Batalla de Sedán: el fin de Napoleón III, último rey francés.

Autor: Nacho Otero.

Fuente: muyhistoria.es

Carlos Luis Napoleón Bonaparte (1808-1873), sobrino del mítico Napoleón, ostenta dos curiosas marcas históricas: ser el único presidente que tuvo la efímera Segunda República Francesa (1848-1852) y, posteriormente, el último monarca y emperador de Francia con el nombre de Napoleón III (1852-1870).Su caída y, en consecuencia, la del sistema monárquico –restablecido tras las veleidades revolucionarias de 1789 y 1848–, fue consecuencia directa del desastre de Sedán, que llevó a la opinión pública y los políticos galos a la convicción de que el republicanismo era la única opción viable para Francia. Pero esta famosa batalla, que tuvo como marco la guerra franco-prusiana (1870-1871) por la posesión de las regiones limítrofes entre ambas naciones, tendría además otras consecuencias.

En los días previos al choque de Sedán, el Ejército francés de Châlons, cuyos efectivos ascendían a 120.000 soldados liderados por el mariscal MacMahon –al que inusitadamente acompañaba el emperador Napoleón III en persona–, intentó liberar Metz del asedio de los prusianos, pero fue interceptado por el Ejército del Mosa comandado por Von Moltke y derrotado en la batalla de Beaumont. Fue el antecedente inmediato del arrinconamiento de los franceses en Sedán (Las Ardenas), en una maniobra envolvente a gran escala. Napoleón III, temiendo verse atrapado, ordenó al general Auguste Ducrot que tomase el mando –MacMahon había sido herido– y rompiese el cerco a toda costa. Hay que decir que, en el lado alemán, también se hallaban presentes en Sedán las máximas autoridades del Estado: el canciller Otto von Bismarck y el rey de Prusia, Guillermo I.

El 1 de septiembre de 1870 se desató la batalla: el general De Wimpffen, comandante del V Cuerpo Francés de reserva, esperaba poder lanzar un ataque combinado de infantería y caballería sobre el XI Cuerpo Prusiano. Sin embargo, hacia las 11:00 la artillería prusiana martilleaba las posiciones francesas mientras llegaban nuevos refuerzos germanos. Tras un intenso bombardeo, cargas prusianas desde el este y noroeste y ataques bávaros desde el suroeste, los franceses capitularon. En un último intento por salir del cerco, la caballería comandada por el general Marguerite lanzó tres ataques desesperados en la cercana aldea de Floing; estas cargas no tuvieron más fruto que importantes pérdidas para los franceses. Al final de la jornada, ya sin esperanzas de romper el asedio, Napoleón III ordenó un alto el fuego: 17.000 franceses habían muerto o caído heridos y otros 21.000 habían sido capturados. Las pérdidas prusianas eran mucho menores: 2.320 muertos, 5.980 heridos y 700 capturados o desaparecidos. Al día siguiente, el 2 de septiembre, el emperador francés ordenó izar bandera blanca y se rindió con todo su ejército al rey prusiano.

Fue una enorme victoria para los prusianos, ya que no solo habían capturado a todo el ejército francés, sino también a su emperador. Dos días después de que estas noticias llegaran a París, el Segundo Imperio Francés fue derrocado en una revolución pacífica que llevó a la creación de una Junta de Defensa Nacional y al nacimiento de la Tercera República Francesa. La derrota de los franceses en Sedán y la captura de Napoleón III, además, decidieron el resultado final de la guerra a favor de Prusia. Tras la caída del Segundo Imperio, Napoleón III fue liberado de la custodia prusiana para exiliarse en Gran Bretaña, mientras el Ejército del Mosa y el Tercer Ejército Prusiano avanzaban para conquistar París. Allí, en el Palacio de Versalles, Guillermo I fue proclamado káiser del nuevo Imperio alemán.

Sálvese quien pueda.

La balsa de la Medusa, de Théodore_Géricault, 1818-19. Museo del Louvre.

Autor: 

Fuente: jotdown.es

El cabo Blanco que supuestamente avistaron en la Medusa horas antes del naufragio.

La Medusa

Se discutía por la mañana en la fragata francesa si aquella masa blanca que habían avistado sobre el horizonte sería el cabo Blanco, o solamente una capa de vapor, una nube.

Pasado el mediodía se discutía ya si no estarían navegando sobre el banco de Arguin, tan brava era la incompetencia del capitán. El plomo del escandallo alertó entonces diez metros de profundidad y De Chaumareys ordenó todo a estribor como quien se revuelve en vano ante la muerte triunfante.

Fue exactamente aquí, en estos bajíos que emergen al resguardo del cabo, a las tres y cuarto de la tarde del martes 2 de julio de 1816: el naufragio más importante en la historia de la cultura occidental.

El que fue el más importante, al menos, hasta que Rose y Jack empañaron el Renault Coupé de Ville en la bodega del Titanic.

Aquí encalló la Medusa.

Aquí se arruinó este soberbio navío que debía comandar una expedición —corbeta Eco, urca Loira y bergantín Argus— desde la isla de Aix hasta la ciudad de Saint Louis, en la desembocadura del río Senegal, para retomar la posesión de esta colonia, recuperada por Francia de la mano de los ingleses en la restauración del Congreso de Viena de 1815.

Pero aquella tarde de verano sahariano la Medusa quedó varada en la pleamar frente a las dunas de Mauritania.

La balsa

Aún permanecieron sus tripulantes tres días a bordo antes de comprender, así atrapados, que el casco se iría resquebrajando cada vez más y que la fragata estaba definitivamente perdida.

Sálvese quien pueda.

Casi la mitad de las doscientas cuarenta almas a bordo de la Medusa embarcaron en los seis botes de los que disponía el buque. Entre ellos, el gobernador Schmaltz y el capitán De Chaumareys

El resto, ciento cincuenta desgraciados, se apretujaron en una balsa improvisada que debía permanecer amarrada a esa flotilla de media docena de botes de náufragos.

Las seis lanchas habían prometido remolcar la balsa de la Medusa a tierra firme —si es que las arenas del desierto merecen tal consideración—, y desde la orilla formarían todos juntos una caravana para caminar el desierto rumbo sur desde el banco de Arguin hasta Saint Louis, a través de más de quinientos kilómetros.

