La historia menos conocida del ‘fotógrafo de Mauthausen’.

Imagen tomada entre 1938 i 1939, que muestra a Francesc Boix con una ametralladora. (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)

Autora: Agnérs LLorens

Fuente: La Vanguardia, 25/10/2018

El frío, la nieve, el hambre, el miedo, las cabezas rapadas, los números tatuados como una matrícula en el brazo. Los pijamas de rayas, salpicados de barro, pánico y vergüenza. Todas estas imágenes surgen en el imaginario colectivo cuando las palabras campo de concentración y campo de exterminio surcan la mente. En este contexto de prisioneros y trabajos forzados se alza la película El fotógrafo de Mauthausen , dirigida por Mar Targarona y basada en una historia basada en hechos reales, y que este viernes llega al cine.

La cinta tiene como protagonista al fotógrafo de Barcelona Francesc Boix que se valió de su trabajo forzado en el campo de Austria al servicio de las SS para esconder y conservar los negativos de las imágenes con las que inmortalizaban las condiciones de vida de los deportados. Las fotografías fueron de gran utilidad para conseguir una sentencia en los Procesos de Nuremberg, en 1946. De hecho, el libro de Benito de Bermejo -con el mismo título que la película y publicado en 2002- ya profundiza en la figura e imágenes capturadas por Boix en el campo de exterminio.

Junto a la popularidad de la historia de Francesc Boix, planea otra cuestión ligada al fotógrafo de TortosaAntonio Garcia, sobre la colaboración que pudo ofrecer para salvar los negativos. Pero para llegar hasta allí, es necesario empezar por el principio.

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La película protagonizada por el actor Mario Casas es un trampolín que acerca al gran público la figura de este fotógrafo que, años antes de contemplar en primera persona el horror del holocausto, fue uno de los principales cronistas visuales catalanes que tomó imágenes de las tropas que combatieron en la Guerra Civil, en el frente de Aragón.

Cuando se agotaron las opciones de los republicanos, Boix partió hacia un exilio que le trasportaría hasta Francia, a los campos de refugiados, a las brigadas de trabajo del ejército francés y, durante la Guerra Mundial (1939-1945), a la captura a manos del ejército alemán, que le trasladaría hasta Mauthausen.

Francesc Boix revive con el 80 aniversario de la Batalla de l’Ebre

El perfil de Boix como cronista de la Guerra Civil es un importante testimonio del conflicto que, en muchas ocasiones, se difumina por su estancia en Mauthausen. Por este motivo, los impulsores delCongrés Internacional 80 anys de la Batalla de l’Ebre que se ha celebrado este otoño en Tortosa han rendido homenaje a este joven, nacido el 1920 en el Poble Sec de Barcelona. Con apenas 16 años Boix se enroló para seguir con su cámara a los combatientes comunistas que participaron en la batalla hasta el fin del conflicto.

Los organizadores de la conmemoración de la efeméride que recuerda las ocho décadas de una de las batallas más sangrientas de la Guerra Civil han llevado hasta Tortosa la exposición Els trets de Francesc Boix, que recoge algunas de las imágenes que tomó entre 1936 y 1938, antes de su experiencia en los campos de concentración que se rememoran en el filme.

Una fotografia tomada por Francesc Boix, en 1938, muestra a un grupo de quintos de la quinta del 40 y del 28 de la 30ª División formando instrucción.
Una fotografia tomada por Francesc Boix, en 1938, muestra a un grupo de quintos de la quinta del 40 y del 28 de la 30ª División formando instrucción. (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)
 

“Durante las últimas semanas, cerca de un centenar de personas han visitado la exposición, lo que creemos que es una cifra significativa”, explica Marc March, uno de los organizadores del Congrés Internacional 80 anys de la Batalla de l’Ebre. March recuerda que Boix tenía la misma edad que los combatientes de la Quinta del Biberón. Con este nombre se conoció la respuesta agónica y desesperada del bando Republicano para afrontar el avance de las tropas franquistas que hizo que con 18 años o menos participaran en las Batallas de l’Ebre y el Segre, a partir de 1938.

“Boix no participó en la primera línea del enfrentamiento porque ya estaba unido al conflicto desde hacía tiempo como voluntario, siguiendo a la 30ª División del ejercito republicano”, explica March, miembro de la asociación Amics i Amigues de l’Ebre, que ha organizado los actos del aniversario de la batalla que puso la cicatriz en las comarcas de l’Ebre.

Asimismo, el comisario de la exposición Els trets de Francesc Boix, Ricard Marco, destaca la “gran implicación” que el joven Boix demostró con diecisiete años recién cumplidos con la facción comunista de los combatientes, para quienes publicó fotografías durante la Guerra Civil en medios de esta inclinación política, como Juliol -relacionada con el PSUC- o medios revolucionarios, como Combate.

Soldados del Ejército Popular de la República con una metralleta en Sant Mamet, en una instantánea tomada por Boix en 1938.
Soldados del Ejército Popular de la República con una metralleta en Sant Mamet, en una instantánea tomada por Boix en 1938. (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)

“Boix seguía la vida de los soldados desde la retaguardia y nos muestra a líderes del partido comunista y comandantes, especialmente Jaume Girabau o Nicanor Felipe, y también tenía relación con Teresa Pàmies y los hermanos Joaquim y Gregorio López Raimundo”, detalla Marco. Añade que la relación de Francesc Boix con este movimiento político “ya es estable en 1936 cuando el partido comunista establece su sede estable en la primera planta del antiguo Hotel Colon de Barcelona, ubicado en Plaça Catalunya”.

Un joven Francesc Boix (derecha) con el líder comunista Gregorio López Raimundo (izquierda).
Un joven Francesc Boix (derecha) con el líder comunista Gregorio López Raimundo (izquierda). (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)
 

Las imágenes tomadas por Boix provenían de una cámara Leica “seguramente un regalo de un diplomático a las tropas comunistas” y de otra de medio formato, según explica Marco. Su incorporación de facto al batallón llegaría en 1937 y, en este período de tiempo, Boix retrató a los combatientes durante sus momentos libres.

“En cierto modo, las imágenes de Francesc Boix retratan el mismo ambiente que se ilustra en el libro de Orwell, Homenaje a Cataluny a, y muestra a los combatientes republicanos también en momentos de descanso con las carencias del momento”, detalla el comisario de la muestra que reúne las principales imágenes del fotógrafo de Barcelona en el frente del Segre.

Una imagen tomada por Boix, en 1938, muestra a Jaume Girabau, comisario de la 30ª División republicana, y dos soldados caminando entre edificios parcialmente derruidos en Vilanova de la Barca (Segrià).
Una imagen tomada por Boix, en 1938, muestra a Jaume Girabau, comisario de la 30ª División republicana, y dos soldados caminando entre edificios parcialmente derruidos en Vilanova de la Barca (Segrià). (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)
 

Un hallazgo casual permitió identificar sus primeras fotografías

A menudo, las colaboraciones de Boix durante la Guerra Civil en revistas de la época aparecían sin firmar, por lo que identificar las imágenes que tomó en este período -que ilustran este artículo- es casi un hallazgo.

Las fotografías se consiguieron a través de la asociación cultural Fotoconnexió, entidad que localizó el paquete de negativos en una subasta por Internet. Cuando se supo que los negativos pertenecían al período histórico de la Guerra Civil, la Comissió de la Dignitat inició una campaña para la recogida de fondos para hacer una oferta por el lote, que sumó aportaciones de particulares y algunos medios de comunicación. A partir de esta iniciativa, Fotoconnexió adquirió los negativos por un importe de 7.500 euros en 2013.

El lote estaba compuesto por negativos de nitrato de celulosa, de 35 mm y de formato 127, que guardaban imágenes de la II República y de la Guerra Civil. El material se hallaba conservado en cajas de madera, latón y fundas de archivador de plástico. Los negativos estaban en buen estado y se acompañaban de anotaciones manuscritas. Un trabajo de investigación grafológico permitió identificar a Boix como el autor e las instantáneas, que desde 2016 se conservan en el Arxiu Nacional de Catalunya.

El joven fotógrafo Francesc Boix, con su cámara, en 1938.
El joven fotógrafo Francesc Boix, con su cámara, en 1938. (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)
 

“De hecho, el libreto de la exposición Els trets de Francesc Boix, elaborada a partir de las fotografías del Arxiu Nacional fue la primera aproximación del equipo de guión de la película al personaje”, explica Marco.

¿Traicionó Boix a un fotógrafo de Tortosa?

Un personaje de mil caras. En el momento que la figura de Boix llega al celuloide, cobran también valor las voces que sugieren que su tarea de esconder los negativos del campo de exterminio de Mauthausen no fue un gesto individual sino que otros fotógrafos como Antoni García de Tortosa, le ayudaron sin que sus méritos hayan gozado de la misma notoriedad.

Así lo defiende el profesor emérito de historia contemporánea y política de la American University of Paris, David Wingeate Pike, que en su libro Dos fotógrafos en Mauthausen -editado en castellano por Ediciones del Viento- apunta que tanto Boix como García fueron los encargados del servicio fotográfico del campo y fue su actuación conjunta la que logró salvar las imágenes.

“¿Por qué acabaron enfrentados después de la guerra? ¿De qué se acusaban?”, se pregunta Pike en la sinopsis de su texto. De hecho, el mismo autor, en varias entrevistas, apunta que podría ser que Boix se hubiera atribuido el trabajo de más de una persona.

“Existe una polémica sobre quién salvó las fotos. Garcia salvó 200 copias Boix salvó 2.000 negativos. Antonio confió a Boix sus doscientas copias y permanecieron ocultas en el mismo sitio que los negativos pero, cuando Antonio salió del hospital donde fue internado después de la liberación de Mauthausen, las copias habían desaparecido, es decir, las había trasladado Boix”, explica el historiador en varios medios de comunicación, mientras añade que “Antonio se puso furioso y se sintió traicionado”.

Según sostiene Pike, “Garcia quedó resentido el resto de su vida y nunca perdonó a Boix”, aunque aclara que la primera versión que le dio Garcia -a quién el historiador conoció personalmente- puede ser “que estuviera distorsionada” y añade que, al parecer, “las imágenes de los dos fotógrafos están mezcladas desde 1945”.

La historia de Boix también recoge éxitos en versión comic

Lo cierto es que la película que se estrena este viernes no es el primer intento de llevar a la pantalla grande la historia del cronista visual del Poble Sec. Entre 2005 y 2006, el guionista e historiador Salva Rubio entró en contacto con el libro publicado por Benito de Bermejo y se planteó rodar una película con el mismo título. “Finalmente, por falta de financiación, en 2008 abandoné en proyecto, principalmente a causa de la crisis económica, que dificultó que siguiera adelante”, cuenta.

En su lugar, Rubio decidió contar la historia en formato de novela gráfica, un documento que se editó primero en Francia y posteriormente por la editorial española Norma Editorial, donde ya suma una segunda edición. “Además se ha traducido también al inglés y al italiano”, explica Rubio, que añade que la solución de reconvertir la historia en un cómic, del que él es autor y cuenta con ilustraciones de Pedro J. Colombo, permite “poder contar la historia con toda su fuerza y sin tener problemas de recursos económicos”.

Portada de la novela gráfica 'El fotógrafo de Mauthausen', editado por Norma i escrito por Salva Rubio, que ya ha llegado a la segunda edición.
Portada de la novela gráfica ‘El fotógrafo de Mauthausen’, editado por Norma i escrito por Salva Rubio, que ya ha llegado a la segunda edición. (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)

 

Francisco Boix, el español que fotografió el horror nazi.

Francisco Boix, tras la liberación de Mauthausen.Autora: Montserrat Llor

Fuente: La aventura de la Historia. 23/10/2018.

Tras la liberación de Mauthausen (Austria), en mayo de 1945, el mundo tuvo noticia de las atrocidades cometidas por los nazis en el campo de concentración gracias a la iniciativa y la valentía de algunos deportados españoles, que arriesgaron sus vidas para sustraer del laboratorio fotográfico del complejo las imágenes que mostrarían la barbarie sufrida por los presos, esclavizados, torturados y asesinados por las SS.

Para ello, fue imprescindible la participación de unos jóvenes, todos españoles y menores de veinte años, bautizados como Poschacher, apellido del propietario de una cantera privada de las inmediaciones del pueblo, que lograron sacar de Mauthausen y poner a buen recaudo las fotografías conseguidas hábilmente porFrancisco Boix, en colaboración con Antonio García.

Ambos trabajaban en el Erkennungsdienst, el laboratorio fotográfico destinado oficialmente a los retratos de identificación de los presos. Allí revelaban, guardaban y clasificaban negativos y clichés de fotos que los nazis tomaban del campo: retratos, escenas cotidianas del trabajo de los presos, experimentos médicos, ejecuciones y, muy especialmente, las visitas de altos cargos. Este preciado material sería aportado, tras la liberación, por el propio Boix en los juicios de Nuremberg y Dachau como prueba de la crueldad nazi.

Portada del número 140 de la revista "La Aventura de la Historia".
Portada del número 140 de la revista “La Aventura de la Historia”.

En Mauthausen, Francisco Boix había sido un prominente, al igual que otros españoles que desempeñaban trabajos especiales. Consiguió un trato directo y habitual con algunos SS y, durante un tiempo, fue secretario del laboratorio. Pronto se dieron cuenta del valor histórico de las fotografías que pasaban por sus manos, la prueba que permitiría documentar en el futuro los crímenes cometidos en el campo de concentración desde el año 1940. Idearon la forma de sacarlas de él y, aunque en un principio fueron escondidas en diversos lugares por algunos presos, enseguida advirtieron el grave peligro de ser descubiertos. Por ello, Boix entró en contacto con un grupo de jóvenes que, desde 1942 y hasta finales de 1944, trabajaron fuera del campo: los Poschacher.

Fueron algunos integrantes de este comando, compuesto por unos cuarenta chicos de entre 13 y 19 años, los que llevaron a cabo la tarea. Jacinto Cortés y Jesús Grau sacaron las fotos fuera de los muros de Mauthausen y José Alcubierreconvenció a la austriaca Anna Pointner –vecina del campo– para que las escondiera en su casa hasta la liberación. Otros Poschacher colaboraron manteniendo absoluto silencio en un mundo en el que la traición era recompensada por los nazis. Aquel mutismo y el apoyo de todos los compañeros fueron armas decisivas para la misión.

Fotograma de "El fotógrafo de Mauthausen".
Fotograma de “El fotógrafo de Mauthausen”.

Francisco Boix, sobre cuya figura el viernes 26 de octubre se estrena la película El fotógrafo de Mauthausen(dirigida por Mar Targarona e interpretada por Mario Casas), había nacido en Barcelona, en 1920, en una familia modesta cuyo padre era un sastre de ideas izquierdistas, amante de la fotografía. Tenía 15 años cuando empezó la Guerra Civil. Ya era aprendiz de fotógrafo y había llegado a trabajar al lado de Gregorio López Raimundo y Teresa Pàmies en la revista Juliol, de las Juventudes Socialistas Unificadas de Catalunya, en las que militó. Desde entonces, su figura iría unida a una cámara.

