesta para humillar a España, donde por vez primera, y más allá de minucias y navíos de permiso, se detalla un plan para la conquista total de la América española iniciándola por su parte más débil y propicia: el Cono Sur. A este plan se sucederán otros, y, tras sonados fiascos ingleses, como el mencionado de Cartagena de Indias, o la práctica expulsión del Nuevo Continente tras las acciones de Bernardo de Gálvez y la emancipación de los nacientes Estados unidos (1775-1783), Inglaterra encontrará su gran oportunidad a principios del siglo XIX. Una España ya en franca decadencia, y la victoria en Trafalgar, la animará a lanzar su envite final por las Indias. De este modo, expulsada de América del Norte, intentará quedarse, por las bravas, con la América del Sur. Su plan, hijo de planes anteriores, consistirá en un ataque combinado a ambos flancos del Cono Sur: contra Buenos Aires en el Atlántico, y contra Santiago de Chile en el Pacífico.javascript:falsePUBLICIDAD 

El 3 de febrero de 1807 cae la bien amurallada Montevideo tras tenaz resistencia, y una colosal fuerza se prepara entonces para marchar contra Buenos Aires. Más de 30.000 británicos, y más de 200 barcos (incluyendo navíos de guerra, transportes, y mercantes) se concentran ya en el Río de la Plata. España, estrangulada por Francia y noqueada por la apatía de su clase dirigente, no puede enviar un ejército para defenderla, y América parece ya perdida para siempre. Pero, al modo de lo que ocurrirá en la península con su levantamiento contra el francés, también se va a enfrentar en América contra el inglés, aunque esta sea una historia mucho menos conocida. Efectivamente, espoleada por un ataque pirático previo en busca de botín realizado el año anterior de 1806, Buenos Aires decide convertirse en un ejército para repeler la inminente ofensiva a gran escala. Los vecinos, ni cortos ni perezosos, se organizan en regimientos según sus regiones de origen y sus etnias. Así nacerán los regimientos de Patricios (nacidos en América), vascos, gallegos, catalanes, andaluces, cántabros, Pardos y Morenos… de toda América afluyen voluntarios, dinero, pólvora, pertrechos.

Portada del libro de Luis Gorrochategui dedicado al tema
Portada del libro de Luis Gorrochategui dedicado al tema – ABC

La gran batalla, lo dijimos, se desencadena el 5 de julio de 1807. Al amanecer suenan los 36 cañonazos de ordenanza y el ejército británico inicia su marcha por catorce calles paralelas de la geométrica Buenos Aires. Los esperan los vecinos con sus diferenciados y flamantes uniformes para impedirlo. Llevan meses haciendo instrucción militar, incluyendo prácticas de tiro, y se han apostado en las azoteas, bocacalles y plazas según minucioso plan. En su arrogancia, los británicos ni imaginan lo que les espera, pero la más épica y desesperada refriega por el control de América está a punto de empezar. Los milicianos se han distribuido en dos anillos defensivos concéntricos. El más pequeño protege la Plaza Mayor, la Fortaleza, Recova y calles adyacentes. En un obstáculo clásico, tiene barricadas, artillería, fusilería, y hasta se ha cavado un foso. El segundo es bien distinto. No ha sido diseñado para repeler sino para aniquilar, y en él espera el grueso del ejército rioplatense apostado en secreto en las azoteas cuadrangulares de las casas de Buenos Aires. Efectivamente, las calles de Buenos Aires son todas paralelas y se cortan en ángulos rectos, formando cuadrados casi iguales entre si. Las casas están hechas de ladrillo y, con vistas a la defensa, las paredes son gruesas, las ventanas tienen barras de hierro, las puertas fuertes cerrojos. Las azoteas son lisas, con un parapeto de dos pies de altura y troneras. Están intercomunicadas. Como dirá el teniente coronel británico Lancelot Holland.

