Las desgracias provocadas por malas cosechas y epidemias solían generar peticiones para que la Corona, titulares de Señoríos o propietarios estableciesen moratorias sobre impuestos, censos, pago de deudas o arriendos, en tiempos del Antiguo Régimen.
En este artículo nos hacemos eco de la Real Cédula sobre el establecimiento de moratorias para los campesinos y labradores de Castilla la Vieja, para el pago de arrendamientos, remisión de los tributos y de los reintegros a los pósitos de granos que se habían prestado, por las malas cosechas del verano, y por la epidemia que se estaba sufriendo. Pero, la Real Orden iba más allá en relación con las ayudas a prestar. Estamos en octubre de 1788, en vísperas de la finalización del reinado de Carlos III, en la época del despotismo ilustrado.
Al parecer, habían llegado al rey y al Consejo de Castilla repetidos recursos de pueblos y vecinos de Castilla la Vieja solicitando moratorias para el pago de los arrendamientos de tierras, rebaja de los mismos, así como de los tributos con destino a la Real Hacienda, cuando no remisión de los mismos y, por fin, también en relación con los reintegros a los pósitos del grano que se les habían prestado. Estas peticiones pretendían conseguir que se aliviasen los daños producidos en las cosechas por tempestades de agua y piedra, acontecidas en los meses de junio y julio, además de por la epidemia de tercianas que se estaba padeciendo. Debemos recordar que las tercianas se referían a las fiebres producidas por la malaria o paludismo.
La primera función de cada Junta sería atender a los vecinos pobres que estuvieran sufriendo la epidemia, tanto en la capital o cabeza de partido como en los pueblos dependientes
Se ordenó que en las cabezas de partido de las provincias de Castilla la Vieja se formasen Juntas compuestas por el corregidor o alcalde mayor, dos miembros del Ayuntamiento y Junta de Propios, el Procurador Síndico Personero del Común, dos miembros del Cabildo eclesiástico y, por fin, dos individuos elegidos por los labradores más otros dos elegidos por los propietarios de tierras.
La primera función de cada Junta sería atender a los vecinos pobres que estuvieran sufriendo la epidemia, tanto en la capital o cabeza de partido como en los pueblos dependientes. Esta ayuda debía salir de los sobrantes de Propios. Estos bienes, como bien sabemos, eran de los Concejos y proporcionaban rentas a los mismos porque solían estar arrendados. Eran prados, montes, dehesas y también terrenos de cultivo. Si no estaban arrendados se denominaban comunes. Los propios fueron fundamentales para el sostenimiento de las haciendas locales durante el Antiguo Régimen. Si se necesitase quina (con propiedades medicinales) debía solicitarse al intendente de la provincia respectiva porque por orden real se había repartido entre estas autoridades.
Las Juntas, además, debían informarse fielmente para socorrer sobre los mismos fondos a los labradores pobres de los respectivos pueblos con algunas cantidades para comprar grano y que fuera repartido equitativa y proporcionalmente con el fin de que pudieran realizar la próxima sementera.
Ya en relación con las moratorias, las Juntas debían tratar sobre la remisión total o parcial de los arriendos de tierras en la presente cosecha en los lugares que hubieran padecido los temporales y se habían destruido las cosechas. Había que tener en cuenta lo que estaba legislado, y debía elevarse una propuesta al Consejo de Castilla, es decir, que no se establecía una remisión total para las provincias castellanas, sino en función de lo que cada Junta de partido propusiese cada lugar. El mismo procedimiento había que aplicar al asunto de los tributos, es decir, al final la decisión se tomaba en Madrid.
Por otro lado, las Juntas debían proponer y solicitar si fuera necesario que los trigos pertenecientes a las tercias reales se suministrasen a los labradores en préstamo o venta al fiado a precios equitativos. Las tercias reales eran la parte que la Iglesia había cedido a la Corona sobre los diezmos, y que terminaron por convertirse en un ingreso habitual de la Hacienda real.
También se suspendieron hasta nueva orden las ejecuciones que estuvieran en curso o se fueran a poner en marcha contra los labradores de las provincias afectadas, y que habían recurrido al rey y al Consejo, para el pago de lo que debían en relación con los arrendamientos de tierras y otras cualesquiera deudas que tuviesen. Se encargaba a las Juntas que estudiaran los plazos que debían concederse para la moratoria.
Hemos consultado como fuente: Archivo Histórico de la Nobleza, Luque, C, 423, D.26.
En 1955, la Unión Soviética formalizó una alianza militar con sus satélites de Europa del Este. El Pacto de Varsovia no permitiría la disidencia de ninguno de sus miembros.
Con el fin de la Segunda Guerra Mundial se desató la Guerra Fría entre el poder comunista de la Unión Soviética y el capitalista de Estados Unidos. El mundo asistía a una hostilidad permanente entre ambas potencias. Mientras Moscú se hacía con el control del este de Europa, rodeándose de estados satélites, Washington ejercía su hegemonía en Occidente. La reconciliación entre ambos bloques parecía una utopía. El Viejo Continente, según palabras de Winston Churchill, quedaba dividido por un “telón de acero”.
Los capitalistas fueron los primeros en aliarse. Estados Unidos, Canadá y diez países más de Europa crearon la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), un organismo militar destinado a responder a un posible ataque del bloque comunista.
Años después, la incorporación a la OTAN de la República Federal Alemana (la “mitad” occidental del país desde su división en 1949) suscitó la formación del Pacto de Varsovia, oficialmente denominado Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua. Su artífice, el líder soviético Nikita Jruschov, consideraba esta alianza como un medio de equilibrar el poder de la OTAN.
Los miembros del Pacto de Varsovia reunidos en 1987. En el centro, el líder soviético Mijaíl Gorbachov. (Mittelstädt, Rainer / Bundesarchiv)
Hasta entonces, la estrategia soviética había sido defensiva. Se sustentaba en el ejército convencional, y no en las armas nucleares, aún insuficientes para inclinar la balanza en un conflicto. Sin embargo, tras la muerte de Stalin y la subida al poder de Jruschov, Moscú replanteó su política militar, acentuando su carácter ofensivo. Estaba preparada para lanzar un ataque con tropas convencionales que dejara a Estados Unidos sin capacidad de respuesta.
El Pacto de Varsovia pretendía crear un mando militar unificado. Para garantizar la coordinación y agilidad entre los distintos ejércitos, se designó al mariscal Iván Stepánovich Kónev, héroe de la Segunda Guerra Mundial, como jefe de las Fuerzas Armadas.
Moscú, socio privilegiado
En teoría, los estados aliados de la Unión Soviética gozaban de igualdad de derechos; en la práctica, era la URSS la que disfrutaba de una posición hegemónica. El dominio que ejercía sobre los países satélites del norte era mucho más estricto que el de los del sur, debido a su importancia estratégica. Era más probable que se produjera un ataque occidental desde Polonia o la República Democrática Alemana que desde Rumanía o Albania, sin fronteras con el bloque occidental.
Tanques soviéticos en Budapest el 31 de octubre de 1956. (FOTO:FORTEPAN / Nagy Gyula)
La razón última del Pacto de Varsovia radicaba en consolidar el imperialismo soviético. Moscú nunca se molestó en consultar a sus socios la toma de decisiones. Tampoco en cumplir el acuerdo incluido en el Pacto de no entrometerse en la política interna de los países miembros. Los ejemplos se suceden. Primero invadió Hungría para evitar que el gobierno magiar abandonara el Pacto; años después Checoslovaquia, tras la subida al poder del reformista Alexander Dubcek.
Leonid Brézhnev, sucesor de Jruschov en el gobierno, justificó estas y otras agresiones en la doctrina que lleva su nombre. La Unión Soviética tenía derecho a intervenir en cualquier país de su esfera de influencia para proteger el socialismo contra cualquier posible enemigo.
Derrumbe acelerado
Con la llegada al poder de Mijaíl Gorbachov, la URSS dio un giro a su política internacional. ¿Tenía sentido mantener su dominio en Europa oriental? Los dirigentes soviéticos creían que no. Implicaba un gasto militar excesivo para una economía frágil, capaz de enviar satélites al espacio, pero no de proveer de alimentos los supermercados. Por ello, Gorbachov renunció al derecho de intervención en otros países.
Las razones internas pesaban también en la política internacional. El nuevo inquilino del Kremlin deseaba iniciar una política de distensión con Occidente que pusiera fin a la carrera armamentística y a la Guerra Fría.
Cuando se hizo evidente que no se iba a producir un ataque soviético, los países del bloque comunista experimentaron un veloz proceso de democratización, simbolizado en la caída del muro que dividía Berlín en dos mitades, en 1989. En poco tiempo, los regímenes de la Europa del Este se derrumbaron uno tras otro.
El Pacto de Varsovia ya no tenía sentido sin un bloque comunista, por lo que se deshizo dos años después. Todos sus miembros se incorporarían de forma paulatina a la OTAN, su antigua enemiga, excepto Rusia, con la que las tensiones han arreciado en los últimos años. Con Putin al frente, se ha llegado a hablar de una segunda guerra fría.
La peste volvió a aparecer en el año 1855, esta vez en la provincia de Yunnan en China. Era el quinto año del mandato del emperador Xianfeng que pertenecía a la dinastía Qing. Se fue extendiendo a través de las rutas del opio y del estaño hasta llegar, en el año 1894, a Cantón y Hong Kong. Provocó la muerte de doce millones de personas.
La extensión de la peste continuó por la India en el año 1896, y a través de las rutas comerciales marítimas en el año 1900, ya había afectado a poblaciones de los cinco continentes.
La peste bubónica fue endémica debido a la plaga de roedores terrestres infectados en Asia Central. Fue siempre una causa conocida de la muerte entre las poblaciones humanas migrantes y establecidas en esta región durante siglos. La afluencia de personas nuevas, debido a los conflictos políticos y el comercio mundial, provocó la distribución de esta enfermedad en todo el mundo.
Como ya hemos visto en anteriores artículos, el nombre hace referencia a esta pandemia como el tercer gran estallido de peste bubónica que afectó a la sociedad europea. La primera fue la Plaga de Justiniano, que asoló el Imperio Bizantino y sus alrededores entre los años 541 y el 542. La segunda fue la Peste Negra, que mató al menos un tercio de la población europea en una serie de ondas de infección en expansión desde los años de 1346 a 1353.
La iglesia y las religiones ha jugado un papel que ha favorecido el desarrollo de mitos que no ha servido para parar las pandemias, no solo en este caso como es el caso del obispo de Pamplona, sino por ejemplo con la prohibición del uso del condón en la pandemia del SIDA
Los patrones de esta peste indican que las olas de esta pandemia de finales del siglo XIX y principios del siglo XX pueden haber sido de dos fuentes diferentes. La primera era principalmente bubónica y se transportaba en todo el mundo a través del comercio marítimo, mediante el transporte de personas infectadas, ratas y cargas que transportaban pulgas.
La segunda cepa, más virulenta, tenía un carácter principalmente neumático con un fuerte contagio persona a persona. Esta cepa se limitó en gran parte a Asia, en particular a las regiones de Manchuria y Mongolia.
Fue una plaga sin precedentes, pues por primera vez en la historia de la Humanidad, estuvo activa durante más de un siglo, del año 1855 a 1959. La peste bubónica se extendió por los cinco continentes y llegó a ser conocida como la tercera pandemia de la peste. Según la Organización Mundial de la Salud, la pandemia se consideró activa hasta 1960, cuando los fallecimientos a nivel bajas mundial bajaron hasta 200 al año.
Afectó en distintos periodos de tiempo a grandes ciudades como Hong Kong en el año 1894, Bombay en 1896, Sidney en el año 1900, Ciudad del Cabo en 1910, Los Ángeles en 1924. América latina también padeció esta pandemia.
Dejó unos doce millones de muertos, muchos de los cuales fueron en la India. Esta pandemia hizo, que se crearan medidas extraordinarias para su contención por primera vez en la historia. La cuarentena, las evacuaciones forzosas y la quema de los vecindarios afectados, como sucedió en el barrio chino de Honolulu en Hawai, fueron aplicadas en el año 1900.
¿Cuál fue el foco del contagio?
Al oeste de Yunnan hay un depósito natural o nidus para la peste y hoy en día sigue siendo un riesgo para la salud. La tercera pandemia de la peste se originó en esta zona tras una rápida afluencia de chinos han para explotar la demanda de minerales, principalmente cobre, en la última mitad del siglo XIX.
El aumento del transporte en toda la región puso en contacto a las personas con las pulgas infectadas por la peste, y fue el factor principal entre la rata de pecho amarillo y los humanos. La gente volvió a llevar las pulgas y las ratas a zonas urbanas en crecimiento, donde a veces los pequeños brotes llegaban a proporciones epidémicas. La peste se extendió aún más después de que las disputas surgidas entre los mineros musulmanes y los chinos Han.
Estalló una revuelta violenta conocida como la rebelión Panthay principios de los años 1850, que provocó movimientos de tropas y migraciones de refugiados. El estallido de la peste ayudó a reclutar personas en la Rebelión Taiping. En la última mitad del siglo XIX, la plaga comenzó a aparecer en las provincias de Guangxi y Guangdong.
En la isla de Hainan y, más tarde, en el delta del río Pearl, incluyendo Cantón y Hong Kong. Mientras que William McNeil y otros pensaban que la plaga era llevada desde el interior a las regiones costeras por las tropas, que regresaban de las batallas contra los rebeldes musulmanes, Benedict sugiere que fue el lucrativo comercio de opio, que comenzó después del año 1840, el que favoreció la expansión de la peste en China.