Ese era el trato.

Pero poco después de evacuar el buque los botes concluyeron que la balsa los lastraba demasiado y largaron las amarras.

A menos de treinta kilómetros de la costa, con las dunas prácticamente a la vista, soltaron esa almadía de maderos mal atados, de veinte metros de largo por siete de ancho, que apenas mantenía a flote con el agua por las rodillas a centenar y medio de condenados a la agonía más atroz.

Los abandonaron a la deriva.

Más de una docena de aquellos infelices de la balsa fallecieron en la primera noche al pairo del Atlántico. Cuando el sol se puso por segunda vez estalló una refriega de cuchilladas y sablazos, y al amanecer del tercer día se contaban ya menos de ochenta vidas a bordo de la maderada. Sin comida. Ni agua. Devoraron los cadáveres secados al sol. Retomaron las bayonetas. Al quinto día, quedaban solo treinta tripulantes. En el día séptimo, sentenciaron a los más enfermos arrojándolos al mar. De los ciento cincuenta náufragos de la balsa de la Medusa solamente quince sobrevivieron a esa primera semana.

El bergantín Argus halló por sorpresa a estos quince muertos vivientes trece días después de haber sido abandonados en alta mar a una expresión animal de la lucha por la supervivencia.

La Medusa debía comandar una flotilla hasta Saint Louis, capital colonial del Senegal.

Los botes

Los tripulantes de los seis botes que abandonaron a tal suerte a la balsa tampoco garantizaron su propia vida.

Solamente dos de aquellas lanchas pudieron alcanzar sanos y salvos esta isla de Saint Louis, después de tres días y tres noches de meritoria navegación de emergencia desde el banco de Arguin.

En uno de esos botes había embarcado el gobernador Schmaltz. En el otro, el capitán De Chaumareys.

El resto de la flotilla se mantuvo igualmente a flote por tres días y tres noches, pero terminó encallando a más de ciento cincuenta kilómetros al norte de Saint Louis. Vagaron cinco jornadas por todos los infiernos del Sáhara, siguiendo la costa hacia el sur, antes de arrastrarse abrasados por las puertas de la capital de la colonia senegalesa a las siete de la tarde ​del sábado 13 de julio.

Mucho más lastimosa fue la caminata de sesenta y tres náufragos de esos mismos botes: en vez de mantenerse a bordo de las lanchas hasta encallar, este grupo se había apresurado a lanzarse a tierra solo un día después de haber abandonado la Medusa, aún más al norte de la duna de las Mottes d’Angel. Su procesión se alargó durante diecisiete días y diecisiete noches. Aparecieron cincuenta y cuatro espectros en Saint Louis el martes 23 de julio a mediodía.

Por el camino habían enterrado a seis compañeros, y extraviado a otros tres.

Y aún hubo —aunque duela solo imaginarlo— quien padeció un calvario tres veces más prolongado que estos últimos náufragos vagabundos: aquella tarde nefasta en el banco de Arguin hubo diecisiete personas que se negaron a embarcar en la balsa y que se empeñaron en refugiarse en la fragata varada. Una goleta francesa que había partido de Saint Louis halló la Medusa tal como la habían abandonado al cabo de cincuenta y dos días.

Solamente tres de aquellos diecisiete desventurados habían sobrevivido allí, casi dos meses, en los mismos restos del naufragio.

Rescataron esos huesos moribundos. La tripulación de la goleta tomó inmediatamente después la Medusa como botín legítimo y la desvalijó hasta vender la bandera de Francia a precio de trapo.

Los supervivientes se hacinaron en el campamento de la playa de la Anse Bernard, en Dakar.

Los náufragos

El gobernador inglés se negó a entregar la colonia del Senegal a los franceses tras el vergonzoso desastre de la Medusa, y retrasó cuanto pudo el traspaso del territorio.

Expulsaron a los náufragos de Saint Louis.

Se fletó el bergantín Argus y un tres mástiles para transportarlos hasta el Cabo Verde, aún más al sur, entre los ríos Gambia y Senegal. Zarparon tres días después de haberse reagrupado en Saint Louis los esqueletos torturados de la balsa y de los botes. Los desembarcaron junto a un pueblo que llamaban Daccard.

Aquí, en Dakar, en la playa de la Anse Bernard, que mira de frente a la isla de Gorée, se levantó un campamento en el que hubieron de hacinarse entre los espasmos, las disenterías, y las fiebres pútridas de la estación de lluvias. Subsistieron en esa caleta a base de quina estropeada y farmacopea de marabú —ron caliente con té de pimienta— hasta finales de noviembre, cuando se les autorizó la vuelta a Saint Louis.

Así se trató a los náufragos.

Confrontaron la deshumanización más cruel, sepultaron a los suyos en el mar o en la arena, se asfixiaron días y noches por el océano y el desierto, y se les negó cualquier acto de compasión o misericordia cuando alcanzaron de milagro su destino.

Ni una mínima intención de desagravio, ni rastro de dignidad.

Los barrieron bajo la alfombra.

Eran incómodos para el gobernador y el capitán porque los náufragos de la Medusa encarnaban inequívocamente la alegoría de los súbditos abandonados por la corona a sufrimiento salvaje. La de los soldaditos de plomo conducidos a un trance repugnante por la nulidad de sus dirigentes.

El ingeniero Alexandre Corréard fue el superviviente más debilitado de la balsa de la Medusa y pudo quedarse en Saint Louis y evitar el campamento de Dakar. Ya en septiembre aprovechó una mejoría en las fiebres y salió de caza en Gandiolle, al sur de la capital colonial, donde encontraron campos de maíz y de mijo, un joven león, un lagarto del tamaño de un hombre, hierbas de más de dos metros de altura, y nubes de garcetas revoloteando alrededor de un baobab cuyo tronco trazaba en la tierra una circunferencia de veintipico metros.

Corréard zarpó de vuelta a casa en la urca Loira y atracó en la ciudad francesa de Brest antes del mes de octubre.

Corréard salió de cacería Gandiol, al sur de Saint Louis, antes de volver a Francia.

Los naufragios

El cirujano Henri Savigny también sobrevivió a la balsa de la Medusa y pudo embarcar en la corbeta Eco antes que Corréard. Llegó a Brest a primeros de septiembre. El día 12 entregó personalmente en el Ministerio de la Marina la memoria que había redactado del naufragio.

