La historia menos conocida del ‘fotógrafo de Mauthausen’.

Imagen tomada entre 1938 i 1939, que muestra a Francesc Boix con una ametralladora. (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)

Autora: Agnérs LLorens

Fuente: La Vanguardia, 25/10/2018

El frío, la nieve, el hambre, el miedo, las cabezas rapadas, los números tatuados como una matrícula en el brazo. Los pijamas de rayas, salpicados de barro, pánico y vergüenza. Todas estas imágenes surgen en el imaginario colectivo cuando las palabras campo de concentración y campo de exterminio surcan la mente. En este contexto de prisioneros y trabajos forzados se alza la película El fotógrafo de Mauthausen , dirigida por Mar Targarona y basada en una historia basada en hechos reales, y que este viernes llega al cine.

La cinta tiene como protagonista al fotógrafo de Barcelona Francesc Boix que se valió de su trabajo forzado en el campo de Austria al servicio de las SS para esconder y conservar los negativos de las imágenes con las que inmortalizaban las condiciones de vida de los deportados. Las fotografías fueron de gran utilidad para conseguir una sentencia en los Procesos de Nuremberg, en 1946. De hecho, el libro de Benito de Bermejo -con el mismo título que la película y publicado en 2002- ya profundiza en la figura e imágenes capturadas por Boix en el campo de exterminio.

Junto a la popularidad de la historia de Francesc Boix, planea otra cuestión ligada al fotógrafo de TortosaAntonio Garcia, sobre la colaboración que pudo ofrecer para salvar los negativos. Pero para llegar hasta allí, es necesario empezar por el principio.

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La película protagonizada por el actor Mario Casas es un trampolín que acerca al gran público la figura de este fotógrafo que, años antes de contemplar en primera persona el horror del holocausto, fue uno de los principales cronistas visuales catalanes que tomó imágenes de las tropas que combatieron en la Guerra Civil, en el frente de Aragón.

Cuando se agotaron las opciones de los republicanos, Boix partió hacia un exilio que le trasportaría hasta Francia, a los campos de refugiados, a las brigadas de trabajo del ejército francés y, durante la Guerra Mundial (1939-1945), a la captura a manos del ejército alemán, que le trasladaría hasta Mauthausen.

Francesc Boix revive con el 80 aniversario de la Batalla de l’Ebre

El perfil de Boix como cronista de la Guerra Civil es un importante testimonio del conflicto que, en muchas ocasiones, se difumina por su estancia en Mauthausen. Por este motivo, los impulsores delCongrés Internacional 80 anys de la Batalla de l’Ebre que se ha celebrado este otoño en Tortosa han rendido homenaje a este joven, nacido el 1920 en el Poble Sec de Barcelona. Con apenas 16 años Boix se enroló para seguir con su cámara a los combatientes comunistas que participaron en la batalla hasta el fin del conflicto.

Los organizadores de la conmemoración de la efeméride que recuerda las ocho décadas de una de las batallas más sangrientas de la Guerra Civil han llevado hasta Tortosa la exposición Els trets de Francesc Boix, que recoge algunas de las imágenes que tomó entre 1936 y 1938, antes de su experiencia en los campos de concentración que se rememoran en el filme.

Una fotografia tomada por Francesc Boix, en 1938, muestra a un grupo de quintos de la quinta del 40 y del 28 de la 30ª División formando instrucción.
Una fotografia tomada por Francesc Boix, en 1938, muestra a un grupo de quintos de la quinta del 40 y del 28 de la 30ª División formando instrucción. (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)
 

“Durante las últimas semanas, cerca de un centenar de personas han visitado la exposición, lo que creemos que es una cifra significativa”, explica Marc March, uno de los organizadores del Congrés Internacional 80 anys de la Batalla de l’Ebre. March recuerda que Boix tenía la misma edad que los combatientes de la Quinta del Biberón. Con este nombre se conoció la respuesta agónica y desesperada del bando Republicano para afrontar el avance de las tropas franquistas que hizo que con 18 años o menos participaran en las Batallas de l’Ebre y el Segre, a partir de 1938.

“Boix no participó en la primera línea del enfrentamiento porque ya estaba unido al conflicto desde hacía tiempo como voluntario, siguiendo a la 30ª División del ejercito republicano”, explica March, miembro de la asociación Amics i Amigues de l’Ebre, que ha organizado los actos del aniversario de la batalla que puso la cicatriz en las comarcas de l’Ebre.

Asimismo, el comisario de la exposición Els trets de Francesc Boix, Ricard Marco, destaca la “gran implicación” que el joven Boix demostró con diecisiete años recién cumplidos con la facción comunista de los combatientes, para quienes publicó fotografías durante la Guerra Civil en medios de esta inclinación política, como Juliol -relacionada con el PSUC- o medios revolucionarios, como Combate.

Soldados del Ejército Popular de la República con una metralleta en Sant Mamet, en una instantánea tomada por Boix en 1938.
Soldados del Ejército Popular de la República con una metralleta en Sant Mamet, en una instantánea tomada por Boix en 1938. (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)

“Boix seguía la vida de los soldados desde la retaguardia y nos muestra a líderes del partido comunista y comandantes, especialmente Jaume Girabau o Nicanor Felipe, y también tenía relación con Teresa Pàmies y los hermanos Joaquim y Gregorio López Raimundo”, detalla Marco. Añade que la relación de Francesc Boix con este movimiento político “ya es estable en 1936 cuando el partido comunista establece su sede estable en la primera planta del antiguo Hotel Colon de Barcelona, ubicado en Plaça Catalunya”.

Un joven Francesc Boix (derecha) con el líder comunista Gregorio López Raimundo (izquierda).
Un joven Francesc Boix (derecha) con el líder comunista Gregorio López Raimundo (izquierda). (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)
 

Las imágenes tomadas por Boix provenían de una cámara Leica “seguramente un regalo de un diplomático a las tropas comunistas” y de otra de medio formato, según explica Marco. Su incorporación de facto al batallón llegaría en 1937 y, en este período de tiempo, Boix retrató a los combatientes durante sus momentos libres.

“En cierto modo, las imágenes de Francesc Boix retratan el mismo ambiente que se ilustra en el libro de Orwell, Homenaje a Cataluny a, y muestra a los combatientes republicanos también en momentos de descanso con las carencias del momento”, detalla el comisario de la muestra que reúne las principales imágenes del fotógrafo de Barcelona en el frente del Segre.

Una imagen tomada por Boix, en 1938, muestra a Jaume Girabau, comisario de la 30ª División republicana, y dos soldados caminando entre edificios parcialmente derruidos en Vilanova de la Barca (Segrià).
Una imagen tomada por Boix, en 1938, muestra a Jaume Girabau, comisario de la 30ª División republicana, y dos soldados caminando entre edificios parcialmente derruidos en Vilanova de la Barca (Segrià). (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)
 

Un hallazgo casual permitió identificar sus primeras fotografías

A menudo, las colaboraciones de Boix durante la Guerra Civil en revistas de la época aparecían sin firmar, por lo que identificar las imágenes que tomó en este período -que ilustran este artículo- es casi un hallazgo.

Las fotografías se consiguieron a través de la asociación cultural Fotoconnexió, entidad que localizó el paquete de negativos en una subasta por Internet. Cuando se supo que los negativos pertenecían al período histórico de la Guerra Civil, la Comissió de la Dignitat inició una campaña para la recogida de fondos para hacer una oferta por el lote, que sumó aportaciones de particulares y algunos medios de comunicación. A partir de esta iniciativa, Fotoconnexió adquirió los negativos por un importe de 7.500 euros en 2013.

El lote estaba compuesto por negativos de nitrato de celulosa, de 35 mm y de formato 127, que guardaban imágenes de la II República y de la Guerra Civil. El material se hallaba conservado en cajas de madera, latón y fundas de archivador de plástico. Los negativos estaban en buen estado y se acompañaban de anotaciones manuscritas. Un trabajo de investigación grafológico permitió identificar a Boix como el autor e las instantáneas, que desde 2016 se conservan en el Arxiu Nacional de Catalunya.

El joven fotógrafo Francesc Boix, con su cámara, en 1938.
El joven fotógrafo Francesc Boix, con su cámara, en 1938. (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)
 

“De hecho, el libreto de la exposición Els trets de Francesc Boix, elaborada a partir de las fotografías del Arxiu Nacional fue la primera aproximación del equipo de guión de la película al personaje”, explica Marco.

¿Traicionó Boix a un fotógrafo de Tortosa?

Un personaje de mil caras. En el momento que la figura de Boix llega al celuloide, cobran también valor las voces que sugieren que su tarea de esconder los negativos del campo de exterminio de Mauthausen no fue un gesto individual sino que otros fotógrafos como Antoni García de Tortosa, le ayudaron sin que sus méritos hayan gozado de la misma notoriedad.

Así lo defiende el profesor emérito de historia contemporánea y política de la American University of Paris, David Wingeate Pike, que en su libro Dos fotógrafos en Mauthausen -editado en castellano por Ediciones del Viento- apunta que tanto Boix como García fueron los encargados del servicio fotográfico del campo y fue su actuación conjunta la que logró salvar las imágenes.

“¿Por qué acabaron enfrentados después de la guerra? ¿De qué se acusaban?”, se pregunta Pike en la sinopsis de su texto. De hecho, el mismo autor, en varias entrevistas, apunta que podría ser que Boix se hubiera atribuido el trabajo de más de una persona.

“Existe una polémica sobre quién salvó las fotos. Garcia salvó 200 copias Boix salvó 2.000 negativos. Antonio confió a Boix sus doscientas copias y permanecieron ocultas en el mismo sitio que los negativos pero, cuando Antonio salió del hospital donde fue internado después de la liberación de Mauthausen, las copias habían desaparecido, es decir, las había trasladado Boix”, explica el historiador en varios medios de comunicación, mientras añade que “Antonio se puso furioso y se sintió traicionado”.

Según sostiene Pike, “Garcia quedó resentido el resto de su vida y nunca perdonó a Boix”, aunque aclara que la primera versión que le dio Garcia -a quién el historiador conoció personalmente- puede ser “que estuviera distorsionada” y añade que, al parecer, “las imágenes de los dos fotógrafos están mezcladas desde 1945”.

La historia de Boix también recoge éxitos en versión comic

Lo cierto es que la película que se estrena este viernes no es el primer intento de llevar a la pantalla grande la historia del cronista visual del Poble Sec. Entre 2005 y 2006, el guionista e historiador Salva Rubio entró en contacto con el libro publicado por Benito de Bermejo y se planteó rodar una película con el mismo título. “Finalmente, por falta de financiación, en 2008 abandoné en proyecto, principalmente a causa de la crisis económica, que dificultó que siguiera adelante”, cuenta.

En su lugar, Rubio decidió contar la historia en formato de novela gráfica, un documento que se editó primero en Francia y posteriormente por la editorial española Norma Editorial, donde ya suma una segunda edición. “Además se ha traducido también al inglés y al italiano”, explica Rubio, que añade que la solución de reconvertir la historia en un cómic, del que él es autor y cuenta con ilustraciones de Pedro J. Colombo, permite “poder contar la historia con toda su fuerza y sin tener problemas de recursos económicos”.

Portada de la novela gráfica 'El fotógrafo de Mauthausen', editado por Norma i escrito por Salva Rubio, que ya ha llegado a la segunda edición.
Portada de la novela gráfica ‘El fotógrafo de Mauthausen’, editado por Norma i escrito por Salva Rubio, que ya ha llegado a la segunda edición. (Cedida / Arxiu Nacional de Catalunya)

 

Los españoles que lucharon por Hitler en las SS.

Autor: Lorenzo Silva.

Fuente: XLSemanal.

La vosstrasse es hoy una calle discreta, con descampados y bloques de viviendas. En buena parte de su longitud se encuentra en obras. Ningún letrero oficial recuerda lo que la ocupaba antes, pero el viajero avisado sabe que hay gato encerrado, como en tantos otros lugares de esta zona céntrica de Berlín, donde hasta el año 1989 se alzaba el muro que dividía la ciudad.

Eran 200. Había falangistas, anticomunistas y antiguos hombres de la Legión Azul

La única indicación nos la ofrece el restaurante chino Peking-Ente, en el número 1, en la esquina con la Wilhelmstrasse, que ha colocado un llamativo cartel publicitario rojo a mitad de la calle. En su parte inferior hay un croquis que muestra lo que había en los terrenos donde ahora se alternan la nada y los apartamentos construidos en su día para funcionarios de la extinta RDA. En el primer tramo de la calle, según el croquis, se hallaba la antigua Cancillería del Reich. A continuación, la nueva, mucho más grande, que concibió Albert Speer para Adolf Hitler. Tras ellas, en lo que hoy es descampado, estaban el patio y el búnker en el que a finales de abril de 1945 el Führer se enfrentaba a su oscuro destino.

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Un soldado español con uniforme de los Cazadores Alpinos (aún dentro de la Wehrmacht, las fuerzas armadas unificadas de los nazis) en 1944, con España ya neutral

En esos días, según los libros de Historia (y, singularmente, el excelente y vibrante Berlín, 1945, de Antony Beevor), la defensa del sector gubernamental de la capital del Reich estaba en manos de algunos restos de unidades alemanas, un puñado de niños de las Juventudes Hitlerianas y de viejos de la milicia popular Volkssturm y un contingente de voluntarios franceses y escandinavos de las Waffen-SS, extranjeros repudiados por sus países que fueron quienes de hecho llevaron el peso de los combates.