Pero cuando los británicos se dirigen hacia el mar con la intención de rodear el primer anillo, el único de que son conscientes, son sorprendidos por la mayor emboscada jamás realizada por milicianos hispanos. La flor del ejército cae muerta o prisionera. A modo de ejemplo, tenemos el testimonio del teniente coronel Cadoganel enemigo apareció de repente en gran número en algunas ventanas, en la azotea de aquel edificio y desde las barracas del lado opuesto de la calle y desde el extremo de la misma. En un momento, la totalidad de la compañía de vanguardia de mi columna, y algunos artilleros y caballos fueron muertos o heridos…

«Rendición de Whitelock»
«Rendición de Whitelock»

John Whitelocke, comandante en jefe de la fuerza expedicionaria, y gobernador, con un sueldo adicional de 4.000 libras, de la nueva América británica, cuya conquista ya se ha dado como segura, se verá obligado a rubricar el más favorable de los armisticios que jamás otorgó Inglaterra. Pues, según sus palabras, Sudamérica jamás podrá pertenecer a los ingleses… la obstinación de todas las clases de los habitantes es increíble. Según la capitulación los británicos tienen 10 días para abandonar Buenos Aires y dos meses para evacuar el Plata. Antes de irse han de reparar las murallas de Montevideo, y los españoles les facilitarán su marcha. Para entender la magnitud del desastre, nada mejor que leer «The Times» del 14 de septiembre de 1807: El ataque sobre Buenos Aires ha fracasado y hace ya tiempo que no queda un solo soldado británico en la parte española de Sudamérica. Los detalles de este desastre, quizás el más grande que ha sufrido este país desde la guerra revolucionaria, [guerra de Independencia de los EEUU] fueron publicados ayer en un número extraordinario… El ataque de acuerdo al plan preestablecido, se llevó a cabo el 5 de julio, y los resultados fueron los previsibles. Las columnas se encontraron con una resistencia decidida. En cada calle, desde cada casa, la oposición fue tan resuelta y gallarda como se han dado pocos casos en la historia.

Y así Argentina, la eternamente plateada por su victoria inaugural contra Inglaterra, y los demás países hispanoamericanos, han tenido y siguen teniendo su ocasión de existir. Incluyendo la oportunidad de entender que la fragmentación de Hispanoamérica, fue sí, el plan B que Inglaterra pondría en marcha poco después para debilitar esa tierra indómita que no pudieron conquistar. Pero eso es otra historia.

Luis Gorrochategui Santos es autor de « Las derrotas inglesas en el Río de la Plata. Victoria decisiva en Buenos Aires» (Ediciones Salamina).

Kautsky y la izquierda británica en 1913 .

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Eduard Bernstein con Karl Kautsky, hacia 1925

Autor: Eduardo Montagut.

Fuente: Nueva Tribuna, 21/02/2019

Kautsky publicó el 26 de diciembre de 1913 un artículo en Neue Zeit, la principal revista teórica del SPD, y que en España se pudo leer gracias El Socialista sobre la unidad del socialismo británico, y sobre el carácter del laborismo.

La Segunda Internacional siempre luchó para que en cada país solamente hubiera un partido socialista. Uno de los grandes objetivos fue su empeño en que se terminara con la intensa división en Francia, una recomendación que fue seguida con la creación de la SFIO en 1905. En este sentido, muy importante fue la resolución tomada por el Congreso de Ámsterdam. En dicho Congreso se aprobó una resolución sobre la unidad. Para que la clase obrera tuviera fuerza en su lucha contra el capitalismo se hacía indispensable que hubiera un único partido socialista en cada país, enfrente de los partidos burgueses, como había un único proletariado. En consecuencia, todos los militantes, fracciones u organizaciones que se considerasen socialistas tenían el deber de trabajar para conseguir la unidad sobre la base de los principios establecidos por los Congresos internacionales. La Segunda Internacional y los Partidos de las naciones donde existiese tal unidad tenían el deber de ponerse a disposición para ayudar a que este acuerdo tuviese éxito.

Pues bien, la Oficina de la Internacional, que se había reunido en Londres en 1913 para preparar el Congreso de la Internacional de Viena, también había tratado sobre la unidad socialista en Gran Bretaña y en Rusia, aprobándose que la Socialdemocracia alemana, pilar de la Segunda Internacional, debía ayudar con su ejemplo y estímulo a los socialistas de ambos países para conseguir la unidad organizativa.

