Cuando Chile votó a Allende

Salvador Allende durante una concentración de la Unidad Popular.
 © Archivo de la familia Puccio Huidobro.

Autora: María Amorós.

Fuente: lavanguardia.com 04/09/2020

En enero de 1970, después de varios meses de incertidumbre, Salvador Allende fue designado candidato de la Unidad Popular (una coalición de seis partidos encabezada por comunistas y socialistas) para la elección del 4 de septiembre de aquel año.

Desde entonces recorrió sin descanso la geografía nacional, en la que fue la más breve de sus cuatro campañas presidenciales. Rompieron la parsimonia del verano austral las brigadas muralistas Ramona Parra (de las Juventudes Comunistas) y Elmo Catalán (de la Juventud Socialista), que pintaron su nombre de manera colorista e imaginativa en las paredes de todo el país.

Los acordes de la Nueva Canción Chilena, con Víctor Jara, Ángel e Isabel Parra, Inti-Illimani, Quilapayún…, llenaron de música la infinidad de actividades que la izquierda organizó a lo largo de aquellos siete meses.

Imagen de la campaña presidencial del Salvador Allende en 1964.
Imagen de la campaña presidencial del Salvador Allende en 1964. © Archivo de la familia Puccio Huidobro.

La periodista Virginia Vidal le acompañó en una jornada en la que Allende, con guayabera y sombrero de paja, recorrió una de las zonas más humildes del área metropolitana de Santiago: “Fuimos a una localidad muy pobre, Barrancas; era un día de semana después del almuerzo, hacía mucho calor, el terreno era muy árido, pura tierra. No se asomaba un alma. Allende iba con un megáfono, tocando puerta por puerta, era muy entusiasta”.

En una de las casas pidió un vaso de agua a la mujer que le abrió, y ella, sin excesivo entusiasmo, regresó con una jarra “bien pobre”, de la que el candidato se sirvió. Después empezó a preguntarle por sus hijos y a explicarle su trabajo como parlamentario durante un cuarto de siglo, su especial preocupación por la aprobación de medidas que favorecieran a los hijos de los trabajadores. “La mujer empezó a interesarse cuando le habló con propiedad de las diferentes leyes que había impulsado por la salud, por la alimentación… Paso a paso, casa a casa, se nos pasó toda la tarde en eso”.

En aquella campaña los trabajadores desplegaron una intensa movilización con multitud de huelgas en varios sectores

Se acercó el momento de la concentración en una plaza desolada, y los habitantes de Barrancas empezaron a reunirse. “Allende habló con un gran entusiasmo y sin decaer en ningún momento. A pesar de las sucesivas derrotas, teníamos esperanza”.

Apoyo popular

Una de las novedades de aquella campaña fue la creación de casi quince mil comités de la Unidad Popular en todos los rincones del país, organismos unitarios que dinamizaron el trabajo electoral, social y político y que, pese a las exhortaciones posteriores a fortalecerlos, desaparecieron tras el triunfo del 4 de septiembre. También los trabajadores desplegaron una intensa movilización, con los paros en las industrias Sumar y Fensa, la “marcha del hambre” de los mineros de Ovalle, las huelgas de los estibadores y de los obreros del salitre…

Letrero de su consulta médica en Valparaíso en los años treinta.
Letrero de la consulta médica de Allende en Valparaíso en los años treinta. © Familia Allende Bussi.

El 12 de mayo, las tres mayores confederaciones sindicales rurales, Ranquil, Triunfo Campesino y Libertad, y las federaciones de cooperativas beneficiadas por la Reforma Agraria realizaron la primera huelga general en el campo, y el 8 de julio, la Central Única de Trabajadores (presidida por el comunista Luis Figueroa) organizó un masivo paro nacional para demandar subidas salariales y la disolución del Grupo Móvil de Carabineros, responsable de las matanzas en la mina El Salvador en 1966 y en Puerto Montt en 1969.

También el decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, Alfredo Jadresic, le expresó públicamente su apoyo en una gira por el norte. Sus recuerdos se sitúan en Antofagasta, en “una concentración masiva y entusiasta” convocada por la Unidad Popular. “A mi turno, tomé la palabra y sereno hablé de la poesía, del arte, del mundo desconocido de la cultura para tantos chilenos que no logran otro placer que llevar el pan a sus hogares, de la inmensa injusticia que va mucho más allá de la carencia de los bienes materiales, de la inequidad en todos los ámbitos, de la educación y sus proyecciones en el desarrollo personal y de la sociedad. Me escuchaban con un silencio impresionante. Mientras hablaba, sentía que los rostros de esos obreros revelaban entender que existía algo de lo cual nunca nadie les había hablado, que parecía maravilloso y a lo cual también tenían derecho. Eso también era parte del proyecto de la Unidad Popular”.

Los adversarios de Allende eran el democratacristiano Radomiro Tomic y el derechista Jorge Alessandri (presidente entre 1958 y 1964), a quien casi todas las encuestas otorgaban la victoria, con alrededor del 40% de los votos, mientras que Allende y Tomic fluctuaban entre el 25% y el 30%.

A pesar de tales augurios, la derecha no dudó en reeditar la “campaña del terror” de 1964. Carteles con un tanque soviético ante el palacio de La Moneda volvieron a inundar las paredes, se reprodujeron en miles de octavillas, aparecieron como publicidad en los diarios: “En Checoslovaquia tampoco pensaban que esto sucedería…”, advertían. También recurrieron al terreno de las creencias religiosas, con mensajes como: “Virgen del Carmen, Reina y Patrona de Chile, líbranos del comunismo ateo”.

El 1 de septiembre, Allende cerró su campaña con un gigantesco mitin ante cerca de un millón de personas (en un país que entonces contaba con diez millones de habitantes), que, organizadas en siete columnas, hacia las siete y media de la tarde inundaron las principales arterias de la capital chilena. “Era un espectáculo impresionante. La mayor parte no alcanzaba a ver, por supuesto, la plataforma, pero un sistema de altoparlantes transmitía las palabras del líder. Sus últimos comentarios fueron bastante moderados […]. Sobre la Alameda se habían levantado varios estrados más pequeños en los que se presentaban diversos números de entretenimiento, sobre todo danzas y cantos folklóricos, salpicados de vez en cuando por un sketch satírico”, escribió el profesor norteamericano Michael J. Francis, testigo de aquellos días.

Durante un acto con trabajadores.
Allende durante un acto con trabajadores. © Archivo de la Fundación Salvador Allende.

Un día para la historia

El viernes 4 de septiembre de 1970, algo más de tres millones y medio de ciudadanos mayores de 21 años y alfabetizados estaban llamados a las urnas. Curiosamente, Allende no pudo votar, ya que estaba empadronado en Punta Arenas (por cuya provincia fue senador electo en marzo de 1969), y por precaución descartó el viaje hasta el extremo austral. 

Después de desayunar su acostumbrado “café chico” –sin azúcar– y una manzana, a las once se dirigió a una comisaría de Carabineros para cumplir el mandato legal de justificar su abstención. De allí, se dirigió al Liceo 7 de Niñas para acompañar a su esposa, Hortensia Bussi, y a sus tres hijas (Carmen Paz, Beatriz e Isabel) en la votación. Numerosas personas le saludaron, incluidas dos monjas, quienes le estrecharon las manos y le brindaron unas palabras calurosas: “Estamos con usted”. Y, antes de salir del centro educativo, una profesora, Silvia Morales, le estampó un beso en la mejilla: “¡Venceremos, compañero Allende!”.

Los primeros resultados favorecían a Alessandri y desataron la euforia en la derecha

Era una jornada casi primaveral en Santiago, soleada, apacible, en la que la tensión ante la incertidumbre del resultado invitó a la mayor parte de la población a votar temprano y recluirse en sus casas para seguir el escrutinio por radio o televisión. En su hogar, Allende almorzó su combinación preferida: carne, arroz y ensalada. A media tarde, junto con su esposa y algunos amigos, como José Tohá y Victoria Morales, permanecía pendiente del inicio del recuento. “Lentamente nos iba llegando la información del escrutinio en las distintas ciudades. Hacia las seis o siete sentimos una ansiedad muy grande, las llamadas eran incesantes”, recuerda Victoria Morales.

Los primeros resultados favorecían a Alessandri y desataron la euforia en la derecha, que por unos minutos llegó a creerse de nuevo vencedora. A las diez y media de la noche, era evidente que la victoria se decidiría por un estrecho margen entre Allende y Alessandri, puesto que, según los datos que acababa de proporcionar el Ministerio del Interior, el candidato de la Unidad Popular sumaba 871.000 votos, Alessandri 842.000 y Tomic 661.000.

Y mientras los partidarios de la UP empezaron a reunirse en la plaza Vicuña Mackenna y los de Alessandri en la plaza de Armas, el jefe de la guarnición del Ejército en Santiago, el general Camilo Valenzuela, prohibió cualquier manifestación hasta dos horas después del fin del escrutinio. Como en cada jornada electoral, las Fuerzas Armadas habían realizado un amplio despliegue de efectivos y asumido el control del país.

Pablo Neruda participó en sus cuatro campañas presidenciales.
Pablo Neruda participó en sus cuatro campañas presidenciales. © Archivo de la Fundación Salvador Allende.

Finalmente, pasada ya la medianoche, el general Valenzuela reunió a la prensa y leyó un comunicado: “El Jefe de Plaza autorizó una concentración al comando del señor senador Dr. Salvador Allende desde la Biblioteca Nacional hasta Plaza Italia…”. Era la confirmación pública de la victoria de la Unidad Popular; el silencio en el aristocrático Barrio Alto y la majestuosa avenida Providencia lo corroboraba.

Cuando faltaban quince minutos para las dos de la madrugada, el ministro del Interior, Patricio Rojas, comunicó el resultado a los tres candidatos. De los 3.539.747 ciudadanos inscritos en los registros electorales, 1.070.334 (el 36,2%) apoyaron a Allende, 1.031.159 (el 34,9%) a Alessandri y 821.801 (el 27,8%) a Tomic. Apenas 26.000 votos (el 1,1%) fueron nulos o depositados en blanco, mientras que la abstención fue del 16,3% (577.004 personas).

Salvador Allende, que venció en diez de las veinticinco provincias, consolidó su victoria con los amplios márgenes logrados en las localidades populares del Gran Santiago (San Miguel, Barrancas, Cerrillos…) y en las provincias con mayor concentración proletaria (Tarapacá, Antofagasta, Concepción y Arauco), mientras que en la de Santiago se impuso Alessandri. La votación allendista era tan sólida que solo en Cautín fue inferior al 29%, si bien, una vez más, su flanco débil fue la población femenina: solo logró el 30,5% de los votos de las chilenas, mientras que entre los hombres alcanzó el 41,6%.

Con sus hijas en el Estadio Nacional alrededor de 1950.
Allende con sus hijas en el Estadio Nacional alrededor de 1950. © Archivo de la Fundación Salvador Allende.

La alegría de Víctor Jara

Desde la medianoche, las emisoras de radio afines a la izquierda llamaban a sus partidarios a concentrarse en la Alameda, frente al viejo caserón de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. Hasta allí llegaron Víctor Jara y su esposa, Joan, y saludaron a los dirigentes de los distintos partidos de la izquierda, a otros artistas, diputados, senadores y miembros de la Central Única de Trabajadores. 

Todos conocían a Víctor por su trayectoria artística y su compromiso político, puesto que había participado en numerosos actos de la campaña y era miembro del Comité Central de las Juventudes Comunistas. 

Joan Jara recogió aquellos momentos en su libro (Víctor. Un canto inconcluso), una de las descripciones más bellas de aquel Chile: “Veo a los dirigentes comunistas Lucho Corvalán y Volodia Teitelboim y luego me doy cuenta de la presencia de Salvador Allende. Pienso cuántas veces y durante cuántos años han esperado los resultados de las elecciones, durante cuántos años han luchado con la esperanza de una victoria popular. Muchos de los asistentes son viejos trabajadores, con toda una vida de lucha a sus espaldas”.

En 2008, en una votación popular organizada por Televisión Nacional de Chile, fue elegido el ciudadano más importante de la historia del país.
En 2008, en una votación popular organizada por Televisión Nacional de Chile, Allende fue elegido el ciudadano más importante de la historia del país. © Luis Poirot – Archivo de la Fundación Salvador Allende.

Cuando tuvieron la confirmación definitiva del triunfo, estalló la emoción. “Dentro todo es alegría, abrazos, lágrimas”, escribió Joan Jara. “A mí me lleva el gentío. Todos se abrazan entre sí. La gente se empuja para llegar junto a Allende y felicitarle. Me toca el turno. Lo estrecho en lo que considero un desahogado estrujón de oso, pero él me dice: ‘¡Abrázame más fuerte, compañera! ¡Este no es momento para timideces!’”.

La noticia recorría ya el planeta: por primera vez, un candidato marxista, al frente de una amplia coalición y con un programa que planteaba la construcción del socialismo, alcanzaba el gobierno de un país en unas elecciones democráticas. “Fue un día de gloria”, sentencia –evocando La Marsellesa– el ingeniero Jacques Chonchol, a quien Allende designó ministro de Agricultura.

Las claves del triunfo

El sociólogo Manuel Castells (actual ministro español de Universidades), quien trabajó en Chile en aquellos años y escribió La lucha de clases en Chile (Siglo XXI, Buenos Aires, 1974), explicó la victoria de la Unidad Popular por la división de las fuerzas no marxistas y por la creación de un frente político que agrupaba al movimiento popular y parte de la pequeña burguesía bajo la hegemonía de la clase obrera, al tiempo que destacó que la campaña de la izquierda se había apoyado en la movilización de las masas en torno a propuestas programáticas precisas, no sobre la figura carismática del candidato, como en el caso de la derecha.