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Reverso de la postal, escrita en castellano por él mismo soldado de la imagen de arriba, prueba de que era español

Mucho menos se suele mencionar, y por tanto saber, que entre esos voluntarios de las SS había también un batallón de letones y, lo que más nos interesa, una pequeña y extraña unidad de españoles.

La mayoría murió en combate, a manos de soviéticos o en largos cautiverios tras ser apresados

Cuando el 30 de abril de 1945, a eso de las 15.30, Hitler acabó con su vida en el búnker, aún había algunos de ellos luchando en las inmediaciones de la Vosstrasse. Cumplían así el juramento de fidelidad que le habían prestado al Führer. Al principio de la batalla eran, como mucho, un par de cientos.

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Luis García Valdajos nació en 1918 en Tordesillas (Valladolid), ingresó en la Falange en 1936 y en la División Azul en 1942. Rechazó volver de Alemania cuando lo ordenó Franco e ingresó en las SS. Tras la guerra logró volver, de incógnito, a España. Preso por desertor, quedó libre en 1947. Nunca más se supo de él

Muy lejos del millón de bayonetas españolas que el día de San Valentín de 1942 había prometido Franco para el caso de que los rusos llegaran a Berlín. Pero allí estaban. Por voluntad propia y contra las órdenes del propio Franco. La mayoría murió bajo las balas soviéticas, en combate o al caer prisioneros. A unos pocos se les perdonó la vida y sufrieron largo cautiverio en Rusia. Otros lograron escapar casi milagrosamente. Su historia es una de esas que, cuando las conoce alguien cuyo oficio es el de narrar, despiertan una fascinación casi irresistible.

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Fuerza Multicultural: Miembros de las SS, en junio de 1944. Al final de la guerra, la antigua fuerza de élite del Führer era ya casi una especie de legión extranjera integrada por anticomunistas y antisemitas de diversos países
¿Quiénes eran aquellos españoles y cómo llegaron hasta allí?

La respuesta no es fácil, ni cien por cien segura. Conservamos algunas fotos y documentos que atestiguan la presencia y el itinerario de algunos de ellos. El comandante Miguel Ezquerra, el jefe de la unidad, y el alférez Ocaña dejaron su testimonio en sendos libros. Pero en el más detallado, el de Ezquerra, se observan contradicciones entre sus dos ediciones (una portuguesa poco después de la guerra y otra española muy posterior) y, aunque en su relato demuestra un conocimiento de la topografía de la ciudad y del desarrollo de la batalla que hacen difícil considerarlo un impostor, hay otros pasajes poco verosímiles o inexactos (como el de su condecoración por Hitler entre el 29 y el 30 de abril, cuando ya el líder nazi se aprestaba a suicidarse, o la defensa del hotel Kaiserhof desde las plantas superiores cuando el edificio había sido derruido por un bombardeo aéreo en 1943).

Algunos soldados eran adictos a la guerra. No luchaban por dinero. No había provecho en unirse a quienes ya habían perdido la partida

Depurando la información disponible, con la ayuda de los historiadores que se han ocupado del asunto (como Carlos Caballero Jurado, que entrevistó a algunos de los supervivientes), puede decirse que aquella unidad tenía una composición bastante heterogénea. Algunos eran antiguos combatientes de la División Azul y la Legión Azul que se habían negado a volver cuando la última fue repatriada en marzo de 1944 o que, tras regresar, y cuando ya España, por voluntad de un Franco deseoso de congraciarse con los victoriosos aliados, había adoptado el estatuto de potencia neutral, cruzaron ilegalmente la frontera para unirse a las tropas alemanas.

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Ricardo Botet Moro, uno de los pocos españoles de los que se conserva una foto, con uniforme nazi. Al terminar la guerra, logró escapar de los soviéticos haciéndose pasar por un trabajador desplazado. Desde allí huyó a la zona aliada y en 1946 logró regresar a España, donde, al parecer, murió hace unos años

Otros eran jóvenes, fervientes falangistas y anticomunistas que no habían estado en la campaña de Rusia, pero acompañaron a estos veteranos en su aventura. Tampoco faltaron, al parecer, algunos de los 50.000 españoles que se calcula que a la sazón trabajaban en la industria bélica alemana y que se alistaron como soldados para eludir la muerte que los amenazaba en los bombardeos continuos sobre sus fábricas. Incluso se dice que algunos de ellos eran antiguos combatientes republicanos, o rotspanier, en la jerga nazi, a los que hay constancia de que Hitler llegó a pensar en reclutar de forma general.

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Mito y verdad: Miguel Ezquerra, jefe de la unidad española de las SS en Berlín. Sobrevivió. Años después de la guerra escribió una autobiografía en la que algunos datos resultan, cuando menos, inexactos, lo cual no lo señala en ningún caso como un impostor

Con tan diferentes orígenes y extracciones, los vericuetos que siguieron aquellos españoles para acabar defendiendo el Tercer Reich en su batalla terminal fueron variopintos y, en algún caso, casi increíbles. Muchos iniciaron su periplo en Versalles, en el todavía hoy existente Quartier de la Reine (en el 5 de la Rue Carnot), donde se reunió hacia mayo-junio de 1944 a aquellos voluntarios que los propios alemanes no tenían gran interés en hacer demasiado visibles, porque seguían comprando materias primas estratégicas a Franco. Luego marcharon a Stablack, en Prusia Oriental, donde se los instruyó, y desde allí se repartieron por diversos frentes. Unos acabaron en Yugoslavia luchando contra los partisanos de Tito; otros, en Italia; otros, en Rumanía tratando de parar a los rusos en los Cárpatos.

Los llamaron ‘los irreductibles’ o el Batallón Fantasma. Se enfrentaron cuerpo a cuerpo a los tanques soviéticos en Berlín

Los supervivientes de estos últimos, todavía encuadrados en la Wehrmacht o ejército regular, acabaron compartiendo cuartel en Stockerau, cerca de Viena, con un contingente croata con el que mantuvieron pésimas relaciones. Eso fue lo que movió a muchos a acudir a la leva organizada por la división Wallonie, del belga Léon Degrelle, en la que constituyeron dos compañías y se pusieron por primera vez el uniforme de las Waffen-SS. Con él participaron en la dura batalla de Stargard, en Pomerania, a comienzos de 1945. Los que salieron vivos de ella constituían la columna vertebral de la unidad española de las SS, que se formó en marzo en Potsdam a las órdenes de Ezquerra y que acudió a defender a la desesperada Berlín el 21 de abril de 1945.

Los llamaron “los irreductibles” o el Batallón Fantasma. Gente a la que hoy nos cuesta comprender y que en medio de los escombros, junto a los niños feroces de las juventudes hitlerianas, se enfrentaron a cuerpo a los tanques soviéticos. Aunque no pocos, en cuanto vieron lo que había y pudieron, pusieron pies en polvorosa. No eran mercenarios, no había provecho en unirse a quienes a aquellas alturas habían perdido notoriamente la partida: algunos eran soldados crónicos, adictos a la guerra; a otros los movía el fervor anticomunista; más de uno podía alegar que lo llevó allí el azar de los acontecimientos. En cualquier caso, se trata de un grupo de españoles en el hecho histórico central del siglo XX. Recorriendo esa hoy casi clandestina Vosstrasse que los vio pasar y morir (como la Potsdamerplatz, o la Moritzplatz, o la Friedrichstrasse), es ineludible, para este contador de historias, evocar y compartir su pasmosa peripecia.

La forja del Eje.

Autor: Nacho Otero.

Fuente: muyhistoria.

Cómo tres países tan distantes y distintos como la nórdica y severa Alemania, la mediterránea y exuberante Italia y el impenetrable y lejano Japón –bajo el liderazgo de un veterano de guerra austríaco de clase media, un buscavidas ex socialista de humilde extracción y un aristócrata de origen divino (la familia imperial nipona, según la tradición sintoísta, desciende de la diosa Amaterasu)– se convirtieron en aliados y amigos se explica por numerosos factores. El más obvio, la confluencia de intereses ideológicos, en el umbral de una conflagración a escala global, entre el nazismo germano, el fascismo italiano y el militarismo japonés; asimismo, la necesidad de Hitler de recabar ayuda en áreas geoestratégicas que le hubiera costado controlar por sí solo, y la de sus socios de apoyarse en el poderoso Tercer Reich para alcanzar sus propios objetivos. Por eso esta alianza prosperó, y no así el Bloque Latino con que soñara Mussolini: la mera similitud cultural no era argamasa suficientemente sólida para un frente común.

Pero en la aproximación de las tres naciones, que se inició mucho antes del Pacto Tripartito de 1940, pesó además un motivo de carácter más emocional que político, convenientemente agitado por sus respectivos dirigentes: un sentimiento solidario de humillación y derrota.

El germen de este rencor nacionalista hay que buscarlo en el resultado de la anterior contienda mundial y, concretamente, en las condiciones (e incumplimientos) del llamado Tratado de Versalles, que cerró –en falso, como luego se vería– las heridas de la Guerra del 14. Con razón o sin ella –con más razón en unos casos que en otros–, tanto Alemania como Italia y Japón se sentían “parte damnificada” por dicho acuerdo: a la primera, la gran perdedora de la I Guerra Mundial, se le impusieron en 1919-1920 sanciones draconianas y duras limitaciones (desarme absoluto, importantes concesiones territoriales, exorbitantes indemnizaciones) que hundieron su economía durante la República de Weimar; a la segunda, pese a haber luchado en el bando ganador, se la ninguneó en el reparto del “botín” incumpliendo las promesas de Francia e Inglaterra; al tercero, también alineado en aquella ocasión con los vencedores, se le vejó desde la misma mesa de negociaciones, de la que fue apartado con excusas netamente racistas.

Ese fue el caldo de cultivo del ascenso de los fascismos europeos, que desde 1931 contaron con un sosias en Japón, el gobierno militar sustentado en el movimiento Kodoha (Facción del Camino Imperial). Así, a partir de los años 30, se intensificaron los contactos entre los tres “resentidos de Versalles” que culminarían en la forja del Eje. No obstante, a diferencia de lo que ocurrió con los aliados, nunca llegó a haber una reunión conjunta de los tres líderes del Eje: la naturaleza sagrada del emperador Hirohito le impedía aparecer en público para mezclarse en asuntos mundanos, hasta el punto de que en los carteles propagandísticos que celebraban la amistad de Japón con Alemania e Italia su efigie era sustituida por la del primer ministro Fumimaro Konoe, pues otra cosa hubiera sido irreverente. Mussolini y Hitler, sin embargo, sí mantuvieron encuentros con bastante regularidad, encuentros que iban a empezar a propuesta del primero.

Mussolini toma la iniciativa

Porque, aunque sería lógico pensar lo contrario dada su posición jerárquica en la historia, lo cierto es que Hitler fue a rebufo del Duce en el progresivo acercamiento entre las Potencias del Eje; al principio, ya que luego le tomaría la delantera y tendría literalmente que empujarle a involucrarse en el esfuerzo bélico. De hecho, en honor a la verdad, el italiano había precedido al germano en casi todo: fundó los Fasci di Combattimento, germen del Partido Nacional Fascista, el 23 de marzo de 1919 en Milán –el NSDAP o Partido Nazi nació el 24 de febrero de 1920 en Múnich; dio el golpe que lo llevó al poder a finales de 1922, mientras que a los nazis les costó más de una década alcanzarlo (1933); inició su escalada colonialista e imperialista –Libia, Abisinia (Etiopía)– antes que su homólogo (en 1934)… e incluso se le adelantó en el uso de un título de resonancias clásicas y pretensiones grandilocuentes. En efecto, Mussolini escogió para sí el epíteto latino Dux –transformado en Duce–, que significa general, caudillo, y eso estimuló a Hitler a hacer lo propio con la palabra alemana Führer (jefe, líder, guía, conductor).

La masacre de Katyn.

Autor: Pedro Oña, 6/09/2018

Fuente: El Blog de Historia del Mundo Contemporáneo.

En la primavera de 1940, en el bosque de Katyn y otros lugares cercanos, los rusos, por orden directa de Stalin, ejecutaron, generalmente con un disparo en la nuca, a 21.857 soldados polacos (muchos de ellos oficiales). Lo llevóa a la práctica un escuadron de la NKVD mandado por Vasili Blonjin, un auténtico verdugo (se llegó a quejar de que le habían salido ampollas en el dedo que apretaba el gatillo después de tres días de ejecuciones continuas).

Los alemanes descubrieron las fosas el 17 abril de 1943 y lo dieron a conocer; sin embargo, la propaganda soviética, con el apoyo británico y aliado, hizo creer al mundo que los responsables habían sido los alemanes. Los aliados no querían dañar su alianza con  Stalin. El engaño continuó hasta 1992. En 1993 Yeltsin pidió disculpas al pueblo polaco y pocos años después promovió el levantamiento de monumentos en memoria de las víctimas. Con estos actos no ha acabdo el problema, en 2005 la Fiscalía Militar rusa dictaminó que los sucedido en Katyn no fue un genocidio (como exigía Polonia), sino un crimen militar ya prescrito.

