Azaña en la Primera Guerra Mundial: lo que aprendió en Verdún y no pudo practicar en la Batalla del Ebro.

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Destrucción en la ciudad de Reims. Al fondo, su catedral.

Autor: DARÍO PRIETO

Fuente: El Mundo, 18/12/2018

Una exposición sobre su viaje al frente francés en la I Guerra Mundial

 

«Estábamos detrás de la alambrada, a donde habíamos llegado arrastrándonos como lombrices por un tubo empapado de barro viscoso. Acurrucados en un hoyo atisbábamos la línea alemana, queriendo descubrir un movimiento cualquiera, una señal de actividad, percibir una voz, un ruido… ¡Nada! Un silencio de muerte pesaba sobre el campo (…) Pensábamos en los pobres soldados obligados a vivir meses y meses bajo tierra, como topos, vigilantes como serpientes, enervados por el acecho».

Mucho antes de liderar uno de los dos bandos de la Guerra Civil, Manuel Azaña(Alcalá de Henares, 1880 – Montauban, 1940) conoció de primera mano los desastres de otra gran contienda, la mayor que hasta entonces había conocido el ser humano. Siendo secretario del Ateneo de Madrid, realizó una serie de viajes a varios frentes de los Aliados durante la Primera Guerra Mundial. La destrucción que presenció le hizo tomar conciencia de que había que hacer algo y, a su vuelta, plasmó sus experiencias en una serie de conferencias y en una crónica, Nuestra misión en Francia, publicada en el Bulletin Hispanique en invierno de 1917.

De aquellos viajes Azaña trajo consigo una serie de placas fotográficas de cristal, tomadas en colaboración con las agencias de prensa que trabajaban para el ejército francés, que ilustraban la devastación causada por los bombardeos alemanes. Dichas imágenes tenían como objetivo conmover a unos españoles que entonces gozaban de la relativa calma de la neutralidad. Aquellas placas desaparecieron, pero fueron redescubiertas tiempo después en el Palomar del Ateneo de Madrid, la institución que ahora las expone, acompañadas de los textos de las crónicas y conferencias, en la exposición Manuel Azaña en Reims y Verdún. Impresiones de un viaje a Francia (1916).

La muestra ha sido realizada en colaboración entre el Ateneo, la Universidad de Alcalá de Henares, la Fundación Francisco Largo Caballero, el ayuntamiento complutense y la Fundación General de la Universidad alcalaína, que se ha encargado de la restauración de las piezas centenarias. Tras pasar por Montauban, localidad donde descansan los restos de Azaña, la exposición llega ahora al lugar donde empezó todo, comisariada por Jesús Cañete Ochoa.

«Verdún es un montón de escombros», describe Azaña una de las imágenes. «Hay casas que han sido rajadas de arriba abajo como por un hachazo y muestran la mitad interior de sus viviendas con muebles abiertos y enseres y menajes domésticos, todavía en el lugar de uso. Esto da la impresión de una catástrofe que instantáneamente hubiese acabado allí con la vida humana». Sin embargo, «ninguna fotografía puede dar idea del estado de destrucción en que la ciudad se encuentra, porque enseguida se hacen antiguas, enseguida las ruinas se añaden a las ruinas y los escombros se van pulverizando. Todo ello tiene un aspecto torvo».

Cañete Ochoa explica que, «de los intelectuales españoles, Azaña fue el que conoció más de cerca la guerra y el que visitó más veces el frente. Viajó en octubre de 1916 a Francia junto con Américo Castro, Ramón Menéndez Pidal y Rafael Altamira. Luego visitó el frente italiano en septiembre de 1917 con Miguel de Unamuno. Y a final de año volvió a Francia en compañía de Ramón Casas y Santiago Rusiñol, entre otros». Fue, según el comisario, «un defensor de la causa aliada y se comprometió con ella». Así, pronunció en enero de 1917 en el Ateneo la conferencia Reims y Verdún (Impresiones de un viaje a Francia), situada aquel escenario de destrucción. Las placas que trajo eran «como una especie de power point para ilustrar sus palabras», explica Cañete Ochoa. Sin embargo, «pide al público que no se quede con lo pintoresco». Para el futuro presidente de la República, «se estaba destruyendo lo mejor que había conseguido la civilización europea».

Destrucción del «patrimonio cultural europeo»

La catedral de Reims fue el lugar de coronación de los monarcas franceses. Y los alemanes se empeñaron a fondo en la destrucción de la ciudad, igual que en Verdún. «Lo primero que le sorprende», abunda el comisario sobre las impresiones de Azaña, «es la aniquilación, la cantidad de muertos y heridos. Y también la destrucción de ese patrimonio cultural europeo, entendiendo como patrimonio aquello que no nos pertenece a nadie y que debemos legar a las futuras generaciones».

También le llama la atención la situación ejército francés, que dos años después plasmaría en un libro de estudios de política militar gala. Entonces lo describe así: «Hormigueaba la tropa bajo los árboles, ocupada en sus faenas: lavar, cortar leña, limpiar los caballos. Algunos hombres se hacían la toilette al aire libre, mostrando su torso desnudo: otros, tendidos en la tierra, fumaban tranquilamente. Era, en fin, un tráfago vigoroso; la vida plena de la guerra, de la que no veíamos los horrores. Todos aquellos caminos canalizaban el fruto de la energía nacional, la absorbían, la chupaban, vertiéndola a pocos pasos de allí en el horno que la consumía sin agotarla».

Todo ello tenía un propósito claro: «El de movilizar; su misión era que España rompiera la neutralidad y entrase en la guerra», sentencia el comisario de la exposición. «Mientras la postura de Valle-Inclán y Unamuno se podría comparar a la de cronistas de guerra, en el caso de Azaña fue netamente política contra la neutralidad». Al no conseguir ese objetivo, «durante la Guerra Civil sentirá el abandono a las potencias aliadas, que él interpretará, en parte, como consecuencia remota de la falta de intervenció»».

Pero Azaña se fue de la Gran Guerra con otra lección. «Lo que descubre allí, y lo lo que le va a suponer un enfrentamiento con Negrín y el general Vicente Rojo, es la idea de que ya no hay batallas decisivas. Verdún es una lucha de desgaste, de resistencia». En la Guerra Civil, apunta Cañete Ochoa, «se esperaba que hubiese una que marcase definitivamente el curso de la contienda, pero ni siquiera sucedió así con la Batalla del Ebro. Azaña es consciente de que la estrategia militar contemporánea no va a por ese lado».

También se maravilló con las redes de protección civil y el importantísimo papel de las mujeres y de los inmigrantes (vietnamitas en su mayoría) en el esfuerzo de guerra. Una industria coordinada que le causó admiración y que marcaría su posterior proyecto de renovación del ejército español. «No lo culminó y las consecuencias son las que todos sabemos», reflexiona el comisario.

El Conde de Vallellano y su implicación en el Holocausto.

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Autora: Cristina Calandre Hoenigsfeld.

Fuente: nuevatribuna.es. 30/XI/2018

El Conde de Vallellano, Fernando Suarez de Tangil, Grande de España, fue nombrado Presidente de la Asamblea Suprema franquista de la Cruz Roja por Franco desde Burgos en septiembre de 1936.

Nada más ganar la guerra, los franquistas promulgaron una normativa antisemita de paso de fronteras, el 11 de mayo de 1939 desde el departamento Nacional de Políticas y Tratados, que dirigía el Conde de Casa Rojas, del Ministerio de Exteriores, siendo su ministro, el Conde de Gómez Jordana, y en donde participaba también el ministerio de Gobernación, dirigido por el antisemita Ramón Serrano Suñer.

Un día después, el 12 de mayo de 1939, el Conde de Vallellano, nombra a Juan ManuelAgrela, Conde de la Granja. Delegado de la Cruz Roja con plenos poderes para todas las acciones de repatriación de los civiles y militares residentes en los Campos de Concentración o Centros de refugiados en Francia…

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Juan Manuel Agrela, Conde de Agrela, abriría dos oficinas de la Cruz Roja, una en Irún y otra en Hendaya, para el trámite de canje de prisioneros.

Fue además nombrado el 27 de junio de 1939, Vicecónsul honorario en Hendaya por el Cónsul Fausto Navarro, con el visto bueno del Ministro Jordana y el embajador en Paris, Lequerica .

La firma de Fausto Navarro, aparece en el visado de mi abuela Rosa, (sello de consulado de Hendaya) judía polaca, a la que se le aplico la normativa antisemita de paso de fronteras de 11 de mayo de 1939, que pudo sortear, al tener el aval franquista del Marques de Ibarra. Con ella paso mi madre, Ruth, y gracias a esto, se salvaron del Holocausto, y yo estoy aquí para contarlo, aunque a muchos les moleste.

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En ese momento era Vicecónsul en Hendaya el conde de la Granja, a la vez compaginaba su puesto con el de delegado de la Cruz Roja, bajo la autoridad de su Presidente y su amigo, el Conde de Vallellano.

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Este, fue cesado en enero de 1941, mientras que el Conde de la Granja, paso a ser jefe de Gabinete de información Internacional de la oficina central de la Cruz Roja, a partir de noviembre de 1941.

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La vida siguió para ellos, llenos de premios, medallas y reconocimientos, para eso habían ganado la guerra.

Pero ¿cuantos judíos, no pudieron pasar la frontera por esa normativa antisemita que estuvo vigente hasta al menos 1942, y acabaron exterminados? Nadie se ha molestado en estudiarlo.

La normativa, sigue sin estar anulada al día de hoy, a pesar de mis protestas, ya que en los demás países europeos, hace años fueron anuladas las leyes antisemitas.

!Eso sí es una infamia!

Fernando VII, ¿el deseado?

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Fuente: Historia de la Iberia vieja. 26/XI/2018

n 1814, tras la derrota de los ejércitos franceses y la expulsión de José Bonaparte, Napoleón acabó reconociendo a Fernando VII como rey, liberándole y devolviéndole el trono mediante el Tratado de Valençay. Nada más poner un pie en España, entrando por el camino de Valencia, recibe de la mano de un grupo de diputados afectos a su persona el llamado Manifiesto de los Persas, una auténtica declaración a favor de la restauración del régimen absolutista.

Lo firmaban 69 diputados en total y lo habían mandado a imprimir, además, para que fuera “conocido por todos por medio de la prensa”. El título completo del documento era Representación y manifiesto que algunos diputados a las Cortes Ordinarias firmaron en los mayores apuros de su opresión en Madrid, para que la Magestad del Señor D. Fernando el VII a la entrada en España de vuelta de su cautividad, se penetrase del estado de la nación, del deseo de sus provincias, y del remedio que creían oportuno; todo fue presentado á S.M. en Valencia por uno de dichos diputados, y se imprime en cumplimiento de real orden.

Así pues, El Deseado pasó a cumplir los deseos de sus partidarios de restaurar el régimen absolutista, perseguir a los liberales e instaurar un gobierno caracterizado por la mano de hierro. Fue exactamente lo mismo que hicieron el resto de monarquías europeas tras la caída del Imperio napoleónico, ni más ni menos: esforzarse por legitimarse en la tradición, combatiendo los principios revolucionarios que habían acabado desembocando en la Revolución Francesa, el asesinato de la familia real francesa y la posterior instauración del Imperio –que había puesto la soberanía nacional en manos de la voluntad general de los súbditos, en contraposición a la soberanía por derecho divino.

Para llevar a cabo esta tarea, Fernando VII instauró un régimen de represión y persecución tan feroz, que fue necesaria la creación de la Policía, cuerpo de seguridad que ha llegado hasta nuestros días. Las funciones que Fernando VII dio a la recién creada “Policía General del Reino” por aquella época quedaron reflejadas en el decreto publicado el 13 de enero de 1824:

“Debe hacerme conocer la opinión y las necesidades de mis pueblos, e indicarme los medios para reprimir el espíritu de sedición, de extirpar los elementos de la discordia y de obstruir todos los manantiales de la prosperidad”, aunque también había otras más cotidianas, como “impedir que se coloquen tiestos, cajas u otros objetos de esta clase en ventanas, azoteas o tejados donde puedan caerse y dañar a los que por ellas transiten”.

Tras el breve paréntesis del Trienio Liberal (1820-1823), en el que Fernando VII simuló someterse a un nuevo régimen constitucional, dio comienzo lo que la historia bautizó como la Década Ominosa (1823- 1833), el último periodo de su reinado, en el que actuó con más dureza si cabe, llevado por el enfado y los deseos de venganza. Ya le habían quitado la varita del poder dos veces, y no estaba dispuesto a dejar que sucediera una tercera vez.