Así pues, Kautsky se había puesto manos a la obra, y había escrito el trabajo aludido. Su análisis es de una gran lucidez, partiendo siempre de un análisis de la realidad económica, social y política británicas desde el siglo anterior, intentado adaptar el modelo de organización política socialista a dicha realidad, sin procurar imponer el alemán o continental.

El líder alemán consideraba que en Inglaterra faltaba una teoría común que ayudase a que se realizase la unidad. Allí habían nacido la Revolución Industrial y el capitalismo, y por eso, se había desarrollado antes que en ningún sitio la lucha política de la burguesía y del proletariado, pero antes de que se hubiera producido una investigación teórica profunda de la sociedad. En consecuencia, el país más avanzado económicamente había conservado los modos más antiguos de pensamiento. El proletariado británico se movía en unas líneas de pensamiento premarxista, sin un gran interés por la teoría, algo que compartía con la burguesía. En el Reino Unido la práctica había precedido a la teoría, generándose un evidente menosprecio a la misma y a todo tipo de política que no trajese ventajas prácticas. Kautsky estaba aludiendo, evidentemente, a la falta de marxismo en Inglaterra, a pesar de que allí escribiera gran parte de su obra Marx, y al sentido práctico británico, que compartían todas las clases.

El pensamiento de muchos socialistas británicos seguía bebiendo del radicalismo, una corriente que, como bien sabemos, se desarrolló en la segunda mitad del siglo XVIII, y de una evidente filantropía de origen burgués. Kautsky citaba a Owen, Comte, Carlyle, Stuart Mill, Spencer y Henry George. Hasta el marxismo británico era peculiar. Los dos grandes marxistas, Hyndman y Ernest Belfort Bax rechazaban realmente la interpretación materialista de la Historia.

En la Europa continental, y especialmente en Alemania, en cambio, el movimiento social se había desarrollado después que el político, y los sindicatos, aunque organizaciones independientes del Partido, estaban íntimamente ligados al mismo. En Inglaterra, por su parte, el movimiento obrero solamente se había desarrollado desde mediados del siglo XIX a través de los sindicatos, que dirigían tanto las luchas económicas como las políticas de la clase trabajadora. Otro aspecto importante a destacar era cómo el Partido Liberal británico había conseguido seducir a los trabajadores durante un tiempo.

Pero los problemas de la industria británica en los años setenta del siglo XIX trajeron cambios en relación con el panorama descrito. Los sindicatos comenzaron a estancarse, y se desarrolló una intensa miseria en el seno de la clase trabajadora no organizada. Kautsky observaba un fenómeno que conoce bien la historiografía en relación con la crisis de 1873. En principio, la bajada de precios benefició a todos los grupos sociales, como se puso de manifiesto en la alimentación. La carne, un lujo durante gran parte del siglo XIX, comenzó a aparecer en la mesa de los obreros. Hubo un evidente estímulo del comercio, surgiendo tiendas y almacenes en los barrios. También hubo un abaratamiento del transporte público, como el popular tranvía. Los salarios de los obreros cualificados, a pesar de la deflación, se mantuvieron relativamente altos gracias al poder y presión de las Trade Unions. La huelga, ya legal, era un instrumento muy eficaz y temido. Los sindicatos contaban con bolsas de resistencia para las huelgas, por lo que ya no era tan fácil romperlas. Además, tenían un enorme control sobre la formación profesional e impedían que los patronos pudieran contratar a mano de obra menos cualificada para los puestos que necesitaban una formación alta. En conclusión, los obreros más cualificados resistieron muy bien la crisis. Estaríamos hablando de una verdadera aristocracia obrera.

Pero los trabajadores no cualificados, que eran la mayoría, no disfrutaron de las mismas ventajas. Aunque no vieron bajar sustancialmente sus salarios, las pagas siguieron siendo inseguras y las jornadas laborales muy largas, como mínimo de diez horas. Pero el problema principal era el aumento vertiginoso del paro. Se calcula que en tiempos de la Gran Depresión hasta un 30% de la población de la capital londinense tenía serios problemas para subsistir.