Su relato se filtró al momento a la prensa y apareció publicado el mismo 13 de septiembre en el Journal des Debats.

Se encendió un escándalo de alcance mundial.

Corréard y Savigny firmaron a continuación una versión conjunta: Naufrage de la Frégat La Méduse (El naufragio de la Medusa. Ediciones del Viento, 2014), testimonio en el que se fundamentan estas líneas.

Denunciaron los coautores que se había enchufado a De Chaumereys al mando del buque pese a su evidente impericia.

Y que horas antes del naufragio se habían ignorado señales clamorosas del riesgo que acometía la fragata aproximándose al banco de Arguin, como las advertencias luminosas de corbeta Eco, los avisos de los oficiales de guardia Maudet y Lapérè, los cambios de color característicos en el agua, o la arena y las hierbas apreciables en la superficie del océano.

Y que así, que de la manera más sonrojante, se había hundido uno de los navíos franceses más solventes en la época, la fragata que debía solemnizar la recuperación de los derechos sobre el Senegal.

La historia terminaría perpetuando a Corréard y Savigny en Le radeau de la MéduseThéodore Géricault les concedió el protagonismo del lienzo que trabajó con obsesión durante meses y que expuso tres años después del naufragio en el Salón de 1819.

Aquel verano no se habló de otra cosa en París.

Y, por lo tanto, en el mundo.

La balsa de la Medusa fue censurada y jaleada con idéntica rabia, pero todos sin distinción habían advertido la furia de la pintura contra una élite desmerecida que dilapidaba los tesoros del país y que sin dolor de conciencia podía pastorear a sus paisanos hasta un final abominable.

Los entusiastas que encumbraron o que aborrecieron a Géricault se habían estremecido por igual ante aquella obra maestra de la historia del arte, éxtasis terrible del romanticismo, de belleza perturbadora, casi inexplicable.

Para siempre queda en el Louvre esta escena de Corréard y Savigny avistando los rescatadores en la lejanía desde la balsa de la Medusa.

Uno no cuenta en la vida con rebatos tan poderosos de los naufragios que lo acechan.

Del desamparo que aguarda a la zozobra en la arena.

De las balsas de las medusas alrededor.

Sálvese quien pueda.

Delacroix, un símbolo de Francia.

Autora: 

Fuente: La Vanguardia, 03/07/2018.

La exposición dedicada al pintor Eugène Delacroix (1798-1863) permite detectar el sentir de Francia en la actualidad. Hay que ir al Museo del Louvre y soportar las clásicas colas para sumergirse en el esprit de un pintor excepcional y de una época única en la historia europea de la magistral mano de los comisarios Sébastien Allard y Côme Fabre. Hallaremos un homenaje sentido, bien presentado y excelentemente explicado del pintor de la larga cabellera negra, las espesas cejas, los ojos oscuros y la tez cetrina que fue capaz de poner las reglas a su servicio para dar a entender al público de su tiempo, pero también del nuestro, el valor de la agitación revolucionaria, la agonía del alma creadora; no en vano Baudelaire llegaría a decir de él que era como “un volcán disimulado artísticamente bajo ramilletes de flores”. Por esa aura de héroe byroniano que tenía, Delacroix afrontó como ningún otro francés de su tiempo (en pintura, claro) que la transfiguración del espacio escénico es una respuesta a la noción del tiempo histórico.

Romanticismo, en definitiva. Con las fuerzas irracionales tratando de salir a flote, entre gritos de rabia y desespero pero también de alegría, de fiesta ciudadana, el mismo día en que el viejo general Lafayette volvió a cabalgar sobre su caballo blanco para ver si se ponía fin de una vez por todas a la dinastía de los Borbones. Y mientras recorremos las salas nos hacemos la gran pregunta cuya respuesta es precisamente la exposición: ¿qué tiene Delacroix que fascina cuando nos acercamos a él? Tiene que es el testigo de un momento estelar de Francia, los tres días de julio de 1830, “las tres gloriosas” que dignificaron el sentido de la revuelta del pueblo contra ese Antiguo Régimen que se negaba a ser lo que al cabo ya era, un resto de una historia acabada pues Carlos X con su incapacidad innata para entender el curso de los acontecimientos ofreció sin pretenderlo argumentos para el desarrollo del movimiento romántico.

Un mismo espíritu

Eso ya estaba claro unos años antes, en 1815, cuando Delacroix se reunía, junto a Géricault, otro gran pintor de ese tiempo, en el estudio de Horace Vernet para hacer frente amigablemente a los que se reunían en Barbizon en pleno bosque de Fontainebleau (Corot, Daubigny). A los ojos de los escritores como Victor Hugo o Alfred de Vigny no eran cenáculos rivales, eran partes de un mismo espíritu que se elevaba en Francia para canalizar los impulsos que venían del espíritu de la época. Fueron quince años de espera, que sirvieron para madurar las ideas, las formas de pintar, pero también el estilo de vida, que a Delacroix le llevó hasta el dandismo inglés, pues era en Londres donde se hacía los trajes, no en vano era hijo natural de Tayllerand. Pero siempre atento a todo lo nuevo, a lo más avanzado, como el recurso a la litografía para ilustrar en 1828 el Fausto de Goethe.

El ambiente cosmopolita de Londres le llevó a compartir confidencias con Chopin o George Sand, sus grandes amigos: confidencias sobre su amor por Elisabeth Salter, a la que escribía en inglés, “esa endemoniada lengua” como solía decir. Fue entonces, mientras estudiaba los colores del gran pintor John Constable, cuando encontró el tono de sus grandes obras, comenzando por La masacre de Quíos, con la que respondía a las exigencias de la ­intelectualidad de su época sobre la ­liberación de Grecia de la opresión otomana, ofreciendo como tema para el Salón de 1824 una atrocidad turca que había provocado repudio en toda Europa. Esta pintura donde ya queda clara su deuda con Miguel Ángel y Rubens labró su reputación de la noche a la mañana. No puede extrañarnos ya que aquí el tema principal son las escenas de la ­masacre y la batalla forma parte de un telón de fondo apenas entrevisto. Fue un éxito que le hizo profundizar en el alma humana de la mano de sus tres autores preferidos: Walter Scott, William Shakespeare y Lord Byron.