Por su parte, el abogado Joan Garcés, uno de los principales asesores de Allende, citó tres características del sistema político y de la sociedad chilena que permitían entender esa victoria. En primer lugar, destacó la unidad de la mayor parte del movimiento obrero en torno a los partidos Comunista y Socialista.

En segundo lugar, subrayó que, en aquel momento, los trabajadores y los sectores populares no estaban enfrentados a la pequeña burguesía y la clase media; al contrario, un sector amplio de estas capas se alineaba junto al proletariado, y eran la aristocracia terrateniente y los principales grupos económicos los que se encontraban diferenciados social y políticamente de los sectores medios.

Por último, constató que las Fuerzas Armadas habían permanecido al margen de la lucha por el poder.

El 3 de noviembre de 1970, en el inicio de su mandato presidencial, Salvador Allende y Hortensia Bussi saludan desde La Moneda.
El 3 de noviembre de 1970, en el inicio de su mandato presidencial, Salvador Allende y Hortensia Bussi saludan desde La Moneda. © Luis Poirot – Archivo de la Fundación Salvador Allende.

Hacia la una y media de la madrugada del 5 de septiembre, Allende salió al balcón del vetusto edificio de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. Se aprestaba a pronunciar el discurso que había aguardado desde 1952, e iba a hacerlo en la sede de una de las organizaciones en las que se forjaron sus convicciones políticas, a finales de los años veinte y principios de los treinta.

Con un modesto micrófono que alcanzó a recoger la alegría del pueblo de Santiago, habló ya no como “el compañero Allende”, sino como “el compañero Presidente”: “La victoria alcanzada por ustedes tiene una honda significación nacional. Desde aquí declaro, solemnemente, que respetaré los derechos de todos los chilenos. Pero también declaro, y quiero que lo sepan definitivamente, que al llegar a La Moneda, y siendo el pueblo Gobierno, cumpliremos el compromiso histórico que hemos contraído de convertir en realidad el programa de la Unidad Popular”.

Con su gabinete de ministros en agosto de 1973.
Allende con su gabinete de ministros en agosto de 1973. © Archivo de la Fundación Salvador Allende.

Aquel programa contemplaba la nacionalización de las grandes minas de cobre (propiedad de multinacionales estadounidenses), así como de los principales monopolios industriales y de la banca; la profundización de la Reforma Agraria hasta erradicar los latifundios; la participación de los trabajadores en la dirección de la economía; una política internacional soberana en el mundo de la Guerra Fría; una política social con medidas tan emblemáticas y revolucionarias como el reparto diario de medio litro de leche a cada niño…

Y con afecto y respeto convocó la difícil tarea que empezaría a partir del día siguiente: “Les pido que se vayan a sus casas con la alegría sana de la limpia victoria alcanzada. Esta noche, cuando acaricien a sus hijos, cuando busquen el descanso, piensen en el mañana duro que tendremos por delante, cuando tengamos que poner más pasión, más cariño, para hacer cada vez más grande a Chile y cada vez más justa la vida en nuestra patria. Gracias, gracias, compañeras. Gracias, gracias, compañeros. Ya lo dije un día. Lo mejor que tengo me lo dio mi partido, la unidad de los trabajadores y la Unidad Popular. A la lealtad de ustedes, responderé con la lealtad de un gobernante del pueblo; con la lealtad del compañero Presidente”.

Nicolás II y su desastrosa guerra contra Japón

Soldados japoneses cerca de Chemulpo, en Corea, entre agosto y septiembre de 1904.
 Dominio público

Autora: EMPAR REVERT

Fuente: lavanguardia.com 05/09/2020

Nicolás II estaba exultante. Tras un decenio como soberano, su pueblo al fin le demostraba la entrega que tanto había anhelado. Toda Rusia reaccionaba como una sola voz contra el ataque japonés a la base imperial en Port Arthur. Bien, no toda. Algunas figuras de la corte, pocas, presintieron los peligros que una guerra encerraba para una Rusia tan grande como frágil. El ministro Sergei Witte era la principal de ellas.

A principios del siglo XX Rusia era un gigante con pies de barro que suplía la decadencia de sus estructuras con un incesante crecimiento territorial. El zar ostentaba aún el poder absoluto, y en el caso de Nicolás II eso era un problema. Los asuntos de Estado no eran lo suyo. El conde Witte, tan estimado por su padre, el zar Alejandro III, era un ministro capaz, pero no podía evitar menospreciar a Nicolás, que a su vez encontraba molesto al político.Lee también

El imperio de los Romanov no había abordado con firmeza el camino de la modernización. Siguiendo su inercia, la Rusia zarista buscaba su propia justificación a ojos del pueblo a través de guerras victoriosas. Impedida su expansión hacia el oeste y el sur europeos, sus miras desde mediados del siglo XIX se fijaban en Oriente.

La permanencia de estructuras semifeudales también había sido una característica esencial de la sociedad japonesa. La presión de Estados Unidos y Europa para obtener concesiones comerciales llevó a su organización tradicional a una crisis irreversible. Sin embargo, el Japón que emergió de esa crisis estaba decidido a tratar con el hombre blanco de igual a igual.

Tras un serio proceso de revisión, el Imperio nipón retuvo los que consideraba sus máximos valores –patriotismo, lealtad, diligencia– y los combinó con los modelos políticos y la tecnología occidentales. Bajo el reinado de Mutsuhito (el emperador Meiji), el poder pasó a manos de oligarcas plenamente involucrados en esta misión. La sociedad japonesa conoció un rápido proceso de modernización, y a finales del siglo XIX Japón ya estaba en posición de desempeñar un papel de primer orden en Asia oriental.

Retrato de Nicolás II coronado.
Retrato de Nicolás II coronado. Dominio público

El rival imprevisto

La resolución nipona se puso de manifiesto muy pronto, en la guerra chino-japonesa de 1894-95, derivada del choque de intereses entre ambos países sobre Corea. El coreano era un estado ligado a China por vínculos tributarios y juzgado por el gobierno de Tokio como el trampolín natural para su expansión en el continente. 

La rápida victoria nipona sobre China sorprendió y alarmó a las potencias occidentales, en particular a Rusia, que no esperaba competencia en la región. A expensas de Pekín, San Petersburgo se había anexionado decenios antes la isla de Sajalín y una amplia zona al norte del río Amur. Ahora acariciaba la idea de extender su influencia por Manchuria y la estratégica península de Liaotung. En ella, Port Arthur garantizaría a la marina imperial una salida al mar libre de hielos durante todo el año, algo que el puerto de Vladivostok, mucho más al norte, no podía ofrecer.

El tratado que ponía fin a la guerra entre China y Japón arrancaba al Imperio chino la península de Liaotung. Adiós al puerto libre de hielos. Y ya no era solo eso. Como intuía Witte, si Japón se instalaba en Liaotung, no se detendría allí. San Petersburgo recabó el apoyo de sus aliados europeos, Francia y Alemania, para obligar a los japoneses a renunciar a sus demandas sobre la península china. El Imperio nipón tuvo que ceder a las presiones y contentarse básicamente con Taiwán.

Caricatura que ironiza sobre el reparto de China que se hacía entre las grandes potencias.
Caricatura que ironiza sobre el reparto de China entre las grandes potencias. Dominio público

El pueblo japonés lo consideró un trato humillante, y su resentimiento se convirtió en indignación dos años después, cuando el imperio del zar dejó al descubierto sus intenciones. Rusia impuso al gobierno chino un acuerdo por el que obtenía la concesión de Liaotung –con Port Arthur– durante 25 años prorrogables. Japón vio claro que necesitaba aliados y que el enfrentamiento con Rusia era bastante probable.

Promesas incumplidas

Las relaciones diplomáticas ruso-japonesas empeoraron en 1900 a raíz de la guerra de los Bóxers, en que el estallido de una revuelta xenófoba en China desencadenó la intervención de un contingente europeo. A él se unió Japón para impedir que Rusia tomara ventaja de la situación, pero los nipones no pudieron evitarlo. 

Japón ofreció reconocer la hegemonía rusa en Manchuria si el Imperio zarista hacía lo propio con la japonesa sobre Corea

El foco más activo del movimiento xenófobo se encontraba en Manchuria, precisamente donde las fuerzas rusas eran mayores. El Imperio zarista lo aprovechó para ocupar toda la región, a lo que Gran Bretaña y Japón respondieron con una enérgica protesta. Cediendo a las presiones, los rusos decidieron firmar un acuerdo con el gobierno chino que preveía la evacuación de las tropas de Manchuria en varias fases.

La primera fase de evacuación de las tropas rusas de Manchuria se llevó a cabo puntualmente, pero cuando llegó el momento de poner en marcha la segunda fase, en 1903, Nicolás II decidió no solo no cumplirla, sino obtener de China nuevas concesiones en la región. Tokio intentó solucionar la crisis por la vía diplomática. Ofreció a Rusia el reparto de zonas de influencia: Japón reconocía la hegemonía rusa en Manchuria si el Imperio zarista hacía lo propio con la japonesa sobre Corea.

En San Petersburgo, la propuesta contó con el favor de algunos de los miembros de la corte, como Sergei Witte, en ese momento apartado del poder por el zar y que, consciente de las flaquezas del Imperio, siempre había abogado por una expansión por medios distintos de los militares.

Retrato de Sergéi Witte.
Sergei Witte. Dominio público

Nicolás II no accedió a la oferta ni propuso alternativas. Creía que Japón no iría a la guerra. A principios de enero de 1904, Tokio optó por romper las relaciones. Días después, la marina nipona atacaba por sorpresa a las fuerzas rusas destacadas en Port Arthur.

Estalla la lucha

Pese a todo, Nicolás II no se alarmó. Sobre el mapa, Japón era un país mínimo que no hacía tanto que se defendía con katanas. El zar se dejó arrullar por el fervor popular en una empresa que parecía hacer olvidar las incipientes muestras de descontento social. 

Pero las ventajas del Imperio ruso eran solo aparentes. Los efectivos rusos en Manchuria eran inferiores. Los refuerzos podían llegar únicamente por el ferrocarril transiberiano, que no estaba listo para el transporte de grandes cantidades de hombres y suministros. Para asistir a la flota de Port Arthur apenas podría contarse con la de Vladivostok, impedida por los hielos, ni con la del mar Negro, que por convención internacional tenía prohibido atravesar el estrecho del Bósforo, mientras que la del Báltico tendría que rodear África antes de llegar a la zona de conflicto. A pesar de todo esto, en San Petersburgo, como en casi toda Europa, primaba la convicción de que Rusia saldría vencedora.Lee también

Frente al ataque de la flota japonesa dirigida por el almirante Togo, el vicealmirante ruso Makarov, al mando en Port Arthur, apostó por una estrategia ofensiva que arrebatara a los nipones el dominio del mar Amarillo. Sus objetivos se truncaron cuando, al regresar al puerto tras una incursión, su nave topó con una mina. Murieron Makarov y casi toda la tripulación. Los japoneses tuvieron desde ese momento el control absoluto del mar.

Ante el revés, el zar puso al contralmirante Rozhestvenski a la cabeza de la flota del Báltico, que tendría que prepararse para emprender una travesía de varios meses hasta Port Arthur. Rozhestvenski, un mando competente y severo, accedió con una petición. Era consciente de que Port Arthur caería antes de su llegada, y solicitó el refuerzo de la flota –un montón de chatarra– con la compra a Argentina y Chile de siete cruceros de fabricación reciente. Su solicitud se aceptó, pero no se llegaría a cumplir.

Zinovi Petrovich Rozhestvenski, a quien el zar puso al frente de la flota del Báltico.
Zinovi Petrovich Rozhestvenski, a quien el zar puso al frente de la flota del Báltico. Dominio público

Mientras tanto, un ejército japonés pasaba de Corea a Manchuria, y poco después un segundo contingente desembarcaba en la península de Liaotung. Port Arthur estaba rodeado. En cuestión de semanas, las fuerzas niponas entraban en el vecino puerto de Dairen, evacuado por los rusos.

Los intentos del general Kuropatkin, comandante de las tropas rusas en Manchuria, de romper el cerco de Port Arthur no tuvieron éxito y, tras una contraofensiva japonesa, los rusos se vieron, además, obligados a retirarse al norte, hacia Mukden.

De Port Arthur a Tsushima

En enero de 1905, tras un asedio de cinco meses, Port Arthur se rendía. Las naves de Rozhestvenski, que habían partido de Rusia a finales del año anterior, se hallaban aún en Madagascar. El desastre causó una honda impresión en el Imperio y atizó a la oposición interna, que pedía reformas sociales y libertades políticas. 

Retirada de las tropas rusas tras la batalla de Mukden, en 1905.
Retirada de las tropas rusas tras la batalla de Mukden, en 1905. Dominio público

Pocas semanas después de la caída de Port Arthur, una multitud reunida ante el palacio de Invierno en demanda de mejoras era dispersada a tiros por la guardia del zar. El episodio, que pasó a la historia como el Domingo Sangriento, se cobró más de cien muertos y dos mil heridos.

Sin embargo, la pérdida de Port Arthur no había decidido la guerra. El grueso del ejército ruso seguía intacto. Las tropas del zar y las del Sol Naciente se enfrentaron en la batalla de Mukden y, esta vez sí, los japoneses infligieron graves daños al ejército ruso, que no tuvo más remedio que replegarse al norte de esa ciudad. Manchuria se había convertido de pronto en un sueño fuera de su alcance.

Quedaba Rozhestvenski, la última esperanza del zar. Al contralmirante, en cambio, no le quedaba ninguna. Con los medios de que disponía, estaba convencido de que navegaba hacia el desastre. Desoídas sus opiniones al respecto, se resignaba a perder la vida en combate, aunque dispuesto a convertirse en un enemigo difícil de batir.