Cerró periódicos y universidades, erradicó cualquier atisbo de liberalismo, prohibió las sociedades secretas tanto en España como en América, y se produjeron levantamientos absolutistas. Fue durante este periodo cuando empezó a desmembrarse el Imperio Español, con la pérdida de la práctica totalidad de las colonias americanas. Hoy, parece que lo único que hizo este rey por sus súbditos fue engañarles, imponerles un régimen absolutista y actuar únicamente a favor de sus intereses personales. En general, el perfil de este monarca se ha pintado con una paleta de colores peyorativos: chaquetero, corrupto, dictatorial, traicionero y vengativo.

Algunos, incluso, han llegado a afirmar que, de todos los reyes y reinas que ha tenido la Corona española, Fernando VII fue el que menos satisfizo a los españoles durante su regencia. Pero, ¿es cierto? ¿Hizo alguna aportación beneficiosa? Pasados los años, y con las gafas de la distancia, si le sometiéramos a una especie de juicio moderno, ¿cuál sería el veredicto? ¿Culpable o inocente?

Es verdad que, como rey de España, quizá no supo estar a la altura de un pueblo que derramó sangre por él, luchando en el frente de batalla para que “El Deseado”, como así le llamaban,volviera a coger las riendas del poder tras la ocupación napoleónica; pero no es menos cierto que a este monarca le tocó enfrentarse con un enemigo inédito: el terror gabacho había degollado a la monarquía francesa. Las cabezas de Luis XVI y María Antonieta sobre el cesto lanzaban un mensaje muy claro: un día, tu propio pueblo, instigado por los afrancesados, te puede mandar al cadalso en nombre de palabras tan gloriosas como “igualdad, libertad y fraternidad”.

Las reformas de las Cortes de Cádiz

 

Autor: Eduardo Montagut.

Fuente: Nueva Tribuna. 22/11/2018.

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Las Cortes de Cádiz, además de la Constitución de 1812, y de proclamar la soberanía nacional, aprobaron una serie de disposiciones legales de carácter político, administrativo, económico y social que supusieron una ruptura total con las estructuras del Antiguo Régimen. Son menos conocidas que el texto constitucional, pero de profunda significación para el futuro.

En primer lugar, se planteó una desamortización de gran calado, aunque ya Godoy había decretado una primera, algo más tímida. Ahora se aplicaría a las propiedades de los afrancesados por considerarlos traidores, de las disueltas Órdenes Militares, de los jesuitas, de una parte de los conventos, y la mitad de las tierras de los concejos, los propios y baldíos. Su propósito inicial era el de intentar sanear los problemas hacendísticos del Estado, una característica que definiría claramente el sentido de las futuras desamortizaciones, sin ningún contenido de reforma agraria. También se abolieron los privilegios de la Mesta, y se permitió el cercamiento de las tierras.

Se estableció el fin de la vinculación de la tierra en relación con los mayorazgos. Además, se suprimió el régimen señorial. Se abolieron los derechos feudales y los señoríos jurisdiccionales (1811), es decir, la dependencia personal de los campesinos. Los señores no podrían administrar justicia ni percibir rentas, aunque conservaron casi todos sus bienes porque sus posesiones serían convertidas en propiedades privadas. El nuevo Estado liberal se sustentaba en la igualdad legal de los ciudadanos, por lo que no podía mantenerse la jurisdicción señorial. Otra cuestión muy distinta era desposeer a la nobleza de sus propiedades, algo que explicaría la relativa facilidad con la que el antaño estamento privilegiado se adaptaría al nuevo orden liberal frente a lo que ocurrió con la Iglesia.

Se decretó la libertad de trabajo y de contratos. Suponía abolir los gremios (1813). Se trataba de una clara aplicación de los principios del liberalismo económico. Es importante destacar que esta libertad de contratación y de empresa tenía su contrapartida: el final de la cobertura laboral y ante los riesgos de la vida que ofrecían los gremios hacia sus miembros, una consecuencia social de gran envergadura, y que con el tiempo se agravaría ante el hecho de que la Iglesia no pudo seguir ejerciendo con amplitud su labor social de antaño, y el nuevo Estado liberal carecía de medios y voluntad para atender a desfavorecidos, enfermos, ancianos y marginados, que constituyeron un porcentaje muy elevado de la población española.

Por fin, se suprimió el Santo Oficio de la Inquisición, algo fundamental desde la ideología liberal por considerar que se trataba de una institución que atentaba contra la libertad de pensamiento y había imposibilitado el desarrollo de la ciencia en España desde hacía más de dos siglos. En este sentido, y siempre dentro de la lógica liberal, es importante destacar la labor de las Cortes a favor de la libertad de expresión, o de imprenta, como era concebida en ese momento. Se abolió la censura sobre los escritos políticos.

Las Cortes intentaron establecer un nuevo modelo de organización territorial distinto al del Antiguo Régimen, eliminando reinos, provincias e intendencias del pasado más remoto o más cercano del despotismo ilustrado. Los diputados liberales buscaban un modelo provincial de uniformidad territorial y de centralización, en línea con la idea de la igualdad ante la ley, y sin concebir ninguna particularidad territorial, marcando el sello profundamente centralizador del liberalismo español durante todo el siglo XIX.

Pero, al igual que la Constitución, estas medidas apenas pudieron aplicarse a causa de la guerra y de la restauración posterior del absolutismo. Aún así, esta legislación fue el referente de las futuras leyes y reformas que los liberales desarrollaron en el reinado de Isabel II, iniciando el peculiar proceso de Revolución liberal en España.

Las bases del programa socialista en 1888.

Autor: Eduardo Montagut. 30/10/2018

Fuente: nuevatribuna.es. 30/10/2018

Además de los objetivos y medios para alcanzarlos, que se debatieron y aprobaron en el primer Congreso que celebró el PSOE en el mes agosto de 1888, el mismo mes en el que se fundó la UGT, y que se plasmaron en un Manifiesto públicose tomaron tres grandes acuerdos que definirán su posición y estrategia política durante mucho tiempo.

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Sobre la estrategia política en la Historia del PSOE sigue siendo imprescindible la consulta de la obra de Santos Juliá, Los socialistas en la política española. 1879-1982, publicada en 1997 por Taurus

El primer acuerdo tenía que ver con la actitud a seguir con los “partidos burgueses”. Como el PSOE proclamaba la lucha de clases como medio para conseguir la emancipación del proletariado se colocaba en una posición frontal frente a los partidos que defendiesen el régimen social existente. Así pues, todos los partidos burgueses, según el acuerdo, desde los más conservadores a los más progresistas o avanzados representaban a la “clase explotadora”, porque defendían la esclavitud de los obreros, a través del mantenimiento del sistema del salario, obligando a la lucha para conseguir la abolición de la propiedad privada transformándola en colectiva, “social o común”.

Así pues, se acordaba que la actitud del Partido Socialista con estas formaciones políticas no podía ser, en ningún caso, conciliadora, sino de enfrentamiento constante.

Con este acuerdo se sancionaba la estrategia política del Partido, claramente inspirada por Pablo Iglesias, no sólo de combate contra los partidos dinásticos del turno de la Restauración -conservadores y liberales-, sino también y, muy especialmente, contra los republicanos de todo cariz, desde el posibilismo conservador hasta el federalismo más progresista. Este asunto generó en el Partido algunas polémicas importantes y disidencias, pero su línea de acción no se separó ni un milímetro de este acuerdo hasta 1909-1910 cuando las circunstancias derivadas de la Semana Trágica marcaron, junto con otros factores, el acercamiento hacia los republicanos, aunque una parte sustancial del Partido mantendría sus recelos, como se demostraría en el período previo al establecimiento de la Segunda República. Los socialistas lucharon con denuedo para intentar demostrar a los obreros que los republicanos no les representaban, y que su lugar se encontraba formando parte de una organización política plenamente obrera, la socialista. La propaganda política para fomentar la conciencia de clase fue siempre una prioridad para el Partido Socialista.

El segundo acuerdo tenía que ver con la posición del socialismo en las huelgas. Esta cuestión tenía que ver con el segundo objetivo del Partido. Si el primero era la emancipación de los trabajadores a través de la lucha de clases, el segundo se vinculaba con las mejoras de las condiciones laborales, salariales y de vida de los trabajadores mientras llegaba el final del capitalismo, y se derrocaba a la burguesía.

La huelga sería el medio que tenían los trabajadores en el terreno económico para combatir el “despotismo patronal” y hacer menos precaria su situación. Pero, además, la huelga era un medio para fortalecer la conciencia de clase. Por otro lado, como los gobiernos solían intervenir en el antagonismo entre el capital y el trabajo, las huelgas terminaban tomando un cariz político, en la lucha de una clase contra la otra. Por eso, el PSOE debía fomentar el movimiento de resistencia y apoyar con todas sus fuerzas las batallas que las organizaciones obreras librasen con los patronos. En todo caso, conviene recordar que la UGT, no fue, generalmente, partidaria de recurrir, como primer instrumento de lucha, a la huelga, si no se habían agotado antes todos los medios de negociación. Es más, la UGT aprobaría que sus órganos centrales podían desaprobar una huelga convocada por una Sociedad Obrera o una Federación si se consideraban que la organización pudiera correr un riesgo grave. Nunca se renunció a la huelga, pero los sindicalistas tuvieron siempre muy presentes las consecuencias de las mismas, especialmente, si no estaba clara la victoria.

El tercer acuerdo proclamaba la vocación internacionalista del PSOE, quizás el asunto menos estudiado por la historiografía. Para el año siguiente estaba convocado el Congreso en el que nacería la Segunda Internacional, y el Partido quería estar presente en ese acontecimiento porque era considerado como un deber, y creía en el internacionalismo de la lucha. Así pues, se acordó que estaría representado en el Congreso Internacional de París con un delegado propio.

Sobre la estrategia política en la Historia del PSOE sigue siendo imprescindible la consulta de la obra de Santos Juliá, Los socialistas en la política española. 1879-1982,publicada en 1997 por Taurus. Por su parte, los acuerdos pueden consultarse en el número 132 de El Socialista.

La asistencia social de la Iglesia entre el Antiguo Régimen y el Estado liberal.

Caricatura sobre el papel de la Iglesia en el carlismo. Revista La Flaca de 1869.

Autor: Eduardo Montagut.

Fuente: nuevatribuna.es 9/10/2018

La Iglesia española, con un evidente protagonismo del clero regular, monopolizó la acción social durante el Antiguo Régimen, que vendría a ser la larga época dorada del concepto intervencionista de la caridad. El despotismo ilustrado en el siglo XVIII, desde un marcado utilitarismo, comenzó a cuestionar el monopolio eclesiástico y planteó la necesidad de la intervención, pero del Estado, aunque sería la Revolución Liberal quien plantease claramente una alternativa al peso indiscutible de la Iglesia, y por dos razones: una sería de orden económico, y la otra tendría que ver con la voluntad política.

El largo proceso desamortizador eclesiástico español iniciado con Godoy, seguido por los afrancesados y los liberales de Cádiz y del Trienio, para llegar a su máxima expresión con las desamortizaciones de Mendizábal y, en menor grado, de Madoz, ya que su desamortización sería eminentemente civil, produjo un verdadero desastre económico para la Iglesia, ya que perdió gran parte de su patrimonio, con la consiguiente repercusión en los centros e instituciones benéficas que mantenía, además de la merma en recursos humanos derivada de las exclaustraciones.

En otro sentido, el nuevo orden liberal, fundado en las Cortes de Cádiz, consideraba que el Estado debía desempeñar la función asistencial dentro de su nueva estructura administrativa para paliar los problemas derivados de la vida de los ciudadanos, aunque nunca como desde la defensa de la redistribución de la renta, aspecto propio de los muy posteriores estados del bienestar, algo inconcebible desde el liberalismo económico. En este sentido, es importante destacar el Decreto de las Cortes de 21 de diciembre de 1821 en el que se trazaba un organigrama administrativo a través de las Juntas de Beneficencia municipales y provinciales.

Pero si la causa económica es muy clara para entender el bache profundo que sufrió la Iglesia en relación con el papel que había adquirido desde el pasado más remoto, la de tipo político es más problemática. Y lo es porque el Estado español, primero por los vaivenes derivados del complejo proceso de la Revolución liberal, y luego y en paralelo, por sus seculares carencias financieras, no pudo asumir esta nueva misión asistencial debidamente ni tan siquiera con la relativa estabilidad del régimen isabelino.

Y esta es la razón por la que el Estado liberal español terminó por devolver parte del protagonismo de la atención a la Iglesia, especialmente en la época de la Restauración borbónica, coincidiendo con un resurgir del poder eclesiástico en general y, muy especialmente, en la educación. Ese nuevo protagonismo no sólo se produjo en instituciones vinculadas directamente con la Iglesia, sino, también suministrando personal sanitario y de asistencia en instituciones públicas. Este último asunto tiene su importancia porque con el tiempo se generaría un evidente conflicto porque, especialmente, las clases medias tenían en el ejercicio de la sanidad un interés profesional evidente, tanto para las profesiones que en aquella época se destinaban a hombres, como para las subalternas asignadas a las mujeres, y que ocupaban, en gran medida, especialmente las segundas, con las monjas y hermanas de la caridad. No cabe duda que esa competencia nutriría una parte creciente del anticlericalismo de algunos sectores sociales españoles. Ese control eclesiástico también era cuestionado por el movimiento obrero, especialmente por el socialista que criticaba la presencia eclesiástica en los hospitales. Este conflicto se agudizaría en el siglo XX cuando fueron, además, apareciendo nuevos factores que terminarían por apartar a la Iglesia de esta tarea, mientras conservaba un enorme poder en la otra función cara a la sociedad, la educación, y que mantiene hoy en día.