Efecto inglés

Desde ese momento hay un efecto inglés en su pintura que se percibe con fuerza en otro lienzo de reivindicación de Grecia en las ruinas de Missolongui, donde ya aparece el motivo de la mujer con los brazos abiertos pidiendo ayuda. Es una suerte de ensayo de su obra maestra con la que Delacroix rindió homenaje a la revolución de 1830: La Libertad guiando al pueblo, “en las barricadas” como él solía llamarla, donde madame France mira hacia atrás para ver si la sigue el pueblo, y avanza imparable adelante, advirtiendo al espectador que o bien se une a ella, o terminará aplastado por los ideales.

La libertad mira hacia atrás para ver si la sigue el pueblo, y avanza imparable hacia delante

Una vez vista esta bella obra de Delacroix descubrimos que constituye una verdad eterna para todo aquel que aliente el deseo de una vida honesta al servicio del pueblo. Tiene ese toque que se intuye también en el Hernani de Hugo (estrenado en París en febrero de 1830) o en la Sinfonía Fantástica de Berlioz (compuesta en 1830): sueños de una generación de jóvenes audaces que coincidieron en París en 1830: Gautier con diecinueve años, Chopin y De Musset con veinte, Berlioz y George Sand con veintisiete, Hugo con veintiocho, Balzac treinta y uno, Delacroix treinta y dos, Thiers y De Vigny treinta y tres. Al final cada uno de ellos, y en particular Delacroix convertido en el pintor oficial de la monarquía de Julio, apostaron por el poder del pueblo, del demos, es decir, por la democracia.

Napoleón ha vuelto… y está de moda.

Ilustración de Napoleón y sus obsesiones mentales para la exposición Napoleón estratega, en el Museo del Ejército de París. ILUSTRACIÓN DE VIOLAINE & JÉRÉMY

AUTOR: BORJA HERMOSO.

FUENTE: El País, 23/05/2018

Dos siglos después, debajo de su bicornio inmortal, Napoleón Bonapartesigue cabalgando a lomos de Marengo y ganando batallas: ni Austerlitz ni Wagram, ni Friedland ni las Pirámides de Egipto, sino victorias póstumas. Las que otorga el veredicto del tiempo. Aquellas más relacionadas con la trascendencia histórica y el juicio de los hombres que con la sangre, el honor y la conquista. Hasta aquí, todo perfecto y bien enmarcado. Claro que, como la Historia es así de caprichosa y no nos llega en forma de hechos comprobados sino como sucesivas interpretaciones y reinterpretaciones según los autores y las fuentes, podría decirse que dos siglos después, bajo su casaca de general de división, Napoleón sigue huyendo del enemigo y perdiendo batallas: ni Leipzig ni Waterloo, sino derrotas póstumas. Las que otorga el veredicto del tiempo. Las que hablan más que de una gloria nacional de un bragado sanguinario que mandó a la tumba a millones de personas. Las que prefieren la versión de un führer avant la lettre a la de un héroe al servicio de Francia.

Napoleón aportó a las campañas militares nuevas formas de hacer la guerra, como el uso de redes de espionaje y el estudio geográfico y político de las zonas de batalla

 

Las dos versiones valen, probablemente porque el Primer Cónsul y Emperador de los Franceses fue ambas cosas: héroe y sanguinario a partes iguales. Un cruce de caminos entre el hombre bien pertrechado de códigos de honor y el invasor insaciable de Europa. Las dos valen porque son, sencillamente, las que conviven 197 años después de su muerte en el destierro de Santa Elena. Conviven entre sus eternos compatriotas, los franceses, y conviven entre sus eternos estudiosos, los historiadores de medio mundo. Pero una cosa está clara: Napoleón I ha vuelto y –perdónese la expresión- está de moda. Aunque justo es decir que nunca se fue.

El joven general, durante la batalla de Arcole, pintura de Antoine-Jean Gros (1796).
El joven general, durante la batalla de Arcole, pintura de Antoine-Jean Gros (1796). GÉRARD BLOT (RMN-GRAND PALAIS-VERSALLES)

Todo resulta extraordinario y ambiguo en la figura de Bonaparte, que sigue, pues, ganando y perdiendo batallas. Entre sus activos: su astucia como estratega en el campo de batalla y su capacidad para salir victorioso en inferioridad numérica y en situaciones críticas, sus incomparables dotes para ganarse el fervor de mariscales y soldados rasos a pesar de una escasa o nula empatía, su habilidad para traducir los triunfos militares en triunfos políticos, su mano de hierro a la hora de condenar al oprobio y la deshonra a sus colaboradores caídos en desgracia… y sobre todo su indisimulada ansia de poder hasta el punto de dar golpes de estado (18 Brumario), urdir bodas de interés (la suya con la emperatriz María Luisa, sobrina de María Antonieta e hija del Emperador de Austria, tras divorciarse de Josefina Beauharnais) o autocoronarse Emperador en la mismísima Notre-Dame y en presencia del Papa. Entre los pasivos: no conocer sus límites, no saber perder ni retirarse a tiempo con honor, no observar ni piedad ni respeto por el adversario y, muy probablemente, un egotismo tan exacerbado que llegó a creerse el auténtico Dios inmortal de los franceses, en la estirpe que va desde Hugo Capeto a Luis XIV y desde De Gaulle a Emmanuel Macron. Y aquí se llega al meollo del asunto.

Napoleón Bonaparte está de moda, sí, aunque la expresión pueda indignar a historiadores y profesores. Regresa el Emperador. Lo hace en forma de exposiciones, ensayos, gigantescos volúmenes de cartas, libros de ficción con base histórica e incluso líneas de interpretación que emparentan al viejo militar, guerrero y estadista corso con el actual inquilino del Palacio del Elíseo. ¿Guardan Napoleón Bonaparte y Emmanuel Macron las similitudes de las que tanto se ha hablado y escrito en Francia? ¿Son meras aproximaciones de trazo grueso y vocación oportunista? Pues depende del cristal con que se mire.