Togo y su tripulación antes de entrar en combate.
Togo y su tripulación antes de entrar en combate. Dominio público

Mediado mayo, dejaba atrás las costas de Indochina. Sus órdenes eran unirse con la flota de Vladivostok, ahora libre de hielos. Se decidió por la ruta menos mala, aun sabiendo que era la más directa hacia la armada japonesa: a través del golfo de Corea. A finales de mes, Togo y Rozhestvenski se enfrentaron en el estrecho de Tsushima. Fue un duelo a la altura de sus aptitudes, pero el contralmirante volvía a estar en lo cierto. La flota del Báltico no estaba en condiciones. Fue casi completamente destruida y su comandante capturado.

La rápida firma de la paz

La derrota en Tsushima y los aires de rebelión interna convencieron al zar de la necesidad de negociar la paz, para lo que rehabilitó al conde Witte. Japón, pese al triunfo, tenía la misma prisa, porque el esfuerzo bélico había dejado exhausto al país. Ambos contendientes aceptaron la oferta de mediación del presidente estadounidense Theodore Roosevelt, y en agosto se inauguró la Conferencia de Portsmouth. 

Japón logró el control de la península de Liaotung y de la parte meridional de Sajalín, el protectorado sobre Corea y la evacuación del ejército ruso de Manchuria. Menos de lo que esperaba. Aun así, el prestigio japonés creció como la espuma en el resto de Asia, que no previó el dominio, tanto o más feroz que el occidental, que la nueva potencia impondría sobre buena parte del continente en los años siguientes.

Para la Rusia autocrática representó un paso más hacia la tumba. El estallido de la Revolución de 1905, aplastada a finales de año, fue el preludio de la que doce años después derrocaría a Nicolás II.

¿Y qué fue de los dos contendientes de Tsushima? En el juicio por la derrota, celebrado en 1906, Rozhestvenski se autoinculpó, pero la sentencia le declaró inocente, tras lo cual decidió retirarse. Murió en 1909, a los 60 años. En cuanto a Togo, convertido en héroe, fue nombrado jefe del Estado Mayor Naval y miembro del Consejo Supremo de Guerra. Recibió el título de conde y se le encargó la educación del príncipe heredero Hirohito. Murió en 1934, a los 86 años.

Esclavos, barro y burdeles: así nació Washington City

El Capitolio en construcción en 1860. Wikimedia Commons / National Archives and Records Administration

Autora: Montserrat Huguet

Fuente: theconversation.com 23/07/2020

La ciudad que hoy conocemos como Washington D.C. poco tiene que ver con el Washington City del siglo XIX. Unos pocos hitos urbanísticos y arquitectónicos se mantienen desde entonces: el Mall, la Casa Blanca o Capitol Hill, en un plano en uve entre las riberas del Potomac. Desde luego, no es una ciudad embarrada y recorrida por cuerdas de esclavos.

Proyecto inconcluso

La ciudad de Washington surgió de la concurrencia entre el proyecto urbanístico del arquitecto L´Enfant (1790) y el pragmatismo cotidiano para solventar los problemas de construcción. Los planos originales aportaban ideas: amplias avenidas como expresión de la democracia, accesibilidad sin restricción de clase a los edificios de la soberanía popular, y monumentos que expresaban el triunfo de la república virtuosa.

Plan de L’Enfant para Washington, revisado por Andrew Ellicott. Wikimedia Commons / Library of Congress

Pero no se habían considerado los imponderables: que el terreno se inundaba con las mareas o que, a la hora de avanzar en las obras, tendían a primar los intereses espurios de políticos y comerciantes. La ciudad de las imponentes avenidas, en el recién creado Distrito de Columbia, se levantaba para albergar la administración federal y ofrecer al mundo la imagen de la República, pero a finales del siglo XIX seguía inconclusa. Las arcas municipales siempre estaban vacías y las obras se frustraban por razones impredecibles.

A pesar de ello en el día a día el tejido de la urbe iba tomando cuerpo. La sociedad capitalina reclamaba soluciones eficaces en materia de alojamientos, de transportes e de infraestructuras. Y el primer alcalde, Robert Brent con los arquitectos Latrobe o Hoban, autores de las arquitecturas relevantes de la ciudad, impulsaban un proyecto complejo, al que además cada Presidente quería aportar matices. En los archivos urbanos y crónicas se constata la excepcional actividad de las autoridades ante el reto de una urbe erigida ex nihilo.

Newspaper Row, Washington, D.C. Grabado de Harper’s New Monthly Magazine (enero de 1874). Wikimedia Commons / National Archives and Records Administration

Barro y trifulcas

A la altura del segundo tercio del siglo XIX la imagen de Washington City era chocante, a juicio de los viajeros: las vías excesivas sin acabar, los edificios públicos inconclusos, los hospedajes pobretones e inadecuados a la dignidad de políticos y viajeros. Los ciudadanos estaban mal instalados pese a que había solares vacíos junto a zonas abigarradas y los saneamientos urbanos eran deficientes todavía bajo el mandato de Lincoln.

Con el deshielo y el calor, la capital de los Estados Unidos se convertía en un barrizal insalubre. Los diplomáticos detestaban ser destinados a Washington City incluso si la municipalidad les regalaba suelo para abrir legaciones. En las principales calles, reyertas y trifulcas daban fe de la enorme tensión social.

Una ciudad de hombres… aburridos

La sociedad de Washington fue en origen masculina. Las mujeres se resistían a acompañar a sus maridos hasta la capital. Debido a las pobres comunicaciones y la dureza del viaje en invierno, al principio, durante la temporada legislativa, los congresistas –también los militares– residían en la ciudad sin sus familias. Asistían a sus obligaciones en Capitol Hill y veían cómo hacer fortuna personal.

Pero se aburrían. De modo que frecuentaban las casas de esparcimiento. La prostitución fue una industria muy beneficiosa, alcanzando altas cotas en los años cincuenta. Los burdeles movían dinero, directa e indirectamente, en los negocios asociados: hoteles, juego, comercios de ropa y complementos, lavanderías, artículos de lujo, tabaco, fotos pornográficas… Hooker´s Division en Murder´s Bay fue una zona con notable actividad prostibularia.

Ciudad provinciana en muchos aspectos, Washington no era timorata. El estilo en los hábitos cotidianos entre hombres y mujeres resultaba indecoroso a ojos de los visitantes europeos como la escritora inglesa Frances Trollope.

El geógrafo Von Humboldt o el héroe Lafayette encontraron en cambio muy interesante la sociedad washingtoniana.

Subasta de esclavos. Ilustración de Narrative of the Life and Adventures of Henry Bibb, An American Slave, Written by Himself, 1815. Documenting the American South (DocSouth) – University of North Carolina at Chapel Hill

Códigos de negros

Los afrodescendientes actuales reivindican que la ciudad de Washington fue construida por sus ancestros esclavos, lo que es cierto, aunque parcialmente. A lo largo de los primeros años, para abrir avenidas, cavar canales y elevar edificios se contó además con población negra libre y, sobre todo, con miles de europeos, la mayoría de procedencia irlandesa, tan menesterosos que necesitaban la asistencia municipal para subsistir.

Slave state, free state, ilustración de Narrative of the Life and Adventures of Henry Bibb, An American Slave, Written by Himself, 1815. Documenting the American South (DocSouth) – University of North Carolina at Chapel Hill

En torno a 1800, la esclavitud era un negocio que daba buenos réditos en una ciudad en la que flojeaban las empresas. George Washington y Thomas Jefferson, primer y tercer presidentes, poseían plantaciones prósperas gracias al trabajo esclavo. John Adams, que gobernó entre ambos, fue la excepción. Abolicionista convencido, no aceptaba la presencia de esclavos en la Casa presidencial.

Pese al constante debate en torno a la esclavitud, en la capital muchos de los representantes estatales tenían a su servicio esclavos doméstico y no veían objeciones a una “industria” lucrativa que tenía en Washington City el principal mercado de esclavos con destino a las plantaciones del sur.

Negros libres y esclavos se mezclaban en tareas artesanas, comerciales y domésticas. En la práctica era difícil distinguir la condición legal de un hombre negro. Los libres, que estaban obligados a portar una cédula que acreditaba su condición, no gozaban de facto de toda su libertad. Como la de los esclavos, su vida se regía por los llamados Códigos de Negros, compendios pormenorizados sobre la interacción social de las personas negras, entre sí y con los blancos.

El abolicionismo acabaría ganando el favor público en Washington City, en parte gracias al debate fomentado por la Negro Press, como The Liberator, de William Lloyd Garrison.

En los años cincuenta del siglo XIX, en el distrito de Columbia, la economía se transformaba y los esclavos ya no representaban un recurso tan beneficioso.

Estilo digno

La gente de esta ciudad, en la avanzadilla de lo que luego sería el Sur, resultaba encantadora. Como sociedad que se esfuerza por mostrar lo mejor de sí, las crónicas muestran un Washington City que abunda en eventos sociales y soirées.

Retrato de Margaret Bayard Smith por Charles Bird King. Wikimedia Commons / Smithsonian Institute

Desde la Presidencia, Jefferson, para distinguirse del elitismo y la rigidez de las cortes europeas, perfiló un estilo relajado, aunque digno, que proporcionó a la ciudad fama de hospitalaria. A su mesa, la figura de Margaret Bayard Smith, cronista local y autora de un texto clave para la historia social de la ciudad en sus inicios: The First Forty Years of Washington Society, publicada en 1906.

Bayard fue representativa de las mujeres que lideraron la articulación social de la capital, con figuras como las esposas de los presidentes, a quienes no se llamaba aún primeras damas. Para los estadounidenses, Abigail Adams o Dolley Madison, la “Reina Dolly”, no necesitan presentación.

Afán por la educación y la prensa

Algunos aspectos del tejido de la ciudad desde sus orígenes se han mantenido dando continuidad al proyecto. Desde su fundación, los periódicos fueron clave para la ciudad de Washington y en general la cultura republicana. Imprescindible el Intelligencer, empresa privada pero herramienta gubernamental, ejemplo de la partisan press (prensa partidista).

También fue especialmente relevante el capítulo de las instituciones educativas colleges y escuelas superiores de enfermería y medicina.

El afán por educar a la gente, y no solo las élites, fue constante en los procesos de configuración de la sociedad de Washington City. A comienzos del siglo XIX, y pese a lo efímero de muchas iniciativas religiosas y laicas, a falta aún de una mentalidad colectiva propicia, se abrían en Washington locales populares de préstamo de libros y escuelas. También para las niñas, y para los escolares negros, libres o esclavos.

Tras varias décadas de elogiables, pero frustrantes desarrollos urbanísticos –dependían de los fondos del Congreso– la ciudad de Washington había adquirido fama de lugar que conviene visitar, aunque no para instalarse. Las ventajas derivadas de la capitalidad federal quedan mermadas por una cotidianidad desesperante. Hasta bien entrado el siglo XX la capital de los Estados Unidos carecería del atractivo de ciudades históricas cercanas, como Boston y Filadelfia, o el dinamismo de Nueva York.

Los 20 000 esclavos de Carlos III, el ‘mejor’ alcalde de Madrid

Carlos III comiendo ante su corte (Luis Paret y Alcázar, 1775). Wikimedia Commons / Museo del Prado

Autor: José Miguel López García

Fuente: theconversation.com 23/07/2020

Al concluir la Guerra de los Siete Años en 1763, los ministros de Carlos III decidieron impulsar el desarrollo de la esclavitud dentro del Imperio español. Para tal fin, nada mejor que fomentar en el Caribe plantaciones azucareras similares a las que ya habían creado los franceses y británicos. Esto implicaba auspiciar la creación de compañías nacionales de traficantes de esclavos, cuyos barcos desplazaran a los de otras potencias dedicadas al comercio de las valiosas piezas de indias; y proceder a la reducción de los aranceles que lo gravaban, hasta lograr el libre comercio de esclavos en 1789.

La expansión de la trata negrera corrió pareja a otro hecho de singular relevancia: el soberano se convirtió en el mayor propietario de mano de obra cautiva de la Monarquía hispánica.

Carlos VII, rey de Nápoles (futuro Carlos III de España), por Giovanni Maria delle Piane, 1737. Wikimedia Commons / Museo del Prado

La mitad de sus 20 000 esclavos estaban alojados en Cuba construyendo fortificaciones en La Habana o prestando sus servicios en la mina del Cobre en Santiago de Cuba. Otros 8 500 trabajaban en haciendas azucareras y ganaderas diseminadas por Colombia, Perú, Ecuador y Chile. Los 1 500 restantes estaban alojados en la Península ibérica, en los arsenales de la Armada, especialmente en Cartagena, o realizaban obras públicas en las inmediaciones de la corte, como los 300 esclavos argelinos que desmontaron la subida al Alto del León en el puerto de Guadarrama.

6 000 esclavos ‘madrileños’

Aviso de la venta de un negro de 20 años junto a un coche nuevo y un par de mulas publicado el 19 de octubre de 1765 en el Diario Noticioso de Madrid nº 1524. BNE – Hemeroteca Digital

El apogeo de la esclavitud tenía por fuerza que hacerse sentir en el centro neurálgico del Imperio español: al despuntar la década de 1760 había en Madrid unos 6 000 esclavos, que por entonces equivalían al 4% de su población total: su presencia cotidiana en las calles y plazas confería a la capital un aspecto de ciudad multiétnica.

La mayoría formaba parte del servicio doméstico de los complejos palaciegos de la realeza y de las residencias pertenecientes a la aristocracia, el clero y otras fracciones de la clase dominante, dueñas por excelencia de estas valiosas mercancías, cuyo disfrute también les confería reconocimiento social.