El Antiguo Régimen: ocaso y consecuencias.

Autor: José Alberto Cepas Palanca

Fuente: Alerta Digital, 30/10/2015

Ambiente: Los finales del siglo XVIII y los inicios del XIX marcan el ocaso del Antiguo Régimen (1808-1814). El año 1808 es la fecha comúnmente aceptada en la historia peninsular para marcar el nacimiento de la Edad Contemporánea. El Antiguo Régimen se basó en una demografía antigua, una natalidad y mortalidades elevadas, ristra de malas cosechas, innumerables guerras y abundantes epidemias. Una sociedad estamental heredada de la Edad Media, organizada en grupos conforme a unas atribuciones de funciones que aseguraba –a algunos – el disfrute de privilegios. La nobleza y el clero eran los privilegiados, lo que implicaba que el resto – tercer estado o estado llano – no tenían acceso a dichas prerrogativas; ricos comerciantes o agricultores, mendigos y vagabundos. Todo esto coronado por el rey que ocupaba el lugar principal y desde el cual se controlaba todo. Monarquía absoluta, o basada en la idiosincrasia inglesa, la moderada, en la creencia que era el sistema político perfecto para la sociedad de la época y el sistema político indiscutible. La economía descansaba en la agricultura, con unos sistemas de explotación – propiedad de la tierra y derechos adquiridos – que limitaban gravemente su desarrollo y abocaban a crisis de subsistencias y generación de hambrunas, de graves consecuencias. La industria, muy limitada, y el comercio, escaso, debido a la poca integración de los mercados nacionales, acompañados por los problemas de todo tipo en el desarrollo de los mercados coloniales.

La España de la fase final del Antiguo Régimen tenía entre diez y doce millones de habitantes. Madrid unos 200.000. El peso de la agricultura era cinco veces superior a la industria, y la principal producción eran las tejas y baldosas. Sólo se dedicaban a la industria, principalmente artesanal, unos 280.000 individuos, a excepción de la textil.

El número de funcionarios era aproximadamente unos 30.000 y el de comerciantes, más o menos idéntica cifra. La posesión de la tierra constituía el fundamento económico de la sociedad. Aproximadamente dos tercios de la propiedad estaba amortizada siendo más de la mitad en régimen de señorío. La crítica a los privilegios del clero era sobre todo a las órdenes religiosas. La Iglesia (el clero contaba con unas 150.000 personas) poseía la mitad de la tierra en Galicia, muy poca en Granada o en el País Vasco. Había 40 órdenes religiosas con más de 2.000 conventos. La nobleza contaba con unas 480.000 personas. El régimen señorial suponía el 95% de la Guadalajara actual. La explotación se hacía prácticamente sin ánimo de lucro. El señor tenía unos privilegios y era objeto de unas prestaciones que de hecho le convertían en dueño de la industria y el comercio en su señorío. No existía un único sistema de pesos, medidas y monedas y el sistema fiscal era complicado y muy injusto. El poder del rey revestía un carácter sagrado, semejante a la familia. La función de las Cortes sólo eran el reconocimiento del heredero y los actos de jura al mismo.

Melchor Gaspar de Jovellanos
Melchor Gaspar de Jovellanos

Había desaparecido el Consejo de Aragón, y el Consejo de Estado era el organismo central de la administración, que tenía competencias de rango administrativo, ejecutivo, judicial y legislativo, siendo los secretarios el medio directo de gobierno por parte del rey. La administración territorial (Capitanías generales, Audiencias, intendencias, etc.) era caótica. La administración local estaba en manos de los señores o de los Corregidores, según se tratara de un señorío o no. Existía una gran crisis económica potencial provocada por las limitaciones que la situación jurídica de la tierra imponía a la producción, añadida por las malas cosechas y la consecuente crisis de subsistencia. La legislación era muy abundante y complicadísima. La Inquisición apenas era temida y se dedicaba de manera casi exclusiva a perseguir beatas inventoras de milagros.

No obstante, en toda Europa, en el siglo XVIII, especialmente en los últimos decenios, se notaron algunos vientos de cambio, en algunas áreas. En España disminuyó la mortalidad, se incrementó la nupcialidad y, por tanto, la natalidad. El cambio más importante se observó en el ámbito de las ideas, los análisis y las críticas. Pocos eran los intelectuales del siglo XVIII especialmente en España que creían, vislumbraban o intuían los cambios que se podían producir, siendo algunos de los más prominentes Gaspar Melchor de Jovellanos (1744 -1811), Mariano Luis de Urquijo [(1769 – 1817), condenado por la Inquisición por traducir una tragedia de Voltaire] y José Blanco White (1775 – 1841); el resto de esa élite seguía anclados en el Antiguo Régimen, siendo un ejemplo claro el conde Floridablanca [José Moñino y Redondo, (1728-1808)].

Desencadenantes

Carlos IV
Carlos IV

Se nombró secretario de Estado al conde de Aranda, Pedro Pablo Abarca de Bolea (1718-1798), sustituyendo al anciano conde de Floridablanca en 1792, que fue totalmente marginado, aunque al final fue rehabilitado. Ese año Francia proclamó la Republica. Los folletos y todo tipo de propaganda anti borbónica empezaron a entrar clandestinamente en España, a pesar del endurecimiento de Aranda, que dificultaba su política, pasando a primera línea de urgencia la de salvar la vida del primo del rey Carlos IV, el rey francés Luis XVI. Con las noticias revolucionarias precedentes de Francia se produjo una drástica limitación de las posibilidades de tolerancia en el marco del régimen de despotismo ilustrado. Desapareció una parte de la prensa y, al resto, se les prohibió cualquier alusión directa al gobierno y a sus magistrados.

Desde agosto de 1798 se prohibieron las escarapelas con los colores nacionales franceses y el uso de chalecos con la palabra liberté así como la entrada de folletos y dibujos que pudieran pervertir o inquietar cabezas mal compaginadas. De todos modos, el impacto en las élites de las noticias provenientes de Francia fue muy grande, con independencia de la posición de cada uno. Si a eso se une el desprestigio de la Corona, se apreciará hasta qué punto era congruente la situación con el desenlace que se produjo. El cambio histórico se produjo desde las esferas más altas, al quedar inservibles todas las instituciones del Antiguo Régimen cuando tuvo lugar la invasión francesa, pero el cambio efectivo lo hicieron las esferas bajas.

Carlos IV, nombró a Godoy secretario de Estado, fulminando a Aranda. Godoy, acusado posteriormente de despotismo ministerial, era un joven inexperto, cuyo mérito conocido popularmente, era ser “el querido o el cortejo” de la reina, que aunque aceptada esa institución por la sociedad de la época, nunca había llevado consigo un ascenso social y político tan descomunal y tan rápido. En el fondo, no se aceptaba por la gente sencilla, que un joven advenedizo aunque de origen hidalgo – fue un simple Guardia de Corps – ascendiera al poder por medios muy poco lícitos extendiéndose, cual mancha de aceite por todo el reino.

Manuel Godoy

Manuel Godoy
Manuel Godoy

El pacense Manuel Godoy y Álvarez de Faria (1767-1851), ocho años después de su ingreso en la “Guardia de Corps” (*), el 15 de noviembre de 1792, fue elevado al cargo de primer secretario de Estado o del Despacho, es decir, Primer Ministro o “ministro universal”, por Carlos IV, quien desde que subió al trono no había cesado de llenarle de honores: cadete, ayudante general de la “Guardia de Corps”, Brigadier, Mariscal de campo y sargento mayor de la Guardia, duque de Alcudia, Grande de España de primera clase, regidor perpetuo de la ciudad de Santiago de Compostela, Caballero del Toisón de Oro, Gran Cruz de la Orden de Carlos III, Comendador de Valencia del Ventoso, Consejero de Estado, secretario de la reina, Superintendente general de Correos y Caminos, Gentilhombre de cámara con ejercicio, Capitán general de los Reales Ejércitos, inspector y sargento mayor del Real Cuerpo de la Guardia de Corps. A todos estos honores los reyes le añadirán el de “Príncipe de la Paz” por la firma del segundo Tratado de Basilea, en 1795. Más tarde, Godoy fue nombrado señor de Soto de Roma y del Estado de Albalá; Regidor perpetuo de la villa de Madrid y de las ciudades de Cádiz, Málaga, Écija y Reus, conllevando este último cargo el título de barón de Mascalbó, Caballero Gran Cruz de la Orden de Cristo y de la Religión de San Juan, protector de la Real Academia de Nobles Artes y de los Reales Institutos de Historia Natural, Jardín Botánico, Laboratorio Químico y Observatorio.

En 1801 fue nombrado Generalísimo, título nunca otorgado antes en España. Finalmente, en 1807, cerca ya de su caída, Carlos IV le concedió el título de Gran Almirante, con tratamiento de Alteza Serenísima y presidente del Consejo de Estado. Nada más y nada menos.

Era un progresista tibio, amigo de la Ilustración, que se atrajo el odio de curas y frailes que al final contribuyeron a su caída; atacó el emparedamiento, la costumbre de enterrar a los muertos en el interior de las ciudades – influenciado personalmente por José I – , las órdenes mendicantes y las corridas de toros. Se creía que era amante de la reina, María Luisa, y el mejor amigo del complaciente Carlos IV. Su correspondencia con la reina, que acaso permita negar la existencia de una relación carnal, revela la pobreza de su espíritu cortesano y tema constante; la salud de la pareja real. Su vinculación a la reina, parece haber sido de naturaleza más hipocondriaca que sexual. Su pecado no era la perversidad, sino la vulgaridad, la ostentación y la inexperiencia política de un recién llegado. Godoy era un apuesto oficial de la Guardia de Corps, que tenía 25 años cuando le fue otorgado un poder absoluto, superior al que pudo ostentar cualquier gobernante de España, posterior a él, hasta llegar al General Franco.

El apoyo del valido a la alianza francesa estuvo condicionado por su deseo de emplearlo contra sus enemigos en la corte, o por su esperanza de una retirada segura ante esos enemigos a un principado de Portugal que – según él – Francia tendría que concederle. Napoleón le despreció y explotó porque adivinó sus deseos y no podía tomar en serio su defensa de la independencia española. Hacia 1808 la impopularidad de Godoy se había extendido de los círculos intelectuales para abarcar todas las clases sociales, y la revolución profetizada en 1798 se volvía contra la Corte que apoyaba su poder; una Monarquía capaz de deshonrarse a sí misma, a su política exterior, de someter a España a la inflación, a la carestía y a la pérdida del Imperio colonial americano, debía ser limitada por una Constitución. El vago reformismo de la época iba emparejado con un constitucionalismo aristocrático que reafirmaba los privilegios de los grandes ricos hombres de Castilla, quienes podían tolerar ser gobernados por burócratas de carrera, pero la fulgurante carrera del valido era un privilegio aristocrático que no debía ser ejercido por el “choricero” Godoy. Mientras que el hijo del rey, Fernando, con su partido fernandino desacreditaba a la Corte de su padre, a Carlos IV, y a Godoy, porque creía que éste le estaba excluyendo del trono a través de una regencia. No iba mal encaminado.

Desarrollo

Napoleon Bonaparte
Napoleon Bonaparte

Godoy sabía que el príncipe de Asturias estaba intrigando contra él, junto con el embajador francés. El deseo de mantenerse en el poder o el temor de que llegaron al rey las acusaciones hacia su persona, hicieron que Godoy intentara separar a Carlos IV de su hijo: el príncipe de Asturias. Para lograr la desunión familiar, el valido apartó totalmente de las tareas del gobierno a Fernando, a pesar que Carlos III hizo entrar a su hijo en el Consejo durante el ministerio de Grimaldi, manteniéndole en una constante minoría de edad y conservando así el manejo exclusivo de los negocios del reino. Según palabras del propio Fernando, Godoy decía de él que era un joven sin talento, sin instrucción, sin aplicación, en fin, un incapaz, una bestia, que tales fueron las expresiones con que llegaron a honrarme en sus conversaciones él y su gavilla. El príncipe aglutinó en torno a sí a todos los que aborrecían a Godoy, formando el partido fernandino que fue creciendo en la medida que aumentaba el poderío de Godoy. La opinión pública del momento consideraba a Carlos IV, bueno, débil y necio; a la reina, María Luisa de Parma, una mala mujer; a Godoy un monstruo, y al príncipe de Asturias, la esperanza personificada.