En la ciudad de Cantón, a partir de marzo del año 1894, la enfermedad mató 60.000 personas en pocas semanas. El tráfico marítimo diario con la ciudad cercana de Hong Kong extendió rápidamente la plaga. Al cabo de dos meses, después de 100.000 muertos, las tasas de mortalidad se redujeron por debajo de las tasas epidémicas, aunque la enfermedad continuó siendo endémica en Hong Kong hasta el año 1929.
A finales del siglo XIX, los científicos ya tenían un mayor conocimiento de la plaga. En el año 1894, en Hong Kong consiguieron aislar al bacilo que causaba la pandemia. Los expertos identificaron ya en el año 1905, el papel que jugaban las ratas y las pulgas en la transmisión de la enfermedad.
Durante los cincuenta años siguientes se extendió por todo el mundo y causó unos doce millones de muertes. La epidemia se dio por controlada en el año 1960. Sin embargo, durante su extensión se establecieron focos zoonóticos estables en mamíferos de países en los que nunca antes había existido, como Estados Unidos, países de América del Sur (Perú, Bolivia, Brasil, Ecuador) y muy particularmente en Madagascar. Por ello, se puede afirmar que la tercera pandemia aún está presente en los focos estables de estos países.
Aunque en el siglo XVII dio inicio la revolución científica, planteándose una visión alternativa de las causas y los mecanismos de transmisión de las epidemias en general y de la peste en concreto, no es hasta el siglo XIX, cuando Louis Pasteur propone la “teoría germinal de las enfermedades infecciosas”. Esta teoría establece que las enfermedades infecciosas no proceden de la generación espontánea o del desequilibrio de los humores, sino que tienen sus causas en gérmenes con capacidad de transmisión entre las personas.
Robert Koch demuestra esta teoría a raíz de sus investigaciones en tuberculosis y establece sus postulados, que proponen unos criterios experimentales para demostrar que un agente es responsable de una determinada enfermedad.
Alexander Yersin identifica la bacteria Yersinia pestis en el año 1894, como causa de la peste y Paul-Louis Simond descubre que la rata es el huésped primario y la pulga de la rata “Xenopsylla cheopys” actúa como vinculo de la transmisión entre la rata y el hombre.
Con el conocimiento de su etiología y su epidemiologia, la epidemia vehiculizada a través de las ratas fue controlada con relativa facilidad. La infección se extendió a las poblaciones de pequeños mamíferos de América, Asia y África, estableciéndose nuevas especies contaminantes, que se convirtieron en endémicas en estos nuevos territorios.
¿QUÉ PASO EN HONG KONG EN EL AÑO 1894?
La peste de Hong Kong del año 1894 fue el inicio del estallido de la tercera pandemia en el mundo. En mayo de 1894, el primer caso se produjo en Hong Kong. El paciente era un secretario hospitalario nacional y lo descubrió el doctor Yu Xun, que era el decano del Hospital Nacional, que acababa de volver de Guangzhou.
Cuando se construyeron los edificios de estilo chino en la zona de la montaña Taiping, que era la zona más densamente poblada de Hong Kong, hizo que se convirtiera en la zona más afectada de la epidemia.
Hubo varias razones para el rápido estallido y la rápida propagación de la plaga. Primero, en los primeros tiempos de Kailuan, Sheung Wan era un asentamiento chino. El diseño de las casas allí no incluía canales de drenaje, lavabos ni agua corriente.
La gran concentración de edificios y la falta de baldosas eran también puntos débiles en el diseño de viviendas en ese momento. En segundo lugar, durante el Festival de Ching Ming del año 1894, muchos chinos residentes en Hong Kong volvieron al campo para barrer las sepulturas, que coincidieron con el estallido de la epidemia en Guangzhou y fue causa de la introducción de las bacterias en Hong Kong. Además, en los primeros cuatro meses de 1894, las precipitaciones disminuyeron y se secó el suelo, acelerando la propagación de la plaga.
Las medidas tomadas abarcaban tres aspectos:
– Establecer hospitales de peste y desplegar personal sanitario para tratar de aislar a los pacientes con peste.
– Realizar operaciones de búsqueda casera, descubrir y transferir pacientes con peste y limpiar y desinfectar casas y zonas infectadas.
– Establecer cementerios designados y asignar una persona responsable del transporte y el entierro.
Controlar la epidemia se convirtió naturalmente en la máxima prioridad del gobernador de Hong Kong. De mayo a octubre del años 1894, la peste en Hong Kong mató a más de 2.000 personas y un tercio de la población huyó de Hong Kong.
Entre los años 1910 y 1911, la pandemia se extendió por todo el noreste de China, ocasionado la muerte de más de 60.000 personas. La tasa de mortandad entre los infectados era del cien por cien.
La llegada de la peste a Hong Kong en el año 1894, generó graves enfrentamientos entre las autoridades coloniales británicas y las elites chinas sobre qué medidas tomar para hacer frente a la nueva pandemia y como tratar a las víctimas.
La pandemia surgió en la zona oeste del territorio y las autoridades coloniales británicas crearon brigadas de inspectores que recorrían todas las calles donde se ordenaba el confinamiento.
El gran problema y lo que levanta gran polémica fue donde hospitalizar a los enfermos de la pandemia. Las tropas británicas obligaban a abrir las ventanas, mientras que los médicos chinos consideraban que las corrientes de aire creadas que provocaban aires letales. Otra de las órdenes implantadas fue vaciar las casas de los utensilios y demás enseres domésticos para quemarlos en la calle.
Se establecieron grupos de empleados para pintar las casas con una solución de cal que actuaba de forma desinfectante. Estas medidas fueron elogiadas por el gobierno británico por haber puesto freno a la pandemia. Sin embargo, la pandemia volvió de forma recurrente durante décadas, como ya hemos visto, estableciendo un patrón estacional.
¿QUÉ PASÓ EN LA INDIA?
La plaga se trasladó desde Hong Kong a la India británica, provocando la muerte de unos diez millones en la India en su primera oleada. Posteriormente, en los treinta años siguientes mató a otros doce millones y medio. Casi todos los casos eran de la pestebubónica, con un porcentaje muy reducido cambiando por la peste neumónica.
La enfermedad se inició en las ciudades portuarias, empezando por Bombay, para posteriormente, trasladarse a otros puertos como Pune, Kolkata y Karachi.
Hacia el año 1899, el brote se extendió a comunidades más pequeñas y zonas rurales en muchas regiones de la India. En general, el impacto de las epidemias de peste fue más grande en la India occidental y septentrional, que eran las provincias designadas entonces como Bombay, Punjab y las provincias Unidas, mientras que la India oriental y sur no estuvieron tan afectadas.
Las medidas del gobierno colonial para controlar la enfermedad incluyeron cuarentena, campos de aislamiento, restricciones de viaje y la exclusión de las prácticas médicas tradicionales de la India. Las restricciones a las poblaciones de las ciudades costeras fueron establecidas por comités especiales de la peste con poderes totales y aplicadas por el ejército británico. Los indios encontraron estas medidas culturalmente intrusivas y, en general, represivas y tiránicas.
Las estrategias gubernamentales de control de plagas experimentaron cambios importantes entre los años 1898-1899. Entonces, era evidente que el uso de la fuerza para hacer cumplir las regulaciones de peste se estaba mostrando contraproducente y, ahora que la plaga se había extendido a las zonas rurales, sería imposible la aplicación en zonas geográficas más grandes.
Las autoridades de salud británicas en la India comenzaron a obligar la vacunación generalizada contra la peste, que fue realizada por el doctor Waldemar Haffkine contra la peste. Las autoridades británicas también autorizaron la inclusión de los médicos indígenas dentro de su sistema de medicina en los programas de prevención de la plaga.
Las acciones represivas del gobierno para controlar la peste llevaron a los nacionalistas de Pune a criticar públicamente al gobierno colonial. El veintidós de junio del año 1897, los hermanos Chapekar asesinaron a Walter Charles Rand, un oficial de servicios civiles hindú, que actuaba como presidente del Comité de la Peste Especial de Pune y su ayudante militar, el teniente Ayerst.
La acción de los Chapekars fue considerada como un acto de terrorismo. El gobierno colonial acusó a la prensa nacionalista culpable de incitación. La activista independentista Bal Gangadhar Tilak fue acusado de sedición por sus escritos, así como también el editor del diario Kesari, siendo condenado a dieciocho meses de prisión rigurosa.
Pira funeraria en la ciudad hindú de Sonapur
La reacción pública ante las medidas sanitarias promulgadas por el Estado indio británico reveló en última instancia las limitaciones políticas de la intervención médica en el país. Estas experiencias fueron formativas en el desarrollo de los servicios modernos de salud pública de la India.
Uno de los aspectos que llamaba mucho la atención en la metrópoli eran las tradiciones fúnebres de los hindúes y de los musulmanes, debido al exotismo que significan para los europeos.
LA PESTE EN MÉXICO
El puerto de Mazatlán vivía a finales del Siglo XIX una insólita prosperidad comercial, lo que le situaba ante los ojos del exterior como una de las ciudades más progresistas del Occidente de México. El origen del brote en el continente americano fue atribuido al barrio chino de San Francisco en el Estado de California.
Sin embargo debemos saber, que la población mexicana vivía sumida entre el lodo y la inmundicia, las aguas negras carecían de la canalización adecuada, por lo que en todas las áreas de la ciudad se podían ver lagunas de agua estancada y surgían fuertes olores fétidos.
Las autoridades municipales y los notables de la comunidad, solo discutieron como terminar con estas aguas negras y remediar esta insalubre situación. Sin embargo, nunca se tomaron decisiones, que permitieran mejorar las detestables condiciones higiénicas de la ciudad.
Esta falta de unión de criterios entre el gobierno y la sociedad dominante, colocaron a la población en una circunstancia prácticamente de fragilidad, y se pudiera en cualquier momento desarrollar cualquier enfermedad infecciosa. Ya anteriormente la ciudad había sufrido el cólera morbus en el año 1849 y la fiebre amarilla en el año 1883.
Como vemos, la negligencia era total y absoluta, nadie parecía darse cuenta de los riesgos a los que estaban expuestos y aunque se tenía conocimiento de la existencia de un terrible mal infeccioso, que durante siglos había azotado a la humanidad, se le creía extinguido de las costas americanas.
La epidemia de la peste negra, de la variedad Bubónica se manifiesta en el puerto de Mazatlán el trece de octubre del año 1902. Se piensa que el virus lo trajeron unos marineros que venían a bordo del vapor Curacao, procedentes de San Francisco.
Se dice que el virus en sus inicios no se evidencia con suficiente claridad, quizás esto se debió a la falta de conocimientos sobre el mal o al hecho de las autoridades de negarse a aceptar, que la ciudad pudiera estar asociada con un problema infeccioso, sin aceptar que la realidad era otra.
Los primeros brotes del mal se dieron en una vecindad de malolientes pocilgas de madera, conocidos como “Cuarteria de Lamadrid”, a corta distancia de los cobertizos de la aduana marítima y el muelle principal de embarque.
A los siete días de presentarse el primer brote de la enfermedad tuvieron lugar las primeras muertes de una espeluznante cadena, que no tendría fin hasta la completa erradicación de la epidemia.
La epidemia empezó poco a poco a infectar a los ocupantes de las casas cercanas y esto alarmó a la población, quienes pidieron la intervención de las autoridades, las que en voz del delegado del Consejo Superior de Salubridad, les informó que después de una concienzuda investigación se había evaluado, que solo se trataba de una forma grave de Paludismo, causado por tantos pozos de agua infectada y al muladar existente en esos caseríos.
Ante la inacción de las autoridades, la peste se propagaba con una espantosa rapidez y fuera de todo control. Al final se tomaron medidas como la puesta en cuarentena del puerto, el aislamiento de las personas infectadas, que eran evacuadas de sus casas en camillas especiales.
Posteriormente, se criticó la falta de higiene de esos barrios de la ciudad, especialmente los vertederos de basura y los malos sistemas de desagüe. Algunas de las viviendas de los infectados fueron quemadas y se instituyó la fumigación de calles y cloacas.
Para evitar la propagación a otras partes del país se cerró la ciudad. Se calcula que murieron unas 600 personas.
LA INVESTIGACIÓN DE ESTA PANDEMIA
Los investigadores que trabajan en Asia durante la Tercera Pandemia identificaron las causas y el bacilo de peste. En el año1894, en Hong Kong, el bacteriólogo francés suizo Alexandre Yersin consigue aislar la bacteria responsable, la que se denominara Yersinia pestis, en honor de este doctor y determinó el modo común de transmisión.
La enfermedad es causada por una bacteria que normalmente se transmite por la picadura de las pulgas en un huésped infectado, a menudo una rata negra
Sus descubrimientos condujeron a tiempo a métodos de tratamiento modernos, incluyendo los insecticidas, el uso de antibióticos y, eventualmente, las vacunas contra la peste. El investigador francés Paul Louis Simond demostró en el año 1898, el papel de las pulgas como agente contaminante.
La enfermedad es causada por una bacteria que normalmente se transmite por la picadura de las pulgas en un huésped infectado, a menudo una rata negra. Las bacterias son transferidas de la sangre de las ratas infectadas a la pulga de las ratas.
Waldemar Haffkine
El bacilo se multiplica en el estómago de la pulga, bloqueándolo. Cuando la pulga siguiente muerde un mamífero, la sangre consumida se regurgita junto con el bacilo al torrente sanguíneo del animal mordido. Cualquier brote grave de peste en humanos está precedido de un brote en la población de roedores. Durante el brote, las pulgas infectadas, que han perdido sus huéspedes de roedores normales buscan otras fuentes de sangre.
El gobierno colonial británico en la India presionó el investigador médico Waldemar Haffkine, para que desarrollara una vacuna contra la peste. Después de tres meses de trabajo persistente con un personal limitado, estaba preparado un formulario para pruebas humanas. El diez de enero del año 1897, Haffkine la probó en el mismo.