Esta situación explosiva de gran parte de la clase obrera, no atendida por el sindicalismo clásico, motivó el surgimiento de un nuevo tipo de sindicato para los más desfavorecidos y que se centró en tres grandes objetivos. Si el sindicalismo de los trabajadores cualificados buscaba el mantenimiento y/o mejora del status de sus afiliados, el nuevo sindicato recuperó y actualizó las antiguas reivindicaciones del movimiento obrero: mejora salarial y reducción de la jornada laboral. Aunque la principal demanda sería el mantenimiento del puesto de trabajo. Era un sindicalismo mucho más radical y eso asustó a la patronal, a las autoridades y hasta la clase media, ya acostumbrada al otro sindicato, compuesto por miembros que no se encontraban tan alejados de su propia condición socioeconómica.

La tensión volvió a Gran Bretaña cuando ya se había casi olvidado la que se había desatado en la época del cartismo, casi medio siglo antes. El 13 de noviembre de 1887 tuvo lugar el conocido como Bloody Sunday, es decir, el Domingo Sangriento. Una manifestación convocada en pleno centro de Londres, en Trafalgar Square para pedir la libertad del líder nacionalista irlandés Parnell terminó con más de cien heridos y dos muertos. Dos años después, en 1889, se produjo la primera gran huelga de trabajadores sin cualificación profesional. Era la huelga de los estibadores del puerto londinense. En 1890 se celebró la primera manifestación del Primero de Mayo. En 1893 los mineros de Yorkshire, las Midlands y del Lancashire paralizaron las minas durante casi cuatro meses, algo inaudito. En ese año se alcanzó un récord de horas perdidas por huelgas.

Esta conflictividad generó una intensa represión, pero también la reacción de los políticos y pensadores más conservadores. Para los gobiernos y la patronal el estallido de huelgas sería la causa de la crisis económica y las dificultades por las que pasaba el Taller del Mundo, cuya hegemonía era ya seriamente cuestionada por la potencia económica de Alemania y de los Estados Unidos. En este clima se agudizó también el darwinismo social.

Pero también es cierto que esta conflictividad supuso la entrada en una nueva etapa del movimiento obrero en Gran Bretaña, la que permitió el nacimiento del socialismo de tipo anglosajón, ya que surgieron pensadores que consideraron que esta agitación se terminaría si se alcanzaba la justicia social y el fin de la evidente miseria que se vivía junto con la opulencia más ostentosa. Esto es a lo que se refería Kautsky cuando decía que en los años ochenta comenzó a surgir la necesidad de crear un partido socialista. Así pues, en 1884 un grupo de seguidores de Marx fundaron la Social Democratic Federation, de la que se escindiría la Liga Socialista de Morris. Para el político y pensador alemán la SDF había hecho un gran trabajo para expandir el pensamiento socialista, pero no se había conseguido crear un partido de masas, como el alemán o el de otros países europeos. Y no lo había conseguido porque los trabajadores británicos seguían creyendo en el sindicato, antes que nada. Las organizaciones políticas socialistas se habían quedado en sociedades de propaganda. Kautsky no alude explícitamente a la Sociedad Fabiana, pero podríamos encuadrarla en este contexto.

laborismo

Los padres del marxismo británico habrían buscado un camino distinto para llegar a constituir un partido del trabajo, que uniera las sociedades marxistas con los sindicatos, y que fuera totalmente independiente de los partidos existentes, como el liberal, algo que Kautsky consideraba muy diferente al modelo socialdemócrata alemán o europeo continental. Un partido del trabajo formado por los sindicatos, en alusión explícita al Partido Laborista, era distinto al SPD, partido socialista de masas al lado de los sindicatos. Esa era la causa que, en su opinión, no terminaban de cuajar la SDF británica en este modelo de partido.

Un sindicato o federación de sindicatos no podía adoptar una actitud tan decidida y clara como una organización puramente política, porque los sindicatos tendían a aglutinar en su lucha económica a elementos de opiniones políticas distintas y hasta indiferentes hacia la política. Si la tradición era sindical, era muy complicado que un partido de sindicatos (el Partido laborista) pudiera superar dicha tradición.