“Fue un general al servicio de la Revolución, pero en el fondo sentía un gusto secreto por la realeza y sus símbolos” (Frédéric Lacaille, comisario de exposición)

 

En su reciente y controvertido libro Macron Bonaparte, el ensayista y analista político Jean-Dominique Merchet dejó bien clara su personal tetralogía de puntos concomitantes entre ambos personajes. Merchet los ha explicado así: “El espíritu de conquista, término que utilizaba Bonaparte y que el propio Macron utilizó en su campaña electoral y que un De Gaulle, por ejemplo, nunca hubiera empleado; la irrupción de dos personajes, Napoleón y Macron que triunfan frente a políticos incapaces de gestionar el país y que tienen presiones de la extrema izquierda y de la extrema derecha: los jacobinos y los realistas en el caso de Napoleón, y la izquierda de Mélenchon en el caso de Macron; una mezcla de autoritarismo, capacidad de seducción y falta de empatía en ambos personajes; y el hecho de tomarse los dos la política como una aventura personal y casi novelesca, debido a sus personalidades ególatras”.

Napoleón I descansando en el campo de batalla de Wagram, el 6 de julio de 1809. Pintura al óleo de Adolphe Roehn.
Napoleón I descansando en el campo de batalla de Wagram, el 6 de julio de 1809. Pintura al óleo de Adolphe Roehn. RMN-PALACIO DE VERSALLES

Una interpretación que se dio de bruces con otra opuesta, también en forma de libro, en lo que supuso el germen de uno de sus debates editorial-intelectuales genuinamente franceses. En este caso fue el también ensayista Olivier Gracia quien, en La Historia siempre se repite dos veces, sostenía que el actual presidente de la República no se parecía en realidad a Napoleón, sino a Luis Felipe de Orléans, el último rey de Francia. ¿Su argumentación?: “Macron ha despolitizado la burguesía; da igual que sea de derechas o de izquierdas, lo único importante es que la economía funcione… y eso es exactamente lo que hizo Luis Felipe, un rey que reconcilió los dos bloques. Ni Macron ni Luis Felipe son ni bonapartistas, ni legitimistas, ni republicanos… son ellos mismos”.

Cabe preguntarse si, en la Francia de Macron, es un estricto fruto del azar el hecho de que estén abiertas al público dos gigantescas exposiciones a la mayor gloria de Bonaparte. “No es más que una casualidad, no hay que buscarle más explicaciones”, zanja con un ligero rictus de ironía Fréderic Lacaille. Él es conservador jefe del patrimonio en los Museos Nacionales de Versalles y Trianon, además de uno de los comisarios de la muestra Napoleón. Imágenes de la leyenda, que abrió sus puertas el pasado 7 de octubre en el Museo de Bellas Artes de Arras (norte de Francia), donde permanecerá hasta el mes de noviembre.

En el libro ‘Macron Bonaparte’, el analista político Jean-Dominique Merchet subraya las similitudes entre el actual presidente francés y el cónsul y emperador

 

Se trata de un verdadero desembarco de los tesoros artísticos que en torno a la figura del general, cónsul y emperador albergan las galerías históricas creadas en el palacio de Versalles por el rey Luis Felipe de Orleans en 1837. “Versalles sigue siendo un gran museo napoleoniano que guarda la mayor parte de las pinturas, esculturas y objetos decorativos encargados por Bonaparte entre 1799 y 1815 con el fin de comunicar su poder. Pero estas colecciones son mal conocidas, porque la mayor parte de la gente que va a Versalles quiere a Luis XIV y a María Antonieta, y ni siquiera saben que todas estas obras están allí”, explica Lacaille en el vestíbulo de la antigua abadía de Saint-Vaast, hoy sede del museo.

Esta pintura al óleo de Eugène Isabey muestra el regreso de las cenizas de Napoleón Bonaparte de la isla de Santa Elena a Francia. 1840.
Esta pintura al óleo de Eugène Isabey muestra el regreso de las cenizas de Napoleón Bonaparte de la isla de Santa Elena a Francia. 1840. RMN-PALACIO DE VERSALLES

El conjunto es apabullante. La exposición recorre con lujo de detalle la vida del personaje desde su nacimiento en Ajaccio (Córcega) en 1769 hasta su muerte en la isla británica de Santa Elena en 1821. Es la biografía artístico-histórica de un hombre que se graduó con 15 años en la Real Escuela Militar de París, que con 26 ya era general de brigada, que conquistó media Europa y que acabó alcanzando las mayores cotas de poder imaginables, como Cónsul, primero, y como Emperador, después. Revolución francesa, Directorio, Consulado, Imperio y Monarquía: Napoleón Bonaparte lo vivió todo y lo vivió sin desmayo. Francia nunca le respondió con un veredicto unánime: demonio para unos, héroe para otros.

Pistola hallada en la maleta de Napoleón en Waterloo.
Pistola hallada en la maleta de Napoleón en Waterloo.RMN-PALACIO DE VERSALLES-MUSÉE DE L’ARMÉE

El bicornio de Napoleón en la campaña de Rusia.
El bicornio de Napoleón en la campaña de Rusia.MUSEO DEL EJÉRCITO-RMN-GRAND PALAIS

“Fue un joven general al servicio de la Revolución pero si usted contempla algunas de estas pinturas comprobará que, en el fondo, sentía un secreto gusto por la realeza y sus símbolos”, argumenta el comisario de la exposición. Las emperatrices Josefina y María Luisa, los mariscales de Napoleón –Murat, Duroc, Lannes, Lefebvre, Ney…-, los políticos y ministros a su servicio como Tayllerand, Denon o Carnot, los miembros de su familia –sus padres, sus hermanos José Bonaparte o Caroline Bonaparte…-, y algunos personajes de la época con quienes mantuvo relaciones tormentosas, como Chateaubriand, Madame de Staël o el siniestro ministro de Policía Joseph Fouché, desfilan por las salas de la exposición con la firma de los principales artistas al servicio de Napoleón: David, Gérard, Gros, Lefèvre y Lejeune, entre otros. Pero son ante todo las grandes pinturas de batallas las que vertebran el conjunto. Las campañas de Italia y Egipto, las sucesivas y triunfales contiendas contra Gran Bretaña, Rusia, Prusia y Austria… y también las sonoras derrotas en España y Rusia delimitan en luces y sombras la asombrosa trayectoria del militar y el hombre de Estado. Algunas de las obras más célebres sobre Napoleón están aquí, como una de las cinco versiones ejecutadas por Jacques-Louis David de Bonaparte cruzando los Alpes a lomos de su caballo blanco (aunque en realidad los cruzó montado en una mula, pero él encargó el cuadro para asimilarse a Aníbal y a Alejandro Magno, cosas del ansia de posteridad).