Tras los resultados de la prueba inicial, los voluntarios de la prisión de Byculla fueron utilizados en una prueba de control. Todos los presos inoculados sobrevivieron a las epidemias, mientras que siete presos del grupo que no estuvieron en la prueba murieron. Al final del siglo, el número de inoculados sólo en India llegaba a los cuatro millones. Haffkine fue nombrado director del laboratorio de la peste, llamado Instituto Haffkine en su honor y se encuentra en la ciudad Hindú de Bombay.
¿Qué paso en Navarra con la pandemia de 1855?
La epidemia de cólera del año 1855, fue la más importante por sus repercusiones de las tres que asolaron Navarra en el siglo XIX. A mediados del siglo XIX, Navarra tenía empadronadas 297.422 personas. Los navarros, en el siglo XIX, vivían una situación de retraso industrial, como sucede en casi toda España y, unas condiciones de vida y trabajo muy duras.
Si a esto añadimos, que la propiedad de la tierra estaba desigualmente repartida entre unas pocas personas, que las condiciones higiénico sanitarias de la población eran cuanto menos insalubres, con una provincia azotada cíclicamente por epidemias y las tres guerras carlistas. A ello hay que unir, los comportamientos marginales que eran moneda de uso común.
La epidemia estuvo presente en la Península Ibérica a través de diversos brotes descritos por el contemporáneo González Samano en el año1858, a los que denominó como épocas. La segunda abarca desde el año 1853 hasta el año 1856, siendo la más negativa de todos estos años el de 1855.
La enfermedad se inició en Navarra en el mes de febrero pero no será hasta la llegada de los meses del verano cuando se manifieste con toda su fuerza. De este modo, será la provincia española, que más pueblos vea afectados, 716 en total. La epidemia se extendió en el mes de junio como una mancha de aceite desde el sur de la provincia, afectando a toda la Ribera.
Los efectos perduran a lo largo de todo el mes de julio y comienzan a difuminarse en agosto. En la Navarra Media, los estragos de la epidemia comienzan en el mes de julio y no será hasta finales de agosto o comienzos de septiembre cuando ésta pase a la Montaña.
Habrá poblaciones afectadas hasta noviembre, por lo que Navarra padeció la enfermedad durante seis largos meses. Según González Samano, fallecieron un total de 13 .715 personas, cifra muy elevada, probablemente cuestionable, pero que muestra el alto índice de mortalidad que debió producir este cólera. Si seguimos los estudios de Jordi Nadal calcula que Navarra perdió el 4% de sus habitantes.
La lucha contra la enfermedad aunó a las autoridades en una causa común. Los sacerdotes hacen de médicos en muchas ocasiones y los fondos monetarios procedentes de recaudaciones municipales y eclesiásticas, las distribuyen indistintamente alcaldes, concejales y eclesiásticos.
Al mismo tiempo y muy oportunamente, como se producía en algunos lugares de Europa, la reina Isabel II realiza una donación caritativa de 16. 000 reales de vellón para toda Navarra. En aquellos años, había un gobierno progresistas de la Unión Liberal dirigido por el general Leopoldo O’Donnell. No debemos olvidar que Navarra era una provincia profundamente conservadora y mayoritariamente carlista.
Simultáneamente, se publican otras órdenes relativas a la ubicación de cementerios, funerales de cuerpo presente, organización de la beneficencia, etc, pero no deja de ser notable, como algunos vieron en esto, una incursión más del gobierno liberal en el dominio eclesiástico.
Cuando la epidemia todavía no ha hecho más empezaren Navarra pero es más que posible predecir que su paso por la provincia va a ser devastador, el obispo de la diócesis Pamplona, Severo Andriani ya tiene escrita una carta pastoral, en la que expone cuales son las causas de esta pandemia y cuales las consecuencias si no se remedian los males con iniciativas cristianas.
La causa descansa para el obispo en la infidelidad del hombre hacia Dios, que es el padre misericordioso de todos los hombres, es un dios que perdona los pecados a través de la penitencia y que a cambio de pequeños sacrificios ofrece una vida eterna. Sin embargo, la España del bienio progresista y también en Navarra, vive una época descristianizadora y liberal.
Los gobiernos de la época achacan las causas de la epidemia al contagio provocado por el descuido de las normas elementales de higiene desarrolladas, a la mala alimentación que crea organismos biológicamente endebles y a las conductas absolutistas-represivas de los cordones sanitarios, que lejos de aislar a las poblaciones sanas de la enfermedad, las subsumían en la angustia y el acongojamiento.
Según el obispo Severo Andriani: “el liberalismo se desprendía una nueva sensibilidad que rechazaba esa manera tradicional de entender la muerte. En efecto, el miedo tradicional a la muerte era el miedo al castigo en el más allá, mientras que el miedo al cólera cuyos efectos mortíferos formaban parte de la experiencia cotidiana de los españoles del siglo- era el miedo al castigo en esta vida por medio de la muerte corporal”.
“Muchos habrá entre vosotros, mis amados Diocesanos, que pretenderán explicaros este fenómeno por las causas físicas y naturales haciendo abstracción de la providencia, como si Dios fuera un Ser relegado a los cielos, que ni sabe ni cuida de las causas humanas… Todo el mundo menos el pecado, reconoce a Dios por primera causa, todo marcha bajo la acción reguladora de su Providencia. La legislación liberal y la violación de los preceptos religiosos tornan al Dios bienhechor en el Dios de las siete plagas egipciacas del Antiguo Testamento.
El hombre, ateo ahora, ha transgredido la ley y nunca ha sido tan general y pública entre nosotros la profanación de los días consagrados al Señor; nunca tan grande el abandono de los Padres en la educación de sus hijos y el de los Amos en el cuidado de sus criados y domésticos; nunca tanto el escándalo y relajación de las costumbres públicas y privadas.
Pero hay algo peor aún, el enfrentamiento directo contra Dios. Hoy se escarnecen sus dogmas no sólo en el interior de las conciencias, no sólo en el hogar doméstico, sino en públicas reuniones, y aun en escritos que se buscan y leen con avidez y se propagan entre la incauta juventud con espíritu de proselitismo. Debido a estos motivos, Dios se ha enojado y ha enviado desde el Ganges hasta el más recóndito rincón de España la segunda gran plaga de cólera del siglo”.
Como vemos, en muchas pandemias, la iglesia y las religiones ha jugado un papel que ha favorecido el desarrollo de mitos que no ha servido para parar las pandemias, no solo en este caso como es el caso del obispo de Pamplona, sino por ejemplo con la prohibición del uso del condón en la pandemia del SIDA.
BIBLIOGRAFIA
Gandhi, MK. “The plague panic in South Africa”. Gregg, Charles. “Plague: An Ancients Disease in the Twentieth Century “. 1985. Albuquerque. University of New Mexico Press. Hazrat Mirza Ghulam Ahmad, The Promised Messiah. “Noah’s ark: an invitation to faith”. Kelly, John. “The Great Mortality: An Intimate History of the Black Death, the Most Devastating Plague of All Time”. 2005. New York: HarperCollins Publishers. Martinez Lacabe. Eduardo. “La pandemia de 1855 en Navarra”. 1996. Gerónimo de Uztariz nº 12. McNeill, William H. “Plagas and People”. 1976. New York. Anchor Books. Orent, Wendy. “Plague: The Mysterious Past and Terrifying Future of the World ‘s Most Dangerous Disease”. 2004. New York. Free Press.
«¡Aquí no estáis en vuestra casa!». Es el grito que muchos españoles como Henri Melich tuvieron que soportar cuando, vencidos y decaídos por la victoria del franquismo en España, se vieron obligados a huir a Francia. En España se enfrentaban a ser castigados y en el país vecino no eran bienvenidos. Melich se instaló junto a su familia en la comuna de Quillan y comenzó a trabajar como aprendiz de carpintero en una fábrica. Ni siquiera allí le dejaban en paz. «Eres un español del ejército vencido«, se burlaban.
En 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial y tanto franceses como exiliados españoles, muchos refugiados en campos de concentración, se vieron obligados a cambiar sus vidas. Nueve meses después, el gobierno francés capitulaba y el Tercer Reich controlaba el país galo. Tal y como explica a EL ESPAÑOL la periodista y escritora Evelyn Mesquida, oficialmente se decía que la Resistencia había comenzado en 1942 pero desde el inicio de la contienda ya había españoles saboteando y tejiendo redes de contacto entre antifascistas que pretendían expulsar a los alemanes.
Mediante su nuevo libro Y ahora, volved a vuestras casas (Ediciones B), la alicantina expone las vidas de figuras ocultas que combatieron y participaron en la guerra y que por ser españolas han permanecido en la sombra. «Son hechos históricos ocultos y era necesario sacarlos a la luz», subraya a este periódico. Por una parte, a Franco no le sedujo jamás conmemorar a un puñado de españoles republicanos y a los franceses les interesaba glorificar su propia patria.
No estaba la España de Franco, estaba la España republicana
Pero sus hazañas son una realidad histórica y, según Mesquida, «tienen que estar presentes en los libros de texto y en los colegios«. En el desembarco de Normandía, en la campaña de Provenza y en los bosques de Francia hubo españoles. «No estaba la España de Franco, estaba la España republicana», comenta.
«La hazaña heroica de La Madeleine»
A lo largo del país, miles de españoles se unieron a las filas francesas. En mayo de 1944, las unidades españolas incluidas en los FTP (Francotiradores y Partisanos) fueron reconocidas como totalmente españolas bajo el nombre de Agrupación de Guerrilleros Españoles y fueron inmediatamente integrados en las FFI (Fuerzas Francesas del Interior). A esas alturas del conflicto había más de 10.000 combatientes españoles en la Resistencia francesa.
De esta manera, el 23 de agosto, Miguel Arcas y Gabriel Pérez recibieron la orden de dirigir el combate contra el destacamento alemán que se acercaba a su posición. «Bajo el mando de ambos, 36 españoles y 4 franceses fueron distribuidos entre los muros del castillo, en el cruce de La Madeleine», escribe Mesquida. Por su parte, la columna alemana llegaba desde Toulouse y agrupaba más de 1.000 soldados alemanes.
Ante una desventaja tan abismal, los españoles tuvieron que preparar todo tipo de trampas. El oscense Joaquín Arasanz Raso, alias Villacampa, fue uno de los guerrilleros que organizó el devenir de la batalla bloqueando carreteras y dificultando el tránsito de los alemanes: «Decidimos también como estrategia hacer creer a los alemanes que estaban en presencia de un importante grupo de resistentes. Nuestros hombres debían desplazarse a toda velocidad para que sus tiros llegaran de lugares diferentes».
Monumento conmemorativo a los combatientes de la batalla de La Madeleine.
Las órdenes de Arcas eran claras: «Ni un solo tiro antes de la primera ráfaga de ametralladoras». Mesquida explica cómo fue la secuencia. Primero apareció un sidecar con dos soldados alemanes que los guerrilleros dejaron pasar y neutralizaron algo más lejos, sin necesidad de disparar. Después llegaron los primeros coches y detrás 60 camiones, 4 half-tracks y numerosos cañones, algunos de ellos antitanque y antiaéreos. Todo ello acompañado por más de mil soldados.
La batalla se decantaba por los guerrilleros ante la imposibilidad de avanzar de los nazis. «Los alemanes, acosados, solicitaron una tregua para parlamentar«. Tregua que ni Gabriel Pérez ni Miguel Arcas aceptaron. La batalla se reanudó y los Aliados contaban esta vez con dos aviones ingleses que ametrallaron la columna alemana. Finalmente, tras numerosas bajas y mas de 180 heridos, el Alto Mando pidió negociar con los atacante con una excepción. No negociarían con los españoles.
Así, el general se rindió ante los superiores de los mandos británicos y franceses uniformados. «El jefe alemán pudo constatar que el ejército que él creía desplegado frente a ellos era solo un grupo de varias decenas de combatientes españoles sin uniforme y casi desarrapados, y que ese puñado de hombres había hecho capitular a más de 1.000 soldados de la Wehrmacht«, relata la escritora. Humillado y avergonzado, el general Konrad A. Nietzsche empuñó su pistola y se suicidó allí mismo. Fue «incapaz de aceptar la realidad de haber sido engañados y vencidos por un puñado de españoles harapientos«.
Mujeres ocultas
Evelyn Mesquida declara que en los libros franceses se menciona a las FFI como los vencedores de la batalla. No obstante, «si uno busca los nombres todos ellos eran españoles». Pedro Abellán, Luis Andrada, Mariano Cales, Diego Cuenca o Martín Vidal fueron algunos de los hombres que lucharon contra el millar de nazis. «Por la hazaña heroica de La Madeleine, por su combate sin repliegue», los 36 guerrilleros españoles fueron condecorados.
Todos ellos fueron condecorados con la estrella de plata en Marsella por el general Olleris. Todos menos ellas. Dos mujeres participaron también en la batalla de La Madeleine, pero «hasta hoy no se ha conseguido saber quiénes eran. Para ellas no hubo medallas«.
Mesquida admite a este periódico la dificultad de encontrar los nombres y las vidas de estos españoles olvidados, y más aún si eran mujeres. Para el libro ha consultado en Francia incontables archivos regionales, locales y departamentales. «He hecho lo que he podido», afirma y se muestra esperanzadora con que los historiadores futuros continúen con este legado. Acerca de las dos mujeres españolas que lucharon contra los alemanes lo tiene claro: «En algún sitio tienen que estar sus nombres«.
En Estados Unidos, manifestantes armados han exigido que se pongan fin a las medidas de distanciamiento social. En Brasil, donde el presidente del país se ha unido a las protestas en contra de las medidas, algunos centros comerciales han reiniciado su actividad. A lo largo y ancho del mundo, se han oído voces que piden a las autoridades un menor control y que flexibilicen las medidas tan pronto como sea posible.