“(…) Aquel genocidio pasó a la Historia como la matanza de Katyn, pero Moscú cargó el muerto durante 50 años a la Alemania hitleriana. La cronología oficial soviética mantuvo la matanza de Katyn fuera de las fronteras de su conflicto patrio, y la habría mantenido enterrada en la cuneta de la Historia, de no haber sido porque en 1990 Mijail Gorbachov la sacó de debajo de la alfombra roja durante el periodo de transparencia informativa. Hasta entonces, la Polonia comunista había cavado un foso de silencio en torno a un crimen que los polacos consideran un auténtico genocidio.
Los hombres que murieron en Katyn fueron hechos prisioneros tras la invasión soviética de Polonia en septiembre de 1939, una semana después de la firma del pacto secreto soviético-alemán Ribbentropp-Molotov, un acuerdo de no agresión que preveía con minuciosidad carnicera el ‘despiece’ y reparto de Polonia entre ambos regímenes totalitarios. El 5 de marzo de 1940 Lavrenti Beria, jefe de la policía secreta soviética o NKVD (precursor del KGB), firmó una orden para ejecutar a 25.700 polacos de los campos de Kozelsk, Ostash-kov y Starobels, así como de ciertas prisiones de Ucrania occidental y Bielorrusia. La orden, firmada por Stalin y otros miembros del Politburó, fue desclasificada y entregada por Boris Yeltsin a Polonia junto a otros documentos en 1992.

La metódica matanza en aquel bosque de Smolensk (la misma región que un año después sería arrasada por la maquinaria de guerra nazi) se consumó con pistolas alemanas Walther PPK y revólveres soviéticos Nagan. Las víctimas recibían un tiro en la nuca nada más entrar en su celda (muchos fueron asesinados en las prisiones de Kalinin y Jarkov) o bien eran ejecutadas a pie de fosa. Vasili Blojin, el verdugo en jefe del NKVD, ejecutó personalmente a 6.000 prisioneros en 28 días. El 1 de mayo fue el único día de descanso para los carniceros.
Las ejecuciones nocturnas (silenciadas por el ruido de motores o ventiladores) eran precedidas de interrogatorios sistemáticos. A los prisioneros se les convencía de que iban a ser liberados, pero en realidad en aquella entrevista estaba implícita la condena según la actitud mostrada por el prisionero hacia el gobierno soviético. La pistola utilizada en aquella ‘ruleta rusa’ estaba llena de balas. Sólo 395 prisioneros escaparon a la muerte.
La primera fosa común de Katyn fue hallada por las tropas hitlerianas en 1943, lo que marcó el inicio de un fuego cruzado de acusaciones entre Moscú y Berlín, que pugnaron por cargar a la otra parte con los 20.000 muertos. Entre las víctimas figuraban un almirante, dos generales, 24 coroneles, 654 capitanes, 43 oficiales, 200 pilotos, además de 100 escritores y periodistas, 20 profesores universitarios, etc. También había entre ellos un príncipe y una sola mujer (la hija de un coronel). Entre los muertos figuraba el capitán Jakub Wajda, padre del laureado cineasta Andrezj Wajda, que en 2007 llevó a la gran pantalla su visión de la masacre en ‘Katyn’.

Fuente: El  Mundo.

Recuerdos de la Segunda Guerra mundial.

Autor: HELMUT SCHMIDT

Fuente: Revista Estudios de Política Exterior, nº 44, abril-mayo 1995.

En otoño de 1937 me licenciaron del servicio laboral y fui inmediatamente llamado a filas. Me asignaron a una batería antiaérea ligera de la Luftwaffe en Vegesack, cerca de Bremen: estábamos 10 soldados en una sala, con literas dobles donde no había ningún nazi y, después de habernos conocido mejor, todos teníamos la misma convicción: “Gracias a Dios estamos, por fin, en un sitio decente”. No había ninguna clase de propaganda ideológica nacionalsocialista, así que –después de los tiempos de las juventudes hitlerianas y el servicio laboral– nuestra batería nos parecía un oasis. Por entonces, yo pensaba con toda seriedad que las fuerzas armadas eran la única organización decente del Tercer Reich. Seguí pensándolo a pesar de la absurda y prolongada instrucción en el cuartel, que a veces adoptaba formas casi circenses y frecuentemente vejatorias.

Generalmente, los adolescentes llamados a filas quedaban apartados desde el primer día de las influencias externas. En tiempos de paz estaba uno aislado en gran medida de la vida cotidiana, por lo que quedaba prácticamente libre de la influencia nazi. En la mayoría de los casos, también ocurría así entre la tropa. Posteriormente, durante la guerra, una de la excepciones más importantes a esta regla la constituyeron los muchos desafortunados que fueron asignados a las unidades militares de las SS.

En algún momento recibí de la sección del partido nazi correspondiente a mi domicilio familiar de Hamburgo-Eilbek un formulario de solicitud que me instaba a ingresar en el partido. No lo hice, sino que respondí a la dirección comarcal (que probablemente no sabía que había sido expulsado de las juventudes hitlerianas) que era soldado y quería concentrarme en mi servicio militar; de lo demás ya hablaríamos más adelante. Reflexioné durante mucho tiempo sobre la forma de redactar aquella carta sin despertar sospechas por mi negativa; naturalmente, tenía miedo por las consecuencias.

Durante un año se permanecía con la graduación más baja, aunque se recibían 50 pfennigs diarios en lugar de los 25 del servicio laboral. Cuando en septiembre de 1938 llegó la “crisis de los Sudetes”, a pesar de ser todavía soldado raso, me nombraron jefe de pieza, ya que se movilizó entonces a muchos reservistas y algunos nos fueron asignados, lo que significaba tener a seis o siete hombres bajo mi mando, que se debían dirigir a mí como “mi cabo”. Me sentía muy importante.

Creíamos que los Sudetes, que –como toda Bohemia– habían pertenecido a Austria hasta 1938-1939, les habían sido arrebatados ilegalmente a los austriacos por el “vergonzoso tratado de Versalles”. Desde marzo de 1938, Austria formaba parte del Reich alemán –algo que aplaudieron también muchos ciudadanos alemanes y austriacos que no eran nazis– por lo que nos parecía natural que los Sudetes, de habla alemana, entraran ahora en el Reich. Como jóvenes soldados no teníamos sensibilidad para la ilegalidad del proceso, aunque tampoco experimentamos una sensación de triunfo. Esa valoración correspondía con las “clases para la batería” que el jefe de la misma, el capitán Paul Ullrich, nos impartía todos los sábados por la mañana durante los dos años que pasamos en Vegesack.

No recuerdo si comprendíamos las tensiones internacionales provocadas por la demostración de fuerza militar de Hitler que, hoy sé, fue en realidad una movilización parcial camuflada como maniobras. Aceptábamos todo de forma similar a como uno acepta al levantarse por la mañana que el tiempo es bueno o malo. Los soldados no éramos conscientes de la injusticia cometida por Alemania ni de la presión contraria al Derecho internacional ejercida sobre Checoslovaquia, sobre todo porque la anexión de los Sudetes fue aprobada en Munich por Francia, Inglaterra e Italia.

Un mes después se produjo aquel pogromo antijudío que se conoce con la terrible expresión de Reichskristallnacht o “noche de los cristales rotos”. Curiosamente no consigo acordarme de ello. El 9 de noviembre de 1938, cuando sucedieron aquellos hechos, no me enteré de nada en un primer momento; en las clases semanales de la batería no se hablaba de cosas así, no leíamos periódicos, y durante el permiso del domingo lo menos importante para mí era saber lo que pasaba en el mundo. En casa de mis padres se seguía sin hablar de política. Sin embargo, acabó corriéndose la voz entre los compañeros de sala sobre lo que había ocurrido el 9 de noviembre y seguramente discutimos sobre ello. En relación con el final de 1938, mis notas tomadas en el campo de prisioneros de guerra incluyen las frases “vergüenza por las persecuciones antijudías” y “a partir de ese momento, clara posición contraria al nacionalsocialismo, aunque todavía excluyo a la persona de Hitler”.

Que excluyera a Hitler de mi valoración negativa correspondía a una actitud que seguramente aún compartía mucha gente en Alemania; recuerdo el tópico de “¡si lo supiese el Führer!”. Entretanto, ya sabía que había campos de concentración, pero imaginaba que eran cárceles improvisadas para personas detenidas sin proceso porque las autoridades albergaban sospechas respecto a ellas por algún motivo. Tenía claro que, seguramente, esas personas no habían cometido ningún delito, pero la Gestapo sabía que eran adversarios. Tardé mucho en darme cuenta de que Hitler era la fuente de todos los males.

La asignación diaria de 50 pfennigs del ejército no era suficiente –a pesar de alguna ayuda de mi padre– para ir a Hamburgo todos los fines de semana, así que sólo iba a casa uno de cada tres. Las otras dos semanas, cuando salía del cuartel el sábado iba a Bremen, a casa de amigos de mis padres o a Fischerhude, un pueblo en el valle del Wümme. En Fischerhude vivían –además de los campesinos, que seguramente eran en su mayoría ingenuos simpatizantes nazis y aspiraban a tener una heredad propia– Otto Modersohn, a quien conocí en aquella época, y su tercera esposa, de soltera Breling, cuyo padre había sido pintor y había vivido en Fischerhude antes que Modersohn. También estaba la discípula de Maillol, Amelie Breling, otra hija del pintor, escultora y ceramista, que compartía la casa con su hermana Olga Bontjes van Beek y los tres hijos de ésta, Cato, Meme y Tim. Olga había sido bailarina y se había casado con Jan Bontjes van Beek, quien se convirtió más tarde en un importante ceramista; por aquel entonces ya estaban separados. Olga se había hecho pintora y creaba cuadros de tonalidades suaves. También vivía en Fischerhude la escultora Clara Rilke-Westhoff, que fue esposa de Rainer María Rilke. Pero mi punto de contacto personal era la casita de Haina y Fritz Schmidt, que había sido compañero de mi tío Heinz Koch durante la guerra.

Para mí, la mayor atracción en aquella comunidad de artistas era Olga Bontjes van Beek. Su casa –como todo Fischerhude– fue mi principal fuente de orientación intelectual en los años decisivos que marcaron mi vida antes de la guerra y al comienzo de la misma; era mi hogar más que Hamburgo y la casa de mis padres. Frecuentemente los artistas de Fischerhude recibían visitas de otros procedentes de Berlín y del resto de Alemania, incluso del extranjero. Casi nunca había nazis entre ellos; pero cuando así sucedía, se nos avisaba discretamente para que tuviéramos cuidado. Por lo demás, siempre eran conversaciones libres sobre problemas de arte, música o literatura, pero también sobre la evolución política y, más tarde, sobre la guerra.

Entonces ya me había convertido en un adversario de los nazis, pero al mismo tiempo era un patriota alemán con sentido del deber. En cambio, mis amigos de Fischerhude, de una generación anterior a la mía, tenían una orientación predominantemente internacionalista y cosmopolita. Esa diferencia llevaba en ocasiones a debates políticos con Amelie Breling y Cato Bontjes. Amelie, que seguramente me doblaba en edad, conocía el extranjero, tenía un juicio claro y era una personalidad que imponía respeto. Cato tenía algunos años menos que yo, pero ya había vivido algún tiempo en Inglaterra y Holanda, por lo que tenía más experiencias positivas que yo; era una joven idealista.

En aquel círculo de amigos de Fischerhude había una gran confianza; sin embargo, no mencioné a mis antepasados judíos y seguramente mis amigos de Fischerhude sólo se enteraron por casualidad y mucho después de la guerra. Fue también mucho después de la contienda cuando conocí en el Partido Socialdemócrata al doctor Wilhelm Königswarter, parlamentario berlinés, y a Adolf Ehlers, alcalde de Bremen; los dos habían mantenido durante la época nazi, y de forma independiente, contactos con Fischerhude y con la familia Bontjes y hablaban de ellos con respeto y cariño. En general, mis amigos de Fischerhude profundizaron y reforzaron mi rechazo a la ideología nazi.

A lo largo de la primavera y el verano de 1939, mi jefe de batería, Paul Ullrich –al que llamábamos “el viejo capitán”– y otros superiores trataron de convencerme de que pasara a ser un oficial de carrera. Me negué y cité como motivo mi deseo de ser arquitecto. Así, a finales de septiembre de 1939, poco antes de mi mayoría de edad, cuando debían terminar los dos años de servicio militar, mi padre ya me había comprado ropa de civil: una chaqueta azul con discretos cuadros y un pantalón gris. Me dirigí a Shell Alemania, en el Alster hamburgués. Quería salir de Alemania; el estudio de la arquitectura pasaba a un segundo plano. Esperaba poder ir, con ayuda del grupo internacional, a las Indias holandesas, donde –según había oído– la Shell estaba realizando prospecciones para encontrar petróleo. En la actualidad, no recuerdo muy bien si sólo quería escapar del nacionalsocialismo durante un período limitado o si había detrás una posible disposición a la emigración definitiva. En cualquier caso, mi plan de marcharme al extranjero era serio y firme, aunque quedó en nada porque nunca llegué a ser licenciado del servicio militar. Entretanto, la guerra había comenzado. Junto con otros compañeros oí por la radio las palabras de Hitler: “Desde las 5:45 horas se está respondiendo a los ataques”. No imaginaba que el ataque polaco había sido simulado; creía realmente que los polacos habían atacado la emisora de Gleiwitz, por lo que los alemanes debíamos ahora defendernos.