Con talento innato para los idiomas –aprendió francés durante su exilio y, más tarde, alemán en un Stalag al caer prisionero de las tropas del Reich– fue conducido a Mauthausen con otros 1.500 republicanos españolesy llegó al campo el 27 de enero de 1941.

Consiguió trabajar en la tercera oficina del centro, el Erkennungsdienst, o servicio de identificación de los presos, donde se conservaban fotografías de altos mandos y actividades comprometedoras que tomaban los SS para su archivo. Junto con otro catalán destinado al laboratorio, Antonio García Alonso –llegaría después un tercer español, José Cereceda–, lograron esconder un verdadero tesoro: copias que ellos mismos hacían de las fotografías. En un primer momento, fueron sustraídas unas 200 fotos en papel y 800 negativos. Gracias a los Poschacher pudo esconderse el material.

Derribo del águila nazi a la entrada del campo de Mauthausen, una de las instantáneas tomadas por Francisco Boix tras la liberación del campo.

Ante la inminente derrota alemana, recibió la orden de destruir los archivos y los negativos, algo que hizo sólo parcialmente, pues efectuó una exhaustiva selección, salvando material histórico. Durante la liberación, logró hacerse con una Leica y tomó numerosas fotos de aquel momento pletórico: sus compañeros liberados; la muerte de Franz Ziereis (comandante del campo); el derribo del águila nazi en la entrada al campo, o la recogida del material de casa de Anna Pointner, entre otras. Se convirtió así en el reportero de la liberación de Mauthausen.

Durante el Juicio de Nuremberg, Francisco Boix afirmó que su tarea en el laboratorio fotográfico, dirigido por el suboficial SS Paul Ricken, consistió en revelar las películas Leica de los fusilados. Mostró y documentó algunas de las fotos más significativas, que probaban que Kaltenbrunner había ido a Mauthausen y conocía la existencia de los campos, visitas de altos mandos como Himmler, detalles de la cantera de Wienergraben, cadáveres lanzados desde lo alto de la cantera, el trabajo en las vagonetas, el ahorcamiento público del fugado Bonarewitz, judíos y otros presos colgados, etcétera.

Francisco Boix, declarando en los juicios de Nuremberg.
Francisco Boix, declarando en los juicios de Nuremberg.

Tras la liberación de Mauthausen, se estableció en París. Su salud estaba quebrantada a consecuencia del campo y, tras largas estancias hospitalarias, murió en 1951. Fue enterrado en el cementerio de Thiais, al sur de París.

Un libro revela que Franco colaboró con Hitler en las deportaciones de españoles y judíos a campos de concentración.

Franco y Hitler, en Hendaya, el 23 de octubre de 1940. / picture-alliance/Judaica-Samml/Newscom/Efe

Autor: Hugo Domínguez

Fuente: eldiario.es, 20/01/2015

Documentos hasta ahora inéditos demuestran que Franco colaboró con Hitler en la deportación de más de 9.000 españoles que acabaron en los campos de concentración nazi. La mitad de ellos no salieron con vida. Las pruebas y los testimonios que lo prueban los ha recopilado el periodista Carlos Hernández en el libro Los últimos españoles de Mauthausen. Pero hay más. Telegramas nunca vistos apuntalan la responsabilidad de Franco en el asesinato de más de 50.000 judíos de origen sefardí (descendientes de los judíos expulsados de la Península Ibérica a finales de la Edad Media).

«Escribiendo me he dado cuenta de que nos han engañado. La educación maniquea que se nos ha impartido ha intentado reescribir la historia», lamenta Hernández en conversación telefónica con eldiario.es. El libro surgió de las ganas de dar carpetazo al cargo de conciencia que sufrió al morir su tío Antonio, prisionero en Mauthausen. «Nunca le pregunté sobre el asunto de la deportación y tenía una espina clavada», apostilla.

Se puso manos a la obra y empezó a bucear por archivos, bibliotecas y hemerotecas hasta gestar una obra de más de 500 páginas con la que poner punto y final a esa tesis tan extendida de que la dictadura española no se inmiscuyó en la Segunda Guerra Mundial. Con un vasto material, alguno desconocido hasta el momento, el periodista consigue llegar a una conclusión: Franco, desde España, y Hitler, desde Alemania, se conjuraron con la idea de enviar a los campos de exterminio nazi a 9.328 ciudadanos españoles. De ellos, más de 5.000 no consiguieron sobrevivir a las terroríficas condiciones de los campos de concentración.

El germen de esta historia se remonta al 31 de julio de 1938. Ese día la policía franquista y la Gestapo –policía secreta nazi– acordaron un protocolo de actuación para agilizar los procesos de extradición y el intercambio de información sobre sus enemigos comunes. A partir de ahí, la comunicación no se cortó, sino más bien, se intensificó. En una de las cartas, Madrid admite que se «desentiende» de la suerte que puedan correr los españoles que todavía no han sido capturados por la Francia ocupada y devueltos a España.

Pero el día ‘D’ estaba aún por llegar. El mismo día en el que el ministro español de Gobernación Ramón Serrano Suñer visitaba Berlín, el Reich emitió una orden que despejó el camino para que miles de presos españoles acabarán en campos de concentración.

«Es ridículo pensar que todo responde a una casualidad», apunta el autor del libro, quien no duda de que «Hitler hizo el trabajo sucio a Franco para que el dictador español se pudiera librar de los ciudadanos que consideraba sería peligroso que volvieran a España». En el libro se mencionan además distintos documentos que demostrarían que Alemania informó «puntualmente» de sus planes de deportar a los españoles capturados en el país galo.

Lo desalentador viene a continuación. Según el relato de Carlos Hernández, Franco tuvo en sus manos la posibilidad de salvar a muchos españoles de una muerte segura y no lo hizo. «El régimen español tuvo capacidad de decisión sobre el destino de los españoles. Es más, salvó a dos personas que tenían vínculos con los franquistas. Lo intentó con algunos otros pero la respuesta que llegó desde Alemania es que ya era tarde. Estaban muertos», explica.

Pero ¿quiénes eran esos españoles? El escritor perfila tres grupos: los que sirvieron en las filas del Ejército francés en la Segunda Guerra Mundial, miembros de la Resistencia, y los hombres, mujeres y niños refugiados en la pequeña ciudad francesa de Angulema y que formaron parte del ‘Convoy de los 927’. En total, más de 9.000 españoles, de los que 5.180 murieron, 330 figuran como desaparecidos y 3.800 sobrevivieron. Como el murciano Francisco Griéguez, que a estas alturas todavía sigue sin poder conciliar el sueño y cuyo testimonio se incluye en el libro.

50.000 judíos que Franco podría haber salvado

Franco tuvo responsabilidad en el exterminio de judíos; en concreto, de 50.000 de origen sefardí. Lo asegura el periodista aludiendo a los telegramas que ha conseguido reunir. «Antes de que el Gobierno alemán pusiera en marcha la solución final, aprobó un decreto por el que se permitía a sus aliados repatriar a sus judíos», cuenta. Pero en España se optó por una postura de indiferencia: la circular que se hizo llegar fue la de salvar exclusivamente a los judíos que pudieran demostrar sobradamente su nacionalidad española, una condición muy difícil en ese momento para muchos.

En la captura que se muestra a continuación se puede leer como un diplomático español destinado en el extranjero se desentiende de las consecuencias que puedan tener las restrictivas instrucciones salidas de Madrid y subraya que, si no se levanta la mano, los repatriados «serán pocos». Con estas pruebas en la mano, se deduce, por tanto, que Franco conocía las intenciones de Hitler respecto a los judíos de toda Europa.

Telegrama incorporado por el autor en el libro y facilitado a eldiario.es
Telegrama incorporado por el autor en el libro y facilitado a eldiario.es.

«Simplemente con que hubiera tenido voluntad, podría haber salvado a decenas de miles de judíos de origen sefardí que en los años 40 residían en Europa, principalmente en Salónica y en Budapest», relata el autor. «No es muy moral para un régimen católico pedir a los judíos que en un momento como ese se entrara en el juego de la nacionalidad. Los que se salvaron finalmente no superaron los 700», señala. El origen español de los sefarditas, y por tanto su derecho a acceder a la nacionalidad, sí acredita su condición, se remonta a la época de los Reyes Católicos, cuando los judíos fueron expulsados de la Península Ibérica.

Con todo el material recopilado, ¿ha sido difícil escribir este libro? Responde Carlos Hernández de manera automática, sin rodeos: «Resultó más sencillo encontrar documentación fuera de España. Aquí hay más trabas, como las que puso la Fundación Francisco Franco o la Fundación Ramón Serrano Suñer para poder bucear en los archivos que guardan, y que no se han hecho públicos. «Espero que sigan saliendo más datos», lanza al aire como último deseo.

El soborno que evitó que Hitler le arrebatara Gibraltar a los británicos y controlara el Mediterráneo.

GETTY IMAGES Image caption. Una imagen del encuentro entre Hitler (izq.) y Franco (der.) en Hendaya, Francia, el 23 de octubre de 1940.

Autora: Jules Stewar

Fuente: Revista BBC History.  7/10/2018.

Adolf Hitler estaba particularmente malhumorado la tarde del 23 de octubre de 1940.

Caminando furioso por la plataforma ferroviaria en la ciudad francesa de Hendaya, cerca de la frontera con España, sostenía sus brazos rígidamente a sus lados, de la misma forma que había enervado a Neville Chamberlain dos años antes durante la Conferencia de Munich.

El tren del generalísimo Francisco Franco estaba retrasado, lo que confirmaba las sospechas de la delegación alemana de que los españoles eran un grupo de inservibles.

Cuando el pequeño y regordete general de voz chillona finalmente descendió de su vagón, la sonrisa en el rostro de Hitler ocultó su premonición de que se dirigía a un encuentro exasperante.

Y lo fue. «Preferiría que me extrajeran cuatro dientes antes que tratar con ese hombre de nuevo», le habría confiado Hitler a Benito Mussolini unos días más tarde.

Durante siete horas Hitler luchó en vano para persuadir a Franco de que su nación no beligerante debía entrar en la guerra. El astuto líder español se mostró reacio, sabiendo que tenía poco que perder haciendo demandas que el líder nazi seguramente descartaría como inaceptables.

Franco aseguró al Führer y a su secretario de Relaciones Exteriores, Joachim von Ribbentrop —quien estaba presente junto con su homólogo español, Ramón Serrano Súñer— que se uniría a los poderes del Eje en una fecha futura no especificada.

Lo que pidió a cambio fue nada menos que las colonias del norte de África y el Camerún francés, además del suministro alemán de armamentos y alimentos para su pueblo, que sufría horribles estragos después de tres años de guerra civil.

El encuentro de Hitler y Franco en Hendaya, Francia.
Derechos de autor de la imagen GETTY IMAGES Image caption. «Preferiría que me extrajeran cuatro dientes antes que tratar con ese hombre de nuevo», dijo Hitler, tras su encuentro con Franco en Hendaya.

Dejó para el final la guinda del pastel: solicitó la transferencia de Gibraltar a la soberanía española una vez que Gran Bretaña fuera derrotada.

Un pasado complicado

La palabra más precisa sería «devolución». Gibraltar había sido arrebatada a los musulmanes en 1462 por el noble castellano Juan Alonso de Guzmán y permaneció bajo dominio español por más de 250 años, hasta la Guerra de Sucesión española.

En 1704, una fuerza naval angloholandesa capturó la península de poco más de tres kilómetros cuadrados que controla la entrada al Mediterráneo, bajo el mando de Sir George Rooke, quien la bombardeó en nombre de la Reina Ana de Gran Bretaña.

Bajo el Tratado de Utrecht, firmado en 1713, Gibraltar fue cedido «a perpetuidad» a Gran Bretaña, y ahora goza del estado de territorio extranjero del Reino Unido, para la eterna molestia del gobierno español.

Después de su enfrentamiento con Franco, la siguiente parada de Hitler fue otra reunión en un vagón de ferrocarril en Francia, donde debía sellar un acuerdo de colaboración con el títere de Vichy, el presidente de Francia, mariscal Philippe Pétain.

El Führer bien podría haberse imaginado cómo reaccionaría el héroe de 84 años de la Primera Guerra Mundial a la noticia de que las posesiones africanas de su país serían entregadas a Franco.

Hitler había dejado en claro en una directiva emitida después de la caída de Francia que «la tarea más apremiante de los franceses es la protección defensiva y ofensiva de sus posesiones africanas contra Inglaterra y el movimiento de De Gaulle».

Esto aseguraría la participación de Francia en la guerra contra Gran Bretaña, el único país europeo que todavía resistía contra la máquina de guerra nazi, para furia de los alemanes.

Fuerzas británicas en Gibraltar, en 1939.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionFuerzas británicas en Gibraltar, en 1939. El peñón fue cedido «a perpetuidad» a Gran Bretaña en 1713.

Pero Hitler necesitaba a Franco. Si Gran Bretaña no podía ser aplastada por un bombardeo aéreo —una realidad que el Führer tuvo que digerir a mediados de septiembre de 1940, cuando quedó claro que la Luftwaffe no había logrado obtener una superioridad aérea en la Batalla de Gran Bretaña— entonces el enemigo debía ser estrangulado para someterse.

Eso significaba cerrar el estrecho de Gibraltar.

El profesor Hugh Trevor-Roper explicó las consecuencias que hubiera generado una invasión alemana de Gibraltar: «El Eje habría obtenido el control de todo el Mediterráneo, hubiera cortado al medio al ejército británico en Medio Oriente y eliminado todo un futuro teatro de guerra. ¿Qué esperanza de victoria podría haber tenido incluso Churchill?».

Puerta de entrada crucial

Hitler no tenía dudas de que Gibraltar era la clave de la derrota definitiva de Gran Bretaña. En una carta posterior a Franco, el líder nazi reprendió a su homólogo español por negarse a aliarse con Alemania y a permitir que la Wehrmacht marche a través de España para asaltar Gibraltar.

«El ataque a Gibraltar y el cierre del Estrecho», lamentó Hitler, «hubieran cambiado la situación del Mediterráneo de un solo golpe. Si hubiéramos podido cruzar la frontera española (…) Gibraltar estaría hoy en nuestras manos», escribió.

El Führer estaba convencido de que privar a Gran Bretaña del acceso al Mediterráneo «hubiera ayudado a definir la historia mundial«.

No se puede acusar a Hitler de no haber hecho su mejor intento. La Operación Félix, el nombre en clave de la ofensiva alemana contra Gibraltar, sufrió una sola desventaja importante: la falta de aquiescencia española.