Pero Kautsky, aunque claramente partidario de su modelo, no era un defensor de que se aplicase a Inglaterra porque contradecía un principio defendido por Engels, y que era la consideración de que la situación del proletariado dependía de características históricas de cada lugar, que había que tener siempre en cuenta, por lo que intentar aclimatar lo que se había hecho en Alemania o en la Europa continental, como habían intentado los marxistas británicos era un claro fracaso. Así pues, la cuestión no era elegir entre un modelo u otro, sino atender a la realidad británica, y que no era otra que la del partido de sindicatos para conseguir un partido de masas. Kautsky había defendido siempre que el Partido del Trabajo inglés fuera admitido en la Segunda Internacional. 

En contraposición, los marxistas ingleses se habían enfrentado al Partido del Trabajo, como si fuera simplemente un partido social avanzado como otros del continente europeo, pero Kautsky no interpretaba el laborismo así, aunque tuviera elementos de tipo liberal. Que el Partido no fuera declarado socialista no significaba que los socialistas debían mantenerse alejados del mismo, sino trabajar unidos. Kautsky consideraba que, si un día los trabajadores británicos llegasen tan lejos intelectualmente como los alemanes, serían los más poderosos del mundo. Si en Alemania la lucha política se dirigía a la conquista del poder, en Inglaterra era por conquistar a los trabajadores.

Esa lucha solamente alcanzaría éxito dentro de la única organización política de masas británica, el laborismo. Si los marxistas británicos querían influir en el mismo debían integrarse. Kautsky era, en conclusión, un firme partidario de la unidad.

Hemos trabajado con el número 1686 de El Socialista.

Todo lo que murió en la Gran Guerra.

Un niño herido toca el violín vestido de militar en las calles de Belgrado durante el invierno de 1918. CORBIS
Un niño herido toca el violín vestido de militar en las calles de Belgrado durante el invierno de 1918. CORBIS

Autor: Alberto Rojas.

Fuente: El Mundo, 11/11/2018.

Una sola bala, la que disparó el nacionalista bosnio Gavlilo Princip contra el archiduque Francisco Fernando, heredero del imperio austrohúngaro, en la esquina de la calle Franz Josef de Sarajevo, provocó que la historia descarrilara el 28 de junio de 1914. Un mes después, entre vítores y fuegos de artificio, se desató una política de alianzas en la que unos países se declaraban la guerra a otros con los que jamás habían tenido un solo conflicto. Se abrieron banderines de enganche para que medio continente acabara con el otro medio. Millones de soldados de todas las clases sociales, vestidos como si fueran a un carnaval (los franceses, con unos ridículos pantalones rojos y los alemanes, con un casco coronado por un pincho) se apuntaron a la pesadilla pensando que sería cosa de pocos días.

Lo primero que murió en la Gran Guerra de 1914 fue el concepto de guerra en sí misma. El ejército alemán enfiló hacia París y recorrió cientos de kilómetros en pocos días hasta que algún soldado cavó la primera trinchera y mató al conflicto clásico del siglo XIX. Se acabaron de golpe las cargas a caballo y sable y nacieron artilugios mucho más abyectos: los gases venenosos, la ametralladora, el tanque, el bombardero, el lanzallamas, el zepelín. A partir de ese momento, para avanzar unos metros se destinaron divisiones enteras con miles de muertos.

Con la Gran Guerra se fueron por el sumidero de la Historia la Belle Époque, la paz armada, la era de la seguridad y todo aquello que parecía inamovible. Cuatro imperios cayeron: zarista, otomano, alemán y austrohúngaro, así como sus territorios coloniales y casas dinásticas, nada menos que los Habsburgo, Romanov, Hohenzollern y la Sublime Puerta.