Después de que algunos de nuestros compañeros fueran transferidos a otras unidades, los jóvenes bachilleres de la quinta del 37 que quedamos en Vegesack habíamos mantenido una relación muy amistosa y estrecha hasta el comienzo de la guerra. Los que sobrevivimos a la guerra mantuvimos esa amistad. En aquella época –como todos los que hacíamos el servicio militar– fuimos ascendidos a cabos después de 12 meses y, después de otros seis, en el verano de 1939, a suboficiales (ya que teníamos el bachillerato) y “aspirantes a oficiales en la reserva”. Ninguno de los siete u ocho suboficiales era nazi: con excepción de uno, que más tarde murió en la guerra, todos rechazaban el sistema nacionalsocialista.

El estallido de la guerra

Aceptamos el estallido del conflicto como un acontecimiento natural. Sólo la campaña de Francia, más de medio año después, y la rápida derrota del país vecino, que nos había vencido hacía solamente 20 años, llevó a muchos de mis coetáneos a pensar si no habría algo bueno en las acciones del Führer. En el caso de muchos de los jóvenes soldados, sus conocimientos de Historia apenas eran suficientes para darse cuenta de que en 1918 no habían sido sólo los franceses quienes nos habían derrotado, sino que al final casi todo el mundo había luchado contra Alemania. Por el contrario, yo conocía bastante bien la historia y los prolegómenos de la Primera Guerra mundial; por eso suponía que se volvería a producir una coalición mundial contra Alemania. En Bremen, en casa de Liesel Scheel –a la que llamaba “tía”– dije que la guerra duraría cuatro años y que acabaríamos perdiéndola.

Entonces empezó para mí lo que podríamos llamar una división de la personalidad: mientras que, por un lado, rechazaba el nacionalsocialismo y pronosticaba un final negativo de la guerra, por otro no dudaba del deber de luchar por Alemania como soldado. Pero, al mismo tiempo, según indican mis notas del campo de prisioneros de guerra, tenían lugar “repetidos acercamientos a ideas nacionalsocialistas individuales”, las de la colectividad y el socialismo. El lema nacionalsocialista de que “el bien común tiene prioridad sobre el bien individual” tenía todo mi apoyo. No sabía que la fraternidad, el compañerismo o la solidaridad habían sido desarrollados como valores básicos mucho antes de que hubiera nazis y que éstos sólo los habían adoptado superficialmente.

Poco después del comienzo de la guerra pasé a ser sargento de la reserva. A principios de 1940 –junto con la mayoría de mis antiguos compañeros de instituto– fui nombrado alférez de reserva. Por lo demás, ninguno fuimos a una escuela de oficiales ni nada parecido; probablemente, según creo hoy, gracias a las valoraciones positivas de nuestro superior directo en tiempos de paz, el capitán Paul Ullrich. Dos años más tarde fui ascendido a teniente, aunque ya no de la reserva sino en activo. No deseaba hacerme oficial y había rechazado en repetidas ocasiones la carrera de oficial profesional, pero estaba de acuerdo con aquellos ascensos como reservista.

A partir de finales de agosto de 1939 tuvimos que defender Bremen contra los anunciados bombardeos ingleses, que por entonces eran bastante inofensivos. En 1940 me mandaron con la misma misión a la zona industrial de la Alta Silesia. En 1941 fui trasladado a Berlín, al alto mando de la Luftwaffe, para inspeccionar la artillería antiaérea y colaborar en la elaboración de instrucciones de tiro para cañones antiaéreos ligeros. Allí me encontré con mi antiguo jefe de batería, Ullrich, ascendido a comandante o teniente coronel y quien aparentemente había pedido mi traslado. Con dos excepciones relativamente breves, pertenecí hasta el final de la guerra a ese Estado Mayor, que más tarde se llamó “general del arma antiaérea” y “general de la instrucción antiaérea”, o a alguna de las escuelas de artillería antiaérea dependientes del mismo. En parte, me ocupé de la prueba de nuevas armas automáticas antiaéreas y los correspondientes aparatos y, en parte, de la elaboración de instrucciones de utilización y formación para los mismos o de la enseñanza de tiro.

En 1941 fui a París en un viaje de servicio como correo. La riqueza cultural de la ciudad me impresionó. Vi los paisajes urbanos que había pintado Maurice Utrillo y que sólo conocía por mis pequeñas postales. Vi el Sena, Sacré-Coeur, Notre-Dame y toda esa maravillosa metrópoli que se me quedó grabada como obra de arte por sus edificios. Pero por impresionante que fuera aquella vivencia cultural, todavía no provocó en mí conclusiones políticas para el futuro, puesto que en aquellos dos días no tuve contactos con franceses: mis conocimientos del idioma se limitaban a una docena escasa de palabras.

Poco después del ataque de Hitler contra la Unión Soviética, el 22 de junio de 1941, en la casa de Liesel Scheel en Bremen tuvo lugar una agria discusión con un compañero de estudios de mi padre, capitán de la reserva. Mencioné la campaña de Napoleón en dirección a Moscú y dije: “Esta guerra tendrá un final terrible; si tenemos suerte, después todos viviremos en barracones; si no, habitaremos en cuevas. El nuevo estilo arquitectónico alemán será el barroco”. Eso provocó un intenso enfrentamiento y el amigo de mi padre me acusó de derrotismo.

Resulta típico de la división de mi personalidad en aquella época que, por una parte, imaginara claramente el catastrófico final de la guerrra pero, por otra, me avergonzara de no poder mostrar –al contrario que la mayoría de los soldados que paseaban por Berlín– medallas al valor, ya que no había participado en ninguna campaña. Eso hizo que, descontento con la guerra burocrática sin honores de Berlín, solicitara ser transferido a una unidad de combate.

Pero antes, en julio de 1941, volví a reunirme con Loki en Berlín. Después de varios distanciamientos entre los dos, amoríos con otros y nuevos comienzos, aquella semana en común nos llevó a una unión definitiva. Comprendimos que ya no se trataba de una iniciación a la vida, sino que era nuestra vida real. Era posible que después no hubiera ninguna otra, que nuestra vida durase poco y no llegara una segunda oportunidad para unirnos. Desde entonces ha pasado más de medio siglo y la unión se ha mantenido. Nuestro encuentro en Berlín fue la época más feliz de mi vida hasta entonces; inmediatamente después fui transferido al frente ruso.

Mi nueva unidad era una sección antiaérea ligera de la Luftwaffe enmarcada en la primera división Panzer, situada a las puertas de Leningrado. Entonces se acentuó la división de mi personalidad. Estaba seguro de que perderíamos aquella guerra. Por la noche, cuando no podía dormir, por una u otra razón, reflexionaba sobre ello. Pero durante el día, todos –incluido yo– hacíamos lo que nos ordenaban. No hacía falta que nadie estuviera vigilándome: hacía lo que consideraba mi deber como soldado. Pero por la noche volvía a pensar: ojalá acabe pronto la guerra. Cuando el avance contra Leningrado se estancó, la división se retiró y fue llevada al norte de la sección central para avanzar contra Moscú a través de Kalinin, la antigua Tver. Nuestra división sufrió pérdidas elevadas y en nuestra batería probablemente casi nadie creía ya en la llamada “victoria final”. El 6 de diciembre de 1941, después de grandes pérdidas y del comienzo del invierno, con temperaturas de hasta 35 grados bajo cero, se inició nuestra retirada a través de Klin. Nuestros tanques y vehículos blindados habían desaparecido y nuestro antiaéreo autotransportado de dos centímetros, un vehículo mixto de cadenas, sirvió de sustituto. Parecía repetirse el destino de Napoleón en Rusia.

A la espera de un horrible final

Ya algunos meses antes, en otoño, habíamos experimentado un largo período en el que no se produjo ningún movimiento, lo que dio a la tropa no sólo oportunidad para descansar, sino también para reflexionar e intercambiar opiniones personales. Marco Aurelio, cuyas reflexiones siempre llevaba conmigo, volvió a desempeñar un papel importante para tranquilizar mi alma; me enseñó a permanecer sereno y a controlarme ante acontecimientos en los que no se puede influir porque están fuera de nuestro alcance. Al mismo tiempo, me parecía un modelo de cumplimiento del deber, precisamente en la guerra. También volví a leer –en una minúscula edición del “círculo de lectores de Munich”– la obra póstuma de Matthias Claudius de 1799, que lleva el título de A mi hijo Johannes. Siempre me gustó Claudius por su poema Abendlied. Durante la guerra siempre llevé conmigo su obra póstuma y la conservo hasta hoy. En aquella época había tres frases que me parecían especialmente importantes: “(…) obedece a las autoridades y deja que los demás discutan sobre ellas. Sé justo con todo el mundo, pero no des tu confianza fácilmente. No te inmiscuyas en las cosas ajenas, pero haz las tuyas con diligencia (…)”. Con un suboficial de mi sección, un estudiante de teología que se preparaba para ser párroco, mantuve dos largas conversaciones sobre la cuestión de la obediencia a las autoridades. Me explicó que la advertencia de Claudius se hacía eco de la epístola de san Pablo a los romanos, que citó de memoria: “Obedeced a las autoridades, porque toda autoridad es de Dios”. Así, aquel futuro pastor trataba de tranquilizarme diciendo que en el mundo nada podía suceder sin la voluntad de Dios.

Hasta mucho después de la guerra no entendí que el capítulo 13 de la epístola a los romanos y su traducción luterana no pueden ser entendidos como un deber absoluto de obediencia a cualquier autoridad humana. Mucho más tarde conocí, a través de Gustav Heinemann, la tesis del sínodo de Barm de 1934, según la cual no sólo los gobernantes sino también los gobernados tienen responsabilidades; tesis que en 1934 era otra forma de expresar el principio democrático. Tres lustros después de la guerra mantuve un debate público con el obispo regional de Hamburgo, Witte; él era un viejo pastor de pelo blanco, yo era un joven político. Discutimos sobre “Romanos 13” y el obispo Witte dijo: “Señor senador, usted es mi autoridad”. Yo lo discutí enérgicamente. Para entonces había comprendido que un cargo estatal no puede significar en sí una autoridad deseada por Dios y que en cualquier caso la autoridad estatal no puede ser un valor absoluto; la palabra “autoridad” ya me resultaba desagradable. Pero eso fue en 1962, más de 20 años después de la lectura de la obra póstuma de Matthias Claudius.

En 1941, en Rusia, aprendí a confiar internamente en Dios. Así seguí haciéndolo durante el resto de los años de guerra, cada vez peores, siempre que tenía miedo. Naturalmente, eso ocurría con frecuencia. Cuando en aquella época leí Das einfache Leben (“La vida sencilla”) de Ernst Wiechert, me pareció modélica esa forma de existencia humana.

En diciembre de 1941, un acontecimiento me conmocionó profundamente. Cuando mi comandante nos anunció que Hitler era comandante en jefe de las fuerzas armadas y el general Von Brauschitz había pasado a la reserva, pensé que Hitler debía tener delirios de grandeza. Me parecía inimaginable que se atreviera a situarse a la cabeza del ejército, una idea ingenua pero que resultó correcta. Por lo que supe, en nuestra unidad no hubo reacciones.

Al llegar a este punto quiero hablar de un hecho que, probablemente, resulta difícil de imaginar para las generaciones posteriores y que a Leonid Bréznev, cuando se lo conté una vez, también le costó creer: entre todos los militares que había conocido hasta entonces, no había habido ninguno que se presentara como nazi, especialmente ningún superior. Tampoco después, durante toda mi época militar hasta ser hecho prisionero de guerra en 1945, encontré a un solo nazi que se presentara abiertamente como tal. Por lo que yo podía ver, mis superiores militares se creían obligados a cumplir con su deber patriótico, igual que sus padres en la Primera Guerra mundial y sus antepasados en la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Lo mismo pensaba yo. Creo que la gran mayoría de nuestras quintas se consideraban “miembros del ejército alemán” y no luchadores por el nacionalsocialismo; sin embargo, hubo unidades –sobre todo en las fuerzas militares de las SS, pero también en el ejército de tierra, la marina y el ejército del aire– en los que nazis convencidos ejercían influencia política y adoctrinamiento ideológico como “oficiales de mando nacionalsocialistas” o superiores militares, descendiendo incluso hasta las compañías individuales. Mi hermano, que pertenecía a la clase de tropa, vivió muchas veces este tipo de situaciones.

En la guerra tuve mucha suerte en general. En 1942 fui transferido desde el frente ruso, primero a Bonn y luego otra vez a Berlín, para colaborar en la preparación de instrucciones de uso y de tiro para antiaéreos ligeros. Pero ahora cumplía mis tareas con la seguridad de un terrible final de la guerra y esa seguridad contribuyó a que, en enero de 1942, Loki y yo decidiéramos casarnos. Habíamos abandonado la esperanza de que nuestra vida real empezaría cuando terminara la guerra.

Pero en aquel momento sucedió algo que yo no había previsto: “Necesita usted un permiso de matrimonio”. Me asusté: creí que esa norma sólo se aplicaba a los oficiales en activo. Yo estaba en un hospital de Bonn, donde estaba siendo tratado de un reuma que había contraído en Rusia. Entonces el comandante me mandó llamar y dijo: “¿Quiere usted casarse?”.“Sí, mi teniente coronel”. “Pues encárguese de que su prometida venga a visitarnos a mi esposa y a mí”.