Los líderes nazis habían previsto el paso libre de las tropas alemanas a través de España bajo una supuesta protesta diplomática formal, proporcionando así un camuflaje para refutar los cargos británicos de que Franco violaba su compromiso de ser neutral.

Es exagerado imaginar que Franco podía haber convencido a Gran Bretaña de que España había sido invadida en contra de su voluntad. La inteligencia británica estaba al tanto del plan de Hitler para involucrar a España en su ataque a Gibraltar.

Francisco Franco y Adolfo Hitler
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionGran Bretaña sabía que Hitler quería que Franco rompiera su neutralidad y le permitiera a los alemanes atravesar su territorio para invadir Gibraltar.

Un memorándum ejecutivo de operaciones especiales de alto secreto menciona la intención de Alemania de utilizar barcos y ferrocarriles españoles para transportar suministros disfrazados como importaciones ordinarias, y el uso de aeródromos españoles por parte de combatientes y bombarderos de la Luftwaffe.

Cuando Hitler regresó a Berlín en noviembre de 1940 emitió una directiva que establecía los detalles de la Operación Félix, comenzando con las misiones de reconocimiento de los agentes alemanes para explorar las defensas y el campo de aviación de Gibraltar.

Unidades especiales del Departamento de Inteligencia Exterior de Alemania «en cooperación disfrazada con los españoles» protegerían el área de los intentos británicos de descubrir los preparativos para el ataque, que comenzaría 39 días después de que las tropas alemanas entraran a España.

La estrategia de batalla de Hitler fue reunir a una fuerza de ataque compuesta por dos cuerpos del ejército, una división de las SS y un cuerpo de aire.

El cuerpo 39, protegido por la SS, debía estar preparado para invadir Portugal en caso de una amenaza aliada desde esa dirección. La Luftwaffe ocuparía seis aeródromos dentro y alrededor de la costa atlántica para lanzar un bombardeo aéreo contra la Royal Navy.

El alto mando nazi trazó la Operación Félix con una precisión minuciosa: cuatro cañones para proteger el flanco oriental, otros cuatro al sur, un asalto de tres columnas en la ciudad y el envío de 13.000 toneladas de municiones, 7.500 toneladas de combustible y 136 toneladas de alimentos por día para alimentar a las tropas.

La inteligencia británica no se hizo ilusiones sobre el resultado de una exitosa Operación Félix, y señaló: «La fuerza de artillería alemana habría sido abrumadora y la mayoría de nuestros equipos pesados y baterías antiaéreas habrían sido eliminados».

Pero el hecho es que la Operación Félix nunca sucedió. Y la razón subyacente fue Franco, quien nunca aceptó la inevitabilidad de una victoria del Eje.

Gibraltar durante la Segunda Guerra Mundial
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionLos nazis tenían todo calculado para tomar Gibraltar, solo les faltó la complicidad española.

Sin embargo, el gobierno británico seguía muy preocupado por la amenaza alemana a Gibraltar. Winston Churchill reconoció que sus dos mayores preocupaciones en esa etapa de la guerra eran la pérdida de Gibraltar y los ataques de submarinos a los convoyes del Atlántico.

Churchill temía que los nazis pudieran perder la paciencia con Franco y enviar un ejército a través de los Pirineos en cualquier momento después de abril de 1941, con Franco impotente para resistir un ataque de la Wehrmacht.

Su razonamiento era que debido a que Gibraltar no estaba equipado para resistir un asedio alemán, la solución era evitar que sucediera.

Siguiendo la sugerencia del agregado naval de la embajada británica en Madrid, el colorido aventurero Alan Hillgarth, Churchill lanzó una de las tácticas políticas más audaces de la guerra: la distribución de US$13 millones en sobornos a las principales figuras militares españolas.

Así podía asegurarse de que Franco mantuviese su compromiso con la neutralidad, de ser necesario lanzando un golpe de estado.

El dinero ya había comenzado a fluir en el verano de 1940, antes de la reunión frustrante entre Hitler y Franco.

Disfrazando los sobornos

La fuente de este dinero debía mantenerse en secreto a toda costa. Ningún general español se arriesgaría a aceptar sobornos de Gran Bretaña, la Pérfida Albión.

El intermediario fue Juan March, un banquero de impecables credenciales franquistas. En ese momento era el sexto hombre más rico del mundo y el principal financiero de Franco durante la Guerra Civil.

Habiendo operado como agente doble en la Primera Guerra Mundial, March estaba altamente capacitado en actividades secretas. También era partidario de la monarquía española y de su ilustrado heredero, Don Juan de Borbón, quien era un experto en whisky escocés y un exoficial de la Royal Navy británica.

Una foto de Juan March en 1933.
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionEl plan de sobornos de los británicos se realizó con la intermediación del multimillonario baquero español Juan March.

A pesar de sus inclinaciones de derecha, March se opuso a la entrada de los españoles en la guerra. Sabía muy bien que Hitler tenía poca simpatía por la causa monárquica y mucho menos por Don Juan y su mente abierta.

March actuó como el conducto para la transferencia de US$10 millones a la Swiss Bank Corporation en Nueva York, que luego se completaría con otros US$3 millones.

Unos US$2 millones de este dinero terminaron en el bolsillo del hermano mayor de Franco, Nicolás, quien utilizó su ganancia inesperada para construir un imperio comercial considerable después de la guerra.

Valentín Galarza fue otro beneficiario de alto rango de la generosidad británica. Su nombramiento como ministro del Interior había sido un duro golpe para el cuñado de Franco, el suave y bigotudo Ramón Serrano Súñer, un rabioso hitleriano con apariencia de estrella de cine.

Como ministro de Asuntos Exteriores, había ejercido de facto el control sobre la policía, un rol ahora usurpado por Galarza, con quien se podía contar para frustrar la beligerancia pro nazi de Serrano Súñer.

En total, ocho funcionarios de alto rango y una serie de funcionarios de rangos inferiores bien ubicados se incorporaron a la operación.

El Ministerio de Asuntos Exteriores británico ha desclasificado la correspondencia secreta relacionado con los sobornos, pero los telegramas en archivos españoles parecen haber desaparecido.

Sin embargo, los sobornos cumplieron su propósito. Sus destinatarios neutralizaron a los de línea dura en la comitiva franquista.

A mediados de 1941 Hitler había vuelto su máquina de guerra hacia el este y Churchill pudo respirar mejor.

Un soldado británico en Gibraltar, en 1940
Derechos de autor de la imagenGETTY IMAGES Image captionLos británicos sabían que si los nazis tomaban Gibraltar, ganar la guerra hubiera sido casi imposible.

Si se hubiera perdido Gibraltar, Gran Bretaña habría intentado capturar las Islas Canarias para asegurar una base naval. Después de que Alemania invadió Rusia, Churchill pudo archivar ese plan.

Hitler nunca perdonó a Franco por negarse a permitir que la Wehrmacht accediera a Gibraltar desde territorio español. Según escribió, Franco y su régimen fueron «más allá de la palidez [sic] de la ley (…) con la bendición del sacerdocio, a expensas del resto».

Unas semanas antes de su muerte, Hitler dictó su testimonio político a su secretario privado, Martin Bormann. Reflexionando sobre sus aspiraciones para Gibraltar, afirmó que: «Lo más fácil hubiera sido ocupar Gibraltar con nuestros comandos y con la complicidad de Franco, pero sin ninguna declaración de guerra de su parte».

Esto «hubiera cambiado la situación en el Mediterráneo en un solo golpe».

Ni el Führer ni Franco estuvieron al tanto de las fuerzas que habían estado trabajando en secreto para evitar ese resultado.

Recuerdos de la Segunda Guerra mundial.

Autor: HELMUT SCHMIDT

Fuente: Revista Estudios de Política Exterior, nº 44, abril-mayo 1995.

En otoño de 1937 me licenciaron del servicio laboral y fui inmediatamente llamado a filas. Me asignaron a una batería antiaérea ligera de la Luftwaffe en Vegesack, cerca de Bremen: estábamos 10 soldados en una sala, con literas dobles donde no había ningún nazi y, después de habernos conocido mejor, todos teníamos la misma convicción: “Gracias a Dios estamos, por fin, en un sitio decente”. No había ninguna clase de propaganda ideológica nacionalsocialista, así que –después de los tiempos de las juventudes hitlerianas y el servicio laboral– nuestra batería nos parecía un oasis. Por entonces, yo pensaba con toda seriedad que las fuerzas armadas eran la única organización decente del Tercer Reich. Seguí pensándolo a pesar de la absurda y prolongada instrucción en el cuartel, que a veces adoptaba formas casi circenses y frecuentemente vejatorias.

Generalmente, los adolescentes llamados a filas quedaban apartados desde el primer día de las influencias externas. En tiempos de paz estaba uno aislado en gran medida de la vida cotidiana, por lo que quedaba prácticamente libre de la influencia nazi. En la mayoría de los casos, también ocurría así entre la tropa. Posteriormente, durante la guerra, una de la excepciones más importantes a esta regla la constituyeron los muchos desafortunados que fueron asignados a las unidades militares de las SS.

En algún momento recibí de la sección del partido nazi correspondiente a mi domicilio familiar de Hamburgo-Eilbek un formulario de solicitud que me instaba a ingresar en el partido. No lo hice, sino que respondí a la dirección comarcal (que probablemente no sabía que había sido expulsado de las juventudes hitlerianas) que era soldado y quería concentrarme en mi servicio militar; de lo demás ya hablaríamos más adelante. Reflexioné durante mucho tiempo sobre la forma de redactar aquella carta sin despertar sospechas por mi negativa; naturalmente, tenía miedo por las consecuencias.

Durante un año se permanecía con la graduación más baja, aunque se recibían 50 pfennigs diarios en lugar de los 25 del servicio laboral. Cuando en septiembre de 1938 llegó la “crisis de los Sudetes”, a pesar de ser todavía soldado raso, me nombraron jefe de pieza, ya que se movilizó entonces a muchos reservistas y algunos nos fueron asignados, lo que significaba tener a seis o siete hombres bajo mi mando, que se debían dirigir a mí como “mi cabo”. Me sentía muy importante.

Creíamos que los Sudetes, que –como toda Bohemia– habían pertenecido a Austria hasta 1938-1939, les habían sido arrebatados ilegalmente a los austriacos por el “vergonzoso tratado de Versalles”. Desde marzo de 1938, Austria formaba parte del Reich alemán –algo que aplaudieron también muchos ciudadanos alemanes y austriacos que no eran nazis– por lo que nos parecía natural que los Sudetes, de habla alemana, entraran ahora en el Reich. Como jóvenes soldados no teníamos sensibilidad para la ilegalidad del proceso, aunque tampoco experimentamos una sensación de triunfo. Esa valoración correspondía con las “clases para la batería” que el jefe de la misma, el capitán Paul Ullrich, nos impartía todos los sábados por la mañana durante los dos años que pasamos en Vegesack.

No recuerdo si comprendíamos las tensiones internacionales provocadas por la demostración de fuerza militar de Hitler que, hoy sé, fue en realidad una movilización parcial camuflada como maniobras. Aceptábamos todo de forma similar a como uno acepta al levantarse por la mañana que el tiempo es bueno o malo. Los soldados no éramos conscientes de la injusticia cometida por Alemania ni de la presión contraria al Derecho internacional ejercida sobre Checoslovaquia, sobre todo porque la anexión de los Sudetes fue aprobada en Munich por Francia, Inglaterra e Italia.

Un mes después se produjo aquel pogromo antijudío que se conoce con la terrible expresión de Reichskristallnacht o “noche de los cristales rotos”. Curiosamente no consigo acordarme de ello. El 9 de noviembre de 1938, cuando sucedieron aquellos hechos, no me enteré de nada en un primer momento; en las clases semanales de la batería no se hablaba de cosas así, no leíamos periódicos, y durante el permiso del domingo lo menos importante para mí era saber lo que pasaba en el mundo. En casa de mis padres se seguía sin hablar de política. Sin embargo, acabó corriéndose la voz entre los compañeros de sala sobre lo que había ocurrido el 9 de noviembre y seguramente discutimos sobre ello. En relación con el final de 1938, mis notas tomadas en el campo de prisioneros de guerra incluyen las frases “vergüenza por las persecuciones antijudías” y “a partir de ese momento, clara posición contraria al nacionalsocialismo, aunque todavía excluyo a la persona de Hitler”.

Que excluyera a Hitler de mi valoración negativa correspondía a una actitud que seguramente aún compartía mucha gente en Alemania; recuerdo el tópico de “¡si lo supiese el Führer!”. Entretanto, ya sabía que había campos de concentración, pero imaginaba que eran cárceles improvisadas para personas detenidas sin proceso porque las autoridades albergaban sospechas respecto a ellas por algún motivo. Tenía claro que, seguramente, esas personas no habían cometido ningún delito, pero la Gestapo sabía que eran adversarios. Tardé mucho en darme cuenta de que Hitler era la fuente de todos los males.

La asignación diaria de 50 pfennigs del ejército no era suficiente –a pesar de alguna ayuda de mi padre– para ir a Hamburgo todos los fines de semana, así que sólo iba a casa uno de cada tres. Las otras dos semanas, cuando salía del cuartel el sábado iba a Bremen, a casa de amigos de mis padres o a Fischerhude, un pueblo en el valle del Wümme. En Fischerhude vivían –además de los campesinos, que seguramente eran en su mayoría ingenuos simpatizantes nazis y aspiraban a tener una heredad propia– Otto Modersohn, a quien conocí en aquella época, y su tercera esposa, de soltera Breling, cuyo padre había sido pintor y había vivido en Fischerhude antes que Modersohn. También estaba la discípula de Maillol, Amelie Breling, otra hija del pintor, escultora y ceramista, que compartía la casa con su hermana Olga Bontjes van Beek y los tres hijos de ésta, Cato, Meme y Tim. Olga había sido bailarina y se había casado con Jan Bontjes van Beek, quien se convirtió más tarde en un importante ceramista; por aquel entonces ya estaban separados. Olga se había hecho pintora y creaba cuadros de tonalidades suaves. También vivía en Fischerhude la escultora Clara Rilke-Westhoff, que fue esposa de Rainer María Rilke. Pero mi punto de contacto personal era la casita de Haina y Fritz Schmidt, que había sido compañero de mi tío Heinz Koch durante la guerra.

Para mí, la mayor atracción en aquella comunidad de artistas era Olga Bontjes van Beek. Su casa –como todo Fischerhude– fue mi principal fuente de orientación intelectual en los años decisivos que marcaron mi vida antes de la guerra y al comienzo de la misma; era mi hogar más que Hamburgo y la casa de mis padres. Frecuentemente los artistas de Fischerhude recibían visitas de otros procedentes de Berlín y del resto de Alemania, incluso del extranjero. Casi nunca había nazis entre ellos; pero cuando así sucedía, se nos avisaba discretamente para que tuviéramos cuidado. Por lo demás, siempre eran conversaciones libres sobre problemas de arte, música o literatura, pero también sobre la evolución política y, más tarde, sobre la guerra.