Sin embargo, tal vez nos conviene fijarnos en otro momento parecido de nuestra Historia. En los últimos días, se han publicado en las redes sociales unas sorprendentes imágenes de tablas y gráficos científicos de la pandemia de gripe de 1918. Aunque estos diagramas dibujados a mano puedan parecernos arcaicos, son una jarra de agua fría para los partidarios de una desescalada demasiado rápida y de levantar unas medidas que afectan a muchas personas de muchos países del mundo.
En 1918, una pandemia de gripe azotó al mundo entero, en distintas oleadas. En Estados Unidos, es probable que el brote se iniciara en los estados del medio oeste, y luego se expandiera por el resto de un país en guerra. Rápidamete, los soldados llevaron la enfermedad a Europa. Primero, se contagiaron los soldados europeos y más tarde todo el continente.
Sin embargo, la pandemia solo había comenzado. A finales de agosto de ese año, un segundo brote, mucho más letal, sacudió prácticamente de forma simultánea al litoral de Estados Unidos, Francia y Sierra Leona, y desde esos lugares se expandió por el mundo entero. A este segundo brote le siguió un tercero. Cuando el virus empezó a perder intensidad en 1920, había golpeado a unos 500 millones de personas y había matado entre 50 y 100 millones de personas. Estados Unidos registró unas 675.000 muertes.
Gráfico que muestra la mortalidad de la pandemia de gripe de 1918 en Estados Unidos y en Europa WIKIMEDIA COMMONS / NATIONAL MUSEUM OF HEALTH AND MEDICINE
Cuando en 1918 los científicos se enfrentaron a esta plaga, carecían de la tecnología necesaria que les permitiera ver el virus que lo causaba. Sin embargo, la revolución bacteriológica del siglo XIX proporcionó a las autoridades médicas y sanitarias de Estados Unidos la confianza suficiente para llegar a la conclusión de que se trataba de una enfermedad contagiosa.
En el ámbito nacional, el Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos fomentó campañas educativas e impulsó, cuando lo creyó necesario, medidas de control sobre la población. Era competencia de las autoridades de los estados, del condado y de los municipios tomar las decisiones sobre cómo gestionar la pandemia. Las elecciones que tomaron fueron determinantes.
Las autoridades sanitarias tenían a su disposición una serie de medios para gestionar esta crisis de salud pública. Comenzaron por formar a la población sobre hábitos básicos de higiene, como lavarse las manos y cubrirse la boca al toser y estornudar.
El servicio de salud pública imprimió millones de folletos con información sobre la enfermedad y recomendó una serie de medidas para evitar y tratar la enfermedad. La Cruz Roja de Estados Unidos publicó su propia circular en ocho idiomas diferentes. Muchas comunidades aprobaron leyes que prohibían a los ciudadanos escupir en la calle, así como compartir tazas en espacios públicos como aulas y estaciones de tren, una costumbre que todavía existía en la época.
Estas fueron las medidas fáciles de impulsar. Siguieron otras, como la que fomentó una mejor ventilación en los tranvías. Para evitar grandes concentraciones de personas, algunas ciudades impulsaron unos horarios escalonados de trabajo y en los comercios. Pero la gripe siguió golpeando con fuerza y se establecieron controles más estrictos. A menudo se prohibieron las reuniones públicas y se ordenó el cierre de todos los negocios y actividades, incluso bodas y funerales, excepto los más esenciales. Algunas ciudades intentaron exigir el uso de mascarillas. Otras, obligaron a los enfermos a hacer cuarentena. En algunas ciudades incluso se probaron vacunas nuevas que todavía estaban en fase experimental.
Los modelos de gestión de Filadelfia y Seattle
Sin embargo, la lección que nos resulta más útil surge de la comparación de la gestión de las ciudades de Filadelfia y Seattle. Filadelfia, a pesar de tener alguna advertencia de que la pandemia se avecinaba, prácticamente no se preparó. Aunque la vecina Boston estaba sitiada a finales de septiembre, Filadelfia mantuvo su actividad. El 28 de septiembre organizó un desfile para celebrar el lanzamiento del Cuarto Préstamo de la Libertad; una campaña de emisión de bonos para apoyar los gastos bélicos de Estados Unidos.
Tres días más tarde, la ciudad registró 635 nuevos casos de gripe, y la situación empeoró. Aunque entonces intentó impulsar medidas para frenar la pandemia, la ciudad quedó desbordada. Las instalaciones sanitarias, que ya estaban al límite debido a la guerra, quedaron sobrepasadas. Las morgues se desbordaron, no se pudo suministrar esa elevada cantidad de ataúdes y las autoridades tuvieron que recurrir a las fosas comunes. Filadelfia registró una de las tasas de mortalidad más altas del país.
En cambio, la gestión de Seattle fue completamente distinta. El 20 de septiembre, el responsable de salud, el doctor J.S McBride, reconoció que «no era improbable» que la gripe llegara a la ciudad y advirtió a la ciudadanía que, si esto pasaba, sería necesario aislar a los enfermos. Cuando los soldados del cercano Campamento Lewis contrajeron la gripe, el campamento fue puesto en cuarentena. El 4 de octubre, se supo que un gran número de estudiantes de la escuela naval de la Universidad de Washington había contraído la gripe. En dos días, la ciudad, a pesar de la gran oposición en contra de estas medidas, cerró las escuelas, prohibió los servicios religiosos y cerró muchos espectáculos públicos. Se prohibieron las aglomeraciones en los negocios que seguían abiertos.
En los días siguientes, se impulsaron otras medidas. Las autoridades decidieron transformar un hotel de la ciudad en un hospital de emergencia. Escupir en público pasó a ser un acto castigado con penas de cárcel y mal visto por la sociedad. Era obligatorio el uso de mascarillas, se redujeron las horas de apertura de los negocios, y se establecieron nuevas restricciones para aquellos negocios que seguían abiertos.
Aunque en un inicio McBride había previsto que la pandemia perdiera fuerza en menos de una semana, mantuvo las restricciones, incluso cuando la cifra de contagios comenzó a disminuir. Finalmente, el 11 de noviembre, la ciudad y el estado Washington anunciaron que los negocios podían reiniciar la actividad y que ya no era necesario el uso de mascarillas. La ciudad pronto tuvo que hacer frente a un nuevo brote de gripe. Una vez más Seattle actuó, esta vez poniendo en cuarentena a los enfermos. Como resultado de estas acciones, Seattle registró una de las tasas de mortalidad más bajas de la Costa Oeste, sustancialmente inferior a la de Filadelfia.
Obviamente, muchos se opusieron a las medidas impuestas por las autoridades estadounidenses durante la pandemia de gripe de 1918. Los líderes religiosos indicaron una y otra vez que, en el contexto de una pandemia, eran necesarios los servicios de culto para atender a las necesidades de sus feligreses.
Por otra parte, los propietarios de negocios también lucharon con uñas y dientes para poder permanecer abiertos. Los propietarios de teatros cuestionaron la legalidad de los cierres y fueron muchos los que se opusieron al cierre de las escuelas. En San Francisco incluso surgió una «liga antimascarillas».
Las autoridades que no se doblegaron son las que obtuvieron mejores resultados. Estudios de académicos del Centro de la Historia de la Medicina de la Universidad de Michigan y de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades evidencian que la imposición «temprana, sostenida y estratificada» de intervenciones no farmacológicas como el distanciamiento social funcionó en 1918, ralentizando el ritmo de la pandemia y reduciendo las tasas de mortalidad.
Y Seattle y Filadelfia ofrecen una dura lección: la imposición de medidas de confinamiento, así como la obligatoriedad de las mascarillas y la cuarentena de las personas contagiadas, tanto enfermas como asintomáticas, salva vidas. Pueden hacerlo de nuevo, si encontramos el valor y los recursos para mantenerlas.
Nancy K. Bristow es profesora de Historia en la Universidad de Puget Sound y es la autora de American Pandemic: The Lost Worlds of the 1918 Influenza Epidemic and Steeped in the Blood of Racism [La pandemia estadounidense: Los mundos perdidos de la epidemia de gripe de 1918 y Empapados en la sangre del racismo (publicado en julio de 2020).
Durante gran parte del siglo XIX, Europa estuvo inmersa en un clima beligerante y revolucionario en el que diversas corrientes nacionalistas ansiaban acabar con el absolutismo, restaurado en el Congreso de Viena en 1815 tras la caída de Napoleón. Las grandes potencias europeas –Austria, Prusia, Rusia y Gran Bretaña– habían dividido el Viejo Continente a partir del principio de legitimidad monárquica, sin tener en cuenta las aspiraciones de las distintas nacionalidades.
Italia, prácticamente unificada bajo el dominio napoleónico, quedó nuevamente segmentada en distintos reinos y ducados, muchos de ellos bajo el yugo de potencias extranjeras. En ese entorno de convulsión creció Giuseppe Garibaldi. Seducido por los aires de nacionalismo y liberalismo de la época, llegó a convertirse en un referente para sus correligionarios. Y no solo entre los europeos.
Su leyenda como revolucionario se empezó a forjar en Sudamérica, donde participó en numerosas insurrecciones durante los doce años que permaneció al otro lado del Atlántico. Con el tiempo, sería conocido como el héroe “de dos Mundos”. Sin embargo, su fama se propulsó en el marco del proceso de unificación de Italia.
Para Garibaldi, Roma era el símbolo de Italia, y a esta la concebía unida bajo la fórmula de la federación. Se definía como republicano, porque consideraba la república el gobierno de los justos, y como anticlerical, porque en el clero veía el origen de todo despotismo. Aseguraba ser un amante de la paz, pero no por ello dudó en defender que “la guerra es la vida del hombre”.
Tras su primer fracaso revolucionario, Garibaldi llegó a Brasil para seguir con su lucha a favor de los oprimidos
Son varios los expertos que definen su papel en la unificación italiana como contradictorio. Si por un lado defendía el republicanismo, por otro aceptó la monarquía de los Saboya aun partiendo de premisas liberales. En todo caso, las circunstancias que rodean estas contradicciones explican en gran medida el camino que Garibaldi tomó.
De marino a exiliado
Nació en 1807 en la ciudad de Niza, entonces perteneciente al reino de Piamonte. Pasó diez años de su vida a bordo de buques mercantes siguiendo los pasos de su padre, un marino de origen genovés, y con el tiempo llegó a obtener la licencia de capitán. Se labraba un futuro como marinero, pero sus ansias de aventura truncaron esta carrera.
Tras sentirse seducido por el pensamiento socialista del francés Henri Saint-Simon, entró en contacto en uno de sus viajes con la sociedad secreta Joven Italia, fundada por Giuseppe Mazzini. El republicano Mazzini era acérrimo defensor de la unidad italiana a través de un levantamiento popular. Garibaldi abandonó el mar y se lanzó a la lucha por la libertad y la unión de Italia.
Casa en la que nació Garibaldi en Niza. (Dominio público)
La primera aventura revolucionaria en la que participó estuvo a punto de costarle la vida. Formó parte de la insurrección de Génova, que acabó en fracaso, y el joven Garibaldi fue condenado a muerte. Consiguió refugiarse en Marsella y, en 1835, huyó rumbo a Río de Janeiro. Con 28 años iniciaba su primer exilio.
La aventura americana
Ese revés no amedrentó a un Garibaldi que llegó a Brasil dispuesto a continuar con su lucha a favor de los oprimidos. En Sudamérica libró muchas batallas, la primera de ellas junto a los farrapos, campesinos que combatían la corrupción de la administración poscolonial. También fue allí donde conoció a la mujer a la que llamaría “la madre de mis hijos”.
La primera de sus tres esposas, Ana Maria de Jesus Ribeiro da Silva, conocida como Anita, se convirtió con solo 19 años en la compañera de aventuras de un Garibaldi de 32 que empezaba a ser muy conocido por su coraje en la guerra. El primer encuentro de la pareja está rodeado de un halo de romanticismo. Contraer matrimonio no había figurado hasta entonces entre los planes de Garibaldi, que se hallaba inmerso en una revolución tras otra. Pero la muerte de parte de sus amigos le hizo cambiar de opinión. El destino se encargó del resto.
Él mismo explica en sus memorias cómo conoció a Anita. Se encontraba una tarde en la cubierta del Itaparica, barco amarrado en la ciudad de Laguna, inmerso en sus propios pensamientos, cuando a través de unos prismáticos divisó a una mujer a los lejos. A su regreso a tierra intentó sin éxito ubicar la casa de la joven. Gracias a un lugareño que había conocido a su llegada a Laguna la encontró. Al saludarla simplemente le dijo: “Usted debe ser mía”.
Un año antes de morir, Anita vio cumplido uno de los sueños de su amado: luchar por Italia
Anita se convirtió en la madre de sus cuatro primeros hijos (Menotti, Ricciotti, Teresita y Rosita, que fallecería a los dos años y medio) y estuvo a su lado, combatiendo como un soldado más, hasta su muerte en 1849. Permanecieron juntos diez años y no se perdieron una sola batalla en Brasil y Uruguay.
Anita había abandonado su tierra y a su familia –incluso al hombre con el que estaba casada– para seguir los pasos de Garibaldi, más por el amor que sentía hacia él que por sus convicciones revolucionarias. Fue valiente en la guerra y celosa en su relación sentimental. En alguna ocasión se había presentado ante su marido portando dos pistolas: una para matarle a él y otra para la que sospechaba era su rival.
De Italia al nuevo destierro
Un año antes de morir, Anita vio cumplido uno de los sueños de su amado: luchar por Italia. Garibaldi y sus seguidores zarparon hacia Europa alentados por las noticias de una nueva revolución por la unidad de la península italiana. El líder de los “camisas rojas” (atuendo distintivo de los seguidores de Garibaldi) desembarcó en Génova con 41 años convertido en un personaje mítico. Pronto llegaría el desengaño.