La ambición de Godoy le llevó a intentar desheredar a Fernando y a conseguir un trono propio e independiente. Comenzó a expandir la idea que Fernando era incapaz de gobernar y, como sus hermanos eran menores de edad, sería necesario nombrar un regente en caso de fallecimiento del rey Carlos IV. Los fernandinos reaccionaron preparando un decreto en blanco firmado por Fernando, como rey de Castilla, para el caso de que acaeciera el fallecimiento del rey. Godoy se enteró de la trama y mediante un anónimo, comunicó al rey una conspiración dirigida por su hijo para destronarle y envenenar a la reina. El rey secuestró los papeles de su hijo y éste fue arrestado, como reo de alta traición. Godoy, viendo el panorama y de la reacción popular a favor del príncipe, se presentó como conciliador entre el padre y el hijo, de tal forma que el rey concedía el perdón a Fernando, aunque la causa continuó contra los cómplices. El Consejo de Castilla, sin hacer caso a Godoy, dictó sentencia absolutoria para todos, pero fueron desterrados gubernamentalmente de Madrid y los sitios reales. Se llamó el proceso de El Escorial. Fue contraproducente para el valido, pues mostró la desunión y debilidad de la familia real y el pueblo quedó indignado y dispuesto a una revolución – según expresó León y Pizarro.

Preludio de la intervención francesa

Tratado de Fontainebleau
Tratado de Fontainebleau

La debilidad de Godoy y la impotencia del príncipe de Asturias hicieron que ambos buscaran una ayuda que les apoyara en sus posiciones, ya de por sí precarias. La ayuda les llegó de la mano de Napoleón Bonaparte, el hombre más grande del siglo, un auténtico delirio en la mentalidad de la época. El emperador francés representaba la gran síntesis revolucionaria. Napoleón se convirtió en el árbitro de los destinos de España cuando su fama y poder estaba en pleno clímax, después de las victorias de Austerlitz (1805), Jena (1806) y firmar la paz con Rusia en Tilsit (1807). El desastre de la batalla naval de Trafalgar (1805) librada por la marina inglesa contra la franco-española no le impidió seguir con sus planes de expansión militar. El trasfondo de todo era que Napoleón quería invadir las Islas Británicas para poner fin a las correrías navales inglesas; al fracasar en el empeño, empezó a pensar que España, una aliada débil pero forzosa y, sin marina importante, sólo le podía servir como paso hacia Portugal, para de esta manera, evitar en lo posible el tráfico naval inglés cerrando sus costas el tráfico comercial con Inglaterra mediante el tratado de Fontainebleau.

El prestigio de Napoleón fue el que llevó a Godoy a firmar el citado tratado. Ahí empezaron las verdaderas desgracias para España. Aunque antes de la firma del tratado, un ejército francés al mando del general Junot cruzó el Bidasoa en octubre de 1807, con el pretexto de “tomar parte” en la guerra de Portugal, país siempre aliado de Inglaterra. En 1801, Napoleón conmina a Portugal a que rompa su alianza tradicional con Inglaterra y cierre sus puertos a los barcos ingleses. En esta pretensión arrastró a la España de Godoy, mediante la firma del tratado de Madrid de 1801. Según este tratado, España se comprometía a declarar la guerra a Portugal si ésta mantenía su apoyo a los ingleses. Ante la negativa portuguesa a someterse a las pretensiones franco-españolas, se desencadena la Guerra de las Naranjas, [llamada así popularmente debido al ramo de naranjas que Godoy hizo llegar a la reina María Luisa cuando sitiaba la ciudad de Elvas (Portugal)]. Dicha conflagración duró sólo 18 días.

El total de soldados franceses acantonados en España ascendía a unos 90.000, que controlaban no sólo las comunicaciones con Portugal, sino también con Madrid, así como la frontera francesa. La presencia de estas tropas terminó por alarmar a Godoy. En marzo de 1808, temiéndose lo peor, la familia real se retiró a Aranjuez para, en caso de necesidad, seguir camino hacia el sur, hacia Sevilla y embarcarse para América, por consejo del embajador inglés en Portugal, y azuzado por el propio Godoy, que estaba más preocupado por su rivalidad con Fernando, que por la suerte de la monarquía de la que era súbdito. Cuando no se habían cumplido dos meses desde la firma del tratado, las tropas francesas ocupaban Lisboa, y más soldados franceses continuaban cruzando los Pirineos y tomando posiciones en territorio español con el pretexto de “prevenir” una posible reacción inglesa. Rápidamente ocuparon Burgos, Salamanca, Pamplona, San Sebastián, Barcelona y Figueras.

En resumen: la política interior española se había convertido en una lucha a muerte entre las dos facciones, lo que motivó a Napoleón a desconfiar de todos. Eso lo aprovechó en su propio beneficio, engañando a todo el mundo aprovechando las sucias intrigas. A comienzos de 1793, Carlos IV, intercedió por la vida su primo, condenado a muerte por la Convención francesa lo que empeoró la situación con Francia, acarreando la declaración de guerra por parte francesa en marzo de ese año. La contienda no fue en nada favorable a los intereses españoles, que unida a la difícil relación con Inglaterra, aliada antifrancesa en ese escenario, llevó a la firma de la paz con Francia en el verano de 1795. Aunque al inicio de esa guerra hubo victorias españolas, lo que atenuó el descontento popular, los reveses de 1794 dieron nuevas alas a Godoy que ya era el príncipe de la Paz, lo que exacerbó más los ánimos en su contra. Hubo conspiraciones como la de Picornell (el ilustrado mallorquín Juan Picornell (1759-1825), —cuyas preocupaciones hasta entonces se habían centrado en la renovación pedagógica y en el fomento de la educación pública), en la que los conjurados trataban de dar un golpe de Estado apoyado por las clases populares madrileñas para salvar a la Patria de la entera ruina que la amenaza. Tras el triunfo del golpe, se formaría una Junta Suprema, que actuaría como gobierno provisional en representación del pueblo, y tras la elaboración de una Constitución se habrían celebrado elecciones, sin que estuviera claro si los conjurados se decantaban por la Monarquía constitucional o por la República, aunque sí sabían que la divisa del nuevo régimen sería libertad, igualdad y abundancia; la de Alejandro Malaspina (1754- 1809), que en septiembre de 1795, envió al gobierno español sus escritos sobre su expedición marítima, pero éste juzgó poco oportuna su publicación en la situación política por entonces existente. Desencantado, Malaspina tomó parte en una conspiración para derribar a Godoy, lo que condujo a su arresto en noviembre. Tras un dudoso juicio, en 1796, fue condenado a diez años de prisión en el castillo de San Antón de La Coruña.

También el incidente protagonizado por el conde de Montijo (Eugenio de Palafox y Portocarrero (1770-1834), que parece ser que, desde 1805 a 1808, dedicó su tiempo a conspirar contra Godoy con diversos planes, uno de los cuales dio lugar al Motín de Aranjuez de 1808). Todas fueron reprimidas con dureza, lo que no impidió que los descontentos siguieran en aumento.
Tratado de Fontainebleau.

Fue firmado el 27 de octubre de 1807 en la ciudad francesa de Fontainebleau (ciudad del área metropolitana de Paris) entre los respectivos representantes plenipotenciarios de Godoy, valido del rey de España, y Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses. En él se estipulaba la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, que se había unido a Inglaterra y se permitía para ello el paso de las tropas francesas por territorio español, siendo así el antecedente de la posterior invasión francesa de la Península ibérica y de la Guerra de la Independencia Española. En 1806, tras fracasar su intento de invasión de Inglaterra, Napoleón decreta el bloqueo continental, que prohibía el comercio de productos británicos en el continente europeo. Portugal, tradicional aliada de Inglaterra, se niega a acatarlo y Napoleón decide su invasión. Para ello necesita transportar allí sus tropas terrestres. Manuel Godoy, representado por su plenipotenciario, el Consejero de Estado y Guerra, Eugenio Izquierdo, firma con Gérard Duroc, representante de Napoleón, el tratado de Fontainebleau, en el que se estipula la invasión militar conjunta franco-española de Portugal, para lo que se permite el paso de tropas francesas por territorio español.

Conforme al tratado, una vez invadido Portugal, éste sería dividido en tres zonas: el Norte se reserva para el Rey de España (exactamente para el rey de Etruria – estado satélite francés – cuyo rey, Luis I de Borbón, era sobrino de la reina de España), el Sur (Alentejo y Algarve) se darán en propiedad a Godoy y el resto de Portugal queda de momento sin decidir hasta que la situación se normalice. Igualmente se habla de repartir el inmenso imperio colonial portugués, aunque no se precisa más. El emperador francés reconocería al rey de España como emperador de las Américas una vez que terminara la conquista de Portugal y las aguas volvieran a su cauce, que se calculaba en tres años.

El motín de Aranjuez

Motín de Aranjuez
Motín de Aranjuez

Es una ironía que Godoy fuera derribado y tratado deshonrosamente como un traidor en el momento en que estaba decidido a oponerse a Napoleón; tenía el plan de trasladar a los reyes a Sevilla, lejos de las zarpas francesas, pero fue la gota que colmó el vaso para que se produjera el motín de Aranjuez. Según Godoy, el motín de Aranjuez fue obra de unos cuentos plebeyos seducidos, cuadrilla de lacayos, cocheros, marmitones, que habían sido comprados. La realidad fue que, aunque se produjo abajo, se indujo arriba.
El príncipe Fernando esperaba con toda su alma que Napoleón sancionara la revolución de Aranjuez, pero el emperador no tenía ninguna intención de malgastar la oportunidad que se le presentaba, apoyando a un rey títere de cuyo carácter e intenciones, desconfiaba. El 13 de marzo de 1808 Godoy llegó a Aranjuez procedente de Madrid tomando la decisión de trasladar la Corte a Sevilla el 15, mandando que vinieran sin estrépito una gran parte de las tropas acantonadas en Madrid.

Esta decisión sirvió para que los fernandinos mostraran una oposición al viaje real que habría supuesto la pérdida de la presunta amistad y protección de Napoleón, y lograsen unificar a todas las fuerzas políticas del país. Hicieron correr la voz de que había salido la orden del viaje de los reyes, creando en Aranjuez un clima de intranquilidad y malestar que según Félix Amat (confesor del rey) fue grande e igual en tropas y paisanos. En Madrid, el conde de Montijo, reunió en torno al príncipe de Asturias a todos los nobles y lograr el visto bueno del Consejo de Castilla, máximo órgano representativo del reino. En el Consejo de Ministros del día 14, el ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero (1754-1821), marqués de Caballero, se negó a firmar cualquier decreto que supusiese la huida de la familia real y por vez primera se enfrentó a Godoy, especificando lo que era su vida al lado de la familia real y diciendo al rey que tal resolución no es otra cosa que la guerra y, por tanto, es un mal cierto, que al contrario, la de quedarse y mostrarse confiado, si puede ser un mal, es muy incierto y probable. Las palabras de Caballero desembocaron en que los demás ministros hicieran lo propio, contándole al rey lo que habían callado durante más de 15 años; el poder del valido comenzó a disiparse.

El rey confuso, y como era preceptivo, mandó que se consultase el Consejo de Castilla. Al día siguiente, el Consejo ganado previamente por Montijo, adoptó una postura clara en contra de Godoy, desaconsejando el viaje real, negándose a proclamar un bando tranquilizador en Madrid y, después de retrasar todo lo que pudo la marcha de las tropas a Aranjuez, ordenando a éstas que impidieran al precio que fuera, el viaje de la familia real a Sevilla.

En Aranjuez se intentó eliminar el descontento, pero la agitación se palpaba mediante una proclama del rey en la que desmentía la posibilidad de cualquier viaje. La proclama electrizó todos los ánimos en términos que aquella tarde salieron los reyes y el príncipe por medio de un pueblo numeroso que los llenó de aclamaciones… pero no por esto el pueblo dejó de seguir desconfiado y vigilante, porque seguían llegando tropas a Aranjuez alcanzando la cifra de 10.000 soldados, cuando la población no alcanzaba los 4.000. Además, Montijo y otros nobles habían soliviantado a los habitantes de los pueblos cercanos para que acudieran a Aranjuez en defensa del rey. El plan que debía acabar con el poderío de Godoy estaba dispuesto para cuando Carlos IV, que con toda seguridad obedecería al valido, abandonase el Real Sitio.

Trafalgar
Trafalgar

El motín de Aranjuez se desencadenó debido a varias causas; las consecuencias de la derrota de Trafalgar, que recayó fundamentalmente en las clases bajas; el descontento de la nobleza; la impaciencia del príncipe de Asturias por reinar; la acción de los agentes de Napoleón; las intrigas de la Corte en donde se iba creando un núcleo opositor – el partido fernandino – en torno al príncipe de Asturias formado por aristócratas recelosos del poder de Godoy; el escándalo de las supuestas relaciones de éste con la reina María Luisa de Parma; el temor del clero a las medidas desamortizadoras y la presencia de tropas francesas en España, en virtud del Tratado de Fontainebleau, que se había ido haciendo amenazante a medida que iban ocupando (sin ningún respaldo del tratado) diversas localidades españolas.