Entonces ya me había convertido en un adversario de los nazis, pero al mismo tiempo era un patriota alemán con sentido del deber. En cambio, mis amigos de Fischerhude, de una generación anterior a la mía, tenían una orientación predominantemente internacionalista y cosmopolita. Esa diferencia llevaba en ocasiones a debates políticos con Amelie Breling y Cato Bontjes. Amelie, que seguramente me doblaba en edad, conocía el extranjero, tenía un juicio claro y era una personalidad que imponía respeto. Cato tenía algunos años menos que yo, pero ya había vivido algún tiempo en Inglaterra y Holanda, por lo que tenía más experiencias positivas que yo; era una joven idealista.

En aquel círculo de amigos de Fischerhude había una gran confianza; sin embargo, no mencioné a mis antepasados judíos y seguramente mis amigos de Fischerhude sólo se enteraron por casualidad y mucho después de la guerra. Fue también mucho después de la contienda cuando conocí en el Partido Socialdemócrata al doctor Wilhelm Königswarter, parlamentario berlinés, y a Adolf Ehlers, alcalde de Bremen; los dos habían mantenido durante la época nazi, y de forma independiente, contactos con Fischerhude y con la familia Bontjes y hablaban de ellos con respeto y cariño. En general, mis amigos de Fischerhude profundizaron y reforzaron mi rechazo a la ideología nazi.

A lo largo de la primavera y el verano de 1939, mi jefe de batería, Paul Ullrich –al que llamábamos “el viejo capitán”– y otros superiores trataron de convencerme de que pasara a ser un oficial de carrera. Me negué y cité como motivo mi deseo de ser arquitecto. Así, a finales de septiembre de 1939, poco antes de mi mayoría de edad, cuando debían terminar los dos años de servicio militar, mi padre ya me había comprado ropa de civil: una chaqueta azul con discretos cuadros y un pantalón gris. Me dirigí a Shell Alemania, en el Alster hamburgués. Quería salir de Alemania; el estudio de la arquitectura pasaba a un segundo plano. Esperaba poder ir, con ayuda del grupo internacional, a las Indias holandesas, donde –según había oído– la Shell estaba realizando prospecciones para encontrar petróleo. En la actualidad, no recuerdo muy bien si sólo quería escapar del nacionalsocialismo durante un período limitado o si había detrás una posible disposición a la emigración definitiva. En cualquier caso, mi plan de marcharme al extranjero era serio y firme, aunque quedó en nada porque nunca llegué a ser licenciado del servicio militar. Entretanto, la guerra había comenzado. Junto con otros compañeros oí por la radio las palabras de Hitler: “Desde las 5:45 horas se está respondiendo a los ataques”. No imaginaba que el ataque polaco había sido simulado; creía realmente que los polacos habían atacado la emisora de Gleiwitz, por lo que los alemanes debíamos ahora defendernos.

Después de que algunos de nuestros compañeros fueran transferidos a otras unidades, los jóvenes bachilleres de la quinta del 37 que quedamos en Vegesack habíamos mantenido una relación muy amistosa y estrecha hasta el comienzo de la guerra. Los que sobrevivimos a la guerra mantuvimos esa amistad. En aquella época –como todos los que hacíamos el servicio militar– fuimos ascendidos a cabos después de 12 meses y, después de otros seis, en el verano de 1939, a suboficiales (ya que teníamos el bachillerato) y “aspirantes a oficiales en la reserva”. Ninguno de los siete u ocho suboficiales era nazi: con excepción de uno, que más tarde murió en la guerra, todos rechazaban el sistema nacionalsocialista.

El estallido de la guerra

Aceptamos el estallido del conflicto como un acontecimiento natural. Sólo la campaña de Francia, más de medio año después, y la rápida derrota del país vecino, que nos había vencido hacía solamente 20 años, llevó a muchos de mis coetáneos a pensar si no habría algo bueno en las acciones del Führer. En el caso de muchos de los jóvenes soldados, sus conocimientos de Historia apenas eran suficientes para darse cuenta de que en 1918 no habían sido sólo los franceses quienes nos habían derrotado, sino que al final casi todo el mundo había luchado contra Alemania. Por el contrario, yo conocía bastante bien la historia y los prolegómenos de la Primera Guerra mundial; por eso suponía que se volvería a producir una coalición mundial contra Alemania. En Bremen, en casa de Liesel Scheel –a la que llamaba “tía”– dije que la guerra duraría cuatro años y que acabaríamos perdiéndola.

Entonces empezó para mí lo que podríamos llamar una división de la personalidad: mientras que, por un lado, rechazaba el nacionalsocialismo y pronosticaba un final negativo de la guerra, por otro no dudaba del deber de luchar por Alemania como soldado. Pero, al mismo tiempo, según indican mis notas del campo de prisioneros de guerra, tenían lugar “repetidos acercamientos a ideas nacionalsocialistas individuales”, las de la colectividad y el socialismo. El lema nacionalsocialista de que “el bien común tiene prioridad sobre el bien individual” tenía todo mi apoyo. No sabía que la fraternidad, el compañerismo o la solidaridad habían sido desarrollados como valores básicos mucho antes de que hubiera nazis y que éstos sólo los habían adoptado superficialmente.

Poco después del comienzo de la guerra pasé a ser sargento de la reserva. A principios de 1940 –junto con la mayoría de mis antiguos compañeros de instituto– fui nombrado alférez de reserva. Por lo demás, ninguno fuimos a una escuela de oficiales ni nada parecido; probablemente, según creo hoy, gracias a las valoraciones positivas de nuestro superior directo en tiempos de paz, el capitán Paul Ullrich. Dos años más tarde fui ascendido a teniente, aunque ya no de la reserva sino en activo. No deseaba hacerme oficial y había rechazado en repetidas ocasiones la carrera de oficial profesional, pero estaba de acuerdo con aquellos ascensos como reservista.

A partir de finales de agosto de 1939 tuvimos que defender Bremen contra los anunciados bombardeos ingleses, que por entonces eran bastante inofensivos. En 1940 me mandaron con la misma misión a la zona industrial de la Alta Silesia. En 1941 fui trasladado a Berlín, al alto mando de la Luftwaffe, para inspeccionar la artillería antiaérea y colaborar en la elaboración de instrucciones de tiro para cañones antiaéreos ligeros. Allí me encontré con mi antiguo jefe de batería, Ullrich, ascendido a comandante o teniente coronel y quien aparentemente había pedido mi traslado. Con dos excepciones relativamente breves, pertenecí hasta el final de la guerra a ese Estado Mayor, que más tarde se llamó “general del arma antiaérea” y “general de la instrucción antiaérea”, o a alguna de las escuelas de artillería antiaérea dependientes del mismo. En parte, me ocupé de la prueba de nuevas armas automáticas antiaéreas y los correspondientes aparatos y, en parte, de la elaboración de instrucciones de utilización y formación para los mismos o de la enseñanza de tiro.

En 1941 fui a París en un viaje de servicio como correo. La riqueza cultural de la ciudad me impresionó. Vi los paisajes urbanos que había pintado Maurice Utrillo y que sólo conocía por mis pequeñas postales. Vi el Sena, Sacré-Coeur, Notre-Dame y toda esa maravillosa metrópoli que se me quedó grabada como obra de arte por sus edificios. Pero por impresionante que fuera aquella vivencia cultural, todavía no provocó en mí conclusiones políticas para el futuro, puesto que en aquellos dos días no tuve contactos con franceses: mis conocimientos del idioma se limitaban a una docena escasa de palabras.

Poco después del ataque de Hitler contra la Unión Soviética, el 22 de junio de 1941, en la casa de Liesel Scheel en Bremen tuvo lugar una agria discusión con un compañero de estudios de mi padre, capitán de la reserva. Mencioné la campaña de Napoleón en dirección a Moscú y dije: “Esta guerra tendrá un final terrible; si tenemos suerte, después todos viviremos en barracones; si no, habitaremos en cuevas. El nuevo estilo arquitectónico alemán será el barroco”. Eso provocó un intenso enfrentamiento y el amigo de mi padre me acusó de derrotismo.

Resulta típico de la división de mi personalidad en aquella época que, por una parte, imaginara claramente el catastrófico final de la guerrra pero, por otra, me avergonzara de no poder mostrar –al contrario que la mayoría de los soldados que paseaban por Berlín– medallas al valor, ya que no había participado en ninguna campaña. Eso hizo que, descontento con la guerra burocrática sin honores de Berlín, solicitara ser transferido a una unidad de combate.

Pero antes, en julio de 1941, volví a reunirme con Loki en Berlín. Después de varios distanciamientos entre los dos, amoríos con otros y nuevos comienzos, aquella semana en común nos llevó a una unión definitiva. Comprendimos que ya no se trataba de una iniciación a la vida, sino que era nuestra vida real. Era posible que después no hubiera ninguna otra, que nuestra vida durase poco y no llegara una segunda oportunidad para unirnos. Desde entonces ha pasado más de medio siglo y la unión se ha mantenido. Nuestro encuentro en Berlín fue la época más feliz de mi vida hasta entonces; inmediatamente después fui transferido al frente ruso.

Mi nueva unidad era una sección antiaérea ligera de la Luftwaffe enmarcada en la primera división Panzer, situada a las puertas de Leningrado. Entonces se acentuó la división de mi personalidad. Estaba seguro de que perderíamos aquella guerra. Por la noche, cuando no podía dormir, por una u otra razón, reflexionaba sobre ello. Pero durante el día, todos –incluido yo– hacíamos lo que nos ordenaban. No hacía falta que nadie estuviera vigilándome: hacía lo que consideraba mi deber como soldado. Pero por la noche volvía a pensar: ojalá acabe pronto la guerra. Cuando el avance contra Leningrado se estancó, la división se retiró y fue llevada al norte de la sección central para avanzar contra Moscú a través de Kalinin, la antigua Tver. Nuestra división sufrió pérdidas elevadas y en nuestra batería probablemente casi nadie creía ya en la llamada “victoria final”. El 6 de diciembre de 1941, después de grandes pérdidas y del comienzo del invierno, con temperaturas de hasta 35 grados bajo cero, se inició nuestra retirada a través de Klin. Nuestros tanques y vehículos blindados habían desaparecido y nuestro antiaéreo autotransportado de dos centímetros, un vehículo mixto de cadenas, sirvió de sustituto. Parecía repetirse el destino de Napoleón en Rusia.

A la espera de un horrible final

Ya algunos meses antes, en otoño, habíamos experimentado un largo período en el que no se produjo ningún movimiento, lo que dio a la tropa no sólo oportunidad para descansar, sino también para reflexionar e intercambiar opiniones personales. Marco Aurelio, cuyas reflexiones siempre llevaba conmigo, volvió a desempeñar un papel importante para tranquilizar mi alma; me enseñó a permanecer sereno y a controlarme ante acontecimientos en los que no se puede influir porque están fuera de nuestro alcance. Al mismo tiempo, me parecía un modelo de cumplimiento del deber, precisamente en la guerra. También volví a leer –en una minúscula edición del “círculo de lectores de Munich”– la obra póstuma de Matthias Claudius de 1799, que lleva el título de A mi hijo Johannes. Siempre me gustó Claudius por su poema Abendlied. Durante la guerra siempre llevé conmigo su obra póstuma y la conservo hasta hoy. En aquella época había tres frases que me parecían especialmente importantes: “(…) obedece a las autoridades y deja que los demás discutan sobre ellas. Sé justo con todo el mundo, pero no des tu confianza fácilmente. No te inmiscuyas en las cosas ajenas, pero haz las tuyas con diligencia (…)”. Con un suboficial de mi sección, un estudiante de teología que se preparaba para ser párroco, mantuve dos largas conversaciones sobre la cuestión de la obediencia a las autoridades. Me explicó que la advertencia de Claudius se hacía eco de la epístola de san Pablo a los romanos, que citó de memoria: “Obedeced a las autoridades, porque toda autoridad es de Dios”. Así, aquel futuro pastor trataba de tranquilizarme diciendo que en el mundo nada podía suceder sin la voluntad de Dios.

Hasta mucho después de la guerra no entendí que el capítulo 13 de la epístola a los romanos y su traducción luterana no pueden ser entendidos como un deber absoluto de obediencia a cualquier autoridad humana. Mucho más tarde conocí, a través de Gustav Heinemann, la tesis del sínodo de Barm de 1934, según la cual no sólo los gobernantes sino también los gobernados tienen responsabilidades; tesis que en 1934 era otra forma de expresar el principio democrático. Tres lustros después de la guerra mantuve un debate público con el obispo regional de Hamburgo, Witte; él era un viejo pastor de pelo blanco, yo era un joven político. Discutimos sobre “Romanos 13” y el obispo Witte dijo: “Señor senador, usted es mi autoridad”. Yo lo discutí enérgicamente. Para entonces había comprendido que un cargo estatal no puede significar en sí una autoridad deseada por Dios y que en cualquier caso la autoridad estatal no puede ser un valor absoluto; la palabra “autoridad” ya me resultaba desagradable. Pero eso fue en 1962, más de 20 años después de la lectura de la obra póstuma de Matthias Claudius.

En 1941, en Rusia, aprendí a confiar internamente en Dios. Así seguí haciéndolo durante el resto de los años de guerra, cada vez peores, siempre que tenía miedo. Naturalmente, eso ocurría con frecuencia. Cuando en aquella época leí Das einfache Leben (“La vida sencilla”) de Ernst Wiechert, me pareció modélica esa forma de existencia humana.

En diciembre de 1941, un acontecimiento me conmocionó profundamente. Cuando mi comandante nos anunció que Hitler era comandante en jefe de las fuerzas armadas y el general Von Brauschitz había pasado a la reserva, pensé que Hitler debía tener delirios de grandeza. Me parecía inimaginable que se atreviera a situarse a la cabeza del ejército, una idea ingenua pero que resultó correcta. Por lo que supe, en nuestra unidad no hubo reacciones.

Al llegar a este punto quiero hablar de un hecho que, probablemente, resulta difícil de imaginar para las generaciones posteriores y que a Leonid Bréznev, cuando se lo conté una vez, también le costó creer: entre todos los militares que había conocido hasta entonces, no había habido ninguno que se presentara como nazi, especialmente ningún superior. Tampoco después, durante toda mi época militar hasta ser hecho prisionero de guerra en 1945, encontré a un solo nazi que se presentara abiertamente como tal. Por lo que yo podía ver, mis superiores militares se creían obligados a cumplir con su deber patriótico, igual que sus padres en la Primera Guerra mundial y sus antepasados en la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Lo mismo pensaba yo. Creo que la gran mayoría de nuestras quintas se consideraban “miembros del ejército alemán” y no luchadores por el nacionalsocialismo; sin embargo, hubo unidades –sobre todo en las fuerzas militares de las SS, pero también en el ejército de tierra, la marina y el ejército del aire– en los que nazis convencidos ejercían influencia política y adoctrinamiento ideológico como “oficiales de mando nacionalsocialistas” o superiores militares, descendiendo incluso hasta las compañías individuales. Mi hermano, que pertenecía a la clase de tropa, vivió muchas veces este tipo de situaciones.