Anita Garibaldi fue la combativa primera esposa del revolucionario italiano. (Dominio público)
Combatió en Lombardía contra los austríacos, pero su intento de hacerles retroceder no prosperó, y se vio obligado a refugiarse en Suiza y posteriormente en Piamonte. No obstante, durante un breve lapso estuvo en su querida Roma, convertida en república, donde llegó a ocupar un escaño como diputado en la Asamblea Constituyente. Fue posible gracias a la huida del atemorizado papa Pío IX, que dejó la ciudad libre del gobierno eclesiástico, aunque por poco tiempo.
La oposición francesa a la nueva situación y los enfrentamientos con las tropas napolitanas consiguieron un año después expulsar de Roma a Garibaldi y los suyos. Anita falleció en el curso de la escapada a causa de unas fiebres. De nuevo era condenado al exilio. Partió hacia Estados Unidos. Pero en esta ocasión se iniciaba una de las etapas más amargas de su vida.
Viudo y lejos de sus hijos (Menotti estaba en una escuela militar en Niza, Ricciotti en un colegio de Inglaterra y Teresita vivía con unos amigos), Garibaldi se sentía destrozado. Medio mundo se empeñaba en tratarlo como un gran héroe, y no como el hombre en que se había convertido tras el fracaso de 1848.
Despertó tal admiración que en Gran Bretaña, las camisas rojas se habían convertido en una prenda de moda
Todo parecía estar en su contra, incluso en el terreno amoroso, donde sus relaciones no pasaban de meras aventuras. Tras la muerte de Anita desfilaron por su vida varias mujeres, pero ninguna llegó a suscitarle los sentimientos que ella le despertó, pese a que años después contraería matrimonio en otras dos ocasiones.
Promesa de inactividad
En Estados Unidos le acogió su amigo Antonio Meucci, originario de Florencia, para el que trabajó un tiempo en su fábrica de velas. Luego reemprendió su vida como capitán. Durante tres años, hasta 1854, surcó los mares de Australia, América del Sur y China. Pero todo fue inútil. Cansado y nostálgico, solicitó al gobierno de Piamonte autorización para regresar. Camilo Benso Cavour, presidente del reino piamontés y defensor de su monarca, Víctor Manuel II, se la concedió, pero con una condición: que se mantuviese alejado de la política.
El temor que sentía Cavour hacia Garibaldi estaba totalmente justificado. A mediados del siglo XIX el revolucionario era un hombre de una gran influencia. Sus heroicidades le habían convertido en un personaje idolatrado. En el punto más álgido de su fama un impreso satírico, que circuló entre sus seguidores, lo mostraba de pie sobre un altar, entre rifles y cañones, con una inscripción que rezaba así: “Hijos de Italia, si queréis secar las antiguas lágrimas de Roma y Venecia, no importa que el clérigo no diga misa: estas son las velas y este es el santo”.
Garibaldi retratado en un grabado. (Dominio público)
Y las anécdotas no son pocas. Despertó tal admiración que, años más tarde, en 1864, cuando visitó Gran Bretaña, las camisas rojas se habían convertido en una prenda de moda entre la vestimenta femenina. Había una polca con su nombre, además de un vals, unas galletas y un perfume. Pero esta veneración, tan extrema como superficial, nunca cambió la personalidad del revolucionario.
Vuelta a las andadas
Tras el período de destierro debía empezar una nueva vida alejado del ajetreo político y la guerra. Dispuesto a ello, utilizó los pocos ahorros de los que disponía y la herencia de un hermano para comprar parte de la isla sarda de Caprera (un decenio después unos amigos ingleses le regalaron el resto). Con su habitual tenacidad, Garibaldi se empeñó en construir su propia casa en la isla, a pesar de su más bien escasa destreza como albañil.
Intentando cumplir la condición impuesta por el gobierno piamontés, el héroe de grandes batallas se dedicó a la pesca, a cuidar animales y a cultivar hortalizas, mientras vivía algún que otro escarceo amoroso. Él mismo definía esta etapa como un período sin importancia. Tanta tranquilidad no iba a durar demasiado. Su residencia en Caprera se convirtió en punto de encuentro de políticos, exiliados y aventureros con planes descabellados para reanudar la lucha por la unificación de Italia.
Volvía a estar en el campo de batalla, siendo consciente de que los políticos se servían de su fama
Por ello, Garibaldi no tardó en volver a las andadas, pero esta vez en un bando distinto. Entró en contacto con el llamado Grupo de Génova, formado sobre todo por antiguos garibaldinos que habían abandonado el republicanismo y se habían adherido al programa de la Sociedad Nacional. Esta era una asociación que concebía la unidad italiana bajo un sistema monárquico, y no republicano como Mazzini.
Al parecer, el alegato de uno de los fundadores de la organización convenció al viejo revolucionario. Giorgio Pallavicino Trivulzio dijo: “Lo que necesitamos son armas, no la cháchara de Mazzini. El Piamonte tiene soldados y cañones, por tanto soy piamontés. Hoy el Piamonte es monárquico por tradición y por inteligencia y está en guardia, por tanto no soy republicano”.
Garibaldi, durante años exponente del republicanismo, se convirtió al principio monárquico. Argumentaba que siempre defendería la república, pero que, presentándose en ese momento la oportunidad de unir Italia combinando las fuerzas monárquicas y las nacionalistas, él estaba dispuesto a aceptar este reto. Mantuvo varias reuniones con Cavour, que le nombró general de división. Volvía a estar en el campo de batalla, siendo consciente de que los políticos se servían de su fama y luchando bajo el mando del rey Víctor Manuel.
Giuseppe Garibaldi en los Alpes junto a otros revolucionarios. (Picasa / Dominio público)
Sin embargo, nada fue como antaño. El trato que Garibaldi y los suyos recibieron por parte de las autoridades no era ni el deseado ni el que merecían: les prohibieron usar sus camisas rojas, los uniformes les llegaban con cuentagotas e incompletos, no disponían de unidades de caballería, ni de artillería ni tropas de apoyo. Tan solo voluntarios. Pero no por ello cejaron en su empeño.
Desengaño y lucha
Estando involucrado en la guerra, Garibaldi contrajo por segunda vez matrimonio, aunque su duración fue escasamente de cinco minutos. Durante una campaña militar en 1859 conoció a la condesa Giuseppina Raimondi. Una vez más el soldado mantenía una relación con una joven de 18 años. No obstante, la aristócrata tenía un amplio bagaje en intrigas amorosas, y cuando se casó con Garibaldi estaba embarazada de un antiguo amante.
El revolucionario recibió una nota anónima el día del enlace en la que se le comunicaba la fatal noticia. Nada más abandonar la iglesia el matrimonio se dio por roto, aunque, cuando años más tarde quisieron obtener el divorcio, sufrieron la gran humillación de ver aireada en la prensa la verdad de su relación.
Bajo la consigna de “Roma o la muerte” luchó durante años contra el poder pontificio sin grandes avances
Para olvidar esta breve pero ultrajante historia, Garibaldi se dedicó a la guerra por completo. El reino de Italia se proclamaría dos años después. Al fin veía su gran sueño convertido en realidad, aunque fuese en un régimen monárquico.
Pero el eterno defensor de la libertad no se mostró satisfecho: Roma seguía siendo ciudad papal. Bajo la consigna de “Roma o la muerte” luchó durante años contra el poder pontificio sin grandes avances, siendo herido en una ocasión y detenido en otras. Nunca consiguió entrar en la Ciudad Eterna.
El reposo del guerrero
Incansable y tenaz, tras casi un decenio de batallas y desacuerdos con el gobierno italiano, decidió prestar sus servicios durante un año a la República Francesa, donde fue diputado en la Asamblea de Burdeos. Poco antes había caído el imperio de Napoleón III a raíz de la guerra franco-prusiana, en la que Garibaldi participó, aunque rebelándose ante el mando francés.
Regresó a Caprera para ver crecer a sus tres nuevos hijos, Clelia, Rosa y Manlio, fruto de la relación que había iniciado un lustro atrás con Francesca Armosino, para volver a la política tres años más tarde, ocupando un escaño en el Parlamento romano. Poco después se retiraba definitivamente a Caprera, donde Francesca le cuidaría en unos años de vejez que aprovechó para escribir sus memorias.
Garibaldi, con limitados recursos económicos, quiso pasar el tiempo que le restaba en el ámbito de la paz doméstica, cómodo con sus costumbres. Baños de agua fría, que consideraba buenos para la salud, y una misma dieta: aceitunas, tomate, aceite de oliva, albahaca, anchoas y vino. La poca carne que consumía la cocinaba al estilo sudamericano.
Pero estos pequeños placeres no aplacaban los pesares que surgieron. Vio cómo Francesca se deshizo de todos aquellos amigos que le disgustaban, sufrió que sus hijos y nietos abandonaran el hogar para iniciar su vida en solitario y soportó que las conversaciones diarias en la hacienda versaran sobre todo en torno al dinero.
Fotografía de Giuseppe Garibaldi del año 1866. (Dominio público)
Su situación económica era pésima, a pesar del negocio que dirigía Francesca, que en 1880 se convirtió en su tercera esposa al formalizarse la relación. Garibaldi se negaba continuamente a aceptar la pensión que el gobierno italiano le ofreció después de que en los periódicos saliera publicada la noticia sobre el estado de cuentas de la familia.
Finalmente, presionado por los suyos, se humilló y aceptó la anualidad ofrecida por el Estado, pero él no disfrutó del dinero. Las cincuenta mil liras se desvanecieron, repartidas entre sus hijos. La mayor parte se la llevó Menotti, que se encontraba en bancarrota. El resto se distribuyó entre Teresita, Francesca, Clelia, Manlio y Ricciotti, que vivía en Londres muy por encima de sus posibilidades.
Ante la situación, el antiguo revolucionario solo halló refugio en la literatura. En los últimos años de su vida escribió, además de sus memorias, Clelia, Los voluntarios Cantoni y Los Mil, todas ellas novelas históricas que no cosecharon demasiado éxito. La muerte le llegó la tarde del 2 de junio de 1882, a la edad de 75 años.
Haití fue la primera colonia latinoamericana que rompió sus lazos con la metrópoli. A costa de un gran derramamiento de sangre, entre 1792 y 1804 los negros haitianos no sólo lograron quitarse de encima el yugo colonial francés, sino también acabar con la esclavitud. Para lograr su objetivo tuvieron que combatir duramente durante años contra los franceses, pero también contra británicos y españoles.
Actualmente la República de Haití es uno de los países más pobres del mundo. En América, ocupa el último lugar entre los más desfavorecidos. Raramente es noticia, y cuando los medios hablan de él casi siempre es por el mismo motivo: una catástrofe natural, una crisis humanitaria o un conflicto político. Pero hubo un tiempo en que Haití fue una próspera colonia francesa con la que la metrópoli realizaba una cuarta parte de su comercio de ultramar. Allí estaban los colonos más ricos, las haciendas más florecientes del Imperio colonial francés, y en Por-au-Prince, la capital, se levantaban iglesias, bellos palacios, teatros y casas de placer.
La Revolución francesa de 1789 no fue solamente un hecho europeo. Las ideas de libertad, igualdad y fraternidad no tardaron en cruzar el Atlántico y desembarcar en América. Uno de los lugares donde llegaron primero fue la parte francesa de La Española, la isla antillana explorada por Cristóbal Colón y primer asentamiento europeo en el Nuevo Mundo. España tuvo que ceder el tercio occidental de esta isla a Francia en 1692 por la paz de Ryswick, durante el desafortunado reinado de Carlos II, el último Habsburgo hispánico. La pequeña colonia, que los franceses llamaban Saint-Domingue luego pasó a denominarse Haití.
En el siglo XVIII Haití era el territorio más rico de las Antillas; más que Cuba y que Jamaica. Algunos publicistas llamaban a Haití «la perla de las Antillas». Francia realizaba una cuarta parte de su comercio ultramarino con aquella pequeña posesión caribeña. A Port-au-Prince, la capital, y otros puertos haitianos llegaban cada año cientos de barcos franceses. Descargaban esclavos africanos y brandy, y partían con las bodegas llenas de diversos productos rumbo a Marsella, Burdeos, Nantes y otros puertos franceses. En vísperas de la revolución, Haití producía casi la mitad del azúcar que se consumía en Europa y América. Solo en Burdeos había dieciséis fábricas que refinaban el azúcar haitiano. Haití también exportaba algodón, índigo, café y cacao. Todo el chocolate que consumían los franceses se obtenía a partir de cacao procedente de Haití.
Estos productos eran muy valiosos en el Siglo de las Luces. Como las clases altas y medias cada vez consumían más café y té, aumentó la demanda de azúcar. Los productos agrícolas que producía Haití eran el fruto del trabajo de cientos de miles de esclavos. En términos porcentuales, ninguna otra isla caribeña tenía tantos. En 1789 había en Haití cerca de 500.000 esclavos para una población libre de 30.000 colonos.
Con la explotación de aquella masa de mano de obra gratuita se habían enriquecido unas cuantas miles de familias blancas. Los negros hacían todo tipo de trabajos: desbrozaban los montes, cultivaban las plantaciones, cargaban y descargaban los barcos, transportaban la caña recogida en las plantaciones a los ingenios azucareros, trabajaban en las mansiones de sus amos… Para incrementar la producción se les trataba con brutalidad. Era frecuente ver a blancos azotando a esclavos en las calles de Port-au-Prince.