La otra cita es en el Museo del Ejército, situado en el edificio de Los Inválidos de París. A tiro de piedra de la colosal tumba de mármol donde reposan desde 1861 los restos del Emperador -siempre rodeada de turistas y donde el presidente Macron llevó del brazo a Donald Trump durante la visita del presidente de EEUU a París en julio del año pasado-, se despliegan las siete salas de la exposición Napoleón estratega.

Casaca de coronel de caballería de la Guardia Imperial.
Casaca de coronel de caballería de la Guardia Imperial. RMN-PALACIO DE VERSALLES-MUSÉE DE L’ARMÉE

La muestra, con un sinfín de obras de arte, casacas, gorros militares, armas (como la espada del Emperador durante la batalla de Austerlitz), mapas, maquetas e instalaciones interactivas,se centra en las hazañas militares del general corso y del arte de la guerra que corría por sus muy belicosas venas. Inaugurada el pasado 6 de abril (hasta el 22 de julio), pretende dar cuenta de la preparación de las campañas militares, a las que Napoleón aportó a partes iguales sus profundos conocimientos de la instrucción militar clásica y nuevas formas de hacer la guerra, que incluyen la puestas en marcha de redes de espionaje, el estudio geográfico y político previo y profundo de las zonas de batalla y, ante todo, un principio innegociable: llegar al escenario del combate antes que el enemigo.

Telescopio del general en la batalla de las Pirámides.
Telescopio del general en la batalla de las Pirámides.MUSEO DEL EJÉRCITO-RMN-GRAND PALAIS

Básicamente Napoléon avanzaba rápido y en línea recta, y le daban igual las distancias y los accidentes geográficos o meteorológicos. En 1805 contaba con un imponente ejército de 150.000 soldados. Siete años y muchas victorias después, eran más de medio millón. Fue el único jefe militar que tomó sucesivamente Berlín (1806), Viena (1805 y 1809) y Moscú (1812). “Pero en su país, en España, Napoleón se encontró con una forma de guerra que no conocía y para la que sus ejércitos demostraron no estar preparados: la guerra de guerrillas… y esa, junto con Rusia, fue su tumba”, explica la historiadora y conservadora Émilie Robbe, comisaria de esta asombrosa exposición.

La espada de Napoleón en la batalla de Austerlitz.
La espada de Napoleón en la batalla de Austerlitz.RMN-PALACIO DE VERSALLES-MUSÉE DE L’ARMÉE

Fue el Gran Corso un joven general imbuido de los principios de la Revolución que guerreó por toda Europa en defensa de la grandeur francesa. También, sin duda alguna, un émulo discreto del Rey Sol, un apasionado del boato y la alcurnia de los salones de la realeza y las intrigas de corte. Quizá, al cabo, un monumental ídolo con pies de barro, un pobre diablo atrapado en su incapacidad de poner límite a la codicia política y militar. Desde luego, un personaje real que supera toda ficción, como lo demuestra la excelente novelita La muerte de Napoleón, de Simon Leys, editada recientemente en español por Acantilado.

La culminación, por parte de la Fundación Napoleón y la editorial francesa Fayard, de la correspondencia completa de Bonaparte -15 años de trabajo, 15 volúmenes para un total de 40.000 cartas escritas o dictadas- acaba de cerrar el círculo de la semblanza definitiva de uno de los personajes más importantes de la Historia mundial. Muchas de ellas permanecían inéditas hasta ahora. Por ejemplo, una fechada el 5 de mayo de 1821 en Longwood (isla de Santa Helena, Atlántico Sur) que dice: “Señor Gobernador, el Emperador Napoleón ha muerto a las seis menos diez de esta tarde como consecuencia de una penosa enfermedad. Tengo el honor de informaros de ello, él me autorizó a comunicaros, si así lo deseáis, sus últimas voluntades”.

La carta la firma el Conde de Montholon.

En realidad la había dejado escrita Napoleón Bonaparte, Emperador de los Franceses.

Los juegos en la Corte de Francia.

Fuente:Revista de Historia, 29/06/2015.

La relación del juego con la Corte francesa se remonta varios siglos atrás. Diversos tipos de juegos y pasatiempos, especialmente los de naipes, han tenido una influencia relativamente destacada en la política y la cultura francesas.

Los juegos en la Corte de Francia

Aunque a día de hoy es imposible determinar cuál es el origen de los naipes, los investigadores apuestan por su procedencia de Oriente. No cabe duda que esta afirmación no es muy exacta por la amplitud de dicha localización aunque los más audaces sitúan sus principios en China. De cualquier modo esto solo pretende reforzar la realidad de que las cartas no son originales de Europa como en una época se pretendió demostrar. Su llegada Occidente tampoco está clara aunque la mayoría de teorías apuntan a que pudieron llegar a través de las Cruzadas. Una vez en Europa las cartas se extendieron a todos los rincones del mundo.

 Los naipes fueron evolucionando en diferentes juegos y el protagonismo que tuvieron en lugares como Francia en algunas épocas fue más que curioso, llegando a convertirse con premura en el pasatiempo principal entre la nobleza e incluso en las estancias más exclusivas de la Corte.

Un ejemplo de ello fue el piquet, conocido anteriormente como el cent, un juego que se originó en Francia en el siglo XV y que fue considerado como el mejor juego de cartas para dos personas. Se trata de una modalidad compleja para la que se utiliza la baraja francesa reducida de 32 naipes y según se dice era una de las pasiones del rey Carlos VII.

Los juegos en la Corte de Francia. "El juego del piquet", del pintor Jean Loius Ernest Messonier, 1861.

Pero si hubo un momento de la historia francesa donde el juego cobró un papel protagonista en Versalles fue durante el reinado de Luis XIV. Si bien el monarca conocido como Le Roi Soleil (El Rey Sol) que había heredado el trono con tan solo 5 años a la muerte de Luis XIII nunca fue un gran aficionado a este tipo de ocio, el cardenal Mazarino que gobernó Francia bajo la regencia de Ana de Austria debido a la corta edad del rey, siempre había sido un amante del juego y transmitió su pasión a la madre del joven soberano.