En la guerra tuve mucha suerte en general. En 1942 fui transferido desde el frente ruso, primero a Bonn y luego otra vez a Berlín, para colaborar en la preparación de instrucciones de uso y de tiro para antiaéreos ligeros. Pero ahora cumplía mis tareas con la seguridad de un terrible final de la guerra y esa seguridad contribuyó a que, en enero de 1942, Loki y yo decidiéramos casarnos. Habíamos abandonado la esperanza de que nuestra vida real empezaría cuando terminara la guerra.

Pero en aquel momento sucedió algo que yo no había previsto: “Necesita usted un permiso de matrimonio”. Me asusté: creí que esa norma sólo se aplicaba a los oficiales en activo. Yo estaba en un hospital de Bonn, donde estaba siendo tratado de un reuma que había contraído en Rusia. Entonces el comandante me mandó llamar y dijo: “¿Quiere usted casarse?”.“Sí, mi teniente coronel”. “Pues encárguese de que su prometida venga a visitarnos a mi esposa y a mí”.

Entonces Loki trabajaba en Hamburgo como profesora, con lo que en plena guerra tuvo que trasladarse a Bonn durante sus vacaciones de Semana Santa para presentarse. En la actualidad parece grotesco y a mí ya me resultó cómico en su día. Pero lo que no fue cómico sino preocupante fue que el ayudante me comunicó de forma totalmente inesperada que, para obtener el permiso de matrimonio, debía presentar mi certificado de raza aria. Fue la primera vez –la única, por otra parte– que se me planteó ese problema de forma concreta. De pronto amenazaba con venirse abajo la seguridad que me había proporcionado la pertenencia al arma antiaérea de la Luftwaffe y a su cuerpo de oficiales.

Mi padre y yo mantuvimos por primera vez una conversación sobre nuestros antepasados. Me enseñó un certificado que había obtenido en el archivo de la ciudad de Hamburgo que afirmaba que él había nacido en tal fecha de tal madre y al lado ponía: “Padre desconocido”. Llevé ese certificado a Bonn, sin estar seguro de si lo aceptarían y con bastantes temores.

Pero a mi comandante, Andersen, la certificación de mi origen no le interesaba; lo que quería era conocer a mi prometida y comprobar si era acorde con mi clase. Aparentemente, Loki causó una impresión aceptable al matrimonio Andersen, puesto que obtuve el permiso de matrimonio y una certificación –con el sello oficial y la firma del teniente coronel Andersen– de que había presentado mi certificado de raza aria en su departamento. Ese documento me pareció muy valioso, también para mi padre y mi hermano.

Ese mismo año nos casamos por la Iglesia. Mi amigo de juventud Kurt Philipp recuerda que nuestra boda le pareció una especie de toma de posición. Pero nosotros no teníamos ninguna intención semejante, sino que sólo pensábamos en nuestra propia vinculación a la Iglesia. Estábamos convencidos de que Alemania se vendría abajo dejando tras de sí un completo caos; no sólo las ruinas de nuestras ciudades, sino también un marasmo moral. Hasta entonces, tampoco habíamos estado muy vinculados con la Iglesia; Loki ni siquiera era miembro, no había sido bautizada y tuvo que recibir clases en Hamburgo de un pastor de edad avanzada para poder así bautizarse. Poco después, un pastor al que ella conocía nos casó en un pueblo junto al valle del Hamme, al norte de Bremen. Pensábamos que después del hundimiento moral de nuestro país, la Iglesia sería la única fuerza en torno a la cual se podría volver a construir una sociedad decente. Pero si Hitler acaba por ganar la guerra –decíamos– enviarán a la gente como nosotros de profesores de alemán a Tromso, en el norte de Noruega, o en el peor de los casos a Siberia.

Aquel mismo año, en 1942, me sucedió algo que me atormentó durante mucho tiempo. Como he contado, entre mis amigos de Fischerhude figuraba Cato Bontjes van Beek, algunos años más joven que yo. En aquel momento ella vivía también en Berlín. Casualmente nos encontramos allí en 1942 y Cato me invitó una noche a una fiesta privada. Se habían reunido 30 o 40 personas en una gran vivienda de la Bismarckstrasse que pertenecía a su tío Hans Schultze-Ritter. Se habló con la más absoluta libertad sobre toda clase de cuestiones y también sobre los nazis. Thomas von Randow, que posteriormente se convirtió en yerno de los Schultze-Ritter, recordó en 1991 aquella fiesta: “Sólo conocía a algunos de los invitados, ya que todos podían llevar a sus amigos (…) La presencia de Helmut Schmidt dio pie a una discusión ¿un antinazi podía ser oficial? Las bajas en el cuerpo de oficiales eran extremadamente altas. Esa fue precisamente la base de la que partió Helmut Schmidt para su apasionada defensa: (…) debido al mayor riesgo de un oficial, alguien que no quisiera serlo se haría sospechoso de huir del peligro. Y él no quería parecer un cobarde. Hubo mucho desacuerdo con ese argumento, pero Hans Schultze-Ritter, ecuánime, nos dejó clara su validez: durante la Primera Guerra mundial, él mismo, al que le resultaba odioso todo lo militar, ascendió hasta llegar a ser capitán por motivos similares”.

Yo no recuerdo esa discusión. Pero sí me acuerdo, de forma tremendamente vívida, del clima de los debates de aquella noche, mortalmente peligrosos y sin ninguna clase de reserva. Los nazis y el Tercer Reich fueron objeto de repulsa, burla y desprecio. Apenas conocía a nadie y nadie me conocía a mí; me dio la impresión de que muchos de los presentes tampoco se conocían (hasta después de la guerra no me enteré de que la realidad era diferente). Eso era tremendamente irreflexivo, porque entonces en Berlín uno no podía sentirse a salvo de posibles denuncias, por lo que, en vista del debate sin reservas, pensé, asustado: esta gente se está jugando la vida. Por eso no volví a acudir a aquella casa.

Realmente estaban arriesgando su vida. Cato Bontjes Van Beek fue detenida en el otoño de 1942 y posteriormente condenada a muerte por complicidad en la preparación de alta traición (había repartido octavillas): el 5 de agosto de 1943 fue ejecutada en la prisión berlinesa de Plötzensee. Pero después de aquella fiesta del verano de 1942 me avergoncé de mí mismo por no haber intentado ponerme de nuevo en contacto con Cato para advertirla por su irresponsabilidad. Hoy sé que entonces ya llevaba algún tiempo colaborando con personas de la resistencia, cercanas a Harro Schulze-Boysen. Así que mi advertencia habría llegado demasiado tarde y por lo que yo sabía de ella, seguramente tampoco la habría aceptado. Pero eso no borra la vergüenza que volví a sentir, recientemente, cuando Lew Kopelew honró a Cato Bontjes Van Beek con ocasión del 70 aniversario de su nacimiento.

El bombardeo de Hamburgo

En julio de 1943, la mitad de Hamburgo quedó destruida en un terrible bombardeo y decenas de miles de personas murieron en una semana. Mi familia y la de Loki tuvieron relativamente buena suerte: casi todos nuestros parientes más próximos sobrevivieron, aunque murieron la hermana de mi suegro y su marido. La casa de Barmbek donde Loki y yo teníamos un piso alquilado ardió, igual que los bloques de viviendas donde vivían mis padres, en Eilbek y los de Loki, en Horn; lo mismo les sucedió a los suegros de mi hermano en Uhlenhorst y a los Koch en Mundsburger Damm. De pronto, todos quedamos en la pobreza, perdimos todo. Un capitán en activo nos dejó una pequeña habitación en el piso de su familia y más tarde encontramos dos habitaciones en el cuartel Schnitter de Schmetzdorf.

Había comenzado una vida sencilla. Por la noche cantábamos a veces alrededor del piano, en casa del médico Willy Arnold, con su círculo de amistades. Cuando en junio de 1944 tuvimos un hijo, los Arnold nos ayudaron mucho. Al contrario que en Berlín, en el cuartel de Bernau apenas había que temer una denuncia; si alguna vez había algún posible nazi, lo sabíamos de antemano. Lo mismo ocurría en mi lugar de trabajo. Dos décadas más tarde pudimos devolver el favor: acogimos en nuestra casa de Hamburgo a la hija mayor de los Arnold, que no podía estudiar en la República Democrática Alemana (RDA) debido a una minusvalía física y posteriormente pudimos ayudar a los Arnold en su huida de la RDA y responder a su hospitalidad en Hamburgo. Aparte del círculo de los Arnold, en Bernau no mantuve ningún contacto con civiles; no así Loki, que trabajaba como profesora.
En Bernau viví de lejos, sólo a través de la radio, el atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944. Muy ingenuamente, al principio lo consideré una acción individual chapucera. Pensé: “Si uno empieza algo así, tiene que asegurarse de que funcione”.

El ambiente en el cuartel de Bernau era de abatimiento. Mi superior directo, el comandante Friedrich Georgi, fue inmediatamente detenido; era el yerno del general Olbricht, a quien mataron, pero Georgi consiguió engañarles en todos los interrogatorios y después de la guerra pasó a dirigir la editorial Parey. Yo apreciaba mucho a Georgi, pero no sabía nada de su conexión con los hombres del 20 de julio ni de su participación en la preparación del atentado. Lo que sí sabía era que le disgustaban tanto los nazis como al resto de los oficiales de la plana mayor que dirigía, igual que nuestro general, Heino von Rantzau y yo, el oficial más joven de la unidad.

Algunas semanas más tarde me enviaron como oyente a uno de los procesos ante la Corte Popular de Justicia, supongo que para intimidarme. Seguramente fue organizado por algún departamento político, porque varios oficiales de nuestra plana mayor fueron enviados como oyentes a distintas sesiones. Mucho después de la guerra escuché al profesor Siegfried Schönherr, que había sido mi jefe de grupo y vecino de despacho en Berlín, expresar la sospecha de que en aquella acción de intimidación había desempeñado un papel importante el oficial de mando nacionalsocialista de nuestra plana mayor, un oficial ya viejo de la reserva, del que todos desconfiábamos. El motivo de su iniciativa –si es que fue suya– podría haber sido el hecho de que fuéramos colaboradores de Georgi. Por lo demás, el doctor Goebbels, en una conversación que mantuvo en la torre antiaérea del zoológico de Berlín a finales de verano de 1944 con el coronel Fischer (que hasta marzo de 1944 había sido jefe de la plana mayor en Bernau), le ordenó personalmente participar en una de las sesiones “(…) para que sepa usted la suerte que corren los traidores. He ordenado que envíen a las sesiones de la Corte Popular de Justicia a los militares de todas las graduaciones cuya actitud nacionalsocialista exija una mejora (…)” (así me lo transmitió por carta el general de brigada retirado Kurt Fischer).

Schönherr escribió en 1978: “La terrible experiencia de aquel día se grabó en mi memoria de forma indeleble”. Comparto la frase totalmente porque aquella sesión del juicio que viví a principios de septiembre de 1944 fue horrible e intimidatoria. El indigno presidente del tribunal, Roland Freisler, que ofendía continuamente, de forma vulgar y chabacana a los acusados, parecía salido del infierno de Dante. Se trataba del proceso contra Leuschner, Goerdeler, Von Hassel y Wirmer. Von Hassell y Wirmer, sobre todo, me causaron una excelente impresión. Se mantuvieron con entereza y conservaron su dignidad.

Después de la guerra, le transmití mis impresiones en una carta a la viuda de Von Hassel. Tras su muerte en 1987, su hijo Johann la encontró entre sus papeles y me devolvió una copia de la misma. Con fecha de 2 de junio de 1946 –con el recuerdo todavía fresco– escribí: “El proceso estaba exclusivamente destinado a la degradación humana y la destrucción espiritual. Los vocales –el general, el funcionario, el obrero o lo que fuera toda esa gente– eran puro decorado; no les vi abrir la boca. El abogado defensor tampoco era más que un ayudante teatral. Porque todo el juicio no era más que una puesta en escena de Freisler, que unía la inteligencia y la elocuencia demagógica de Goebbels a la jerga del populacho. El juicio era una burla a todas las normas procesales; no había testigos; estaba claro que los defensores de oficio habían sido designados la noche antes; los acusados apenas podían acabar una frase sin ser interrumpidos; sólo se trataba lo que encajaba con el plan de Freisler: todo era tan opresivo que no conseguí volver allí el segundo día. Posteriormente dije en una conversación con mis compañeros que podría matar a Freisler con satisfacción y sin ningún remordimiento”.

Todo aquello hacía que la imagen de la personalidad de los acusados tuviera que resultar especialmente clara a los presentes a través de sus palabras y su actitud. No cabe duda de que sería signo de la máxima disciplina si conseguían mantener su dignidad y el dominio de sí mismos. El embajador todavía pudo explicar que en su día (1933 o 1934) permaneció en el cargo por voluntad de Hitler, creyendo que podría servir a la causa alemana, aunque le había expresado claramente su rechazo del nacionalsocialismo. Pero pronto ya no pudo decir lo que consideraba importante para su defensa, porque Freisler, que deseaba evitar ante los oyentes, las camáras y los micrófonos, cualquier matiz que pudiera interpretarse o considerarse como positivo para los acusados, le interrumpía continuamente de la forma más hiriente, ante lo que su esposo prefirió callar y soportar todos los insultos y acusaciones, con un inaudito dominio de sí mismo. Siguió el juicio con la mirada apartada y el rostro rígido, en el que podía leerse el desprecio por ese tribunal, y dio las respuestas que le pidieron en la forma más breve posible, sin mirar a Freisler. Creo que incluso los jefes de las SS presentes entre el público se dieron cuenta de quién era el auténtico vencedor del juicio.

Aunque a los oyentes nos habían prohibido hablar del proceso bajo la amenaza de graves penas, a la mañana siguiente informé de la experiencia, conmocionado y nervioso, al que era mi jefe en aquellos momentos, el teniente general Von Rantzau. Me enteré por él de que otros oficiales de nuestra unidad, enviados anteriormente como oyentes a los procesos contra el mariscal de campo Von Witzleben, el general Fellgiebel, entre otros, le habían expresado de forma similar su indignación y repulsa y de que él mismo compartía nuestra condena y nuestros sentimientos.

“Comprenderá, estimada señora, que el conflicto entre la visión del final hacia el que nos encaminábamos y la idea del cumplimiento militar del deber hacia la patria, para el que nos habían educado de forma imperativa, se hizo insoportable a partir de ese momento, sobre todo entre nosotros, los oficiales jóvenes (…)”.