La pirámide social de Haití tenía por tanto una base muy amplia. Por encima de la masa de esclavos se encontraban los llamados gens de couleur; o sea, mulatos (algunos eran propietarios de tierras) y negros libertos. Más arriba, les petits blancs. Y en la cúspide, lesgrans blancs; europeos o criollos, eran dueños de vastas plantaciones, grandes comerciantes, traficantes de esclavos, funcionarios civiles y militares de alto rango. O sea, la flor y nata de Haití. Las desigualdades sociales en la colonia no podían ser más extremas. Y los intereses opuestos de unos y otros sólo podían desembocar en un conflicto violento.
La Citadelle (Wikimedia).
Para prevenir cualquier rebelión, la población esclava era tratada con suma severidad. Toda falta era castigada con dureza; todo intento de rebelión, con extrema crueldad. La brutalidad con que amos y capataces trataban a los esclavos empujó a muchos de ellos a huir a las montañas, donde se ocultaban entre la espesura y formaban bandas que sobrevivían como podían, a menudo asaltando haciendas, por lo que eran perseguidos sin tregua. Eran los cimarrones.
En 1757 un esclavo manco llamado Mackandal huyó al monte. Gran orador, desde su refugio llamó a sus congéneres a la rebelión. Como era un sacerdote vudú, pronto se convirtió en el líder. El cimarrón pretendía envenenar los pozos, quemar las haciendas, matar a los colonos. Pero su plan aniquilador llegó a oídos de éstos. Capturado después de muchas batidas, Mackandal fue quemado vivo en una plaza en presencia de muchos esclavos. Sin embargo, los esclavos haitianos se negaron a creer que las llamas habían acabado con él. El cimarrón se convirtió en una leyenda.
La Revolución francesa y los haitianos
Al llegar a la colonia la noticia del estallido de la revolución en Francia, los diversos sectores sociales de Haití celebraron el suceso. Todos vieron en el movimiento revolucionario una oportunidad para lograr sus objetivos. Los colonos esperaban conseguir la libertad de comercio y más autonomía política; las gentes de color libres, la igualdad de derechos que reclamaban desde hacía tiempo; los esclavos, naturalmente la abolición de la esclavitud. Los intereses de unos y otros eran contrapuestos. En un primer momento, sólo los grandes propietarios lograron sus propósitos.
Las revueltas de mulatos fueron duramente reprimidas por las autoridades y los colonos. El dirigente de la primera, iniciado en octubre de 1790, era Vincent Ogé, un instruido y rico mulato que se encontraba en Francia por razones de negocios cuando estalló la revolución. Allí había conocido a algunos políticos y sus discursos le habían inflamado. De regreso a Haití, Ogé encabezó una revuelta. Perseguidos, los mestizos insurrectos buscaron refugio en el territorio español de la isla. Allí, las autoridades entregaron a Ogé y a sus seguidores a los franceses. En febrero de 1791 Ogé fue ejecutado. Sus verdugos le rompieron los huesos en la rueda. Haití no era Francia. En la remota colonia los colonos defendieron sus intereses pasando por encima de las leyes.
Al llegar a la capital francesa la noticia del atroz ajusticiamiento de Ogé, fueron muchos los que se horrorizaron. En la Asamblea Nacional, Robespierre declaró que era mejor que Francia perdiera sus colonias si aquel era el precio que había que pagar por la libertad. El mestizo Ogé se convirtió en símbolo de las injusticias cometidas por los blancos de Haití. Aquella privilegiada minoría quería restringir los beneficios de la revolución a su clase, la de los grandes propietarios.
En cuanto a los esclavos, los grandes principios de la revolución —Liberté, Egalité, Fraternité— tropezaron muy pronto con los intereses económicos de los colonos de Haití. ¿Serían rentables las plantaciones si había que pagar un salario a los negros por su trabajo, hasta entonces gratuito? Para ellos, resultaba evidente que no. Por consiguiente, su liberación se demoró. Si los negros de Haití querían quitarse las cadenas de encima, tendrían que luchar para conseguirlo. Cuando se sublevaron, contaron con el apoyo de muchos hombres libres de color.
Cuando, en 1789, se convocaron los Estados Generales en Versalles, los colonos de Haití quisieron tener voz en aquella asamblea que no se reunía desde hacía más de un siglo. Pero en la isla había mulatos y negros libres que deseaban lo mismo. Aquella aspiración abrió las puertas de un debate en el centro del cual se encontraba la lacra de la esclavitud. A medida que la revolución progresaba, el debate se acentuó.
No se podía hablar de los principios de la revolución olvidando la existencia de medio millón de esclavos en Haití. En la vecina Inglaterra, la abolición del esclavismo cada vez tenía más defensores. En 1787 se había creado allí The Society for the Abolition of the Slave. Sus fundadores era dueños de una imprenta y las publicaciones de la sociedad pronto llegaron a Francia.
Batalla en Santo Domingo, cuadro de January Suchodolsk inspirado en un choque contra los haitianos en Santo Domingo, territorio que llegaron a dominar durante varios años tras su revolución (Wikimedia).
En 1788 se fundó en París la Societé dels Amis des Noirs, que abogaba por la abolición de la esclavitud en las colonias francesas. Entre sus miembros se hallaban el conde de Mirabeau, el marqués de Condorcet, Robespierre, Brissot y otros conocidos personajes de la cultura, el pensamiento y política de Francia. Incluso figuraba una mujer, Olympe de Gouges, autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de los Ciudadanos, abolicionista como todas las feministas de su tiempo.
François Dominique Toussaint
La independencia de Haití fue un proceso revolucionario de carácter abolicionista. No se trataba sólo de liberar a la colonia de la metrópoli, sino también de acabar con el esclavismo. El protagonista principal de este proceso fue François Dominique Toussaint, llamado L’Ouverture por sus seguidores porque abrió una puerta hacia la esperanza, hacia la libertad.
Toussaint era un antiguo esclavo hijo de un príncipe de Benín llevado a América como esclavo. Puesto que los esclavos eran vistos como mercancía por sus propietarios, su fecha de nacimiento se desconoce. Hombre muy capacitado, en la plantación donde vino al mundo pronto se convirtió en el cochero de su capataz. Más tarde se le encargó de cuidar de todo el ganado que pacía en la hacienda. Su dueño, que le tenía en gran estima, le concedió la libertad en 1776.
Entre 1793 y 1802 Toussaint dirigió la revuelta haitiana de esclavos con éxito. Era una persona inteligente, instruida. Su amo le había enseñado a leer y le había proporcionado algunos libros. Además, Toussaint tenía carisma y dotes de mando, sabía cómo arengar a sus tropas de desharrapados. Este ejército era numeroso, pero iba mal armado y estaba poco disciplinado, pero con él luchó contra británicos y franceses, a quienes puso en jaque y obligó a abandonar Haití.
«He emprendido la venganza de mi raza —escribió Toussaint al principio de la insurrección—. Quiero que la libertad y la igualdad reinen en Santo Domingo. Uniros, hermanos, y combatid conmigo por la misma causa».
Pese a la violencia del sistema esclavista, Toussaint nunca actuó con sed de venganza como hicieron muchos de sus compañeros. Era católico —su amo le había hecho bautizar— y no quería saber nada del mundo de vudú, tan arraigado entre los negros de Haití. Protegió a la familia de su antiguo dueño y la de otros colonos que conocía de los desmanes, de la carnicería que se desató en la isla. Por esta razón recibió duras críticas de los individuos más radicales del alzamiento.
El año 1791 estalló una revuelta de esclavos en el norte de Haití y Toussaint se unió a los sublevados. Aunque él ya era un hombre libre —e incluso propietario de una pequeña plantación— quería estar al lado de los que no lo eran y compartir sus penalidades. En poco tiempo Toussaint se convirtió en el líder de los alzados. Unos seis mil hombres le seguían dispuestos a vencer o morir. Iban armados con hachas, palos, machetes, cuchillos y algunas carabinas. Sus dirigentes, vestidos con uniformes chillones, se autoproclamaban generales y almirantes. Para acabar con la esclavitud, quemaban plantaciones, destruían ingenios y mataban a propietarios.
Cuando Toussaint se enteró de que en Francia los revolucionarios habían guillotinado a Luis XVI, propuso a sus hombres ponerse bajo la bandera de Carlos IV, el monarca español. En la vecina colonia española de Santo Domingo recibió instrucción militar. España estaba en guerra contra Francia desde 1793, tras la decapitación del monarca francés. Toussaint llegó a convertirse en general de las tropas de Carlos IV, y las autoridades hispánicas ofrecieron la libertad a todos los negros haitianos que pisaran suelo español. Pero aquella situación duró poco tiempo. El Tratado de Basilea, en julio de 1795, puso fin a la guerra de la Convención entre España y Francia. Pero entonces Toussaint ya era el líder indiscutible de la negritud haitiana.
El 4 de febrero de 1794 la Asamblea Nacional abolió la esclavitud en todos los territorios coloniales franceses. Era una decisión esperada tras la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin embargo, el Gobierno francés mantuvo el dominio sobre sus colonias en la creencia que los no europeos no estaban preparados para gobernarse, y Haití no era una excepción. Los esclavos haitianos eran libres pero seguían estando bajo el yugo francés.
Los colonos blancos que sobrevivieron a las matanzas huyeron despavoridos a Jamaica y Estados Unidos. Si los negros se habían pasado temporalmente a España, ellos se pasaron a Gran Bretaña, que envió tropas a Haití desde Jamaica. Un tercio de los 25.000 soldados que desembarcaron en la isla perdió la vida allí, más por la fiebre amarilla que por heridas de guerra. Los británicos finalmente capitularon. Fue una vergonzosa derrota que se ocultó durante mucho tiempo. Toussaint entró triunfante en Port-au-Prince.
Durante el Directorio, la Asamblea Nacional envió a Haití dos comisarios para ganarse a Toussaint con la promesa de libertad. Lentamente la colonia se recuperó, se fomentó la agricultura y se abrieron escuelas. Entonces Toussaint declaró la guerra a los españoles, que en Santo Domingo mantenían el comercio de esclavos. España contaba con escasas fuerzas militares en aquella colonia, mientras que Toussaint lideraba multitudes. Se alzó con la victoria.
De esta manera el antiguo esclavo gobernó sobre toda la isla caribeña hasta que España recuperó su dominio sobre Santo Domingo en 1814.
Henri I de Haití (Wikimedia).
Entonces, sin haber osado aún proclamar la independencia de Francia, Toussaint reunió a un grupo de hombres para que redactaran una constitución. Los redactores fueron negros, mulatos e incluso algún blanco. Toussaint no podía prescindir de los colonos que sobrevivieron a las matanzas porque la mayoría de los negros y muchos mulatos eran analfabetos.
Napoleón y Haití
Mientras tanto, en Francia, Napoleón Bonaparte había sido nombrado Primer Cónsul. Napoleón no amaba mucho a los negros y pronto se dispuso a intervenir en Haití. De momento envió delegados a la colonia. Cuando, en 1802, firmó la paz con Gran Bretaña por el Tratado de Amiens, ordenó preparar una poderosa fuerza armada. En la empresa participaron España y Holanda, países aliados de Francia. En dos años fueron enviados a Haití más de 10.000 soldados. Al frente de los invasores iba el general Leclrec, cuñado de Napoleón. Su esposa, Paulina Bonaparte a —la que retrató el artista italiano Canova como Venus Victoriosa— soñaba con un pequeño reino antillano. De hecho, la hermana del Primer Cónsul vivió en Haití unos meses con su marido y su hijo.
La guerra fue larga y ambos bandos perdieron muchos hombres. Como años antes los británicos, los franceses tuvieron muchas bajas a causa de la malaria. Al final Toussaint se vio obligado a aceptar la paz porque muchos de sus «generales» se habían pasado a los franceses. Engañado, Toussaint fue capturado y enviado a la prisión más segura de Francia, donde murió un año después de ingresar en ella. Cabe suponer que no fue muy bien tratado por sus carceleros.
Pero en Haití se reanudó la contienda. Los haitianos no daban su brazo a torcer. Ahora quien dirigía la lucha era Jean-Jacques Dessalines, un antiguo esclavo de un negro liberto. Tras vencer a las tropas napoleónicas, el 1 de enero de 1804 Dessalines proclamó la independencia de Haití. Como no quería ser menos que Napoleón, poco después se proclamó emperador con el nombre de Jacques I. Dessalines gobernó como un sátrapa y fue asesinado durante una revuelta de mulatos. Entonces la joven república se fragmentó en dos partes. Al norte, un reino dirigido por Henri Christophe, otro hombre con delirios de grandeza. Al sur, una república dirigida por un mulato llamado Pieton.
Henri Christophe se hizo coronar y tomó el nombre de Henri I. Hizo construir varios palacios, entre los cuales el de Sans Souci, como el de Federico II de Prusia. Ante la amenaza de una nueva invasión francesa, ordenó levantar una poderosa fortaleza sobre una montaña, La Citadelle, donde almacenó armas, municiones y alimentos para resistir un largo sitio. Miles de súbditos, incluso mujeres y niños, trabajaron en la obra. Henri I también dio instrucciones sobre cómo había que actuar cuando tuviera lugar el desembarco de tropas francesas. En pocas palabras, había que poner en práctica una política de tierra quemada, una acción devastadora que ya se había llevado a cabo en diversos momentos históricos.
Sin embargo, la tan temida invasión francesa nunca de produjo. Napoleón renunció para siempre a Haití, aquel lejano territorio donde los negros defendían con uñas y dientes su libertad y la de su país. De hecho, Francia renunció a reconstruir el dominio colonial de Francia en el Caribe. En 1803, un año antes que los haitianos proclamasen la independencia de su país, Napoleón había vendido la Luisiana al gobierno de Estados Unidos.
Para saber más
—Franco, José Luciano (1966). Historia de la revolución de Haití. La Habana: Instituto de Historia.