Junto a las múltiples actividades laborales desempeñadas en las casas de sus amos, otro grupo más reducido trabajaba en talleres artesanales, mientras que unos pocos cultivaban con éxito las bellas artes. Es el caso del miembro de la Casa de los Negros del Palacio Nuevo (Palacio Real) Antonio Carlos de Borbón, arquitecto de obras reales y autor de la fábrica de Porcelanas del Buen Retiro, o de su hermano Joseph Carlos de Borbón, pintor de Cámara, diez de cuyas obras forman parte de la colección del Museo del Prado. Pero incluso estos “privilegiados” fámulos, que después de ser liberados llevaban el nombre y el apellido de su amo, acabaron muriendo en la más absoluta miseria.

Paisaje con ruinas y figuras pintado por Joseph Carlos de Borbón. Wikimedia Commons / Museo del Prado

Resistencia y rechazo

A finales del reinado de Carlos III, el esclavizado madrileño es un varón negro que tiene menos de 25 años. A diferencia de la centuria precedente, ya no es un moro de presa, esto es, un magrebí o un súbdito del Imperio otomano que ha sido capturado en una campaña militar, sino un negro de nación oriundo de las costas del África occidental y, cada vez con más frecuencia, de las colonias hispanoamericanas.

Dicho cambio en el fenotipo, y el consecuente alejamiento de las fuentes de aprovisionamiento de la mano de obra cautiva, hará que su precio en el mercado de esclavos madrileño sea a finales del siglo XVIII cuatro veces más alto que al despuntar la centuria. No obstante, las causas del declive de la esclavitud que por entonces se observa no fueron solo, ni principalmente, económicas, sino que tienen unas raíces sociales más profundas.

Porque, al carecer de los derechos sociales más elementales, estar marcado con un hierro en el rostro y sufrir duros castigos corporales, el esclavizado madrileño ansiaba la libertad, de ahí que protagonizase numerosos actos de resistencia individual. Para disciplinar a estos rebeldes incorregibles y capturar a los cimarrones, los amos necesitarán del auxilio de las instituciones judiciales, policiales y militares del Estado absolutista, de manera que cuando este comience a quebrar, arrastrará en su caída a esa modalidad de trabajo embridado.

Una muerte anunciada

Finalmente, tampoco podemos pasar por alto el rechazo que esta institución brutal y lucrativa provocó entre las clases populares de la metrópoli, de suerte que sus miembros no dudarán en ayudar a los esclavos en apuros o incluso procederán a linchar a algún amo que maltrataba a su negro en la vía pública en 1808.

Desde esta perspectiva, el decreto de las Cortes españolas que en 1837 abolió la esclavitud legal en la Península ibérica sólo puso el punto y final a la crónica de una muerte anunciada.


El presente artículo constituye un resumen de una parte de la obra ‘La esclavitud a finales del Antiguo Régimen. Madrid, 1701-1837. De moros de presa a negros de nación’. Madrid: Alianza Editorial, 2020, en la cual el curioso lector podrá encontrar todas las referencias bibliográficas y archivísticas.

José I, un rey sin súbditos

El reinado de José I fue poco eficaz debido a la guerra de independencia.
 El reinado de José I Bonaparte

Autor: JOAN-MARC FERRANDO

Fuente: lavanguardia.com 23/12/2018

A mediados de 1808, José Bonaparte pisaba España. Primero pasó por San Sebastián y de allí se dirigió a Madrid, con una breve estancia en Vitoria. La capital recibió con hostilidad al nuevo rey. Ello quedó reflejado cuando, a los pocos días, fue proclamado oficialmente monarca de España y las Indias en una ceremonia en la que casi ningún cortesano le dio apoyo.

Contrariamente a la leyenda popular, José I era un hombre inteligente, sumamente culto y con talento para moverse en las turbulentas aguas de la política. Además, era honesto y, a pesar de su rechazo inicial de la corona española, pretendía gobernar con magnanimidad y acento ilustrado.

Pero tenía una debilidad: admiraba a su hermano pequeño. Napoleón Bonaparte quería poner al frente de la débil monarquía española a un familiar suyo. Para ello, llamó a Carlos IV y a su valido, Manuel Godoy, a Bayona. También acudió Fernando VII con la intención de ser legitimado como rey.

Fernando VII también acudió a Bayona para hablar con Napoleón. TERCEROS

Napoleón puso fin a la discusión entre los monarcas sobre quién debía reinar. Primero, forzó a Fernando VII a que devolviera la corona a su padre, Carlos IV, y después, forzó a este último a cedérsela a cambio de una renta de 30 millones anuales. Poco más tarde, el Emperador se la entregó a su hermano José, que en junio de 1808 era proclamado por Napoleón como rey de España.

Un rey intruso

Ya como monarca, antes de asentarse en sus nuevos dominios, José I reunió a una comisión de notables en Bayona, donde redactó una constitución inspirada en el Código Napoleónico. El texto jurídico, que pretendía congraciarse con los súbditos españoles, combinaba elementos del derecho español con los principios ilustrados de la Revolución Francesa.

También formó un gobierno con españoles partidarios del candidato napoleónico. Tan solo un reducido grupo de “afrancesados”, entre los que se contaba Leandro Fernández de Moratín o Francisco Goya, prestaba su apoyo al nuevo rey.

Francisco Goya inicialmente formó parte de los afrancesados. TERCEROS

José I inició un programa de reformas que chocaba constantemente con la oposición de sus súbditos. En las calles, corrían rumores y bulos acerca del alcoholismo del rey y su adicción al juego, lo que le granjeó el apodo de Pepe Botella.

En España la guerra se recrudecía, lo cual obligó a Napoleón a intervenir personalmente en el conflicto para combatir a los españoles. Ello provocó que José se viera supeditado a los designios de su hermano pequeño.

Viñeta que alude al falso alcoholismo de José Bonaparte. TERCEROS

A pesar de la guerra, el año 1810 fue el más estable del reinado de José I gracias a las victorias militares francesas. Sin embargo, el conflicto bélico no cesaba y era una verdadera sangría para el ejército imperial. Para someter a los españoles, el Emperador gobernaba de forma autoritaria y ordenó a sus tropas que emplearan severas medidas para aplastar a la población.

Las injerencias de Napoleón en el reinado de su hermano fueron cada vez más frecuentes a medida que el curso de la guerra se torcía para los Bonaparte, incluso se anexionó virtualmente Cataluña al Imperio francés.

José I reinó apenas cinco años, con escasa efectividad debido a la guerra de Independencia, pero con un ambicioso programa reformista.

En 1812, José I intentó un último gobierno efectivo. Convocó las Cortes generales con la esperanza de contrarrestar la influencia de las Cortes de Cádiz, pero fracasó. En los meses siguientes, las tropas imperiales fueron derrotadas en España así que, a mediados de 1813, José I regresó a Francia, donde abdicó del trono.

Atrás quedaron los apenas cinco años de reinado, con escasa efectividad debido a la guerra de Independencia, pero con un ambicioso programa reformista. Estas fueron las medidas más importantes que José I intentó llevar a cabo:

Las cortes de Cádiz de 1812 intentaron ser contrarrestadas por José I. TERCEROS

1. Suprimió los señoríos y el Consejo de Castilla, la institución principal del Antiguo Régimen. También reprimió a los Grandes de España que se opusieron a su gobierno.

2. Hizo varias reformas en el trazado urbano de Madrid, para lo cual derribó viviendas insalubres y abrió nuevas plazas. Por ello los madrileños le bautizaron con el apodo de Pepito Plazuelas.

3. Planteó la idea de crear una pinacoteca pública donde exponer la Colección Real. Su idea no prosperó, pero fue el germen del futuro Museo del Prado.

4. Napoleón decidió en febrero de 1810 poner las provincias vascas, Navarra, Aragón y Cataluña bajo gobiernos militares independientes en detrimento de la autoridad de su hermano José I. Para contrarrestarlo, este intentó reorganizar España en prefecturas, al estilo francés. El emperador se opondría tajantemente.

En la guerra no había razas, ¿o sí?

Autor: Jonathan Solano. Traducción: Pablo Duarte

Fuente: letraslibres.com 26/06/2020

La Guerra de Corea fue el primer conflicto armado en el que Estados Unidos participó con fuerzas armadas no segregadas, por lo menos en el papel. David Casias Silva, abuelo del autor, de origen chicano, fue uno de los soldados que combatió dentro de una de esas incipientes compañías mixtas.

La historia del sur de Texas es interesante. Está arraigada en generaciones de racismo y segregación. Mi abuelo, David Casias Silva, era un hombre simple, como la mayoría de los chicanos en el sur de Texas; creció siendo aparcero en un barrio segregado y apenas terminó la primaria. Nacido en 1930, pasó sus primeros años en Natalia, Texas, trabajando la tierra que era propiedad de un gabacho. Aunque él era nieto de campesinos de larga tradición que migraron desde México en 1892, “los gabachos eran dueños de toda la tierra, de los negocios y de las oportunidades; ellos eran los que estaban al mando”, solía decirme.

Cuando yo cumplí trece años le diagnosticaron cáncer pancreático, y mis padres pensaron que lo mejor sería que se mudara con nosotros para cuidarlo. Mi padre me dijo que pasara tiempo con él para alegrarlo y para que me diera algunos consejos en el proceso. Siempre supe que era veterano de guerra, pero mi abuelo no hablaba mucho de eso. De cuando en cuando platicábamos, y poco a poco se fue abriendo y me fue contando sus experiencias. Entre las cosas que trajo consigo en la mudanza había cajas llenas de fotos y recuerdos de la guerra.

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David Casias Silva al centro de la foto, con su compañía no segregada del ejército estadounidense en Corea del Sur, en 1952. Foto: cortesía del autor.

Este mes de junio de 2020 marca el 70 aniversario del comienzo de la que muchos estadounidenses llaman “La guerra olvidada”, es decir la Guerra de Corea. Más de 33,000 estadounidenses murieron en ese conflicto, que técnicamente no ha concluido. Sentó las bases para la Guerra Fría, fue la primera guerra en la que la recién formada Organización de Naciones Unidas estuvo involucrada, y –esto es un parteaguas– también la primera en la que participó Estados Unidos luego de que en el ejército terminara la segregación racial (por lo menos en papel). Mi abuelo fue uno de los soldados que combatió dentro de una de esas incipientes compañías no segregadas.

En nuestras charlas, mi abuelo me fue contando sus experiencias en la guerra. Tenía 20 años de edad cuando fue reclutado y cumplió su entrenamiento básico en Camp Roberts, California, en 1951. Después lo enviaron a un país del que nunca había escuchado nada antes, a pelear por razones que “no entendía del todo”. Pasó tres años en Corea.

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Izq. a der.: David Casias Silva en Corea con soldados; en Corea del Sur en 1952; en un sitio no identificado; en Corea del Sur en 1952; en Camp Roberts en 1951; en Corea con una persona no identificada. Fotos: cortesía del autor.

Esperaba que me contara historias de sangre y violencia, pero me contó algo completamente distinto: historias de hermandad y amor. Aunque creció en una Texas segregada, su compañía no lo estaba, y convivió con blancos, latinos y negros. Todos se cuidaban entre ellos porque era la única manera de volver a casa vivos. “Hacía mucho frío, hijo. Nos acomodábamos muy juntos y nos abrazábamos para mantenernos calientes. Fue la primera vez que estuve tan cerca de un gabacho”. Era un soldado raso, de modo que hacía las tareas que nadie quería. A él le tocaba hacer barridos buscando minas antipersonales, arrastrarse por la tierra para conectar las líneas de teléfono con los cables atados a la espalda, y en ocasiones cavar túneles.

Me decía que “el ejército no es para los chicanos, pero Estados Unidos sí”. En la guerra, la raza se borraba, y entre más pobres eran los soldados, menos segregada era la compañía. Peleó al lado de blancos, negros y latinos pobres en nombre de un país al que amaba, pero lo hizo sin preocuparse por sí mismo: “estábamos en una trituradora de carne”, me dijo alguna vez. El retrato que me pintó de la guerra contrastaba con su vida en Texas, donde los latinos eran vistos como ciudadanos de segunda por sus contrapartes blancos: eran una clase social aparte. ¿No se daba cuenta de eso? Recuerdo esas conversaciones y otras que he tenido con su hija –mi madre– sobre él, y nunca dijo nada habló de discriminación racial, aunque sabía “cómo tenía que actuar frente a los blancos”, como dijo mi madre.

Creció en una época en la que la segregación era un hecho de la vida cotidiana, y aceptar este trato de ciudadano de segunda garantizaba su sobrevivencia; significaba que tenía un trabajo y que podía poner comida en la mesa. Era moreno, como yo, pero si lo hubieran conocido habrían percibido que, a pesar de que el español era su lengua materna, hablaba inglés sin acento. La experiencia de los latinos en Estados Unidos antes del movimiento de derechos civiles en la década de los sesenta fue una de asimilación, de modular su identidad de persona de tez morena para adecuarse a la identidad blanca. No obstante que peleó junto a estadounidenses de todos los colores, cuando volvió de la guerra, en junio de 1953, retomó su vida segregada, con amigos y familiares que eran casi exclusivamente mexicoamericanos: un mundo aparte.