Entonces Loki trabajaba en Hamburgo como profesora, con lo que en plena guerra tuvo que trasladarse a Bonn durante sus vacaciones de Semana Santa para presentarse. En la actualidad parece grotesco y a mí ya me resultó cómico en su día. Pero lo que no fue cómico sino preocupante fue que el ayudante me comunicó de forma totalmente inesperada que, para obtener el permiso de matrimonio, debía presentar mi certificado de raza aria. Fue la primera vez –la única, por otra parte– que se me planteó ese problema de forma concreta. De pronto amenazaba con venirse abajo la seguridad que me había proporcionado la pertenencia al arma antiaérea de la Luftwaffe y a su cuerpo de oficiales.

Mi padre y yo mantuvimos por primera vez una conversación sobre nuestros antepasados. Me enseñó un certificado que había obtenido en el archivo de la ciudad de Hamburgo que afirmaba que él había nacido en tal fecha de tal madre y al lado ponía: “Padre desconocido”. Llevé ese certificado a Bonn, sin estar seguro de si lo aceptarían y con bastantes temores.

Pero a mi comandante, Andersen, la certificación de mi origen no le interesaba; lo que quería era conocer a mi prometida y comprobar si era acorde con mi clase. Aparentemente, Loki causó una impresión aceptable al matrimonio Andersen, puesto que obtuve el permiso de matrimonio y una certificación –con el sello oficial y la firma del teniente coronel Andersen– de que había presentado mi certificado de raza aria en su departamento. Ese documento me pareció muy valioso, también para mi padre y mi hermano.

Ese mismo año nos casamos por la Iglesia. Mi amigo de juventud Kurt Philipp recuerda que nuestra boda le pareció una especie de toma de posición. Pero nosotros no teníamos ninguna intención semejante, sino que sólo pensábamos en nuestra propia vinculación a la Iglesia. Estábamos convencidos de que Alemania se vendría abajo dejando tras de sí un completo caos; no sólo las ruinas de nuestras ciudades, sino también un marasmo moral. Hasta entonces, tampoco habíamos estado muy vinculados con la Iglesia; Loki ni siquiera era miembro, no había sido bautizada y tuvo que recibir clases en Hamburgo de un pastor de edad avanzada para poder así bautizarse. Poco después, un pastor al que ella conocía nos casó en un pueblo junto al valle del Hamme, al norte de Bremen. Pensábamos que después del hundimiento moral de nuestro país, la Iglesia sería la única fuerza en torno a la cual se podría volver a construir una sociedad decente. Pero si Hitler acaba por ganar la guerra –decíamos– enviarán a la gente como nosotros de profesores de alemán a Tromso, en el norte de Noruega, o en el peor de los casos a Siberia.

Aquel mismo año, en 1942, me sucedió algo que me atormentó durante mucho tiempo. Como he contado, entre mis amigos de Fischerhude figuraba Cato Bontjes van Beek, algunos años más joven que yo. En aquel momento ella vivía también en Berlín. Casualmente nos encontramos allí en 1942 y Cato me invitó una noche a una fiesta privada. Se habían reunido 30 o 40 personas en una gran vivienda de la Bismarckstrasse que pertenecía a su tío Hans Schultze-Ritter. Se habló con la más absoluta libertad sobre toda clase de cuestiones y también sobre los nazis. Thomas von Randow, que posteriormente se convirtió en yerno de los Schultze-Ritter, recordó en 1991 aquella fiesta: “Sólo conocía a algunos de los invitados, ya que todos podían llevar a sus amigos (…) La presencia de Helmut Schmidt dio pie a una discusión ¿un antinazi podía ser oficial? Las bajas en el cuerpo de oficiales eran extremadamente altas. Esa fue precisamente la base de la que partió Helmut Schmidt para su apasionada defensa: (…) debido al mayor riesgo de un oficial, alguien que no quisiera serlo se haría sospechoso de huir del peligro. Y él no quería parecer un cobarde. Hubo mucho desacuerdo con ese argumento, pero Hans Schultze-Ritter, ecuánime, nos dejó clara su validez: durante la Primera Guerra mundial, él mismo, al que le resultaba odioso todo lo militar, ascendió hasta llegar a ser capitán por motivos similares”.

Yo no recuerdo esa discusión. Pero sí me acuerdo, de forma tremendamente vívida, del clima de los debates de aquella noche, mortalmente peligrosos y sin ninguna clase de reserva. Los nazis y el Tercer Reich fueron objeto de repulsa, burla y desprecio. Apenas conocía a nadie y nadie me conocía a mí; me dio la impresión de que muchos de los presentes tampoco se conocían (hasta después de la guerra no me enteré de que la realidad era diferente). Eso era tremendamente irreflexivo, porque entonces en Berlín uno no podía sentirse a salvo de posibles denuncias, por lo que, en vista del debate sin reservas, pensé, asustado: esta gente se está jugando la vida. Por eso no volví a acudir a aquella casa.

Realmente estaban arriesgando su vida. Cato Bontjes Van Beek fue detenida en el otoño de 1942 y posteriormente condenada a muerte por complicidad en la preparación de alta traición (había repartido octavillas): el 5 de agosto de 1943 fue ejecutada en la prisión berlinesa de Plötzensee. Pero después de aquella fiesta del verano de 1942 me avergoncé de mí mismo por no haber intentado ponerme de nuevo en contacto con Cato para advertirla por su irresponsabilidad. Hoy sé que entonces ya llevaba algún tiempo colaborando con personas de la resistencia, cercanas a Harro Schulze-Boysen. Así que mi advertencia habría llegado demasiado tarde y por lo que yo sabía de ella, seguramente tampoco la habría aceptado. Pero eso no borra la vergüenza que volví a sentir, recientemente, cuando Lew Kopelew honró a Cato Bontjes Van Beek con ocasión del 70 aniversario de su nacimiento.

El bombardeo de Hamburgo

En julio de 1943, la mitad de Hamburgo quedó destruida en un terrible bombardeo y decenas de miles de personas murieron en una semana. Mi familia y la de Loki tuvieron relativamente buena suerte: casi todos nuestros parientes más próximos sobrevivieron, aunque murieron la hermana de mi suegro y su marido. La casa de Barmbek donde Loki y yo teníamos un piso alquilado ardió, igual que los bloques de viviendas donde vivían mis padres, en Eilbek y los de Loki, en Horn; lo mismo les sucedió a los suegros de mi hermano en Uhlenhorst y a los Koch en Mundsburger Damm. De pronto, todos quedamos en la pobreza, perdimos todo. Un capitán en activo nos dejó una pequeña habitación en el piso de su familia y más tarde encontramos dos habitaciones en el cuartel Schnitter de Schmetzdorf.

Había comenzado una vida sencilla. Por la noche cantábamos a veces alrededor del piano, en casa del médico Willy Arnold, con su círculo de amistades. Cuando en junio de 1944 tuvimos un hijo, los Arnold nos ayudaron mucho. Al contrario que en Berlín, en el cuartel de Bernau apenas había que temer una denuncia; si alguna vez había algún posible nazi, lo sabíamos de antemano. Lo mismo ocurría en mi lugar de trabajo. Dos décadas más tarde pudimos devolver el favor: acogimos en nuestra casa de Hamburgo a la hija mayor de los Arnold, que no podía estudiar en la República Democrática Alemana (RDA) debido a una minusvalía física y posteriormente pudimos ayudar a los Arnold en su huida de la RDA y responder a su hospitalidad en Hamburgo. Aparte del círculo de los Arnold, en Bernau no mantuve ningún contacto con civiles; no así Loki, que trabajaba como profesora.
En Bernau viví de lejos, sólo a través de la radio, el atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944. Muy ingenuamente, al principio lo consideré una acción individual chapucera. Pensé: “Si uno empieza algo así, tiene que asegurarse de que funcione”.

El ambiente en el cuartel de Bernau era de abatimiento. Mi superior directo, el comandante Friedrich Georgi, fue inmediatamente detenido; era el yerno del general Olbricht, a quien mataron, pero Georgi consiguió engañarles en todos los interrogatorios y después de la guerra pasó a dirigir la editorial Parey. Yo apreciaba mucho a Georgi, pero no sabía nada de su conexión con los hombres del 20 de julio ni de su participación en la preparación del atentado. Lo que sí sabía era que le disgustaban tanto los nazis como al resto de los oficiales de la plana mayor que dirigía, igual que nuestro general, Heino von Rantzau y yo, el oficial más joven de la unidad.

Algunas semanas más tarde me enviaron como oyente a uno de los procesos ante la Corte Popular de Justicia, supongo que para intimidarme. Seguramente fue organizado por algún departamento político, porque varios oficiales de nuestra plana mayor fueron enviados como oyentes a distintas sesiones. Mucho después de la guerra escuché al profesor Siegfried Schönherr, que había sido mi jefe de grupo y vecino de despacho en Berlín, expresar la sospecha de que en aquella acción de intimidación había desempeñado un papel importante el oficial de mando nacionalsocialista de nuestra plana mayor, un oficial ya viejo de la reserva, del que todos desconfiábamos. El motivo de su iniciativa –si es que fue suya– podría haber sido el hecho de que fuéramos colaboradores de Georgi. Por lo demás, el doctor Goebbels, en una conversación que mantuvo en la torre antiaérea del zoológico de Berlín a finales de verano de 1944 con el coronel Fischer (que hasta marzo de 1944 había sido jefe de la plana mayor en Bernau), le ordenó personalmente participar en una de las sesiones “(…) para que sepa usted la suerte que corren los traidores. He ordenado que envíen a las sesiones de la Corte Popular de Justicia a los militares de todas las graduaciones cuya actitud nacionalsocialista exija una mejora (…)” (así me lo transmitió por carta el general de brigada retirado Kurt Fischer).

Schönherr escribió en 1978: “La terrible experiencia de aquel día se grabó en mi memoria de forma indeleble”. Comparto la frase totalmente porque aquella sesión del juicio que viví a principios de septiembre de 1944 fue horrible e intimidatoria. El indigno presidente del tribunal, Roland Freisler, que ofendía continuamente, de forma vulgar y chabacana a los acusados, parecía salido del infierno de Dante. Se trataba del proceso contra Leuschner, Goerdeler, Von Hassel y Wirmer. Von Hassell y Wirmer, sobre todo, me causaron una excelente impresión. Se mantuvieron con entereza y conservaron su dignidad.

Después de la guerra, le transmití mis impresiones en una carta a la viuda de Von Hassel. Tras su muerte en 1987, su hijo Johann la encontró entre sus papeles y me devolvió una copia de la misma. Con fecha de 2 de junio de 1946 –con el recuerdo todavía fresco– escribí: “El proceso estaba exclusivamente destinado a la degradación humana y la destrucción espiritual. Los vocales –el general, el funcionario, el obrero o lo que fuera toda esa gente– eran puro decorado; no les vi abrir la boca. El abogado defensor tampoco era más que un ayudante teatral. Porque todo el juicio no era más que una puesta en escena de Freisler, que unía la inteligencia y la elocuencia demagógica de Goebbels a la jerga del populacho. El juicio era una burla a todas las normas procesales; no había testigos; estaba claro que los defensores de oficio habían sido designados la noche antes; los acusados apenas podían acabar una frase sin ser interrumpidos; sólo se trataba lo que encajaba con el plan de Freisler: todo era tan opresivo que no conseguí volver allí el segundo día. Posteriormente dije en una conversación con mis compañeros que podría matar a Freisler con satisfacción y sin ningún remordimiento”.

Todo aquello hacía que la imagen de la personalidad de los acusados tuviera que resultar especialmente clara a los presentes a través de sus palabras y su actitud. No cabe duda de que sería signo de la máxima disciplina si conseguían mantener su dignidad y el dominio de sí mismos. El embajador todavía pudo explicar que en su día (1933 o 1934) permaneció en el cargo por voluntad de Hitler, creyendo que podría servir a la causa alemana, aunque le había expresado claramente su rechazo del nacionalsocialismo. Pero pronto ya no pudo decir lo que consideraba importante para su defensa, porque Freisler, que deseaba evitar ante los oyentes, las camáras y los micrófonos, cualquier matiz que pudiera interpretarse o considerarse como positivo para los acusados, le interrumpía continuamente de la forma más hiriente, ante lo que su esposo prefirió callar y soportar todos los insultos y acusaciones, con un inaudito dominio de sí mismo. Siguió el juicio con la mirada apartada y el rostro rígido, en el que podía leerse el desprecio por ese tribunal, y dio las respuestas que le pidieron en la forma más breve posible, sin mirar a Freisler. Creo que incluso los jefes de las SS presentes entre el público se dieron cuenta de quién era el auténtico vencedor del juicio.

Aunque a los oyentes nos habían prohibido hablar del proceso bajo la amenaza de graves penas, a la mañana siguiente informé de la experiencia, conmocionado y nervioso, al que era mi jefe en aquellos momentos, el teniente general Von Rantzau. Me enteré por él de que otros oficiales de nuestra unidad, enviados anteriormente como oyentes a los procesos contra el mariscal de campo Von Witzleben, el general Fellgiebel, entre otros, le habían expresado de forma similar su indignación y repulsa y de que él mismo compartía nuestra condena y nuestros sentimientos.