—Gainot, Bernard (2017). La Révolution dels esclaves d’Haïti, 1763-1803. Vendemiaire.
—Roupert, Catherine Eve (2011). Histoire d’Haïti. La première republique noire du Nouveau Monde. Perrin.
—Arciniegas, Germán: Biografía del Caribe. Círculo de Lectores, 1975.
—James, C.L.R.: The Black Jacobins: Toussain L’Ouverture and the San Domingo Revolution. Vintage, 1989.
Si un líder personifica la Revolución Rusa, ese es Vladímir Ilich Uliánov (1870-1924), más conocido por el sobrenombre de Lenin. Importante teórico marxista, a partir de 1917 tuvo la responsabilidad de dirigir un inmenso estado. Bajo su dirección, el antiguo imperio de los zares se transformó en una república comunista. ¿Cómo fue el camino que le condujo de la clandestinidad y el exilio a la cima del poder?
Cuando ya era una figura histórica, los biógrafos aseguraron que Lenin era un apasionado de la política desde su juventud. No fue así. En el ambiente de la pequeña nobleza a la que pertenecía por nacimiento, durante sus primeros años llevó una vida tranquila, más preocupado de cuestiones literarias que de cambiar el mundo. Según el director del liceo donde cursaba su educación secundaria, era un alumno ejemplar que no provocaba dificultades.
Los padres y hermanos de Lenin, con el futuro líder de la URSS a la derecha. (Dominio público)
Pero después de este período feliz iba a llegar una etapa de continuos sufrimientos y turbulencias. Tras la muerte de su padre, Lenin sufrió otro duro golpe cuando su hermano Aleksándr se unió a un grupo de estudiantes revolucionarios y se ocupó de diseñar las bombas con las que iban a atentar contra el zar Alejandro III. La policía desarticuló el plan y apresó a Aleksándr, que no tardó en ser ejecutado.
Su muerte marcó profundamente al joven Vladímir. Su radicalización política fue imparable, pero, entre las diversas opciones revolucionarias, no escogió el marxismo hasta principios de la década de 1890.
Tenía el título de abogado, profesión que llegó a ejercer de forma intermitente. Cada vez más, sin embargo, el tiempo se le iba en actividades clandestinas. Miembro del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, Lenin se convirtió en un protagonista destacado de su división en dos bandos antagónicos. Él lideraba la facción mayoritaria, o bolchevique, defensora de un partido formado por revolucionarios profesionales a las órdenes de una dirección centralizada. La facción minoritaria, o menchevique, se inclinaba por un partido de masas.
Vladímir Ilich Uliánov a los 17 años, en 1887, año en que fue ejecutado su hermano. (Dominio público)
Los bolcheviques defendían, pues, una militancia política basada en la estricta disciplina. Al menos, sobre el papel. En la práctica, cada vez que una decisión contrariaba sus deseos, Lenin hacía oídos sordos. Prefería que sus seguidores encabezaran una escisión antes que obedecer consignas que juzgaba equivocadas. Estaba convencido de que la calidad debía imponerse a la cantidad: mejor ser pocos y convencidos y que muchos sin la necesaria firmeza doctrinal.
De la élite al proletariado
Se movió, en un principio, en círculos intelectuales. Su futura esposa, Nadezhda Krúpskaya, le ayudó a conocer cómo vivían los trabajadores. Se dedicó a estudiar a fondo sus problemas para así facilitar su labor de propaganda. Su oposición al zarismo le costaría un largo destierro a Siberia, entre 1897 y 1900.
Para sus admiradores, era un líder lúcido y decidido. Sus detractores, en cambio, le veían como un tipo dogmático y autoritario. Con el paso del tiempo, su intransigencia se agudizó más y más, hasta el punto de romper en diversas ocasiones con viejos compañeros por discrepancias ideológicas. La “libertad de crítica”, según manifestó en el panfleto ¿Qué hacer? (1902), no era más que un pretexto para introducir dentro del socialismo elementos burgueses.
Los comunistas buscaron inspiración en Lenin, retratado en innumerables ocasiones junto a Marx y Engels
Polemista temible, no dudaba en descalificar con ferocidad a sus enemigos, a los que tildaba de “oportunistas” o “filisteos”. Uno de sus grandes objetivos fue Eduard Bernstein, famoso representante de la corriente “revisionista” del socialismo. Esta tendencia sostenía que la revolución violenta no era necesaria, tampoco la dictadura del proletariado. Los trabajadores iban a mejorar su situación por métodos legales y pacíficos.
Lenin regresó a Rusia durante la revolución de 1905, pero el papel que desempeñó fue por completo marginal. Cuando la represión zarista aplastó a los rebeldes tuvo que expatriarse. En los años siguientes se dedicaría a escribir literatura política y a fortalecer la organización de los bolcheviques, hasta que finalmente estos rompieron con los mencheviques y constituyeron un partido propio.
Llega la oportunidad
El estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914, supuso un trauma para la izquierda europea. La mayoría de los partidos socialistas votaron los créditos de guerra para sostener el esfuerzo bélico de sus respectivos países. Para Lenin, este comportamiento suponía una terrible traición a la clase obrera. Puesto que la contienda enfrentaba a naciones imperialistas en manos de la burguesía, el proletariado no sacaba nada con apoyar a cualquiera de los bandos. Los proletarios , en lugar de enfrentarse unos con otros, debían aprovechar las circunstancias para hacer la revolución.
Después de la abdicación del zar, Aleksándr Kérenski lideró un gobierno provisional que también acabo derribado. (Wikipedia)
Los desastres militares acabaron por hundir al zarismo. En febrero de 1917, una revolución dejó paso al gobierno burgués de Aleksándr Kérenski. En esos momentos, Lenin estaba en Zúrich. Comprendió entonces que debía regresar a toda prisa a su país. Pero…, ¿cómo atravesar media Europa en medio la guerra?
La realpolitik fue entonces en su ayuda. Aunque la Alemania del káiserestaba lejos de simpatizar con un comunista, le proporcionó un tren para que pudiera alcanzar Rusia sin problemas. Era una jugada maestra. Sin duda, aquel agitador contribuiría a sembrar el caos en el territorio enemigo.
Eso fue exactamente lo que sucedió, porque, para Lenin, no había más prioridad que destruir a la monarquía zarista. Si para ello había que pagar el precio de una derrota militar con pérdidas territoriales, que así fuera.
El día después del asalto al Palacio de Invierno en San Petersburgo, Lenin se dirige a la multitud en la Plaza Roja de Moscú (Print Collector / Print Collector/Getty Images)
Kérenski cometió el error de pretender continuar con la guerra a toda costa. Los comunistas, en cambio, sintonizaron con las ansias de paz de la población, cansada de un conflicto cada vez más catastrófico. En octubre, la calamitosa situación del país hizo posible que llegaran al poder tras la toma, en San Petersburgo, del Palacio de Invierno.
Rusia entraba en una nueva etapa de su historia, en medio de esperanzas mesiánicas. Se había dado el primer paso para transformar todo el planeta en un mundo sin diferencias de clase, en el que reinaría la justicia social. Para materializar este sueño, los comunistas del mundo buscaron inspiración en el pensamiento de Lenin, retratado en innumerables ocasiones junto a Marx y Engels. En aquellos momentos, los artífices del audaz experimento soviético no podían imaginar que todo iba a desmoronarse antes de que acabara el siglo.
Hace siglos, los barcos estaban obligados a guardar cuarentenas en los puertos durante las pestes para evitar su propagación a las ciudades costeras. Ahora se prohíben los vuelos desde Italia a España o hacia Estados Unidos desde Europa. El coronavirus es incomparablemente menos letal que la peste negra, que asoló el mundo en varias oleadas sobre todo entre los siglos XIV y XVIII, acabando con la vida de unas 100 millones de personas en Europa, África y Asia (entre el 25 y el 60% de la población europea, según estimaciones).
Los contextos históricos y de desarrollo científico son también muy diferentes, pero, con todas las distancias y sin posibilidad de hacer una comparación directa, ambas son epidemias y podrían compartir ciertos rasgos comunes sociológicos y económicos, que también se encuentran en otras crisis sanitarias de envergadura como la gripe de 1918, explica a eldiario.es la profesora de Historia Económica de la Universitat Autònoma de Barcelona Carmen Sarasúa.
Los efectos de la pandemia de coronavirus aún son imposibles de estimar en su totalidad al estar aún inmersos en esta crisis. Pero se espera que el impacto económico a corto y medio plazo sea muy alto: se interrumpen los sistemas de transporte y abastecimiento y cae la producción de muchos sectores, además de la demanda. Y al caer la demanda, como explicaba Keynes tras la Depresión de 1929, baja el empleo y cae el ingreso de los hogares, lo que aumenta aún más el desempleo (además de la recaudación fiscal, los ingresos con los que cuenta el estado para financiar servicios públicos).
En el caso de la peste negra, esta epidemia supuso cambios importantísimos en la economía y un fortísimo retroceso; el descalabro de población tardó cien años en recuperarse. «Desapareció el comercio, cayeron las ciudades, la gente se fue al campo, murieron reyes, afectó a todos los estratos sociales», expone en una entrevista con Efe Pedro Gargantilla, profesor de Historia de la Medicina de la Universidad Francisco de Vitoria y jefe de Medicina Interna del Hospital de El Escorial (Madrid).
A corto plazo, las consecuencias económicas más relevantes de la también llamada peste bubónica, originada en el desierto del Gobi, se pueden resumir en que los campos quedaron sin trabajar y las cosechas se pudrieron. De ello se derivó una escasez de productos agrícolas, acaparados únicamente por aquellos que podían pagarlos. Los precios subieron, por lo que crecieron las penalidades y el sufrimiento de los menos pudientes.
«Es indudable que esta epidemia produjo efectos económicos que supusieron la recesión más drástica de la Historia. Es relevante destacar que es en esta época, con clara influencia de la epidemia de la peste, cuando se pone fin a la construcción masiva de monasterios, iglesias y catedrales. Por todo ello, se puede decir que es el motivo del cierre del periodo medieval», recalca esta publicación de BBVA.
El hambre, la peste y la guerra que marcaron el siglo XIV acabaron trasformando la sociedad y disparando las desigualdades. Los poderosos aumentaron su poder y su riqueza y el pueblo llano quedó más empobrecido y perdió algunos derechos de las generaciones anteriores, como se explica en este artículo.
Pero cuando se habla de los efectos económicos de la peste negra que asoló Europa a mediados del XIV, a pesar de sus inicios devastadores, los historiadores coinciden en señalar otros efectos económicos y sociales positivos para los supervivientes. Como explica Carmen Sarasúa, «la tierra era abundante, al caer la oferta de trabajo los salarios aumentaron, y se ha visto por ejemplo que las mujeres encontraron muchas más oportunidades laborales en los gremios que hasta entonces las habían vetado, en los jornales agrarios, etc». Unos efectos que también se han observado tras picos de mortalidad como los que se producen en las guerras, aunque no palíen ni compensen la devastación económica y social y la pérdida de vidas iniciales.
Además, las epidemias han servido para introducir mejoras de la salubridad pública que pretenden reducir el riesgo de las aglomeraciones urbanas. En el caso de las oleadas de peste, acabaron por favorecer la recogida de basuras y aguas fecales, la regulación de la presencia de animales vivos y muertos, o la construcción de cementerios fuera de los recintos urbanos y la obligación de encalar iglesias (tras la promulgación de la Real Cédula Carlos III en 1787).
Consecuencias de otras epidemias
Otra epidemia que hundió la economía fue la gripe de 1918 (mal llamada gripe «española» por ser uno de los primeros países donde se informó de ella, al ser ajeno a la guerra), que causó más muertos que la I Guerra Mundial (unos 50 millones según estimaciones). Entre la enfermedad y la contienda se hundió la actividad económica y hubo cambios en los movimientos migratorios, aunque es difícil discernir qué parte del hundimiento de la economía se puede achacar a cada fenómeno.
Brotes infecciosos más recientes, incluso los temores de algunos relativamente contenidos, han afectado en las últimas décadas al comercio. Por ejemplo, la prohibición de la Unión Europea de exportar carne vacuna británica duró diez años debido a un brote de la enfermedad de las vacas locas en el Reino Unido, pese a que la transmisión a humanos es relativamente limitada.
Además, algunas epidemias prolongadas, como el VIH y la malaria, desalientan la inversión extranjera directa. Un informe del Fondo Monetario Internacional sobre epidemias estima el costo anual esperado de la gripe pandémica en unos 500.000 millones de dólares (0,6% del ingreso mundial), incluidos la pérdida de ingresos y el costo intrínseco del aumento de la mortalidad.
Y aunque el efecto sanitario de un brote es relativamente limitado, sus consecuencias económicas se pueden multiplicar con rapidez. Por ejemplo, Liberia sufrió una reducción del crecimiento del PIB de 8 puntos porcentuales entre 2013 y 2014 durante el brote de ébola en África occidental a pesar de la baja tasa general de mortalidad en el país durante ese período.
Ganadores y perdedores en las epidemias
Los efectos de los brotes y epidemias no se distribuyen de manera equitativa en la economía. Algunos sectores incluso podrían beneficiarse financieramente, mientras que otros sufrirán en forma desmedida. Las farmacéuticas que producen vacunas, antibióticos u otros productos necesarios para la respuesta al brote son posibles beneficiarios.
Como explica Sarasúa, en todas las coyunturas hay sectores económicos que se benefician. Cuando hay una demanda excepcional de determinados bienes y servicios los sectores que los proporcionan «hacen su agosto» (podría ser el caso de mascarillas o alimentos de primera necesidad estos días en España), mientras que se hunden los que proporcionan bienes y servicios que dejamos de consumir y los que se ven afectados por la interrupción de componentes y materias primas.