Casi un cuarto de siglo después de esa carta –entonces yo era ministro de Defensa– también pude informar, oralmente, al entonces director ministerial, Ernst Wirmer, sobre los hechos y, ante todo, sobre el comportamiento varonil de su hermano Josef Wirmer en el mismo proceso.

A las cinco de la tarde, la sesión de la Corte Popular de Justicia se aplazó hasta el día siguiente. Acudí a Bernau a ver a mi comandante Von Rantzau y le rogué que me eximiera de la orden de volver al día siguiente a la Corte Popular de Justicia. Rantzau me saludó diciendo (yo aún no había abierto la boca): “¿Qué, Schmidt, qué han vuelto a organizar los camisas pardas?”. El era general y yo no era más que un joven teniente; pero ese tono familiar era el que se empleaba entre los oficiales de aquella unidad para hablar de los nazis. Rantzau me autorizó a no volver al juicio.

En aquel momento, en otoño de 1944, no sabía que se estaba exterminando a los judíos, aunque hoy es conocido que el exterminio en masa, organizado y planificado, ya había empezado antes de la tristemente famosa conferencia de Wannsee del año 1942. Por el contrario, había oído mencionar una vez en Rusia, durante el medio año que pasé en la primera división Panzer, aquella “orden de los comisarios” según la cual los comisarios políticos del Ejército Rojo que cayeran prisioneros debían ser fusilados: sin embargo, no se me comunicó oficialmente esa orden. Mientras estuve en ella, nuestra división no pudo hacer prisioneros; avanzábamos con grupos de combate motorizados, retrocedíamos y volvíamos a avanzar. Teníamos bajas y vi muchos alemanes muertos y también muchos rusos; en cambio, sólo vi prisioneros una vez y de lejos, en la retaguardia, en un tren de mercancías. Así que nunca nos vimos en la necesidad de tener que cumplir la orden de asesinar a los comisarios políticos. Creo que en ese caso ni habríamos cumplido la orden ni nos habríamos negado a hacerlo, sino que habríamos evitado la comprobación de que el prisionero de guerra en cuestión era un comisario. Seguramente fue en aquella época cuando recibí por correo en Schmetzdorf una carta manuscrita de Hilde Ahlgrimm, a la que no conocíamos ni Loki ni yo. Me comunicaba que Erna Stahl, que había sido nuestra profesora de Literatura, había sido detenida y me pedía que interviniese en favor de su puesta en libertad. A Loki y a mí nos conmocionó la detención de Erna Stahl; sin embargo, la carta parecía una ingenuidad o una provocación camuflada. Mandarla por correo tendía a indicar ingenuidad, igual que la esperanza de que un insignificante oficial de guerra de la Luftwaffe pudiera ayudar a alguien detenido por motivos políticos y por añadidura a solicitud de una persona desconocida para él. ¿Pero acaso no podía ser todo un método refinado de la Gestapo para ponerme a prueba? ¿Habrían escrito también cartas similares a otros conocidos de Erna Stahl para descubrir una posible red de contactos? ¿Podía ser yo mismo sospechoso?

Después de mucha reflexión, escribí a la remitente una carta cortés pero negativa; no hice ninguna otra cosa. Al mismo tiempo experimenté un sentimiento de vergüenza, similar al que sentí en relación con Cato Bontjes van Beek. Después de la guerra averigüé que la señora Stahl y la señora Ahlgrimm eran realmente amigas y cuando después de 1945 volví a ver a Erna Stahl en Hamburgo, donde dirigía un colegio, opinó que “yo había estado en el otro bando”. Desde luego, eso no era cierto; pero no pude hablar de la carta de Ahlgrimm ni explicar a la señora Stahl que no podría haberla ayudado en ningún caso. Sin embargo, sí me ha quedado un resto de vergüenza. En cambio, Loki, que después de la guerra conoció a la señora Ahlgrimm y habló con ella sobre los hechos, no comparte ese sentimiento; afirma que la señora Ahlgrimm comprendió, posteriormente, la inutilidad de un intento por mi parte, así como el peligro adicional que podría haber conllevado.

A finales de 1944 me resultaba cada vez más difícil soportar mi división interior, ese desdoblamiento de personalidad: por una parte, cumplíamos nuestro deber como militares y, por otra, sabíamos que en último término sólo aplazaba la inevitable derrota y el final del régimen nacionalsocialista. Algunas semanas después de la experiencia de la Corte Popular de Justicia volví a hablar en exceso, en un campo de tiro antiaéreo en Rerik, junto al Báltico, y dejé caer un par de observaciones negativas sobre Hermann Göring y “los camisas pardas”, del estilo de las que había oído a mi general, lo que llevó a una denuncia por “actos contra la moral de combate”, que acabó llegando al oficial de mando nacionalsocialista de la plana mayor a la que estábamos subordinados, un teniente de la reserva que fue el único nazi declarado que encontré en las fuerzas armadas.

Pero los dos coroneles del Estado Mayor de mi unidad y de la de Bernau a la que estaba subordinada se ocuparon de que no llegara a ser sometido a una investigación o consejo de guerra. Me transfirieron desde Berlín a una unidad de antiaéreos ligeros en el frente. No me debían nada: ni era noble, como mis generales, ni pertenecía a uno de los muchos grupos de oficiales profesionales de un regimiento determinado o de una promoción de la escuela de oficiales; tal vez era simplemente alguien que les caía bien. Estos superiores, como buenos compañeros mayores, evitaron que se pusiera en marcha un consejo de guerra contra mí. Como me dijo uno de ellos, ante la acusación de “actos contra la moral de combate” sólo había dos posibilidades extremas: o la libre absolución o la pena de muerte. Por eso, el jefe de la plana mayor me dijo: “Tiene que desaparecer de aquí. Irá al frente occidental”. Así, en el invierno de 1944-1945 me vi envuelto en la retirada de la ofensiva de las Ardenas, que los estadounidenses llamaron Battle of the Bulge. Allí me trasladaron varias veces y hasta marzo de 1945 combatí en diferentes unidades.

Las cartas del correo de campaña se perdían entonces con frecuencia, por lo que se numeraban los envíos para saber si se había perdido alguno. Al final me llegó de Bernau la carta número 13 o 17 –recuerdo que era un número impar de dos cifras– de Loki, de la que deduje que nuestro hijo había muerto hacía ya algún tiempo. Esta noticia me causó una gran tristeza. Me presenté ante el que era mi comandante en aquel momento, que me dijo: “Le extenderé un permiso por tres semanas; pero no es eso lo que pretendo. Prométame que volverá en cuanto haya visto a su mujer”. Eso se llamaba “permiso bajo palabra”. Inmediatamente partí hacia Hamburgo, donde suponía que estaba Loki, como así fue. Había vuelto allí desde Bernau, donde ya se podía oír la artillería rusa.

Pero yo quería visitar a toda costa la tumba de mi hijo en Schönow, un lugar cercano a Schmetzdorf. Por eso, Loki y yo fuimos a ver al general Von Rantzau, que entre tanto había pasado a ser comandante de la región aérea de Hamburgo y le pregunté: “Mi general, ¿no podría conseguir que pudiéramos ir a Bernau?”. A Rantzau se le ocurrió la idea de movilizar ficticiamente a Loki como ayudante de antiaéreo y darnos a ambos una orden de marcha oficial a Bernau, para que pudiéramos visitar la tumba del niño. Al lado estaba su ayudante, Rantzau le preguntó: “¿Qué cuesta eso?” “Si se sabe, le decapitarán, mi general”. “Bien, entonces lo haremos así”, dijo Rantzau y nos puso en camino. Después de diversas aventuras fuimos a Bernau, visitamos la tumba y volvimos al día siguiente a Hamburgo. Dos días después volví al frente occidental en la región de Eifel.
Cuento estas anécdotas porque durante mi época en las fuerzas armadas tuve buenas experiencias humanas, mucho mejores de las que podría imaginar en la actualidad una persona más joven. Me encontré con personas honradas y viví la camaradería; no obstante, también me encontré con personas con debilidades excesivamente humanas.

Cuando volví a presentarme a mi comandante en la región de Eifel, todo el mundo sentía que el fin de la guerra estaba próximo. Le dije: “Mi comandante, sería mucho más razonable que lanzáramos todas las fuerzas hacia el Este para contener a los rusos y en cambio dejáramos entrar aquí en el Oeste a los norteamericanos todo lo que quieran”. Su respuesta fue: “No he oído nada, eso se borrará ahora mismo de mi memoria”. Sólo nos conocíamos superficialmente, pero aquel oficial no podía ser un nazi, porque no presentó ninguna denuncia contra mí.

Todavía derribamos algunos de los aviones estadounidenses Jabo que volaban bajo y que a su vez nos causaron fuertes pérdidas en Luxemburgo y después en la actual Renania-Palatinado. Algunas semanas después llegó el cautiverio británico en Bélgica. Mi barracón en Yabbecke era un campo sólo para oficiales. Los ingleses no estaban preparados para mantener a muchos prisioneros de guerra y lo único que pudieron improvisar fueron las letrinas, aunque desgraciadamente no había papel. Esa deficiencia les resultaba muy embarazosa a los ingleses. Pero para nosotros, lo peor, con diferencia, era que apenas teníamos nada de comida. Pasábamos hambre; un día, al levantarme por la mañana, me caí al suelo de debilidad. A algunos de los oficiales les empezaron a abandonar las buenas maneras. Cómo sólo daban un pan blanco cada dos días, que había que cortar en cuatro partes –cada uno recibía un cuarto del tamaño aproximado de un panecillo de Ham­burgo– algunos hombres adultos construyeron balanzas para que nadie obtuviera más que otro. Una parte de los generales perdió las formas: era deprimente.

Los soldados alemanes prisioneros establecieron cursillos y ciclos de conferencias y así sucedió en nuestro campo. Conocí a un teniente coronel de la reserva ya mayor, poseedor de una alta condecoración militar: el profesor Hans Bohnenkamp, brillante pedagogo y socialista religioso. Tenía un compañero de igual graduación, también reservista y con la misma condecoración. Los dos tenientes coroneles y yo dimos una serie de tres conferencias. Yo hablé de aquel juicio presidido por Roland Freisler y el segundo teniente coronel habló de una horrible, indigna y al mismo tiempo cruel ejecución de algunos miembros de la resistencia en Plötzensee, a la que había asistido personalmente o que había visto en una filmación. La tercera conferencia corrió a cargo de Hans Bohnenkamp; se trataba de una amplia valoración general, moral y política del Tercer Reich y dio título al ciclo de conferencias: “Un pueblo engañado”.

Las conferencias llevaron a una división en el campo. Una parte de los jóvenes oficiales nos hizo el vacío porque, según ellos, habíamos “ensuciado nuestro propio nido”. La mayoría no tomó posición. Cuando los ingleses se enteraron, nos liberaron a nosotros tres y a algunos pocos más; los otros no quedaron libres hasta mucho después, tras haber sido trasladados antes a Francia.

Cuando, a finales de abril de 1945, llegué al campo de prisioneros de guerra todavía no tenía una concepción de lo que puede y debe ser la democracia. Hans Bohnenkamp fue quien sentó las bases de mi educación para la democracia. Me dio las primeras ideas básicas positivas, el Estado de Derecho y el socialismo. Después, hacerme socialdemócrata resultó casi inevitable, ser demócrata por la necesidad de libertad personal experimentada en el Tercer Reich y ser social por la necesidad que había sentido de camaradería, solidaridad o fraternidad. Para mí eran sinónimos, distintos nombres de un mismo principio. No hubo necesidad de hacerme abandonar la ideología nazi, porque nunca la había aceptado.

Tuve mucha suerte: a finales de verano pude reunirme con mi esposa. Incluso habíamos conservado nuestro hogar. Nuestra actitud básica, que eclipsaba todo lo demás, era: “Gracias a Dios ha terminado todo”. Era la liberación de una pesadilla.

Tres razones por las que el Ejército Rojo venció en Stalingrado.

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Autor:  Alexéi Timoféichev

Fuente: Huffingtonpost.es , 18/02/2018.

El pasado 2 de febrero se cumplieron 75 años de uno de esos hitos que marcan la Historia: el final de la batalla de Stalingrado (actual Volgogrado, en Rusia). Este enfrentamiento armado supuso un punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial: cambió totalmente su curso e hizo que Alemania saliese como perdedora del conflicto. Pero, dada la fortaleza del ejército nazi durante la Segunda Guerra Mundial, ¿cómo consiguió vencer la Unión Soviética? ¿Cuáles fueron las claves de la victoria?

Hemos resumido en tres los motivos por los que el Ejército Rojo acabó con las tropas nazis.

1. La dura resistencia soviética

En un primer momento fue prácticamente imposible evitar la ofensiva alemana sobre la ciudad en 1942. El ejército nazi quería cortar las vías de suministro rusas a través del Volga y quitarle a Moscú el petróleo del Cáucaso. En previsión de esta estrategia, los soviéticos acumularon todos sus recursos para contrarrestar la ofensiva.

Entonces, Stalin comenzó una dura estrategia de motivación en el frente. En el verano de 1942 lanzó la Orden 227 mediante la cual acusaba a «algunos miembros del ejército» de «relajarse hablando de que podemos retirarnos más hacia el este» y declaró que era el momento de «dejar de retirarse». De ahí el conocido lema: «¡Ni un paso atrás!«.

En agosto, la retirada soviética se detuvo en Stalingrado. Las autoridades pedían a los residentes de la ciudad que convirtieran «cada bloque de edificios, cada barrio, cada calle en un fortín inexpugnable». Las tropas alemanas continuaron bombardeando la región, a pesar de la energía de los habitantes soviéticos. Un oficial alemán recordaba así la batalla: «No entiendo de dónde sacan la energía los rusos. Es la primera vez en esta guerra que me encomiendan una tarea que no puedo cumplir…».

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Soldados alemanes luchando en Stalingrado. Septiembre, 1942.

2. La importancia de los héroes y los símbolos

La resistencia del pueblo soviético tuvo su recompensa. Alrededor de 760.000 soldados recibieron la medalla «por la defensa de Stalingrado» y más de 100 obtuvieron el mayor premio de la época: ser condecorados como Héroes de la Unión Soviética.

Pero los símbolos de la resistencia rusa no fueron solo sus soldados. La casa de Pávlov, un edificio de apartamentos aparentemente normal, que se convirtió en un fuerte improvisado del Ejército Rojo. A pesar de que la defendieron solo 24 personas, los alemanes no pudieron tomarla en los tres meses que duraron las ofensivas contra la ciudad. Según Vasili Chuikov, uno de los principales generales soviéticos en Stalingrado, los nazis perdieron más hombres tratando de conquistar la casa de Pávlov que durante la toma de París.