“Comprenderá, estimada señora, que el conflicto entre la visión del final hacia el que nos encaminábamos y la idea del cumplimiento militar del deber hacia la patria, para el que nos habían educado de forma imperativa, se hizo insoportable a partir de ese momento, sobre todo entre nosotros, los oficiales jóvenes (…)”.

Casi un cuarto de siglo después de esa carta –entonces yo era ministro de Defensa– también pude informar, oralmente, al entonces director ministerial, Ernst Wirmer, sobre los hechos y, ante todo, sobre el comportamiento varonil de su hermano Josef Wirmer en el mismo proceso.

A las cinco de la tarde, la sesión de la Corte Popular de Justicia se aplazó hasta el día siguiente. Acudí a Bernau a ver a mi comandante Von Rantzau y le rogué que me eximiera de la orden de volver al día siguiente a la Corte Popular de Justicia. Rantzau me saludó diciendo (yo aún no había abierto la boca): “¿Qué, Schmidt, qué han vuelto a organizar los camisas pardas?”. El era general y yo no era más que un joven teniente; pero ese tono familiar era el que se empleaba entre los oficiales de aquella unidad para hablar de los nazis. Rantzau me autorizó a no volver al juicio.

En aquel momento, en otoño de 1944, no sabía que se estaba exterminando a los judíos, aunque hoy es conocido que el exterminio en masa, organizado y planificado, ya había empezado antes de la tristemente famosa conferencia de Wannsee del año 1942. Por el contrario, había oído mencionar una vez en Rusia, durante el medio año que pasé en la primera división Panzer, aquella “orden de los comisarios” según la cual los comisarios políticos del Ejército Rojo que cayeran prisioneros debían ser fusilados: sin embargo, no se me comunicó oficialmente esa orden. Mientras estuve en ella, nuestra división no pudo hacer prisioneros; avanzábamos con grupos de combate motorizados, retrocedíamos y volvíamos a avanzar. Teníamos bajas y vi muchos alemanes muertos y también muchos rusos; en cambio, sólo vi prisioneros una vez y de lejos, en la retaguardia, en un tren de mercancías. Así que nunca nos vimos en la necesidad de tener que cumplir la orden de asesinar a los comisarios políticos. Creo que en ese caso ni habríamos cumplido la orden ni nos habríamos negado a hacerlo, sino que habríamos evitado la comprobación de que el prisionero de guerra en cuestión era un comisario. Seguramente fue en aquella época cuando recibí por correo en Schmetzdorf una carta manuscrita de Hilde Ahlgrimm, a la que no conocíamos ni Loki ni yo. Me comunicaba que Erna Stahl, que había sido nuestra profesora de Literatura, había sido detenida y me pedía que interviniese en favor de su puesta en libertad. A Loki y a mí nos conmocionó la detención de Erna Stahl; sin embargo, la carta parecía una ingenuidad o una provocación camuflada. Mandarla por correo tendía a indicar ingenuidad, igual que la esperanza de que un insignificante oficial de guerra de la Luftwaffe pudiera ayudar a alguien detenido por motivos políticos y por añadidura a solicitud de una persona desconocida para él. ¿Pero acaso no podía ser todo un método refinado de la Gestapo para ponerme a prueba? ¿Habrían escrito también cartas similares a otros conocidos de Erna Stahl para descubrir una posible red de contactos? ¿Podía ser yo mismo sospechoso?

Después de mucha reflexión, escribí a la remitente una carta cortés pero negativa; no hice ninguna otra cosa. Al mismo tiempo experimenté un sentimiento de vergüenza, similar al que sentí en relación con Cato Bontjes van Beek. Después de la guerra averigüé que la señora Stahl y la señora Ahlgrimm eran realmente amigas y cuando después de 1945 volví a ver a Erna Stahl en Hamburgo, donde dirigía un colegio, opinó que “yo había estado en el otro bando”. Desde luego, eso no era cierto; pero no pude hablar de la carta de Ahlgrimm ni explicar a la señora Stahl que no podría haberla ayudado en ningún caso. Sin embargo, sí me ha quedado un resto de vergüenza. En cambio, Loki, que después de la guerra conoció a la señora Ahlgrimm y habló con ella sobre los hechos, no comparte ese sentimiento; afirma que la señora Ahlgrimm comprendió, posteriormente, la inutilidad de un intento por mi parte, así como el peligro adicional que podría haber conllevado.

A finales de 1944 me resultaba cada vez más difícil soportar mi división interior, ese desdoblamiento de personalidad: por una parte, cumplíamos nuestro deber como militares y, por otra, sabíamos que en último término sólo aplazaba la inevitable derrota y el final del régimen nacionalsocialista. Algunas semanas después de la experiencia de la Corte Popular de Justicia volví a hablar en exceso, en un campo de tiro antiaéreo en Rerik, junto al Báltico, y dejé caer un par de observaciones negativas sobre Hermann Göring y “los camisas pardas”, del estilo de las que había oído a mi general, lo que llevó a una denuncia por “actos contra la moral de combate”, que acabó llegando al oficial de mando nacionalsocialista de la plana mayor a la que estábamos subordinados, un teniente de la reserva que fue el único nazi declarado que encontré en las fuerzas armadas.

Pero los dos coroneles del Estado Mayor de mi unidad y de la de Bernau a la que estaba subordinada se ocuparon de que no llegara a ser sometido a una investigación o consejo de guerra. Me transfirieron desde Berlín a una unidad de antiaéreos ligeros en el frente. No me debían nada: ni era noble, como mis generales, ni pertenecía a uno de los muchos grupos de oficiales profesionales de un regimiento determinado o de una promoción de la escuela de oficiales; tal vez era simplemente alguien que les caía bien. Estos superiores, como buenos compañeros mayores, evitaron que se pusiera en marcha un consejo de guerra contra mí. Como me dijo uno de ellos, ante la acusación de “actos contra la moral de combate” sólo había dos posibilidades extremas: o la libre absolución o la pena de muerte. Por eso, el jefe de la plana mayor me dijo: “Tiene que desaparecer de aquí. Irá al frente occidental”. Así, en el invierno de 1944-1945 me vi envuelto en la retirada de la ofensiva de las Ardenas, que los estadounidenses llamaron Battle of the Bulge. Allí me trasladaron varias veces y hasta marzo de 1945 combatí en diferentes unidades.

Las cartas del correo de campaña se perdían entonces con frecuencia, por lo que se numeraban los envíos para saber si se había perdido alguno. Al final me llegó de Bernau la carta número 13 o 17 –recuerdo que era un número impar de dos cifras– de Loki, de la que deduje que nuestro hijo había muerto hacía ya algún tiempo. Esta noticia me causó una gran tristeza. Me presenté ante el que era mi comandante en aquel momento, que me dijo: “Le extenderé un permiso por tres semanas; pero no es eso lo que pretendo. Prométame que volverá en cuanto haya visto a su mujer”. Eso se llamaba “permiso bajo palabra”. Inmediatamente partí hacia Hamburgo, donde suponía que estaba Loki, como así fue. Había vuelto allí desde Bernau, donde ya se podía oír la artillería rusa.

Pero yo quería visitar a toda costa la tumba de mi hijo en Schönow, un lugar cercano a Schmetzdorf. Por eso, Loki y yo fuimos a ver al general Von Rantzau, que entre tanto había pasado a ser comandante de la región aérea de Hamburgo y le pregunté: “Mi general, ¿no podría conseguir que pudiéramos ir a Bernau?”. A Rantzau se le ocurrió la idea de movilizar ficticiamente a Loki como ayudante de antiaéreo y darnos a ambos una orden de marcha oficial a Bernau, para que pudiéramos visitar la tumba del niño. Al lado estaba su ayudante, Rantzau le preguntó: “¿Qué cuesta eso?” “Si se sabe, le decapitarán, mi general”. “Bien, entonces lo haremos así”, dijo Rantzau y nos puso en camino. Después de diversas aventuras fuimos a Bernau, visitamos la tumba y volvimos al día siguiente a Hamburgo. Dos días después volví al frente occidental en la región de Eifel.
Cuento estas anécdotas porque durante mi época en las fuerzas armadas tuve buenas experiencias humanas, mucho mejores de las que podría imaginar en la actualidad una persona más joven. Me encontré con personas honradas y viví la camaradería; no obstante, también me encontré con personas con debilidades excesivamente humanas.

Cuando volví a presentarme a mi comandante en la región de Eifel, todo el mundo sentía que el fin de la guerra estaba próximo. Le dije: “Mi comandante, sería mucho más razonable que lanzáramos todas las fuerzas hacia el Este para contener a los rusos y en cambio dejáramos entrar aquí en el Oeste a los norteamericanos todo lo que quieran”. Su respuesta fue: “No he oído nada, eso se borrará ahora mismo de mi memoria”. Sólo nos conocíamos superficialmente, pero aquel oficial no podía ser un nazi, porque no presentó ninguna denuncia contra mí.

Todavía derribamos algunos de los aviones estadounidenses Jabo que volaban bajo y que a su vez nos causaron fuertes pérdidas en Luxemburgo y después en la actual Renania-Palatinado. Algunas semanas después llegó el cautiverio británico en Bélgica. Mi barracón en Yabbecke era un campo sólo para oficiales. Los ingleses no estaban preparados para mantener a muchos prisioneros de guerra y lo único que pudieron improvisar fueron las letrinas, aunque desgraciadamente no había papel. Esa deficiencia les resultaba muy embarazosa a los ingleses. Pero para nosotros, lo peor, con diferencia, era que apenas teníamos nada de comida. Pasábamos hambre; un día, al levantarme por la mañana, me caí al suelo de debilidad. A algunos de los oficiales les empezaron a abandonar las buenas maneras. Cómo sólo daban un pan blanco cada dos días, que había que cortar en cuatro partes –cada uno recibía un cuarto del tamaño aproximado de un panecillo de Ham­burgo– algunos hombres adultos construyeron balanzas para que nadie obtuviera más que otro. Una parte de los generales perdió las formas: era deprimente.

Los soldados alemanes prisioneros establecieron cursillos y ciclos de conferencias y así sucedió en nuestro campo. Conocí a un teniente coronel de la reserva ya mayor, poseedor de una alta condecoración militar: el profesor Hans Bohnenkamp, brillante pedagogo y socialista religioso. Tenía un compañero de igual graduación, también reservista y con la misma condecoración. Los dos tenientes coroneles y yo dimos una serie de tres conferencias. Yo hablé de aquel juicio presidido por Roland Freisler y el segundo teniente coronel habló de una horrible, indigna y al mismo tiempo cruel ejecución de algunos miembros de la resistencia en Plötzensee, a la que había asistido personalmente o que había visto en una filmación. La tercera conferencia corrió a cargo de Hans Bohnenkamp; se trataba de una amplia valoración general, moral y política del Tercer Reich y dio título al ciclo de conferencias: “Un pueblo engañado”.

Las conferencias llevaron a una división en el campo. Una parte de los jóvenes oficiales nos hizo el vacío porque, según ellos, habíamos “ensuciado nuestro propio nido”. La mayoría no tomó posición. Cuando los ingleses se enteraron, nos liberaron a nosotros tres y a algunos pocos más; los otros no quedaron libres hasta mucho después, tras haber sido trasladados antes a Francia.

Cuando, a finales de abril de 1945, llegué al campo de prisioneros de guerra todavía no tenía una concepción de lo que puede y debe ser la democracia. Hans Bohnenkamp fue quien sentó las bases de mi educación para la democracia. Me dio las primeras ideas básicas positivas, el Estado de Derecho y el socialismo. Después, hacerme socialdemócrata resultó casi inevitable, ser demócrata por la necesidad de libertad personal experimentada en el Tercer Reich y ser social por la necesidad que había sentido de camaradería, solidaridad o fraternidad. Para mí eran sinónimos, distintos nombres de un mismo principio. No hubo necesidad de hacerme abandonar la ideología nazi, porque nunca la había aceptado.

Tuve mucha suerte: a finales de verano pude reunirme con mi esposa. Incluso habíamos conservado nuestro hogar. Nuestra actitud básica, que eclipsaba todo lo demás, era: “Gracias a Dios ha terminado todo”. Era la liberación de una pesadilla.

Tres razones por las que el Ejército Rojo venció en Stalingrado.

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Autor:  Alexéi Timoféichev

Fuente: Huffingtonpost.es , 18/02/2018.

El pasado 2 de febrero se cumplieron 75 años de uno de esos hitos que marcan la Historia: el final de la batalla de Stalingrado (actual Volgogrado, en Rusia). Este enfrentamiento armado supuso un punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial: cambió totalmente su curso e hizo que Alemania saliese como perdedora del conflicto. Pero, dada la fortaleza del ejército nazi durante la Segunda Guerra Mundial, ¿cómo consiguió vencer la Unión Soviética? ¿Cuáles fueron las claves de la victoria?

Hemos resumido en tres los motivos por los que el Ejército Rojo acabó con las tropas nazis.

1. La dura resistencia soviética

En un primer momento fue prácticamente imposible evitar la ofensiva alemana sobre la ciudad en 1942. El ejército nazi quería cortar las vías de suministro rusas a través del Volga y quitarle a Moscú el petróleo del Cáucaso. En previsión de esta estrategia, los soviéticos acumularon todos sus recursos para contrarrestar la ofensiva.