Pero la desigualdad también se refleja en la enfermedad y la mortalidad. Ahora mismo, una de las grandes causas de desigualdad en el impacto de una epidemia es el acceso a la asistencia médica. En los países que carecen de sistemas públicos de asistencia médica universal, donde hay que pagar las pruebas de diagnóstico, los tratamientos, y la hospitalización (caso de EEUU), el nivel de renta será determinante.
Literatura como fuente histórica sobre las pandemias
La profesora recuerda tres obras literarias que resultan fuentes históricas de gran valor sobre las epidemias: El Decamerón, de Boccaccio, describe la peste que asoló Florencia en 1348; el Diario del año de la peste, escrito por Daniel Defoe en 1722, que narra la epidemia de peste que sufrió Londres en 1665, que mató a una quinta parte de la población. Y Manzoni, en Los novios, relata la peste de Milán en 1628.
«Las tres nos hablan del miedo, de cómo la sociedad se enfrenta a la muerte masiva e inesperada, algunos buscando culpables y acusando a determinados grupos o individuos, recurriendo a la magia y a la religión…otros tratando de entender las causas científicas de lo que ocurre, buscando soluciones racionales y cívicas que hacen avanzar a la sociedad y palían los efectos económicos adversos que tienen estas crisis», concluye Sarasúa.
Lo que hoy son las fronteras entre Grecia y Turquía representan mucho más que una simple separación entre dos países del Mediterráneo. División natural entre dos continentes, han significado el linde simbólico entre las civilizaciones de Occidente y Oriente. De la legendaria guerra de Troya a la conquista turca de Constantinopla, la historia ha reservado para la región un espacio privilegiado en sus crónicas. Hoy vuelve a estar en el punto de mira como escenario de una grave crisis humanitaria que afecta a miles de refugiados llegados de las guerras de Oriente Próximo. Hoy como ayer, la frontera sigue separando dos mundos.
Desgraciadamente existe un precedente de la actual situación. Hace unos 100 años la región vivió una crisis humanitaria de aún mayores proporciones, que afectó a la vida de millones de personas y que aún hoy representa una profunda herida para ambos países. El foco principal de aquel desastre se encuentra a unos escasos 100 kilómetros de la isla de Lesbos, epicentro de la actual crisis de refugiados: es la costera y populosa ciudad turca de Izmir o Esmirna.
Desde que Grecia lograra su independencia en el siglo XIX, el objetivo de los nacionalistas fue la ‘Megali Idea’: ampliar su territorio a sus fronteras históricas y ‘refundar’ el Imperio Bizantino
Pero entender que sucedió en Esmirna en 1923, unos hechos que aún los griegos bautizan como la ‘Gran Catástrofe’, nos obliga a remontarnos todavía más años atrás. Si hubo una gran catástrofe es porque antes hubo una Gran Idea. Así, Megali Idea, es como bautizaron los nacionalistas griegos a la utopía de reconstruir una moderna Magna Grecia (aunque en este caso miraría más hacia el Imperio Bizantino que hacia el sur de Italia). Desde que Grecia lograra su independencia del Imperio Otomano en 1831, este fue el objetivo de muchos nacionalistas: recuperar un idealizado Bizancio y unir a todos los griegos diseminados a lo largo y ancho del imperio.
La Grecia que nació en el siglo XIX era un Estado pequeño comparado con sus predecesores históricos. En parte nació gracias a las potencias occidentales, que necesitaban un estado satélite en medio del Imperio Otomano y que además idealizaban el mundo griego como cuna de su civilización.
El recién nacido estado, con capital en una Atenas de poco más de 5.000 habitantes que nada tenía que ver con la gloriosa polis de Pericles, apenas comprendía entonces las regiones del sur y el Peloponeso. Pero ambicionaba conquistar Macedonia, el Épiro, el Dodecaneso, las islas del Egeo, Creta, Chipre, Tracia y las costas occidental y norte de Anatolia. Y todo ello, con capital en Constantinopla, para reinstaurar por fin el esplendor del Imperio Bizantino. Toda la política exterior del nuevo Estado el siglo XIX y primera parte del siglo XX giró en torno a este ideal.
Estos planes tuvieron predicamento no solo en Grecia, sino entre buena parte de la diáspora que aún vivía en el seno del imperio turco, especialmente en Constantinopla y Esmirna, dos grandes ciudades de mayoría griega. Cabe recordar que el imperio otomano era en aquel entonces un Estado multiétnico y multirreligioso que se expandía por los Balcanes y Asia Menor, y que las distintas comunidades nacionales no estaban concentradas en un territorio propio, sino esparcidas por todo el imperio. A los griegos les unía sobre todo la religión cristina ortodoxa y, en menor medida, el idioma.
En Asia Menor, las distintas comunidades helenas habían sufrido su propia evolución y contaban ya con sus tradiciones propias. Poco tenía que ver un griego de Esmirna con un griego de la histórica región de Ponto, al noreste. Y poco tenían que ver ambos con los griegos europeos. Algunos hablaban turco pero profesaban la religión ortodoxa, otros hablaban un griego muy arcaico pero eran de religión musulmana. Por lo tanto, una mezcla difícil de conjugar en una única nación.
Ya hacia finales del XIX y con un decadente Imperio Otomano al que llamaban “el enfermo de Europa”, los nacionalismos de los Balcanes aspiraban a la construcción y expansión de sus propios estados. Los límites étnicos no estaban nada claros y el puerto de Tesalónica era codiciado tanto por griegos como por serbios y búlgaros. Además, en 1897 la isla de Creta se alzaría contra el imperio para unirse a Grecia. El estado griego declaró la guerra a los turcos sufriendo, sin embargo, una dolorosa derrota. La Megali Idea quedaba más lejos.
Las comunidades griegas estaban esparcidas por todo el Imperio Otomano , incluida Asia Menor, y eran mayoría en Esmirna; pero había muchas diferencias entre sí: algunos eran musulmantes grecoparlantes; otros ortodoxos de lengua turca
Sin embargo, fue precisamente un cretense, Eleftherios Venizelos, el que cambiaría el rumbo de los acontecimientos. Tras su irrupción en el poder en 1910, Venizelos retomó la aspiración de la Gran Idea y lideró a Grecia en las guerras balcánicas de 1912 y 1913, años en los que primero el Imperio Otomano perdió casi todos sus territorios en Europa y después los distintos estados emergentes se disputaron las fronteras de la península.
Grecia arrebató a serbios y búlgaros las regiones históricas del Epiro, Macedonia y Tracia Occidental, quedándose con el codiciado puerto de Tesalónica, además de sumar también Creta y Samos. Los territorios agregados a la nueva Grecia sumaban un 70% más a la extensión total del país, aumentando el número de habitantes en dos millones de habitantes, casi el doble de la población griega hasta el momento.
Poco después también arrancó en los balcanes la Primera Guerra Mundial(1914-1918), capítulo clave en esta historia, especialmente porque supondrá el desmembramiento definitivo del Imperio Otomano tras cinco siglos. Pese a que Grecia comenzó como estado neutral, la entrada otomana en el bando de las potencias centrales llevó a Venizelos a apoyar a los aliados.
De nuevo, la obsesiva Gran Idea tuvo la culpa: era la oportunidad de arrebatar los territorios históricos al moribundo imperio. Esta posición dividió al país entre partidarios de Venizelos, favorable a entrar en la Gran Guerra, y leales al rey Constantino I, favorable a mantener la neutralidad. La victoria de los aliados dio la razón al político cretense que al poco tiempo quiso cobrarse su apoyo reclamando su parte del pastel.
Tropas turcas marchan dirección a Esmirna en septiembre de 1922 (Topical Press Agency / Getty)
La Gran Guerra también trajo con ella un odio irreconciliable entre las comunidades que durante siglos habían convivido más o menos pacíficamente en el seno del imperio. Durante el conflicto, más de 450.000 griegos tuvieron que exiliarse a las regiones occidentales de lo que hoy es Turquía.
En paralelo al conocido como genocidio armenio, los nacionalistas turcos y las autoridades otomanas también la tomaron contra los griegos de Anatolia, que sufrieron numerosas atrocidades: deportaciones indiscriminadas y crímenes que todavía hoy están por esclarecer. Especialmente sangrante fue la situación en la región de Ponto, al sudeste del Mar Negro. Aún hoy Grecia exige a la comunidad internacional que reconozca esos hechos como un genocidio.
Con el fin de la guerra, Venizelos reclamó las regiones que quedaban para formar la anhelada Gran Grecia, incluyendo las provincias occidentales de Asia Menor. Aunque las negociaciones no habían alcanzado su fin, y ante el temor de que un nuevo competidor, Italia, le arrebatara ahora la región, Venizelos se adelantó y el 15 de mayo de 1919 ocupó la ciudad de Esmirna y, con ello, arrancó la guerra grecoturca. El Tratado de Sévres de 1920 permitió a Grecia gestionar los nuevos territorios de Anatolia por cinco años, aunque la soberanía seguía siendo turca. Pasados estos cinco años, las regiones pasarían bajo poder griego tras referéndum.
Con la llegada de Venizelos al poder, el sueño se acerca: Grecia se aprovecha de las guerras balcánicas y la Gran Guerra para extender su territorio a costa del desmembrado Imperio Otomano
En solo nueve años, Grecia había pasado de tener una superficie de 64.679 km2 con una población de poco más de 2,5 millones de personas a extenderse por 173.799 km2 con una población total de más de 7 millones habitantes. El sueño parecía cumplido. Sin embargo, fue el inicio de la pesadilla.
El país llevaba 9 años seguidos de guerra ininterrumpida y fue incapaz de mantener cierto orden en sus nuevas conquistas. La administración de la ciudad, todavía muy multicultural y que en ese momento había acogido a unos 100.000 refugiados de la guerra, fue un auténtico caos. Los abusos de policía y civiles contra la comunidad turca de la ciudad fueron numerosos. El odio racial estaba en el orden del día.
Los acontecimientos se precipitaron los dos siguientes años. Grecia fue perdiendo el favor del mundo occidental, que vio en la nueva Turquía un aliado de más peso en la región. La revolución del movimiento nacionalista comandado por Mustafá Kemal, posteriormente conocido como Atatürk (‘padre de los turcos’), triunfó y la guerra estaba a punto de tomar otro rumbo. Con este empuje, Grecia sumaría las posteriores batallas por derrotas.
La catástrofe de Esmirna supuso el asesinato de miles de griegos y armenios en la ciudad (Keystone-France / Getty)
Pronto Esmirna se convertiría en el foco de atención para los turcos que se disponían ahora de recuperar lo que consideraban suyo. El ejército avanzaba por todos los frentes y se dirigía hacia la ‘infiel’ ciudad -así era conocida entre muchos turcos- con ganas de venganza. Grecia, ahora sin ningún apoyo exterior y con un ejército debilitado, se retiraba ofreciendo una tímida resistencia y dejando a Esmirna a la merced de las tropas de Kemal. El caos volvió a apoderarse de la ciudad.
La minoría turca, sabiendo la inminente victoria de los suyos, se tomó la justicia por su mano. Aunque en un primer momento la ocupación se hizo de forma pacífica, el odio étnico volvió a manchar de sangre toda la ciudad. Los barrios armenio y griego fueron literalmente arrasados por las llamas. Sólo el barrio turco y el judío se salvaron de un aberrante ejercicio de limpieza étnica con todo tipo de atrocidades. Los barcos de refugiados se amontaban en el puerto para tratar de rescatar al máximo número de personas de una ciudad incendiada. Un fin dantesco. La Gran Catástrofe fue un hecho un 13 de septiembre de 1922.
La guerra grecoturca estuvo marcada por el odio étnico. La caída de Esmirna, el 13 de septiembre de 1922, fue dantesca: los barrios armenio y griego fueron arrasados por las llamas y miles de personas asesinadas o obligadas a exiliarse
La caída de Esmirna fue traumática en términos simbólicos para el mundo griego y puso un final abrupto al sueño nacionalista. Pero las consecuencias prácticas fueron, por supuesto, mucho peores. El Tratado de Lausana, firmado el 30 de enero de 1923, planteó como única solución viable un intercambio masivo de poblaciones que, de hecho, ya se había producido con el efecto de la guerra. Una primera estadística de 1923 habla de un total 785.000 refugiados que se movieron en condiciones paupérrimas. Se estima que en los primeros nueve meses después del influjo, se produjeron 6.000 muertos al mes.
La primera estadística oficial en 1928 fijaba los refugiados en más de 1,2 millones de personas y hoy se calcula que probablemente fueron 1,4 millones. Por el lado turco, unas 500.000 musulmanes que vivían en zonas griegas se desplazaron a Asia Menor. Se trata del segundo mayor intercambio de poblaciones del siglo XX tras el que protagonizaron India y Pakistan en la década de los años 40.
El impacto demográfico y social fue brutal, en especial en las zonas urbanas. En el Pireo, por ejemplo, se pasó de 123 habitantes a 69.000 en sólo siete años. Más allá de la precariedad social, también hubo un importante choque cultural. Cabe recordar que muchos de estos griegos ‘asiáticos’ eran completamente distintos en tradiciones a sus compatriotas europeos. Todavía hoy se arrastran las diferencias y muchos descendientes de ese éxodo forzado mantienen vivo el orgullo de sus orígenes.
Durante esos años de exilio, en el sur de una ya superpoblada Atenas, nació un suburbio bautizado como Nueva Esmirna. Es uno de los recuerdos de la ciudad de Asia Menor, que contó con presencia griega desde tiempos homéricos, y desde hace un siglo borrada del mundo helénico para siempre.
Todavía hoy descendientes de los griegos de Asia Menor recuerdan sus orígenes (SAKIS MITROLIDIS / AFP)