En la noche del jueves 17, al viernes 18 de marzo, se formaron en Aranjuez numerosos grupos de cuatro a seis hombres embozados y armados de palos que, atravesaban silenciosos las calles del pueblo, capitaneados por el conde de Montijo rondando la casa de Godoy y las inmediaciones del camino a Ocaña. La tropa fue a los distintos puntos desde donde podría emprender el viaje, mientras que el pueblo rodeaba el palacio. El príncipe de Asturias y el resto de la familia real se asomaron a un balcón para demostrar que no se habían marchado, lo que calmó bastante a la gente. Aunque el pretexto de los incidentes fue al anuncio de la retirada de la familia real y de la corte a Andalucía, la realidad era el odio a Godoy; marcharon a su casa provistos de palos, picos, teas y azadas destrozando a hachazos la puerta principal y saqueando todo el palacio a excepción de una pequeña habitación repleta de alfombras y esterillas, donde el valido se había encerrado con llave. Los reyes, enterados del saqueo del palacio de Godoy y preocupados más por la suerte del valido que por la suya propia y, para apaciguar el tumulto organizado, cedieron a las presiones de los ministros firmando Carlos IV – a las cinco de la mañana – un decreto por el cual tomaba personalmente el mando del Ejército y la Marina, exonerando a Godoy de los empleos de Generalísimo y Almirante. A las seis de la mañana lo ánimos estaban aparentemente calmados.

El 19 por la mañana, Godoy acosado por el cansancio, el hambre y la sed salió de su cubículo, pero rápidamente fue descubierto. La noticia se difundió a la velocidad del rayo, dándose rápidamente cuenta a los reyes. Nuevamente un numeroso hervidero de hombres y mujeres acudió al palacio del valido para intentar acabar con su vida. Los Guardias de Corps evitaron que el pueblo entrase en el palacio y linchara al valido. Carlos IV, al enterarse, instó a su hijo a tranquilizar al pueblo para que pudiera conducirle, sin peligro para su vida, al cuartel de la citada Guardia de Corps, prometiendo que el decreto del día anterior sería cumplido, y le alejaría lejos de la Corte. Fernando logró calmar a la gente prometiendo que a Godoy se le encausaría y que se le llevaría al cuartel protegido por un escuadrón del mismo cuerpo, pero a pesar de esta protección y según un testigo de la época llegó con un ojo casi saltado de una pedrada, un muslo herido de un navajazo y los pies destrozados por los cascos de los caballos. La aparición de un coche tirado por seis mulas ante el cuartel para trasladar a Granada al príncipe de la Paz, por orden real, evitando así la apertura inmediata de la causa contra él, desató nuevamente la furia e ira de los manifestantes que se concentraron ante el cuartel, matando a una mula, cortando los tirantes del coche y destrozándolo. Los amotinados manifestaron en el patio del cuartel que no permitirían que se sacase al odiado valido, pidiendo que se le encausara en Aranjuez o en Madrid.

Nuevamente tuvo que intervenir Fernando para calmar a la enfurecida turba. Carlos IV, visto que se le iba a privar de su valido, sin consultar a la reina, incapaz de tomar decisión alguna y muy escaso de energía, consultó con los ministros, sobre la conducta que debía tomar. Unánimemente le aconsejaron abdicar en su hijo. A las siete de la noche del 19 de marzo, el rey convocó a todos los ministros y les leyó su abdicación del reino en favor de su hijo Fernando, príncipe de Asturias. Godoy fue enviado preso al castillo de Villaviciosa. Comenzaba el reinado del infausto Fernando VII.
La noticia de la abdicación se conoció en Madrid a las once de la noche de ese mismo día, pero no cundió demasiado debido a que era muy tarde y además, sábado. El día siguiente, ya domingo, el Consejo de Castilla anunció la subida al trono de Fernando VII. El entusiasmo de la gente no tuvo límites. El retrato del nuevo rey fue llevado por todas las calles hasta ser colocado en el Ayuntamiento. Según Mesonero Romanos: no hay que decir que todos los balcones se abrieron y atestaron de gente que con vivas y aclamaciones respondían a tal algazara, agitaban los pañuelos y con las palmas de las manos, con panderos, clarines y tambores de Navidad, reproducían hasta lo infinito, aquel estallido del entusiasmo popular. El júbilo en toda España fue enorme. En provincias, conocida la noticia, se repitieron las fiestas y las algaradas con que había comenzado en Madrid el nuevo reinado. En la mayoría de ciudades y pueblos se arrastraba el busto y el retrato de Godoy por las calles, se echaron las campanas al vuelo y se acababa con un solemne Te Deum en la catedral o en la iglesia mayor. Pero lo peor estaba por venir.

Abdicaciones de Bayona

Abdicación de Bayona
Abdicación de Bayona

A pesar de todo lo sucedido, la realidad era que el ejército francés tenía desplegados en la Península más de 95.000 hombres. Napoleón aprovechó los cambios producidos en el reino de España, para seguir implementando sus posibilidades, opciones y poderío. Su idea secreta era apoderarse del débil reinado de Fernando VII, – y de España con sus colonias – como lo había hecho en otras naciones europeas. El emperador nombró al mariscal Joachim Murat, el duque de Berg, cuñado suyo (su esposa era Carolina Bonaparte), jefe de las tropas francesas en la Península, que llegó a Madrid el 23 de marzo, un día antes que el rey Fernando. El mariscal francés empezó sus maniobras diplomáticas en su propio beneficio: consiguió del ex rey Carlos un documento en que éste declaraba nulo su decreto del 19 de marzo abdicando en favor de su hijo, con lo que ambos, padre e hijo, vieron debilitadas sus posiciones y consiguiendo una nueva discusión sobre la legitimidad del titular como rey de España. El general francés Jean René Savary, llegó a Madrid, como enviado especial de Napoleón, para convencer a Fernando en que se reuniera con éste para asegurar el apoyo francés a la causa fernandina. El joven acudió a la cita, engañado, acompañado por Savary y “tropas” del general Murat, ignorando que el final del viaje acabaría en Francia. En Madrid, quedó una Junta Suprema de Gobierno, presidida por el infante Antonio Pascual (hermano menor de Carlos IV) y algunos de los ministros de Fernando, con instrucciones poco precisas (fundamentalmente tener buenas relaciones con el ejército ocupante) para cubrir el vacío de poder, que de poco valió.

A finales de abril, Napoleón tenía en su poder a casi todos los miembros de la familia real, a Godoy y al canónigo Juan Escóiquiz Morata (ambicioso e intrigante preceptor de Fernando, partidario abierto de Napoleón, que llegó incluso a convencerle para que escribiera una sumisa carta al emperador en la que solicitaba humildemente una mujer de su familia con la que casarse), empezando su presión sobre ellos, para de esta manera, dividirlos y ahondándolos aún más, de acuerdo con sus intereses. Pocos días después, Carlos IV, se reafirmó en la nulidad de su abdicación, resultado de la fuerza y de la violencia – según él – cediendo sus derechos al emperador a cambio de asilo en Francia y unas rentas, argumentando que Napoleón era el único que podía poner paz en España. Al día siguiente, el 6 de mayo, Fernando, que aún no conocía la decisión paterna, también se sometió a la voluntad napoleónica. El resultado fue que Napoleón se convirtió, en un santiamén, en dueño y señor de España. Pero en la Península, las fuerzas invasoras, comenzaron a tener las primeras escaramuzas, no con la Junta de Gobierno nombrado por el rey Fernando, sino con el pueblo llano, que ya se estaba dando cuenta de las verdaderas intenciones de los franceses.

El dos de mayo

El día uno de mayo, la tensión es ya palpable; por la mañana aparecen unos impresos titulados Carta de un oficial retirado en Toledo donde se propone el cambio de dinastía. Horas más tarde, Murat pasa revista a sus tropas en el madrileño paseo del Prado, desde la puerta de Atocha hasta la de Recoletos, y al volver a su palacio del Almirantazgo- expropiado a Godoy y situado en la madrileña plaza de la Marina, esquina a Bailén – es alcanzado por varias piedras que le lanza la gente reunida en la Puerta del Sol. Rápidamente intervienen las autoridades y el suceso no va a más.

El lunes, dos de mayo, amanece despejado, tras una noche lluviosa. A las siete de la mañana salen de las caballerizas reales dos carruajes hacia la puerta del Príncipe del palacio Real. Murat ha dispuesto la salida para Francia de la reina de Etruria (**), con sus hijos y del infante Francisco de Paula. La de éste, pretende retrasarla a la noche para ocultarla a la población y evitar posibles alteraciones. La reina de Etruria no es muy querida por el pueblo a causa de las maniobras que ha hecho ante Murat para derogar la abdicación de su padre, y la intermediación por la liberación de Godoy. El infante es el hijo pequeño de Carlos IV y junto a su tío Antonio, presidente de la Junta de Gobierno, formada tras la marcha de Fernando VII son los últimos miembros de la familia real que quedan en Madrid. A las ocho y media de la mañana la reina de Etruria sale por la puerta del Príncipe y se monta en uno de los dos carruajes, junto a sus hijos, una aya y un mayordomo. Una vez todo dispuesto, parte hacia Francia ante la mirada de un pequeño grupo de gente que se ha reunido frente al palacio Real. El otro carruaje queda junto a la puerta a la espera de que monte el resto de la servidumbre que acompañará a la reina de Etruria o el pequeño infante, tal como teme la gente, que sigue acercándose a palacio y que ya forma un número significativo de personas. Entre éstas se encuentra Blas Molina, cerrajero de profesión, que al observar detenidamente el carruaje sospecha de la salida de los infantes exclamando en voz alta: ¡Traición! ¡Traición! ¡Nos han llevado al rey y se nos quieren llevar a todas las personas reales! ¡Mueran, mueran los franceses! Un grupo de los reunidos en la puerta, con Blas a la cabeza, se introduce en palacio y suben a las plantas nobles, donde se encuentran los infantes. Ante su presencia se calman los ánimos, y con la promesa de la salida del infante Francisco a un balcón de palacio para tranquilizar al pueblo, se les convence para que se retiren.

Por el balcón a la derecha de la puerta del Príncipe, aparece el príncipe causando el delirio de la ya gran multitud que se ha congregado frente a la residencia real. Murat, desde su palacio, observa el tumulto y manda a uno de sus ayudantes a que se informe de lo que pasa. Al llegar, el francés sufre la ira del pueblo y si no es por la protección de un oficial de las Guardias Walonas (***) hubiera peligrado su vida. Un correo que lleva órdenes para el general francés Grouchy es acorralado, consiguiendo escapar en el último momento. Un soldado francés procedente del cercano cuartel de San Nicolás, es asesinado. Estos acontecimientos alarman a Murat que toca generala poniéndose en movimiento las tropas situadas en los diversos campamentos y acantonamientos franceses de Madrid, y en las afueras.

El primer acto de la rebelión y que quedó como simbolismo del nacionalismo revolucionario – el levantamiento del 2 de mayo – fue obra del bajo pueblo y alarmó al Consejo de Castilla tanto como al general Murat. Éste, presionó ostensiblemente sobre la Junta de Gobierno, para que autorizase la salida del infante Francisco de Paula (decimocuarto hijo de Carlos IV), hacia Francia, lo que llevó a aquélla a convocar una reunión para hablar sobre el tema. Fueron llamados representantes del Consejo de Castilla, de Hacienda, de la Indias y Órdenes, además de otras altas personalidades del reino. En la tensa reunión se planteó la posibilidad una guerra para defender y hacer frente a la ocupación francesa. En esa reunión se decidió crear otra Junta suplente por si Murat cumplía sus amenazas de acabar con la que había nombrado Fernando VII.

En la mañana del día siguiente de esa segunda reunión – ya era el dos de mayo – comenzó una agitación en Madrid entre los que asistieron a la salida de palacio de los últimos miembros de la familia real. El intento de evitar que abandonasen la ciudad provocó un choque entre la población madrileña y una unidad militar francesa. El levantamiento popular se generalizó al ser público el número de muertos y heridos producidos por la reacción francesa, al sofocar la revuelta. El pueblo ignoró las recomendaciones reiteradas de calma por parte de las ya desprestigiadas autoridades españoles, produciéndose asesinatos, fusilamientos en masa a causa de la durísima represión que siguió, ordenada por Murat. Se generó una sangrienta y desordenada lucha entre los madrileños y las tropas francesas. Hubo actos heroicos como los protagonizados por los capitanes Luis Daoíz y Pedro Velarde, aunque a costa de sus vidas. Francisco de Goya, plasmó esas situaciones en cuadros como “La carga de los mamelucos” y “Los fusilamientos del dos de Mayo”.