Todas las alianzas se hicieron trizas: tres de los dirigentes de las principales potencias eran primos: el zar Nicolás II, el káiser Guillermo II y el rey Jorge V de Inglaterra, de enorme parecido entre ellos, eran nietos de la reina Victoria. Una de las ficciones en las que vivía la realeza anterior a 1914 decía que emparentar a las grandes dinastías europeas era una garantía para la paz y contra el republicanismo. Murieron 16 millones de personas, ocho de ellos, civiles. Cada nueva leva era mayor que la anterior. Había miles de muertos que reemplazar de golpe en batallas como Verdún (diez meses, la más larga), Arrás, Galípoli o el Somme (la más sangrienta, con un millón de muertos).

La guerra, como una enfermedad bíblica, tumbó a todos los gobiernos en línea recta desde Alemania hasta Japón y se extendió por todos los confines del mundo. Las potencias enviaron armamento y soldados a sus colonias africanas y asiáticas. Las tropas alemanas se rindieron en Namibia en septiembre de 1915 mientras el conflicto avanzaba en Camerún, Togo, Tanzania, Kenia, el Congo y Gabón, con la movilización de cientos de miles de hombres procedentes de ejércitos tribales, algunos armados tan sólo de una lanza y un escudo. En Rusia engrasó la revolución bolchevique, un cataclismo ideológico en el siglo XX.

Cinco continentes participaron en la matanza. Además de Europa, donde prendió la mecha, el conflicto saltó a las colonias. Australia y Nueva Zelanda enviaron a sus jóvenes a luchar por el imperio británico, mientras que EEUU entró en la contienda después de que un submarino alemán hundiera el RMS Lusitania en mayo de 1915. En 1918, los grandes imperios habían perdido el 60% de su Producto Interior Bruto, se habían llenado de tullidos en sus calles y se encontraban exhaustos, sin moral ni recursos. Las primeras en pedir un alto el fuego fueron las potencias centrales.

A las 11 de la mañana y 11 minutos del día 11 del mes 11 de 1918, los silbatos sonaron en todos los frentes de batalla y se detuvieron las ofensivas y los bombardeos. Se había firmado el armisticio que ponía fin a cuatro años de la mayor carnicería creada por el ser humano hasta la fecha, pero la paz que se ofrecía contenía bombas de acción retardada que iban a provocar conflictos aún peores por todo el planeta. En diversos parques y castillos se firmaron los tratados de paz de Versalles (con Alemania), Saint Germain (con Austria), Trianon (con Hungría), Sèvres (con Turquía) y Neuilly (con Bulgaria) en los que se impusieron sanciones durísimas, reparaciones imposibles y responsabilidades inasumibles.

La delegación alemana recién llegada a París fue recibida por una turba borracha de odio que les despojó de todo su equipaje, les insultó, zarandeó y escupió hasta la llegada de su hotel. Cuando tuvo que firmar la humillante rendición, la pluma que les cedió el vengativo presidente galo Clemenceau no tenía tinta. El enviado alemán se esforzó por hacer un garabato legible ante la mirada glacial de todos los presentes en el salón de los espejos de Versalles. «Bueno, esto es el final», dijo Clemenceau cuando al fin pudieron firmar los alemanes con otra pluma prestada por el propio líder francés. El historiador Arthur J. Toynbee, presente en la sala, masculló en voz baja: «No, esto es sólo el principio». El revanchismo, el antisemitismo y el nacionalismo ya se incubaban en aquella encerrona. Muchos millones de muertos después, otra bala, la que disparó Adolf Hitler contra sí mismo con una pistola Walther PPK, la favorita de James Bond, terminó con el ciclo de violencia que abrió la de Princip en Sarajevo.

El inicio de la Revolución Gloriosa de 1688.

Guillermo III de Inglaterra el día de su coronación, tras el triunfo de la Revolución Gloriosa. Retrato del pintor Godfrey Kneller.

Fuente: La Aventura de la Historia.

l inicio de la Revolución Gloriosa data del 30 de junio de 1688, cuando Guillermo de Orange-Nassau, estatúder de los Países Bajos, recibió en La Haya, de manos del almirante Torrington, una carta firmada por siete notables ingleses, los llamados Siete Inmortales, en la que le proponían presentarse con un ejército en Inglaterra para, con su apoyo, derrocar a su suegro, el rey Jacobo II, padre de su esposa María, y hacerse con el poder.