Entonces, Stalin comenzó una dura estrategia de motivación en el frente. En el verano de 1942 lanzó la Orden 227 mediante la cual acusaba a «algunos miembros del ejército» de «relajarse hablando de que podemos retirarnos más hacia el este» y declaró que era el momento de «dejar de retirarse». De ahí el conocido lema: «¡Ni un paso atrás!«.

En agosto, la retirada soviética se detuvo en Stalingrado. Las autoridades pedían a los residentes de la ciudad que convirtieran «cada bloque de edificios, cada barrio, cada calle en un fortín inexpugnable». Las tropas alemanas continuaron bombardeando la región, a pesar de la energía de los habitantes soviéticos. Un oficial alemán recordaba así la batalla: «No entiendo de dónde sacan la energía los rusos. Es la primera vez en esta guerra que me encomiendan una tarea que no puedo cumplir…».

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Soldados alemanes luchando en Stalingrado. Septiembre, 1942.

2. La importancia de los héroes y los símbolos

La resistencia del pueblo soviético tuvo su recompensa. Alrededor de 760.000 soldados recibieron la medalla «por la defensa de Stalingrado» y más de 100 obtuvieron el mayor premio de la época: ser condecorados como Héroes de la Unión Soviética.

Pero los símbolos de la resistencia rusa no fueron solo sus soldados. La casa de Pávlov, un edificio de apartamentos aparentemente normal, que se convirtió en un fuerte improvisado del Ejército Rojo. A pesar de que la defendieron solo 24 personas, los alemanes no pudieron tomarla en los tres meses que duraron las ofensivas contra la ciudad. Según Vasili Chuikov, uno de los principales generales soviéticos en Stalingrado, los nazis perdieron más hombres tratando de conquistar la casa de Pávlov que durante la toma de París.

Otro de los lugares simbólicos de la resistencia fue Mamáiev Kurgán, una colina en lo alto de la ciudad. Allí tuvieron lugar diversas batallas y desde ella se podía controlar prácticamente todo Stalingrado. Las tropas soviéticas se atrincheraron en las laderas de la misma, donde fallecieron decenas de miles de soldados. Tras la batalla, se comprobó que en el suelo de la colina había entre 500 y 1.250 piezas de metralla por metro cuadrado.

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Frente ruso en las calles de Stalingrado. Octubre, 1942.

3. Los errores alemanes

Tras la resistencia, comenzó la contraofensiva soviética. En el mes de noviembre las tropas de la URSS empezaron su estrategia y entonces, el conflicto estuvo en parte determinado por los errores de los comandantes alemanes.

El primero se debió a que la Wehrmacht (fuerzas armadas alemanas) sobrestimó su propio potencial y trató de alcanzar dos objetivos simultáneamente, dispersando así sus tropas. Por un lado, quería llegar hasta el Cáucaso para quedarse con el petróleo de Azerbaiyán y, por otro, tomar la ciudad. El general mayor Hans Doerr escribió tras la batalla: «Stalingrado ha entrado en la historia como el mayor error jamás cometido por comandantes militares».

El segundo se produjo en el mes de noviembre cuando las tropas nazis alargaron los flancos de su ofensiva sobre Stalingrado a lo largo de cientos de kilómetros. Esto se debió a que estaban convencidos de que, tras su ataque, el Ejército Rojo carecía de recursos para lanzar una contraofensiva. Además, para ello no contaron solo con tropas alemanas sino también aliadas: italianos, húngaros y rumanos, aunque en menor número que los nazis. Kurt Zeitzler, Jefe del Estado Mayor General de la Wehrmacht, recordó posteriormente que avisó a Hitler de que alrededor de Stalingrado «había un serio peligro que debía ser liquidado». Hitler lo llamó «pesimista desesperado».

Lo que también fue clave, según señaló Zeitzler, fue que en otoño de 1942 la efectividad de las tropas soviéticas, así como el nivel de los comandantes, aumentó de manera significativa. De esta forma, el Ejército Rojo tan solo necesitó cuatro días para romper el cerco de las tropas del Eje y rodear a unos 300.000 soldados alemanes. El resto, ya es historia.

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Soldados alemanes se rinden en Stalingrado. 1942.

Hitler se alimentaba del público como una estrella pop.

Adolf Hitler, en 1925, simulando un discurso. HEINRICH HOFFMANN GETTY IMAGES

Autora: Jacinto Antón

Fuente: El País. 13/06/2018

El narcisismo de Hitler y su deseo insaciable de recibir cada vez más atención son factores clave en la construcción y el desarrollo de la Alemania nazi, y en su consiguiente ruina. En ese aspecto de la retroalimentación, que provocaba su relación con el público, el líder del nacionalsocialismo actuaba “de manera que encaja en la definición de una estrella del pop o el rock”. Lo dice el historiador alemán Thomas Weber, que tras haber seguido minuciosamente la pista del personaje durante la Gran Guerra en La primera guerra de Hitler(Taurus, 2012), donde desveló que en realidad no había sido cabo y que los camaradas lo consideraban un enchufado, nos lleva en su nuevo libro a la que considera la etapa clave en la construcción del líder nazi: los años en Múnich de 1919 a 1923.

En la apasionante De Adolf a Hitler (Taurus), Weber rastrea ese periodo decisivo, cuestionando con una amplia documentación los mitos y mentiras que sembró interesadamente sobre su pasado el propio Hitler en Mi lucha. Para el investigador alemán, “el camino de Damasco, la epifanía de Hitler”, no tuvieron lugar en su época de Viena antes de la Primera Guerra Mundial, ni durante esta ni al final, sino después, ya en Múnich. Weber detalla incluso el día: el 9 de julio de 1919. “Fue de lejos el día más importante de su metamorfosis, el instante de la transformación política y la radicalización de Hitler, el día en que de verdad todo cambió para él”. Ese día se ratificó el Tratado de Versalles y Hitler, como muchos alemanes, cayó en la cuenta de que habían perdido realmente la guerra (hasta entonces lo veían como un empate) y lo que les iba a acarrear.

Hitler, apuntó Weber ayer en Madrid, se había movido hasta ese momento de manera algo vaga y errática, incluso coqueteando con las ideas de izquierdas (algo que se cuidó muy mucho de eliminar de sus memorias oficiales). Sin saber adónde se dirigía. “A partir de entonces se obsesionó con cuáles habían sido las causas de la derrota de Alemania y en pensar de qué manera se podía impedir que la nación volviera a encontrarse en una situación de debilidad semejante. Empezó a buscar ideas que le sirvieran y las que encontró las mantuvo hasta el día de su muerte”.

El libro de Weber es un paseo tremendo por un camino que Hitler empieza sobre las adoquinadas calles de Múnich vestido de manera estrafalaria, medio muerto de hambre y medrando en partidos insignificantes, y que llega hasta las ruinas de la Cancilleria del Reich y de toda Alemania tras pasar frente a los hornos de Auschwitz. “No es un camino recto, pero sí menos tortuosos de lo que muchos creen”.

“Narcisista funcional”

En el Múnich de 1919 y los años inmediatamente siguientes, Hitler encontró ideas y oportunidades. De las primeras se sirvió, tomadas de diferentes sitios, dice Weber “como de un bufé, creando su propio plato combinado”. Las testó con el público, “pasando de ser un narcisista fracasado a un narcisista funcional”, y las que mejor funcionaban las llevó más allá. Eso no significa, puntualiza el historiador, que se dejara llevar solo por el aplauso. Tenía ideas fijas, más ancladas, “su meollo”, de todo o nada, y otras más flexibles. Su antisemitismo, por ejemplo, era más radical en privado que en público y solo lo fue aumentando ante las audiencias al ver que le respondían.

Las oportunidades, como se detalla en el libro, las aprovechó. ¿Tuvo suerte? “Él habría hablado de destino, pero, claro, la suerte desempeñó un papel muy importante, y la coincidencia de sucesos. Sin embargo, uno de los talentos de Hitler fue saber responder a las crisis inesperadas. Cuando aparecían crisis que parecían destruirlo las convertía en un éxito atronador”.

¿Qué impresión nos produciría hoy Hitler? “El de entonces bastante anacrónica, algo fuera de lugar como esas películas antiguas que la primera vez nos parecieron trepidantes pero han quedado lentas. Pero si de lo que se trata es de juzgar cómo sería un Hitler de hoy, que aprovechara las oportunidades que le brinda nuestro mundo, como las redes sociales, podría gustar mucho. Sin duda encajaría. Es aterrador pensarlo”, reflexiona Weber.

EL MISTERIOSO ORIGEN DE SU ANTISEMITISMO VISCERAL

Thomas Weber, ayer, en Madrid.
Thomas Weber, ayer, en Madrid. INMA FLORESEL PAÍS

De Adolf a Hitler está lleno de interesantes detalles como lo de que el grito “Sieg Heil!” provendría de las animadoras del fútbol estadounidense (vía la amistad de Hitler con Helene Hanfstaengl, una chica alemana de Nueva York) y escenas como la de Hitler tras el fracasado Putsch de 1923 paseando por el salón de ella vestido con el albornoz azul de su marido y apuntándose con una pistola en la sien (desgraciadamente no apretó el gatillo hasta 1945). También explica Weber que a Hitler le dieron una paliza tremenda unos soldados a los que trataba de aleccionar políticamente en 1919 o que tras la perorata que soltó en una fiesta de la alta sociedad de Múnich el anfitrión hizo abrir los ventanales para que corriera el aire y disipar la sensación de que “había estado en el salón la sucia esencia de algo monstruoso”.

El tema del antisemitismo de Hitler ocupa una parte esencial del libro. El líder nazi consiguió causar sensación en Múnich al ofrecer una variedad muy radical. Una variante biologizada en la que explicaba la supuesta influencia dañina de los judíos en términos médicos. Años después, en 1941, con los Einsatzgruppen de las SS exterminando por el Este, Hitler dijo que se sentía “el Robert Koch de la política”, en referencia al descubridor del bacilo de la tuberculosis. Weber reconoce que en el antisemitismo de Hitler hay algo aún no explicable y no descarta, como han hecho otros biógrafos, que tuviera parte de su origen en alguna experiencia personal. “El problema es que no hay pruebas”. Sin embargo, algunas investigaciones señalan que la clave estaría en el famoso año perdido de Hitler entre 1912 y 1913 y en la relación con una chica judía embarazada. Algunas fuentes sitúan incluso esa relación, ¡en Inglaterra! Y no es un sketch de Monty Python…

El Eje Berlín-Tokio, una frágil amistad.

Jóvenes japonesas sosteniendo las banderas de Alemania, Japón y el Comité Olímpico Internacional, en 1938. Para entonces la Alemania nazi y Japón mantenían estrechas relaciones

Autor: Manuel de Moya Martínez

Fuente: Archivos de la Historia.

La imagen de Alemania y Japón como aliados de la Segunda Guerra Mundial ha quedado impregnada en la psique popular, considerada en muchas ocasiones como una alianza firmemente asentada. Incluso en el terreno de la ucronía hay lugar para esta visión idealizada, especialmente en el caso de la serie The Man on the High Castle —basado en una obra homónima de 1962— que esboza cómo habría sido la historia si Alemania y Japón hubiesen ganado la Segunda Guerra Mundial.

La realidad, sin embargo, suele ser mucho más compleja de lo que parece. Aún siendo dos países aliados tanto en ámbito político como el campo militar, ni antes ni durante la Segunda Guerra Mundial se comportaron realmente como tales.

Hacia el Pacto Tripartito

Ambos países habían tenido importantes vínculos económicos desde finales del siglo XIX, ejerciendo el Imperio Alemán como un auténtico modelo para un Japón que se encontraba en pleno proceso de modernización. Por poner algunos ejemplos, el código civil japonés está fuertemente inspirado en el código civil alemán, mientras que el Ejército Imperial Japonés tenía una importante influencia procedente del modelo militar prusiano.

Sin embargo, el elemento principal que va a marcar la “amistad” germano-japonesa es la Unión Soviética. Japón, vencedor de la Guerra ruso-japonesa de 1904-1905, había invadido parte de Siberia durante la intervención extranjera contra la Revolución bolchevique, y desde la ocupación de Manchuria (en 1931) el Ejército nipón entró en una dinámica de conflictos continuos con los soviéticos. En cuanto a Alemania, el ascenso al poder de los nazis fue un elemento que lo cambió todo. Adolf Hitler desde antes de su llegada al poder ya había hablado de la necesidad vital que Alemania tenía de ocupar los territorios de la Rusia europea. Con estas premisas, desde bien pronto se haría evidente la simpatía mutua entre alemanes y japoneses. El Pacto Anti-Komintern de 1936 va a ser el primer gran acuerdo diplomático entre ambos estados, con el objetivo de apoyo mutuo en su lucha contra el comunismo internacional (es decir, contra la Unión Soviética).

No sólo la Unión Soviética constituía el gran enemigo común de las potencias fascistas en ascenso. A medida que la política exterior de Alemania y Japón se volvió más agresiva, Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos comenzaron a ser una amenaza para los objetivos germanojaponeses.