Los juegos en la Corte de Francia. Cardenal Mazarino. Grabado de Robert Nanteuil

Posteriormente Luis XIV se desposaría con la infanta española María Teresa de Austria que nunca se integró plenamente a las obligaciones de la Corte, en parte propiciado por su poco dominio del idioma francés, pero que sí se convirtió en la anfitriona del juego en palacio, dejando a su muerte una deuda de 100.000 coronas que el monarca tuvo que pagar, situación que a la postre se repetiría también con su hijo y su nieto.

Poco después y tras varios escarceos amorosos, Luis XIV vivió un idilio de 10 años con la marquesa de Montespan con la que tuvo 4 hijos bastardos y por la que también tendría que realizar pagos de grandes fortunas, ya que era otra mala jugadora que habitualmente se veía envuelta en deudas de diferentes enfrentamientos.

Fue durante esa época que el juego se fue imponiendo en todas las embajadas y locales de París. Tal fue la popularidad que tuvo esta actividad en la Corte durante el reinado de Luis XIV que incluso en la actualidad existe un juego de cartas llamado Versailles con todos los personajes de estas tramas.

La Francia más poderosa nunca se desligó de su pasión por el juego y años más tarde otra figura histórica como Napoleón se mostraba como un enamorado del ajedrez, algo que en cierto modo era lógico tratándose de uno de los más grandes estrategas en las contiendas, sin embargo parece ser que su habilidad en el tablero no era tanta como en el campo de batalla.

Era tal la pasión del militar francés por este juego que en una ocasión incluso viajó a Viena a enfrentarse con un famoso autómata de la época conocido como “El Turco” que había sido creado por un científico eslovaco llamado Wolfwang Von Kempelen. La fama que precedía a esta máquina (incluso Edgar Allan Poe escribió sobre el automata en “El jugador de ajedrez de Maelzel”) había llegado a oídos de Napoleón que no pudo resistirse a la tentación de medirse con ella perdiendo en sus tres enfrentamientos, algo que también les ocurrió a otras figuras como Federico II de Prusia, Catalina II y el duque ruso Pavel. Aunque su inventor afirmaba que funcionaba con campos magnéticos, la mayoría de conocedores dicen que se trataba de un buen jugador de la época de nombre Johann Allgaier, que se mantenía escondido dentro de la máquina mientras iba realizando los movimientos de la partida. Sea como fuere aquello estuvo a punto de costarle muy caro al emperador francés, ya que sus enemigos le habían preparado una trampa para su captura que finalmente no tuvo éxito.

Los juegos en la Corte de Francia. Grabado de Napoleón frente al autómata “El Turco”

Como no, tiempo después Napoleón se convertiría en un jugador habitual del 21 (blackjack) durante sus meses de encierro en la Isla de Elba que precedieron al final definitivo de su imperio en la batalla de Waterloo. Otro juego que gozaba de gran popularidad en la Francia de la época y que hoy sigue siendo una de las estrellas de los modernos casinos.

Histórico reconocimiento a las víctimas de la ‘Operación Bolero’ contra el exilio español

Parte del cementerio de Berlín donde están enterradas varias de las víctimas de la ‘Operación Bolero’. / Manuel Martorell

Autor: MANUEL MARTORELL.

Fuente: Cuarto poder, 2/04/2015.

Cuando me pidieron que diera una conferencia el 24 de marzo en el Instituto Cervantes de Berlín en homenaje a las hermanas Josefa y Elisa Úriz, no podía imaginarme que me toparía, de lleno, con la ‘Operación Bolero’, uno de los episodios más vergonzosos de la Guerra Fría desencadenado en 1950 contra el exilio republicano español de Francia. Así lo relataron testigos presenciales de aquellos hechos, tanto al final de la conferencia, como al inaugurar una exposición sobre la trayectoria vital de las dos hermanas, y en la recepción que en honor de aquellos exiliados organizó la Embajada de España en Alemania.

De acuerdo con el plan elaborado por el Gobierno del socialista René Pleven –también formaba parte del Consejo de Ministros el futuro presidente Francois Mitterrand–, cientos de cuadros comunistas, en su mayoría miembros de la Resistencia, fueron sacados de sus casas a las 5 de la madrugada del 7 de septiembre de ese año, algunos semidesnudos, maniatados, tratados como criminales y abandonados, sin comida, agua, documentación ni explicación alguna, en tierra de nadie junto a la Alemania Oriental; otros, fueron encarcelados y deportados en barco a Córcega o Argelia.

Formalmente la operación se denominaba con cierta ironía ‘Bolero-Paprika’: ‘Bolero’ para los españoles, que formaban el grueso de los deportados, y ‘Paprika’ (pimiento, pimentón) para los militantes del Este, que también los había. La justificación: el PCE y sus organizaciones se habían convertido en la ‘quinta columna’ de una hipotética invasión soviética de Europa, tal y como habían denunciado, en medio de una psicosis colectiva, periódicos tan serios como Le Monde o France-Soir.

Tras las redadas, la policía mostró como irrefutable prueba del delito los arsenales de armas, explosivos, multicopistas y radio-enlaces incautados en los registros sin que nadie explicara que todo aquel material procedía de la época de la Resistencia y estaba destinado a los ‘maquis’ que todavía seguían la guerra de guerrillas contra el régimen franquista.

Entre las pocas voces que tuvieron el valor de disentir, destacó la de Henri Groués, más conocido como Abat Pierres, sacerdote, fundador de los Traperos de Emaus y encarcelado por la Gestapo durante la II Guerra Mundial por colaborar con los resistentes.

En la lista con orden de ‘absoluta urgencia’ para su expulsión por motivos de ‘seguridad nacional’, había verdaderos héroes de la lucha contra la ocupación nazi de Francia, como el comandante Galeano, o las propias hermanas Úriz, responsables del ‘maquis español’ en la región de París junto a los también hermanos Josep y Conrad Miret, muertos a manos de los nazis.

Margarita Bremer, una de las participantes en el homenaje de Berlín, recordaba un detenido que fue sacado de casa en pijama. Los policías le dijeron que se vistiera y que cogiera un plato y una cuchara para desayunar. Él, pensando que no tardaría en regresar, les dijo que prefería desayunar en su casa. Jamás volvió y fue colocado, con los demás, en la frontera con el ‘bloque soviético’.