En el trasfondo de esta propuesta estaba la oposición de los sectores protestantes a la voluntad de Jacobo de establecer el catolicismo como religión oficial del reino y su intención de ahondar en el carácter absolutista de su reinado.

Finalmente, Guillermo aceptó y, después de largos preparativos, la flota invasora partió de Hellevoetsluis en octubre, desembarcando en Inglaterra a principios de noviembre. Las deserciones en el bando realista y el mayoritario apoyo popular propiciaron la rápida victoria de Guillermo, que fue proclamado rey en febrero de 1689, después de haber aceptado jurar y respetar la Carta de Derechos, que limitaba las atribuciones del poder real y lo supeditaba a las decisiones del Parlamento, dando inicio así a la primera monarquía constitucional de la historia.

El frente español de los artistas británicos.

Creación del artista Joan Miró en la exposición ‘Conciencia y conflicto: Artistas Británicos y Guerra Civil española’ ELMUNDO.es

Fuente: El MUndo, 11/11/2014.

Autora: CONXA RODRÍGUEZ.

Está documentado que 2.500 británicos se alistaron a las Brigadas Internacionales para luchar en la guerra civil española en defensa de la II República. El número indica que el conflicto bélico tocó la fibra social de Reino Unido, donde los artistas se involucraron en la trágica división de España. La reacción de artistas y sociedad ante la guerra es el hilo narrativo que zurce la exposición «Conciencia y conflicto: Artistas Británicos y Guerra Civil española», abierta en Pallant House Gallery, de Chichester, sur de Inglaterra, hasta el 15 de febrero de 2015.

«Muchos artistas se vieron engullidos por la guerra en un país extranjero debido a sus convicciones políticas, preocupados por la expansión del fascismo en Europa y por lo que significaría para Gran Bretaña, y preocupados también por los refugiados y las víctimas de la guerra», explica Simon Martin, director artístico de Pallant House y comisario de la exposición. La galería ha logrado reunir unas 80 obras de unos 30 artistas entre los que destacan Henry Moore, Edward Burra, Wyndham Lewis, Roland Penrose, Francis Rose, William Russell Flint, Frank Brangwyn, Clive Branson, Ursula McCannell o Quentin Bell, cuyo hermano Julian murió en la contienda española, ambos hijos de Vanessa Bell y sobrinos de la escritora Virginia Woolf.

Pinturas, acuarelas, grabados, pósters, esculturas, tapices, fotografías y películas son los medios artísticos que surcan este recorrido británico-español en el lenguaje abstracto o figurativo. Los artistas como creadores de arte y como ciudadanos activos y llevados por sus convicciones ideológicas forman dos ventanas para mirar esta reunión de obras y material gráfico. Cuadros de Pablo Picasso o Joan Miró, como fuentes de referencia, alternan con los trabajos de los británicos. ‘Mujer llorando’, de Picasso de 1937, y fragmentos de la visita del ‘Guernica’ a Londres en 1938 se presentan junto a los dibujos de la desconocida Felicia Browne, la primera mujer voluntaria muerta en España. Felicia dejó un descriptivo cuerpo de dibujos de escenas de guerra españolas, captadas por la británica.

La llegada de los niños vascos refugiados en Gran Bretaña, la formación del grupo surrealista o de la asociación Frente Unido contra el fascismo y la guerra, que llegó a contabilizar 600 miembros, son algunas de las iniciativas paralelas a la reacción, puramente artística, que se produjo en Reino Unido ante la guerra española.

Las exposiciones ‘Artistas en ayuda de España’, de 1936, y ‘Retratos de España’, de 1938, se rememoran como las muestras precedentes a la actual que se presenta como la primera en Reino Unido que indaga en la implicación de los artistas británicos en el conflicto civil de alcance internacional. La mayoría de los artistas que reaccionaron ante la guerra se colocaron en defensa de la República, pero hubo también quién apoyó el golpe de Estado del general Francisco Franco. Wyndham Lewis, Francis Rose y William Russell Flint dieron su brazo a torcer en favor del fascismo mientras que Henry Moore o Quentin Bell lo condenaron.

Artículo completo en El Mundo.