Sin embargo, a pesar del Pacto Antikomintern, la realidad era más compleja. Si Japón sostuvo repetidos conflictos con China durante la década de 1930, las autoridades de Berlín mantuvieron un acuerdo de cooperación militar con el Gobierno nacionalista de Chiang Kai-shek, al menos hasta 1938. Y mientras en Alemania se hallaba instaurado un sistema totalitario, en Japón la democracia liberal seguiría perviviendo de facto (aún en precarias condiciones) hasta una fecha tan tardía como 1940. De hecho, aunque en el Imperio del Sol naciente existían algunos movimientos de carácter fascista, no había un gran partido único de carácter totalitario; la llamada Asociación de Asistencia al Régimen Imperial [1], aunque se la ha catalogado como una partido para-fascista, a duras penas podía compararse con la organización del Partido Nazi.

Convencidos de que Alemania estaba de su lado, los japoneses empezaron a mostrarse cada vez más agresivos con el Ejército soviético en la frontera de Manchuria. Entre 1935 y 1939 se desarrolló un conflicto fronterizo entre ambos estados, que incluyó combates directos. Estos pequeños enfrentamientos se mantendrían sin un claro vencedor hasta la grave derrota japonesa en la Batalla de Kalkhin Gol (1939). Paradójicamente, en aquellos momentos se producía la firma del Pacto de no agresión germano-soviético. Este acuerdo, que suponía una clara violación del Pacto Antikomintern, constituyó toda una sorpresa para la opinión pública mundial. También para los japoneses, que no habían sido informados por sus teóricos aliados.

Aliados de circunstancias

La victoria soviética en Kalkhin Gol permitió a los soviéticos concentrar sus esfuerzos en el frente de Europa, mientras que Japón veía eternizarse la Guerra con China.

A partir de mayo de 1940 los acontecimientos se sucedieron con velocidad. Las rápidas victorias militares de la Alemania nazi en Europa occidental —y sobre todo, la humillante derrota del otrora poderoso Ejército francés— agitaron a muchos militares nipones, ansiosos de emular los éxitos alemanes. El 22 de septiembre de ese año fuerzas japonesas invadieron el norte de la Indochina francesa, estableciendo también tropas en la zona de Hanói. Los franceses terminaron aceptando la ocupación, que un año después se extendería por toda la península indochina. Y poco después, el 27 de septiembre, se firmaba en Berlín una alianza militar por parte de Alemania, Italia y Japón: el Pacto Tripartito. Se formalizaba así una cooperación que ya existía entre estas potencias.

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Celebración de la firma del Pacto Tripartito en Japón, c. 1940.
Pero mientras todo esto tenía lugar, el ministro de exteriores nipón —Yosuke Matsuoka— negociaba la firma de un pacto de no agresión con la Unión Soviética, lo que finalmente se lograría en abril de 1941. La firma de este pacto se hizo a espaldas de Alemania, repitiéndose lo que ya había ocurrido en agosto de 1939. Para entonces Hitler y sus generales están ultimando los planes para la invasión de la Unión Soviética, que se desencadenaría el 22 de junio de 1941. Japón no había sido informado previamente de esta operación (una de las grandes operaciones militares de la guerra), ni tampoco se le había ofrecido participar en una invasión conjunta.

Ante la euforia por las victorias alemanas que se sucedieron durante el verano de 1941, cuando parecía que la URRS podía colapsar, renació la posibilidad de una guerra con los soviéticos. El Estado Mayor del Ejército japonés volvió a acariciar la idea de atacar Siberia, atacando por la espalda al Ejército Rojo en un momento en que se hallaba concentrado en el frente europeo. Pasaron varios meses sin estar claro qué ocurriría. Pero finalmente se prefirió atacar las colonias asiáticas de Gran Bretaña y Holanda, así como a los Estados Unidos. Se decidió, no obstante, que Japón atacaría a los soviéticos en un momento en que estos estuvieran muy debilitados y no tuvieran opciones de victoria.

Esa ausencia de coordinación entre ambas potencias se volvería a manifestar nuevamente cuando Hitler, poco después del ataque japonés contra de Pearl Harbor (diciembre de 1941), declaró la guerra a los Estados Unidos. Su gesto, sin embargo, nunca se vería correspondido por Tokio en la guerra contra los soviéticos. Así pues, la guerra mundial evolucionó en dos grandes teatros de operaciones relativamente separados entre sí, sin que existiera una cooperación militar directa entre Berlín y Tokio.

Hasta ese momento una de las principales rutas de acceso entre alemanes y japoneses había sido el ferrocarril transiberiano, si bien la invasión alemana de la URSS la cerró como vía de comunicación. La entrada en guerra de Japón tras los ataques de Pearl Harbor cerró la vía marítima, a excepción de los submarinos alemanes que pudieron llegar desde Europa hasta el Pacífico. Esto contribuyó a aumentar el aislamiento geográfico y político entre Tokio y Berlín, a diferencia de lo que ocurría entre Estados Unidos y Reino Unido —que mantenían abiertas sus comunicaciones marítimas—. Alemanes y japoneses tampoco llegaron a establecer un Estado Mayor conjunto, ni tampoco coordinaron sus operaciones militares cuando hubo oportunidades de ello.

A pesar de las dificultades, durante ese contexto hubo un momento en que parecía que Alemania y Japón iban a ganar la guerra. En el verano de 1942 los tanques alemanes avanzaban sobre Oriente Medio y el Cáucaso, mientras que la Armada japonesa acechaba las costas de Australia y la India. Durante aquel verano, Tokio y Berlín creyeron realmente que estaban cerca de alcanzar la victoria final.

Confraternización de marineros alemanes y japoneses en una base naval de Penang, Malasia, c. 1943.

Pero fue un espejismo. Los alemanes, que habían alcanzado el río Volga —la frontera entre Europa y Asia—, se vieron atrapados en el infierno congelado de Stalingrado y entraron en una espiral de derrotas militares de la que nunca saldrían. La misma suerte corrió el otrora poderoso Imperio japonés, que en apenas unos años vio a su armada barrida de los mares y a sus principales ciudades convertidas en pasto de las llamas. La alianza germano-nipona, si bien continuó existiendo, en la práctica se vio ensombrecida por la ausencia de una verdadera cooperación militar. El agotamiento de la capacidad ofensiva del Eje y la presión de los Aliados sellaron el destino del Pacto Tripartito.

La Alemania nazi terminó rindiéndose en mayo de 1945, y Japón lo haría unos meses después, tras los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.

Notas

[1] La Asociación de Asistencia al Régimen Imperial (Taisei Yokusankai) fue un partido para-estatal que se fundó en 1940, como una suerte de partido único de carácter totalitario. Sin embargo, nunca gozó de un papel real y sirvió más como una organización carácter auxiliar a los propósitos del Estado.

Bibliografía

HALL, J.W. (1973). El Imperio japonés. Editorial. Siglo XXI

PRESSEISEN, Ernst L. (1958). Germany and Japan: A Study in Totalitarian Diplomacy 1933–1941. Springer Sience+Business Media Dordrecht.

SIMS, R.L. (2001). Japanese Political History Since the Meiji Renovation, 1868-2000. C. Hurst & Co. Publishers

SPANG, C.W.; WIPPICH, Rolf-Harald (2006). Japanese-German Relations, 1895-1945: War, Diplomacy and Public Opinion. Routledge.

Mauthausen: 9 fotografías que reflejan el horror.

Fuente: Huffingtonpost.es, 05/065/2015.

El campo de concentración nazi de Mauthausen fue liberado por el ejército estadounidense el 5 de mayo de 1945. En él fueron internadas más de 71.000 personas de las que murieron unas 35.800. Entre ellos, miles de republicanos que fueron enviados por Franco tras la guerra.

Setenta años después de la liberación del campo nazi de Mauthausen, en Austria, resultan estremecedoras esta serie de fotografías. Fueron robadas a las SS por Francisco Boix con ayuda de otros prisioneros españoles. Su historia ha sido recreada por el historiador Benito Bermejo en el libro El fotógrafo del horror.

Apasionado de la fotografía y militante socialista, primero, y luego comunista, Boix (Barcelona, 1920-París, 1951) llegó en 1941 a Mauthausen, donde el colectivo de republicanos españoles fue de los más numerosos. La mayoría de ellos (3.893) murieron en el campo vecino de Gusen y 431 gaseados en el castillo de Hartheim.

Boix fue «un privilegiado» porque en 1941 entró a trabajar en el servicio fotográfico que los alemanes tenían en Mauthausen, que sirvió para fotografiar la vida y la muerte en el campo. Algún prisionero contabilizó hasta 35 formas de morir allí.

En 1943, tras la rendición alemana en Stalingrado, los SS dieron la orden de destruir los archivos fotográficos porque eran «comprometedores», pero, según declaró Boix en los juicios de Núrenberg y Dachau, se lograron salvar unas veinte mil fotos de las sesenta mil que se habían hecho.

Estas son algunas de ellas:

  • FRANCISCO BOIX / EFE
    Por Mauthausen, liberado por el ejército estadounidense el 5 de mayo de 1945, y por otros campos de concentración dependientes de él, como Gusen, pasaron unos 200.000 prisioneros de diferentes nacionalidades, de los cuales murieron la mitad, entre ellos 4.761 de los 7.200 republicanos españoles que estuvieron confinados allí.
  • FRANCISCO BOIX / EFE
    La escalera de la cantera de Mauthausen, de 186 peldaños, donde se dejaron la vida cientos de prisioneros. Según Francisco Boix, la historia del campo calcula un hombre muerto por losa de peldaño. Trabajar en las canteras de granito del campo de concentración austríaco de Mauthausen significaba la muerte casi segura para los prisioneros. Por esa escalera subían cargados con pesados bloques de granito. A veces, cuando llegaban arriba, los guardianes de los SS los empujaban y los hacían caer en cadena.
  • FRANCISCO BOIX / EFE
    Centenares de prisioneros desnudos a la espera de una desinfección general en el campo nazi de Mauthausen
  • FRANCISCO BOIX / EFE
  • FRANCISCO BOIX / EFE
    Un grupo de presos españoles arrastran una vagoneta de tierra en el campo de Mauthausen
  • FRANCISCO BOIX / EFE
    Un prisionero de Mauthausen muerto junto a una de las alambradas electrificadas del campo nazi.
  • FRANCISCO BOIX / EFE
    Un grupo de prisioneros derriba el símbolo nazi instalado en la entrada del campo de Mauthausen, el mismo día de la liberación
  • FRANCISCO BOIX / EFE
    Un grupo de prisioneros derriba el símbolo nazi instalado en la entrada del campo de Mauthausen, el mismo día de la liberación
  • FRANCISCO BOIX / EFE
    Fotografía realizada por Francisco Boix el día de la liberación de Mauthausen, que muestra a cientos de muertos en el campo nazi.

El heroismo de los griegos ante Alemania.

Fuente: Revista de Historia, 20/07/2015.

El heroismo de los griegos ante Alemania quedó muy patente después de la “Operación Marita”, nombre en clave de la invasión alemana de Grecia en la Segunda Guerra Mundial. Los griegos estaban implicados en el conflicto mundial, desde que en octubre de 1940 los Italianos les invadieron desde Albania. Sin embargo, pronto los griegos pararon la ofensiva italiana, y, contraatacando, llegaron a ocupar la cuarta parte de Albania.

Ante esta situación, el 6 de abril de 1941 Alemania invade Grecia con la intención de asegurar su flanco sur europeo, tomando Atenas el 27 de abril y forzando al cuerpo expedicionario Británico, que había desembarcado en Grecia para apoyarles, a evacuar.

A pesar de la rapidez de la victoria alemana, la batalla de Grecia fue muy importante, ya que retrasó en casi 6 semanas la invasión de la URSS, lo que implicó que la ofensiva nazi sobre Moscú se viese detenida por el “General Invierno”, además de tener que destinar cientos de miles de soldados a la ocupación de Grecia, que podrían haber sido determinantes en el frente.

El heroismo de los griegos ante Alemania

El heroismo de los griegos ante Alemania

Es normal que los aliados de los griegos les dedicasen elogios, así Winston Churchill dijo:

“No diremos que los griegos combaten como héroes, sino que los héroes combaten como los griegos.”

Mientras que el presidente Franklin Roosvelt añadía:

“Todos los pueblos libres están muy impresionados por el coraje y la tenacidad de la nación griega… que se defiende a sí misma con tanto valor.”

Hasta el mismísimo Stalin dijo que:

“El pueblo ruso estará eternamente agradecido a los griegos por haber retardado al Ejército alemán lo bastante como para que llegase el invierno, lo que nos concedió un tiempo precioso que necesitábamos para prepararnos. No lo olvidaremos jamás.”

Lo que ya no es tan normal es que los propios enemigos de los griegos, les dedicasen grandes elogios. El jefe supremo de las fuerzas armadas alemanas, Wilhelm Keitel, en la misma línea de pensamiento que Stalin, reconoció que:

“La increíble resistencia de los griegos retrasó en uno o dos meses vitales la ofensiva alemana contra Rusia; sin ese retraso, el final de la guerra habría sido diferente en el frente del este y para la guerra en general.”

Mientras que Joseph Goebbels escribió:

“Prohíbo a la prensa subestimar a Grecia, difamarla… El Führer admira la valentía de los griegos.”

Y así era pues el mismísimo Adolf Hitler ordenó que ningún griego debía ser hecho prisionero, y los que lo eran debían ser liberados por respeto a su valentía, lo cual no impidió que los civiles griegos sufriesen una brutal ocupación, que provocó entre 1940 y 1945, mas de 400.000 muertos.