Los madrileños comenzaron así un levantamiento popular espontáneo pero largamente larvado desde la entrada en el país de las tropas francesas, improvisando soluciones a las necesidades de la lucha callejera. Se constituyeron partidas de barrio comandadas por caudillos espontáneos; se buscó el aprovisionamiento de armas, ya que en un principio las únicas de que dispusieron fueron navajas; se comprendió la necesidad de impedir la entrada en la ciudad de nuevas tropas francesas. Todo esto no fue suficiente y Murat pudo poner en práctica una táctica tan sencilla como eficaz; cuando los madrileños quisieron hacerse con las puertas que estaban cerca de la ciudad para impedir la llegada de las fuerzas francesas, acantonadas en sus afueras, el grueso de las tropas (unos 30.000 hombres) ya había penetrado, haciendo un movimiento concéntrico para dirigirse hacia el centro. No obstante, la gente siguió luchando durante toda la jornada utilizando cualquier objeto que fuera susceptible de servir de arma, como piedras, ramas de árboles, tirachinas, todo tipo de barras, cubos de agua, macetas arrojadas desde los balcones, etc. Así, los acuchillamientos, degollamientos y detenciones se sucedieron en una jornada sangrienta. Mamelucos y lanceros napoleónicos extremaron su crueldad con la población y varios cientos de madrileños, hombres y mujeres, así como soldados franceses, murieron en la refriega.

Si bien la resistencia al avance francés fue mucho más eficaz de lo que Murat había previsto, especialmente en la puerta de Toledo, la puerta del Sol y en el Parque de Artillería de Monteleón (actualmente existe un arco de entrada a dicho Parque de Artillería integrado en el monumento a Daoíz y Velarde, en la Plaza del dos de Mayo de Madrid), su operación de cerco le permitió someter a Madrid bajo la jurisdicción militar y poner bajo sus órdenes a la Junta de Gobierno. Poco a poco, los focos de resistencia popular fueron cayendo. Como un reguero de pólvora corrieron las noticias de lo que estaba aconteciendo en Madrid. La gente estaba cansada de soportar a los franceses.

El mismo día que estalló la revuelta en Madrid, en el pueblo de Móstoles, cercano a la capital, su alcalde ordinario por el Estado, Andrés Torrejón García, junto a Simón Hernández, alcalde ordinario por el Estado General, firmó el conocido como Bando de Independencia, redactado por Juan Pérez Villamil, que alertaba sobre la masacre cometida en Madrid por las tropas napoleónicas y que llamaba al auxilio de la capital por parte de otras autoridades, incitando a la nación a armarse contra los invasores franceses. Tuvo una enorme repercusión, ya que en las siguientes semanas se fueron produciendo revueltas en bastantes provincias. Aparte, las tensiones producidas en España por el centralismo borbónico y la marginación de sectores de la población en ciudades pobladas, ayudaron bastante en el desarrollo del estallido antifrancés.

La situación de los defensores del Antiguo Régimen fue indecisa. Se vieron obligados a decidir: apoyar el levantamiento, en contra de su filosofía, o bien, aceptar los planes de Napoleón.
Las abdicaciones de Bayona, por desgracia, habían abierto aún más el camino del emperador que continuaba presionando a la Junta y al Consejo de Castilla para legalizar sus decisiones. Pero el diez de mayo, éste organismo, desafortunadamente para el reino, aceptó a Murat como teniente general de la monarquía, lo que implicaba que el general francés ejercería el mando supremo en el ejército español. Mientras tanto, Napoleón continuaba con su inmisericorde labor de zapa ofreciendo a su hermano, José, el reino de España, dejando su trono italiano, que ostentaba en esos momentos. Murat recibió instrucciones concretas para preparar la llegada del nuevo rey, cosa que no le costó mucho trabajo debido al beneplácito de las instituciones españolas, a las que les quedaban pocas horas de libertad, así como a todo el pueblo español.

Conclusión

En el fondo, Napoleón y los franceses no comprendieron en absoluto el significado de este levantamiento popular. Los funcionarios franceses sabían que el patriotismo de las clases oficiales era dudoso y vacilante; pensaban que si los capitanes generales se sometían, el pueblo les seguiría. Creían que el pueblo español estaba plagado de cobardes, como los árabes – según decían ellos. En cuanto a la tropa, José I, aseguró a su hermano que seguiría al mejor postor. La nobleza, el clero y los militares se unieron al pueblo a tiempo y apaciguaron los desórdenes, que iban en aumento día tras día. A medida que los ejércitos franceses avanzaban, en la zona cada vez más reducida controlada por los anti franceses, en el que hubo diversos gobiernos españoles (Junta, Regencia, Cortes), el gobierno efectivo y el esfuerzo bélico de los años 1808-1814 estuvo en manos de las juntas que concedían pasaportes, hacían levas locales, expedían licencias a los boticarios, etc. Por encima de las juntas ciudadanas se hallaban las juntas provinciales, organismos controlados por propietarios locales, clérigos, oficiales y funcionarios que se habían unido a la causa patriótica.

El Consejo de Castilla, pese a sus repetidos llamamientos a que era la única autoridad legalmente constituida, estaba desacreditado por su sumisión a Murat por lo que las juntas provinciales trataban sus órdenes despreciativamente. En septiembre de 1808, los delegados de las juntas provinciales se reunieron en Aranjuez – ya se había librado la decisiva batalla de Bailén a favor de las tropas españolas – constituyendo la Junta Central. Pero esta Junta tenía mala fama. La formaban 35 personas presididas por Floridablanca que entre otras cosas pretendía que, al anciano presidente, se le llamara “majestad”.

Había empezado la Guerra de la Independencia y el Antiguo Régimen había pasado a mejor vida… aparentemente.

(*) La Guardia de Corps (1706-1814), estaba compuesta por gente escogida, recomendada por la nobleza y destinada a prestar servicio en la inmediación del monarca y generalmente estaba constituida por tropas de Caballería. Los soldados del cuerpo de Guardias de Corps tenían la categoría de oficiales; los cadetes eran capitanes; los exentos y ayudantes, tenientes coroneles; los tenientes eran generales y los capitanes, Grandes de España y Capitanes Generales del ejército. Al principio, el efectivo total fue bastante reducido, pero más tarde se llegaron a constituir seis compañías o brigadas: unas de italianos y otras de flamencos y españoles e incluso de americanos de noble estirpe hasta completar, al terminar el siglo XVII, unos mil hombres. Tan desproporcionado cuerpo para el propósito que debía cumplir y las exageradas prerrogativas de que disfrutaba, sin que el verdadero prestigio ganado por brillantes acciones militares o las cualidades sobresalientes de sus individuos los distinguiesen de los demás cuerpos, propició su desaparición. Posteriormente, esa función fue desempeñada por el cuerpo de Guardias Alabarderos y el escuadrón de la Escolta Real.

(**) María Luisa de Borbón o María Luisa de España (1782- 1824), era hija de Carlos IV, y por tanto hermana de Fernando VII. En el año 1801, Napoleón Bonaparte ocupa el territorio del ducado de Parma (que fue un antiguo estado italiano existente entre 1545 y 1860, a excepción de un corto periodo en el que pasó a formar parte de Francia) e inmediatamente asigna a los duques de Parma el territorio del reino de Etruria, creado sobre el antiguo Gran Ducado de Toscana. La compensación territorial se hace ya que la familia Borbón de España, de la cual era miembro la duquesa, era aliada de la causa bonapartista en aquel momento. El reino de Etruria tiene una efímera vida y en 1807 desaparece.

(***) Las Guardias Walonas (1713-1815), fue un Cuerpo de Infantería reclutado originalmente en los Países Bajos, fundamentalmente en la Valonia católica. La Guardia valona o walona era un cuerpo escogido en el ejército del rey, cuya creación se remonta a la época en la que los Países Bajos formaban parte de la Monarquía de los Habsburgo. Se reclutaban entre los hombres más aguerridos y de mayor estatura para ser empleados en misiones de especial riesgo, como encabezar un asalto o cubrir una retirada. Realizaban también labores de seguridad ciudadana. Estaba formada por flamencos o valones en número de unos 4.000 hombres. Después de la emancipación de aquellos territorios, continuó subsistiendo en España la Infantería valona que, junto con la española, la irlandesa, la italiana y la suiza, constituían los distintos regimientos de soldados profesionales en la Guardia Real y como unidades de refuerzo en tiempo de campaña a la Caballería e Infantería del ejército español.

El derrumbe del Antiguo Régimen

Autor: Enrique Llopis,

Fuente: El País, 22/01/2012

Las secuelas de la Revolución Francesa de 1789 desencadenaron el inicio de la crisis del Antiguo Régimen en España, un periodo caracterizado por las guerras, la debilidad y el derrumbe de muchas de las viejas instituciones, la inestabilidad política y la alteración de la dinámica económica.

Desde un punto de vista macroeconómico, entre 1789 y 1840, año en el que finalizó la primera guerra carlista y se asentó el régimen liberal, se alternaron dos fases expansivas, 1789-1801 y 1815-1840, y una recesiva, entre 1802 y 1814. Este artículo se ocupa esencialmente de la crisis de la década y media inicial del siglo XIX, pero también extiende su mirada al antes y al después.

En cuanto a las fases de crecimiento, resulta aparentemente paradójico que España, de 1789 a 1801 y de 1815 a 1840, obtuviera resultados económicos positivos en momentos de graves contratiempos internos y de cierta desintegración de la economía internacional. La principal clave explicativa radica en que el debilitamiento, primero, y el desplome, después, del Antiguo Régimen facilitaron la incorporación a la labranza de enormes extensiones de tierra.

En la España del XVIII coexistían dos velocidades, dos maneras de crecer

El siglo XIX se abrió con importantes epidemias y malas cosechas

La Guerra de la Independencia abortó la incipiente recuperación

Las colonias americanas prescindieron de la mediación hispana

La ocupación francesa debilitó las instituciones del Antiguo Régimen

La expansión del cultivo de cereal sostuvo el avance entre 1815 y 1850

 

En la España del siglo XVIII coexistieron dos velocidades y dos modos distintos de crecimiento económico. En los territorios interiores y en las regiones septentrionales, el PIB aumentó a una tasa no superior al 0,5%, el crecimiento tuvo un carácter marcadamente rural, la productividad del trabajo en la agricultura permaneció estancada y los progresos en la especialización y en los tráficos mercantiles fueron modestos.

La España interior estaba lejos de aprovechar plenamente su potencial de crecimiento agrario: muchas zonas se hallaban aún poco colonizadas porque los grandes propietarios territoriales rentistas, las oligarquías locales con importantes negocios pecuarios, los dueños de cabañas trashumantes y la Mesta, grupos que acumulaban bastante poder, estaban interesados en frenar las roturaciones en las tierras municipales.

Por el contrario, en el área mediterránea y en la Andalucía atlántica, el PIB creció a una tasa cercana o algo superior al 1% y la expansión productiva se sustentó, al igual que en otras zonas de Europa occidental, en un cierto incremento de la productividad agraria, en el auge de la economía marítima, en el desarrollo de la protoindustria y en la mayor laboriosidad de la mano de obra familiar. En muchos casos, esa intensificación del factor trabajo fue la respuesta a la caída de los salarios reales y/o al descenso de ingresos netos de numerosas explotaciones agrarias, fruto del incremento de las rentas territoriales y de la reducción de su tamaño ocasionada por la mayor presión de la población sobre los recursos agrarios.

Por consiguiente, las «fuerzas económicas del progreso» (mayor comercio y especialización y pequeños avances tecnológicos) solo resultaban claramente hegemónicas en una parte minoritaria de España; de ahí que nuestro país siguiese divergiendo de Europa occidental en el siglo XVIII.

La década de 1790 fue un periodo de fuertes convulsiones, de desequilibrio financiero del Estado y de crisis sectoriales, pero también de aceleración del crecimiento demográfico y agrario. En la España del siglo XVIII, su último decenio fue, tras el de 1720, el de mayor crecimiento de los bautismos (véase el gráfico 1 basado en una muestra de más de 1.200 localidades). Lo más llamativo de este auge radicó en que fue protagonizado fundamentalmente por regiones que habían registrado una expansión modesta o moderada en el siglo XVIII (Andalucía occidental, Aragón y Castilla-La Mancha). En las zonas interiores, este crecimiento demográfico habría sido inalcanzable sin que simultáneamente se registrara una importante expansión agraria.