El grupo de Fernando Lafuente, que en 1950 tenía 16 años, estuvo vagando sin rumbo, escondiéndose de día y caminando de noche, gracias a que uno de los deportados había estado en un campo de exterminio, entendía algo de alemán y podía interpretar los carteles que encontraban. Como ocurrió con la mayor parte de los deportados en esta zona de Europa Central, al ser localizados por los soviéticos pasaron a ser sospechosos de espionaje. En algunos casos, la situación se aclaró gracias a las explicaciones que suministró a las autoridades de Alemania Oriental el Partido Comunista de Francia; en otros casos, antiguos brigadistas internacionales, que sabían algo de castellano, hicieron de intérpretes.

Elsa Osaba, en su relato particular, explica que su tío José “se suicidó… ¡de un disparo en la espalda!” mientras otro familiar, de nombre Francisco, fue encarcelado durante años cuando todavía no se había recuperado del trauma por haber estado en el tétrico campo de concentración de Mauthausen.

Orden de expulsión de 'urgencia absoluta' contra Elisa Úriz. / badostain.net
Orden de expulsión de ‘urgencia absoluta’ contra Elisa Úriz. / badostain.net

Además, todas las organizaciones y  publicaciones vinculadas al PCE fueron prohibidas, entre ellas la Unión de Mujeres Españolas, en la que militaban las Úriz, y la revista Mujeres Antifascistas, a cuyo consejo de redacción pertenecía Elisa, la menor de las dos hermanas. Mayor escarnio supuso la liquidación de la Amicale des Anciens FFI (Fuerzas Francesas del Interior), es decir la asociación que agrupaba a los antiguos combatientes españoles de la Resistencia, muchos de los cuales habían entregado sus vidas para liberar a Francia del yugo nazi.

Estas dos hermanas, de origen navarro,  pioneras de la renovación pedagógica en España, destacadas militantes en la II República y la Guerra Civil, lograron retrasar su expulsión casi un año hasta que en agosto de 1951. Recibida en abril la correspondiente orden, tuvieron que abandonar Francia y refugiarse en Berlín Oriental ese mes, formando con los demás una peculiar comunidad de un centenar de personas que habían sufrido el exilio por partida doble, primero tras la Guerra Civil y después debido a la ‘Operación Bolero’.

Homenaje a las víctimas

Hoy prácticamente no quedan supervivientes de aquellos hechos, salvo algunos hijos o nietos de aquellos deportados. Concretamente, en el homenaje de Berlín estaban presentes, aparte de Fernando Lafuente y Margarita Bremer, ya citados, la hija y nieta de esta última, Anja y Friederike, Mercedes Álvarez (hija de Ángel Álvarez), Paloma Plaza (hija de Eliseo Plaza), Julio Aristizábal y la doctora Olga García Domínguez, que llegó a Berlín Oriental unos años más tarde.

Sus mayores, como Elisa y Josefa Úriz, fueron enterrados en lugares especialmente habilitados y de forma preferente junto a los brigadistas internacionales de la Guerra de España, al lado de otros destacados luchadores por el socialismo y contra el régimen hitleriano en los dos principales cementerios de la extinta República Democrática de Alemania.

Jamás, desde la Guerra Civil, una representación oficial de España había reconocido ese sufrimiento hasta la inauguración de la exposición sobre las hermanas de origen navarro que permanecerá abierta hasta el 5 de abril y que, probablemente, recorrerá otras ciudades alemanas. Tanto a la inauguración como a la recepción oficial de la Embajada, asistió una delegación del Ayuntamiento del Valle de Egüés y del Concejo de Badostáin, de donde eran originarias, presidida por Alfonso Etxeberría y Xabier Ziritza.

Olga García Domínguez, que conoció personalmente a Elisa Úriz, se encargó de agradecer el histórico gesto hacia los exiliados al embajador, Pablo García-Berdoy, quien lamentó que esta iniciativa no se hubiera realizado antes.

El mismo sentido tuvo la intervención de la directora del Instituto Cervantes, Cristina Conde, que destacó expresamente el reconocimiento a quienes, víctimas de la psicosis de la Guerra Fría, sufrieron el exilio por partida doble. Desde el Instituto Cervantes se planteó incluso la posibilidad de que se pudiera llevar la exposición a París, dando así ocasión a que Francia también borrara este punto negro de su historia contemporánea.

Denis Diderot o la pasión.

Autora: María José Villaverde.

Fuente: El País, 5/X/2013

Sapere aude:atrévete a pensar por ti mismo, a cribar las creencias religiosas establecidas, las ideas políticas convencionales, las concepciones científicas tradicionales, las costumbres, la moral… Bajo ese lema ilustrado y en el salón de la rue Royale del barón D’Holbach, se reunieron dos veces por semana durante un cuarto de siglo los librepensadores e intelectuales más avanzados de su época. En torno a una mesa de platos refinados y de vinos exquisitos destacaba el verbo apasionado del más audaz de todos ellos, Diderot.

Denis Diderot, que se convertirá en la punta de lanza de la Ilustración radical, había nacido el 5 de octubre de 1713 en Langres (Francia). Cuando, con 15 años, aterriza en París para ingresar en uno de los grandes colegios jesuitas, el Louis-le-Grand, vivero de personajes célebres como Molière o Voltaire, es un devoto muchacho de provincias que se prepara para ser sacerdote pero que será, más tarde, arrastrado hacia la vida bohemia. Como tantos otros plebeyos desde Rousseau a Raynal (su padre era un próspero forjador de cuchillos), conquistará París y acabará siendo el alma del salón de D’Holbach.

Leer artículo completo en El País.

Cine histórico para explicar la Francia prerrevolucionaria

Artículo redactado por Elvira García Arnal, profesora de Secundaria de Geografía e Historia en el IES Pedro de Luna de Zaragoza y publicado en el número 82 de la revista Making Of en el que se trata la Francia prerrevolucionaria a través del cine: «El Perfume: Historia de un asesinato» y «María Antonieta». Se analizan diversas temáticas contenidas en las películas, justicia, poder, la sociedad, la higiene, la salud, etc., se recomiendan diversos cortes para cada temáticas y proponen actividades sobre dichas películas.