Mi abuelo dejó huella en mi conciencia chicana, tanto que conservo sus recuerdos de la guerra y he investigado sobre veteranos latinos de la Guerra de Corea. Mientras realizaba mis investigaciones, un tema recurrente fue lo “blanqueada” y escasa que era la información sobre latinos en la Guerra de Corea. ¿Nos olvidamos de estos héroes, así como hemos olvidado este conflicto? Dentro del gobierno estadounidense y antes del movimiento de derechos civiles en los sesenta, las personas mexicoamericanas eran clasificadas como “blancas”, y fue hasta 1970 que la oficina del censo comenzó a preguntar por el origen étnico de las personas a fin de distinguir por origen hispano o latino. En 1974, el departamento de Defensa de Estados Unidos por fin comenzó a realizar segmentaciones demográficas similares en sus reportes anuales de personal. Las estimaciones del número de veteranos latinos de la Guerra de Corea son solo eso, estimaciones. De los 148,000 latinos que se estima participaron en la Guerra de Corea, solo a 15 se les otorgó la medalla de honor, en una guerra en la que se entregaron 145 en total; únicamente dos fueron para personas de raza negra. Para mí, las historias de mi abuelo, y las estadísticas, plantean la pregunta sobre la cantidad de latinos y negros que merecen ser reconocidos por su sacrificio. ¿Los mexicoamericanos deben poner sus vidas en juego para luego solo recibir migajas? Quizá la guerra no borre la raza, pero tiene el efecto incendiario de revelar las fallas de la humanidad.

A pesar de sus costos humanos, la guerra ha permitido dar pasos a favor de la causa de la equidad racial para los latinos en Estados Unidos. Después de la Segunda Guerra Mundial, en 1948, se fundó el American GI Forum (AGIF) en Corpus Christi, Texas, para atender las preocupaciones de muchos veteranos mexicoamericanos en temas de prestaciones médicas y educativas no otorgadas debido a la segregación. Para las personas de tez morena que buscan la equidad educativa, el AGIF fue en esencia el equivalente al fallo Brown vs. el Consejo de Educación antes de que este ocurriera.

Mi abuelo, después de sus años en el ejército y con la ayuda del AGIF, tuvo acceso a la G.I. Bill, lo que le permitió conseguir su título de preparatoria, y obtener préstamos hipotecarios sin intereses. Fue el primero de su familia en tener una propiedad en Estados Unidos. Al conseguir su casa, pudo financiar –porque los bancos en esa época “no le prestaban a los mexicanos”– las casas que sus doce hermanos y hermana aún poseen. El G.I. Bill, junto con su experiencia de guerra, le abrió la puerta al empleo estable; consiguió trabajo como mecánico aeronáutico en la base militar Kelly en San Antonio, Texas, hasta que se jubiló en 1983. Recibió una pensión y tuvo acceso a servicios de salud hasta su muerte, un día antes de que yo cumpliera catorce años.

Amo y admiro a mi abuelo, y su aceptación de la segregación y discriminación racial fue un hecho aleccionador para mí. No obstante la fraternidad que había entre sus diversos camaradas, estaba consciente de que sus superiores en la guerra, e incluso en su trabajo como mecánico, eran blancos. Claro que vivió experiencias de discriminación racial abiertas, ¿por qué no se rebeló? Aceptaba que en el campo de siembra o en el de batalla, los gabachos eran los que estaban a cargo. La no segregación tenía sus límites. ¿Ir a la guerra era la única alternativa para que un hombre de tez morena peleara por la igualdad y por mejores condiciones patrimoniales en la década de los cincuenta en Estados Unidos? Tal vez sí, aunque durante un momento breve y turbulento de su vida, mi abuelo logró vivir una equidad efímera, en las trincheras, al lado de sus compañeros de armas.

Turismo: la pandemia cuestiona tres siglos de historia

La revolución industrial, la regulación de los horarios laborales y las vacaciones pagadas convirtieron al viaje por ocio en fenómeno de masas

Una familia en una playa francesa alrededor del año 1900 
 Paul Popper/Popperfoto

Autora: ABRIL PHILLIPS

Fuente: lavanguardia.com/historiayvida 2020/08/09

La pandemia está condicionando hábitos que hasta ahora parecían plenamente consolidados. Uno de ellos es el turismo, que no solo afronta la crisis coyuntural de este año a consecuencia del coronavirus, sino que puede ver reformulado su futuro cuando la enfermedad quede controlada. El actual podría ser, pues, un punto de inflexión en uno de los sectores que más pesa en la economía española; una actividad que, en todo el mundo, se ha desarrollado a través de toda la historia, y en especial durante los tres últimos siglos.

El origen del turismo todavía está sujeto a discusión. Sasha Pack, profesor de Historia en la Universidad de Buffalo y autor del libro La invasión pacífica: Los turistas y la España de Franco (Noema), explica: “Algunos historiadores sostienen que siempre existió el deseo de ver el mundo y expandir los propios horizontes. Pero lo que es moderno en esto es el acceso, es el hecho de que muchas más personas puedan hacerlo y de que se cree un modelo comercial y una infraestructura de transporte para que esto sea fácil de hacer”.

Aunque desde siempre ha habido grandes viajes, la característica del turismo es que su motivo es el ocio

Carolina Rodríguez-López, profesora titular del Departamento de Historia Moderna e Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), afirma que “ha habido muchos viajes a lo largo de la historia, pero lo que los diferencia de la experiencia turística es la motivación. El turismo se produce cuando hay una voluntad de conocer un lugar distinto, de viajar por placer sin un objetivo mayor que la propia experiencia”.

En este sentido, asegura que “ya hay viajes en la Antigüedad y la Edad Media que se realizaron por esta mera curiosidad. Suelen ser viajes que se emprenden con una motivación concreta, ya sea una expedición comercial, una peregrinación religiosa o una formación académica, y se prolongan porque el itinerario se bifurca y amplía”.

Illustrated map depicting the journey of the Venetian merchant Marco Polo (1254 - 1324) along the silk road to China. (Photo by MPI/Getty Images)
Un mapa ilustrado con el viaje de Marco Polo a lo largo de la Ruta de la Seda  Getty Images

Entre muchos otros, ese fue el caso de Pausanias, historiador y geógrafo griego del siglo II d. C., que viajó por Asia Menor, Siria, Palestina, Egipto, Macedonia, el Epiro (ahora Grecia y Albania) e Italia. También el de Egeria, peregrina nacida en la antigua Roma en el siglo IV d. C., que viajó a Tierra Santa desde la Pascua de 381 a la de 384 d. C.

Ya en la Edad Media, en el siglo XIII, Marco Polo pasó a la historia como el explorador veneciano que viajó desde Europa a Asia desde 1271 hasta 1295, con una estancia de 17 años en China. En el siglo siguiente, la peregrinación a La Meca de Ibn Battuta se prolongó hasta convertirse en un viaje de años, en el que llegó a recorrer unos 120.000 kilómetros y pudo conocer la mayoría de los países islámicos.

El exclusivo ‘Grand Tour’ nació hace tres siglos y se puede considerar el precursor del turismo

Para muchos historiadores, es hace tres siglos cuando se puede empezar a hablar de un ultraminoritario turismo. A finales del siglo XVII y principios del XVIII, se extendió entre los jóvenes de la aristocracia europea el Grand Tour, la costumbre de emprender un viaje por toda la Europa continental de entre seis meses y varios años, para ampliar su formación académica y artística. “En este tipo de viajes, empiezan a dejarse llevar por las ganas de conocer. Finalmente, devienen en una experiencia plenamente turística, en donde el viajero se guía por la contemplación y el placer de viajar”, dice Rodríguez-López.

Viajar era todavía un privilegio de las clases más altas. El turismo como una práctica de alcance masivo aparecería únicamente en la etapa industrial. “La capacidad de viajar largas distancias sin incurrir en demasiados riesgos y de tener los recursos para poder vivir durante semanas en el extranjero sin trabajar, se hicieron accesibles a un gran número de personas de forma gradual en los últimos dos siglos”, asegura Sasha Pack.

Illustration showing tourists visiting the Roman ruins at Pompeii, in Italy, during their 'Grand Tour' of Europe. Circa 1840. (Photo by: Photo 12/ Universal Images Group via Getty Images)
Unos viajeros visitan las ruinas de Pompeya dentro de su ‘Grand Tour’  Universal Images Group via Getty

Según explica el historiador, la extensión de este tipo de turismo dentro de Europa se fue produciendo por distintos motivos, como el desarrollo del transporte, la educación masiva, que hizo que más personas quisieran conocer los sitios y monumentos históricos que habían descubierto en los libros, y la cultura romántica, que ayudó a perfilar el aspecto más lúdico del viajar.

La tuberculosis y el cólera también hicieron su parte. Estas enfermedades, que brotaron en el siglo XIX en las ciudades industriales frías, húmedas y repletas de humo, impulsaron a muchos europeos del norte a querer refugiarse en las playas del sur, para respirar aire caliente y seco, lejos de la contaminación. Todas estas cosas juntas produjeron una nueva demanda que fue rápidamente satisfecha, aunque no sin esfuerzo.

Antes de convertirse en destinos turísticos de masas, los países mediterráneos tuvieron que luchar contra la malaria

Los países receptores trabajaron arduamente para acondicionar sus espacios y despejar los miedos a las enfermedades asociadas al Mediterráneo, como la malaria. Rodríguez-López explica que “España acarreaba cierta lectura negativa. Los viajeros románticos del siglo XVIII y del siglo XIX, lo veían como un país visceral y auténtico, pero a la vez peligroso y algo sucio, y, por tanto, hubo que intentar lograr una imagen más amable para atraer a viajeros”.

Hasta el momento, el turismo español había sido bastante local. “El número de turistas extranjeros es muy pequeño hasta después de la Guerra Civil. Durante esta primera mitad, los madrileños toman su veraneo y la burguesía de Barcelona empieza a visitar la Costa Brava para ir de vacaciones. La gente trabajadora empieza a recorrer distancias no muy largas, a hacer peregrinaciones a Santiago de Compostela o la Virgen del Pilar en Zaragoza y a celebrar la Semana Santa”, dice Sasha Pack.

SPAIN - CIRCA 1900:  Cadiz, la Mejor Playa del Sur  (Photo by Buyenlarge/Getty Images)
Un cartel turístico durante los años de la primera posguerra  Getty Images

Para poder hablar de turismo de masas nos tenemos que ubicar a mediados del siglo XX. “Es un fenómeno asociado a las coordenadas sociales y económicas que se derivan de la Segunda Guerra Mundial y de las sociedades que se conforman en Europa y EE.UU. a partir de la misma”, dice Carolina Rodríguez-López.

“Destinar una parte de la renta a viajar por placer es algo que no se había dado de manera generalizada hasta el momento”, afirma la historiadora. No sólo la extensión de las vacaciones pagadas posibilitaron este fenómeno, sino también “la oferta estacional de recursos turísticos y la regulación de horarios laborales, que permitieron dividir mejor el tiempo de ocio y de trabajo, y de organizar una rutina familiar, lo que contribuyó a que todos los miembros de la familia pudieran viajar juntos en la misma época del año”, explica.

Viajar a otros países o veranear fuera de la ciudad se convirtió en un símbolo de estatus económico

Aunque también jugaron un papel ciertos hábitos sociales: “Tomar vacaciones era visto como un signo de estatus social, permitía visibilizar el hecho de que tu familia había alcanzado cierto nivel de bienestar”, aclara Rodríguez-López. La moda de exhibir un cuerpo bronceado también se venía consolidando. “El turismo de sol y playa era algo muy poco convencional hasta entonces. Estar moreno se asociaba a gente que trabajaba de sol a sol”, dice la historiadora.

“En las pinturas de mediados del siglo XIX, la belleza era muy blanca y pálida. Eran personas que podían permanecer en el interior porque no tenían que trabajar. Pero mientras que en 1850, si eras rico, podías evitar el sol, ya para 1900 o 1920 la posibilidad de tomar unas vacaciones en la playa es un signo de estatus”, agrega Sasha Pack.

At Lloret de Mar on the Costa Brava several hundred old-age pensioners are enjoying the beautifully warm sunshine. A few of the happy people on the Costa Brava. Most of the people in this picture are 5-month Stayers. November 1971 (Photo by Daily Mirror/Mirrorpix/Mirrorpix via Getty Images)
Un grupo de turistas en Lloret de Mar, en la Costa Brava, a principios de los años 70  Mirrorpix via Getty Images

Sin embargo, poder lucir los cuerpos en la playa era difícil en la España franquista, donde podía implicar una multa. Esto, sumado al hecho de que las carreteras tampoco eran buenas y la comida era algo difícil de digerir para algunos turistas, hacía que la España de los años cuarenta no resultara demasiado atractiva. Sin embargo, el régimen de Franco hizo muchos esfuerzos por mejorar estos puntos.

El turismo le aportó un gran respaldo económico al régimen franquista, a la vez que le sirvió como herramienta diplomática y propagandística. A los ojos del mundo, España podía ofrecer una buena imagen, sobre todo en contraste con otros países que también estaban bajo regímenes autoritarios, donde los turistas no podían circular con libertad.

La llegada de millones de visitantes dio al franquismo la posibilidad de ofrecer una cierta impresión de democratización

“El turismo le ayudó a Franco a poder ser parte del mercado común europeo sin tener que cambiar su régimen político, porque dio esta impresión de democratización”, explica Sasha Pack. “Sin embargo, abrir las puertas al turismo era también un riesgo, porque permitía a los españoles comparar su forma de vida y libertades con las de afuera”, aclara Rodríguez-López.

Para la década de los sesenta, España ya era uno de los epicentros del turismo masivo, el cual se extendió en todo el mundo hasta la actualidad. “Si después de la Segunda Guerra Mundial asistimos a la masificación del turismo, en lo que llevamos del siglo XXI ha habido otros elementos que lo han multiplicado, como las líneas low cost, los paquetes promocionales y las políticas de liberalización de suelo para usos turísticos”, explica Rodríguez-López.