El impulso agrícola de la última década del siglo XVIII fue fruto de la necesidad, de los mayores incentivos y de las oportunidades abiertas por el nuevo panorama político. Los granos se encarecieron notablemente en todos los mercados y, además, el diferencial de precios del trigo entre la periferia y el interior se incrementó debido en buena medida a la disminución y a la mayor irregularidad de las importaciones resultantes de las perturbaciones que los conflictos bélicos ocasionaron al comercio exterior desde 1793. De modo que el interior se encontró con una coyuntura favorable para incrementar su participación en el abasto de cereales de la periferia. Además, el cambio de escenario político provocado por la Revolución Francesa indujo a los integrantes del frente antirroturador a moderar su oposición a los rompimientos. El notable incremento de la defraudación en el pago del diezmo, aparte de ser un exponente del inicio de la descomposición del Antiguo Régimen, también constituyó un acicate para ampliar las labores.

La década de 1790 presentó una cara, la expansión demográfica y cerealista, pero también una cruz: fuerte incremento de las tensiones inflacionistas y acusado descenso de los salarios reales, agudización de los problemas financieros de la Monarquía, reducción y mayor irregularidad del comercio exterior y dificultades para todas las economías periféricas que mantenían un apreciable grado de dependencia de los intercambios internacionales.

La recesión de la década y media inicial del siglo XIX estuvo integrada, en realidad, por dos crisis distintas: la ocasionada por las malas cosechas y las importantes epidemias (paludismo, tifus y fiebre amarilla) de principios del Ochocientos, y la desencadenada por la Guerra de la Independencia. Los factores exógenos a la economía y a la sociedad españolas desempeñaron un papel preponderante en dichas crisis, pero los endógenos no fueron ajenos a la magnitud de ambas: primero, la creciente desigualdad en el reparto del ingreso en la segunda mitad del Setecientos había acentuado la precariedad de muchas familias; y, segundo, la elevada mortalidad del periodo también obedeció a la incapacidad de los Gobiernos para paliar escaseces y carestías, y al deterioro del funcionamiento de los mercados y de instituciones asistenciales, como los pósitos, que estaban siendo sacrificadas para evitar el colapso financiero de la Monarquía.

En la España interior de la época moderna, la crisis de mortalidad de 1803-1805 fue, tras la de 1596-1602, la que tuvo un mayor alcance territorial e intensidad. El desastre demográfico de 1803-1805 fue fruto de una crisis de subsistencias muy profunda (el promedio anual del precio del trigo se incrementó, con respecto al de la década precedente, más de un 125%), pero también de una importantísima crisis epidémica. Aparte de la mortalidad catastrófica, también aumentó notablemente la ordinaria en la década y media inicial del siglo XIX. En 25 pueblos de la provincia de Guadalajara, el cociente difuntos/bautizados fue de 0,87 en 1785-1799, de 1,14 en 1800-1814 y de 0,72 en 1815-1829 (véase el gráfico 2).

Las áreas periféricas también tuvieron que afrontar unos importantes contratiempos económicos en los albores del siglo XIX. Las guerras navales, las dificultades y la carestía del transporte marítimo y la crisis agraria y demográfica de los territorios no marítimos provocaron un descenso en el nivel de actividad manufacturera y comercial. Desde 1805, las colonias americanas prácticamente prescindieron de la mediación hispana en sus tráficos exteriores.

La Guerra de la Independencia abortó la recuperación que la agricultura española había iniciado después de 1805. Ahora bien, las secuelas de este conflicto fueron mucho más allá del desencadenamiento de una nueva crisis económica. Entre las principales, han de contabilizarse:

1. Tras la ocupación del país por las tropas francesas, muchas de las instituciones fundamentales del Antiguo Régimen se desmoronaron o quedaron muy debilitadas.

2. El vacío de poder en la metrópoli propició el estallido de movimientos independentistas en buena parte de las colonias americanas.

3. La crisis financiera del Estado absolutista se intensificó extraordinariamente.

4. La sobremortalidad y la merma de nacimientos ocasionadas por la guerra ascendieron a no menos de medio millón de personas.

En el terreno más estrictamente económico, deben mencionarse:

a) Numerosas explotaciones agrarias vieron reducidas sus disponibilidades de fuerza de trabajo y de ganado; de ahí que muchas de ellas tratasen de incorporar mayores cantidades del factor tierra para compensar las pérdidas en los otros factores y restablecer un cierto equilibrio productivo.

b) Los saqueos y las destrucciones de cosechas provocaron daños de consideración en no pocas zonas.

c) Las secuelas del conflicto perjudicaron de un modo especialmente intenso al comercio y a la industria.

d) Los ahorros de los propietarios rurales fueron absorbidos por gravámenes extraordinarios, requisas, suministros y préstamos forzosos a los ejércitos, a la guerrilla y a los municipios. Los más pudientes acumularon unos activos de elevado valor nominal sobre unos concejos cuyo nivel de endeudamiento les impedía atender sus obligaciones financieras, salvo que se desprendiesen de parte de sus todavía extensos patrimonios territoriales. De modo que tales acreedores enseguida se percataron de que solo había una alternativa para recuperar sus contribuciones a la financiación del conflicto bélico: la privatización de tierras municipales.

Es indudable que la Guerra de la Independencia tuvo, en el corto plazo, un impacto económico muy negativo, pero también generó otras secuelas que contribuyeron a inducir, en el medio y largo plazo, cambios en la velocidad y en el tipo de crecimiento económico, en la política comercial y en los niveles de desigualdad.

El mayor potencial de crecimiento agrícola de España, al menos a corto y medio plazo, estribaba en las enormes extensiones de tierras que podían roturarse. Durante la Guerra de la Independencia se crearon condiciones favorables para el estallido de una gran oleada de rompimientos, que se moderó en las etapas de restablecimiento del absolutismo, pero que mantuvo un ritmo relativamente intenso hasta mediados del siglo XIX: tras el hundimiento del Antiguo Régimen, ni las viejas autoridades locales, ni las nuevas pudieron refrenar las ansias de numerosísimos productores agrarios de ocupar y roturar tierras comunales; la desamortización silenciosa de tierras municipales facilitó los rompimientos de extensas áreas de pastizales y bosques; y, el incremento de los precios de los granos también constituyó un acicate para extender los cultivos cerealistas.

Una vez concluido el conflicto, la recuperación demográfica fue inmediata e impetuosa, sobre todo en las regiones cerealistas meridionales. El vigor de ese proceso obedeció al fuerte crecimiento del producto agrícola, pero también al relativamente reducido nivel de la mortalidad entre 1815 y 1830. De 1820 a 1850, la población española creció al 0,9% y la europea al 0,81%. Las estimaciones de Álvarez Nogal y Prados de la Escosura apuntan a que, entre 1787 y 1857, el PIB y el PIB por habitante se expandieron a una tasa cercana al 1% y a otra superior al 0,2%, respectivamente. Es indudable, pues, que el conflicto con los franceses también entrañó una ruptura en el ámbito económico: nunca antes la población y el PIB habían crecido tan velozmente en España como lo hicieron entre 1815 y 1850.

El impulso agrícola posterior a 1815 tuvo tres pilares esenciales: la marea roturadora, el rápido crecimiento de la población y la implantación y pervivencia de una política comercial prohibicionista en materia de cereales. Varios factores nos ayudan a entender por qué España adoptó en 1820 tal política comercial y por qué la mantuvo tantos años:

1. La oleada de proteccionismo enérgico en la que estuvieron involucrados numerosos países europeos y Estados Unidos, países que habían impulsado procesos de sustitución de importaciones entre 1793 y 1815.

2. La necesidad de defender una nueva e importante actividad cerealista de la competencia exterior en los mercados litorales una vez concluidas las guerras napoleónicas, nueva actividad que se había desarrollado en periodos de precios absolutos y relativos de los granos muy altos.

3. El régimen liberal, necesitado de ampliar su base social, utilizó el prohibicionismo cerealista para frenar el descenso de las rentas agrarias y de los precios agrícolas, lo que tornó más atractivas las compras de las tierras desamortizadas.

4. Los propietarios y cultivadores de tierras de cereal contaron con el decidido apoyo de los industriales catalanes en la defensa del prohibicionismo.

5. La pérdida de las colonias americanas originó un fuerte deterioro de las cuentas externas y un drástico cambio en el panorama monetario (del intenso crecimiento del stock de oro y plata en el periodo 1770-1796, se pasó a una fase de descenso apreciable del mismo). Los sucesivos Gobiernos tuvieron que emprender una política de reequilibrio de la balanza de pagos y el prohibicionismo constituyó un instrumento esencial de la misma.

La presión que el prohibicionismo ejerció sobre los precios de los cereales resultó clave para la formidable extensión de los cultivos en la primera mitad del siglo XIX, pero otros factores también contribuyeron a la aceleración del crecimiento económico: la notable ampliación del mercado nacional derivada, ante todo, del intenso auge demográfico; el impulso en la urbanización desde la década de 1820; el modesto incremento de la productividad en la agricultura; los avances en la integración de los mercados; el inicio de la industrialización catalana, y el dinamismo de la demanda exterior de productos agrarios mediterráneos y de minerales a medida que tomaba cuerpo la industrialización europea.

El balance económico del periodo 1815-1850 presenta luces y sombras. Por un lado, el crecimiento se aceleró fuertemente con respecto a las fases precedentes y la distribución del ingreso se tornó menos desigual (entre 1788-1807 y 1815-1839, la ratio renta de la tierra/salarios agrícolas descendió un 21% y un 28% en Navarra y Castilla la Vieja, respectivamente). En contrapartida, España, pese a su impulso económico, se alejó de Europa; el prohibicionismo perjudicó a las regiones exportadoras, sobre todo a Valencia, Murcia y a la Andalucía marítima; y, además, el modelo de crecimiento de después de la Guerra de la Independencia tenía una fecha de caducidad cercana: la expansión agraria se debilitó a medida que iba completándose el proceso colonizador y que empeoraban las condiciones de acceso a la tierra; de hecho, a finales de la década de 1850 ya se hallaba prácticamente agotado.

Sin embargo, nuestro país no acabaría en el callejón sin salida al que parecía abocado: merced en buena medida a los ferrocarriles, en los que los capitales, la tecnología y el capital humano foráneos fueron trascendentales, y a la creciente demanda exterior de minerales y de distintos productos agrarios mediterráneos, especialmente de vinos, España pudo ir deslizándose hacia un nuevo modelo de crecimiento económico en el que el cultivo del cereal, actividad en la que España no tenía ninguna ventaja comparativa, dejó poco a poco de tener una hegemonía tan nítida y en el que los cultivos mediterráneos, las actividades urbanas, el comercio exterior y, en general, las relaciones económicas internacionales ganaron protagonismo.

Las lecciones del pasado decimonónico apuntan en la misma dirección que las del siglo XX: los vientos europeos fueron cruciales para derribar el Antiguo Régimen (aunque para ello el país sufriera un conflicto bélico muy costoso en vidas y recursos), primero, y para dar un nuevo impulso al crecimiento económico español, más tarde, desde que comenzó a agotarse el modelo que había tenido uno de sus pilares esenciales en el prohibicionismo cerealista y algodonero. La historia contemporánea evidencia, pues, el grave error que el aislacionismo ha entrañado para nuestro país.

La ciencia que desmanteló Franco.

Franco visita el Instituto Nacional de Investigaciones Agronómicas, en 1954. UAM

Autor: MANUEL ANSEDE

Fuente: El País, 25/07/2015

“Al carro de la cultura española le falta la rueda de la ciencia”, sentenció Santiago Ramón y Cajal, único científico 100% español que ha ganado un premio Nobel. El investigador recibió el galardón en 1906 por descubrir las neuronas del cerebro y un año después predicó con el ejemplo y se transformó en el carretero del país: se puso al frente de la nueva Junta para Ampliación de Estudios (JAE), una institución que pagaba a los mejores científicos españoles estancias en las grandes universidades europeas y americanas.

La JAE contribuyó al florecimiento de la Edad de Plata de las letras y las ciencias en España durante el primer tercio del siglo XX. Hasta el físico Albert Einstein aceptó dirigir una cátedra extraordinaria en la Universidad Central de Madrid en 1933. Pero el golpe de Estado de 1936 y la Guerra Civil barrieron este progreso. El 8 de diciembre de 1937, el general Francisco Franco disolvió la JAE y creó otra institución para colocar la “vida doctoral bajo los auspicios de la Inmaculada Concepción de María”.

El libro Enseñanza, ciencia e ideología en España (1890-1950), editado por la Diputación de Sevilla y Vitela Gestión Cultural, repasa ahora el desmantelamiento de la ciencia en España ejecutado por la dictadura franquista. “A los que estudiamos en la Universidad española entre finales de los sesenta y principio de los setenta nos hacían creer que antes de 1940 la ciencia estaba atrasada y fue casi inexistente, que todo lo que se estaba haciendo entonces provenía del actual régimen, el cual había puesto los medios materiales y las personas adecuadas para que la ciencia española progresara y saliera del atraso en que se encontraba en la década de 1930. Pero nada más lejos de la realidad”, reflexiona el historiador Manuel Castillo, catedrático emérito de Historia de la Ciencia en la Universidad de Sevilla y coautor del libro.