Otro de los lugares simbólicos de la resistencia fue Mamáiev Kurgán, una colina en lo alto de la ciudad. Allí tuvieron lugar diversas batallas y desde ella se podía controlar prácticamente todo Stalingrado. Las tropas soviéticas se atrincheraron en las laderas de la misma, donde fallecieron decenas de miles de soldados. Tras la batalla, se comprobó que en el suelo de la colina había entre 500 y 1.250 piezas de metralla por metro cuadrado.

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Frente ruso en las calles de Stalingrado. Octubre, 1942.

3. Los errores alemanes

Tras la resistencia, comenzó la contraofensiva soviética. En el mes de noviembre las tropas de la URSS empezaron su estrategia y entonces, el conflicto estuvo en parte determinado por los errores de los comandantes alemanes.

El primero se debió a que la Wehrmacht (fuerzas armadas alemanas) sobrestimó su propio potencial y trató de alcanzar dos objetivos simultáneamente, dispersando así sus tropas. Por un lado, quería llegar hasta el Cáucaso para quedarse con el petróleo de Azerbaiyán y, por otro, tomar la ciudad. El general mayor Hans Doerr escribió tras la batalla: «Stalingrado ha entrado en la historia como el mayor error jamás cometido por comandantes militares».

El segundo se produjo en el mes de noviembre cuando las tropas nazis alargaron los flancos de su ofensiva sobre Stalingrado a lo largo de cientos de kilómetros. Esto se debió a que estaban convencidos de que, tras su ataque, el Ejército Rojo carecía de recursos para lanzar una contraofensiva. Además, para ello no contaron solo con tropas alemanas sino también aliadas: italianos, húngaros y rumanos, aunque en menor número que los nazis. Kurt Zeitzler, Jefe del Estado Mayor General de la Wehrmacht, recordó posteriormente que avisó a Hitler de que alrededor de Stalingrado «había un serio peligro que debía ser liquidado». Hitler lo llamó «pesimista desesperado».

Lo que también fue clave, según señaló Zeitzler, fue que en otoño de 1942 la efectividad de las tropas soviéticas, así como el nivel de los comandantes, aumentó de manera significativa. De esta forma, el Ejército Rojo tan solo necesitó cuatro días para romper el cerco de las tropas del Eje y rodear a unos 300.000 soldados alemanes. El resto, ya es historia.

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Soldados alemanes se rinden en Stalingrado. 1942.

Voces desde el infierno de Stalingrado.

Soldados alemanes hechos prisioneros en Stalingrado.  / ARCHIVO

 

Autora: Anna Abella. Barcelona – Sábado, 17/02/2018 | Actualizado el 19/02/2018 

Fuente: El Períódico.

“No veo forma de salir de este infierno (…) Todavía no me hago a la idea de la muerte, pero esa diabólica música de la batalla, que trae la muerte, no cesa de sonar y sonar”, escribió un anónimo soldado alemán (que probablemente murió) en su diario, hallado en el frente de StalingradoEl Ejército ruso infligió a Hitler la peor derrota militar de la historia de la Wehrmacht, que “marcó un punto de inflexión en la segunda guerra mundial. Durante seis meses, dos enormes ejércitos, cada uno con la orden de no ceder ni un palmo de terreno al enemigo, lucharon por el control de la ciudad que llevaba el nombre del dictador soviético”, recuerda el catedrático de Historia alemán Jochen Hellbeck en su monumental ‘Stalingrado. La ciudad que derrotó al Tercer Reich’ (Galaxia Gutenberg), que ha llegado esta semana a las librerías, pocos días después de cumplirse el 75º aniversario de la rendición germana.

El 2 de febrero de 1943 entregaba las armas en nombre del Ejército alemán Friedrich Paulus, a pesar de que el 31 de enero Hitler le había ascendido a mariscal de campo recordándole que nunca antes un militar de tal rango había sido hecho prisionero, en un claro mensaje de que se suicidara, cosa que no hizo. El balance de la sangrienta batalla habla de un millón de muertos y otro millón de heridos, desaparecidos o capturados de ambos bandos; de 40.000 civiles fallecidos; de 91.000 alemanes hechos prisioneros, de los que solo volvieron a casa (12 años después) 6.000.

Hellbeck (Bonn, 1966) rescata la voz de decenas de combatientes, enfermeras y civiles soviéticos, además de alemanes capturados y el diario antes citado, cuyos iluminadores testimonios fueron recogidos por historiadores rusos dirigidos por Isaak Mints, en un Stalingrado aún en batalla, en búnqueres, trincheras y puestos de mando, en diciembre de 1942. Las transcripciones de 215 relatos inéditos de testigos de primera mano habían quedado perdidas en archivos rusos. He aquí algunos de ellos:

Niños durante un bombardeo en Stalingrado. / L.I. KONOW

El francotirador más famoso, Vasili Zaitsev

Con su fusil mató a 242 alemanes, más que cualquier otro francotirador del 62º Ejército ruso. El cine se encargó de popularizar la figura de Vasili Zaitsev, condecorado héroe ensalzado por la propaganda soviética, en ‘Enemigo a las puertas’ (2001), aunque el enconado duelo con otro excelente tirador alemán solo existió en la ficción. Él mismo cuenta cómo, con 12 años, adquirió pericia “cazando ardillas” para hacerle un abrigo de piel a su hermana, antes de detallar sus tácticas de engaño y su “inventiva para burlar al enemigo” porque, “matarle no lleva mucho tiempo. Pero ser más listo que él, eso ya no es tan fácil”.

Le motivaba “el odio”. “Vi cómo los alemanes sacaban a rastras a una mujer (para violarla, sin duda). ¿Cómo no te afecta eso cuando no puedes hacer nada por salvarla? Estás en la línea del frente. No tienes suficienes hombres. Si sales corriendo a ayudarla te van a masacrar, sería un desastre. Y otras veces ves a chicas, jovenes o niños colgados de los árboles en el parque. ¿Te afecta? Te causa un tremendo impacto”. Por ello, afirma, “cada soldado, incluido yo  mismo, está pensando únicamente en cómo obligarles a pagar más caro su pellejo, en cómo matar todavía más alemanes. En cómo hacerles aún más daño”.

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Civil y cocinera en zona ocupada

Agrafena Pozdniakova era civil y trabajaba de cocinera. No se sumó a la evacuación porque sus hijos estaban enfermos y vio a dos de ellos y a su marido morir bajo las bombas alemanas en septiembre tras quedarse sin casa. Su testimonio de cómo sobrevivió hasta febrero desvela cómo fue la ocupación de los soldados de la Whermacht: saqueaban, violaban y buscaban judíos mientras ella y sus otros cuatro hijos se refugiaban en trincheras, sótanos y alcantarillas, luchando contra el frío y el hambre, que saciaban con carne de caballos muertos hasta que los alemanes se la quedaron para ellos dejándoles solo “las pezuñas y las tripas”.

Vasili Chuikov, el hombre al mando

Nada más tomar el mando del 62º Ejército soviético en Stalingrado, Vasili Chuikov mandó fusilar a dos comandantes y dos comisarios por abandonar su puesto (aunque en sus memorias reconoció que solo les dio una “dura reprimenda”). Esa medida anticobardía, ampliamente difundida entre la tropa, respondía a la orden de Stalin de no dar “ni un paso atrás”, pues “estaba permitido morir pero no retirarse” y los soldados, señala, eran conscientes de que “no podían rendirse porque defendían el honor de la Unión Soviética”. Aunque ello no quitaba que muchos, como confesaba Alexander Parjomenko, sintieran miedo: “Otros eran valientes, pero yo no. Yo era un cobarde de pies a cabeza, pero entonces no lo sabía”.

Cadáveres tras la batalla, en Stalingrado. / SERGUÉI STRUNNIKOV

 

El propio Chuikov daba ejemplo. “El enemigo nos bombardeaba sin cesar, intentaba echarnos de allí a bombazos”, contaba quien nunca se agachaba cuando caían proyectiles. “Mi orgullo no me lo permite (…) Me comportaría de una forma totalmente distinta si estuviera solo, pero nunca estoy solo (…) un comandante ve morir a miles de hombres, pero eso no debe afectarle. Puede llorar por ello cuando está a solas. Aquí puedes ver morir a tu mejor amigo, pero tienes que permanecer en pie como una roca”.

Chuikov, según el cual nunca se sintieron “olvidados” por Moscú, no pasaron hambre ni les faltaron suministros, da pistas sobre la voluntad que les impulsaba a aguantar. “Sabíamos perfectamente que Hitler no se iba a dar por vencido, y que iba a seguir lanzando más y más tropas contra nosotros. Pero debía sentir que era una lucha a vida o muerte, y que Stalingrado iba a seguir luchando hasta el final (…) No conocíamos la retirada. Hitler no había tenido eso en cuenta, y ese fue su error”.

Enfermeras heroicas

El propio Chuikov, y muchos otros militares, ensalzaron “el trabajo excepcional” de las mujeres (soldados, enfermeras, telefonistas…) además de su “fortaleza, heroísmo, honestidad y lealtad”, superando en muchos casos a los hombres. De las enfermeras destacan su “heroísmo excepcional” en primera línea de combate. El capitán Ivan Vasilievich recordaba cómo “bajo un fuego incesante” Liolia Novikova arrastraba a los heridos para ponerlos a cubierto hasta el punto de que tenían que “sacarla casi a rastras de lo más encarnizado de la lucha”. Vio cómo tres balas alemanas le destrozaban la cabeza.

Telefonistas del Ejército Rojo trabajando en Stalingrado, en diciembre de 1942 / GEORGI ZELMA

 

Otras pudieron hablar por sí mismas. Nina Kokorina admite que no fue “consciente de la gravedad de todo” hasta que nada más llegar a Stalingrado sufrieron un bombardeo y vio la primera baja de su compañía anticarros: “Se le salían todas las tripas fuera. Volví a metérselas dentro y lo vendé entero”. “La carnicería no tiene fin -explica Vera Gurova, de 22 años-. Nunca había visto semejante cantidad de sangre como hasta ahora. Sé que debería olvidarlo -es mi trabajo. Pero eso no significa que no sienta empatía con los heridos”. Sin embargo, Hellbeck indica que ella también alude a que las mujeres que sirvieron en el Ejército Rojo “tenían que afrontar con estoicismo las agresiones sexuales de sus superiores” y que cuando las condecoraban, algo que ocurría a menudo, soportar que los varones dijeran que era “al Mérito en la Cama”.

Alemanes derrotados

A juzgar por los interrogatorios a los alemanes capturados, según Hellbeck, estos habían seguido “luchando, a pesar del  hambre, el agotamiento y la muerte masiva, por una mezcla de rencor, obediencia y convicción ideológica” con el nacionalsocialismo. Varios presos muestran “sentimientos pronazis”, como su preocupación por la “pureza de la sangre”, e insisten en echar la culpa de la guerra a los judíos (alguno sin imaginarse que su interrogador lo es…). “Un factor peculiarmente motivador -añade- era el temor a caer prisionero”: como contó el oficial Ernst Eichhorn, se generalizó la idea de que “ser capturado por los rusos equivalía a un trato deficiente, a tortura y a muerte”.

Soldados rusos toman un edificio en Stalingrado, en noviembre de 1942.  / GEORGI ZELMA

Aunque según Eichhorn, “hasta el último momento, la mayoría de oficiales seguía esperando que llegara ayuda desde el exterior”, sobre los motivos de la rendición el teniente Herrmann Strotmann alude a “la falta de víveres, hombres y proyectiles de artillería” y al hecho de que les “era físicamente imposible seguir luchando”: “estábamos muertos de hambre y la mayoría habíamos sufrido daños por congelación. Lo que un hombre puede soportar tiene un límite, y nosotros llegamos a ese límite el 2 de febrero. Nos rendimos”.

El sargento Helmut Pist apuntaba que “aquellos últimos días fueron horribles: miles de cadáveres, y los soldados heridos muriéndose por las calles (…) y para colmo recibíamos un intenso fuego de su artillería y sus aviones”. En la misma línea anotaba el anónimo soldado en su angustioso diario, dando cuenta del “frío terrible”, las míseras raciones de comida y el combate constante. “Todo el mundo tiene los nervios destrozados (…) He perdido la fe en la humanidad”.

Soldados rusos en Stalingrado. / EFE)

Las crónicas de Vasili Grossman

De los relatos, Hellbeck concluye que “no estaban adoctrinados ni obligados” por el Estado soviético y que “la base de la defensa” era “la voluntad de todos los hombres del frente de no someterse a la violencia, a la tenebrosa fuerza de los esclavizadores e invasores alemanes”. Desmiente con ello vehementemente a uno de los historiadores de referencia, Antony Beevor, quien según él, en su ‘Stalingrado’ (Crítica), “se hace eco de una serie de clichés originados por la propaganda de la era nazi” y sostiene que los rusos “fueron coaccionados para alistarse”. Hellbeck cree que “el espíritu de Stalingrado, como lo entendía el famoso reportero de guerra Vasili Grossman, “consistía en la fuerza moral de unos soldados corrientes que alcanzaron el estatus de héroes al arriesgar sus vidas para cumplir con su deber cívico”.

Grossman, de quien Hellbeck ensalza su obra maestra, la novela ‘Vida y destino’, calificándola de “monumento a los soldados del Ejército Rojo que lucharon allí”, también forma parte de la bibliografía imprescindible de los 75 años del fin de la batalla. Las crónicas que escribió desde el frente de Stalingrado, oportunamente extraídas de ‘Años de guerra’, las relanza ahora Galaxia Gutenberg. En ellas, Grossman acoompaña a sus compatriotas, que combatían “24 horas ininterrumpidas”, casa por casa, “contra de un régimen feudal de dominación del mundo” y “por la libertad del mundo, contra la esclavitud, la mentira y la opresión”.

Del 2017, recordar las memorias de Paulus (‘Stalingrado y yo’, La Esfera de los Libros) y el primer volumen de la tetralogía de David M. Glantz, ‘A las puertas de Stalingrado’ (Desperta Ferro).

El heroismo de los griegos ante Alemania.

Fuente: Revista de Historia, 20/07/2015.

El heroismo de los griegos ante Alemania quedó muy patente después de la “Operación Marita”, nombre en clave de la invasión alemana de Grecia en la Segunda Guerra Mundial. Los griegos estaban implicados en el conflicto mundial, desde que en octubre de 1940 los Italianos les invadieron desde Albania. Sin embargo, pronto los griegos pararon la ofensiva italiana, y, contraatacando, llegaron a ocupar la cuarta parte de Albania.

Ante esta situación, el 6 de abril de 1941 Alemania invade Grecia con la intención de asegurar su flanco sur europeo, tomando Atenas el 27 de abril y forzando al cuerpo expedicionario Británico, que había desembarcado en Grecia para apoyarles, a evacuar.