Photographers Tourists In Paris. En France, à Paris, le 18 juin 1962. Touristes jouant les apprentis photographes dans la ville. Groupe de femmes sur le Champs de Mars, prenant des photos de la Tour Eiffel en contre plongée. (Photo by Philippe Le Tellier/Paris Match via Getty Images)
Turistas en París en el año 1962  Paris Match via Getty Images

Tras más de medio siglo de crecimiento exponencial, la pandemia ha puesto al turismo español en una situación crítica. Sin embargo, para Sasha Pack, la historia nos da motivos para creer que saldrá adelante. “Durante su auge en los años sesenta, muchos decían que era algo coyuntural, que la gente visitaba España porque era muy barato, pero que dejarían de hacerlo cuando los precios se igualaran al resto. Eso nunca ocurrió. En cambio, España diversificó y aumentó su oferta turística”, dice el historiador, y apunta que “el sector está sufriendo, pero volverá a repuntar, porque, en cuanto se pueda viajar de nuevo, todos querrán hacerlo. La gente siempre va a querer viajar”.

Varsovia, 1920: la batalla que frenó a Lenin

Lenin motiva a sus tropas para luchar contra el enemigo polaco.
 Dominio público

Autor: CARLOS JORIC

Fuente: lavanguardia.com/historiayvida 2020/08/13

En 1920, la Rusia soviética estaba preparada para exportar la revolución. La marcha victoriosa contra las fuerzas contrarrevolucionarias del Ejército Blanco en la guerra civil y los levantamientos comunistas que se habían producido el año anterior en Alemania y Hungría convencieron al líder bolchevique Vladímir Lenin de que era el momento adecuado para extender su doctrina por toda Europa. 

No era solamente un deber ideológico, sino también una cuestión de supervivencia. Las potencias aliadas habían apoyado militarmente a las tropas antibolcheviques en la guerra civil, por lo que los soviéticos no descartaban recibir un ataque de las fuerzas capitalistas en el futuro. El comunismo necesitaba expandirse para sobrevivir.

El gran objetivo de Lenin era Alemania. La recién creada República de Weimar se desangraba entre huelgas, revueltas, movimientos separatistas y las consecuencias de la presión económica ejercida por los aliados a través del Tratado de Versalles. Parecía el caldo de cultivo perfecto para que triunfara la revolución.Lee también

A pesar de los fracasos anteriores (los espartaquistas en Berlín, los socialistas en Baviera), los líderes bolcheviques confiaban en que se produjeran nuevos levantamientos, en que estallara una segunda “revolución de noviembre” con el apoyo del Ejército Rojo. La instauración de un régimen comunista en Alemania serviría como trampolín para impulsar la revolución en el resto de Europa. Sin embargo, el camino hacia Berlín no estaba despejado. Había surgido un nuevo obstáculo tras la Primera Guerra Mundial: Polonia.

El (re)nacimiento de una nación

Polonia desapareció del mapa en el siglo XVIII. Fue engullida por las tres grandes potencias que la rodeaban: Rusia, Austria y Prusia. La caída de estos tres gigantes tras la Gran Guerra permitió a Polonia recuperar su independencia, aunque no las antiguas fronteras. Estas se internaban en Lituania, Bielorrusia y Ucrania, tres naciones surgidas también después de la guerra.

El jefe del Estado polaco Józef Pilsudski ambicionaba esos antiguos territorios para que sirvieran de contrapeso en una región dominada por el poderoso imperialismo ruso y alemán. Su idea era liderar una formación con los cuatro países siguiendo el modelo de mancomunidad que existió entre los siglos XVI y XVIII. Una federación a la que llamó Miedzymorze (“Entremares”), por extenderse desde el mar Báltico al mar Negro.

El jefe de Estado polaco, Józef Pilsudski
El jefe de Estado polaco Józef Pilsudski Dominio público

Pero Pilsudski no era el único que deseaba esos territorios. Los bolcheviques querían también controlarlos para que sirvieran como cabezas de puente en su expansión hacia el oeste. A finales de 1918, aprovechando la retirada de las tropas alemanas, los rusos se adelantaron e instauraron repúblicas socialistas en esos países con la ayuda de simpatizantes locales. Apenas encontraron resistencia salvo en Ucrania, donde se desató una guerra entre soviéticos, rusos blancos, nacionalistas ucranianos y polacos. 

Pilsudski reaccionó ante estos movimientos lanzando una ofensiva en marzo de 1919 contra la recién creada República Socialista Soviética Lituano-Bielorrusa. El ejército polaco estaba bien preparado. Había sido asesorado por oficiales franceses (entre ellos, un joven Charles de Gaulle), y estaba compuesto en su mayoría por experimentados soldados que habían servido en alguno de los tres ejércitos imperiales y por el Ejército Azul, una división de voluntarios provenientes de Francia. 

Pilsudski, aprovechando que el grueso del Ejército Rojo estaba batallando contra los blancos, ocupó el país en agosto de 1919. Luego, con el apoyo de los nacionalistas locales, expulsó al gobierno socialista.

Dado que el gobierno polaco no deseaba ocupar esos territorios por la fuerza, sino ganarse su favor para formar una federación, decidió entablar negociaciones con los líderes nacionalistas lituanos y bielorrusos. También buscó un alto el fuego con los soviéticos. Lo hizo a pesar de las presiones de Francia y Gran Bretaña, que deseaban que se unieran a las fuerzas contrarrevolucionarias en la guerra civil. 

Pilsudski evitó apoyar a los rusos blancos, porque los consideraba aún más peligrosos que los rojos. Esto era debido a que gran parte de sus dirigentes eran reacios a reconocer la independencia de Polonia, así como la del resto de países del oeste que habían pertenecido al imperio zarista. 

Los soviéticos estaban cada vez más decididos a destruir a la “burguesa” Polonia

A mediados de 1919, el gobierno polaco llegó a un armisticio secreto con Lenin. No fue difícil. El líder soviético estaba buscando un respiro para centrar sus fuerzas en la guerra civil, por lo que la propuesta fue muy bienvenida. Sin embargo, el alto el fuego no se materializó en un tratado de paz. La tensión que existía entre los dos países era demasiado grande. Durante la tregua, los polacos continuaron sumando apoyos diplomáticos en Bielorrusia y los países bálticos, y consolidando su posición militar en Ucrania, donde lograron anexionarse los territorios del oeste.

Los soviéticos, envalentonados por los triunfos contra los blancos, estaban cada vez más decididos a destruir a la “burguesa” Polonia, estado que consideraban controlado por la nobleza terrateniente y dirigido por la entente franco-británica. La reanudación de las hostilidades era solo cuestión de tiempo.

Guerra abierta

A principios de 1920, los dos ejércitos estaban mirándose cara a cara. Con el curso de la guerra civil cada vez más favorable a los soviéticos, Lenin y el comisario de Guerra, León Trotski, tomaron la decisión de lanzar una ofensiva contra Polonia. El ataque perseguía dos objetivos. Uno, estratégico: provocar un levantamiento comunista en el país y despejar el camino hacia Alemania. Y otro, simbólico: según Lenin, “destruir el Tratado de Versalles, sobre el que descansa el actual sistema de relaciones internaciones”.

León Trotsky en el campo de batalla
León Trotski pasando revista a miembros del Ejército Rojo.  Dominio público

A pesar de que la decisión estaba tomada, Rusia no quería atacar sin que mediara una provocación. Esta no tardó en llegar. Pilsudski, advertido por su servicio de inteligencia de las intenciones soviéticas, decidió actuar antes de que el Ejército Rojo movilizara todo su potencial. El 25 de abril lanzó una ofensiva contra Kiev, que estaba bajo control bolchevique. Contó con el apoyo del líder nacionalista ucraniano Simon Petliura, con quien había firmado una alianza para instaurar un gobierno amistoso.

La operación, en la que participó también el general y futuro primer ministro polaco Wladyslaw Sikorski, fue un éxito militar, con las tropas polaco-ucranianas ocupando la ciudad en apenas dos semanas. Pero también fue un desastre diplomático. Para la mayor parte de la opinión mundial, la guerra entre rusos y polacos no se había declarado abiertamente. El enfrentamiento del año anterior se consideraba como uno más de los muchos conflictos fronterizos que habían surgido tras el fin de la guerra mundial

El ataque polaco, por lo tanto, fue visto como una invasión de Rusia. Pocos parecieron percatarse de que la ofensiva había sido en territorio ucraniano, no ruso. Esta percepción, que se reflejó en la prensa de la época, pone de manifiesto lo porosas que eran todavía las fronteras surgidas tras la caída del imperio zarista.Lee también

Oficiales zaristas, alejados ideológicamente de los bolcheviques, se unieron al Ejército Rojo para combatir al enemigo foráneo

Otro efecto colateral del ataque polaco fue la movilización del sentimiento patriótico ruso. Para gran parte de Rusia, Kiev era una de las cunas de la cultura rusa, por lo que su invasión se vivió como un ataque contra su país. Como resultado, miles de voluntarios, incluidos antiguos oficiales zaristas muy alejados ideológicamente de los bolcheviques, se unieron al Ejército Rojo para combatir al enemigo foráneo. No tuvieron que esperar mucho.

El 14 de mayo, el carismático Mijaíl Tujachevski, un joven de origen noble que había escalado rápidamente posiciones en la guerra civil, recibió la orden de avanzar con sus tropas hacia al oeste. Apoyado por la poderosa unidad de caballería al mando del comandante Semión Budionny (inmortalizada luego en la novela de Isaak Bábel Caballería roja) y por los lituanos, que habían roto relaciones con los polacos por desacuerdos territoriales, el Ejército Rojo obligó a retroceder a las tropas polacas en todos los frentes. El avance fue tan rápido que, en solo dos meses, las fuerzas soviéticas estaban a poco más de cien kilómetros de Varsovia.

Retrato del carismático Mijaíl Tujachevski.
Retrato del carismático Mijaíl Tujachevski. Dominio público

En busca de aliados

Polonia no tuvo más remedio que pedir ayuda exterior. No solo temía por la pérdida de sus antiguas fronteras, sino por su propia independencia. Sin embargo, ni Francia ni Gran Bretaña querían verse involucradas. La Entente estaba molesta con las decisiones que había tomado Pilsudski: tanto la de atacar a Rusia en ese momento como la de no haberlo hecho cuando se lo pidieron durante la guerra civil. 

Tampoco ayudaba el clima prosoviético que se vivía en Occidente. Las organizaciones obreras estaban presionando a los gobiernos para que ordenaran un boicot comercial contra Polonia.

La única decisión que tomó la Entente fue enviar un telegrama a Moscú. El mensaje, firmado por el secretario de Exteriores británico lord Curzon, instaba al gobierno ruso a pactar un alto el fuego bajo una propuesta de frontera temporal (la famosa Línea Curzon, que luego tendría gran protagonismo en las negociaciones de la Segunda Guerra Mundial). También proponía celebrar una conferencia de paz en Londres.

Como era de esperar, Moscú no aceptó. El comisario de Exteriores Gueorgui Chicherin cuestionó el derecho de Francia y Gran Bretaña a actuar como mediadoras mientras estaban apoyando al Ejército Blanco, y contestó que ellos mismos entablarían negociaciones con los polacos. 

En realidad, la respuesta fue una mera excusa. Aunque la Entente hubiera tenido legitimidad para actuar como intermediaria, Lenin no tenía ninguna intención de llegar a un acuerdo de paz. La verdadera respuesta de Moscú fue ordenar la creación de un Comité Revolucionario Polaco para que tomara el poder en Polonia tan pronto como cayera la capital.Lee también

La Entente reaccionó enviando una misión diplomática a Varsovia con el propósito de asesorar al ejército polaco. El general francés Maxime Weygand fue nombrado asistente del alto mando. Sin embargo, su influencia en la guerra fue mínima. Pilsudski no estaba dispuesto a ceder su mando, por lo que apenas contó con él. A comienzos de agosto, la ofensiva contra la capital era inminente. Y Polonia estaba sola para repelerla.

La batalla comenzó el 13 de agosto. Tujachevski lanzó un gran ataque que rompió la línea defensiva polaca y le permitió conquistar la pequeña ciudad de Radzymin, en las afueras de Varsovia. El 14, la situación para los polacos era desesperada. La mayor parte de los diplomáticos extranjeros abandonaron la capital. Los simpatizantes comunistas empezaron a realizar actos de sabotaje por toda la ciudad para preparar la llegada de sus camaradas.

Varsovia se llenó de refugiados del este que habían huido del avance ruso. Circulaban todo tipo de rumores, como que se había producido un golpe de Estado comunista o que había patrullas de cosacos asesinando a civiles por los suburbios. Las iglesias estaban a rebosar. Al día siguiente era la fiesta de la Asunción, por lo que miles de devotos católicos rezaban a la Virgen para que ocurriera un milagro. Y el “milagro” ocurrió.

Fuerzas polacas en una posición defensiva cercana a Miłosna, a poca distancia de Varsovia
Fuerzas polacas en una posición defensiva cercana a Milosna, a poca distancia de Varsovia Dominio público

Milagro en el Vístula

El avance del Ejército Rojo había sido espectacular, pero a costa de un gran esfuerzo material y humano. La larga marcha hasta Varsovia, por territorios cada vez más hostiles, sufriendo graves problemas de abastecimiento, y con menos simpatizantes dispuestos a unirse de lo esperado, había mermado mucho las fuerzas y la moral de las tropas. 

El gobierno polaco, en cambio, llevaba varios meses preparando la defensa de Varsovia. Había hecho acopio de suministros y, con la ayuda de la Iglesia católica, lanzó una campaña propagandística con la intención de canalizar los impulsos patrióticos y antibolcheviques de la población. El resultado fue una movilización de más de 150.000 hombres y mujeres que se presentaron voluntarios para defender la ciudad.