De los 580 catedráticos que había, 20 fueron asesinados, 150 expulsados y 195 se exiliaron, señala el historiador Manuel Castillo

Castillo recuerda que José Ibáñez Martín, ministro de Educación entre 1939 y 1951, asumió la decisión de “recristianizar la sociedad”. La represión vació la universidad. De los 580 catedráticos que había, 20 fueron asesinados, 150 expulsados y 195 se exiliaron, señala Castillo. “La Iglesia supervisó o participó en cada una de estas denuncias”, afirma.

Uno de los primeros en huir fue el físico Blas Cabrera, un experto en magnetismo que había sido elegido miembro de la Academia de Ciencias de París en sustitución del fallecido Svante August Arrhenius, premio Nobel de Química. “A México llegaron medio millar de médicos e investigadores de ciencias biomédicas”, prosigue Castillo. También escaparon grandes figuras de las ciencias naturales, como Ignacio Bolívar, sucesor de Ramón y Cajal al frente de la JAE en 1934, y Odón de Buen, pionero de la oceanografía en España y un divulgador de la ciencia cuyos libros fueron prohibidos por el papa León XIII por defender las teorías de Darwin.

Las matemáticas españolas perdieron a Luis Santaló, uno de los padres de la Geometría Integral, que se exilió en Argentina y continuó investigando en la Universidad de Buenos Aires. En 1983, con 72 años, recibió el premio Príncipe de Asturias de investigación científica. La química también se resintió. Antonio García Banús, catedrático de Química Orgánica en la Universidad de Barcelona, se exilió en Colombia y allí creó la Escuela de Química en la Universidad de los Andes, en Bogotá. Enrique Moles, autoridad mundial en la determinación de los pesos atómicos, también fue depurado, como firmante del manifiesto “Contra la barbarie fascista” publicado tras el bombardeo aéreo de Madrid.

El CSIC nació para buscar “la restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias destruida en el siglo XVIII”

Son solo algunos de los ejemplos que aparecen en Enseñanza, ciencia e ideología en España (1890-1950), cuyo segundo autor es Juan Luis Rubio, profesor de Historia de la Educación en la Universidad de Sevilla. El Decreto del 8 de noviembre de 1936, dictado por Franco en Salamanca, había ganado. Era una orden de eliminar “las ideologías e instituciones disolventes, cuyos apóstoles han sido los principales factores de la trágica situación a que fue llevada nuestra Patria”.

Sobre las cenizas de la JAE, y bajo la batuta de José María Albareda, miembro del Opus Dei más tarde ordenado sacerdote, se creó en 1939 el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Albareda propuso en un primer momento que se denominase Nacional en lugar de Superior, pero en cualquier caso el CSIC nació para intentar “la restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias destruida en el siglo XVIII”, según la ley que lo creó el 24 de noviembre de 1939.

Aquel texto criticaba la supuesta “pobreza y paralización” de la ciencia en España durante el primer tercio del siglo XX. Franco decretaba el olvido de la JAE, una falta de memoria que se repitió de manera sorprendente en 2014, en el 75 aniversario del CSIC, cuando el organismo pasó de puntillas por su pasado de exilios y depuraciones en los actos de celebración. El actual presidente del CSIC es Emilio Lora-Tamayo, hijo de Manuel Lora-Tamayo, ministro de Educación con Franco y también presidente del CSIC, entre 1967 y 1971.

El franquismo convirtió a España en uno de los países «más subdesarrollados del continente en ciencia», según Castillo

Con la llegada de la dictadura, El origen de las especies de Charles Darwin se convirtió en una obra totalmente prohibida. El ministro Ibáñez Martín incluyó pasajes del Génesis bíblico en algunos libros de Ciencias Naturales. La investigación de la evolución humana, que había empezado a despuntar gracias a la JAE, fue sustituida por Adán y Eva. La paleontología “se retrotraía hasta el Cuarto Concilio de Letrán”, organizado por el papa Inocencio III en el año 1215, según Castillo.

“Hay que reconocer que en esto el franquismo fue pionero: se adelantó decenas de años a la corriente creacionista tan en boga hoy en algunas universidades norteamericanas que afinan la inventiva para introducir sus teorías como avaladas por la ciencia”, ironiza el catedrático emérito.

“La falta de libertad de pensamiento y de expresión durante casi 40 años taró al país y lo convirtió en uno de los más subdesarrollados del continente en ciencia y en cultura general”, sentencia Castillo. El Auditorio de la Residencia de Estudiantes, una de las joyas de la JAE en Madrid y sede de importantes conferencias científicas internacionales, fue demolido parcialmente y se convirtió en una iglesia. “Si de las basílicas romanas surgieron las primitivas iglesias cristianas, por qué de un teatro o cine, en donde se pensaba ir ensuciando y envenenando, con achaques de cultura y de arte, a la juventud española, no puede surgir un oratorio, una pequeña iglesia para que sea el Espíritu Santo el verdadero orientador de esta nueva juventud de España”, escribió tras la Guerra Civil su arquitecto, Miguel Fisac, por entonces miembro del Opus Dei.

El informe olvidado que sacó las vergüenzas a Franco.

El dictador Francisco Franco inaugura el Sanatorio Militar del Generalísimo, en la sierra madrileña, en 1949. EFE

Autor: MANUEL ANSEDE

Fuente: El País, 6/07/2018

Un día de 2010, la historiadora Rosa Ballester se encontraba husmeando en los archivos de la Organización Mundial de la Salud en la ciudad suiza de Ginebra, en busca de informes antiguos sobre la poliomielitis en España. De pronto, entre la montaña de papeles descoloridos, apareció un documento de 43 páginas mecanografiadas en francés, con el título Informe sobre la organización de los servicios sanitarios en España. Misión efectuada entre el 28 de septiembre y el 15 de diciembre de 1967 por el doctor Fraser Brockington. Ballester se quedó con la boca abierta.

“Nadie conocía la existencia de este informe”, recuerda ahora. “Brockington inventó la medicina social y fue una de las grandes figuras de la salud pública en el siglo XX. Y nos descubrió las vergüenzas”, relata la investigadora, de la Universidad Miguel Hernández de Elche. Brockington, que había sido catedrático de Medicina en la Universidad de Manchester, visitó España durante casi tres meses como consultor de la OMS y logró un acceso inédito a los despachos que manejaban la sanidad franquista. Su diagnóstico, una bofetada a la propaganda de la dictadura, ve ahora la luz por primera vez, más de medio siglo después de ser redactado.

“Básicamente no existen consultas para protección de la infancia más que en las capitales de provincia”, denunciaba Brockington

El informe de 1967 denunciaba multitud de carencias. “Básicamente no existen consultas de especialidad ni consultas para cuidado prenatal, protección de la infancia, enfermedades venéreas y enfermedades pediátricas más que en las capitales de provincia”, sostenía Brockington. El médico también constataba “el fracaso de la Escuela Nacional de Sanidad en lo que respecta a la formación y a la investigación en Salud Pública” y alertaba del “desierto estadístico” que impedía conocer el estado real de la sanidad en España. “Los principios de la medicina social y preventiva”, escribía, “brillan por su ausencia”.

El denominado Informe Brockington deja claro que el estado de la sanidad española era “peor que el de muchos otros países en vías de desarrollo”, según subraya el historiador Esteban Rodríguez Ocaña, que acaba de publicar la traducción del documento en la revista especializada Gaceta Sanitaria. El expediente firmado por el médico británico era demoledor. Criticaba que Franco todavía no hubiese creado a esas alturas un Ministerio de Sanidad y que mantuviese descuartizadas las competencias en diferentes ministerios: la Dirección General de Sanidad pertenecía al Ministerio de Gobernación, pero la salud escolar dependía del Ministerio de Educación, los hospitales de la Seguridad Social se desarrollaban bajo la jurisdicción del Ministerio de Trabajo y la higiene ambiental recaía en los ministerios de Vivienda y Obras Públicas.

Fraser Brockington, en 1952.
Fraser Brockington, en 1952. NPG

Era un caos con “efectos desastrosos”, según advirtió Brockington en 1967. “El escalón central se esfuerza poco o nada por coordinar su política. No existe un diálogo habitual entre los distintos ministerios”, alertaba. “Urge con premura resolver esta situación”.

Rodríguez Ocaña ha estudiado el origen de este embrollo organizativo. Tras el fin de la guerra civil en 1939, las facciones del bando ganador pelearon por repartirse el poder. Los militares católicos se hicieron con el Ministerio de la Gobernación y su Dirección General de Sanidad. Los falangistas, por su parte, se quedaron con el Ministerio de Trabajo y con el Instituto Nacional de Previsión, desde el que continuaron el programa de seguros sociales diseñado durante la República. El seguro obligatorio de enfermedad se aprobó en 1942, dejando fuera a la gran mayoría de los trabajadores del campo y a los desempleados. Con esta cobertura sanitaria, «el trabajador ya no sería un pobre que debería acogerse a la Beneficencia pública y vivir el rubor de ser hospitalizado entre mendigos, sino que sería un soldado a quien la sanidad de su ejército de paz atiende cuando ha sido baja en el servicio», aseguró en 1944 el ministro de Trabajo, José Antonio Girón de Velasco.

El estado de la sanidad española era “peor que el de muchos otros países en vías de desarrollo”, según el historiador Esteban Rodríguez Ocaña

“La propaganda insiste en que el seguro de enfermedad lo inventó Franco, pero la ley del seguro de enfermedad estaba en julio de 1936 admitida en las Cortes. No se la inventaron los franquistas. Ya había fake news entonces”, explica Rodríguez Ocaña, de la Universidad de Granada. Tras el seguro de enfermedad se aprobaron el de vejez e invalidez, en 1947; el de desempleo, en 1961; y todos ellos se unificaron en un sistema de seguridad social en 1963, según relata Rodríguez Ocaña en su libro Salud pública en España. De la Edad Media al siglo XXI.

Otros expertos ya han mostrado que la propaganda franquista no coincidía con la realidad, como constató Brockington en 1967. “Los hechos no encajan con el interés mediático mostrado por la dictadura hacia el problema sanitario”, señalan la historiadora Jerònia Pons y la economista Margarita Vilar en su libro El seguro de salud privado y público en España. Su análisis en perspectiva histórica, publicado en 2014. “La partida de presupuestos destinados a la Dirección General de Sanidad como porcentaje del presupuesto total del Estado permaneció estancada entre 1943 (1,05%) y 1958 (1,02%)”, apuntan las autoras.

Primera página del 'Informe Brockington'.
Primera página del ‘Informe Brockington’. ESTEBAN RODRÍGUEZ OCAÑA
“Las recomendaciones de Brockington se quedaron en un cajón”, lamenta Rodríguez Ocaña. En 1936, el Ministerio de Sanidad era una bandera enarbolada por la República. La anarquista Federica Montseny había cogido las riendas del gabinete, convirtiéndose en la primera mujer ministra de un Gobierno español. Pero todo desapareció con la guerra civil. El Ministerio de Sanidad no se recuperó hasta 1977, dos años después de la muerte del dictador.

Durante su estancia en España, Brockington dispuso de un despacho en la Dirección General de Sanidad, en Madrid. Desde allí, viajó por varias provincias españolas para obtener información de primera mano. En su informe, el experto también denunciaba el pluriempleo de los médicos españoles. Rodríguez Ocaña ha encontrado unas notas autobiográficas en los archivos de la Universidad de Manchester en las que Brockington recuerda asombrado que el director de la Escuela Nacional de Sanidad, Valentín Matilla, compaginaba su empleo con otros 16 cargos. “Esa no era manera de trabajar”, sentencia el historiador.

Brockington alertó del “desierto estadístico” que impedía conocer el estado real de la sanidad en España

Rodríguez Ocaña y Ballester sí reconocen algunas mejoras llevadas a cabo por el régimen franquista, como la erradicación de la malaria y la disminución de la mortalidad infantil. Antes de la guerra civil, entre 1930 y 1934, de cada 1.000 nacidos vivos morían 120 niños antes de cumplir un año, frente a los 80 de Francia. El número fue cayendo durante la dictadura, llegando a 70 en 1950 (52 en Francia) y a 28 en 1970 (15 en Francia), según los estudios de la socióloga Rosa Gómez Redondo.

Ballester pone el foco en el “desierto estadístico” que confirmó Brockington. “Ni siquiera había estadísticas. ¿Cómo iban a actuar las autoridades?”, reflexiona Rosa Ballester. “En el caso de la polio, había niños pequeños que quedaban paralíticos o no podían respirar. Cuando algunos de los gerifaltes españoles acudían a congresos internacionales presumían de contar con respiradores, los llamados pulmones de acero, en todas las provincias, pero cuando venían los observadores de la OMS veían que había tan pocos aparatos que los médicos tenían que elegir qué niño moría y cuál vivía”.

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