A pesar de la rapidez de la victoria alemana, la batalla de Grecia fue muy importante, ya que retrasó en casi 6 semanas la invasión de la URSS, lo que implicó que la ofensiva nazi sobre Moscú se viese detenida por el “General Invierno”, además de tener que destinar cientos de miles de soldados a la ocupación de Grecia, que podrían haber sido determinantes en el frente.

El heroismo de los griegos ante Alemania

El heroismo de los griegos ante Alemania

Es normal que los aliados de los griegos les dedicasen elogios, así Winston Churchill dijo:

“No diremos que los griegos combaten como héroes, sino que los héroes combaten como los griegos.”

Mientras que el presidente Franklin Roosvelt añadía:

“Todos los pueblos libres están muy impresionados por el coraje y la tenacidad de la nación griega… que se defiende a sí misma con tanto valor.”

Hasta el mismísimo Stalin dijo que:

“El pueblo ruso estará eternamente agradecido a los griegos por haber retardado al Ejército alemán lo bastante como para que llegase el invierno, lo que nos concedió un tiempo precioso que necesitábamos para prepararnos. No lo olvidaremos jamás.”

Lo que ya no es tan normal es que los propios enemigos de los griegos, les dedicasen grandes elogios. El jefe supremo de las fuerzas armadas alemanas, Wilhelm Keitel, en la misma línea de pensamiento que Stalin, reconoció que:

“La increíble resistencia de los griegos retrasó en uno o dos meses vitales la ofensiva alemana contra Rusia; sin ese retraso, el final de la guerra habría sido diferente en el frente del este y para la guerra en general.”

Mientras que Joseph Goebbels escribió:

“Prohíbo a la prensa subestimar a Grecia, difamarla… El Führer admira la valentía de los griegos.”

Y así era pues el mismísimo Adolf Hitler ordenó que ningún griego debía ser hecho prisionero, y los que lo eran debían ser liberados por respeto a su valentía, lo cual no impidió que los civiles griegos sufriesen una brutal ocupación, que provocó entre 1940 y 1945, mas de 400.000 muertos.

Los zawisza, niños soldados que combatieron a los nazis.

Fuente: BBC MUndo. 01/08/2015.

El primero de agosto de 1944 se registró en Varsovia la mayor rebelión civil que enfrentarían los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Los ecos del horror que se vivió en la capital de Polonia en ese período aún resuenan en las calles de la ciudad.

El objetivo final de la rebelión era lograr la independencia de Polonia, ocupada por alemanes y la Unión Soviética en 1939, cuando eran aliados.

El programa Witness de la BBC entrevistó a Andrei Slawinski, uno de los protagonistas de este momento clave en la historia de esa nación, en la víspera de conmemorarse el 71 aniversario.

La ocupación

«Cuando Alemania ocupó Polonia, se comportaron razonablemente bien. Pero en esta oportunidad comprendimos que todo sería muy distinto», relata Slawinski.

Desfile frente a Hitler
5 de octubre 1939: las tropas alemanas desfilan frente a Adolfo Hitler tras su entrada a Varsovia.

Y a medida que se intensificó la presencia nazi en el país, las cosas fueron empeorando.

Así como persiguieron a la élite intelectual polaca, los nazis expulsaron a miles de personas de sus hogares, forzándolos a trabajar en campos de concentración, incluyendo a los niños.

Confiscaron propiedades y clausuraron todas las instituciones culturales del país. Incluso prohibieron a la Organización Scout de Polonia. De modo que los scout pasaron de inmediato a convertirse en militantes activos de la resistencia.

El surgimiento de los zawisza

En 1942 uno de los scout contactó a Andrei. «Un día cuando estaba en la escuela, y tenía 13 o 14 años, uno de los muchachos se me acercó y me preguntó si quería pertenecer a los zawisza, una palabra polaca para describir a un caballero medieval, reconocido por sus altos valores morales y amor por su país. Yo dije que sí«, recuerda.

Los hermanos Jeleniewicz del servicio postal de los scouts distribuyendo información de la insurgencia en agosto de 1944.

Los zawisza era el nombre que les daban a los miembros más jóvenes –de 13 y 15 años- de los scouts en la resistencia. Los mayores, entre 15 y 17 años, se unían a los Batallones Escolares.

Los mayores de 18 años pasaban a formar parte de los Grupos Tormenta, como soldados combatientes del Ejército Nacional de Polonia. Todos juntos eran conocidos como los Rangos Grises.

«Todo lo hacíamos bajo un absoluto secreto. Ni mis padres sabían qué estaba haciendo. Yo tenía reuniones con ochos personas en mi casa. Ellos sabían que estaba pasando, pero no decían nada», explica Andrei.

En aquellos años, Andrei y sus amigos no participaron de ninguna acción bélica. Pasaban el tiempo discutiendo sobre política y sobre su papel cuando viniera el levantamiento contra los nazis.

Cuando cumplió 15 años, las cosas comenzaron a cambiar. «Estábamos muy entusiasmados por todo. Estaba emocionado de tener 15 años porque podría incorporarme a los Batallones Escolares. No te imaginas el orgullo de ser un verdadero soldado a los 15 años«, señala.

Pero en realidad no hubo mucha alharaca o ceremonia cuando Andrei se incorporó a los Batallones Escolares en diciembre de 1943. Todo debía permanecer en secreto.

Nazis en motos en las calles de Varsovia
Los nazis se paseaban por las calles, que ya eran suyas, por la fuerza.

Nazis en retirada

No obstante, para finales de 1943 el curso de la guerra había cambiado. Los nazis se encontraban en retirada, rebasados por el poderío del ejército de la otrora Unión Soviética.

Pero los polacos organizados en la resistencia clandestina, leales a al gobierno anti-comunista que se encontraba en el exilio, no confiaban en los rusos a pesar de la propaganda soviética que hablaba de los deseos de Moscú porque Polonia tuviese un estado fuerte, independiente y de los polacos.

Toma de un auto alemán por insurgentes
Toma de un auto alemán por insurgentes polacos.

El ejército soviético había ocupado toda la región oriental de Polonia al inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando ilegalizaron a los scouts. Ahora, a principios de 1944, estaban listos para tomar todo el país.

Mientras tanto, en la ocupada Varsovia, Andrei y los Batallones Escolares comenzaban a entrar en acción.

«Eran acciones muy tontas. Les hacíamos llamadas amenazadoras a miembros de la comunidad netamente alemana en Varsovia, a quienes los nazis habían declarado una raza superior. Organizábamos visitas de directores de funerarias a sus casas, o rompíamos las ventanas con piedras y luego echábamos a correr como locos», relata.

Sólo un pequeño grupo de estudiantes se atrevía a participar en estas actividades. En su mejor momento, los Rangos Grises llegaron a tener 17.000 miembros en toda Polonia.

«En nuestra sección del Batallón Escolar tenía seis amigos muy queridos. Una amistad que duró mucho tiempo, aunque muchos de ellos murieron durante la rebelión», comenta Slawinski.

El 1º de agosto

Prisioneros alemanes
Civiles alemanes tomados como prisioneros durante la rebelión.

El día que comenzó la revuelta, los alemanes hicieron claras advertencias de lo que ocurriría si sus habitantes ofrecían resistencia.

Los grupos detractores ya estaban organizados, y una de las principales organizaciones que participaban eran los scouts, quienes rechazaron la presencia alemana desde los primeros días de la ocupación del país.

En los días previos al levantamiento, se escuchaban en todas las calles de Varsovia las amenazas de las retaliaciones alemanas ante cualquier acción en contra de los designios nazis en la ciudad.

Ignorando esas advertencias, Slawinski, entonces de 15 años de edad, tomó su puesto en una de las barricadas construidas en el centro de Varsovia y se hizo protagonista de la lucha desde ese primer día de agosto.

Soldado alemán
Soldado alemán en una barricada tomada, gritándole órdenes a la resistencia polaca.

«Me dieron la última pistola que tenían, una muy pequeña. Los alemanes se habían fortificado en el otro extremo de la calle y yo debía impedir que avanzaran con mi pequeña pistola», cuenta con emoción.

A pesar de la carencia de armas y municiones, los insurgentes aspiraban frenar el avance nazi por unos días, hasta que llegaran las fuerzas aliadas.

Cuando la rebelión comenzó la resistencia polaca se comunicaba con el mundo exterior a través de la radio. Peroa pesar de los pedidos de ayuda, las tropas soviéticas, desplegadas en los alrededores de la ciudad, no respondieron.

La pesada artillería alemana fue demoliendo la ciudad, y las tropas nazis fueron tomando represalias contra toda la población civil.

Andrei recuerda una noche en particular, cuando se encontraba escondido en ático de un edificio en la zona central de Varsovia.

«Estaba durmiendo cuando de repente vino un oficial y gritó que todos debíamos bajar a la barricada, porque los alemanes iban a atacar».

Los disparos de artillería habían provocado un incendio en la parte alta de la barricada.

«Me dijeron que subiera al tope de la barricada y recibiera baldes de agua para apagar el incendio. Yo estaba medio dormido y no sé cómo me atreví a montarme arriba de la barricada, porque quedé completamente visible para los soldados alemanes que comenzaron a dispararme continuamente«, relata Andrei todavía con el miedo en su voz.

Héroes al final

Enfermos y hambrientos polacos salieron de sus escondites
Enfermos y hambrientos polacos salieron de sus escondites cuando la rebelión cesó.

Por más de dos meses los habitantes de Varsovia lucharon encarnizadamente contra el ejército alemán.

Unos 250.000 polacos perdieron la vida.

La ciudad finalmente se rindió a los alemanes en octubre de 1944.

monumento gueto varsovia
Pasaron 40 años antes de que hubiera un monumento conmemorativo de la rebelión.

Andrei escogió rendirse como soldado y pasó a ser prisionero de guerra.

Cuando la guerra terminó en Europa, los soviéticos tomaron control de Polonia e instalaron un gobierno plegado a los intereses de Moscú.

Pasaron 40 años antes que pudiera construirse un monumento en Varsovia para conmemorar la rebelión, y para que Andrei y sus compañeros zawisza de los Rangos Grises fueran reconocidos como héroes en la desesperada lucha por la independencia de Polonia.

L.a Operación Barbarroja

Fuente: Revista de Historia.

En 1938, la Alemania de Hitler y la URSS de Stalin firmaron el pacto de no agresión germano-soviético, denominado Pacto Ribbentrop-Mólotov, con el cual también se estrechaban vínculos comerciales y económicos. A pesar de este pacto, la decisión de atacar la URSS ya estaba decidida por Hitler antes del comienzo de la Guerra, y la expuso por primera vez el 13 de julio de 1940, en una reunión con los altos mandos militares.

La Operación Barbarroja
La Operación Barbarroja, Pacto Ribbentrop-Mólotov

La Operación Barbarroja

En esta reunión, Hitler, expuso sus planes estratégicos:

“Si aplastamos Rusia, Inglaterra perderá su última tabla de salvación en Europa, y Gran Bretaña se hundirá con ella. Rusia tiene que ser liquidada y cuanto antes mejor”.

El interés del ataque a la Unión Soviética viene precedido por el interés de los campos petrolíferos del Caúcaso y el trigo de Ucrania, a la vez que por el antibolchevismo de Hitler. Previo ataque a la Unión Soviética, Hitler había estudiado la campaña en Rusia de Napoleón, teniendo en cuenta el fracaso de los ejércitos franceses en las nevadas rusas. Por ello, había desechado en un principio invadir la URSS sin terminar antes con el frente oeste, o sea, firmar la paz con Gran Bretaña.

Esta misión se le confió a Rudolf Hess, uno de los más fervientes seguidores de Hitler, con un gran fracaso. Fue encarcelado en Gran Bretaña y repudiado por Hitler. A pesar de este fracaso diplomático, la idea de atacar la URSS ya estaba prevista, pensando que la ocupación de la misma no duraría más de seis meses, y con ello privando a Inglaterra de su única posible salvación. Stalin, previo ataque de Alemania, había recibido información de los planes alemanes por diversas fuentes.

La Operación Barbarroja
La Operación Barbarroja, restos del Bf-110 de Rudolf Hess en Inglaterra

Espías soviéticos (la llamada y conocida red de espías “la Orquesta Roja”) y el propio Churchill le alertaron de la inminente invasión. Stalin, hizo caso omiso de dicha información, pensando que el líder británico buscaba enfrentarle con Hitler, desatendiendo los múltiples requerimientos de prepararse para el ataque alemán, e incluso enviando materias primas al Reich (cromo, níquel, combustible, trigo), siendo el día 21 de Junio el último envío de transporte de material desde la Unión Soviética, y el día en que Stalin tuvo que reaccionar, ya que las tropas alemanas atravesaron la frontera soviética.

La Operación Barbarroja
La Operación Barbarroja, tropas alemanas en el Partenón

La operación Barbarroja estaba proyectada para mayo de 1941, pero las dificultades que surgieron en Grecia a raíz de la intervención italiana en dicho país y en los Balcanes, retrasaron la operación cuatro semanas más, semanas que serían fatales para las fuerzas de la Wehrmacht.

La Operación Barbarroja

La Operación Barbarroja, objetivos.

La operación Barbarroja tenía tres objetivos en 3000 kilómetros. Hacia el Norte estaba el objetivo ideológico, Leningrado (la ciudad de Lenin, la cuna de la Revolución Rusa). En el centro, el objetivo político, Moscú (la ciudad de Stalin). Al Sur, el objetivo económico, Ucrania. El 22 de Junio, los primeros zapadores de la Wehrmacht entran en territorio ruso. Este ataque sorpresa a la Unión Soviética se extendió en un frente que iba desde Finlandia hasta el Mar Negro.

La Operación Barbarroja
La Operación Barbarroja

Este ataque se realizó mediante 153 divisiones alemanas y tropas extranjeras. Los alemanes contaban con tres millones de soldados, 600000 vehículos motorizados, 7000 cañones, 3600 carros de combate y más de 2700 aviones. Las tropas extranjeras estaban compuestas por casi 500000 soldados (rumanos, eslovacos, finlandeses, húngaros y voluntarios franceses y fascistas españoles). El Ejército Rojo contrapone en el frente occidental a dos millones y medio de hombres.

La Operación Barbarroja
La Operación Barbarroja, noticia en la Europa Ocupada

Una cifra similar se distribuye entre el Cáucaso (contra Gran Bretaña, a la cual Moscú considera un enemigo potencial) y Extremo Oriente (contra Japón). El ataque principal lo desencadenan tres Grupos de Ejércitos alemanes, el del Norte (Wilhem von leeb) (26 divisiones y 4ª flota aérea), el del Centro (Fedor von Dock) (51 divisiones, y 2ª flota aérea) y el del Sur (Gerd von Rundstedt) (59 divisiones, 4ª flota aérea).

La Operación Barbarroja
La Operación Barbarroja, la aviación soviética fue prácticamente destruida en tierra

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