Tras una serie de durísimos combates, el ejército polaco consiguió repeler los ataques del día 15. La ciudad había sido castigada por la artillería enemiga y muchos edificios estaban en llamas por la acción de los comunistas. Pero había resistido. 

Al día siguiente, aprovechando la ola de optimismo, Pilsudski lanzó una ofensiva que pilló desprevenido a Tujachevski. Su ataque hacia el norte por el desguarnecido frente sur, donde el mando soviético no lo esperaba, fue un éxito. Obligó al enemigo a retirarse de forma desorganizada y anuló su capacidad de contraataque.

Era una guerra de movimientos donde no había trincheras, ni alambre de espino ni apenas tanques o aviones

A diferencia de lo ocurrido en la guerra mundial, el enfrentamiento entre polacos y soviéticos fue casi napoleónico. Una guerra de movimientos, con un destacado papel de la caballería, donde no había trincheras, ni alambre de espino ni apenas tanques o aviones.

Aun así, no toda la victoria es atribuible al genio militar de Pilsudski. Otros factores influyeron. El primero es que, durante el ataque, los servicios de inteligencia polacos interfirieron las comunicaciones rusas, impidiendo que sus tropas se reorganizaran a tiempo. El segundo tuvo que ver con las diferencias que existían en el mando soviético. Durante la toma de Varsovia, Tujachevski pidió el apoyo del ejército del Frente Sur-Oeste, dirigido por Aleksandr Yegórov, para cubrir el frente sur. Stalin, comisario político del frente en cuestión, se negó.

El futuro mandatario soviético consideró inviable llegar a tiempo a la ciudad y convenció a Yegórov de que enviase sus tropas hacia Leópolis, 400 kilómetros al sur de la capital, con la intención de posicionarse para un posterior avance hacia Praga, Viena y Budapest. Tujachevski tampoco recibió la asistencia de la caballería de Budionny por un desacuerdo con Yegórov, con quien rivalizaba. 

¿Qué hubiera sucedido si ese frente por donde atacó Pilsudski hubiera estado protegido? Posiblemente, el signo de la guerra, e incluso el futuro de Europa, hubiera sido muy distinto.

Voluntarios polacos durante la guerra.
Voluntarios polacos durante la guerra. Dominio público

Revolución en stand-by

Pilsudski ganó la batalla y continuó durante varias semanas empujando a las tropas soviéticas hacia el este. Tujachevski se retiró tras perder más de 100.000 hombres, casi la mitad de las trece divisiones que habían entrado en combate. Unos 25.000 soldados soviéticos murieron en Varsovia, y unos 70.000 en toda la guerra. 

Por el lado polaco, las bajas también fueron considerables. Si bien no en la batalla decisiva, donde murieron unos 4.500 soldados, sí a lo largo de la contienda, con unas 47.000 muertes. El “milagro” había sucedido, pero había costado muy caro. 

El 12 de octubre de 1920 se firmó un armisticio, y el 18 de marzo de 1921 se llegó a un acuerdo de paz en Riga (Letonia). Polonia recuperó parte de los territorios perdidos en Lituania, Bielorrusia y Ucrania, pero no alcanzó las fronteras históricas que pretendía Pilsudski. 

El gobierno polaco, dominado en ese momento por los opositores al general (quien, a pesar de la victoria, había perdido mucho crédito durante el avance ruso), decidió no hacer hincapié en las reclamaciones territoriales. Primero, porque eran contrarios a la Miedzymorze de Pilsudski. Y, segundo, porque querían reparar la imagen del país en el extranjero.

Delegados soviéticos que habían llegado para las negociaciones de armisticio antes de la Batalla de Varsovia, agosto de 1920.
Delegados soviéticos que habían llegado para las negociaciones de armisticio antes de la batalla de Varsovia, agosto de 1920. Dominio público

Aun así, las potencias aliadas no reconocieron el tratado hasta dos años después. Molestos por no haber participado en él, preferían que se hubiesen respetado las fronteras propuestas por lord Curzon, mucho más al oeste que las acordadas.

Pero, sin duda, la consecuencia más importante de este conflicto fue la de haber frenado las aspiraciones expansionistas soviéticas. La derrota fue un durísimo revés para los líderes bolcheviques. En solo unas semanas, pasaron de hacer planes para impulsar la revolución en media Europa a intentar contener los levantamientos antibolcheviques (en Tambov y Kronstadt) que se estaban produciendo dentro de sus propias fronteras.

Mientras los líderes europeos tomaban nota sobre las ambiciones expansionistas bolcheviques, no muy distintas de las del imperio zarista, los mandatarios soviéticos asumían sus propias limitaciones al respecto. La doctrina del “comunismo en un solo país” estaba a punto de comenzar.

Este artículo se publicó en el número 629 de la revista Historia y Vida.

Qué fueron las «ratlines», las rutas de escape por las que miles de nazis huyeron a América del Sur y otros destinos tras la Segunda Guerra Mundial

Tras la caída del Tercer Reich, miles de nazis huyeron a través de las ratlines.

Autora: Veronica Smink

Fuente: bbc.com/mundo 01/08/2020

or su nombre en inglés, ratlines (líneas de ratas), uno podría pensar que el apodo que se le dio a las rutas clandestinas que usaron muchos nazis para escapar de Europa después de la Segunda Guerra Mundial se refiere a una hilera de roedores, huyendo bajo tierra.

De hecho, muchos en español las llaman «rutas de las ratas«.

Pero aunque ese término podría resultar apropiado para imaginar la huida de miles de fugitivos de la justicia, entre ellos algunos de los mayores criminales de guerra de la historia, en realidad ratline no tiene que ver con ratas, sino con barcos.

En la jerga náutica, así se llama a los pequeños trozos de cuerda colocados de forma horizontal que sirven como peldaños de escalera, para poder subir por el mástil (en español se las conoce como flechaste).

En el pasado, escalar el mástil usando estas cuerdas era el último y desesperado recurso que tenía un marinero para evitar ahogarse si su barco se hundía.

Por ese motivo, ratline se convirtió en un sinónimo de «última vía de escape«.

Para muchos jerarcas nazis que buscaban huir de las manos Aliadas después de la caída de la Alemania de Adolf Hitler, en 1945, esa «última vía de escape» se dio en la forma de un viaje transatlántico por barco, por lo cual el origen náutico de la palabra ratline resultó ser irónicamente adecuada.

Las ratlines de un barco
Image captionLas ratlines de un barco… el medio de transporte a través del cual muchos jerarcas nazis escaparon a Sudamérica y otros destinos.

Pero estas «rutas de las ratas» no fueron escapes improvisados de fugitivos desesperados. Fueron trayectos planificados y organizados por personas de poder, dedicadas a proteger a prófugos no solo alemanes sino también croatas, eslovacos y austríacos.

Y no hubieran tenido éxito sin la colaboración, a veces involuntaria, de dos de las instituciones internacionales más asociadas con la ayuda humanitaria: la Iglesia católica y la Cruz Roja.

Tres rutas, un destino

Las tres ratlines más utilizadas eran vías que atravesaban distintos países europeos con un solo fin: llegar hasta un puerto y allí escapar en barco.

La llamada «ruta nórdica» pasaba por Dinamarca con destino a Suecia, donde se embarcaba.

La «ruta ibérica» era coordinada por colaboradores nazis que vivían en España y utilizaba puertos como los de Galicia, presuntamente con el visto bueno del general Franco.

Pero se cree que hasta el 90% de los nazis que huyeron de Europa continental lo hicieron a través de Italia, el principal aliado de Alemania durante la guerra.

Aunque algunos escaparon hacia Reino Unido, Canadá, Estados Unidos, Australia y Medio Oriente, la gran mayoría huyó a Sudamérica.

Y en ese continente hubo un país que atrajo a más fugitivos nazis que ningún otro: Argentina.

Juan Domingo Perón con su esposa, Eva Duarte de Perón
Image captionEl gobierno de Perón (quien en la imagen aparece con su famosa esposa, «Evita»), permitió el ingreso de miles de prófugos nazis.

Documentos secretos nazis revelados en 2012 por las autoridades alemanas indicaron que unos 9.000 militares y colaboradores del Tercer Reich huyeron a América del Sur tras la guerra.

De ellos, unos 5.000 se quedaron en Argentina, el lugar al que el famoso «cazador de nazis» Simon Wiesenthal llamaba el «Cabo de Última Esperanza» para los nacionalsocialistas.

Muchos de los que terminaron en otros países, como Brasil (que albergó a entre 1.500 y 2.000 criminales de guerra), Chile (que recibió a entre 500 y 1000) y otras naciones con cifras menores como Paraguay, Bolivia y Ecuador, viajaron allí tras haber arribado a Argentina.

Por qué Argentina

Muchos atribuyen la elección de Argentina como país de destino a la abierta simpatía que mantenía el gobernante de esa nación, Juan Domingo Perón (quien llegó a la presidencia en 1946), con el Tercer Reich.

Pero el periodista argentino Uki Goñi, una de las personas que más investigó la llegada de criminales nazis a su país, asegura que el vínculo entre Argentina y la Alemania de Hitler era anterior a la llegada al poder de Perón.

Según Goñi, ya desde 1943 había un acuerdo secreto entre lasSchutzstaffel, las fuerzas de seguridad alemanas, más conocidas como SS, y el servicio secreto de la marina argentina.

El acuerdo consistía en que Argentina le daba documentos de ese país a agentes secretos de las SS para que se puedan mover libremente por Sudamérica, donde operaban una gran red de espionaje.

A cambio, el país latinoamericano recibía información confidencial sobre sus vecinos.

En un libro que publicó en 2002, donde describe en detalle la «fuga nazi a la Argentina», Goñi señala que después de que Alemania perdió la guerra, los argentinos mantuvieron el acuerdo de cooperación y siguieron dándoles documentación falsa a agentes nazis, solo que entonces ya era con la intención de rescatarlos.

La portada de "La Auténtica Odessa", la investigación del periodista argentino Uki Goñi.
Image captionLa portada de «La Auténtica Odessa», la investigación del periodista argentino Uki Goñi.

Odessa

El libro de Goñi se titula «La auténtica Odessa», en referencia al acrónimo con el que se conoció al principal grupo que habría planificado las ratlines: la Organisation der ehemaligen SS-Angehörigen u organización de exmiembros de las SS.

Esta organización saltó a la fama gracias a una obra de ficción basada en algunos hechos reales: la novela de suspenso The Odessa File («El expediente Odessa) de Frederick Forsyth, publicada en 1972.

En ese thriller, Odessa aparece como una organización nazi internacional establecida antes de la derrota de Alemania con el propósito de proteger a los exmiembros de las SS después de la guerra.

El libro plantea que, tras lograr ese fin, los exnazis agrupados en Odessa planeaban eliminar el Estado de Israel.

Hoy en día, muchos historiadores cuestionan la existencia de una red de la magnitud y el poder que supuestamente tuvo Odessa.

«La ‘ruta de las ratas’ no fue un plan estructurado, sino que consistió de muchos componentes individuales», le dijo a la cadena alemana Deutsche Welle (DW) el historiador Daniel Stahl, del Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad Friedrich Schiller.

Bill Niven, profesor de Historia Contemporánea Alemana en la Universidad Nottingham Trent (Inglaterra), coincide: «No hay evidencia convincente de que tal organización (Odessa) existiera«, escribió en marzo pasado en el sitio BBC History Extra.

«Probablemente había grupos nazis más pequeños, en gran medida independientes, que operaban para asegurar el escape (de criminales de guerra)», explicó.

Otto Skorzeny con Benito Mussolini, tras su liberación
Image captionOtto Skorzeny, famoso por haber rescatado a Benito Mussolini tras su arresto en Italia, organizó una de las ratlines.

«Uno de estos grupos, según se dice, fue ‘La araña’, que involucró a líder de la unidad de asalto de las SS Otto Skorzeny, famoso por rescatar al dictador italiano Benito Mussolini del encarcelamiento en la región Gran Sasso, en el sur de Italia, en 1943»

Niven resaltó que no fueron solo nazis los que coordinaron las ratlines, sino también las fuerzas de inteligencia de Estados Unidos y Reino Unido, que ayudaron a escapar a sus informantes nazis, y a decenas de científicos alemanes, para que colaboraran con ellos en su lucha contra el comunismo.

«La ruta vaticana»

Fue este temor a una invasión soviética de Europa y a que se impusiera el comunismo tras la Segunda Guerra Mundial lo que habría llevado a lo que muchos consideran el aspecto más escandaloso detrás de las ratlines:el papel fundamental que jugó la Iglesia católica en el escape de los fugitivos nazis a Sudamérica.

La llamada «ruta vaticana», vía Roma y Génova, fue la más utilizada por los nazis que huyeron del continente europeo.

También se la conoce como «la ruta de los monasterios», ya que la huida, a través de los Alpes a Italia, incluía paradas en monasterios en Tirol del Sur, Merano y Bolzano.

Algunos de los prófugos permanecieron en estos lugares por años, muchas veces alojados al lado de las víctimas de sus delitos, en particular judíos en viaje hacia la región de Palestina.

Para llegar hasta Sudamérica, los fugitivos debían pasar primero por Roma, donde recibían documentos de identidad falsos de la Comisión de Refugiados del Vaticano o, en algunos casos, directamente de manos de altos cleros de la Iglesia católica.

El paso final era el pasaporte que recibían del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), que les permitía viajar utilizando su nueva identidad.

Los pasaportes de la Cruz Roja, con nombres falsos, usados por Josef Mengele, Klaus Barbie y Adolf Eichmann.
Image captionLos pasaportes de la Cruz Roja, con nombres falsos, usados por Josef Mengele, Klaus Barbie y Adolf Eichmann.

Abrumados por los millones de refugiados que dejó la guerra, la Cruz Roja dependía de las referencias del Vaticano a la hora de entregar sus pasaportes y el organismo ha reconocido que no logró evitar que algunos criminales de guerra se aprovecharan del caos para huir sin ser detectados.

Entre quienes pudieron escaparse a Sudamérica con pasaportes de la Cruz Roja -con nombres falsos-, estuvieron algunos de los máximos jerarcas nazis como Josef Mengele, Klaus Barbie, Franz Stangl, Walter Rauff y Adolf Eichmann.

Algunos, como Mengele, que falleció en Brasil, y Rauff, que murió en Chile, lograron evadir la justicia toda su vida.

Pero otros fueron detenidos y extraditados años más tarde.

El caso más famoso fue el del llamado «arquitecto del Holocausto», Eichmann, quien fue capturado en Buenos Aires en 1960 por la agencia de inteligencia israelí, el Mossad, y trasladado a Jerusalén, donde fue juzgado, condenado y ejecutado.

Complicidad

Los historiadores aún hoy siguen debatiendo sobre si la complicidad de la Iglesia católica con los nazis fue institucional o si se trató de casos aislados dentro del Vaticano.

En su libro Ratlines, publicado 1991, los autores Mark Aarons y John Loftus sostienen que el primer sacerdote que se dedicó a planificar ratlines para los nazis fue el obispo austríaco Alois Hudal.

Hudal residía en Roma, donde era rector de un colegio austríaco-alemán, y en 1937 había escrito un libro, «Los fundamentos del nacional-socialismo», en el que elogiaba a Hitler.

Algunos incluso lo han acusado de ser un informante de la inteligencia alemana.

La ratline que organizó el obispo austríaco desde la sede del Vaticano fue la que permitió la fuga de varios de los prófugos de más alto perfil del nazismo, incluyendo a Eichmann, Mengele y Eduard Roschmann, el llamado «carnicero de Riga».

El Vaticano en 1946
Image captionMuchos fugitivos nazis obtuvieron su documentación falsa con ayuda del Vaticano, aunque aún se investiga cuánto sabía la Iglesia católica.

Franz Stangl, quien había sido comandante del campo de exterminio de Treblinka, le contó a la periodista Gitta Sereny, tras su captura, que Hudal no solo le entregó papeles falsos sino que también le consiguió alojamiento en Roma mientras esperaba sus documentos.

Otro sacerdote que se hizo famoso por organizar ratlines desde Roma fue el bosnio-croata Krunoslav Draganovic, quien ayudó a escapar a los cabecillas de la organización nacionalista croata Ustacha, aliada del nazismo.

El fundador del movimiento, Ante Pavelić, fue uno de los muchos prófugos que terminaron en Argentina.

En su libro, Uki Goñi detaca el rol que tuvo el cardenal argentino Antonio Caggiano en la llegada de nazis a ese país.

Cuenta que por orden del gobierno de Perón, Caggiano se reunió en 1946 en el Vaticano con su par francés Eugène Tisserant a quien le informó que Argentina estaría dispuesta a recibir a los franceses que colaboraron con el nazismo.

Así, dice Goñi, fue que comenzó el contrabando de criminales de guerra al país sudamericano.

Pío XII

Más allá de la participación de algunos miembros de la Iglesia, lo que se preguntan muchos es cuánto sabía el Papa Pío XII sobre las ratlines.

El Pontífice, quien asumió meses antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, ha sido acusado de hacer la vista gorda ante el asesinato sistemático de judíos, por su silencio durante el Holocausto.

Pío XII
Image captionDocumentos desclasificados este año por el Vaticano podrían revelar cuánto sabía Pío XII sobre las ratlines.

Si bien en 1998 el Vaticano se disculpó públicamente por su inacción durante el régimen nazi, hasta ahora siempre ha defendido el papel de Pío XII.

Pero el verdadero veredicto sobre la responsabilidad del Papa podría llegar pronto.

En marzo pasado, el actual líder de la Iglesia, el papa Francisco, de origen argentino, autorizó que se abran todos los archivos del mandato de Pío XII.

Uno de los que revisará los cientos de miles de documentos será el historiador eclesiástico alemán Hubert Wolf.

Wolf le dijo a la cadena DW que, aunque podría tardar años, finalmente se sabrá si Pío XII «dio instrucciones directas» de ayudar a escapar a los prófugos nazis con el fin de «combatir el peligro comunista».

O si «el Papa no sabía de la ayuda concreta y algunas personas de su entorno se aprovecharon de eso».

Los consejos que Napoleón despreció sobre la «locura» de conquistar España: «Se creía invencible y cayó»

Montaje de un detalle del cuadro de Paul Delaroche (1845) representando a Napoleón tras la abdicación en Fontainebleau, sobre una bandera de España utilizada en la Guerra de Indendencia – ABC

Autor: Israel Viana

Fuente: abc.es/historia 05/08/2020

Dicho por sus propios generales pocos años después de ser humillado en la Guerra de Independencia de 1808, a Napoleón Bonaparte le salió muy cara la osadía de intentar conquistar España. No cabe duda de que por aquellos años, el emperador francés se consideraba ya dueño y señor de Europa. En solo tres años se había designado Rey de Italia y colocado a su hermano Luis al frente del Reino de Holanda. Había conquistado el Reino de Nápoles y nombrado monarca a su hermano mayor, José. También había establecido y puesto bajo su protección la Confederación del Rin con casi todo los Estados alemanes. Y, por último, había aniquilado a los Ejércitos de Prusia, Rusia y Austria y conquistado Portugal, el ducado de Varsovia y el Reino de Westfalia.

Sin embargo, la invasión de España en 1808 fue su perdición. Un hecho que Napoleón no reconoció hasta encontrarse en su lecho de muerte en la isla de Santa Elena. «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades y fue una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península», escribió el emperador en las memorias que escribió durante su destierro.

No lo vio a tiempo, no calculó bien sus posibilidades y, sobre todo, no quiso escuchar los consejos de sus lugartenientes más experimentados. De ello había dejado constancia en 1807, cuando zanjó la discusión con sus generales con estas palabras: «Es un juego de niños. Esa gente no sabe lo que es un ejército francés, créanme, será rápido. Cuando mi gran carro político está lanzado, tiene que pasar, y pobre de aquel que caiga bajo sus ruedas».

«La gente sufría»

Con un montón de opositores y la prensa amordazada en Francia, uno de los primeros críticos de Napoleón fue uno de sus capitanes, Fraçois-Casimir, que describió así el sufrimiento de sus compañeros en España, durante los primeros compases de la guerra: «La gente sufría como si estuviera asfixiada entre dos colchones». Algo que experimentó él mismo en sus propias carnes, pues pasó varios años preso de los británicos antes de poder regresar a su país.

Antes del inicio de las hostilidades, Napoleón veía a España como un objetivo fácil. Un país muy dividido y en continua competencia por controlar el poder. Por un lado, los partidarios de Carlos IV y el primer ministro Manuel Godoy y, por otro, la nobleza, ejército y clero, que conspiraban alrededor del hijo del monarca, Fernando. El «Complot de El Escorial», en octubre de 1807, fue un reflejo de dicha crisis y Bonaparte, muy hábil, procuró situarse en medio de ambos bandos para ganarse el favor de todos y, en un futuro próximo, incorporar la Península Ibérica y todas sus riquezas coloniales al imperio francés.

El plan trazado parecía desarrollarse a la perfección. Engañó a Godoy para que firmara el Tratado de Fontainebleau en octubre de 1807. Así obtuvo el permiso de Carlos IV para atraversar España con 110.000 soldados, con el objetivo de, supuestamente, conquistar Portugal. Pero todo era un engaño. A su paso por nuestro país, el ambicioso general empezó a conquistar todas las ciudades que se encontró a su paso. No parecía que algo pudiera salir mal, sobre todo después de que Napoleón consiguiera que toda la Familia Real dejara España, en mayo de 1808, y viajara hasta Bayona para que el Rey y su hijo Fernando VII abdicaran oficialmente en favor de su hermano José.

La «úlcera» de Napoleón

La trampa estaba hecha, porque el general Joachim Murat, cuñado de Bonaparte y jefe de su Ejército en España, se encontraba ya apostado en Chamartín con 25.000 mil hombres. «Nos cuesta mucho trabajo creer que los propósitos de los franceses no fueran evidentes ante los ojos de nuestros conciudadanos. Los testigos nos hablan insistentemente del malestar creciente de la población madrileña. No sabían qué hacer, porque los galos tenían en la capital a todos aquellos soldados», explicaba el comandante José Manuel Guerrero en su artículo «El ejército francés en Madrid», publicado en la «Revista de Historia Militar» en 2004.

Joachim Murat, en un cuadro de Jean Baptiste Joseph Wicar
Joachim Murat, en un cuadro de Jean Baptiste Joseph Wicar

Cuando alguno de sus ministros intentó demostrarle que la conquista era una tarea muy difícil, los argumentos que le daban eran barridos por Napoleón con respuesta tan insolentes como: «Si esta guerra fuera a costarme 80.000 soldados, no la haría, pero no llegarán a 12.000». No se imaginaba entonces, ni por lo más remoto, que la mayoría de sus 110.000 soldados no regresaría jamás a Francia, ni que empezaba a gestarse la catástrofe que algunos historiadores calificaron como su «úlcera».

En varias ocasiones, el emperador francés expresó también su opinión despectiva hacia nuestro ejército y hacía España en general, asegurando que podría anexionarlo con tropas de segunda categoría, con poco presupuesto y escaso equipo. Y a pesar de las advertencias, se resistió a considerar como peligrosa la fuerza de los patriotas españoles, a los que a menudo calificaba de «brigands» (bandoleros). Nadie pudo hacerle entrar en razón. En palabras de Stendhal, el genial autor de «Rojo y negro», sus propios ministros estaban «se sentían embotados» por la autoridad desmedida que demostraba y por el desquiciado ritmo de trabajo que había impuesto a su Ejército durante los años anteriores.

«Napoleón ya no era el general Bonaparte»

El coronel Charles D’Agoult, que había sido nombrado segundo teniente con solo 17 años y que había participado activamente en la conquista de España, fue también muy crítico con su emperador:«Del genio a la locura no hay tanta distancia. Ya sea enajenación por el poder absoluto, ya sea por un debilitamiento prematuro de sus facultades, no hay duda de que Napoleón ya no era el general Bonaparte».

Al igual que Maximilien Sébastien Foy, el general francés que llegó a Tolosa y acabó retirándose a Irún, huyendo finalmente a Francia: «La naturaleza fija un límite más allá del cual las empresas locas no pueden ser conducidas con prudencia. Ese límite, el emperador lo alcanzó en España y lo rebasó en Rusia. Si entonces hubiese escapado a su ruina, su inflexible fatuidad lo hubiese llevado a encontrarlo en cualquier otra parte distinta a Bailén o Moscú».

No pensó que por el camino se encontraría al general Castaños, al Empecinado y a un pueblo entero dispuesto a hacerle frente aunque fuera con piedras, como demostró desde el mismo 2 de mayo de 1808, cuando Madrid saltó por los aires. «Se oían gritos de “¡armas, armas, armas!”. Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones. Y la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos al principio, después de la aparición de la artillería todos fueron actores», contaba Benito Pérez Galdós en sus «Episodios Nacionales». Los españoles no tardaron en levantarse, convencidos de que podía y debían echar al invasor. El Gobierno llamó a filas a sus ciudadanos y consiguieron reunir a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate.

«España destruyó mi reputación»

La Guerra de Independencia se saldó con 110.000 bajas entre los franceses, según las cifras de Jean Houdaille, a los que habría que sumar otros 60.000 muertos más de las tropas aliadas que les acompañaron. «España, fortuna de los generales, tumba de los soldados», llegaron a escribir con tiza muchos de sus soldados en las casas españoles, en abierta señal de desaprobación con las decisiones de Napoleón. Según François Malye en «Napoleón y la locura española» (Edaf, 2008), estas críticas se debían a que los soldados vivían la guerra como una «locura» y «un infierno», donde «la violencia del conflicto permanecerá en su memoria durante años, con aquellas feroces represalias que sucedían a unas atrocidades espantosas».

El historiador francés explica que algunos de estos, como es el caso de Junot y Fournier-Sarlovèze, sufrieron enfermedades mentales clínicamente probadas por los reveses sufridos en sus enfrentamientos con los españoles, puesto que eran soldados con el espíritu ya quebrado por las heridas y la furia de quince años de guerras. Otros mostraron su oposición al despotismo del emperador por razones mucho más egoístas. «Nos quitó de cargar la mochila antes de tiempo», reprochó en 1814 el mariscal Lefebvre, al considerar que no les había permitido enriquecerse tanto como él al ordenar la huida de España. Lo dijo precisamente tras la entrevista que los mariscales sostuvieron con él para forzarle a su primera abdicación. Y algunos generales, además, protagonizaron conspiraciones contra Napoleón, como la «de Oporto», en la que intentaron socavar su poder, pero este reaccionó a tiempo y los apartó del Ejército.

«¿Cómo pudo pensar que un conflicto de esta importancia podía dirigirse desde París, cuando sus correos tardaban dos meses en llegarles a sus generales, siempre y cuando los emisarios no fueran masacrados antes por los guerrilleros?», se pregunta Malye. «En 1807, el emperador, en la cima de su gloria, se creía invencible. Esa será la causa de su caída. Embriagado por dos años de victorias, de Austerlitz a Friendland, ahora reinaba sobre un inmenso imperio y distribuía las coronas de la vieja Europa entre los miembros de su familia», responde el historiador francés. Pero, efectivamente, Napoleón subestimó y menospreció el valor y la fuerza del Ejército español.

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